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Ensayo como forma literaria (página 5)


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Los súbditos de un príncipe excesivo en dones conviértense a su vez en pedigüeños excesivos; mídense conforme al ejemplo, no con arreglo a la razón. En verdad que casi siempre debiéramos avergonzarnos de nuestra imprudencia, pues se nos recompensa injustamente cuando el premio iguala a nuestro servicio, sin considerar que por obligación natural estamos sujetos a nuestros príncipes. Si estos contribuyen a todos nuestros gastos, hacen demasiado, hasta con que los ayuden: el exceso se llama beneficio, y no se puede exigir, pues el nombre mismo de liberalidad suena como el de libertad. Con arreglo a nuestro modo de proceder, el don nunca se nos concede; lo recibido para nada se cuenta, no se gusta más que de la liberalidad futura, por lo cual, cuanto más un príncipe se agota en recompensas, más de amigos se empobrece. ¿Cómo saciaría los deseos, que crecen a medida que se llenan? Quien su pensamiento tiene fijo en el recibir no se acuerda de lo que recogió: la cualidad primordial de la codicia es la ingratitud.

No dirá mal aquí el ejemplo de Ciro, en provecho de los reyes de nuestra época, tocante a reconocer, cómo los dones de éstos serán bien o mal empleados, y a hacerles ver cuán dichosamente los distribuía este emperador con ellos parangonado. Por sus desórdenes se ven nuestros soberanos obligados a hacer sus empréstitos en personas desconocidas, y más bien en aquellas con quienes se condujeron mal que con las que procedieron bien; y ninguna ayuda reciben donde la gratitud existe sólo de nombre. Creso censuraba a Ciro su largueza, calculando a cuánto se elevaría su tesoro si hubiera tenido las manos más sujetas. Entró en ganas el primero de justificar su liberalidad y despachó de todas partes emisarios hacia los grandes de su Estado a quienes más presentes había hecho, rogando a cada uno que le socorriese con tanto dinero como le fuera dable para subvenir a una necesidad, enviándole la declaración de sus recursos. Cuando todas las minutas le fueron presentadas, sus amigos todos, considerando que no bastaba ofrecerle solamente lo que cada cual había recibido de su munificencia, añadió mucho de su propio peculio, resultando que la suma ascendía a mucho más de la economía que Creso había supuesto. A lo cual añadió Ciro: «Yo no amo las riquezas menos que los otros príncipes, más bien cuido mejor de ellas: ved con cuán escaso esfuerzo adquirí el inestimable tesoro de tantos amigos; cuánto más fieles guardadores de mis caudales me son que los mercenarios sin obligación ni afecto, y mi fortuna así está mejor custodiada que en cofres resistentes que echarían sobre mí el odio, la envidia y el menosprecio de los demás príncipes.»

Los emperadores se excusaban de la superfluidad de sus juegos y ostentaciones públicas porque su autoridad dependía en algún modo (en apariencia al menos) de la voluntad del pueblo romano, el cual estaba hecho de antiguo a ser complacido por tales espectáculos y excesos. Pero eran los particulares los que habían mantenido esa costumbre de gratificar a sus conciudadanos y a sus plebeyos a expensas de su peculio, principalmente por semejante profusión y magnificencia. Cuando fueron los amos los que vinieron a imitarlos, los espectáculos tuvieron otro gusto y carácter distintos: pecuniarum translatio ajustis dominis ad alienos non debet liberalis videri. Porque su hijo intentaba ganar valiéndose de presentes la voluntad de los macedonios, Filipo le amonestó en una carta en estos términos:

«¡Cómo! ¿deseas que tus súbditos te consideren como a su pagador y no como a su rey? ¿Quieres recompensarlos? Benefícialos con los presentes de tu virtud y no con las riquezas de tu cofre.»

Era sin embargo bella cosa el ver transportar y plantar en el circo gran número de corpulentos árboles, verdes y frondosos, representando una selva umbría, dispuesta con simetría hermosa, y en un día determinado lanzar dentro de ella mil avestruces, mil ciervos, mil jabalíes, mil gamos, abandonándolos para que se arrojasen sobre el pueblo; al día siguiente aporrear en su presencia cien enormes leones, cien leopardos y trescientos osos; y en el tercero día hacer combatir a muerte trescientas parejas de gladiadores, como en tiempo del emperador Probo. Era también cosa hermosa el ver estos grandes anfiteatros incrustados por fuera de mármol, labrado en estatuas y ornamentos, y por dentro resplandecientes de enriquecimientos raros,

Balteus en gemmis, en illita porticus auro:

todos los lados de este gran vacío llenos y rodeados de arriba abajo por sesenta u ochenta rangos de escalones, también de mármol, cubiertos de cojines,

Exeat, inquit, si pudor est de pulvino surgat equestri, cujus res legi non sufficit;

donde podían acomodarse hasta cien mil hombres sentados a su gusto, y el lugar del fondo, en que los combates se sucedían y los ojos se regocijaban, hacer primeramente que por arte se entreabriera y hendiera en forma de cuevas, representando antros, los cuales vomitaban las fieras destinadas al espectáculo, y luego después inundado de un mar profundo que acarreaba multitud de monstruos marinos, cubierto de navíos armados, simulacro verdadero de un combate naval; en tercer lugar veíase allanar y secar de nuevo el recinto cuando el combate de gladiadores llegaba, y por último, cubrirlo con bermellón y estoraque en vez de arena para celebrar un festín solemne en honor del pueblo innúmero, que era el último acto de los celebrados en una sola jornada.

Quoties nos descendentis arenae vidimus in partes, ruptaque voragine terrae emersisse feras, et eisdem saepe latebris aurea cum croceo creverunt arbuta libro!… Nec solum nobis silvetria cernere monstra contigit; aequoreos ego cum certantibus ursis spectavi vitulos, et equorum nomine dignum, sed deforme pecus.

A veces se hacía nacer una montaña elevada llena de frutales y verdosos árboles, en cuya cumbre había un arroyo que surgía cual de la boca de una fuente viva; otras ostentábase a la vista de todos un gran navío que por sí se abría y cerraba, y después de arrojar de su vientre cuatrocientas o quinientas fieras de combate se juntaba y desaparecía como por encanto; otras del fondo de la plaza lanzábanse surtidores y chorros de agua que subían a infinita altura, regando y perfumando a la multitud. Para resguardarla de las injurias del tiempo cubrían esta capacidad inmensa unas veces con tela purpurina elaborada con la aguja, otras con seda de colores varios, con las cuales cubrían y descubrían en un momento como les placía mejor.

Quamvis non modico caleant spectacula sole, vela reducuntur, quum venit Hermogenes.

«Las redes que resguardaban al pueblo para defenderlo de la violencia de las fieras cuando saltaban estaban, también tejidas de oro»:

Auro quoque torta refulgent retia.

Si hay algo que pueda ser excusable en tales excesos, reside allí donde la inventiva y la novedad promueven la admiración, no en lo que toca al gusto. En estas vanidades mismas descubrimos cuánto aquellos siglos pasados eran fértiles en otros espíritus distintos de los nuestros. Acontece con esta suerte de fertilidad cual con todas las demás producciones de la naturaleza: no puede afirmarse que entonces empleara su esfuerzo último: nosotros no marchamos, más bien rodamos y giramos aquí y allá, paseándonos sobre nuestros propios pasos; no alcanzamos a ver muy adelante ni muy hacia atrás; nuestros ojos abarcan poco y ven lo mismo: es nuestra vista corta en extensión de tiempo y materia:

Vixere fortes ante Agamemnona multi, sed omnes illacrymabiles urgentur, ignotique longa

nocte. Et supera bellum Thebanum, et funera Trojae, multi alias alii quoque res cecinere poetae:

y la narración de Solón en punto a lo que le enseñaran los sacerdotes egipcios acerca de la dilatada vida de su Estado y la manera de aprender y custodiar las historias extranjeras, no me parece contradecir la consideración apuntada. Si interminatam in omnes partes magnitudinem regionum videremus et temporum, in quam se injiciens animus et intendens, ite late longeque paregrinatur, ut nullam oram ultimi videat, in qua possit insistere: in hac immensitate… infinita vis innumerabilium appareret formarum. Aun, cuando todo lo que se nos refiere de los tiempos pasados fuera cierto y de todos conocido, en junto sería menos que nada comparado con lo que ignoramos. Y de esta misma imagen del mundo, que se desliza mientras por él pasamos, ¿cuán mezquino y fragmentario no es el conocimiento de los más curiosos? o solamente de los sucesos particulares, que frecuentemente el acaso convierte en ejemplares y señalados; de la situación de las grandes repúblicas y naciones, nos escapa cien veces más de lo que viene a nuestro conocimiento. Consideramos como milagrosa la invención de la artillería y la de nuestra imprenta, y otros hombres en el otro extremo del mundo, en la China, gozaban de ellas mil años ha. Si viéramos tanto mundo como dejamos de ver, advertiríamos sin duda una perpetua mutación y vicisitud de formas. Nada hay único y singular en la naturaleza, mas sí en relación con nuestros medios de conocimiento, que constituyen el miserable fundamento de nuestras reglas y que nos representan fácilmente una imagen falsísima de las cosas. Cuál sin fundamento concluimos hoy la declinación y decrepitud del mundo por los argumentos que sacamos de nuestra propia debilidad y decadencia:

Jamque adeo est affecta aetas, effaetaque tellus:

así, sin fundamento también, deducía Lucrecio su nacimiento y juventud por el vigor que veía en los espíritus de una época, copiosos en novedades e invenciones de diversas artes:

Verum, ut opinor, habet novitatem, summa, recensque natura est mundi, neque pridem exordia cepit quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur, nunc etiam augescunt; nunc addita navigiis sunt multa.

