He aquí otra advertencia de que alcanzo yo gran provecho: en las disputas y conversaciones todas las palabras que nos parecen buenas no deben incontinenti ser aceptadas. La mayor parte de los hombres son ricos en capacidad extraña; puede muy bien acontecer a tal individuo proferir un rasgo feliz, una buena respuesta o una recta sentencia, y llevarlas adelante desconociendo su fuerza. Que no se es poseedor de todo lo que prestado se recibe podré quizás comprobarlo con mis propios recursos. No hay que ceder al punto por verdad o belleza que la proposición en cierre; hay que combatirla de intento o echarse atrás, so pretexto de no entenderla, para tantear por todas partes de qué suerte habita en el que la emite; y aun así y todo, puede ocurrir que nos aferremos, ayudando al adversario más allá de sus alcances, y que le demos luz. Antaño empleé yo la réplica movido por la necesidad y aprieto del combate, que fueron más allá de mi intención y de mi esperanza: suministrábalas en número y acogíaselas en ponderación. De la propia suerte que cuando yo debato contra un hombre vigoroso me complazco en anticipar sus conclusiones y le allano la tarea de interpretarse, procurando prevenir su imaginación, naciente e imperfecta aún (el orden y la pertinencia de su entendimiento me advierten y amenazan de lejos), con aquellos otros, inconscientes, hago todo lo contrario: nada hay que entender sino lo que materialmente nos dicen, ni nada hay que presuponer. Si juzgan en términos generales, diciendo: «Esto es bueno; aquello no lo es», porque los encuentran a la mano, ved si es la casualidad la que los encontró en vez de ellos: que circunscriban y restrinjan un poco su sentencia explicando el por qué y el cómo. Esos juicios universales, que tan ordinariamente se emplean, nada dicen; son propios de gustos que saludan a todo un pueblo en masa y al barullo los que de él tienen conocimiento verdadero le saludan y advierten en número y especificando; mas esto es una empresa arriesgada: por donde yo he visto, con mayor frecuencia que a diario, acontecer que los espíritus débilmente constituidos, queriendo alardear de ingeniosos en el juicio que les sugiere la lectura de alguna obra, procurando señalar la belleza culminante de la misma, detienen su admiración con tan desdichado tino, que en lugar de enseñarnos la excelencia del autor nos muestran su propia ignorancia. Esta exclamación es de efecto seguro: «Eso es hermoso», habiendo oído una página entera de Virgilio. Por ahí se salvan los diestros; mas la empresa de seguirle por lo menudo y en detalle, con juicio expreso y escogido; el querer señalar por dónde un buen autor sobresale, pesando las palabras, las frases, las invenciones y sus diversos méritos, uno después de otro, ¡qué si quieres! Videndum est, non modo quid quisque loquatur, sed etiam quid quisque, sentiat, atque etiam qua de causa quisque sentiat. Diariamente oigo proferir a los tontos palabras que no lo son; dicen una cosa buena: sepamos hasta dónde la penetran: veamos por qué lado la agarraron. Nosotros los ayudamos a emplear esa bella expresión y esa razón hermosa, que no poseen sino que simplemente almacenan: acaso las produjeron por casualidad y a tientas: nosotros se las acreditarnos y avaloramos; les prestamos nuestra mano, ¿y para qué? Nada os lo agradecen, y con vuestra ayuda se truecan en más ineptos: no los secundéis; dejadlos que caminen solos; manejarán el principio que soltaron cual gentes que tienen miedo de escaldarse; no se atreven a cambiarlo de lugar, ni a presentarlo bajo distinto aspecto ni a profundizarlo: removedlo por poco que sea, y les escapa; lo abandonarán fuerte y hermoso como es: son armas hermosas, pero torpemente empuñadas. ¡Cuántas veces he visto de ello la experiencia! En conclusión, si llegáis a iluminarlos y a confirmarlos, incontinenti atrapan y hurtan la ventaja de vuestra interpretación: «Eso es lo que yo quise decir: he ahí cabalmente cuál era mi concepción; si yo no la expresé así, fue por culpa de mi lengua.» Soplad, y veréis lo que queda. Es necesario echar mano hasta de la malicia misma para corregir esa torpe altivez. El principio de Hegesías, según el cual «no hay que odiar ni acusar, sino instruir», es razonable en otros respectos aquí es injusto e inhumano el socorrer y enderezar a quien nada puede hacer con semejantes beneficios y a quien con ellos vale menos. Yo me complazco en dejarlos encenagarse y atascarse más todavía de lo que ya lo están y tan adentro, si es posible, que al fin lleguen a reconocerse.
La torpeza y el trastornamiento de los sentidos no son cosas que se curan con simples advertencias; podemos en verdad decir de esta enmienda lo que Ciro respondió a quien le impulsaba para que alentase a su ejército en el comienzo de una, batalla, o sea: «que los hombres no se truecan en valerosos y belicosos instantáneamente, por los efectos de una buena arenga; como tampoco convierte a nadie en músico el oír una buena canción». Es necesario el aprendizaje previo alimentado por educación dilatada y constante. Este cuidado lo debemos a los nuestros, y lo mismo la asiduidad en la corrección o instrucción, mas ir a sermonear al primer transeúnte, o regentar la ignorancia o ineptitud del primero con quien topamos es costumbre que detesto. Rara vez procedo yo de esa suerte, ni siquiera en las conversaciones en que tomo parte; prefiero abandonarlo todo por completo a venir a dar en esas instrucciones atrasadas y magistrales; mi humor tampoco se acomoda a hablar ni a escribir para uso de los principiantes. En las cosas que se dicen en común o entre extraños, por falsas y absurdas que yo las juzgue, jamás me pongo de por medio como enderezador, ni de palabra ni con ningún signo.
Por lo demás, nada me despecha tanto en la torpeza como el verla complacerse más de lo que ninguna razón es capaz de hacerlo sensatamente. Es desdicha que la prudencia os impida satisfaceros y contentaros de vosotros mismos, y que os rechace siempre malcontento y temeroso, donde mismo la testarudez y temeridad hinchen a sus propios huéspedes de seguridad y regocijo. Corresponde a los más estultos el mirar a los demás hombres por cima del hombro retornando siempre del combate hinchados de gloria y satisfacción; y casi siempre la temeridad de lenguaje y la alegría del semblante los hace salir gananciosos para con la asistencia, que es comúnmente débil e incapaz de bien juzgar y discernir las ventajas verdaderas. La obstinación y el ardor de la opinión son las más seguras muestras de estupidez: ¿hay nada tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno?
¿Por qué no mezclar en nuestras conversaciones y comunicaciones los rasgos puntiagudos y entrecortados que la alegría y la privanza introducen entre amigos, chanceando, y chanceándose grata y vivamente los unos de los otros? Ejercicio al cual mi alegría nativa me hace bastante apto; y si no es tan tendido y serio como el otro de que acabo de hablar, no es menos agudo ni ingenioso, ni tampoco menos provechoso, como Licurgo opinaba. Por lo que a mí toca, yo llevo a los coloquios mayor libertad que gracia, y me auxilia más bien el acaso que la invención; en el soportar soy cumplido, pues resisto el desquite, no solamente rudo, sino también indiscreto, sin molestarme para nada; y a la carga que se me viene encima, si no tengo con qué reponer en el acto bruscamente, tampoco voy entreteniéndome, en reponer de un modo pesado y enfadoso, rayano en la testarudez; la dejo asar, y agachando alegremente las orejas remito el hallar a mano mi razón para una hora más propicia: no es buen comerciante quien siempre sale ganancioso. La mayor parte de los hombres cambian de semblante y de voz en el punto y hora en que la fuerza les falta; y a causa de la cólera importuna, en lugar de vengarse, acusan su debilidad al par que su impaciencia. En estos desahogos pellizcamos a veces las secretas cuerdas de nuestras imperfecciones, las cuales aun permaneciendo en calma no podemos tocar sin consecuencias, y así entreadvertimos útilmente al prójimo de nuestras imperfecciones.
Hay otros juegos de manos, rudos e indiscretos, a la francesa, que yo odio mortalmente; mi epidermis es sensible y delicada. Durante el transcurso de mis días vi enterrar a causa de ellos a dos príncipes de nuestra sangre real, Es de pésimo gusto pelearse cuando se loquea.
Por lo demás, cuando yo quiero juzgar de alguien pregúntole cuánto de sí mismo se contenta: hasta dónde su hablar o su espíritu le placen. Quiero evitar esas hermosas excusas que dicen: «Lo hice distrayéndome:
Ablatum mediis opus est incubidus istud.
