La rudeza de mi mal de piedra me ha lanzado a veces en dilatadas supresiones de orina de tres y cuatro días, y tan adentro de la muerte, que hubiera sido locura pretender evitarla, ni siquiera desear evitarla, en presencia de los crueles tormentos que ese mal acarrea. Aquel dulce emperador que hacía ligar las partes a los criminales para que muriesen a falta de orinar, era maestro grande en la ciencia de los verdugos. Encontrándome en situación semejante, tuve ocasión de ver por cuán ligeras causas y objetos la fantasía alimentaba en mí el sentimiento de la vida, merced a qué átomos se edificaba en mi alma la dificultad y el peso del desalojamiento, a cuántos pensamientos frívolos dejamos lugar al dilucidarse un negocio tan importante: un perro, un caballo, un libro, un vaso y cuantísimos otros objetos de igual tenor, eran cosas importantes en mi acabar. En el de los otros sus ambiciones, sus ambiciosas esperanzas, su bolsa y su ciencia, no menos estúpidamente, a mi entender. Yo contemplo indiferentemente, la muerte cuando generalmente la considero como fin de la vida. La desafío en general; individualmente me aflige; las lágrimas de un criado, la distribución de mis bienes, el contacto de una mano amiga, una consolación común me desconsuelan y enternecen. Así perturban nuestra alma los lamentos de las fábulas, y los pesares de Dido y Ariadne apasionan hasta a los mismos que no creen en ellos, en Virgilio y en Catulo. Muestra es de un natural duro y obstinado el no experimentar emoción alguna, cual de Polemón milagrosamente se refiere, mas tampoco palideció ante la mordedura de un perro hidrófobo que le arrancó una pantorrilla. Ninguna cordura va tan allá que considerando la causa de una tristeza, viva e íntegra por discernimiento, deje de sufrir algún acceso por la presencia, cuando los ojos y los oídos tienen en ella parte, los cuales no pueden ser agitados sino por vanos accidentes.
¿Es razonable que las artes mismas se sirvan y conviertan en su provecho nuestra debilidad y torpeza naturales? El orador, dice la retórica, en ese artificio de su peroración conmoverá merced al timbre de su voz y ficticias agitaciones, y se dejará engañar por la pasión que simula; imprimirá un duelo verdadero y esencial valiéndose de la mojiganga que representa para transmitirla a los jueces, a quienes todavía es más indiferente. Así ocurre con las personas a quienes en los funerales se alquila, para venir en ayuda de la ceremonia del duelo; gentes que venden sus lágrimas a peso y medida, y lo mismo su tristeza, pues aun cuando se conmueven por manera prestada, acomodando, sin embargo, su continente, cierto es que se dejan arrastrar en toda su integridad, recibiendo en sí mismos una melancolía verdadera. Entre otros varios de sus amigos asistí a la traslación a Soissons del cadáver del señor Gramont desde el sitio de La Fère en que fue muerto, y reparé que por todos los sitios donde pasamos llenábamos al pueblo de lamentaciones y lloros, con los cuales tropezábamos, con la sola muestra y aparato de nuestro convoy, pues ni siquiera el nombre del difunto era conocido. Quintiliano refiere haber visto comediantes tan fuertemente identificados con sus papeles de duelo, que lloraban hasta en su propio domicilio; y de sí mismo, que habiendo tenido empeño en comunicar ciertos sentimientos a un amigo, se halló por ellos ganado hasta el punto de sorprenderse no sólo llorando, sino pálido el semblante y con todas las muestras de un hombre desolado por el dolor.