Nuestro mundo acaba de encontrar otro (¿y quién nos asegura que es el último de sus hermanos, puesto que los demonios, las sibilas y nosotros habíamos ignorado éste hasta el momento actual?) no menos grande, sólido y membrudo que él. Sin embargo, tan nuevo y tan niño que todavía se le enseña el a, b, c: no hace aún cincuenta años que desconocía las letras, los pesos, las medidas, los vestidos, los trigos y las viñas. Estaba todavía completamente desnudo, guarecido en el seno de la naturaleza, y no vivía sino con los medios que esta pródiga madre le procuraba. Si nosotros deducimos nuestro fin, y aquel poeta el de la juventud de su siglo, este otro mundo no hará sino entrar en la luz cuando el nuestro la abandone: el universo caerá en parálisis; un miembro estará tullido y el otro vigoroso. Temo mucho que hayamos grandemente apresurado su declinación y ruina merced a nuestro contagio, y que le hayamos vendido a buen precio nuestras opiniones e invenciones. Era un mundo niño, y nosotros no le hemos azotado y sometido a nuestra disciplina por la supremacía de nuestro valor y fuerza naturales; ni lo hemos ganado con nuestra justicia y bondad, ni subyugado con nuestra magnanimidad. La mayor parte de sus respuestas y las negociaciones pactadas con ellos testimonian que nada nos debían en clarividencia de espíritu ni en oportunidad. La espantosa magnificencia de las ciudades de Cuzco y Méjico, y entre otras cosas análogas el jardín de aquel monarca en que todos los árboles, frutos y hierbas, conforme al orden y dimensiones que guardan en un jardín, estaban excelentemente labrados en oro, como en su cámara todos los animales que nacían en su Estado y en sus mares, y la hermosura de sus obras en pedrería, pluma y algodón, así como las pinturas, muestran que tampoco los ganábamos en industria. Mas en cuanto a la devoción, observancia de las leyes, bondad, liberalidad, lealtad y franqueza, buenos servicios nos prestó el no tener tantas como ellos: esa ventaja los perdió, vendiéndolos y traicionándolos.

Por lo que toca al arrojo y al ánimo; en punto a firmeza, constancia y resolución contra los dolores, el hambre y la muerte, nada temería en oponer los ejemplos que encontrara entre ellos a los más famosos antiguos de que tengamos memoria en el mundo de por acá. Pues los que acertaron a subyugarlos, que prescindan del engaño y aparato de que se sirvieron para engañarlos y del justo maravillarse que ganaba a esas naciones al ver llegar tan inopinadamente a gentes barbudas, diversas en lenguaje, religión, formas y continente, de un lugar del mundo tan lejano donde nunca supieran que hubiese mansión alguna, montados en grandes monstruos ignorados, para quienes no solamente no vieron nunca ningún caballo, pero ni siquiera animal alguno hecho a llevar y sostener hombre ni otra carga; guarnecidos de una armadura luciente y dura, y provistos de un arma resplandeciente y cortante para quienes por el milagro del resplandor de un espejo o del de un cuchillo cambiaban una cuantiosa riqueza en oro y perlas, y que carecían de ciencia y materiales por donde ser aptos a atravesar nuestro acero. Añádase a esto los rayos y truenos de nuestras piezas y arcabuces, capaces de trastornar al mismo César (a quien hubieran sorprendido tan inexperimentado como a ellos), contra pueblos desnudos, guarnecidos tan sólo de tejido de algodón, sin otras armas a lo sumo que arcos, piedras, bastones y escudos de madera; pueblos sorprendidos so pretexto de amistad y buena fe, por la curiosidad de ver cosas extrañas y desconocidas; quitad, digo, a los conquistadores esta disparidad, y los arrancaréis de paso la ocasión de tantas victorias. Cuando considero el indomable ardor con que tantos millares de hombres, mujeres y niños, presentándose y lanzándose tantas veces en medio de peligros inevitables en defensa de sus dioses y de su libertad; aquella generosa obstinación que les impulsaba a sufrir hasta el último extremo los mayores horrores y la muerte, de mejor gana que a someterse a la dominación de aquellos que tan vergonzosamente los engañaron, y algunos prefiriendo mejor desfallecer por hambre y ayuno, ya prisioneros, que aceptar la vida en manos de sus enemigos tan vilmente victoriosos, infiero que para quien los hubiera atacado de igual a igual, con iguales armas y experiencia y en el mismo número, habrían sido tanto o más terribles como los de cualquiera otra guerra.

¡Lástima grande que no cayera bajo César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble conquista, y una tan grande mutación y alteración de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la naturaleza había producido; mezclando, no sólo al cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de por acá, en cuanto éstas hubieran sido necesarias, sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a los naturales del país. ¡Qué reparación hubiera sido ésta, y qué enmienda se hubiera promovido en toda es máquina, si los primeros ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros una sociedad e inteligencia fraternales! Cuán fácil hubiera sido sacar provecho de almas tan nuevas, tan hambrientas de aprendizaje, cuya mayor parte habían tenido comienzos naturales tan hermosos! Por el contrario, nosotros nos servimos de su ignorancia e inexperiencia para plegarlos más fácilmente hacia la traición, la lujuria, la avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, a ejemplo y patrón de nuestras costumbres. ¿Quién aceptó jamás a tal precio las ventajas del comercio y del tráfico? ¿Quién vio nunca tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la más rica y hermosa parte del universo derrumbada con el simple fin de negociar las perlas y las especias? ¡Mecánicas victorias! Jamás la ambición, jamás las públicas enemistades empujaron a los hombres los unos contra los otros a tan horribles hostilidades y a calamidades tan miserables.

Costeando el mar en busca de sus minas algunos españoles tocaron tierra en una región fértil y pintoresca muy habitada, e hicieron a este pueblo sus amonestaciones acostumbradas: «Que eran gentes pacíficas, originarias de lejanas tierras, enviadas por el rey de Castilla, el príncipe más poderoso de toda la tierra habitada, a quien el Papa, representante de Dios aquí bajo, había concedido el principado de todas las Indias. Que si querían ser del soberano tributarios, serían con mucha benignidad tratados.» Pedíanles víveres para su nutrición y oro para el menester de alguna medicina, haciéndoles, además, presente la creencia en un solo Dios y la verdad de nuestra religión, que les aconsejaban abrazar, añadiendo a ello algunas amenazas. A lo cual les contestaron «que en cuanto a lo de pacíficos no tenían cara de serlo, si lo eran; que puesto que su rey pedía, debía de ser indigente y menesteroso; y en lo tocante a que se hiciera la distribución de que hablaban, que debía ser hombre amante de disensiones, puesto que concedía a un tercero lo que no era suyo, disputándoselo a sus antiguos poseedores. En punto a víveres proveeríanlos de ellos. Oro tenían poco, y lo consideraban como cosa de ninguna estima porque era inútil al servicio de la vida, yendo sus miras encaminadas solamente a pasarla dichosa y gratamente; así que, podían coger resueltamente cuanto encontraran, excepto el destinado al culto de sus dioses. En lo tocante a que no hubiera más que un solo Dios, el discurso les plugo, decían, pero no querían cambiar de religión, habiendo practicado útilmente la suya tan dilatados años; y que además acostumbraban sólo a recibir consejos de sus amigos y conocidos. Que en lo de amenazarlos, consideraban como signo de escasez de juicio el ir amedrentando a aquéllos de quien la naturaleza y los medios de defensa les eran desconocidos; de suerte que, lo mejor que podían hacer, era despacharse a desalojar prontamente sus tierras, pues no estaban acostumbrados a tomar en buena parte las bondades y amonestaciones de gentes armadas y extrañas; y que si así no obraban harían con ellos lo que con otros» (y les mostraban las cabezas de algunos hombres ajusticiados en derredor de la ciudad). Ved en esta respuesta un ejemplo del balbuceo de esta infancia. De todos modos, ni en este lugar ni en muchos otros en que los españoles no hallaron las mercancías que buscaban se detuvieron ni emprendieron conquistas, aun cuando con otras ventajas el país les brindara; testigos son mis caníbales.

