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Ensayo como forma literaria (página 4)


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Aconsejarías a ellas de igual modo para apartarlas de los celos sería tiempo perdido: su esencia nativa está tan impregnada de sospecha, de vanidad y de curiosidad que no hay que esperar el curarlas por vía legítima. Frecuentemente se enmiendan de este inconveniente por medio de una curación mucho más de temer que la enfermedad misma; pues así como hay encantamientos que no aciertan a desarraigar el mal sino echándolo sobre el prójimo, ellas lanzan fácilmente de la propia suerte esta liebre sobre sus maridos cuando la pierden. De todos modos, y a decir verdad, ignoro si de ellas puede sufrirse dolencia peor que el mal de celos: ésta es la más dañina de sus condiciones como de sus miembros la cabeza. Decía Pitaco «que cada cual tenía su motivo de trastorno; que la causa del suyo residía en la mala cabeza de su mujer: y que aparte de este mal se consideraría dichoso de todo en todo». Este es un inconveniente bien pesado merced al cual un personaje tan justo, prudente y valeroso sentía toda su vida enturbiada: ¿cómo no ha de agravarnos a nosotros, hombrecillos insignificantes como somos? El senado de Marsella obró cuerdamente al aplazar la aprobación a un individuo que solicitaba permiso de matarse para eximirse de las tormentas de su mujer, pues es un mal que jamás se desaloja sin arrancar el pedazo, y para el cual no hay otro remedio eficaz que la huida o la resinación aunque ambos sean difíciles. Aquél hablaba sabiamente que decía «que ni buen matrimonio se aderezará con la unión de una mujer ciega y un marido sordo».

Consideremos, además, que esta grande y violenta rudeza de obligación que las exigimos puede producir dos efectos contrarios a nuestro fin, a saber: el aguzar a los perseguidores y el trocar a las mujeres en más fáciles de entregarse; pues por lo que toca al primer punto, elevando el valor de la plaza ensalzamos igualmente el valor y el deseo de la conquista. ¿No será Venus misma quien haya así finalmente subido el precio de su mercancía por virtud del rufianismo de las leyes, conociendo cuán torpe diversión sería el amor si no se le hiciera valer por fantasía y carestía? En resumidas cuentas todo es carne de puerco que la salsa diversifica, como decía el huésped de Flaminio. Cupido es un dios traidor; su juego consiste en luchar contra la devoción y la justicia: su gloria estriba en que su poder vaya contra toda otra potencia y en que todas las demás reglas cedan el paso a las suyas;

Materiam culpae prosequiturque suae.

Y por lo que toca al segundo punto, ¿seríamos menos cornudos si temiéramos menos el serlo? según la complexión de las mujeres, pues la prohibición las incita y convida:

Ubi velis, nolunt: ubi nolis, volunt ultro: Concessa pudet ire via.

¿Qué mejor interpretación encontraremos del caso de Mesalina? En los comienzos hizo cornudo a su marido de tapadillo, como se acostumbra ordinariamente; mas como manejara sus intrigas con facilidad sobrada por la estupidez ingénita de su esposo, menospreció de pronto su táctica; vedla entregarse al descubierto, confesar sus servidores, conversar con ellos y favorecerlos ante los ojos de todos: quería de este modo que su esposo lo advirtiera. Este animal, no acertando a despertarse con semejante estrépito, y convirtiéndola sus placeres en insípidos y blandos, merced a esa floja facilidad por la cual parecía autorizarlos y legitimarlos, ¿qué hizo ella? Mujer de un emperador vivo y rozagante, residiendo en Roma, teatro del mundo, en pleno medio día, mientras se celebraba una suntuosa fiesta pública, hallándose en compañía de Silio, de quien había disfrutado largo tiempo antes los favores, se casó un día que su marido se encontraba ausente de la ciudad. ¿No parece que se encaminaba hacia la castidad a causa de la indiferencia de su esposo? ¿O también que buscara otro marido que aguzara su apetito con sus celos y que resistiéndola le incitara? Mas la primera dificultad que encontró fue también la postrera: aquella bestia se despertó sobresaltada. Frecuentemente son más de temer estos sordos adormecidos: yo he visto por experiencia que este extremo sufrimiento, cuando viene a desatarse, ocasiona venganzas más rudas, pues incendiándose, de repente, la cólera y el furor se amontonan y confunden y todos sus esfuerzos estallan a la primera descarga,

Irarumque omnes effundit habenas:

hízola morir y a gran número de los que con ella habían vivido en inteligencia, hasta a alguno que no pudiendo más ella había convidado a visitar su lecho a correazos.

Lo que Virgilio dice de Venus y de Vulcano, Lucrecio lo había escrito mas adecuadamente de un goce a hurtadillas entre, aquella y el dios Marte:

Belli fera maenera Mavors armipotens regit, in gremium qui saepe tuum se rejici, aeterno devictus vulnere amoris; . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .pascit amore avidos inhians in te, dea, visus,

eque tuo pendet resupini spiritus ore: hunc tu, diva, tuo recubantem corpore sancto circumfusa super, suaveis ex ore loquelas funde.

Cuando yo rumio estos vocablos: rejicit, pascit, inhians, molli, fovet, medullas, labefacta, pendet, percurrit, y esta noble circumfusa, madre del gallardo infusus, menosprecio los menudos picotazos y alusiones verbales que nacieron luego. Aquellas buenas gentes no habían menester de quid pro quos agudos y sutiles: su lenguaje es todo lleno y robusto, de un vigor natural y constante: todos enteros son epigrama: no la cola solamente, sino la cabeza, el pecho y los pies. Nada hay en ellos de forzado, nada de lánguido; todo camina con tenor homogéneo: contextus virilis est; non sunt circa flosculos occupati. No es la suya una elocuencia blanda, solamente dulce y afluente, sino nerviosa y sólida. No place tanto como llena y arrebata más los espíritus más fuertes. Cuando yo veo esas valientes formas de explicarse, tan vivas y profundas no digo que eso sea bien decir, digo que es bien pensar. Es la gallardía de imaginación la que eleva y abulta las palabras: pectos est, quod disertum facit: nuestras gentes llaman juicio al lenguaje y expresiones hermosas a las concepciones plenas. Esa pintura es querida no tanto por la destreza de la mano, como por estar el objeto más vivamente grabado en el alma. Galo habla sencillamente porque concibe sencillamente; Horacio no se contenta con una expresión superficial, que le traicionaría: ve con claridad mayor y se interna más en las cosas; su espíritu abre y huronea todo el almacén de palabras y de figuras para representarse, y le precisan diferentes de lo ordinario, de la propia suerte que su concepción es distinta de lo ordinario. Plutarco dice que vio la lengua latina por las cosas: aquí acontece lo mismo: el sentido aclara y produce las palabras, no ahuecadas por el viento, sino formadas de carne y hueso, de manera que significan más de lo que dicen. Hasta los flacos de espíritu reconocen algún asomo de lo que digo, pues en Italia acertaba yo a expresar lo que me venía en ganas en términos comunes, mas en las conversaciones tendidas no hubiera osado fiarme en un idioma que yo era incapaz de plegar y perfilar de manera distinta a la ordinaria: quiero que en mis palabras haya algo que me pertenezca.

El manejo y el empleo de los buenos escritores avalora la lengua, no tanto innovándola como proveyéndola de más vigorosos y varios servicios, estirándola y plegándola. Si bien no traen palabras nuevas, enriquecen las propias, macizando y ahondando su significación, uso, enseñándole giros desacostumbrados, mas siempre de manera prudente e ingeniosa. Y cuan poco este ejercicio sea dado a todos, vese considerando tantos y tantos escritores franceses del Siglo en que vivimos, los cuales son suficientemente arrojados y desdeñosos para apartarse del camino hollado, pero la falta de invención y de discreción los pierde, y no vemos sino una miserable afectación de singularidad, disfraces fríos y absurdos que en lugar de elevar echan por tierra el asunto: siempre y cuando que acierten a poner el pie en la novedad, poco les importa o que con ella van ganando; por agarrar una palabra nueva, sueltan la ordinaria, más fuerte y más nerviosa.

En nuestra habla francesa encuentro material bastante, pero una poca escasez de giros, pues nada hay que no pudiera hacerse con la jerga de nuestras cazas, de nuestra guerra, fértil terreno y generoso del cual podrían obtenerse, cosechas excelentes. Las maneras de hablar, como las plantas, se enmiendan y fortifican mudándolas de lugar. Yo tengo nuestro idioma por suficientemente abundante, no por suficientemente vigoroso y manejable. Ordinariamente sucumbo ante una concepción poderosa: si camináis en una disposición tendida, sentís siempre que languidece bajo vosotros y se doblega. En su defecto, el latín se presenta a vuestro socorro, el griego a otros. De algunas de las palabras que acabo de escoger, advertimos más difícilmente la energía porque el uso y la frecuencia de las mismas las envilecieron en algún modo y trocaron en vulgar su gracia; de la propia suerte que en nuestro uso común tropezamos con frases y metáforas excelentes, cuya belleza se empaña y envejece y cuyo color se deslustra por el demasiado ordinario manejo. Pero esta circunstancia no hace que su exquisitez se pierda para los que tienen buen olfato, ni tampoco quita nada a la gloria de los antiguos autores que, como es verosímil, acreditaron los primeros esas frases.

Las ciencias tratan de las cosas con fineza demasiada, por modo artificial y diferente al común y natural. Mi paje se siente enamorado y se da cuenta de su pasión. Leedle a León Hebreo y a Ficin; de él se habla en esos libros, de sus pensamientos y acciones y, sin embargo, no entiende jota. Yo no encuentro en Aristóteles la mayor parte de mis anímicos movimientos ordinarios; allí se los cubrió y revistió con otro traje para el uso de la escuela: ¡quiera Dios que así hayan obrado cuerdamente los filósofos! Si yo perteneciera al oficio, naturalizaría el arte tanto como ellos artificializaron la naturaleza. Dejemos en calma a Bembo y Equícola.