No me costó una hora siquiera; después no volví a poner en ello mano.» Así que, yo digo: dejemos todas esas fórmulas; otorgadme una que os represente por entero por la cual os plazca ser medidos, y luego ¿cuál es lo mejor que reconocéis en vuestra obra? ¿Es esta parte o la otra? ¿La gracia, el asunto, la invención, el juicio o la ciencia? Pues ordinariamente advierto que tanto se yerra al juzgar de la propia labor como al aquilatar la ajena, no sólo por la pasión que en el juicio va mezclada, sino también por carencia de capacidad, conocimiento y costumbre de discernir: la obra por su propia virtud y fortuna puede secundar al obrero y llevarle más allá de su invención y conocimientos. En cuanto a mí, no juzgo del valor de otra tarea con menos precisión que de la mía, y coloco los Ensayos, ya bajos ya altos, por manera dudosa o inconstante. Hay algunos libros útiles en razón de las cosas de que tratan, de los cuales el autor no alcanza recomendación ninguna; y hay buenos libros, como igualmente buenas obras, de que el obrero tiene que avergonzarse. Si yo discurriera sobre la naturaleza de nuestros banquetes y de nuestros vestidos (y escribiese malamente); si publicase los edictos de mi tiempo y las cartas de los príncipes que llegan a manos del público; si hiciera compendio de un buen libro (y toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe) el cual se hubiere perdido, o alguna cosa semejante, la posteridad alcanzaría singular provecho de tales composiciones; pero yo ¿qué otro honor sino el de mi buena fortuna? Buena parte de los libros famosos son de esta condición.
Cuando leí a Felipe de Comines hace algunos años (autor excelente en verdad), advertí esta frase, considerándola como riada vulgar: «Que precisa guardarse de prestar a su dueño un tan grande servio el cual le imposibilite de encontrar la debida recompensa», debí encomiar la invención, no a quien la escribió, pues la encontré en Tácito poco ha: Beneficia eo usque laeta sunt, dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere, pro gratia odium redditur: y en Séneca: Nam qui putat esse turpe non reddere, non vult esse cui feddat: y Cicerón con consistencia menor: Qui se non putat satisfacere esse nullo modo polest. El asunto, supuesta su naturaleza, puede hacer a un hombre erudito y de feliz memoria; mas para juzgar en las partes que mejor le pertenecen, que son al par las más dignas (la fuerza y la belleza de su alma), necesario es saber lo que es suyo y lo que no lo es, y en esto último cuánto se le debe en lo tocante a la elección, disposición, ornamento y lenguaje que proveyó. ¡Qué decir si tomó prestada la materia y estropeó la forma, como acontece con frecuencia! Nosotros que mantuvimos escaso comercio con los libros encontrámonos con este impedimento: cuando vemos alguna invención hermosa en un nuevo poeta, o algún argumento poderoso en un predicador, no nos atrevemos, sin embargo, a alabarlos por ello antes de que hayamos sido instruidos por algún erudito de si ambas cosas les fueron propias o extrañas; hasta saberlo, yo me mantengo siempre en guardia.
He recorrido de cabo a rabo las historia de Tácito, cosa que me acontece rara vez. Hace veinte años que apenas retengo libro en mis manos una hora seguida. No conozco autor que sepa mezclar a un «registro público» de las cosas tantas consideraciones de costumbres e inclinaciones particulares, y entiendo lo contrario de lo que él imaginaba, o sea que, habiendo de seguir especialmente las vidas de los emperadores de su tiempo, tan extremas y diversas en toda suerte de formas, tantas notables acciones como principalmente la crueldad de aquéllos ocasionaba en sus súbditos, tenía a su disposición un asunto más fuerte y atrayente que considerar y narrar, que si fueran batallas o revueltas lo que historiase: de tal suerte que a veces lo encuentro asaz conciso, corriendo por cima de hermosas muertes cual si temiera cansarnos con su multiplicación constante y dilatada. Esta manera de historiar es con mucho la más útil: las agitaciones públicas dependen más del acaso, las privadas de nosotros. Hay en Tácito más discernimiento que deducción histórica, y más preceptos que narraciones; mejor que un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender. Tan lleno está de sentencias que por todas partes se encuentra henchido de ellas: es un semillero de discursos morales y políticos para ornamento y provisión de aquellos que ocupan algún rango en el manejo del mundo. Aboga siempre con razones sólidas y vigorosas, de manera sutil y puntiaguda, según el estilo afectado de su siglo. Gustaban tanto los autores inflarse por aquel tiempo, que donde hallaban las cosas desprovistas de sutileza, se la procuraban por medio de las palabras. Su manera de escribir se asemeja no poco a la de Séneca: Tácito me parece más sustancioso; Séneca más agudo. Sus escritos son más apropiados para un pueblo revuelto y enfermo, como el nuestro al presente: frecuentemente diríase que nos pinta y que nos pellizca.
Los que dudan de su buena fe acusan de sobra su malquerencia. Sus opiniones son sanas y se coloca del lado del buen partido en los negocios romanos. Un poco me contraría, sin embargo, el que haya juzgado a Pompeyo con severidad mayor de la que envuelve el parecer de las gentes honradas que le trataron y con él vivieron: el que le estimara en todo semejante a Mario y Sila, aparte del carácter, que consideraba menos abierto. Sus intenciones no le eximieron de la ambición que lo animaba en el gobierno de los negocios, ni tampoco de la venganza; y hasta sus mismos amigos temieron que la victoria le hubiera arrastrado más allá de los límites de la razón, pero no hasta una medida tan desenfrenada: nada hay en su vida que nos haya amenazado de una tan expresa crueldad y tiranía. No hay que contrapesar la sospecha con la evidencia, de suerte que yo no participo de esa creencia. Que las narraciones de Tácito sean ingenuas y rectas podrá quizás ponerse en tela de juicio, pues no se aplican siempre con exactitud a las conclusiones de los suyos, los cuales sigue conforme a la pendiente que tomara, a veces más allá de la materia que nos muestra, la cual no presenta bajo un solo aspecto. No tiene necesidad de excusa por haber aprobado la religión de su época, según las leyes que le mandaban, e ignorado la verdadera: esto es su desdicha, mas no su defecto.
He considerado principalmente su juicio, y en todo él no estoy muy al cabo; como tampoco comprendo estas palabras de la carta que Tiberio, viejo y enfermo, enviaba a los senadores: «¿Qué os escribiré yo, señores, o cómo os escribiré, o qué no os escribiré en este tiempo? Los dioses y las diosas me pierden peor que si yo me sintiera todos los días perecer, sin embargo yo no lo sé»; no advierto por qué las aplica con certeza tanta a un pujante remordimiento que atormentaba la conciencia del emperador, al menos cuando tenía su libro en la mano no lo eché de ver.
También me pareció algo cobarde que necesitando decir que había ejercido cierto honroso cargo en Roma, vaya excusándose de que no es por varia ostentación como lo dice; este rasgo se me figura de baja estofa para un alma de su temple, pues el no atreverse a hablar en redondo de sí mismo acusa alguna falta de ánimo: un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de sus propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo cual de un tercero. Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí mismo solamente: me extravío cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto. No me estimo por manera tan indiscreta, ni estoy tan atado y mezclado a mí mismo que no pueda distinguirme y considerarme a un lado como a un vecino o como a un árbol: lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde vale, que haciendo más de lo que se ve. Mayor amor debemos a Dios que a nosotros mismos y lo conocemos menos, a pesar de lo cual hablamos de él a nuestro sabor.
Si los escritos de Tácito nos muestran algún tanto su condición, debemos creer que era un grave personaje, animoso y lleno de rectitud; no de una virtud supersticiosa, sino filosófica y generosa. Podrá encontrárselo arriesgado en sus testimonios, como cuando asegura que llevan de un soldado un haz de leña, sus manos se pusieron rígidas de frío y quedaron pegadas y muertas, separándose de sus brazos. Acostumbro en tales asertos a inclinarme bajo la autoridad de tan respetables testimonios.
Lo que cuenta de que Vespasiano por merced del Dios Serapis curó en Alejandría a una mujer ciega untándola los ojos con su saliva, y no recuerdo que otro milagro, hácelo por ejemplo y deber de todos los buenos historiadores, quienes registran los acontecimientos de importancia: entre los sucedidos públicos figuran también los rumores y opiniones populares. Es su papel relatar las creencias comunes, no el enderezarlas: esta parte toca a los teólogos y a los filósofos, directores de las conciencias. Por eso prudentísimamente éste su compañero, grande como él, dijo: Equidem plura transcribo, quam credo; nam nec affirmare sustineo, de quibus dubito, nec subducere, quae accepi, y este otro: Haec neque affimare, neque refellere operae pretium est… famae rerum standum est. Escribiendo en un siglo en que la creencia en los prodigios comenzaba a declinar, dice, sin embargo, que no quiere dejar de insertarla en sus anales, ni menospreciar una cosa recibida por tantas gentes de bien y con reverencia tan grande vista de la antigüedad: muy bien dicho. Que los historiadores nos suministren la historia, más según la reciben que como la consideran. Yo que soy soberano de la materia que trato y que a nadie debo dar cuentas, no me creo por ello en todos los respectos: arriesgo a veces caprichos de mi espíritu, de los cuales desconfío, y ciertas finezas verbales que me hacen sacudir las orejas; pero las dejo correr al acaso. Yo veo que algunos se dignifican con tales cosas: no me incumbe sólo el juzgarlos. Preséntome en pie tendido; de frente y de espaldas, a derecha o izquierda, y en todas mis actitudes naturales. Los espíritus, hasta aquellos mismos que son iguales en consistencia, no lo son siempre en aplicación y gusto.