De los dos monarcas más poderosos de ese mundo, y acaso también de éste, reyes de tantos reyes, los últimos que se vieron arrojados de sus dominios, uno fue el del Perú, el cual habiendo sido hecho prisionero en una batalla y pedídose por él un rescate tan excesivo que sobrepujaba todo lo verosímil, luego de haber sido este fielmente pagado y de haber dado el rey por sus palabras muestra de un valor franco, liberal y constante, al par que de un entendimiento cabal y muy sensato, los vencedores entraron en deseos (después de haber sacado un millón trescientos veinticinco mil pesos de oro, a más de la plata y otras cosas, que no ascendían a menos, tanto que sus caballos llevaban herraduras de oro macizo); de ver aún, mediante cualquier deslealtad, por monstruosa que fuese, cuál podía ser todavía lo que quedaba de los tesoros de este rey, y gozar libremente de lo que guardara, formulose contra él una acusación tan falsa como las pruebas en que se apoyaban sobre el designio de sublevar sus huestes para ganar así la libertad, por lo cual, por hermosas componendas de los mismos que lo habían traicionado, se le condenó a ser ahorcado y estrangulado públicamente, librándole del tormento de la hoguera por el sacramento del bautismo que le hicieron recibir con el propio suplicio; horrorosa acción y sin ejemplo que sufrió, sin embargo, sin alterar su continente ni sus palabras, con actitud y gravedad verdaderamente regias. Luego, para adormecer a los pueblos pasmados y transidos de tan extraño espectáculo, simulose un gran duelo por su muerte ordenando celebrar funerales suntuosos.

El otro fue el rey de Méjico, quien habiendo defendido largo tiempo su ciudad sitiada, y mostrado cuánto pueden el sufrimiento y la perseverancia (hasta el punto de que jamás acaso pueblo ni príncipe los igualaron), y su desdicha puéstole vivo en manos de sus enemigos, conviniéndose en la capitulación, que sería tratado como rey, su conducta en la prisión se avino bien con este dictado. Como después de la victoria no encontraran todo el oro que se prometieran, luego de haberlo todo revuelto y registrado, pusiéronse a buscar minas de este metal, aplicando para ello los más tremendos suplicios que pudieran imaginar a los prisioneros que tenían; y como no sacaran nada en limpio por haber chocado con ánimos más robustos que crueles eran los tormentos que sufrían, fueron a dar en rabia tan enorme, que, contra la prometida fe y contra todo derecho de gentes condenaron al suplicio al rey mismo y a uno de los principales señores de su corte, en presencia el uno del otro. Este señor, hallándose atormentado por el dolor, y rodeado de ardientes braseros, en sus últimos momentos volvió lastimosamente la vista hacia su dueño como para pedirle gracia, porque sus fuerzas no alcanzaban a más: el rey, clavando altiva y vigorosamente sus ojos en él, como conjura de su cobardía y pusilanimidad, le dijo solamente estas palabras, con voz potente y vigorosa: «¿Por ventura estoy yo en un baño colocado? ¿Estoy más a mi gusto que tú?» El así amonestado sucumbió de repente momentos después, y murió en el lugar donde se hallaba. El rey, medio asado, fue conducido a otra parte, no tanto por piedad (¿pues qué piedad movió jamás a tan bárbaras almas que por el dudoso indicio de algún vaso de oro que saquear hacían quemar ante sus ojos no ya a un hombre, sino a un rey tan grande en merecimientos y fortuna?), como porque su firmeza convertía en más vergonzosa la crueldad de sus verdugos. Por último le ahorcaron, no sin que antes intentara, por medio de las armas, libertarse de una tan dilatada cautividad y sujeción, haciendo su fin digno de un príncipe magnánimo.

Otra vez quemaron vivos, de un golpe en la misma hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres: cuatrocientos del bajo pueblo y sesenta de los principales señores de una provincia, simples prisioneros de guerra. Ellos mismos nos comunicaron tan horribles narraciones, pues no solamente las confiesan, sino que las encarecen y ensalzan. ¿Acaso como testimonio de su justicia o por el celo que en pro de su religión los animaba? En verdad son estos caminos demasiado opuestos y enemigos de un fin tan santo. Si se hubieran propuesto propagar nuestra fe, habrían considerado que no es poseyendo territorios como se amplifica, sino poseyendo hombres, y se hubieran conformado de sobra con las víctimas que las necesidades de la guerra procuran sin mezclar a ellas indiferentemente una carnicería cual si de animales salvajes se tratara, general tanto como el hierro y el fuego pudieron procurarla; no habiendo conservado por propio designio sino cuantos hombres trocaron en miserables esclavos para la obra y servicio de las minas, de tal suerte que muchos jefes españoles fueron ejecutados en los lugares mismos de la conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente escandalizados por el horror de sus empresas, siendo además casi todos ellos desestimados y odiados. Dios consintió meritoriamente que estos grandes saqueos fueran absorbidos por el mar al transportarlos, o por las intestinas guerras con que entre ellos se devoraron; y la mayor parte se enterraron en aquellos lejanos lugares, sin alcanzar ningún fruto de su victoria.

Cuanto a lo de que estos tesoros vayan a dar en manos de un príncipe económico y prudente, responden las riquezas tan poco a las esperanzas que sus predecesores acariciaron y a la abundancia primitiva que se encontró al pisar esas nuevas tierras (pues aun cuando se saque mucho, vemos que esto no es nada, comparado con lo que podía esperarse); el uso de la moneda era completamente desconocido, y el oro, por consiguiente, se hallaba todo junto, no sirviendo sino como cosa de aparato y ostentación, como un inmueble reservado de padres a hijos, mediante los poderosos reyes que agotaban sus minas para elaborar aquel gran montón de vasos y estatuas, y que sirviera de ornamento a sus palacios y a sus templos. Nosotros empleamos nuestro oro en el tráfico y comercio; lo trabajamos y lo modificamos en mil formas, lo esparcimos y dispersamos. Imaginemos que nuestros reyes amontonaran así todo el que pudieran encontrar durante varios siglos y lo guardaran inmóvil.

Los del reino de Méjico eran algo más civilizados y más artistas que los otros pueblos de aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin, fundamentándose en la desolación que nosotros allí llevamos. Creían que el ser del mundo se divide en cinco edades y en la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales cuatro habían ya hecho su tiempo y que el que los alumbraba era el quinto. El primero pereció con todas las otras criaturas por universal inundación de las aguas; el segundo, por el derrumbamiento del cielo sobre los mortales, que ahogó toda cosa viviente; en esta edad colocan la existencia de los gigantes e hicieron ver a los españoles osamentas según las cuales la estatura de los hombres media hasta veinte palmos de altura; el tercero acabó por el fuego, que todo lo abrasó y consumió; el cuarto, por una conmoción de aire y viento, que abatió hasta las montañas más altas: los hombres no murieron, pero fueron cambiados en monos. ¡Considerad las impresiones que experimenta la flojedad de la creencia humana! Después de la muerte de este cuarto sol el mundo permaneció veinticinco años sumergido en tinieblas densas; en el quinto, fueron creados un hombre y una mujer que rehicieron la raza humana; diez años después, en cierto día, el sol apareció nuevamente creado, y por él comenzaron su cómputo: al tercero de su creación murieron los dioses antiguos, y los nuevos nacieron luego de la noche a la mañana. Sobre lo que opinan de la manera cómo este sol desaparecerá, nada sabe mi autor, mas el número de esta cuarta modificación concuerda con aquella gran conjunción de los astros que produjo, según los astrólogos juzgan, hace ochocientos y pico de años, tantas alteraciones y novedades en el mundo.

En punto a magnificencia y pompa, que fue por donde comencé mi discurso, ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pueden, ya sea en utilidad, ya en dificultad o nobleza, comparar ninguno de sus portentos al camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, que va desde la ciudad de Quito hasta la del Cuzco (mide trescientas leguas). Recto, unido, ancho de veinticinco pasos, empedrado, revestido a ambos lados de murallas elevadas y hermosas, por cuya parte superior corren arroyos perennes bordeados por robustos árboles, que llaman molli los naturales del país. Donde había montañas y rocas, las cortaron y allanaron llenando los huecos de piedra y cal. En el límite de cada jornada hay palacios soberbios provistos de víveres, vestidos y armas, así para los viajeros como para los ejércitos que los transitan. En la consideración de esta obra me fijé sólo en la dificultad de realizarla, que es particularísima en aquellas regiones. No labraban piedras menores de diez pies cuadrados, ni tenían otro medio de arrancarlas que la fuerza de sus brazos, arrastrando la carga; tampoco conocían el arte de andamiar, no alcanzándoseles otra fineza que la de ir yuxtaponiendo tierra sobre los muros a medida que los iban levantando para permanecer junto a la construcción.

Pero volvamos a nuestros coches. En lugar de éstos o de cualquiera otro vehículo hacíanse conducir por cargadores y en hombros. Aquel último rey del Perú el día que fue cogido, era llevado en unas andas de oro: sentado en una silla de lo mismo, en medio de la batalla. Cuantos portadores mataban para hacerle dar en tierra (pues querían cogerle vivo), otros tantos en competencia ocupaban el lugar de los muertos, de suerte que no lograron abatirle por víctimas que hicieran en estas gentes, hasta que un jinete se apoderó de su cuerpo y le derribó por tierra.