En una región cercana de nuestras montañas las mujeres hacen el papel de Juan Palomo, pues a la vez que engrandecen el sentimiento del esposo perdido, por el recuerdo de las buenas y gratas cualidades que poseyera, recopilan y publican sus imperfecciones, como para encontrar en sí mismas alguna compensación, y pasar así de la piedad al menosprecio. Más cuerdamente que nosotros proceden, pues ante la pérdida del primer conocido, le prestamos alabanzas nuevas y falsas y le trocamos en distinto de lo que era tan luego como de vista le perdimos, y se nos antoja diferente de cuando le veíamos, cual si fuera el sentimiento algo de suyo instructivo, o como si las lágrimas, al lavar nuestro entendimiento lo aclarasen. Yo renuncio desde ahora a los favorables testimonios que quieran procurárseme, no porque de ellos sea digno, sino porque estaré ya muerto.
Quien preguntare a alguien: «¿Qué interés os mueve a ocupar ese lugar?» «El interés del ejemplo, le responderá, y la común obediencia al príncipe; yo no aspiro a beneficio alguno, y en cuanto a la gloria, bien se me alcanza la parte ínfima que puede corresponder a un hombre de mi categoría: en mi situación, no me mueven la pasión ni la querella.» Vedle, sin embargo, al día siguiente, todo cambiado, todo hirviente y encendido de cólera, acomodado en su rango para acometer el asalto: es el resplandor de tanto acero, y el fuego y el estrépito de los cañones y los tambores lo que infundió vigor nuevo y odio nuevo en sus venas. ¿Y cuál fue la causa? Para agitar nuestra alma ninguna precisa; un ensueño sin cuerpo ni fundamento la regenta y tambalea. Que yo me lance a levantar castillos en el aire, mi fantasía me forjará comodidades y placeres, con los cuales mi alma se reconoce realmente cosquilleada y regocijada. ¡Cuántas veces embrollamos nuestro espíritu con la cólera o la tristeza merced a tales sombras y nos, sumergimos en pasiones fantásticas que trastornan nuestra alma y nuestro cuerpo! ¡Qué gestos de espasmo, de risa o confusión suscitan las soñaciones en nuestros semblantes! ¡Qué sorpresas y agitaciones de miembros y de voz! ¿No se diría de ese hombre solo que experimenta falsas visiones ocasionadas por una multitud de otros hombres con quienes negocia, o que algún demonio interno le persigue? Inquirid dentro de vosotros mismos el origen de semejante mutación: a excepción nuestra ¿hay algo en la naturaleza a quien la nada sustente ni empuje? Cambises, por haber soñado que su hermano iba a sentarse en el trono de Persia, le hizo morir; era un hermano a quien amaba y de quien siempre se había fiado; Aristodemo, rey de los mesenios, se mató, impelido por una fantasía que consideró como de mal agüero y por no sé qué aullidos de sus lebreles; el rey Midas hizo lo mismo, molestado y trastornado por un sueño ingrato que le asaltara. Es avalorar la vida en su justo precio abandonarla por un dueño. Oíd, sin embargo, a nuestra alma triunfar del cuerpo mísero y de su flaqueza por estar siempre expuesto a toda suerte de ofensas y alteraciones. En verdad la razón la acompaña al expresarse así:
O prima infelix fingenti terra Prometheo! Ille parum cauti pectoris egit opus. Corpora disponens, mentem non vidi t in arte; recta animi primun debuit esse via.