Cuando yo escribo dejo a un lado la compañía y el recuerdo de los libros, temiendo que interrumpan mis ideas, pues me acontece que los buenos autores abaten demasiado mis fuerzas, quebrantando el vigor de que dispongo: imito gustoso el proceder de aquel pintor que, habiendo miserablemente representado unos gallos, prohibía a sus muchachos que dejaran acercarse a su taller ningún gallo natural. Mas bien habría yo menester, para entonarme un poco, echar mano de la invención del músico Antigénides, el cual, cuando ejecutaba, daba orden para que ante él o a sus espaldas, el auditorio fuera abrevado con la faena de cantores detestables. Mas de Plutarco me deshago difícilmente: es tan universal, tan cabal y tan cumplido, que en cualquiera ocasión, sea cual fuere el asunto extravagante que traigáis entre las manos, se ingiere en vuestra labor tendiéndoos una liberal e inagotable de riquezas y embellecimientos. Me contraría el que se vea tan expuesto al saqueo de los que le frecuentan, y, por poco que yo me acerque, no le dejo sin arrancarle muslo o ala.

Para realizar el cumplimiento de mi designio escribo en mi casa, en país salvaje, donde nadie me ayuda ni enmienda mis yerros, donde comúnmente no frecuento ningún hombre que entienda el latín de su paternóster y del francés algo menos. Mejor lo habría hecho en otra parte, pero entonces la labor hubiera sido menos mía, y el fin de ésta y su perfección principal consisten en que puntualmente mee pertenezca. Corregiría, sí, un error accidental, de los cuales estoy lleno, como quien escribe corriendo e inadvertidamente; mas las imperfecciones que son en mí ordinarias y constantes, sería traición el extirparlas. Cuando se me dice, o cuando yo mismo me digo: «Eres sobrado espeso en figuras; he aquí una palabra del terruño gascón; he aquí otra arriesgada (yo no huyo ninguna de las que se emplean en medio de las calles francesas; los que con las armas de la gramática quieren combatir su uso, se equivocan); he aquí un ignorante razonamiento, u otro paradojal, u otro sin pies ni cabeza, tú te burlas con frecuencia demasiada: se creerá que dices a derechas lo que simuladamente expresas.» En efecto, repongo, pero yo corrijo los defectos de inadvertencia, no los que me son habituales. ¿No es así como hablo generalmente? ¿Acierto de este modo a representarme con viveza? Esto me basta. Hice lo que me propuse: todo el mundo que reconoce en mi libro y a mi libro en mí.

Ahora bien; mi condición nativa es remedadora e imitatriz. Cuando yo me empleaba en componer versos (siempre los hice latinos), acusaban evidentemente el poeta a quien acababa últimamente de leer, y entre mis primeros Ensayos, algunos apestan un poco a lo extraño: en París hablo un lenguaje en algún modo distinto del que en Montaigne me sirvo. Quienquiera, a quien con atención considere, me imprime fácilmente algo suyo; aquello sobre lo que reflexiono lo usurpo: un continente torpe, un gesto desagradable, una manera de hablar inoportuna y ridícula. Los vicios más me trastornan; cuanto más me circundan, más se cuelgan en mí y no se alejan sin sacudida. Con mayor frecuencia se me ha visto jurar por similitud que por complexión: imitación mortal comparable a la de los horribles monazos, en grandeza y en fuerzas, que el rey Alejandro encontró en cierta región de las Indias, con los cuales hubiera sido difícil de otro modo acabar: mas ellos mismos procuraron el medio merced a esta inclinación de remedar cuanto veían hacer, por donde los cazadores determinaron calzarse con zapatos a su vista, con muchos nudos que los sujetaban, y cubrirse de pies a la cabeza con lazos corredizos y hacer con lo que untaban sus ojos con liga. Así perdió imprudentemente a estos pobres animales su condición remedadora, y todos fueron enyeseándose, enredándose y agarrotándose. Esa otra facultad de representar ingeniosamente los ajenos gestos y palabras, por propio designio, que a las veces procura placer y admiración, no reside en mí, que en esta habilidad soy comparable a un cepo. Cuando yo juro de mío, digo solamente ¡por Dios! que es el más derecho de todos los juramentos. Cuentan que Sócrates juraba por el perro; Zenón, con la interjección misma que emplean ahora los italianos que es cáppari; Pitágoras por el agua y el aire. Yo soy tan propenso a recibir sin pensarlo aquellas impresiones superficiales, que cuando tres días seguidos tengo en los labios la palabra Sire o Alteza, ocho días después se me escapan por las de Excelencia o Señoría; y lo que el día anterior dije por broma o divertimiento, lo repetiré al día siguiente con toda la seriedad posible. Por lo cual al escribir acojo de peor gana los argumentos trillados, temiendo tratarlos a expensa ajena. Toda razón es para mí igualmente fecunda; a acogerlas me impulsa el vuelo de una mosca, ¡y quiera Dios que ésta que aquí traigo entre manos no haya sido por mí adoptada por el ordenamiento de una voluntad tan inconsistente y volandera! Que yo comience por lo que me plazca, pues las materias se sostienen todas encadenadas las unas a las otras.

Pero mi alma me contraría porque ordinariamente engendra sus ensueños más profundos, más locos y que son más de mi agrado de una manera imprevista y cuando yo menos los busco; luego se desvanecen de repente, como no tengo donde sujetarlos. Asáltanme a caballo, en la mesa, en el lecho, pero con mayor frecuencia a caballo, pues en esta postura son más dilatados mis soliloquios. Mi hablar es un tanto delicadamente celoso de atención y de silencio cuando tengo necesidad de decir algo; quien me interrumpe me detiene. Cuando viajo, la necesidad misma de los caminos interrumpe la conversación; aparte de que en mis expediciones casi nunca voy con compañía adecuada a un hablar continuado, por donde me queda el vagar necesario para conversar conmigo mismo. Con estos soliloquios me sucede lo con los sueños: soñando los encomiendo a mi memoria (pues frecuentemente sueño que estoy soñando), mas al día siguiente, si bien me represento el color que mostraban como realmente era, alegre, triste o singular, no acierto a recordar cómo eran en lo demás, y cuanto más ahondo para descubrirlo, más lo incrusto en olvido. Lo propio me ocurre con las ideas fortuitas que me vienen a las mientes; de ellas no me queda en la memoria sino una vaporosa imagen: lo indispensablemente necesario para roerme y despecharme inútilmente en su perseguimiento.

Así, pues, dejando los libros a un lado, y hablando material y sencillamente, reconozco, después de todo, que el amor no es otra cosa sino la sed de ese goce en un objeto deseado; ni Venus cosa distinta que el placer de descargar los propios vasos, como el placer que la naturaleza nos procura en el desalojar los otros conductos, que se trueca en vicioso por inmoderación e indiscreción. Para Sócrates el amor es el apetito de generación por el intermedio de la belleza. Y muchas veces considerando la ridícula titilación de este placer; los absurdos movimientos locos y aturdidos con que agita a Zenón y a Cratipo; la rabia sin medida, el rostro inflamado de furor y crueldad ante el más dulce efecto del amor, y luego la tiesura grave, severa y estática en una acción tan loca; el que se hayan en el mismo lugar colocado confundidas nuestras delicias nuestras basuras, y el que la voluptuosidad suprema tenga, como el dolor, algo de transido y quejumbroso; al reflexionar sobre todo esto, creo que es verdad lo que Platón dice, o sea que el hombre por los dioses creado para servirles de juguete,

Quaenam ista jocandi saevitia!

y que para mofarse de nosotros naturaleza nos ha dejado la más alborotada de nuestras acciones, la más común, para igualarnos a las bestias y aparejarnos locos y cuerdos, hombres y animales. El más contemplativo y prudente de los hombres, cuando lo imagino en esta postura, considérolo como un farsante al alardear de prudente y contemplativo: las patas del pavo real son las que abaten su orgullo.

Ridentem dicere verum, quid vetat?

Los que en medio de los juicos rechazan las opiniones serias, hacen al decir de alguien, como quien teme adorar la imagen desnuda de un santo. Nosotros, comemos y bebemos como los animales, pero ésas no son acciones que imposibilitan los oficios de nuestra alma; en ellas guardamos nuestra supremacía sobre los demás seres. Aquella coloca todo otro pensamiento bajo el yugo; embrutece y bestializa por su autoridad imperiosa toda la teología y filosofía que residen en Platón, y sin embargo éste no se queja por ello. En todo lo demás posible es guardar algún decoro; todas las otras operaciones capaces son de someterse a los preceptos de honestidad; ésta no se puede ni siquiera imaginar sino envuelta en el vicio o en la ridiculez: buscad para verlo un proceder discreto y prudente. Alejandro decía reconocerse, principalmente como mortal, por la necesidad de este acto y por el de dormir. El sueño sofoca y suprime las facultades de nuestra alma: la tarea las absorbe y disipa del propio modo. En verdad que la de que hablo es una marca no sólo de nuestra corrupción original, sino también de nuestra vanidad y disconformidad.