Capítulo VII

De la incomodidad de la grandeza

Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de ella maldiciéndola, si maldecir de alguna cosa es encontrarla defectos, los cuales en todas se reconocen por hermosas y codiciables que sean. En general, la grandeza tiene esta evidente ventaja, que cuando lo place se rebaja, y que sobre poco más o menos tiene a la mano una u otra condición, pues no se da un batacazo de la altura, más frecuentes son los que descender pueden sin caer. Paréceme que la damos valor sobrado, como también a la resolución de aquellos a quienes vimos o de quienes oímos que la desdeñaron: su esencia no es tan evidentemente ventajosa que no se la pueda rechazar sin realizar un milagro. Para mí, el esfuerzo es bien difícil ante el sufrimiento de los males, mas en el contentamiento de una mediocre medida de fortuna, y en el huir la grandeza, encuentro molestia escasa: ésta es una virtud, a mi ver, a la cual yo, que soy un ganso, llegaría sin gran violencia. ¿Qué pensar, por lo mismo, de los que hacen valer la gloria que acompaña al rechazar la gloria, en lo cual puede haber más ambición que un el deseo mismo de disfrutar goces y grandezas? Jamás la ambición se encamina mejor, dada su índole, que cuando va por caminos extraviados e inusitados.

Yo aguzo mi ánimo hacia la paciencia y lo debilito hacia el deseo: que desear tengo como cualquiera otro y consiento a mis deseos igual libertad e indiscreción; mas, sin embargo, no me sucedió jamás apetecer imperio ni realeza, ni la eminencia de las elevadas fortunas imperativas: no me encamino por este lado, porque me quiero de sobra. Cuando en crecer pongo mi pensamiento, es bajamente, con un crecimiento lleno de sujeción y cobardía, adecuado a mi naturaleza en resolución, prudencia, salud, belleza y aun riqueza. Mas aquel crédito y aquella tan poderosa autoridad oprimen mi fantasía, y muy al contrario de César gustaría mejor ser el segundo o el tercero en Perigueux que el primero en París: y al menos en puridad de verdad quisiera ser más bien el tercero en París que el primero en dignidad. No quiero yo debatir con un hujier custodiador de puertas, como un miserable desconocido, ni hendir siendo adorado las multitudes por donde paso. Así por las circunstancias como por inclinación estoy habituado a las regiones medias; en el gobierno de mi vida y en el de mis empresas he demostrado más bien huir que desear la trasposición del grado de fortuna en que Dios colocó mi nacimiento; toda constitución natural es semejantemente equitativa y fácil. Mi alma es de tal suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma con que se alcanzó.

Mas si mi ánimo no es varonil, en cambio me ordena publicar resueltamente sus debilidades. Quien me diera a cotejar la vida de L. Torio Balbo, hombre cortés, hermoso, sabio, sano, entendido y abundante en toda suerte de comodidades y placeres, viviendo una existencia sosegada y toda suya, con el alma bien templada contra la muerte, la superstición, los dolores y las demás miserias de la humana necesidad, acabando, en fin, en los campos de batalla con las armas en la mano defendiendo a su país, de una parte, y, de otra, la vida de Marco Régulo, tan grande y elevada como todos saben, y su fin admirable; la una sin dignidades ni nombradía, la otra ejemplar y gloriosa a maravilla, respondería como Cicerón, si supiera decir también como él. Mas si me precisara compararlas con la mía diría también que la primera se acomoda tanto a mis inclinaciones y deseos como la segunda se aleja de ellos; que a ésta no puedo llegar sino por veneración, y de buen grado tocaría la otra por costumbre.

Volvamos a la grandeza temporal, de donde partimos. Me repugna el mando activo y pasivo. Otanez, uno de los siete pretendientes a la corona de Persia, tomó una determinación que yo de buena gana hubiera adoptado, y que consistía en abandonar a sus colegas sus derechos de poder llegar al trono por elección o suerte, siempre y cuando que él y los suyos vivieran en ese imperio fuera de toda sujeción y vasallaje, salvo los que las antiguas leyes ordenaban, y disfrutaran de toda la libertad que contra ellas no fuera. No gustaba de gobernar y tampoco de ser gobernado.

El más rudo y difícil de todos los oficios, a mi ver, es el de monarca cuando se desempeña dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra excuso sus defectos en consideración al tremendo peso de su cargo, cuya conspiración me trastorna. Es difícil guardar tacto ni medida, en un poder tan desmesurado; así que, hasta en aquellos mismos cuya naturaleza es menos excelente, reconocemos una inclinación singular hacia la virtud por estar colocados en un sitial donde ningún bien se hace sin que no sea registrado y tenido en cuenta; donde el beneficio más insignificante recae sobre tantas gentes, y donde la capacidad como la de los predicadores va al pueblo principalmente enderezada, juez poco puntual, fácil de engañar y de contentar. Pocas cosas hay sobre las cuales nos sea dable emitir juicio sincero, porque también son contadas aquellas en que en algún modo no tengamos particular interés. La superioridad y la inferioridad, el mandar y el obedecer, vense obligados al envidiar y al cuestionar permanentes; precisa, que se saqueen perpetuamente. No creo en el uno ni en el otro de los derechos de su compañera: dejemos obrar a la razón, que es inflexible o impasible, cuando de ella podamos disponer a nuestro arbitrio. No hace todavía un mes hojeaba yo dos libros escoceses que se contradecían en este punto: el autor popular hace del rey un hombre de peor condición que un carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por cima de Dios en poder y soberanía.

Ahora bien, las molestias de la grandeza que aquí me propuse notar, a causa de una ocasión que de ello me advirtió recientemente, es ésta: quizás no haya nada más grato en el comercio de los hombres que las experiencias que realizamos unos en competencia con otros, impulsados por el celo de nuestro honor o de nuestro valor, ya sea en los ejercicios corporales ya en los espirituales, en los cuales la grandeza soberana no toma parte alguna. En verdad me ha parecido a veces que a fuerza de respeto tratamos a los príncipes desdeñosa e injuriosamente, pues aquello de que yo en mi infancia más me exasperaba era que los que se ejercitaban conmigo evitaban el emplearse con sus fuerzas todas por reconocerme indigno contrincante. Esto es precisamente lo que se ve acontecerles a diario, puesto que cada cual se reconoce por bajo para luchar contra ellos: si se echa de ver que alguna afección a la victoria les mueve por escasa que sea, nadie hay que no se esfuerce en facilitársela, y que mejor no prefiera traicionar su propia gloria que ofender la del monarca: no se echa mano de esfuerzo mayor que el necesario para servir al honor de los mismos. ¿Qué parte les cabe en la lucha en la cual todos están por ellos? Parécese contemplar aquellos paladines de las pasadas épocas que se presentaban en las luchas y combates con armas encantadas. Brissón se dejó ganar por Alejandro en las carreras: éste le regañó por ello, bien que mejor hubiera hecho castigándole a latigazos. Por estas consideraciones decía Carneades «que los hijos de los príncipes no aprenden nada a derechas, como no sea el manejo de los caballos; tanto más cuanto que en cualesquiera otros ejercicios todos se doblegan ante ellos y los dejan ganar; mas un caballo, que no es cortesano ni adulador, arroja por tierra al hijo de un rey lo mismo que al de un mozo de cordel».

Homero se vio obligado a consentir que Venus fuera herida en el combate de Troya (una tan dulce diosa y tan delicada), para procurarla así vigor y arrojo, cualidades que en manera alguna, recaen en aquellos que están exentos de peligro. Se hace que los dioses se encolericen, teman, huyan, se muestren celosos, se duelan y se apasionen para honrarlos con las virtudes que se edifican entre nosotros con esas imperfecciones. Quien no tiene participación en el acaso ni en la dificultad, se halla incapacitado para pretender, interés ninguno en el honor y satisfacción que acompañan a las aciones azarosas. Es lastimoso el poder tanto que acontezca que todas las cosas cedan ante vuestros deseos: vuestra fortuna lanza demasiado lejos de vosotros la sociedad y la compañía; os coloca demasiado aislados. Este bienestar y facilidad holgada de hacerlo todo inclinarse bajo el propio peso es enemigo de toda suerte de hacer; es resbalar y no marchar: es dormir y no vivir. Concebid al hombre acompañado de la omnipotencia, y le abismaréis: es necesario que por caridad os da el obstáculo y la resistencia. Su ser y su bien tienen a indigencia como base.

Las buenas cualidades de los príncipes son muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino se por comparación, y se las coloca por fuera, tienen ese conocimiento de la verdadera alabanza, viéndose sacudidas por una aprobación uniforme y continuada. ¿Se las han con el más torpe de entre sus súbditos? pues carecen de medios para alcanzar ventaja sobre él; diciendo: «Porque es mi rey», le parece haber dicho bastante para dar a entender que prestó la mano en el dejarse vencer. Esta cualidad ahoga y consume todas las demás que son verdaderas y esenciales, las cuales la realeza sumerge, y no los deja para hacerse valer sino las acciones que la tocan directamente y que la sirven, es decir, los ejercicios de su cargo: tanto es ser rey que sólo por ello lo es. Ese resplandor extraño que le rodea le oculta, y de nuestra vista le aparta; nuestro mirar se quiebra y disipa estando lleno y detenido por esa intensa luz. El senado romano otorgó a Tiberio el premio de elocuencia, que rechazó, considerando que un juicio tan poco libre, aun cuando hubiera sido justo, siempre llevaba el sello de la parcialidad.