Capítulo V
Sobre unos versos de Virgilio
A medida, que los pensamientos provechosos son más plenos y fundamentales, van imposibilitándonos y siéndonos onerosos. El vicio, la muerte, la pobreza, las enfermedades, son cosas graves y que agravan. Es preciso mantener el alma fortificada con los medios que la ayuden a combatir los males, instruida con las reglas del bien vivir y del bien creer, y frecuentemente despertarla y ejercitarla en este hermoso estudio. Mas en una de contextura ordinaria menester es que la lucha no sea ruda ni inmoderada, pues la tensión continuada la enloquecería. Cuando joven, tenía yo necesidad de advertirme y solicitarme para guardar el equilibrio; el regocijo y la salud no van muy de acuerdo, a lo que dicen, con esos discursos de cordura y seriedad: hoy mi situación ha cambiado, y las condiciones de la vejez me amonestan de sobra, formalizan y predican. Del exceso de alegría vine a dar en la severidad superabundante, que es un estado más desagradable, por lo cual ahora me dejo llevar adrede algún tanto por el desorden, y deslizo alguna vez mi alma hacia las ideas de juventud y regocijo, en las cuales se detiene placentera. Al presente me siento dominado por el sosiego excesivo y por la pesantez y la madurez en igual grado: la vejez me alecciona todos los días de frialdad y de templanza. Este débil cuerpo huye el desarreglo y lo teme; tócale ahora encaminar el espíritu a la enmienda, gobernar a su vez con mayor imperiosidad y rudeza, y no me deja vagar ni siquiera a una hora, ni cuando duermo, ni cuando velo, sin adoctrinarme con ideas de muerte, paciencia y penitencia. Me defiendo contra la templanza como antaño me defendía contra los goces, aquélla me echa muy hacia atrás, hasta hacerme lindar con la estupidez. Y como yo pongo todo mi conato en ser dueño de mí mismo en todos sentidos, reconozco que la cordura tiene sus excesos y que no ha menester menos que la locura de represión; de suerte que, temeroso de mortificarme, agotarme y agravarme a fuerza de prudencia, en los intervalos que mis males me lo permiten, extravío con toda suavidad y aparto mi mirada de ese cielo tempestuoso y nubloso que ante mí se extiende, el cual, Dios sea loado, considero sin horror, mas no sin contención ni estudio, y me voy distrayendo con la recordación de la juventud pasada:
Mens intenta suis ne siet usque malis; Animus quod perdidit, optat atque in praeterita se totus imagine versat.
Que la infancia mire adelante y la vejez detrás, tal era la significación de los dos semblantes de Jano. Que los años me arrastren si a bien lo tienen, yo procuraré que no lo logren sino a reculones; y en tanto que mis ojos puedan reconocer aquella hermosa primavera fenecida, a ella lo convierto a sacudidas: si de mis venas y de mi sangre escapa, al menos no quiero desarraigar su imagen de la memoria:
Hoc est vivere bis, vita posse priore frui.
Platón ordena a los ancianos la asistencia a los ejercicios, danzas y juegos de la juventud para regocijarse en los demás con la flexibilidad y belleza del cuerpo, que en ellos se desvaneció, y para llamar a su recuerdo la gracia y beneficios de esa edad llena de verdor; y quiere el filósofo que en las diversiones el honor de la victoria sea otorgado al joven que más haya sorprendido y alegrado a mayor número de ancianos. En el tiempo que fue marcaba yo con piedra negra los días pesados y tenebrosos como cosa extraordinaria y singular; ahora éstos son mi ordinario alimento, los extraordinarios son los hermosos y serenos, regocijándome como de un gran beneficio cuando algún dolor no me aqueja. Sin violentarme no soy ya capaz de arrancar una pobre sonrisa de este mezquino cuerpo; sólo por fantasía y por soñación me divierto para engañar así las amarguras de la edad, cuando en realidad precisaría otro remedio diferente de un sueño. ¡Débil lucha del arte contra la naturaleza! Simpleza grande es dilatar y anticipar, como todos hacen las incomodidades humanas. Yo prefiero ser viejo menos tiempo a serlo con anticipación, y hasta las más íntimas ocasiones de placer con que puedo tropezar las amarro. Bien conozco de oídas algunas especies de voluptuosidad, prudentes, fuertes y gloriosas, mas la opinión común no tiene tanto imperio sobre mí que lleguen a excitar mi apetito: no las ansío tan magnánimas, magníficas y fastuosas como las anhelo azucaradas, fáciles y prestas: A natura discedimus; populo nos damus, nullius rei bono auctori. Mi filosofía es toda acción, se aplica al uso natural y presente, y deja estrecho campo a la fantasía. ¡Pluguiera a Dios que me regocijara jugando a las avellanas y al trompo!