Esto es cuanto la memoria me sugiere en conjunto y de un modo bastante incierto; todos los juicios generales son descosidos e imperfectos.
Capítulo IX
De la vanidad
Acaso no haya ninguna más expresa que la de escribir tan sin fundamento. Aquello que Dios tan maravillosamente nos expresó debería ser cuidadosa y continuamente meditado por las gentes de ente indiferente. ¿Quién no ve que yo tomé un camino por el cual sin interrupción ni fatiga marchará mientras lava tinta y papel en el mundo? Como puedo trazar el registro de mi vida por mis acciones, colócolas sobrado bajas la fortuna, enderézolo de mis fantasías. Un gentilhombre vi, sin embargo, que no comunicaba de su vida sino las operaciones de su vientre: veíase en su casa, por su orden, toda una batería de bacines, de siete u ocho días, que formaban el asunto de su estudio y sus discursos; todo otro tema le hedía. Aquí se muestran algo más civilmente los excrementos de un viejo espíritu, a veces duro, suelto otras y siempre indigesto. ¿Y cuándo me veré yo al cabo en el representar una tan continua agitación y mutación de mis pensamientos, en cualquier punto que se fijen, puesto que Diomedes llenó seis mil libros con el solo asunto de la gramática? ¿Qué no debe producir la charla, puesto que el tartamudeo y desatamiento de la lengua ahogaron al mundo con una tan horrenda carga de volúmenes? ¡Tantas palabras por las palabras solamente! ¡Oh Pitágoras, que no conjurases tú esa tormenta! Acusábase a un Galba del tiempo pasado porque vivía ociosamente, y respondió que cada cual debía dar explicaciones de sus actos, no en su reposo. Equivocábase, pues la justicia debe tener conocimiento y animadversión también, de los que huelgan.
Mas debiera haber en las leyes algún poder coercitivo contra los escritores inútiles e ineptos, como lo hay contra los vagabundos y los holgazanes. Arrancarías así de las manos de nuestro pueblo a mí y a cien otros. Y es bien serio lo que digo; la manía de escribir parece ser como sintonía de un siglo desbordado: ¿cuándo escribimos tanto como desde que yacemos en perpetuo trastorno? Ni los romanos que en la época de su ruina. Aparte de que, el refinamiento de los espíritus no constituye la prudencia de los mismos en una república; esa ocupación ociosa emana de que cada cual se dedica flojamente a los deberes de su cargo, y se desborda. La corrupción del siglo se evidencia con la contribución particular de cada uno de nosotros: unos procuran la traición, otros la injusticia, la irreligión, la tiranía, la avaricia, la crueldad, conforme son más poderosos: los más débiles contribuyen con la torpeza, la vanidad y la ociosidad; entre, éstos me cuento yo. Parece la época en que vivimos propia para las cosas vanas, cuando que las perjudiciales nos acosan; en un tiempo en que el mal obrar es tan común, no proceder sino inútilmente en casi digno de alabanza. Yo me consuelo pensando que seré de los últimos de quienes habrá que echar mano: mientras se atienda a los más urgentes, lugar tendré de enmendarme, pues entiendo que sería ir contra la razón el perseguir los inconvenientes menudos cuando los grandes infestan. El médico Filotimo dijo a un enfermo que le presentaba un dedo para que se lo curase (y en cuya respiración y semblante reconocía una úlcera en los pulmones): «Amigo mío, no estás ahora en el caso de cuidarte de las uñas.»
Vi, sin embargo, hace algunos años un personaje, cuya memoria es para mí de recomendación singular, que en medio de nuestros tremendos males, cuando no había ni ley, ni justicia, ni magistrado que su cometido cumplieran, como tampoco los hay ahora, iba predicando no sé qué raquíticas reformas sobre la cocina, el traje y el pleiteo. Estos son juguetes con que se apacienta a un pueblo mal gobernado para simular que no del todo se le abandonó. Lo propio hacen los que se detienen a defender en todo momento las orillas del hablar, las danzas y los juegos, en un país abandonado a toda suerte de vicios execrables. No es razón el lavarse y desengrasarse cuando se es víctima de una terrible fiebre: sólo a los espartanos era lícito el peinarse y acicalarse en el momento de ejecutar alguna acción arriesgada de su vida.
Cuanto a mí, practico esta otra costumbre, de peores consecuencias todavía: si tengo un escarpín mal ajustado, mal colocadas quedan también mi capa y mi camisa: yo menosprecio el enmendarme a medias. Cuando me encuentro en mal estado me encarnizo con el mal; por desesperación me abandono, dejándome llevar hacia la caída, y lanzando, como ordinariamente se dice, el mango después del hacha. Obstínome en el empeoramiento y no me juzgo más digno de cuidarme: una de dos, me digo, o a maravilla o desastrosamente. Es para mí cosa favorable el que la desolación de este estado coincida con la de mi edad: de mejor grado sufro que mis malos se vean recargados que si mis bienes se hubieran visto enturbiados. Las palabras que yo profiero en la desdicha son palabras de despecho: mi vigor se erizará en vez de aplanarse; y al revés de todo el mundo que siento más devoto en la buena que en la mala fortuna, según el precepto de Jenofonte, si no según su razón, y miro con dulzura al cielo para gratificarle mejor que para pedirle. Cuido yo más bien de aumentar la salud cuando me sonríe, que de reponerla cuando la perdí: las prosperidades me sirven de disciplina e instrucción, como a los demás inmortales las adversidades y los latigazos. Cual si la buena fortuna fuera incompatible con la recta conciencia, los hombres no se truecan en honrados si no es en la adversidad. La dicha es para mí un singular aguijón, lo que me lanza a la moderación y a la modestia: la oración me gana, la amenaza me repugna, el favor me pliega y el temor me ensoberbece.
Entre las diversas condiciones humanas es bastante común el complacernos más con las cosas extrañas que con las propias, y gustar del movimiento y del cambio;
Ipsa dies ideo nos grato perluit haustu, quod permutatis Hora recurrit equis:
yo también tengo mi parte correspondiente en tales achaques. Los que siguen el opuesto extremo de complacerse con ellos mismos; de estimar lo que poseen por cima de todo lo demás, y de no reconocer ninguna cosa más bella que la que tienen a la mano, si no son más aviados que nosotros, son en verdad más dichosos: yo no envidio su prudencia, mas sí su fortuna próspera.
Este ávido capricho de cosas nuevas y desconocidas, ayuda diestramente a alimentar en mí el deseo de viajar, pero bastantes otras circunstancias a él contribuyen, pues de buen grado me aparto del gobierno de mi casa. Hay algún placer en el mandar, aun cuando no sea más que en una granja y en el ser obedecido de los suyos, pero es una dicha demasiado lánguida y uniforme, yendo además por necesidad mezclada con muchos ingratos, unas veces la indigencia y la opresión de nuestros vecinos, otras la usurpación de que sois víctima os afligen:
Aut verberate grandine vineae, fundusque mendax, arbore nunc aquas culpante, nunc torrentia agros sidera, nunc hiemes iniquas:
en seis meses apenas enviara Dios un tiempo con el cual vuestro arrendador se satisfaga cabalmente; y si fue bueno para las vides, no lo será para los prados
Aut nimiis torret fervoribus aetherius sol, aut subiti perimunt imbres, gelidaeque pruinae, fiabraque ventorum violento turbine vexant:
añádase a lo dicho el zapato nuevo y bien conformado de aquel hombre de los pasados siglos, que os atormenta el pie, y que un extraño no sabe lo que os cuesta, y los sacrificios, que a diario realizáis para mantener el buen orden que se ve en vuestra casa, que quizá compráis demasiado caros.
Yo me consagré tarde a las cosas del hogar. Los que naturaleza hizo nacer antes que yo, descargáronme de ellas durante largo tiempo, y había tornado ya otros hábitos más en armonía con mi complexión. Sin embargo, a lo que he podido ver, es un quehacer más molesto que difícil: quienquiera que sea capaz de otras tareas lo será también de éstas. Si mi propósito en la vida fuera el de enriquecerme, consideraría este camino como largo en demasía: hubiérame puesto al servicio de los reyes, que es un tráfico más fértil que todos los otros. Puesto que no pretendo alcanzar sino la reputación de no haber adquirido nada, ni tampoco nada disipado, de acuerdo con el carácter de mi vida, impropio lo mismo al bien que al mal obrar, y puesto que mi designio consiste sólo en ir tirando, puede ejecutarse, a Dios gracias, sin ningún quebradero de cabeza. Poniéndoos en lo peor, corred siempre hacia las economías para huir la pobreza: es lo que yo estoy, atento y a corregirme, antes de que tal calamidad me fuerce. Yo establezco por lo demás en mi alma sobradas gradaciones para poder vivir con menos de lo que tengo, y pasándolo con contentamiento: non aestimatione census, verum victu atque cultu, terminatur pecuniae modus. Mis necesidades verdaderas no han menester exactamente de todo mi haber; todavía aun en último término podría presentar alguna resistencia a las desdichas. Mi presencia, ignorante y distraída como es, sirve a sustentar resistentemente mis negocios domésticos; en ellos que empleo, bien que con repugnancia, a más de que en mi vivienda ocurre que por encender aparte la candela por un cabo, el otro no deja de consumirse bonitamente.