De la propia suerte que se les conceden todas las ventajas punto a honor, también se confortan y autorizan los vicios y defectos que poseen, no sólo con la aprobación sino también con la imitación. Cada uno de los que formaban el séquito de Alejandro llevaba como él la cabeza inclinada a un lado; los cortesanos de Dionisio tropezaban unos contra otros en su presencia, empujaban y derribaban cuanto había a sus pies, para aparentar que eran tan cortos de vista como él. Las hernias sirvieron a veces de favor y de recomendación: he visto en candelero la sordera, y porque el amo odiaba a su mujer, Plutarco vio a los cortesanos repudiar las suyas, a quienes amaban. Mas aún: la lujuria se vio acreditada y toda otra disolución, como también la deslealtad, la blasfemia, la crueldad, la herejía e igualmente la superstición, la irreligión, la desidia y otros vicios peores, si es posible que los haya, por donde se incurría en pecado mayor que el de los aduladores de Mitridates, los cuales porque su dueño pretendía honrarse llamándose buen médico, le presentaban sus miembros para que los cortara y cauterizara, pues esos otros se dejaban cauterizar el alma, que es parte más delicada y noble.

Y para acabar por donde comencé: Adriano el emperador, cuestionando con el filósofo Favorino sobre el sentido de un vocablo, resultó fácilmente victorioso; como sus amigos se le quejaran: «Tenéis gracia, dijo el filósofo, ¿cómo queréis que no sea más sabio que yo, puesto que manda treinta legiones?» Augusto compuso versos contra Asinio Polio. «Yo me callo, dijo éste, porque no es muy prudente escribir en competencia con quien puede proscribir»; y tenía razón, pues Dionisio, por no poder igualar a Filoxeno en la poesía ni a Platón en el razonar, condenó al uno a las canteras y mandó vender al otro como esclavo a la isla de Egina.

Capítulo VIII

Del arte de platicar

Es una costumbre de nuestra justicia el condenar a los unos para advertencia de los otros. Condenarlos simplemente porque incurrieron en delito, sería torpeza, como sienta Platón, pues contra lo hecho no hay humano poder posible que lo deshaga. A fin de que no se incurra en falta análoga, o de que el mal ejemplo se huya, la justicia se ejerce: no se corrige al que se ahorca, sino a los demás por el ahorcado. Igual es el ejemplo que yo sigo: mis errores son naturales e incorregibles, y como los hombres de bien aleccionan al mundo excitando su ejemplo, quizás pueda yo servir de provecho haciendo que mi conducta se evite:

Nonne vides, Albi ut male vivat filius?, utque barrus inops? magnum documentum, ne patriam rem

perdere quis velit;

publicando y acusando mis imperfecciones alguien aprenderá a temerlas. Las prendas que más estimo en mi individuo alcanzan mayor honor recriminándome que recomendándome; por eso recaigo en ellas y me detengo más frecuentemente. Y todo considerado, nunca se habla de sí mismo sin pérdida: las propias condenaciones son siempre acrecentadas, y las alabanzas descreídas. Puede haber algún hombre de mi complexión: mi naturaleza es tal que mejor me instruyo por oposición que por semejanza, y por huida que por continuación. A este género de disciplina se refería el viejo Catón cuando decía «que los cuerdos tienen más que aprender de los locos, que no los locos de los cuerdos»; y aquel antiguo tañedor de lira que según Pausanias refiere, tenía por costumbre obligar a sus discípulos a oír a un mal tocador, que vivía frente a su casa, para que aprendieran a odiar sus desafinaciones y falsas medias: el horror de la crueldad me lanza más adentro de la clemencia que ningún patrón de esta virtud; no endereza tanto mi continente a caballo un buen jinete, como un procurador o un veneciano, caballeros. Un lenguaje torcido corrige mejor el mío que no el derecho. A diario el torpe continente de un tercero me advierte y aconseja mejor que aquel que place; lo que contraría toca y despierta más bien que lo que gusta. Este tiempo en que vivimos es adecuado para enmendarnos a reculones, por disconveniencia mejor que por conveniencia; mejor por diferencia que por acuerdo. Estando poco adoctrinado por los buenos ejemplos, me sirvo de los malos, de los cuales la lección es frecuente y ordinaria. Esforceme por convertirme en tan agradable, como cosas de desagrado vi; en tan firme, como blandos eran los que me rodeaban; en tan dulce, como rudos eran los que trataba; en tan bueno, como malos contemplaba: mas con ello me proponía una tarea invencible.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo, consintiría más bien en perder la vista que el oído o el habla. Los atenienses, y aun los romanos, tenían en gran honor este ejercicio en sus academias. En nuestra época los italianos conservan algunos vestigios, y con visible provecho, como puede verse comparando nuestros entendimientos con los suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil, que apenas vigoriza: la conversación enseña y ejercita a un tiempo mismo. Si yo converso con un alma fuerte, con un probado luchador, este me oprime los ijares, me excita a derecha a izquierda; sus ideas hacen surgir las mías: el celo, la gloria, el calor vehemente de la disputa, me empujan y realzan por cima de mí mismo; la conformidad es cualidad completamente monótona en la conversación. Mas de la propia suerte que nuestro espíritu se fortifica con la comunicación de los que son vigorosos y ordenados, es imposible el calcular cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y frecuentación que practicamos con los espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio que tanto como éste se propague: por experiencia sobrada sé lo que vale la vara. Gusto yo de argumentar y discurrir, pero con pocos hombres y para mi particular usanza, pues mostrarme en espectáculo a los grandes, y mostrar en competencia el ingenio y la charla, reconozco ser oficio que sienta mal a un hombre de honor.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla soportar, el despecharse y consumirse ante ella, como a mí me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede en importunidad a aquélla. Este vicio quiero ahora acusarlo en mí. Yo entro en conversación y en discusión con libertad y facilidad grandes, tanto más cuanto que mi manera de ser encuentra en mí el terreno mal apropiado para penetrar y ahondar desde luego los principios: ninguna proposición me pasma, ni ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. No hay fantasía, por extravagante y frívola que sea, que deje de parecerme natural, emanando del humano espíritu. Los pirronianos, que privamos a nuestro espíritu del derecho de emitir decretos, consideramos blandamente la diversidad de opiniones, y si a ellas no prestamos nuestro juicio procurámoslas el oído fácilmente. Allí donde uno de los platillos de la balanza está completamente vacío dejo yo oscilar el otro hasta con las soñaciones de una vieja visionaria; y me parece excusable si acepto más bien el número impar, y antepongo el jueves al viernes; si prefiero la docena o el número catorce al trece en la mesa; y de mejor gana una liebre costeando que atravesando un camino, cuando viajo, y el dar de preferencia el pie derecho que el izquierdo cuando me calzo. Todas estas quimeras que gozan de crédito en torno nuestro merecen al menos ser oídas. De mí arrastran sólo la inanidad, pero al fin algo arrastran. Las opiniones vulgares y casuales son cosa distinta de la nada en la naturaleza, y quien así no las considera cae acaso en el vicio de la testarudez por evitar el de la superstición.

Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran; me despiertan sólo y ejercitan. Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a ella de buen grado, principalmente cuando viene, del conversar y no del regentar. En las oposiciones a nuestras miras no consideramos si aquéllas son justas, sino que a tuertas o a derechas buscarnos la manera de refutarlas: en lugar de tender los brazos afilamos las uñas. Yo soportaría el ser duramente contradicho por mis amigos el oír, por, ejemplo: «Eres un tonto; estas soñando.» Gusto, entre los, hombres bien educados, de que cada cual se exprese valientemente, de que las palabras vayan donde va el pensamiento: nos precisa fortificar el oído y endurecerlo contra esa blandura del ceremonioso son de las palabras. Me placen la sociedad y familiaridad viriles y robustas, una amistad que se alaba del vigor y rudeza de su comercio, como el amor de las mordeduras y sangrientos arañazos. No es ya suficientemente vigorosa y generosa cuando la querella está ausente, cuando dominan la civilidad y la exquisitez, cuando se teme el choque, y sus maneras no son espontáneas: Neque enim disputari, sine reprehensione potes. Cuando se me contraría, mi atención despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la verdad debiera ser común a uno y otro contrincante. ¿Qué contestará el objetado? La pasión de la cólera obscureció ya su juicio: el desorden apoderose de él antes que la razón. Sería conveniente que se hicieran apuestas sobre el triunfo en nuestras disputas; que hubiera una marca material de nuestras pérdidas, a fin de que las recordáramos, y de que por ejemplo mi criado pudiera decirme: «El año pasado os costó cien escudos en veinte ocasiones distintas el haber sido ignorante y porfiado.» Yo festejo y acaricio la verdad cualquiera que sea la mano en que la divise. Y en tanto que con arrogante tono conmigo no se procede, o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y me acomodo a los que no acusan, más bien por motivos de cortesía que de enmienda, gustando de gratificar y alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de ceder, aun a mis propias expensas.

Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con disimulo en presencia los unos de los otros. Experimento yo placer tan intenso al ser juzgado y conocido, que llegar a parecerme como indiferente la manera cómo lo sea. Mi fantasía se contradice a sí misma con frecuencia tanta, que me es igual que cualquiera otro la corrija, principalmente porque no doy a su reprensión sino la autoridad que quiero: pero me incomodo con quien se mantiene tan poco transigente, como alguno que conozco, que lamenta su advertencia cuando no es creído, y toma a injuria el no ser obedecido. Lo de que Sócrates acogiera siempre sonriendo las contradicciones que se presentaban a sus razonamientos puede decirse que de su propia fuerza dependía, pues habiendo de caer la ventaja de su lado aceptábalas como materia de nueva victoria. Mas nosotros vemos, por el contrario, que nada hay que trueque en suspicaz nuestro sentimiento como la idea de preeminencia y el desdén del adversario. La razón nos dice que más bien al débil corresponde el aceptar de buen gana las oposiciones que le enderezan y mejoran. De mejor grado busco yo la frecuentación de los que me amonestan que la de los que me temen. Es un placer insípido y perjudicial el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y hacen lugar. Antístenes ordenó a sus hijos «que no agradecieran nunca las alabanzas de ningún hombre». Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi adversario, que de la victoria ganada sobre él por su flojedad. En fin, yo recibo y apruebo toda suerte de toques cuando vienen derechos, por débiles que sean, pero no puedo soportar los que se suministran a expensas de la buena crianza. Poco me importa la materia sobre que se discute, y todas las opiniones las admito: la idea victoriosa también me es casi indiferente. Durante todo un día cuestionaré yo sosegadamente si la dirección del debate se mantiene ordenada. No es tanto la sutileza ni la fuerza lo que solicito como el orden; el orden que se ve todos los días en los altercados de los gañanes y de los mancebos de comercio, jamás entre nosotros. Si se apartan del camino derecho, es en falta de modales, achaque en que nosotros no incurrimos, mas el tumulto y la impaciencia no les desvían de su tema, el cual sigue su curso. Si se previenen unos a otros, si no se esperan, se entienden al menos. Para mí se contesta siempre bien si se responde a lo que digo; mas cuando la disputa se trastorna y alborota, abandono la cosa y me sujeto sólo a la forma con indiscreción y con despecho, lanzándome en una manera de debatir testaruda, maliciosa e imperiosa, de la cual luego me avergüenzo. Es imposible tratar de buena fe con un tonto; no es solamente mi discernimiento lo que se corrompe en la mano de un dueño tan impetuoso, también mi conciencia le acompaña.

Nuestros altercados debieran prohibirse y castigarse como cualesquiera otros crímenes verbales: ¿qué vicio no despiertan y no amontonan, constantemente regidos y gobernados por la cólera? Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego contra los hombres. No aprendemos a disputar sino para contradecir, y cada cual contradiciéndose y viéndose contradicho, acontece que el fruto del cuestionar no es otro que la pérdida y aniquilamiento de la verdad. Así Platón en su República prohíbe este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos. ¿A qué viene colocaros en camino de buscar lo que es con quien no adopta paso ni continente adecuados para ello? No se infiere daño alguno a la materia que se discute cuando se la abandona para ver el medio como ha de tratarse, y no digo de una manera escolástica y con ayuda del arte, sino con los medios naturales que procura un entendimiento sano. ¿Cuál será el fin a que se llegue, yendo el uno hacia el oriente y hacia el occidente el otro? Pierden así la mira principal y la ponen de lado con el barullo de los incidentes: al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que buscan; el uno está bajo, el otro alto y el otro de lado. Quién choca con una palabra o con un símil; quién no se hace ya cargo de las razones que se le oponen, tan impelido se ve por la carrera que tomó, y piensa en continuarla, no en seguiros a vosotros; otros, reconociéndose flojos de ijares, lo temen todo, todo lo rechazan, mezclan desde los comienzos y confúndenlo todo, o bien en lo más recio del debate se incomodan y se callan por ignorancia despechada, afectando un menosprecio orgulloso, o torpemente una modesta huida de contención: siempre que su actitud produzca efecto, nada le importa lo demás; otros cuentan sus palabras y las pesan como razones; hay quien no se sirve sino de la resistencia ventajosa de su voz y pulmones, otro concluye contra los principios que sentara; quién os ensordece con digresiones e inútiles prolegómenos; quién se arma de puras injurias, buscando una querella de alemán para librarse de la conversación y sociedad de un espíritu que asedia el suyo. Este último nada ve en la razón, pero os pone cerco, ayudado por la cerrazón dialéctica de sus cláusulas y con el apoyo de las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no desconfía de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos? Nihil sanantibus litteris? ¿Quién alcanzó entendimiento con la lógica? ¿Dónde van a parar tantas hermosas promesas? Nec ad melius vivendum, nec ad commodius disserendum? ¿Acaso se ve mayor baturrillo en la charla de las sardineras que en las públicas disputas de los hombres que las ciencias profesan? Mejor preferiría que mi hijo aprendiera a hablar en las tabernas que en las escuelas de charlatanería. Procuraos un pedagogo y conversad con él; ¿cuánto no os hace sentir su excelencia artificial, y cuánto no encanta a las mujeres y a los ignorantes, como nosotros somos, por virtud de la admiración y firmeza de sus razones, y de la hermosura y el orden de las mismas? ¿Hasta qué punto no nos persuade y domina como le viene en ganas? Un hombre que de tantas ventajas disfruta con las ideas y en el modo de manejarlas, ¿por qué mezcla con su esgrima las injurias, la indiscreción y la rabia? Que se despoje de su caperuza, de sus vestiduras y de su latín; que no atormente nuestros oídos con Aristóteles puro y crudo, y lo tomaréis por uno de entre nosotros, o peor aún. Juzgo yo de esta complicación y entrelazamiento del lenguaje que para asediarnos emplean, como de los jugadores de pasa-pasa. Su flexibilidad fuerza y combate nuestros sentidos, pero no conmueve en lo más mínimo nuestras opiniones: aparte del escamoteo, nada ejecutan que no sea común y vil: por ser más sabihondos no son menos ineptos. Venero y honro el saber tanto como los que lo poseen, el cual, empleado en su recto y verdadero uso, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en los individuos de que hablo (y los hay en número infinito de categorías), que establecen su fundamental suficiencia y saber, que recurren a su memoria, en lugar de apelar a su entendimiento, sub aliena umbra latentes, y que de nada son capaces sin los libros, lo detesto (si así me atrevo a decirlo) más que la torpeza escueta. En mi país y en mi tiempo la doctrina mejora bastante las faltriqueras, en manera alguna las almas: si aquélla las encuentra embotadas, las empeora y las ahoga como masa cruda o indigesta; si agudas, el saber fácilmente las purifica, clarifica y sutiliza hasta la vaporización. Cosa es la doctrina de cualidad sobre poco más o menos indiferente; utilísimo accesorio para un alma bien nacida; perniciosa y dañosa para las demás, o más bien objeto de uso preciosísimo, que no se deja poseer a vil precio: en unas manos es un cetro, y en otras un muñeco.

Mas prosigamos. ¿Qué victoria mayor pretendéis alcanzar sobre vuestro adversario que la de mostrarle la imposibilidad de combatiros? Cuando ganáis la ventaja de vuestra proposición, es la verdad la que sale ventajosa; cuando os procuráis la supremacía que otorgan el orden y la dirección acertados de los argumentos, sois vosotros los que salís gananciosos. Entiendo yo que en Platón y en Jenofonte, Sócrates discute más bien en beneficio de los litigantes que en favor de la disputa, y con el fin de instruir a Eutidemo y a Protágoras en el conocimiento de su impertinencia mutua, más bien que en el de la impertinencia de su arte: apodérase de la primera materia como quien alberga un fin más útil que el de esclarecerla; los espíritus es lo que se propone manejar y ejercitar. La agitación y el perseguimiento pertenecen a nuestra peculiar cosecha: en modo alguno somos excusables de guiarlos mal o impertinentemente; el tocar a la meta es cosa distinta, pues vinimos al mundo para investigar diligentemente la verdad: a una mayor potencia que la nuestra pertenece ésta. No está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos sino más bien elevada en altitud infinita, en el conocimiento divino. El mundo no es más que la escuela del inquirir; no se trata de meterse dentro, sino de hacer las carreras más lucidas. Lo mismo puede hacer el tonto quien dice verdad que quien dice mentira, pues se trata de la manera, no de la materia del decir. La tendencia mía es considerar igualmente la forma que la sustancia, lo mismo al abogado que a la causa, como Alcibíades ordenaba que se hiciera; y todos los días me distraigo en leer diversos autores sin percatarme de su ciencia, buscando en ellos exclusivamente su manera, no el asunto de que tratan, de la propia suerte que persigo la comunicación de algún espíritu famoso, no con el fin de que me adoctrine, sin para conocerlo, y una vez conocido imitarle si vale la pena. Al alcance de todos está el decir verdad, mas el enunciarla ordenada, prudente y suficientemente pocos pueden hacerlo; así que no me contraría el error cuando deriva de ignorancia; lo que me subleva es la necedad. Rompí varios comercios que me eran provechosos a causa de la impertinencia de cuestionar con quienes los mantenía. Ni siquiera me molestan una vez al año las culpas de quienes están bajo mi férula, mas en punto a la torpeza y testarudez de sus alegaciones, excusas y defensas asnales y brutales, andamos todos los días tirándonos los trastos a la cabeza: ni penetran lo que se dice, ni el por qué, y responden por idéntico tenor; ocasionan motivos bastantes para desesperar a un santo. Mi cabeza no choca rudamente sino con el encuentro de otra; mejor transijo con los vicios de mis gentes que con sus temeridades, importunidades y torpezas: que hagan menos, siempre y cuando que de hacer sean capaces; vivís con la esperanza de alentar su voluntad, pero de un cepo no hay nada que esperar ni que disfrutar que la pena valga.