Non ponebat enim rumores ante salutem.
Es el placer cosa modesta que por sí misma se considera sobrado espléndida sin el aditamento del premio que a la reputación acompaña y que a la sombra se encuentra muy a su gusto. Debiera tratarse a latigazos al mozo que yo entretuviese en hacer una selección de los distintos placeres que al paladar suministran los vinos y las salsas; nada hubo para mi menos reconocido ni apreciado: ahora es cuando lo aprendo, y de ello me avergüenzo grandemente. ¿Pero qué remedio? Mayor despecho y desconsuelo me producen las causas que a ello me empujan. A los ancianos pertenece soñar y tontear; a los jóvenes, mantenerse en la buena reputación y en el mejor designio: ellos marchan hacia el crédito, camino del mundo, y nosotros volvemos: Sibi arma, sibi equos, sibi hastas, sibi clavam, sibi pilam, sibi natationes et cursus habeant; nobis senibus, ex lusionibus multis, talos relinquant et tesseras: Las leyes mismas nos envían a nuestro retiro. Yo no puedo hacer menos en beneficio de esta mezquina condición, donde mi edad me arrastra, que proveerla de juguetes y niñerías como a la infancia se provee; por algo recaemos en ella. La prudencia y la locura tendrán ocupación sobrada con apuntalarme y socorrerme con sus oficios alternados en esta edad calamitosa:
Misce stultitiam consiliis brevem.
Huyo de la propia suerte los más ligeros pinchazos, y los que antaño no me hubieran ocasionado ni el arañazo más débil, actualmente me atraviesan de parte a parte; ¡tan fácilmente mis hábitos van con el mal plegándose! In fragili corpore, odiosa omnis offensio est;
Mensque pati durum sustinet aegra nihil.
Siempre fui quisquilloso y delicado ante las ofensas; ahora todavía soy menos tolerante, y abierto estoy a ellas por todas partes:
Et minimae vires frangere quassa valent.
Mi discernimiento me impide rebelarme y gruñir contra los inconvenientes cuyo sufrimiento naturaleza me ordena; mas, en cambio, me consiente experimentarlos: yo atravesaría el mundo de un extremo al otro buscando un buen año de tranquilidad y plácido contento, puesto que no persigo distinto fin que el de vivir y regocijarme. La tranquilidad sombría y entorpecedora se encuentra de sobra para mí, pero me adormece, haciendo que en ella me obstine, de suerte que en nada me satisface. Si es que hay alguna persona, o alguna buena compañía, en el campo o en la ciudad, en Francia o en otra parte, que viva de asiento o que sea amiga de los viajes, para quien mis humores sean gratos y de quien los humores sean buenos para mí, no tiene más que silbar en la palma de la mano: yo iré personalmente a proveerla de Ensayos de carne y hueso.
Puesto que al espíritu pertenece el privilegio de libertarse de la vejez, yo aconsejo al mío en cuanto está en mi mano que así lo haga; que reverdezca y que florezca, si puede, como el muérdago reverdece sobre el árbol muerto. Temo mucho su traición: tan estrechamente se ligó al cuerpo, que me abandona siempre para seguir a éste en sus necesidades; yo le acaricio aparte y le ejercito inútilmente; vanamente intento apartarle de esa ligadura, presentándole a Séneca y Catulo, las damas y danzas reales: cuando su compañero padece el cólico, diríase que él también lo sufre; las potencias mismas que le son propias y peculiares no se pueden entonces levantar; denuncian evidentemente la frialdad, y ningún regocijo muestran sus manifestaciones cuando al cuerpo domina la modorra.