Los viajes no me afectan más que por los gastos que suponen, los cuales son grandes y por cima de mis fuerzas como que ellos me acostumbrara a llevar no sólo lo necesario sino también algo más, para mí tienen que ser por necesidad cortos y poco frecuentes, en la proporción misma de su carestía. En ellos no empleo sino el sobrante de mi reserva, contemporizando y demorando según puedo disponer de ella. No quiero yo que el gasto del pasear corrompa el placer del reposo; muy al contrario, entiendo que se alimentan y favorecen el uno al otro. Prestome su concurso la fortuna en este respecto; puesto que mi principal ocupación en esta vida consiste en pasarla blandamente, y más bien desocupada que atareada, ninguna necesidad tuve de multiplicar mis riquezas para proveer a la multitud de mis herederos. Uno que Dios me dio, si no tiene bastante con lo que a mí me sobró para vivir a mis anchas, peor para él: su imprudencia no merecerá que yo le desee mayores ventajas. Y cada cual, según el ejemplo de Foción, provee suficientemente a las necesidades de sus hijos procurándoles su semejanza. En ningún caso sería yo del parecer de Crates, quien depositó su numerario en manos de un banquero con esta condición: «Si sus hijos eran torpes había de dárselo, y si hábiles distribuirlo a los más negados de entre todo el pueblo»: ¡cómo si los tontos por ser menos capaces de carecer de recursos fueran más aptos para usar de las riquezas!
El despilfarro a que mi ausencia da lugar, no me parece cosa digna de merecer que yo me prive de mis distracciones cuando la ocasión se presenta, mientras que encuentre en situación de soportarlo, alejándome de la penosa existencia doméstica.
En los hogares siempre hay algo que va como Dios quiere. Ya son los negocios de una casa, a los de otra lo que os saca de quicio. Contempláis todas las cosas muy de cerca; vuestra perspicacia os perjudica aquí como en otros respectos. Yo me aparto de las cosas que pueden procurarme malos ratos, y me desvío del conocimiento de lo que no marcha a derechas; y a pesar de todo tropiezo a cada instante con alguna cosa que me desplace. Las bribonadas que se me ocultan más, son las que mejor conozco: ocurre a veces que por evitar mayores males, precisa la ayuda de uno mismo para ocultarlos. Picaduras son éstas a veces sin trascendencia, pero picaduras al fin. De la propia suerte que los más menudos y tenues impedimentos son los más penetrantes, y así como la letra minuta es la que cansa más la vista, por el mismo tenor nos molestan los negocios nimios. La turba de males menudos ofende más que la violencia de uno solo, por descomunal que sea. A medida que estas punzadas domésticas son más espesas y finas, van mordiéndonos con agudeza mayor, aunque sin amenazarnos, pues nos sorprenden imprevistos fácilmente. Yo no soy filósofo: los males me oprimen según su magnitud, y ésta va de acuerdo con la forma y la materia y a veces más allá: mi perspicacia aventaja a la del vulgo, y así mi paciencia es también mayor; si los males no me hieren, me pesan por lo menos. La vida es cosa delicada y fácil de trastornar. Desde que mi semblante se volvió del lado de los pesares, nemo enim resistit sibi, quum caeperit impelli, por estulta que sea la causa que a ellos me haya inclinado, se irrita mi honor hasta lo sumo; hay quien se alimenta y exaspera con sus propios quebrantos atrayéndolos y amontonándolos los unos sobre los otros como sustento de que nutrirse:
Stillicidi casus lapidem cavat:
estas goteras ordinarias me ulceran y me devoran. Los inconvenientes comunes no son ligeros en ningún caso, sino continuos e irreparables, principalmente cuando emanan de los miembros de la familia, perennes e inseparables. Cuando considero mis negocios de lejos y a bulto, reconozco, acaso por no disfrutar de una puntual memoria, que hasta hoy fueron prosperando más allá de mis cálculos y previsiones: a mi ver, abulto las cosas y en ellas pongo lo que no hay; la bondad de las mismas me traiciona. Mas cuando me encuentro sumergido en la tarea, y veo caminar todas esas parcelas,
Tum vero in curas animum diducimus omnes:
mil cosas para mí dejan que desear y me pongo a temer otras. Abandonarlas por completo sería facilísimo, enderezarlas sin apenarme muy difícil. Es lastimoso encontrarse en lugar donde todo cuanto veis os atarea y concierne; me parece gozar más alegremente los placeres que una casa extraña me procura, y llevar a ellos el gusto más libre y puro. Diógenes contestó por este tenor a quien le preguntaba la clase de vino que prefería, diciendo: «El de los demás.»
Gustaba mi padre de edificar Montaigne, donde había nacido. En todo este manejo de negocios domésticos gusto yo servirme de su ejemplo e instrucciones, y en ellos inculcaré a mis sucesores cuanto me sea dable. Si algo mejor pudiera hacer por su memoria, cumpliríalo al punto, y me glorifico de que su voluntad se ejerza todavía y obre en mí. ¡No consienta Dios que deje yo debilitarse entre mis manos ninguna viva imagen que pueda elevar a un tan buen padre! Cuando dispongo el remate de algún viejo muro o el arreglo de alguna parte de edificio mal construida, considero más su intención que mi contento, acuso mi dejadez por no haber llegado a poner en los hermosos comienzos que dejó en su casa, con tanta mayor razón cuanto que estoy abocado a ser el último miembro de mi familia que la posea, y a darla la última mano. Por lo que toca a la aplicación particular mía, ni este placer de edificar, que dicen está tan lleno de atractivos, ni la caya, ni los jardines, ni otros placeres de la vida retirada, pueden procurarme grandes distracciones. Y esto es cosa de que me lamento cual de todas las demás opiniones que me acarrean molestias. No me curo tanto de profesar las distracciones vigorosas y doctas como me intereso en practicarlas fáciles y cómodas para la práctica de la vida: son verídicas y sanas cuando útiles y gratas. Los que al oírme confesar mi insuficiencia en las cosas domésticas me dicen luego al oído que mis palabras tienen mucho de menosprecio, y que desconozco los utensilios de labranza, las estaciones, su orden, cómo se elaboran mis vinos, cómo se injerta, cuál es el nombre y forma de los árboles y de los frutos y el aliño de las carnes de que me sustento; el nombre y el precio de las telas de que me visto, por profesar hondamente alguna ciencia más elevada y altisonante, me horripilan: eso se llamaría torpeza, y más bien estupidez que gloria. Mejor quisiera ser buen jinete que lógico irreprochable:
Quin tu aliquid saltem potius, quorum indiget usus, viminibus mollique paras detexere junco?
Imposibilitarnos nuestros pensamientos con lo general y el universal gobierno de las cosas, las cuales a maravilla se las arreglan sin nuestro concurso: arrinconamos lo que nos incumbe, y a Miguel, nos toca todavía más de cerca que el hombre. En conclusión, yo siento mis reales en mi vivienda, pero quisiera encontrar en ella mayores atractivos que en otra parte:
Sit meae utiam senectae, sit modus lasso maris, et viarum, militiaeque!
No sé si podre conseguirlo. Quisiera que en lugar de cualesquiera otras cosas de las que mi padre me dejó me hubiera resignado ese apasionado amor que en sus viejos años a su vivienda profesaba. Considerábase dichosísimo en armonizar sus deseos con su fortuna, y conformándose con lo que tenía. La filosofía política acusará inútilmente la bajeza y esterilidad de mi ocupación si acierto a alcanzar una vez este gusto como él. Entiendo que entre todos el más noble oficio y el más justo consiste en servir al prójimo y en acertar a ser útil a muchos; fructus enim ingenii et virtutis, omnisque praestantiae, tum maximus capitur, quum in proximum quemque confertur: por lo que a mí toca de ello me desvío en parte por conciencia (pues por donde veo el peso de tal designio considero también los escasos medios con que cuento para afrontarlo; y Platón, maestro en toda suerte de gobierno político, no dejó tampoco de abstenerse), en parte por poltronería. Yo me contento con gozar del mundo sin apresurarme; con vivir una vida solamente excusable, y que ni para mí ni para los demás sea gravosa.
Jamás hubo nadie que se dejara llevar más plenamente que yo, ni con abandono mayor al cuidado y dirección de mi tercero, si tuviera a quien encomendarme. Uno de mis apetitos en los momentos actuales sería el dar con un yerno que supiera sustentar mis viejos años y adormecerlos; en cuyas manos depositara con poder soberano la dirección y el destino de mis bienes, y que ganara sobre mí lo que yo gano, siempre y cuando que mostrara el corazón reconocido y amigo. Mas ¡ay! de sobra sé que vivimos en un mundo donde hasta la lealtad de los propios hijos se desconoce.