Ahora bien, ¿qué decir si yo tomo las cosas diferentemente de lo que son en realidad? Muy bien puede suceder, por eso acuso mi impaciencia, considerándola igualmente viciosa en quien tiene razón como en quien no la tiene, pues nunca deja de constituir un agrior tiránico el no poder resistir un pensar diverso, al propio. Además, en verdad sea dicho, hay simpleza más grande ni más constante tampoco ni más estrambótica que la de conmoverse e irritarse por las insulseces del mundo, pues nos formaliza principalmente contra nosotros. Y a aquel filósofo del tiempo pasado nunca mientras se consideró estuvo falto de motivos de lágrimas. Misón, uno de los siete sabios, cuyos humores eran timonianos y democricianos, interrogado sobre la causa de sus risas cuando se hallaba solo, respondió: «Río por lo mismo, por deshacerme en carcajadas sin tener ninguna compañía.» ¿Cuántas tonterías no digo yo y respondo a diario, según mi dictamen y naturalmente, por consiguiente, mucho más frecuentes al entender de los demás? ¿Qué no harán los otros si yo me muerdo los labios? En conclusión, precisa vivir entre los vivos y dejar el agua que corra bajo el puente sin nuestro cuidado, o por lo menos con tranquilidad cabal de nuestra parte. Y si no, ¿por qué sin inmutarnos tropezamos con alguien cuyo cuerpo es torcido y contrahecho y no podemos soportar la presencia de un espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta dureza viciosa deriva más bien de la apreciación que del defecto. Tengamos constantemente en los labios aquellas palabras de Platón: «Lo que ve juzgo malsano ¿no será por encontrarme yo en ese estado? Yo mismo, ¿no incurro también en culpa? Mi advertimiento, ¿no puede volverse contra mí?» Sentencias sabias y divinas que azotan al más universal y común error de los hombres. No ya sólo las censuras que nos propinamos los unos a los otros, sino nuestras razones también, nuestros argumentos y materias de controversia pueden ordinariamente volverse contra nosotros: elaboramos hierro con nuestras armas, de lo cual la antigüedad me dejó hartos graves ejemplos. Ingeniosamente se expresó, y de manera adecuada, aquel que dijo:

Stercus cuique suum bene olet.

Nada tras ellos ven nuestros ojos: cien veces al día nos burlamos de nosotros al burlarnos de nuestro vecino; y detestamos en nuestro prójimo los defectos que residen en nosotros más palmariamente. Y de ellos nos pasmamos con inadvertencia y cinismo maravillosos. Ayer, sin ir más lejos, tuve ocasión de ver a un hombre sensato, persona grata, que se burlaba tan ingeniosa como justamente de las torpes maneras de otro, quien a todo el mundo rompe la cabeza con metódico registro de sus genealogías y uniones, más de la mitad imaginarias (aquéllos se lanzan de mejor grado en estas disquisiciones cuyos títulos son más dudosos y menos seguros), sin embargo, él, de haber parado mientes en sí mismo, hubiérase reconocido no menos intemperante y fastidioso en el sembrar y hacer valer la prerrogativa de la estirpe de su esposa. ¡Importuna presunción, de la cual la mujer se ve armada por las manos de su marido mismo! Si supiera éste latín, precisaríale decir con el poeta:

Agesis!, haec non insanit satis sua sponte; instiga.

No se me alcanza que nadie acuse no hallándose limpio de toda mancha, pues nadie censuraría, ni siquiera estando como un crisol, en la misma suerte de mancha; mas entiendo yo que nuestro juicio, al arremeter contra otro del cual se trata por el momento, deja de librarnos de una severa jurisdicción interna. Oficio propio de la caridad es que quien no puede arrancar un vicio de sí mismo procure, no obstante, apartarlo en otro donde la semilla sea menos maligna y rebelde. Tampoco me parece adecuada respuesta a quien no advierte mi culpa decirle que en él reside igualmente. Nada tiene que ver eso, pues siempre el advertimiento es verdadero y útil. Si tuviéramos buen olfato, nuestra basura debiera apestarnos más, por lo mismo que es nuestra; y Sócrates es de parecer que aquel que se reconociera culpable, y a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia e injuria, debería comenzar por sí mismo a presentarse a la condenación de la justicia o implorar para purgarse el socorro de la mano del verdugo en segundo lugar a su hijo, y al extraño últimamente si este precepto es de un tono elevado en demasía, al menos quien culpable se reconozca debe presentarse el primero al castigo de su propia conciencia.

Los sentidos son nuestros peculiares y primeros jueces, los cuales no advierten las cosas sino por los accidentes externos, y no es maravilla si en todos los componentes que constituyen nuestra sociedad se ve una tan perpetua y general promiscuidad de ceremonias y superficiales apariencias, de tal suerte que la parte mejor y más efectiva de las policías consiste en eso. Constantemente nos las hemos con el hombre, cuya condición es ni maravillosamente corporal. Que los que quisieron edificar para nuestro uso en pasados años un ejercicio de religión tan contemplativo e inmaterial no se pasmen porque se encuentre alguien que crea que se escapó y deshizo entre los dedos, si es que ya no se mantuvo entre nosotros como marca, título e instrumento de división y de partido más que por ella misma. De la propia suerte acontece en la conversación: la gravedad, el vestido y la fortuna de quien habla, frecuentemente procuran crédito a palabras vanas y estúpidas; no es de presumir que una persona en cuyos pareceres son tan compartidos, tan temida, deje de albergar en sus adentros alguna capacidad distinta de la ordinaria; ni que un hombre a quien se encomiendan tantos cargos y comisiones, tan desdeñoso y ceñudo, no sea más hábil que aquel otro que le saluda de tan lejos y cuyos servicios nadie quiere. No ya sólo las palabras, también los gestos de estas gentes se toman en consideración, se pesan y se miden: cada cual se esfuerza en darles alguna hermosa y sólida interpretación. Cuando al hablar llano descienden y no se les muestra otra cosa que aprobación y reverencia, os aturden con la autoridad de su experiencia: oyeron, vieron, hicieron, os consumen con sus ejemplos. De buena gana les diría que el provecho de la experiencia de un cirujano no reside en la historia de sus operaciones, recordando que curó a cuatro apestados y tres gotosos, si no sabe de ellas sacar partido para formar su juicio, y si no acierta a hacernos sentir que su vista es más certera en el ejercicio de su arte; como en un concierto instrumental no se oye un laúd, un clavicordio y una flauta, sino una armonía general, reunión y fruto de todos los aparatos músicos. Si los viajes y los cargos los enmendaron, háganlo ver con las producciones de su entendimiento. No basta contar las experiencias, precisa además pesarlas y acomodarlas; hay que haberla digerido y alambicado para sacar de ellas las razones y conclusiones que encierran. Jamás hubo tantos historiadores; siempre es bueno y útil oírlos, pues nos proveen a manos llenas de hermosas y laudables instrucciones sacadas del almacén de su memoria, que es a la verdad un instrumento necesario para el socorro de la vida; pero no se trata de esto ahora, se trata de saber si esos recitadores y recogedores son dignos de alabanza por sí mismos.

Yo detesto toda suerte de tiranía, lo mismo la verbal que la efectiva; me sublevo fácilmente contra esas vanas circunstancias que engañan nuestro juicio por la mediación de los sentidos, y, manteniéndome ojo avizor en lo tocante a grandezas extraordinarias, encontré que éstas se componen en su mayor parte de hombres como todos los demás:

Rarus enim ferme sensus communis in illa fortuna.

Acaso se los considera y advierte más chicos de lo que realmente son, por cuanto ellos emprenden más y se ponen más en evidencia: no responden a la carga que sobre sus hombros echaron. Es necesario que haya resistencia y poder mayores en el llevar que en el echarse a cuestas; quien no llenó por completo su fuerza os deja adivinar si le queda todavía resistencia pasado ese límite, y si fue probado hasta el último término. Quien sucumbe ante la carga descubre su medida a la debilidad de sus hombros; por eso se ven tantas torpes almas entre los hombres de estudios más que entre los otros hombres; de aquéllos se hubieran alcanzado varones excelentes, como padres de familia, buenos comerciantes, cumplidos artesanos: su vigor natural no medía mayor número de codos. La ciencia es cosa que pesa grandemente: ellos se doblegan bajo su peso. Para ostentar y distribuir esta materia rica y poderosa, para emplearla y ayudarse, su espíritu carece de vigor y pericia; sólo dispone de poderío sobre una naturaleza robusta. Ahora bien, las de esta índole son bien raras, las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad de la filosofía al traerla entre manos; semeja esta inútil y viciosa cuando está mal guardada. Así los hombres se estropean y a sí mismos se enloquecen:

Humani qualis simulator simius oris, quem puer arridens pretioso stamine serum velavit, nudasque nates ac terga reliquit, ludibrium mensis.

Análogamente, aquellos que nos rigen y gobiernan, los que tienen el mundo en su mano, no les basta poseer un entendimiento ordinario, ni poder lo que nosotros podemos: están muy por bajo de nuestro nivel cuando no se encuentran muy por cima: de la propia suerte que más prometen, deben también cumplir más.