Los filósofos se engañan al buscar las causas de los impulsos extraordinarios de nuestro espíritu (aparte de los que atribuyen al arrobamiento divino, al amor, al fuego bélico, a la poesía o al vino) allí donde la salud no impera; una salud hirviente, vigorosa, plena, desbordante, tal como en los pasados tiempos me la procuraban a intervalos el verdor de los años y el sosiego, ese ardor de regocijo suscita en el espíritu vivos relámpagos y resplandores, muy por cima de nuestra claridad natural y entre nuestros entusiasmos, los más gallardos, si no los más locos. Por consiguiente, no es cosa peregrina el que un estado contrario amortigüe mi espíritu, clavándolo en tierra, alcanzando un efecto cabalmente antitético.
Ad nullum consurgit opus, cum corpore languet;
y, sin embargo, quiero todavía que de mí dependa el que preste en mi persona mucho medios a ese consentimiento, de lo que conforme al uso ayuda ordinariamente a los demás hombres. Al menos, mientras nos quede tregua para ello, expulsemos los males y los embarazos de nuestro comercio:
Dum ficet, obducta solvatur fronte senecti;
tetrica sum amaenanda jocularibus. Gusto yo de una prudencia alegre y urbana, y huyo la rudeza de las costumbres austeras, considerando como sospechoso todo semblante avinagrado.
Tristemque vultus tetrici arrogantiam; Et habet tristis quoque turba cinaedos.
Creo a Platón de buena gana cuando dice que los humores dóciles o ariscos están en armonía cabal con la bondad o maldad del alma, del semblante de Sócrates era invariable, pero sereno y riente, no constante en la tristeza, como el del viejo Craso, a quien nunca se vio reír. La virtud es cualidad alegre y grata. Bien se me alcanza que muy pocas gentes pondrán el rostro ceñudo ante la licencia de mis escritos que no tengan que ponerlo más todavía ante la licencia de su pensamiento: yo me conformo a maravilla con el ánimo de ellas, pero ofendo sus castos ojos. ¡Humor bien ordenado es el de pellizcar los escritos de Platón, y el deslizar luego sus pretendidas negociaciones con Phedon, Dion, Stella y Arqueanasa! Non pudeat dicere quod non pudet sentire. Yo detesto los espíritus refunfuñones y tristes que se deslizan por la superficie de los placeres de la vida y empuñan los males nutriéndose con ellos, como las moscas, que no pueden sostenerse contra un cuerpo bien pulimentado y alisado y se agarran y reposan en los sitios escabrosos y escarpados, y de la propia suerte que las ventosas, que no absorben ni apetecen sino la sangre viciada y corrompida.
En conclusión, yo me impuse el osar decir todo cuanto me atrevo a hacer; y me disgustan hasta los pensamientos mismos cuando son impublicables. La peor de mis acciones y condiciones no me parece tan fea como encuentro horrible y cobarde el no determinarme a revelarla. Todos son discretos en la confesión, cuando debieran serlo en la acción: el arrojo de pecar se ve en algún modo compensado y embarazado por el atrevimiento de la confesión: quien se obligara a decirlo todo, obligaríase igualmente a no hacer nada de aquello que estuviera obligado a callar.