Por una parte naturaleza a ella nos empuja, habiendo juntado con este deseo la más noble, útil y grata de todas sus funciones, mientras nos consiente, por otra parte, acusarla y huirla como insolente y deshonesta, avergonzarnos de ella y recomendar el abstenernos. ¿No somos brutos en grado superlativo al llamar brutal a la operación que nos engendra? Los diversos pueblos, en lo tocante a religiones, coincidieron en diferentes prácticas como sacrificios, iluminaciones, incensamientos, ayunos, ofrendas y, entre otras ideas, en la condenación del acto amoroso: todas las opiniones coinciden en este particular, sin contar con el extendido uso de las circuncisiones, que es su castigo. Acaso seamos razonables al acusarnos de engendrar una cosa tan torpe como el hombre, al llamar acción vergonzosa y vergonzosas a las partes que a ello sirven (y en verdad que las mías son ahora vergonzosas y penosas). Los esenios (de los cuales habla Plinio) se mantuvieron sin nodriza ni mantillas durante algunos siglos gracias a los extranjeros, quienes, admirando su felicidad, acudían continuamente junto a ellos: todo un pueblo se expuso así a desaparecer mejor que frecuentar a las mujeres, y a perder la semilla humana antes que forjar un solo hombre.

Cuentan que Zenón no tuvo tratos con mujeres más que una sola vez en su vida y que fue sólo por pura cortesía, a fin de no dar a entender que menospreciaba el sexo con obstinación empeñada. Todos huyen la vista del nacimiento del hombre; todos corren para verle morir; para destruirle se busca un campo espacioso, en plena luz; para construirle un rincón, en un hueco tenebroso, lo más recogido que es dable hallarlo: es un deber ocultarse y avergonzarse para procrearle; es una gloria, y de ella emanan virtudes varias, exterminarle; lo uno es injuria, favor lo otro. Aristóteles afirma que bonificar a alguno vale tanto como matarle en cierto hablar de su país. Los atenienses, para colocar a igual nivel la desventaja de esas dos naciones, teniendo que purificar la isla de Delos y a la vez justificarse con Apolo, prohibieron que en el recinto de ella juntamente se enterrara y procreara. Nostri nosmet poenitet.

Hay naciones que se tapan al comer. Yo sé de una dama, de las de condición más relevante, también de esta manera de ser: opina que el mascar muestra un aspecto ingrato que rebaja mucho la gracia y belleza femeninas, y de buen grado no se presenta en público con ganas de comer. Sé de un hombre que no puede soportar el ver comer ni el que lo vean, y que huye de mejor gana toda compañía cuando se llena que cuando se vacía. En el imperio del turco se ven muchas gentes que para sobresalir sobre los demás no se dejan ver nunca en sus comidas. Los hay que no hacen más que una a la semana: que se rajan y cortan la faz y los miembros; que no hablan jamás a nadie; gentes fanáticas que creen rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose, que se enamoran de su menosprecio y se enmiendan empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus placeres son dura carga! Hay quien oculta su vida,

Exsilioque domos et dulcia limina mutant,

apartándola de la vista de los demás hombres; quien evita el contento y la salud, como cosas perjudiciales y enemigas. No ya sólo muchas sectas, sino también muchos pueblos maldicen la hora de su nacimiento y bendicen la de su muerte: los hay que abominan la luz solar y adoran las tinieblas. No somos ingeniosos sino para maltratarnos. ¡Este es el verdadero fuerte de nuestro espíritu: instrumento útil para toda suerte de desórdenes y desarreglos!

O miseri!, quorum gaudia crimen habent.

¡Ah, pobre hombre! ¿No te basta con las incomodidades necesarias sin aumentarlas con el auxilio de tu propia invención? ¿Tu condición no es de sobra miserable por sí misma sin aumentarla con el apoyo del arte? Tienes sobradas fealdades reales y esenciales sin necesidad de forjarlas imaginarias. ¿Acaso te encuentras demasiado a gusto, puesto que la mitad de tu bienestar te incomoda? ¿Acaso consideras cumplidos todos los oficios necesarios a que naturaleza te obliga reconociendo que ésta permanece en ti falta y ociosa si no te lanzas a compromisos nuevos? Nada temes ofender sus leyes, universales e indudables, amarrándote a las tuyas, estrambóticas y falsas. Y cuanto éstas son inciertas y particulares y más contradichas, tú mantienes para con ellas tu esfuerzo. Las ordenanzas positivas de tu parroquia te ocupan y sujetan; la de Dios y la del mundo no te importan nada. Medita un poco sobre los ejemplos de esta consideración; tu vida está dentro de ellos comprendida.

Los versos de esos dos poetas tratan así, reservada y discretamente, de la lascivia, y tal como la tratan me parece que la descubren y aclaran más de cerca. Las damas cubren sus senos con una redecilla, los sacerdotes muchas cosas sagradas, los pintores solubrean su obra para comunicarla más lustre. Y dícese que el rayo de sol y la ráfaga de viento son de mayor efecto por reflexión que cuando sobre los objetos obran en derechura. El egipcio respondió prudentemente a quien le preguntaba: «¿Qué llevas ahí oculto bajo tu túnica?» «Lo llevo así a fin de que no sepas lo que es.» Pero hay ciertas cosas que se guardan para mejor mostrarlas. Oíd a éste, que es más abierto,

Et nudam pressi corpus ad usque meum:

paréceme que me castra. Que Marcial realce a Venus cuando guste, y no alcanzará a mostrarla tan cabal: quien todo lo dice nos sacia y nos asquea. Quien se expresa con cautela nos encamina a pensar en más de lo que dice; hay traición en esta especie de modestia, principalmente cuando, como éstos hacen, entreabren a la imaginación una hermosa senda. La acción y la pintura deben denunciar el resto.

El amor de los españoles y el de los italianos, más respetuoso y temeroso, más mirado y encubierto, es de mi gusto. Yo no sé quien, en lo antiguo, deseaba la garganta alargada como el cuello de las grullas, para saborear lo que tragaba más dilatadamente. Este deseo está más en su lugar en esta voluptuosidad apresurada y precipitada, hasta para las naturalezas como la mía, que no se distinguen por la prontitud. Para detener su huida y extenderla en preámbulos entre ellos, todo sirve de favor y recompensa: una ojeada, una inclinación, una sílaba, un signo. Quien pudiera cenar con el humo del asado, ¿no haría una preciosa economía? Es ésta una pasión que mezcla a bien poca cosa de esencia sólida una cantidad mucho mayor de vanidad y ensueño febriles: preciso es servirla y pagarla en la misma moneda. Enseñemos a las damas a hacerse valer, a estimarse, a que nos entretengan y a que nos engañen. Echamos el resto a las primeras de cambio, y en ello siempre va envuelta la franca impetuosidad. Haciendo hilas por lo menudo sus favores y esparciéndolos en detalle, cada cual, hasta la vejez más enteca, puede encontrar algo positivo conforme a su valor y a sus méritos. A quien no experimenta goce sino en el goce mismo, quien no gana, sino con el fin, quien sólo gusta de la caza cuando algo apresa, en nada le incumbe internarse en nuestra escuela: cuantas más gradas hay y más escalones, mayor alteza y honor mayor se encuentran al llegar al último peldaño. Deberíamos complacernos en ser conducidos como en los palacios magníficos se acostumbra, por diversos pórticos y pasajes, gratos y prolongados, por galerías y recodos. Esta economía en nuestros placeres trocaríase en ventaja propia; así nos detendríamos y nos amaríamos durante más largo tiempo: sin esperanza ni deseo caminamos y presto tocamos con la indiferencia. Nuestro señorío y posesión cabal las es temible a más no poder; en cuanto por completo se rinden a merced de nuestra fe y constancia, vienen a dar en una situación peligrosa. Son estas virtudes raras y difíciles: desde el instante en que nos pertenecen, nosotros ya no las pertenecemos;

Postquam cupidae mentis satiata libido est, verba nihil metuere, nihil perjuria curant;

y Trasónidas, joven griego, se mostró tan enamorado de su amor, que rechazó, habiendo ganado el corazón de una amiga, el gozar de sus favores para no amortiguar, saciar ni languidecer con el ejercicio del placer, el ardor inquieto con que se glorificaba y complacía. La carestía procura gusto a la carne: ved cuánto la usanza de las salutaciones, particular en nuestro país, bastardea por su facilidad la gracia de los besos, que Sócrates consideraba tan poderosa y peligrosa para robar nuestros corazones. Es una costumbre ingrata e injuriosa además para las damas, la de tener que verse obligadas a prestar sus labios a quienquiera que lleve tres criados en su séquito, por desagradable que sea,

Cujus livida naribus caninis dependet glaces, rigetque barba… Centum ocurrere malo culilingis:

y con ello nosotros mismos nada ganamos, pues conforme el mundo se ve repartido, por cada tres hermosas nos precisa, besar cincuenta feas, y para un estómago delicado, como los de mi edad suelen serlo, cada mal beso paga con usuras uno bueno.

Los italianos ofician de perseguidores y se muestran transidos hasta con aquellas mismas que se encuentran en venta, y defienden su manera de obrar diciendo: «Que hay grados en el placer, y que a cambio de servicios quieren para ellos alcanzar el más entero: ellas no venden sino el cuerpo; la voluntad no puede ser a subasta tasada, por ser demasiado libre al par que demasiado suya.» Así éstos dicen ser la voluntad lo que sitian, y tienen razón: la voluntad es lo que precisa servir y ganar mediante prácticas hábiles. Me horroriza el considerar como mío un cuerpo privado de afección, y me represento este furor avecinando al de aquel mozo que asaltó por amor la hermosa imagen de Venus que Praxíteles hizo; o bien al de aquel furioso egipcio, ardoroso de los restos de una muerta que embalsamaba y cubría con el sudario, el cual dio ocasión a la ley, que luego estuvo en vigor en Egipto, que ordenaba que los cuerpos de las mujeres hermosas y jóvenes, así como las de buena casa, serían guardados tres días, antes de ponerlos en manos de los que tenían a su cargo enterrarlos. Periandro fue más allá todavía, llevando la afección conyugal (más ordenada y legítima) a disfrutar de Melisa, su esposa, hallándose muerta. ¿No semeja un amor lunático el de la luna, que no pudiendo gozar de Endimión, su mimado, le adormeció por espacio de algunos meses y se satisfizo disfrutando a un mozo que sólo en sueños se agitaba? Yo digo semejantemente, que se ama un cuerpo sin alma o sin sentimiento, cuando se ama un cuerpo y el consentimiento y el deseo están lejanos. No todos los goces son unos; los hay éticos y languidecedores: mil otras causas diferentes de la benevolencia pueden hacernos conquistar este beneficio de las damas; aquella no es testimonio suficiente de afección, y puede, como en otras, con ella ir la traición envuelta. A las veces no coadyuvan más que con una sola asentadera:

Tanquam thura merumque parent… Absentem, marmoreamve putes.