Quien custodia mi bolsa cuando viajo, guárdala pura y sin inspección; lo mismo me engañaría con sumas y restas: y si no es un diablo quien la guarda, le obligo a bien obrar merced a tan omnímoda confianza. Multi fallere docuerun, dum timent falli; et allis jus peccandi, suspicando, fecerunt. La seguridad más común que mis gentes me inspiran alcánzola de mi desconocimiento: no creo en los vicios sino después de verlos, y confío de mejor grado en los jóvenes, a quienes considero menos adulterados por el mal ejemplo. Oigo decir de mejor grado al cabo de dos meses que se malbarataron cuatrocientos escudos que no el que mis oídos se aturdan todas las noches con la desaparición de tres, cinco o siete, y sin embargo he sido víctima de estos latrocinios en proporción tan escasa como otro cualquiera. Verdad es que yo doy la mano a la ignorancia y mantengo adrede algo turbio y dudoso el conocimiento de mi dinero, y hasta cierto punto me congratula el que así sea. Precisa dejar algún resquicio a la deslealtad o imprudencia de nuestro servidor: si nos queda en conjunto con qué satisfacer nuestro designio, este exceso de liberalidad de la fortuna dejémosle correr a su antojo, y su parte al que anda en pos de rebuscos. Después de todo, yo no encarezco tanto la buena fe de mis gentes como menosprecio los perjuicios que me infieren. Torpe y fea ocupación es el estudiar el dinero que se posee, complacerse en manejarlo, pesarlo y recontarlo. Por ahí comienza la avaricia a avecinarse.
Al cabo de diez y ocho años que gobierno mis bienes no he sabido tener fuerza de voluntad bastante para ver mis escrituras ni mis negocios principales, los cuales necesariamente han de pasar por mis manos y permanecer bajo mi cuidado. No es esto un menosprecio filosófico de las cosas transitorias y mundanales, pues mi gusto no está tan depurado, y las considero por lo menos en lo que valen, sino pereza y negligencia inexcusables o infantiles. ¿Qué no haría yo de mejor gana que leer un contrato, y qué no preferiría yo mejor que ir sacudiendo esos papelotes polvorientos, cual esclavo de mis negocios, o peor aún, de los ajenos, como tantas gentes hacen, por dinero contante y sonante? Nada para mí es tan caro como los cuidados y quebraderos de cabeza; lo que busco con ahínco es la dejadez y la flojedad. Yo creo que sería más propio para vivir de la fortuna ajena, si esto fuera posible sin obligación ni servidumbre; y sin embargo, examinando las cosas de cerca, ignoro (dadas mi situación, mi manera de ser y la carga de los negocios, servidores y domésticos) si no hay más abyección, importunidad y amargura en vivir como vivo, de las que habría de soportar en compañía de un hombre nacido en más elevada posición que la mía y que me consintiera marchar un tanto a mi guisa. Servitus obedientia est fracti animi et abjecti, arbitrio carentis suo. Crates fue más radical en su proceder, pues se lanzó de lleno en la pobreza para libertarse de las indignidades y cuidados caseros. Esto o no lo haría, porque detesto la indigencia tanto como el dolor, mas si cambiar la suerte de mi vida por otra menos elevada y atareada.
Cuando estoy ausente de mi hogar despójome por completo de tales pensamientos, y lamentaría menos el derrumbamiento de una torre que, presente, la caída de una teja. Mi alma se tranquiliza fácilmente ausente, pero en los lugares de los sucesos sufre como la de un viñador: una rienda mal colocada a mi caballo, o una correa del estribo mal ajustada me tendrán todo un día malhumorado. Fortifico mi ánimo contra los inconvenientes, pero la vista soy incapaz de domarla:
Sensus!, o superi, sensus!
En mi casa respondo de todo cuando va torcido. Pocos amos (hablo de los de mediana condición como la mía, y si los hay son más afortunados) pueden encomendarse a un segundo sin que todavía les quede buena parte de la carga. Esto desvía algún tanto mis buenas maneras en punto a los visitantes; y acaso a veces me fue más dable detener a alguien mejor por mi cocina que por la acogida que le dispensé, como sucede a los huraños, y disminuye mucho el placer que yo debiera disfrutar en mi casa con la visita y congregación de mis amigos. El continente más torpe de un gentilhombre en sus dominios es el verle atareado dando órdenes, andando de aquí para allá, hablando al oído a un criado o dirigiendo a otro una mirada furibunda; debe el porte del amo caminar insensiblemente y representar siempre el ordinario: yo encuentro desastroso que se hable a los huéspedes del tratamiento que reciben ni para excusarlo ni para ensalzarlo. Complácenme el buen orden y la precisión,
Et cantharus et lanx ostendunt mihi me,
más que la abundancia, y miro en mi hogar puntualmente lo necesario, poco a la ostentación. Si un criado riñe en casa ajena, si un plato se vierte, vosotros reís solamente o dormitáis mientras el señor arregla las cosas con un maestresala en honor de vuestro recibimiento del día siguiente. Hablo de estos pormenores según mi entender, no dejando por ello de considerar, en general, cuán grato es a ciertas naturalezas una vivienda sosegada y próspera, dirigida con orden esmerado; y no quiero achacar a ello mis propios errores y rarezas, ni contradecir a Platón, quien juzga la más dichosa labor de cada cual el manejo de sus propios negocios sin menoscabo ajeno.
Cuando viajo, no tengo que pensar sino en mí y en el empleo de mi dinero; esto se compone de un solo precepto: si son menester varios, todo lo ignoro y me quedo en ayunas. En el gastar, algo me conozco, lo mismo que en la manera de hacerlo, que es a decir verdad su destino principal, mas yo me aplico sobrado ambiciosamente, lo cual lo trueca en deforme y desigual, y a más en inmoderado en uno u otro respecto. Cuando luce y sirve me dejo llevar sin ningún discernimiento, me contraigo con igual indiscreción cuando no luce, y la idea de gastar no me sonríe. Quienquiera que ses (naturaleza o arte), lo que imprime en nosotros esta condición de vida que se gobierna por la relación ajena procúranos mayor mal que bien: defraudámonos así a par de nuestras propias ventajas para mostrarlas apariencias según la opinión general. No nos importa tanto cuál sea nuestro ser en nosotros y en realidad como lo que de él aparece al público conocimiento: los bienes mismos del espíritu y de la sabiduría nos parecen estériles cuando sólo por nosotros son conocidos, cuando no se producen ante la vista y aprobación extrañas. Hay individuos cuyo oro corre a gruesos borbotones por lugares subterráneos, imperceptiblemente; otros lo extienden todo en láminas y en hojas, de tal suerte que en los unos los maravedises valen escudos y en los otros los escudos maravedises, puesto que el mundo juzga del empleo y del valor según las apariencias. Todo exceso de celo en torno de las riquezas huele a avaricia, su distribución misma y la liberalidad demasiado ordenada y artificial no son acreedoras a un cuidado y solicitud tan penosos: quien pretende gastar lo equitativo anda siempre con estrechuras y limitaciones. La guarda o el empleo son en sí mismas cosas indiferentes y no toman color en bien o en mal sino conforme a la aplicación de nuestra voluntad.
La otra causa que me convida a estos paseos es mi disentimiento con las costumbres actuales de nuestro Estado. Consolaríame fácilmente de esta corrupción considerando lo que con el interés público se relaciona;
Pejoraque saecula ferri temporibus, quorum sceleri non invenit ipsa nomen, et a nullo posuit natura metallo;
pero no por mí individualmente. A mí en particular me incumbe la urgencia, pues en mi vecindad nos veremos muy luego veteranos en una forma de Estado tan desbordada por el largo desenfreno de estas guerras civiles,
Quippe ubi fas versun atque nefas, que a la verdad, maravilla el que puedan mantenerse. Armati terram exercent, semperque recentes convectare juvat praedas, et vivere apto.
En fin, yo veo por nuestro propio ejemplo que la sociedad humana se sostiene y cose por cualquiera suerte de medios. Sea cual fuere la manera como se los deje, los hombres apílanse y se acomodan removiéndose y amontonándose, cual los objetos dispersos que se meten en el bolsillo sin orden ni concierto encuentran por sí mismos medio de juntarse y emplazarse los unos entre los otros, a veces mejor que el arte más consumado hubiera acertado a disponerlos. El rey Filipo reunió un montón de los más perversos e incorregibles hombres que pudo encontrar, acomodándolos a todos en una ciudad que hizo construir ex profeso y que de ellos tomó nombre: yo juzgo que enderezaron con los vicios mismos una contextura política y una sociedad cómoda y justa. Yo veo no ya una acción, tres o ciento, sino costumbres de todos recibidas, tan feroces, sobre todo en inhumanidad y deslealtad (para mí la peor suerte de vicios), que carezco de valor bastante para concebirlas sin horror, y las admiro casi cuanto las detesto: el ejercicio de estas maldades insignes lleva la marca del vigor y la fuerza de alma, e igualmente la del error y el desequilibrio. La necesidad une a los hombres y los congrega: esta soldadura fortuita adquiere luego forma con las leyes, pues las hubo tan salvaje que ninguna mente humana pudiera concebirlas y que sin embargo mantuvieron el cuerpo a que se aplicaron tan rozagante y con vida tan dilatada como las de Platón y Aristóteles pudieran sostenerlo. Y a la verdad, todas esas descripciones de ciudadanía por arte simuladas son ridículas e ineptas cuando se llevan a la práctica.