Quiera Dios que este exceso de mi licencia ponga a los hombres camino de la libertad, haciéndoles atropellar las virtudes cobardes y de aparato que de nuestras imperfecciones emanan. Es necesario que cada cual vea su vicio y lo estudie para recitarlo; los que al prójimo lo ocultan, ocúltanlo ordinariamente a sí mismos, y no lo consideran bastante a cubierto si lo ven; precísales además aminorarlo y disfrazarlo conforme a su propia conciencia: quare vitia sua nemo confitetur? quia etiam nunc in illis est: somnium narrare, vigilantis est. Los males del cuerpo se esclarecen en aumentando; así hallamos que era gota lo que llamábamos reuma o torcedura: los males del alma se obscurecen al afianzarse, cuanto más nos aquejan, menos los sentimos; por eso hay necesidad de manosearlos, de sacarlos a la superficie con dureza y sin miramientos, de abrirlos y arrancarlos de la cavidad de nuestro pecho. Como en materia de buena, acciones acontece con las malas, a veces satisface la sola confesión de las unas y de las otras. ¿Existe en el pecado tal error que nos dispense confesarlo? Yo sufro dolor grande simulándome, tanto que evito almacenar los secretos ajenos por carecer del valor necesario para negar mi ciencia; puedo callarla mas no negarla sin esfuerzo y contrariedad: para ser hombre de secretos, la naturaleza debe ayudarnos, no la obligación de retenerlos. Y para ser apto al servicio de los príncipes no basta ser excelente guardador, hay que saber mentir además. Aquel que preguntaba a Thales si debía negar solemnemente haber pecado contra el sexto mandamiento, si de mí se hubiera informado, habríale respondido que no debía hacer tal, pues el mentir me parece peor todavía que abusar de la lujuria. Thales fue de opinión contraria y le dijo que jurara para fortalecer lo mayor con lo menor; este consejo, sin embargo no era tanto elección como multiplicación de vicio; a propósito de lo cual digamos de pasada que se allana el camino a un hombre de conciencia cuando se le propone alguna dificultad a cambio de algún delito; pero cuando entre dos vicios se le contrae, colócasele en situación dura, como sucedió a Orígenes, puesto en la alternativa de practicar la idolatría o gozar carnalmente a un horrible etíope que le presentaron; aquél apencó con la primera condición, obrando mal, dicen algunos. Sin embargo no carecerían de gusto, según su error, las que en nuestro tiempo hacen protestas de preferir mejor cargar su conciencia con diez hombres que con una sola misa.
Si es indiscreción publicar así sus errores, al menos no hay grave riesgo de que la cosa se convierta en ejemplo y uso, pues Alistón decía que los vientos más temidos de los hombres son aquellos que los descubren. Es preciso levantar ese torpe pingajo que tapa nuestras costumbres: los hombres envían su conciencia al lupanar mientras mantienen su continente en regla; hasta los asesinos y los traidores adoptan las leyes de la ceremonia y a ellas sujetan su deber. Así no es lícito a la injusticia quejarse de la incivilidad, ni a la malicia de indiscreción. Lástima que el hombre perverso no sea también estúpido y que la decencia oculte su vicio: tales incrustaciones no pertenecen sino a un muro sano y resistente, que merezca ser conservado y jalbegado.
Siguiendo el proceder de los hugonotes, que censuran nuestra confesión auricular y privada, yo me confieso en público religiosa y abiertamente: san Agustín, Orígenes e Hipócrates publicaron los errores de sus opiniones; yo echo fuera los de mis costumbres. Me siento hambriento de exteriorizarme, y nada me importa a qué precio, siempre y cuando que me sea dado hacerlo por manera real y verdadera; o por mejor decir, no tengo hambre de nada, pero huyo mortalmente de ser tomado por quien no soy, de parte de aquellos a quienes acontece conocer mi nombre. Quien todo lo hace por el honor y por la gloria, ¿qué se propone ganar presentándose ante el mundo enmascarado, y robando su verdadero ser al conocimiento de las gentes? Alabad a un jorobado por su hermosa estatura, y tomará el elogio como injuria; si sois cobarde y como valiente os honran, ¿por ventura hablan de vosotros? Es que os toman por quien no sois. Tanto valdría que un hombre que formaba parte de una comitiva creyera que a él iban encaminados los saludos dirigidos al cabeza.