Sé de algunas que prefieren mejor prestarse que prestar su coche, y que sólo por ahí se comunican. Es preciso considerar si vuestra compañía las es grata por algún otro fin ajeno, o exclusivamente por el del acto, como las placería igualmente la de un robusto mozo de cuadra; en qué rango y a qué precio estáis acomodados.

Tibi si datur uni; quo lapide illa diem candidiore notet.

¿Y qué decir si la dama come vuestro pan aliñado con la salsa de una más agradable fantasía?

Te tenet, absentes alios suspirat amores.

¡Pues qué! ¿acaso no hemos visto en nuestros días alguien que se sirvió de esta acción para alcanzar una horrible venganza, para envenenar y matar, como lo hizo a una mujer honrada?

Los que conocen Italia no se sorprenderán si hablando de este asunto no busco ejemplos en otra parte, pues esta nación puede nombrarse regente del mundo en la materia. Se cuentan allí más comúnmente las mujeres hermosas que las feas, mejor que entre nosotros; pero en lo tocante a bellezas raras y excelentes, considero que vamos a la par. Otro tanto juzgo de los espíritus: de los ordinarios tienen muchos más, evidentemente; la brutalidad es, sin comparación, más rara: en almas singulares, del rango más preeminente, nada tenemos que envidiarles. Si tuviera que simplificar este símil pareceríame poder decir del valor lo contrario, esto es, que comparado con el de ellos, es entre nosotros cualidad popular y natural. Mas a las veces vese en sus manos tan pleno y tan vigoroso, que sobrepuja los más rígidos ejemplos que conozcamos. Los matrimonios de aquel país cojean en este punto: las costumbres hacen comúnmente a ley tan dura para las mujeres y tan sierva, que el más remoto arrimo con extraño las es tan capital como el más vecino. Esta ley hace no todos los contactos se truequen necesariamente en substanciales; y puesto que todo las trae la misma cuenta, la elección es facilísima: en cuanto rompen los cerrojos, hacen fuego inmediatamente. Luxuria ipsi s vinculis, sicut fera bestia, irritata, deinde emissa. Precisa soltarlas un poco las riendas:

Vidi ego nuper equum, contra sua frena tenacem, ore reluctanti fulminis ire modo :

languidécese el deseo de la compañía procurándole alguna libertad. Nosotros corremos, sobre poco más o menos, igual fortuna; ellos son extremados en la sujeción; nosotros en la licencia. Es una buena usanza de nuestra nación el que en las buenas casas nuestros hijos sean recibidos para ser en ellas educados y habituados como pajes en noble escuela; y es descortesía, dicen, o injuria, censurar por ello a un gentilhombre. He advertido (pues tantos hogares y otros tantos estilos y formas diversas) que las damas que pretendieron comunicar a las jóvenes de su séquito las reglas más austeras, no tuvieron mejor ventura. Precisa la moderación y dejar una buena parte de su conducta a su discreción exclusiva, pues, así como así, no hay disciplina que baste en todos los respectos a contenerlas. Y es muy cierto que a la que escapó de las procelosas ondas de un aprendizaje libre, acompaña más confianza en sí misma que a la que sale sana y salva de una escuela severa y esclava.

Nuestros padres enderezaban el continente de sus hijas hacia la vergüenza y el temor (y no por ello las damas tenían menos alientos ni deseos menores); nosotros a la seguridad las encaminamos, en lo cual nos equivocamos de medio a medio. Cuadra bien este proceder a las sármatas, quienes no pueden acostarse con varón sin que con sus propias manos hayan muerto a otro en la guerra. A mí, que no tengo más derecho que el que sus oídos quieran concederme, basta que me retengan por su consejo, según el privilegio de mi edad. Así, pues, yo las aconsejaría, y a nosotros también, la abstinencia; pero si este siglo es de ella enemigo, al menos la discreción y la modestia, pues como reza el cuento de Aristipo, hablando a unos jóvenes que se avergonzaban de verlo entrar en la vivienda de una cortesana: «El vicio consiste en no salir de ella, y no en entrar»: quien no quiere libertar su conciencia, que exente siquiera su nombre; si el fondo nada vale, que la apariencia se muestre buena.

Alabo la gradación y la dilatación en el dispensarnos sus favores. Platón muestra que en toda suerte de amor la facilidad y prontitud está prohibida a los mantenedores del mismo. Es éste un rasgo de glotonería que las damas deben encubrir con todo el arte de que sean capaces, el entregarse así de una manera temeraria, en gordo y tumultuariamente: conduciéndose en la dispensación de sus favores ordenada y mesuradamente, engañan mucho mejor nuestro deseo y ocultan el suyo. Huyan siempre ante nosotros, hasta aquellas mismas que han de dejarse atrapar, pues nos derrotan mejor huyendo, como los escitas. Y en verdad, conforme a la ley que naturaleza las otorga, no es propiamente a ellas a quienes incumbe querer y desear; su papel es sufrir, obedecer, consentir. Por lo cual aquella sabia maestra procurolas una capacidad perpetua; a nosotros nos la concedió rara e incierta: ellas tienen siempre su hora propicia, a fin de encontrarse prestas cuando la nuestra llega, pati natae: y donde quiso que nuestros apetitos ejercieran muestra y declaración prominentes, hizo que los suyos fuesen ocultos e intestinos provoyéndolas de piezas impropias a la ostentación; simplemente las tienen para la defensiva. Menester es dejar a la licencia amazoniana los rasgos parecidos a éste: Pasando Alejandro por la Hircania, Talestris, reina de las amazonas, le salió al encuentro en compañía de trescientos soldados de su sexo, caballeros y bien armados, habiendo dejado el resto del numeroso ejército que la seguía del otro lado de las vecinas montañas, y le dirigió en alta voz y públicamente las siguientes palabras: «Que el estruendo de sus victorias y el de su valor la había llevado allí, para verle y ofrecerle sus propios medios y poderío para socorrer sus empresas; y que encontrándole tan hermoso, joven y vigoroso, ella, que se reconocía perfecta en todas sus cualidades, le aconsejaba que se acostaran juntos a fin de que naciera de la más valiente mujer del mundo y del hombre más valeroso que en aquel tiempo vivía algo de grande y de raro para el porvenir.» Alejandro la dio gracias por lo primero, mas para dejar lugar al cumplimiento de su última petición, se detuvo trece días en aquel reino, los cuales festejó lo más alegremente que pudo en beneficio de una princesa tan animosa.

Nosotros somos, casi en todo, injustos jueces de sus acciones, como ellas lo son de las nuestras: yo confieso siempre la verdad, lo mismo cuando me perjudico, que cuando me sirve de provecho. Es un desorden censurable y feo lo que las empuja a cambiar con frecuencia tanta, impidiéndolas detener y afirmar su afección en un hombre determinado, como se ve en aquella diosa en quien se suponen tantas variaciones y amigos. Mas hay que reconocer que va contra la naturaleza del autor el que no sea violento, y, contra la naturaleza de la violencia si es constante. Los que de aquella enfermedad se pasman, se admiran, gritan y buscan las causas, considerándola como desnaturalizada e increíble, ¿por qué no ven cuán frecuentemente la albergan y reciben en ellos sin espanto ni milagro? Acaso fuera más extraño ver la afección estancada; no es una pasión simplemente corporal cuando no busca la necesidad de la ambición y la avaricia, y entonces tampoco hay deseos punzantes; vive todavía después de la saciedad y no pueden prescribirsela ni satisfacción constante, ni fin: camina siempre más allá de su posesión. Y si la inconstancia las es acaso en cierto modo más perdonable que a nosotros, como nosotros pueden ellas alegar la inclinación, que nos es común, hacia la variedad y novedad, y en segundo lugar, pueden alegar sobre nosotros lo de comprar el gato en el saco. Juana, reina de Nápoles, hizo estrangular a Andreaso, su primer marido, en la reja de su ventana, con un lazo de oro y seda trenzado por su propia mano, porque en las faenas matrimoniales encontró que ni las partes ni los esfuerzos correspondían suficientemente a la esperanza que ella concibiera al ver la estatura, belleza, juventud y gallardía por donde se vio prendada y engañada; pueden también las damas decir en su abono que la acción es más fuerte que la pasión; y así por lo que a ellas toca, siempre están en disposición óptima, mientras que a nosotros pueden ocurrirnos accidentes de otra suerte. Por eso Platón establece en sus leyes prudentemente que antes de efectuarse el matrimonio, para decidir de su oportunidad, los jueces vean a los mozos que pretenden contraerlo completamente desnudo, y a las jóvenes descubiertas hasta la cintura solamente. Examinándonos así, pudiera suceder que acaso no nos encontraran dignos de elección:

Experta latus, madidoque simillima loro inguina, nec lassa stare coacta mano, deserit imbelles thalamos.