Esas grandes y luengas alteraciones sobre la sociedad ideal y sobre los preceptos más cómodos para sujetarnos, solamente son propias para el ejercicio de nuestro espíritu, de la propia suerte que en las artes hay varios asuntos cuya esencia consiste en la agitación y en la disputa, y que de ninguna vida disfrutan fuera de ellas. Tal pintura de gobierno sería aplicable en un mundo nuevo, y nosotros disponemos de uno ya hecho y habituado a determinadas costumbres. Nosotros no lo engendramos como Pirra y como Cadmo. Cualquiera que sea el medio de que dispongamos para enderezarlo y arreglarlo de nuevo apenas podemos torcerlo de su pliegue acostumbrado sin que todo lo hagamos añicos. Preguntábase a Solón si había establecido para los atenienses las mejores leyes que le había sido posible: «Sí, respondió, de entre aquellas que podían acoger.» Varrón se excusa de manera semejante cuando dice «que si tuviera de nuevo que escribir sobre la religión diría lo que de ella cree, pero que hallándose ya recibida y formada hablará conforme al uso más bien que con arreglo a la naturaleza».
No por la opinión admitida, sino conforme a la verdad más estricta, el más excelente y mejor gobierno para cada pueblo es aquel bajo el cual se ha mantenido; su forma y comodidad esencial dependen del uso. Con frecuencia nos apenamos de la situación presente, mas yo entiendo, sin embargo, que el ir deseando el mando de pocos en un gobierno popular, o en la monarquía otra especie de régimen, son ideas viciosas y locas:
Aime l'estat, tel que tu le veois estre:
s'il est royal, aime la royanteé;
s'il est de peu, ou bien communauté,
aime l'aussi; car Dieut t'y a faict naistre.
Así hablaba de estas cosas el buen señor de Pibrac, a quien acabamos de perder, gentil espíritu de opiniones sanas y dulces costumbres. Esta muerte y la que al mismo tiempo lloramos del señor de Foix son pérdidas importantes para nuestra corona. Ignoro si queda en Francia una pareja semejante con que sustituir estos dos gascones, igualmente cabal en sinceridad y capacidad para el consejo de nuestros reyes. Eran almas diversamente hermosas y, en verdad, según el siglo en que vivimos, bellas y raras, cada una en su forma peculiar. ¿Quién las había plantado en esta edad, siendo tan inarmónicas y desproporcionadas con nuestra corrupción y nuestras tormentas?
Nada trastorna tanto un Estado como las innovaciones. El cambio da ocasión a la injusticia y a la tiranía. Cuando alguna parte del edificio se conmueve, puede apuntalarse; podemos oponer nuestras fuerzas a fin de que la adulteración y corrupción natural a todas las cosas no nos aparte de nuestros comienzos y principios; mas el intentar refundir una masa tan imponente y el cambiar los fundamentos de un edificio tan enorme, corresponde a aquellos que en vez de limpiar despedazan, a los que quieren enmendar los defectos particulares con la confusión general, y curar las enfermedades matando; non tam commutandarum, quam evertendarum rerum cupidi. El mundo es inhábil para sanar sus males; tan impaciente de lo que le oprime, que no piensa más que en sacudirlo sin considerar a qué coste. Mil ejemplos vemos de que se restablece ordinariamente a sus expensas. No es curación la descarga del mal presente cuando en general no hay enmienda de condición; el fin del cirujano no consiste en hacer morir la carne dañada, sino en el encaminamiento de su cura; sus miras van más lejos, procurando hacer renacer la natural y volver el órgano enfermo a su debido estado. Quien propone solamente arrancar lo que le corroe se queda corto, pues el bien no sucede necesariamente al mal; otro mal distinto puede venir después, y aun peor que el que antes había, como ocurrió a los matadores de César, quienes lanzaron a tal punto las cosas públicas, que luego se arrepintieron de haberse en ellas mezclado. A varios después, hasta nuestros siglos, aconteció lo propio. Los franceses mis contemporáneos están de ello bien informados. Todas las grandes mutaciones conmueven el Estado y lo trastornan.
Quien se encaminara derecho a la curación y reflexionara antes de poner manos a la obra se enfriaría fácilmente en su designio. Pacuvio Calavio corrigió el vicio de este proceder con un ejemplo memorable. Hallábanse sus conciudadanos insubordinados contra los magistrados; él, que era personaje de grande autoridad en la ciudad de Capua, encontró un día medio de encerrar al senado en su palacio, y convocando al pueblo en la plaza pública, dijo que el día era llegado en que con plena libertad podían vengarse de los tiranos que durante tanto tiempo los habían oprimido, a los cuales él tenía a su albedrío, solos y desarmados. Fue de parecer que se sortease a los encerrados uno tras otro y que sobre cada cual se dictaminara particularmente realizando al punto la ejecución de lo que se decretase, siempre y cuando que fuera dable colocar a algún hombre de bien en el lugar del condenado, a fin de que no quedara vacío el puesto. No habían acabado de oír el nombre de un senador cuando se elevó contra él un grito general de descontento: «Bien veo, dijo Pacuvio, que precisa deshacerse de éste; es un malvado, pongamos uno bueno en su lugar.» Un silencio profundo siguió a estas palabras, y nadie sabía de quién echar mano. Ante alguien que se reconoció más resuelto que los otros cien voces se levantaron, encontrándole mil imperfecciones y mil justas causas para rechazarlo. Todos estos pareceres contradictorios habiéndose alborotado, sucedió todavía peor con el segundo senador y con el tercero; hubo, en fin, tanta discordia en la elección como necesidad en la dimisión, hasta que por fin, todo el mundo harto del alboroto, comenzaron todos a desfilar sucesivamente de la asamblea, cada cual albergando en su alma esta resolución: «que el mal más añejo y mejor conocido es siempre más soportable que el reciente e inexperimentado».
Porque nos veamos lamentabilísimamente revueltos y agitados (y en verdad, ¿qué desórdenes no hemos visto y realizado?
Eheu!, cicatricum et sceleris pudet, aelas?, quid intactum nefasti liquimus?, unde manus juventus
metu deorum continuit?, quibus pepereit aris?
no diré con tono resuelto y decisivo:
Ipsa si velit Salus, servare prorsus non potest hanc familiam,
que acaso nos encontremos en el dintel del último período. La conservación de los Estados verosímilmente excede las luces de nuestra inteligencia son los pueblos, como Platón sienta, fuerzas poderosas y de difícil disolución; persisten a veces minados por enfermedades mortales e intestinas, por la injuria de injustas leyes, por la tiranía, por el desbordamiento y la ignorancia de los magistrados, por la licencia y sedición de las masas. En todas nuestras aventuras comparámonos con los que están por cima de nosotros y miramos hacia los que se ven mejor hallados. Midámonos con los que están por bajo, y nadie habrá, por misérrimo que sea, que no encuentre mil ejemplos de consuelo. Radica nuestro vicio en que vemos con peores ojos lo que nos sobrepuja que lo que dominamos. Por eso decía Solón: «Si se reunieran en montón todos los males, cada cual preferiría quedarse con los que tiene, mejor que participar de la equitativa repartición con los demás hombres, guardando su cuota correspondiente.» Nuestro Estado va mal; más enfermizos los hubo, sin embargo, sin que por ello sucumbieran. Los dioses se divierten jugando con nosotros a la pelota y sacudiéndonos reveses con ambas manos:
Enimvero dii nos homines quasi pilas habent.
Los astros destinaron fatalmente al Estado romano como ejemplo de los vaivenes que un pueblo puede soportar; éste guarda en su seno cuantos accidentes y aventuras pueden trastornar un Estado: orden, desorden, desdicha y dicha. ¿Quién habrá de desesperar de su situación al ver los movimientos y sacudidas con que Roma se vio agitada, siendo capaz de resistirlas? Si la extensión de sus dominios constituye la salud de un Estado (manera de ver que no comparto, y alabo las palabras de Isócrates, el cual instruyó a Nicocles no para que envidiara a los príncipes cuyos dominios son más amplios, sino a los que aciertan a conservar los que la suerte puso en su guarda), éste no se vio jamás tan sano como cuando estuvo más enfermo. La peor de sus situaciones fue para él la más propicia; apenas si se descubre huella de algún gobierno en la época de los primeros reyes; aquella fue la más horrible y tenebrosa confusión que pueda concebirse, y, a pesar de todo, la soportó y persistió, conservando no ya una monarquía encerrada en sus límites, sino tantas naciones diversas lejanas, mal queridas, desordenadamente mandadas, e injustamente conquistadas:
Nec gentibus ullis commodat in populum, terrae pelagique potentem, invidiam fortuna suam.