Por eso les sirve el silencio, no ya sólo como continente de respeto y gravedad, sino también como instrumento de provecho y buen gobierno, pues Megabizo, como visitara a Apeles en su obrador, permaneció largo tiempo sin decir palabra, y luego comenzó a discurrir sobre lo que veía cuyos discursos le valieron esta dura reprimenda: «Mientras te callaste, parecías algo de grande a causa de las cadenas que te adornan y de tu pomposo continente; pero ahora que se te ha oído hablar te menosprecian hasta mis criados.» Esos adornos magníficos, la resplandeciente profesión que desempeñaba, no le consentían permanecer ignorante como el vulgo y lo empujaron a hablar impertinentemente de lo que no entendía: debió mantener muda esa externa y presuntuosa capacidad. ¡A cuantas almas torpes, en mi tiempo, presto servicios relevantísimos el adoptar mi semblante estirado y taciturno, sirviéndolas como título de prudencia y capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente más por fortuna que por mérito; y muchas veces se incurre en grave error al culpar de ello a los monarcas: por el contrario, maravilla que la fortuna los acompañe casi siempre desplegando para ello tan poco acierto:

Principis est virtus maxima. nosse suos:

pues naturaleza no los favoreció con mirada tan vasta que pudieran extenderla a tantos pueblos como rigen para discernir la principalidad de ellos, y penetrar luego nuestros pechos, donde se albergan nuestra voluntad y el valor más precioso. Preciso es, por consiguiente, que nos escojan por conjeturas y a tientas, movidos por la familia a que pertenecemos, por nuestras riquezas, por doctrinas y por la voz del pueblo, que son argumentos debilísimos. Quien pudiera encontrar medio de que justamente se nos conociera y de elegir los hombres por razones fundamentales, establecería de golpe y porrazo una perfecta forma de gobierno.

«Dígase lo que se quiera, acertó a resolver este importante negocio.» Algo es algo, sin duda, pero eso no es bastante, pues esta sentencia es justamente recibida. «Que no ha que juzgar de los dictámenes en presencia de los acontecimientos que resultan.» Castigaban los cartagineses los torcidos pareceres de sus capitanes aun cuando fueran enmendados por un dichoso desenlace; y el pueblo romano, rechazó muchas veces el triunfo a victorias provechosas y grandes, porque la dirección del jefe no anduvo de par con su buena estrella. Ordinariamente se advierte en las mundanales acciones que la fortuna para mostrarnos su poderío sobre todas las cosas y como se gozó en echar por tierra nuestra presunción, no habiendo podido trocar a los necios en avisados, los convierte en dichosos, en oposición con todo sano principio, favoreciendo las ejecuciones, cuya trama es puramente suya. Por donde vemos a diario que los más sencillos de entre nosotros consiguen dar cima a empresas magnas privadas y públicas; y como el persa Siramnes respondió a los que se admiraban de que sus negocios anduvieran tan perversamente, en vista de que sus propósitos estaban impregnados de prudencia: «Que él tan sólo era dueño de sus iniciativas, mientras que del éxito de sus negocios lo era la fortuna»; las gentes de que hablo pueden responder por idéntico tenor, aunque por razones contrarias. La mayor parte de las cosas de este mundo se hacen por sí mismas;

Fata viam inveniunt;

el desenlace a las veces denuncia una conducta estúpida: nuestra intermisión apenas sobrepuja la rutina, y comúnmente obedece más a la consideración del uso y al ejemplo que a la razón. Maravillado por la grandeza de una hazaña, supe antaño por los mismos que la realizaron los motivos del acierto. En ellos no encontré sino ideas vulgares; y las más ordinarias y usuales son también acaso las más seguras y las más cómodas en la práctica, si no son las que al exterior aparecen. ¿Qué decir, si las más ínfimas razones son las mejor asentadas, y si las más bajas y las más flojas y las más asendereadas son las que mejor se adaptan a la solución de los negocios? Para conservar su autoridad a los consejos de los reyes hay que evitar que los profanos en ellos participen y que no vean más allá de la primera barrera: debe reverenciarse, merced al ajeno crédito y en conjunto, quien seguir pretende alimentando su reputación. La consultación mía, personal, bosqueja algún tanto la materia, considerándola ligeramente por sus primeros aspectos: el fuerte y principal fin de la tarea acostumbra a resignarlo al cielo:

Permitte divis cetera.

La dicha y la desdicha son, a mi entender, dos potencias soberanas. Es imprudente considerar que la humana previsión pueda desempeñar el papel de la fortuna, y vana es la empresa de quien presume abarcar las causas y consecuencias, y conducir por la mano el desarrollo de su obra: vana sobre todo en las deliberaciones de la guerra. Jamás hubo mayor circunspección y prudencia militar de las que se ven a veces entre nosotros; ¿será la causa que se tenía extraviarse en el camino, reservándose para la catástrofe de ese juego? Más diré: nuestra prudencia misma y nuestra consultación siguen casi siempre la dirección de lo imprevisto: mi voluntad y mi discurso se remueven ya de un lado ya de otro, y hay muchos de estos movimientos que se gobiernan sin mi concurso; mi razón experimenta impulsiones y agitaciones diarias y casuales:

Vertuntur species animorum, et pectora motus nunc alios, alios, dum nubila ventus agebat

concipiunt.

Considérese quiénes son los más pudientes en las ciudades, y quiénes los que mejor cumplen con su misión; se verá ordinariamente que son los menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual que los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice Tucídides) la gente ordinaria que la sutil. Los efectos del buen sino achacámolos a prudencia;

Ut quisque fortuna utitur, ita praecellet; atque exinde sapere illum omnes dicimus:

por donde hablo cuerdamente al decir que en todas las cosas los acontecimientos son testimonios flacos de nuestro valer y capacidad.

Decía, pues, que no basta ver a un hombre en un lugar relevante: aun cuando tres días antes le hayamos conocido como sujeto de poca monta, por nuestras apreciaciones se desliza luego una imagen de grandeza y consumada habilidad; y nos persuadimos de que al medrar en posición y en crédito, por hombre de mérito se le tiene. Juzgamos de él no conforme a su valer, sino a la manera como consideramos las fichas, según la prerrogativa de su rango. Mas que la fortuna cambie, que caiga y vaya a mezclarse con las masas, y entonces todos se inquieren, pasmados, de la causa que le había izado a semejante altura «¿Es el mismo? se dice. ¿No era antes más aventajado? ¿Los príncipes se conforman con tan poco? ¡A la verdad, estábamos en buenas manos!» Cosas son éstas que yo he visto en mi tiempo con frecuencia: hasta los personajes notables de las comedias nos impresionan en algún modo, y nos engañan. Aquello que yo mismo adoro en los monarcas es la multitud de sus adoradores: toda inclinación y sumisión les es debida, salvo la del entendimiento; mi razón no está hecha a doblegarse, son mis rodillas las que se humillan. Solicitado el parecer de Melancio sobre la tragedia de Dionisio: «No la he visto, contestó, tan alborotado es su lenguaje.» De la propia suerte, casi todos los que juzgan las conversaciones de los grandes debieran decir: «Yo no he oído lo que dijo, tan impregnado estaba de gravedad, de grandeza y majestad.» Antístenes persuadió a los atenienses para que ordenaran que sus borricos fueran empleados, lo mismo que sus caballos, en el trabajo de la tierra, a lo cual se le repuso que esos animales no habían nacido para tal servicio: «Es lo mismo, replicó el filósofo; la cosa no ha menester sino de vuestra ordenanza, pues los hombres más incapaces a quienes encomendáis la dirección de vuestras guerras no dejan de trocarse al punto en dignísimos porque en ello los empleáis»; a lo cual mira la costumbre de tantos pueblos que canonizan al de entre ellos elegido, y no se contentan con honrarle, sino que además le adoran los de Méjico, luego de terminadas las ceremonias de la proclamación, no se atreven ya a mirar a la cara de su soberano, cual si le hubieran deificado por su realeza; entre los juramentos que le hacen proferir, a fin de que mantenga la religión, leyes y libertades, y de que sea valiente, justo y bondadoso, jura también que hará al sol seguir su curso con su claridad acostumbrada, que las nubes se descargarán en tiempo oportuno, que los ríos seguirán su curso y que la tierra producirá todas las cosas necesarias a su pueblo.

Yo soy por naturaleza opuesto a esta común manera de ser; y más desconfío de la capacidad cuando la veo acompañada de grandeza, de fortuna y recomendación popular: precisanos considerar de cuánta ventaja sea el hablar a su hora, el escoger el verdadero punto de vista, el interrumpir la conversación o cambiarla con autoridad magistral, el defenderse contra la oposición ajena con un movimiento de cabeza, con una sonrisa, con el silencio, ante un concurso que se estremece de puro respeto y reverencia. Un hombre de monstruosa fortuna que interponía su parecer en una conversación ligera llevada al desgaire en su mesa, comenzaba de este modo sus reparos: «Quien en contrario se exprese no puede ser más que un embustero o un ignorante…» Seguid tan puntiaguda filosofía con un puñal en la mano.

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