No todo consiste en que la voluntad ruede a derechas; la debilidad e incapacidad rompen legítimamente los lazos de un matrimonio,

Et quaerendum aliunde foret nervosius illud, quod posset zonam solvere virgineam:

¿por qué no? y con arreglo a su medida, una inteligencia amorosa, más licenciosa y más activa,

Si blando nequeat superesse labori.

¿Y no es imprudencia grande el llevar nuestras imperfecciones y debilidades al lugar que deseamos complacer y en él dejar buena estima y recomendación propia? Por lo poco que en la hora actual me precisa,

Ad unum mollis opus,

no quisiera yo importunar a una persona a quien reverencie y tema:

Fuge suspicari cujus undenum trepidavit aetas claudere lustrum.

Naturaleza debiera conformarse, con haber trocado miserable esta edad sin convertirla al par en ridícula. Detesto el verlo, por una pulgada de vigor raquítico que le acalora tres veces a la semana, aprestarse y armarse con rudeza igual, cual si en el vientre albergara alguna jornada grande y legítima; verdadero fuego de estopa, cuyo aparato admiro tan vivo y tan bullicioso, y en un momento tan pesadamente congelado y extinto. Este apetito no debiera pertenecer sino a la flor de una juventud hermosa: confiad en él para ver; tratad de secundar ese ardor infatigable, pleno, constante y magnánimo que en vosotros reside, y en verdad que os dejará en hermoso camino. Enviadlo mejor, resueltamente, hacia una infancia tierna, admirada o ignorante, que todavía tiembla bajo la vara y enrojece;

Indum sanguineo veluti violaverit ostro si quis ebur, vel mixta rubent ubi lilia multa alba rosa.

Quien puede esperar al día siguiente, sin morir de vergüenza, el menosprecio de unos hermosos ojos testigos de su cobardía e impertinencia,

Et taciti fecere tamen convicia vultus,

no sintió jamás el contentamiento ni la altivez de haberlos vencido y empañado por el vigoroso ejercicio de una noche activa y oficiosa. Cuando vi a alguna hastiarse de mí no acusé al punto su ligereza, sino que puse en duda si la razón residía más bien en mi naturaleza: y en verdad que ésta me trató de ilegítima e incivilmente,

Si non tenga satis, si non bene mentula crassa: Nimirum sapiunt, videntque parvam matrone quoque mentulam illibenter;

infiriéndome una lesión enormísima. Cada una de las piezas que me forman es igualmente mía como cualesquiera otras, y ninguna mejor que ésta que hace más propiamente hombre.

Yo debo al público mi retrato general. La prudencia de mi lección lo es en verdad en libertad y en esencia cabales; menosprecia colocar en el número de sus deberes esas insignificantes reglas; simuladas, casuales y locales; natural toda ella, constante y universal, de quien son hijas, aunque bastardas, la civilidad y la ceremonia. Nos despojaremos fácilmente de los vicios, que no lo son sino en apariencia, cuando tengamos vicios reales y esenciales. Cuando de éstos nos libramos, corremos a los otros si reconocemos que correr es preciso pues hay peligros que nosotros fantaseamos y deberes nuevos para excusar nuestra negligencia hacia los naturales y para confundir los unos con los otros. Que así sea en realidad se ve considerando que allí donde las culpas son crímenes, los crímenes no son más que culpas; que en las naciones donde las leyes del bien producirse son raras y liberales, las primitivas de la razón común se ven mejor observadas: la multitud innumerable de tantos deberes sofoca nuestro cuidado, languideciéndolo y disipándolo. La aplicación a las cosas ligeras nos aparta de las justas. ¡Cuán fácil y plausible es la ruta que eligen esos hombres superficiales (cuya virtud sólo lo es en apariencia), comparada con la nuestra! Las nuestras son veredas sombrías con que nos cubrimos y entregamos, pero no pagamos en realidad sino que recargamos nuestra deuda ante ese gran juez que levanta nuestras vestiduras y pingajos de en derredor de nuestras partes vergonzosas, y no se oculta para vernos por todas partes, hasta en nuestras íntimas y más secretas basuras; útil decencia sería la de nuestro virginal pudor si fuera capaz de impedir este descubrimiento. En fin, quien desasnara al hombre de una tan escrupulosa superstición verbal, no procuraría gran pérdida al mundo. Nuestra vida se compone de locura y prudencia; quien de ella no escribe sino con reverencia y regularidad, se deja atrás más de la mitad. Yo no me excuso para conmigo, y si lo hiciera sería más bien de mis excusas de lo que me disculparía, mejor que de otra cualquiera falta; me excuso para con ciertos humores que juzgo más fuertes en número que los que militan a mi lado. En beneficio suyo diré todavía esto (pues deseo contentar a todos, cosa, sin embargo, dificilísima, esse unum hominem accommodatum ad tantam morum ac sermonum et voluntatum varietatem): que no deben habérselas conmigo propiamente por lo que hago decir a las autoridades recibidas y aprobadas de muchos siglos, y que no es razonable el que por falta de ritmo me nieguen la dispensa que hasta los eclesiásticos entre nosotros, y de los más encopetados, gozan en nuestros días: he aquí dos:

Rimula, dispeream, ni monogramma tua est. Un vit d'amy la contente et bien traicte.

¿Y qué decir de tantos otros? Yo gusto de la modestia, y no por discernimiento elegí esta suerte de hablar escandaloso: naturaleza es la que lo escogió por mí. No lo alabo como tampoco ensalzo todas las formas contrarias al uso recibido; pero le dejo el paso franco, y por circunstancias generales y particulares aligero la acusación.

Sigamos. Análogamente, ¿de dónde puede provenir esa usurpación de autoridad soberana que os permitís sobre las que a sus expensas os favorecen,

Si furtiva dedit nigra munuscula nocte,

que usurpéis al punto el interés y la frialdad de una autoridad marital? La cosa es sólo una convención libre: ¿para qué no observáis una conducta recíproca? Sobre las cosas voluntarias la prescripción no puede existir. A pesar de ir contra la costumbre, es lo cierto, sin embargo, que en mi tiempo mantuve este comercio, como su naturaleza puede consentirlo, con tanta conciencia como otro cualquiera y también con cierto aire de justicia, testimoniándolas de afección sólo la que hacia ellas sentía, y representando de manera ingenua la decadencia, vigor y nacimiento, los accesos y las intermitencias, pues no siempre camina con intensidad igual. Con tanta economía en el prometer obré, que creo haber más cumplido que prometido ni debido. Encontraron ellas la fidelidad hasta el servicio de su inconstancia, y hablo de inconstancia reconocida a veces multiplicada. Nunca rompí mientras algo a ellas me inclinaba, siquiera fuese tenerse como de un cabello; y cualesquiera que fuesen las ocasiones que me procurarán, jamás corté por lo sano hasta el menosprecio y el odio, pues tales privanzas, hasta cuando se adquieren mediante las más vergonzosas convenciones, todavía obligan a alguna benevolencia. En punto a cólera e impaciencia algo indiscreta en el momento de sus arterías y evasivas, y en el de nuestros altercados, se las hice ver a veces, pues me reconozco por complexión sujeto a emociones bruscas que frecuentemente perjudican a mis contratos, aun cuando sean ligeras y cortas. Si ellas quisieron experimentar la libertad de mi manera de ser, nunca me opuse a darlas consejos paternales y mordaces, y a pellizcarlas donde les dolía. Si las dejé motivo de queja, fue más bien por haber profesado un amor, comparado con la moderna usanza, torpemente concienzudo: observé mi palabra en las cosas en que fácilmente se me hubiera dispensado; entonces se rendían a veces con reputación y bajo capitulaciones, las cuales soportaban ver luego falseadas por el vencedor: instigado por el interés de su honor, prescindí del placer en todo su apogeo: más de una vez, y allí donde la razón me oprimía, las armé contra mí, de tal suerte que se conducían con mayor severidad y seguridad con el auxilio de mis reglas, cuando estaban ya francamente remisas, de lo que lo hubieran hecho por sus propios medios. Cuanto estuvo en mi mano eché sobre mis hombros el azar de las asignaciones para de él descargarlas, y encaminé siempre nuestras partidas por el camino más áspero e inopinado, por ser al que menos sigue la sospecha y, además, a mi entender el más accesible: están abiertos principalmente por los lugares que comúnmente se tienen por cubiertos; las cosas menos temidas son menos prohibidas y observadas; puede osarse con facilidad mayor lo que nadie piensa que pondréis en práctica, lo cual se trueca en fácil por su misma dificultad. Jamás hombre alguno tuvo más que yo los contactos más impertinentemente genitales. Esta manera de amar de que voy hablando se aproxima más a la disciplina, pero en cambio cuán ridícula aparece a los ojos de nuestras gentes, y cuán poco practicable: ¿quién lo sabe mejor que yo? Sin embargo, de mi bien obrar nunca me arrepentiré: no tengo ya nada que perder:

Me tabula sacer votiva paries indicat uvida suspendisse potente vestimenta maris deu.

Hora es ya de hablar abiertamente. Mas de la propia suerte, que a cualquiera otro, me digo a mí mismo: «Amigo mio, tú sueñas; el amor en el tiempo en que vives tiene escaso comercio con la buena fe y con la hombría de bien.»