No cae todo lo que se conmueve. La contextura de un tan gran cuerpo se sostiene pero más de una tachuela; la senectud misma, impide su derrumbamiento, como el de los viejos edificios, a los cuales la edad quitó la base, que se ven, sin revoque y sin argamasa, sostenerse y vivir por su propio peso.
Nec jam validis radicibus haerens pondere tuta suo est.
A mayor abundamiento, no basta reconocer solamente el flanco y el foso para juzgar de la seguridad de una plaza; hay que ver además por dónde a ella puede llegarse, y cuál es el estado en que el sitiador se encuentra: pocos son los navíos que se hunden con su propio peso y sin el concurso de violencia extraña. Volvamos, pues, los ojos aquí y allá, y veremos que todo se hunde en torno nuestro: a todos los grandes Estados, sean cristianos o no lo sean, convertid vuestra mirada, y encontraréis una evidente amenaza de modificación y ruina:
Et sua sunt illis incommoda, parque per omnes tempestas.
La tarea de los astrólogos es fácil cuando anuncian graves trastornos y mutaciones próximas: sus adivinaciones son presentes y palpables; no precisa encaminarse al cielo para hacerlas. Pero no solamente debemos alcanzar consuelo de los universales descalabros amenazadores, sino también alguna esperanza en pro de la duración de nuestro Estado; tanto más cuanto que naturalmente nada cae allí donde todo se derrumba: la enfermedad universal constituye la salud particular; la uniformidad es cualidad enemiga de la disolución. Por lo que a mí toca, todavía no me desespero, y paréceme ver en torno mío caminos por donde salvarnos:
Deus haec fortasse benigna reducet in sedem vice.
¿Quién sabe si Dios querrá que acontezca con nuestras revueltas cual con los cuerpos sucede, que se purgan, pasando a un mejor estado después de enfermedades largas y penosas, las cuales les devuelven una salud más cabal y más pura de la que antes disfrutaran? Lo que más me apesadumbra es que, considerando los síntomas de nuestro mal, veo tantos tan naturales y de aquellos que el cielo nos envía propiamente suyos, cuantos nuestros desórdenes y humana imprudencia añaden: diríase que los astros mismos nos declaran que duramos ya bastante y que sobrepujamos los términos ordinarios. Y esto también me causa pesar: el duelo más cercano que nos avecina no consiste en la adulteración de la masa entera y sólida, sino en su disipación y separación. Este es el mayor de nuestros temores.
Aun en estas soñaciones de que aquí hablo temo la infidelidad de mi memoria, que quizás por inadvertencia me haya hecho registrar dos veces una misma cosa. Detesto el reconocer de nuevo mis pareceres, y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara. Yo no transcribo aquí ninguna cosa nueva: todas ellas son comunes: habiéndolas acaso cien veces concebido, temo haberlas ya sentado. Las repeticiones son siempre pesadas, hasta en el mismo Homero, y particularmente ruinosas en aquello cuyo aspecto es superficial y transitorio. Soy enemigo de la inculcación hasta en las cosas más útiles, como hace Séneca y se acostumbra en su escuela, que van repitiendo sobre cada materia del principio al fin las sentencias y presupuestos generales, y alegando siempre de nuevo los argumentos y razones comunes y universales.
Mi memoria va empeorando cruelmente cada día;
Pocula Lethaeos ut si ducentia somnos, arente fauce traxerim.
Será preciso en adelante (pues a Dios gracias hasta hoy no me ha faltado) que en vez de hacer lo que los demás, o sea buscar tiempo y ocasión oportunos para pensar lo que van a decir, huya yo de toda suerte de preparación, temiendo sujetarme a alguna obligación de la cual tenga que depender. Verme comprometido y obligado me descarrila, lo mismo que sustentarme en un tan débil instrumento como mi memoria. Jamás leo esta relación sin sentirme al punto dominado por un resentimiento natural. Acusado Lincestes de haber conjurado contra Alejandro el día que según costumbre compareció ante el ejército del soberano para defenderse, guardaba en su cabeza un discurso estudiado, del cual, todo dudoso y tartamudeando, profirió algunas palabras. Como se confundiera cada vez más mientras luchaba con su memoria, y procuraba que ésta le viniera en ayuda, hétemelo atacado y muerto a lanzadas por los soldados que tenía junto a él, convencidos de su crimen. El pasmo y el silencio del reo sirvioles de confesión. Como tuviera en el calabozo todo el tiempo que necesitara para prepararse, no fue la memoria, al entender de sus verdugos, lo que le faltó, sino que creyeron que la conciencia le trabó la lengua y le desposeyó de fuerzas. En verdad dicen bien los que sientan que el lugar impone, el concurso y la expectación, hasta cuando no se anhela sino la ambición del bien hablar. ¿Qué no sucederá cuando se trata de una peroración de la cual la vida depende?
En cuanto a mí, la sola sujeción que me ata a lo que tengo que decir me extravía. Cuando me encomiendo enteramente a mi memoria me apoyo tan fuertemente en ella que sucumbo, atormentándose con la carga. Tanto cuanto en ella confío, me coloco fuera de mí, como un hombre que ignora el continente que debe adoptar; y a veces me sucedió encontrarme casi imposibilitado de ocultar la servidumbre en que me lanzara, pues mi designio es representar, cuando hablo, una flojedad profunda de acento y de semblante, a la vez que movimientos fortuitos e impremeditados, como originados por, las ocasiones actuales; prefiriendo no decir nada que valga la pena, mejor que el mostrar preparación para decir bien; lo cual sienta pésimamente, sobre todo a las personas de mi estado, e impone juntamente obligaciones grandes a quien no es capaz del desempeño de magnas cosas. El apresto hace esperar más de lo que se cumple: torpemente vestimos el coleto para no saltar mejor que con hopalandas: nihil est his, qui placere volunt, tam adversarium, quam exspectatio? Refiérese del orador Curio que al ordenar las partes de su discurso, y al clasificar en tres, cuatro o mayor número sus argumentos, acontecíale fácilmente olvidar alguno, o añadir otros con que no había contado. Yo evité siempre caer en este inconveniente como odiara esas trabas y prescripciones, no sólo por natural desconfianza en mi memoria, sino también porque tal procedimiento asemejase al arte en demasía: simpliciora militares decent. Basta con que para en adelante haya determinado el no hablar en lugares solemnes, pues el hacerlo leyendo el manuscrito, a más de parecerme cosa torpe, es desventajoso grandemente para quienes por naturaleza pueden sacar algún partido de la acción; lanzarme a los caprichos de mi invención, todavía puedo hacerlo menos: la mía es pesada y turbia, incapaz por tanto de proveer a los repentinos menesteres importantes.
Consiente, lector, que corra todavía este ensayo y este tercer alargamiento del resto de las partes de mi pintura. Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca; en primer lugar, porque quien hipotecó al mundo su obra, entiendo que ya no tiene derechos sobre ella: diga, si puede, mejor en otra parte, mas no corrompa la labor que vendió. De tales gentes nada habría que comprar sino después de su muerte. Que piensen despacio antes de producirse: ¿quién les mete prisa? Mi libro es siempre uno, salvo que, a medida que se reimprime, a fin de que el comprador no se vaya con las manos completamente vacías, me permito poner en él algunos ornamentos supernumerarios (como cosa que es de tarea mal unida), los cuales en nada condenan la primera forma, sino que comunican algún valor particular a cada una de las siguientes, merced a una diminuta sutilidad ambiciosa. Ocurrirá con esto que acaso la cronología se trastrueque, pues mis historias encuentran lugar según su oportunidad, no siempre conforme a los años en que ocurrieron.
En segundo lugar, como a mi juicio temo perder en el cambio, mi entendimiento no camina siempre adelante, marcha también a reculones. Apenas si desconfío menos de mis fantasías por ser segundas o terceras, que primeras, o presentes que pasadas, pues a veces nos corregimos tan torpemente como enmendamos a los demás. Desde que saqué a luz mis primitivas publicaciones, en el año mil quinientos ochenta, he envejecido de algunos; mas yo dudo que mi prudencia haya aumentado ni siquiera en una pulgada. Yo ahora, y yo antes, somos dos individuos; cuándo mejor, no puedo decirlo. Hermoso sería encaminarse a la vejez si al par nos dirigiéramos hacia la enmienda: mas no hay tal; el nuestro es un movimiento de ebrio, titubeante, vertiginoso e informe, cual el de los cañaverales que el viento agita a su albedrío. Antíoco había escrito vigorosamente en pro de las doctrinas de la Academia, pero al llegar a la vejez adoptó partido distinto: cualquiera de los dos que yo siguiera, ¿no sería siempre seguir las huellas de Antíoco? Después de haber sentado la duda, querer afirmar la certidumbre de las ideas humanas, ¿no era fijar aquélla en vez de la certeza, y prometer, caso de que sus días se hubieran prolongado, que se encontraba sujeto a un cambio nuevo, no tanto mejor cuanto diverso?