Haec si tu postules ratione certa facere, nihilo plus agas, quam si des operam, ut cum ratione insanias:

así que, por el contrario, si en mi mano estuviera el comenzar de nuevo, seguiría de fijo el mismo camino y por gradaciones idénticas, por infructuoso que pudiera serme. La insuficiencia y la torpeza son laudables en una acción indigna de alabanza: cuanto me aparto en aquello del parecer de los que viven en mi época, otro tanto me acerco del mío. Por lo demás, en este comercio yo no me dejaba llevar por completo; si bien en él me complacía, no por ello me olvidaba: reservaba en su totalidad este poco de sentido y discreción que la naturaleza me dio para su servicio y para el mío; sentía un asomo de emoción, pero ningún ensueño me ganaba. Mi conciencia se honraba también hasta el desorden y la disolución, mas no hasta la ingratitud, la traición, la malignidad y la crueldad. No compraba yo a su precio más alto el placer que este vicio procura; contentábame con pagar su propio y simple coste: Nullum intra se vitium est. Odio casi en igual grado una ociosidad estancada y adormecida y un atareamiento espinoso y penoso; el uno me pellizca, y el otro me aturde; pero tanto montan las heridas como los golpes, y los pinchazos como los magullamientos. Encontré en este comercio, cuando era más apto para ejercitarlo, una moderación justa entre esas dos extremidades. El amor es una agitación despierta, viva y alegre; yo no me reconocía ni trastornado ni afligido, sino acalorado y un poco alterado: preciso es detenerse en este punto; esta pasión no daña más que a los locos. Preguntaba un joven al filósofo Panecio si sería prudente sentirse enamorado: «Dejemos queda la prudencia, respondió; para ti y para mí que carecemos de esa cualidad, no nos lancemos en cosa que acarrea tanta conmoción y violencia, que nos esclaviza a otro y nos trueca en satisfechos de nosotros mismos.» Y decía verdad, que no hay que fiar cosa de suyo tan peligrosa a un alma que no tenga con qué hacer frente a las avenidas, ni con qué echar por tierra el dicho de Agesilao, el cual reza, que la prudencia y el amor no se albergan bajo igual techumbre. Es una ocupación vana, es verdad, inadecuada, vergonzosa e ilegítima; pero gobernándola como yo expongo, considérola saludable, propia a despejar un espíritu y un cuerpo adormecidos; y si yo fuera médico, se la ordenaría a un hombre de mi carácter y condición, de tan buena gana como cualquiera otra receta, para despertar cuando nos internamos en los años, y retardar el influjo de las fuerzas de la vejez. Cuando solamente nos encontramos en los contornos y el pulso late todavía,

Dum nova canities, dum prima et recta senectus, dum superest Lachesi quod torqueat, et pedibus me

porto meis, nullo dextrann subeunte bacillo;

tenemos necesidad de ser solicitados y cosquilleados por alguna agitación mordedora como ésta. Ved cuánta juventud comunicó, vigor y alegría, al prudente Anacreonte: y Sócrates, más viejo que yo, hablando de un objeto amoroso, se expresa así: «Habiéndome apoyado en su hombro y acercado mi cabeza a la suya, como recorriéramos juntos la página de un libro, sentí de pronto, sin mentir, una picadura en el lugar del contacto, cual la de una mordedura de animal; y cinco días eran pasados y me hormigueaba todavía, y hacia mi corazón se escurría una comezón continua.» ¡Un simple tocamiento, casual y con un hombre efectuado, acaloró y trastornó un alma fría ya y enervada por la edad, y la primera entre todas las humanas en perfeccionamientos! ¿Y por qué no? Sócrates era hombre y no quería parecer cosa distinta. La filosofía no lucha contra los goces naturales, siempre y cuando que el justo medio vaya unido; predica la moderación, no la huía; el esfuerzo de su resistencia se emplea contra los que son extraños y bastardos; declara que los apetitos corporales no deben ser aumentados por el espíritu, y nos enseña ingeniosamente a no despertar nuestra hambre por la saciedad; a no querer embutir, en vez de llenar el vientre; a evitar todo placer que nos aboca a la penuria y toda comida y bebida que nos procuran hambre y sed: como en el ejercicio del amor nos ordena el tomar un objeto que satisfaga simplemente las necesidades del cuerpo y que no conmueva el alma, la cual no debe coadyuvar, sino sólo seguir y asistir a aquél. ¿Pero no me asiste la razón al considerar que estos preceptos, que por otra parte, a mi entender, son un tanto vigorosos, miran a un organismo que desempeña bien sus funciones, y que al ya abatido, como al estómago postrado, es excusable calentarlo y por arte sostenerlo por el intermedio de la fantasía, haciéndole ganar el apetito y el contento, puesto que por sí mismo los perdió

¿No podemos decir que nada hay en nosotros durante esta prisión terrena que sea puramente corporal o espiritual; y que injuriosamente desmembramos un hombre vivo; y que razonablemente, podría sentarse que nos conducimos en punto al uso del placer tan favorablemente a lo menos como en lo tocante al del dolor? Este era (por ejemplo) vehemente hasta la perfección en el alma de los santos, mediante la penitencia. El cuerpo tenía naturalmente parte, en razón a la unión íntima de ambos y sin embargo, podía tomar una parte escasa en la causa, por lo cual no se contentaban aquéllos con que desnudamente siguiera y asistiera al alma afligida, sino que lo atormentaban con penas atroces y adecuadas, a fin de que a competencia el uno de la otra, el espíritu y la materia, sumergieran al hombre en el dolor más saludable cuanto más rudo. En semejante caso, tratándose de los placeres corporales, ¿no es injusto enfriar el alma y asegurar que es preciso arrastrarla como a una obligación y necesidad forzada y servil? Corresponde más bien al alma incubarlos y fomentarlos, mostrarse e invitar a ellos, puesto que el cargo de regirlos la pertenece; como también a ella incumbe, a mi entender, y a los placeres que la son propios, el inspirar e infundir al cuerpo el resentimiento cabal que lleva su condición, y estudiarse para que le sean dulces y saludables. Bien razonable es, como dicen, que el cuerpo no siga sus apetitos en perjuicio del espíritu; mas ¿por qué no ha de serlo igualmente que el espíritu no siga los suyos en daño de la materia?

Yo no tengo otra pasión que me mantenga en vigor: el papel que la avaricia, la ambición, las querellas y los procesos desempeñan para los que como yo carecen de profesión determinada, el amor los representaría más cómodamente; procuraríame la vigilancia, la sobriedad, la gracia y el cuidado de mi persona; calmaría mi continencia a fin de que las muecas de la vejez, esas muecas deformes y lastimosas no vinieran a corromperla; me echaría de nuevo en brazos de los estudios sanos y prudentes por donde pudiera trocarme en más estimado y amado, arrancando de mi espíritu la desesperanza de sí mismo y de su empleo, y uniéndolo consigo mismo; me apartaría de mil pensamientos dolorosos, de mil pesares melancólicos con que la ociosidad nos favorece en tal edad, junta con el mal estado de nuestra salud; templaría, al menos en sueños, esta sangre que naturaleza abandona; sostendría erguida la barba y dilataría un poco los nervios y el vigor y contento de la vida a este pobre hombre que camina derechamente a su ruina. Mas bien se me alcanza que es ésta una ventaja dificilísima de recobrar: por debilidad y experiencia dilatada nuestro gusto se convirtió en más tierno y delicado; solicitamos más cuando con menos contribuimos; queremos elegir lo más cuando menos merecemos ser aceptados, como tales reconociéndonos, somos menos atrevidos y más desconfiados; nada puede asegurarnos de ser amados, vista nuestra condición y la suya. Me avergüenzo de encontrarme entre esa verde y bulliciosa juventud,

Cujus in indomito constantior inguine nervus, quam nova collibus arbor inhaeret.

¿A qué viene presentar nuestra miseria en medio de ese regocijo,

Possint ut juvenes visere fervidi, multo non sine risu, dilapsam in cineres facem?

La fuerza y la razón los acompañan; hagámosles lugar, nada tenemos ya que hacer: ese germen de belleza naciente no se deja zarandear por manos yertas, ni practicar por medios puramente materiales, pues como respondió aquel antiguo filósofo quien de él se burlaba porque no había sabido conquistar las gracias de un pimpollito a quien perseguía: «Amigo mío, el anzuelo no prende en un queso tan fresco.» En suma, es éste un comercio que ha menester de relación y correspondencia; los demás placeres que recibimos pueden reconocerse por recompensas de naturaleza diversa; pero éste no se paga con la misma suerte de moneda. En verdad, en este negocio las delicias que yo procuro cosquillean más dulcemente mi imaginación que las que experimento, y nada tiene de generoso quien puede recibir placer donde no lo da; es por el contrario un alma vil que pretende deberlo todo y que se place en mantener comercio con personas a quienes es dura carga: no hay belleza, ni gracia, ni privanza, por delicadas que sean, que un hombre cumplido deba desear a ese precio. Si ellas no pueden procurarnos bien más que por piedad, yo prefiero mejor no vivir, que vivir de limosna. Quisiera yo tener derecho de pedirlas en estos términos, conforme al estilo en que la caridad se implora en Italia. Fate ben per voi; o a la manera como Ciro exhortaba a sus soldados, cuando les decía: «Quien se quiera, bien que no siga.» Uníos, se me dirá, a las de vuestra condición, y así el concurso de fortuna idéntica os colocará al gusto de uno y otro ¡mezcla insípida y torpe si las hay!

Nolo barbam vellere mortuo leoni:

Jenofonte emplea como argumento de objeción y censura para reprender a Menón, el que en sus amores echara, mano de objetos ya agostados. Mayor goce me procura solamente el ver la mezcla dulce y justa de dos bellezas, jóvenes o el imaginarla simplemente, que hacer yo el papel de segundo en una coyunda informe y triste: resigno este apetito fantástico al emperador Galba, que no se consagraba sino a las carnes duras y rancias, y a ese otro pobre miserable,

O ego di faciant talem te cernere possim, caraque mutatis oscula ferre comis, amplectique meis corpus non pingue lacertis!

Y entre las primordiales fealdades incluyo las bellezas artificiales y forzadas. Emonez, muchacho joven de Chio, ideando con los adornos alcanzar la belleza que naturaleza la llegaba, presentose al filósofo Arcesilao preguntándole si un varón fuerte podía sentirse enamorado: «¡Ya lo creo! contestó el otro, mas siempre y cuando que no sea de una belleza acicalada y sofística como la tuya.» La fealdad de una vejez reconocida es menos vieja y menos fea a mi ver, que otra pintada y pulimentada. ¿Osaré decirlo? (y no vaya a atrapárseme por el pescuezo el amor para mí nunca está en época más natural y cabal que en la edad vecina de la infancia:

Quem si puellarum insereres choro, mire sagaces falleret hospites discrimen obscurum, solutis

crinibus, ambiguoque vultu:

y lo mismo la belleza; pues lo de que Homero la dilate hasta que la barba comienza a sombrear, el mismo Platón lo señaló como peregrino. Notoria es además la causa por la cual tan ingeniosamente el sofista Bión llamaba a los cabellos locuelos de la adolescencia Aristogitones y Harmodiones: en la edad viril encuéntrolo ya algún tanto fuera de su lugar y con mayor razón en la vejez;

Importunus enim transvolat aridas quercus.

Margarita, reina de Navarra, prolonga como mujer demasiado lejos la ventaja de las damas, considerando que es todavía tiempo a los treinta años para que cambien el dictado de hermosas en el de buenas. Cuanto más corta es la dominación que sobre nuestra vida otorgamos al amor, mayor es nuestro valer. Considerad su porte: es un semblante pueril. ¿Quién no sabe que en su escuela se procede a la inversa de todo orden y disciplina? El estudio, la ejercitación y el uso en él, a la insuficiencia nos encaminan; los novicios son regentes: Amor ordinem nescit. En verdad su conducta tiene más garbo cuando la forman la inadvertencia y el desorden; las faltas y los reveses comunican la salsa y la gracia. Con que el amor sea hambriento y rudo, poco importa que la prudencia no parezca: ved cómo marcha con paso incierto, chocando y loqueando; se le mete en el cepo cuando se le guía por arte y prudencia; se ponen trabas a su divina libertad cuando se lo somete a estas manos peludas y callosas.

Yo veo frecuentemente pintar esta inteligencia como cosa puramente espiritual, y menospreciar el papel que los sentidos desempeñan: todo a ella coadyuva y contribuye, y puedo decir haber visto muchas veces que excusamos en las mujeres la debilidad de sus espíritus en favor de sus bellezas corporales; pero en cambio nunca vi que en beneficio de las bellezas de un espíritu, por sesudo y maduro que fuera, se resignaran ellas a prestar la mano a un cuerpo que cae en decadencia por poco que caiga. ¡Lástima grande que alguna no entre en ganas de llevar a cabo este noble trueque socrático, adquiriendo a cambio de sus muslos una inteligencia generadora, filosófica y espiritual del valor más relevante que conseguirse pudiera! Ordena Platón en sus leyes que el que haya realizado alguna acción notable y útil en la guerra, no pueda durante sus expediciones ser rechazado, sin que nada importen si fealdad o senectud, si pretende besar o alcanzar cualquiera otro favor amoroso de la persona que guste. Lo que el filósofo encuentra tan equitativo en recomendación del valor militar, ¿por qué no habría de reconocerlo igualmente en alabanza de otra virtud cualquiera? ¿Por qué no había de ocurrírsele a una dama el apoderarse antes que sus compañeras de la gloria de este casto amor? Casto digo, y no digo mal:

Nam si quando ad praelia ventum est, ut quondam in stipulis magnus sine viribus ignis

incassum furit:

los vicios que se ahogan en el pensamiento no son los peores que albergamos.

Para acabar este copioso comentario, que se me escapó de un flujo palabrístico, impetuoso a veces y dañino,

Ut missum sponsi furtivo munere malum procurrit casto virginis e gremio, quod miserae oblitae molli sub veste loratum, dum adventu matris prosilit, excutitur, atque illud prono praeceps agitur decursu: Huic manat tristi conscius ore rubor,

diré que los machos y las hembras están vaciados en el mismo molde; salvo la educación y costumbres, la diferencia es exigua. Platón llama indistintamente a los unos y a las otras a la frecuentación de idénticos estudios, ejercicios, cargos y profesiones guerreras y pacíficas, en su República; y el filósofo Antístenes prescindía de toda distinción entre la virtud de ellas y la nuestra. Es mucho más fácil acusar a un sexo que excusar al otro: es lo que dice aquel proverbio: «Dijo la sartén al cazo…»

Capítulo VI

De los vehículos

Bien fácil es el verificar que los grandes autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no solamente se sirven de las que juzgan verdaderas, sino también de aquellas otras de cuyo fundamento dudan, siempre y cuando que tengan algo de lucidas: hablan con verdad y utilidad bastantes, expresándose ingeniosamente. Nosotros somos incapaces de asegurarnos de la causa primordial, y amontonamos muchas para ver si por casualidad aquella figura entre ellas,

Namque unam dicere causam non satis est, verum plures, unde una tamen sit.

¿Me preguntáis de dónde proviene esa costumbre de bendecir a los que estornudan? Nosotros producimos tres suertes de vientos: el que sale por abajo es demasiado puerco; el que exhala nuestra boca lleva consigo algún reproche de glotonería; el tercero es el estornudo; y porque viene de la cabeza y no es acreedor a censura, le tributamos honroso acogimiento. No os burléis de esta sutileza, de la cual, según se dice, Aristóteles es el padre.

Paréceme haber visto en Plutarco (que es entre todos los autores que conozco el que mezcló mejor el arte y la naturaleza, y la sensatez con la ciencia), explicando la causa del levantamiento del estómago que experimentan los que viajan por mar, que la cosa les sucede por temor, luego de haber encontrado algún viso de razón mediante el cual demuestra que el temor puede ocasionar semejante efecto. Yo, que soy muy propenso a este accidente, sé muy bien que esta causa no obra en mí para nada, y lo sé, no por argumentos, sino por experiencia necesaria. Sin alegar lo que he oído asegurar, o sea que acontece lo propio a los animales, particularmente al puerco, que por completo desconoce el peligro, ni lo que un sujeto de mi conocimiento me testimonió de sí mismo, el cual, estando a él fuertemente sujeto, las ganas se le habían pasado en dos o tres ocasiones hallándose oprimido por el terror en una tormenta, como a aquel antiguo, pejus vexabar, quam ut periculum mihi sucurreret: nunca tuve miedo en el agua, como tampoco en lugar alguno (y sin embargo, bastantes veces se me ofrecieron causas justamente temibles, si es que la muerte puede serlo) me trastorné ni deslumbré. Nace a veces el temor de falta de discernimiento, y de escasez de ánimo otra. Cuantos peligros he visto, presencielos con los ojos abiertos y la mirada serena, cabal y entera: hasta para temer el ánimo. La serenidad sirviome antaño, a falta de otras mejores prendas, para gobernar mi huida y mantenerla ordenada; para que fuese, si no de temor desnuda sin horror, sin embargo, y sin espasmos: fue una marcha conmovida, mas no aturdida ni perdida. Las almas grandes van más allá, representando huidas no ya sólo tranquilas y sanas, sino altivas. Relatemos la que Alcibíades refiere de Sócrates, su compañero de armas: «Encontrele, dice, después de la derrota de nuestro ejército junto con Láchez, y eran ambos de los últimos fugitivos; le consideré despacio, a mi sabor, ya en seguridad, pues yo iba montado en un buen caballo y él a pie; así habíamos combatido. Advertí primeramente cuánto más avisado y resuelto se mostraba, con Láchez comparado; luego, la altivez de su andadura en nada distinta de la ordinaria; su mirada firme y normal, juzgando y considerando lo que acontecía en su derredor, contemplando ya a los unos, ya a los otros, amigos y enemigos, de una manera que a los unos animaba y significaba a los otros que estaba dispuesto a vender su sangre bien cara, y lo mismo su vida a quien arrancársela intentara, y así se salvaron, pues a éstos no se les ataca fácilmente, persiguiéndose a los atemorizados.» He aquí el testimonio de ese gran capitán, que nos enseña lo que todos los días aprendemos, o sea que nada nos lanza más en los peligros cual el hambre inconsiderada de escaparlos: quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est. Nuestro pueblo se engaña al decir: «Ese teme a la muerte», cuando con ello quiere dar a entender que alguien piensa en ella y que la prevé. La previsión conviene igualmente a cuanto con nosotros se relaciona en bien o en mal: considerar y juzgar el peligro es en algún modo lo contrario de amedrentarse. Y no me siento suficientemente fuerte para resistir el golpe e impetuosidad de esta pasión del miedo ni de otra cualquiera que por su vehemencia se la asemeje: si me sintiera un poco vencido y por tierra, ya no me levantaría jamás enteramente; quien hiciera que mi alma perdiera pie, no la colocaría nunca en su lugar verdadero, derecha y en su asiento, pues se ensaya e investiga con profundidad y viveza demasiadas, por lo cual no dejaría resolver y consolidar la herida que la hubiere atravesado. Fortuna ha sido la mía de que ninguna enfermedad me la haya trastornado: a cada recargo que me sorprende hago frente y me opongo con todas mis fuerzas, así que la primera que me solicitara me dejaría sin recursos. Soy incapaz de resistir por dos lados: cualquiera que sea el lugar por donde el destrozo forzase la calzada que me defiende, héteme al descubierto y sin remedio ahogado. Epicuro dice que el sabio no puede pasar de un estado al opuesto; yo soy del parecer contrario a esta sentencia, y creo que quien haya estado una vez bien loco, ninguna otra será ya muy cuerdo. Dios me da el frío según la ropa, y me procura, las pasiones según los medios de que dispongo para resistirlas; naturaleza, habiéndome descubierto de un lado, me cubrió del otro; como por fuerza me desarmara, me armó de insensibilidad y de una aprehensión ordenada o desaguzada.