El favor del público me comunicó alguna mayor osadía de la que yo esperaba. Pero lo que más terno es hastiar; mejor preferiría hostigar que cansar, a imitación de un hombre eximio de mi tiempo. La alabanza es siempre grata, sean cuales fueren el lugar y la persona por donde vengan, mas sin embargo precisa, para aceptarla a justo título, hallarse informado de la causa que la motivó; hasta las imperfecciones mismas hay medio de alabarlas. De la estima vulgar y común se tiene poca cuenta, y o mucho yo me engaño, o en mis días los escritos más detestables son los que ganaron la ventaja del favor popular. En verdad, yo estoy reconocido a los cumplidos varones que se dignan tomar en buena parte mis débiles esfuerzos: ningún lugar hay en que los defectos del obrero resalten tanto como en un asunto que de suyo carece por completo de recomendación. No me achaques, lector, de entre aquellos los que se deslizan así, por el capricho y la inadvertencia ajenos; cada mano, cada obrero contribuyen con los suyos: yo no me curo de ortografía (ordeno solamente que sigan la antigua), ni de puntuación tampoco: soy poco experto en una y en otra. Donde trastornan el sentido por completo, poco me apesadumbro, pues del pecado me libertan; mas cuando lo sustituyen con otro falso, como hacen con frecuencia, conduciéndome a sus concepciones, me pierden. De todas suertes, las sentencias que no entran en mi medida un espíritu claro debe rechazarlas y no admitirlas como mías. Quien conozca cuán poca es mi laboriosidad, y quien sepa que nunca me desvío de mi manera de ser, creerá fácilmente que dictaría de nuevo de mejor gana otros tantos Ensayos como llevo escritos, mejor que resignarme a repasar éstos para hacer esa corrección pueril.
Decía, pues, ha poco, que hallándome plantado en las entrañas del criadero de este nuevo metal, no solamente me encuentro privado de familiaridad grande con gentes de costumbres que difieren de las mías, y de opiniones distintas, merced a las cuales ellos se mantienen en apretado nudo, que rige a todos los otros, sino que tampoco me mantengo sin riesgo entre aquellos a quienes todo es igualmente hacedero, con quienes no puede en lo sucesivo empeorar su situación las leyes, de donde nace el extremo grado de licencia actual. Contando todas las circunstancias particulares que me atañen ningún hombre de entre los nuestros veo a quien la defensa de las leyes cueste (sin que con ello salga ganando, sino perdiendo más que a mí; y tales alardean de bravos por su calor y rudeza que hacen mucho menos que yo, todo bien aquilatado. Como vivienda libre en todo tiempo, abierta de par en par y obsequiosa para todos (pues jamás me dejé inducir a hacer de ella un instrumento de guerra, la cual voy a buscar de mejor grado cuando más alejada está de mi vecindad), mi casa mereció bastante afección del pueblo, y sería bien difícil maltratarme por lo que en mi casa ocurre. Considero como caso maravilloso y ejemplar el que todavía permanezca virgen de sangre y saqueo bajo una tan dilatada tempestad, tantos cambios y agitaciones vecinas, pues a decir verdad, era posible a un hombre de mi complexión el escapar a una situación constante y continua, cualquiera que ésta fuese; mas las invasiones e incursiones contrarias y las alternativas vicisitudes de la fortuna en derredor mío exasperaron más hasta ahora que ablandaron la índole de mi país, circundándome de peligros e invencibles dificultades.
Líbrome de estos estragos, pero me disgusta que esto suceda por acaso y hasta por mi prudencia mejor que por justicia; y me contraría encontrarme fuera de la protección de las leyes y bajo otra salvaguardia que la suya. Conforme al estado de las cosas, yo vivo más que a medias con la ayuda del favor ajeno, que es dura obligación. No quiero deber mi seguridad ni a la bondad y benignidad de los grandes, a quienes son gratas mi lealtad y libertad, ni a la sencillez de costumbres de mis predecesores y mías, ¿pues qué ocurriría si yo fuera otro? Si mi porte y la franqueza de mi conversación obligan a mis vecinos o a mis parientes, crueldad es que puedan pagarme dejándome vivir y que puedan decir: «Concedémosle la libre continuación del servicio divino en la capilla de su casa, puesto que todas las iglesias de los alrededores para nosotros están abandonadas; y le concedemos el usufructo de sus bienes y el de su vida, porque guarda a nuestras mujeres, y a nuestros bueyes en caso necesario.» Tiempo ha que a nuestra casa cabe parte de la alabanza de Licurgo el ateniense, quien era general depositario y guardián de la bolsa de sus conciudadanos. Pero yo entiendo que es preciso vivir por autoridad y derecho propios, no por recompensas ni por gracia ¡Cuántos hombres cumplidos prefirieron mejor perder la vida que deberla! Yo huyo de someterme a toda suerte de obligación, y sobre todo a la que me liga por deber de honor. Nada encuentro tan caro como lo que se da por lo cual mi voluntad permanece hipotecada a título de gratitud. Acojo de mejor gana los servicios que se venden: por éstos no doy sino dinero; por los otros me doy yo mismo.
El nudo que me sujeta por la ley de la honradez paréceme mucho más rigoroso y opresor que no el de la sujeción civil; más dulcemente se me agarrota por un notario que por mí: ¿no es razonable que mi conciencia se comprometa mucho más en aquello que simplemente la confiaron? En las demás cosas nada debe mi fe, pues nada tampoco la prestaron: que se ayuden con el crédito y seguridad que fuera de mí se buscaron. Mucho mejor querría romper la prisión de una muralla y la de las leyes que mi palabra. Soy fiel cumplidor de mis promesas hasta la superstición; y en todas las cosas las hago voluntarias, inciertas y condicionales. En aquellas que son de poca monta el celo de mi régimen las avalora, el cual me molesta y recarga con su propio interés: hasta en las empresas libres y completamente mías, cuando las declaro, pareceme que me las prescribo, y que ponerlas en conocimiento ajeno es preordenárselas a sí mismo; entiendo prometerlas cuando las confieso, así que lanzo al viento pocos de entre mis propósitos. La condenación que yo de mí mismo ejecuto es más viva y más rígida que la de los jueces, los cuales no me consideran sino conforme a la regla de la obligación común; la obligación que mi conciencia me impone es más estrecha y más severa. Yo sigo flojamente los deberes a que me conducen cuando de buen grado no camino: hoc ipsum ita justum est, quod recte fit, si est voluntarium. Si la acción no reviste algún esplendor de libertad carece de mérito y de honor:
Quod me jus cogit, vix voluntate impetrent:
donde la necesidad me arrastra gusto de libertar mi voluntad; quia quidquid imperio cogitur, exigenti magis quam praestanti acceptum refertur. Sé de algunos que siguen este proceder hasta la injusticia; otorgan mejor que devuelven, prestan más bien que pagan, hacen más avariciosamente el bien a quienes a ello están obligados. Yo no voy por este camino, pero lo bordeo.
Gusto tanto de descargarme y desobligarme, que a veces conté como provechos las ingratitudes, ofensas e indignidades que a mi conocimiento vinieron de parte de aquellos con quienes la naturaleza o el acaso me ligaron, considerando sus culpas todas como otras tantas cuentas que pagar y como saldo de mi deuda. Aun cuando yo continúe pagándoles los buenos oficios aparentes de la pública razón, encuentro economía grande, sin embargo, en realizar por justicia lo que cumplía por afección, en aliviarme un poco de la atención y solicitud de mi voluntad en el interior; est prudentis sustinere, ut currum, sic impetum, benevolentiae, la cual en mí es urgentísima y opresora, allí donde me rindo, al menos para un hombre que quiere verse libre por entero. Semejante conducta me sirve de algún consuelo en lo tocante a las imperfecciones de los que me rodean; disgústome de que valgan menos, pero con ello ahorro alguna cosa de mi aplicación y compromisos para con ellos. Apruebo al que quiere menos a su hijo cuanto más es tiñoso o jorobado; y no solamente cuando es malicioso, sino también cuando es desdichado de espíritu y mal nacido (Dios mismo rebajó esto de su valor y estimación natural), siempre y cuando que se conduzca en este enfriamiento con moderación y justicia exactas: en mí el parentesco no aligera los defectos, más bien los agrava.
Después de todo, supuesta mi capacidad en la ciencia del bien obrar y del reconocimiento, que es sutil y de frecuente uso, a nadie veo más libre y menos adeudado de lo que yo lo estoy en el momento actual. Lo que yo debo, débolo simplemente a las obligaciones comunes y naturales: nada hay que sea más estrictamente remunerado, por otra parte;
Nec sunt mihi nota potente munera.
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