Me acontece que no puedo soportar durante largo tiempo (y menos todavía los soportaba cuando era joven) coche, litera ni barco, y detesto todo otro vehículo distinto del caballo, así en la ciudad como en el campo. Menos todavía transijo con la litera que con el coche, y por la misma razón me acomodo con mayor facilidad a una sacudida fuerte en el agua, de donde el miedo surge, que al movimiento que se experimenta en tiempo apacible. Merced a esa ligera sacudida que los remos producen, desviando de nosotros la sustentación, siento revueltos, sin saber cómo, cabeza y estómago, no pudiendo resistir bajo mi planta un lugar que se mueve. Cuando las velas y el curso del agua nos arrastran por igual, o se nos llevan a remolque, semejante agitación unida en manera alguna me impresiona; lo que si me trastorna es el movimiento interrumpido, y todavía en mayor grado cuando es languidecedor. No podría explicar el efecto de otro modo. Los médicos me ordenaron que me ciñera y sujetara con una faja la parte inferior del vientre para poner remedio al mal, recomendación que yo no he puesto en práctica teniendo por costumbre luchar con las debilidades propias que en mí residen y domarlas con mis propias fuerzas.

Si estuviera mi memoria suficientemente informada, no consideraría aquí como perdido el tiempo necesario para enumerar la variedad infinita que las historias nos presentan en el empleo de los carruajes al servicio de la guerra. Diversos según las naciones y según los siglos, fueron siempre a mi entender de gran efecto y necesidad, y tanto, que maravilla, que de ella hayamos perdido toda noción. Diré sólo aquí que recientemente, en tiempo de nuestros padres, los húngaros utilizáronlos muy provechosamente contra los turcos, colocando en cada uno un soldado con rodela, un mosquetero, bastantes arcabuces, bien colocados, prestos y cargados, todo empavesado a la manera de un galeón. Disponían el frente de la batalla con tres mil de estos vehículos, y tan luego como el cañón había entrado en juego, los hacían marchar y tragar al enemigo antes de encentar el resto, lo cual no era un ligero avance; o bien lanzaban los carros contra los escuadrones para romperlos y abrirse paso, a más del socorro que de ellos alcanzaban para guarnecer en lugar peligroso, las tropas que marchaban al campo, o a tomar una posición a la carrera y fortificarla. En mi tiempo un gentilhombre, que se hallaba en una de nuestras fronteras imposibilitado por su propia persona, y no encontrando caballo capaz de su peso, por haber tenido una disputa, marchaba por los campos en un carruaje lo mismo que el descrito y se encontraba muy a gusto. Pero dejemos estos carros guerreros.

Cual si su holganza no fuera conocida por más eficaces causas, los últimos reyes de nuestra primera dinastía viajaban en un carro tirado por cuatro bueyes. Marco Antonio fue el primero que se hizo conducir a Roma en unión de una mozuela por varios leones uncidos a un coche. Heliogábalo hizo después lo propio, nombrándose Cibeles, madre de los dioses y también fue llevado por tigres, parodiando al dios Baco: unció además en ocasiones dos ciervos a su coche, en otra cuatro perros, y en otra cuatro mocetonas desnudas, yendo así en pompa también de ropas aligerado. Firmo el emperador hizo arrastrar su carruaje por dos avestruces de maravilloso volumen y altura, de suerte que mejor que rodar hubiérase dicho que volaba.

La singularidad de estas invenciones trae a mi magín esta otra fantasía: Entiendo que constituye una especie de pusilanimidad en los monarcas, y un testimonio de que en verdad no sienten lo que son, el esforzarse en hacer valer y parecer mediante gastos excesivos. Sería ésta excusable costumbre en países extranjeros, mas no entre los propios súbditos donde los reyes lo pueden todo alcanzar, de su dignidad hasta tocar en el grado de honor más relevante: del propio modo que me parece superfluo en un gentilhombre el que suntuosamente se vista en su privado; su casa, su séquito y su cocina responden por él de sobra. El consejo que daba Isócrates a su rey no me parece irrazonable: «Que sea espléndido en el uso de utensilios y muebles, puesto que éstos constituyen un gasto de duración que pasa a sus sucesores, y que huya toda magnificencia que al momento escapa del uso y de la memoria.» Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme, a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos: hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran. Cuentos maravillosos nos refieren de la frugalidad de nuestros reyes en derredor de sus personas y en sus dones; fueron reyes grandes en crédito, valor y fortuna. Demóstenes combate hasta la violencia la ley de su ciudad que asignaba los públicos recursos a las pompas de juegos y fiestas; quiere que la grandeza de su país se muestre en profusión de naves bien equipadas y en óptimos ejércitos bien provistos. Se censura con razón a Teofrasto, que en su libro de las riquezas sienta un parecer contrario y sostiene que tal suerte de dispendios es el fruto verdadero de la opulencia: esos son placeres, dice Aristóteles que sólo incumben a la más baja clase y común, que del recuerdo se desvanecen, después del hartazgo y de los cuales ningún hombre juicioso y grave puede hacer motivo de estima. Los dispendios me parecen mucho más dignos de la realeza como también mucho más útiles, justos y durables construyendo puertos, ensenadas, fortificaciones, murallas, suntuosos edificios, hospitales, colegios, mejoramiento de calles y caminos, en todo lo cual el Pontífice Gregorio XIII dejará memoria recomendable y duradera, y también nuestra reina Catalina testimoniaría por largos años su natural liberalidad y munificencia si sus medios fueran de par con su voluntad: el acaso me contrarió grandemente al ver interrumpida la hermosa estructura del nuevo puente de nuestra ciudad populosa y al quitarme la esperanza de verlo antes de morir prestando servicios al público.

A más de estas razones paréceles a los súbditos, simples espectadores de los triunfos de los soberanos, que de ese modo se les muestran sus propias riquezas, y que a sus propias expensas se les festeja, pues los pueblos presumen fácilmente de soberanos, como nosotros con las gentes que nos sirven, quienes deben poner cuidado en aprestarnos abundantemente cuanto nos precisa, pero en modo alguno coger su parte, por lo cual el emperador Galba, como recibiera placer oyendo a un músico mientras comía, hizo que le llevaran su caja y entregó con su propia mano al que la tocaba un puñado de escudos, que éste cogió añadiendo estas palabras. «Esto no pertenece al público, sino a mí.» Tan cierto es que acontece normalmente tener el pueblo razón, y que se regala sus ojos con lo que había de regalar su vientre.

Ni la misma liberalidad está en su verdadero lugar en mano soberana; los particulares tienen a ella más derecho, pues, cuerdamente considerado, un rey nada tiene que propiamente le pertenezca; su persona misma se debe a los demás: no se entrega la jurisdicción en favor del jurista, sino en favor del jurisdiciado. Elévase a un superior, mas nunca para su provecho, sino para provecho del inferior: a un médico se le llama para que auxilie al enfermo y no a sí propio. Toda magistratura como todo arte tienen su esfera fuera de ellos, nulla ars in se versatur; por eso los gobernadores de la infancia de los príncipes que se precian de imprimirles esta virtud de largueza, predicándoles que ningún favor rechacen y que nada consideren mejor empleado que los presentes que hagan (instrucción que en mi tiempo he visto muy en crédito), o miran más bien a su provecho que al de su amo o mal comprenden con quien hablan. Es muy fácil inculcar la liberalidad en quien tiene con qué proveer tanto como le plazca a expensas ajenas, y como quiera que la estimación se pondere, no conforme a la medida del presente, sino con arreglo a los medios del que la ejerce, viene a ser nula en manos de los poderosos, quienes antes que liberales se reconocen pródigos. Por eso es de recomendación escasa comparada con otras virtudes de la realeza, y la sola como decía Dionisio el tirano que sea compatible con la tiranía misma. Mejor recitaría yo a un príncipe este proverbio del labrador antiguo: , , o sea «que a quien pretende sacar provecho precisa sembrar con la mano y no verter con el saco». Es necesario esparcir la semilla, no extenderla: y habiendo que dar, o por mejor decir, que pagar y entregar a tantas gentes conforme hayan servido, debe ser el monarca avisado y leal dispensador. Si la liberalidad de un príncipe carece de discreción y medida, le prefiero mejor avaro.

Parece consistir en la justicia la virtud más propia de la realeza: y de todas las partes de la justicia a que la acompaña la liberalidad es la más digna de los monarcas, pues particularmente a su cargo la tienen reservada, ejerciendo como ejercen todas las demás mediante la intervención ajena. La inmoderada largueza es un medio débil de procurarles benevolencia, pues rechaza más gentes que atrae: Quo in plures usus sis, minus in multos uti possis… Quid autem est stultius, quam, quod libenter facias, curare ut id diutius facere non possis? Y cuando sin consideración del mérito se emplea, avergüenza al que la recibe y sin reconocimiento alguno se acoge. Tiranos hubo que fueron sacrificados por el odio popular en las mismas manos de quienes injustamente los levantaran: esta categoría de hombres, creyendo asegurar la posesión de los bienes indebidamente recibidos, muestran desdeñar y odiar a aquel de quien las recibieron, uniéndose en este punto al parecer y opinión comunes.

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