Como pasara por la calle Arquelao, rey de Macedonia, alguien vertió agua sobre él, y los que lo vieron dijéronle que debía castigarle: «Está bien, dijo, pero no ha echado el agua sobre mí, sino sobre el que pensaba que yo fuese.» Advirtiendo a Sócrates que hablaban mal de él: «No hay tal, repuso, nada hay en mí de lo que me achacan.» En cuanto a mí, a quien me ensalzara como buen piloto o como hombre honestísimo y castísimo, ningún agradecimiento le debería; y análogamente quien me llamara traidor, ladrón o borracho, en nada me ofendería. Los que se desconocen pueden apacentarse con falsas aprobaciones; no yo, que me veo y me investigo hasta el fondo de las entrañas, y que sé bien lo que me pertenece. Pláceme no ser alabado con tal de ser mejor conocido: podría considerárseme como cuerdísimo en tal condición de cordura, que yo como torpeza considerara. Me apesadumbra que mis ENSAYOS sirvan a las damas como de adorno y mueble de sala: este capítulo me trasladará al gabinete. Yo gusto de su comercio un poco en privado; el público carece de favor y sabor. En los adioses y despedidas nos llenamos de ardor trasponiendo los límites acostumbrados en la afección a las cosas que abandonamos: yo me despido definitivamente de los juegos de la tierra; éstos son nuestros abrazos postreros.
Pero vengamos a mi tema. ¿Qué hizo la acción genital a los hombres, tan natural, necesaria y justa, para no osar hablar de ella sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones serias y morigeradas? Resueltamente pronunciamos: matar, robar, traicionar, y aquello no nos atreveríamos a proferirlo sino entre dientes. ¿No es declarar que, cuanto menos nos exhalamos en palabras, abultamos más nuestro pensamiento? Porque acontece que las menos usuales, menos escritas y mejor calladas son las mejor sabidas, y más generalmente conocidas. Ninguna edad ni ningún genero de vida las ignoran, como no ignoran lo que pan significa: en todos se imprimen sin ser expresadas, oídas ni pintadas, y el sexo que mejor las sabe está en el deber de callarlas más. Bueno es también que siendo una acción que colocamos bajo la franquicia del silencio, de donde constituye un crimen arrancarla, ni siquiera para acusarla y juzgarla, ni siquiera osamos flagelarla sino es con perífrasis y en imágenes. Gran favor sería para un criminal el considerarlo tan execrable que la justicia estimara injusto el tocarle y el verle, dejándole en salvo por virtud de la enorme condena que merecería. ¿No ocurre en este punto como en materia de libros, los cuales se truecan tanto más venales y públicos cuanto más son suprimidos? Por lo que a mí toca, seguiré a la letra la opinión de Aristóteles, el cual afirma que «el ser vergonzoso sirve de ornamento a la juventud y a la vejez de defecto». Estos versos se predican en la escuela antigua, a la cual me atengo mucho más que a la moderna: las virtudes de aquélla me parecen más grandes y sus vicios menores:
Ceulx qui par trop fuyant Venus estrivent, faillent autant que ceulx qui trop la suyvent. Tu, dea, tu rerum naturam sola gubernas, nec sine te quidquam dias in luminis oras exoritur, neque fit laetum, nec amabile quidquam.
Yo no sé quién pudo indisponer con Venus a Palas y a las Musas enfriándolas con el amor; mas yo no veo otras deidades que mejor se avengan ni que más se deban. Quien de las Musas apartara las amorosas fantasías, robaríalas el más hermoso encanto de que disponer puedan y la parte más noble de su obra; y, quien al amor hiciera perder la comunicación y servicio de la poesía, debilitaríalo en sus mejores armas: procediendo así se carga al dios de unión y benevolencia y a las diosas protectoras de humanidad y de justicia, de ingratitud, vicio y desconocimiento. No hace tanto tiempo que me veo inutilizado para seguir a ese dios para que mi memoria haya echado en olvido sus fuerzas y valores:
Agnosco veteris vertigia flammae; algún resto de emoción y calor queda cuando la fiebre pasa:
Nec mihi deficiat calor hic, hiemantibus annis!
Por seco y aplomado que me sienta, experimento aún algunos tibios restos de aquel ardor pasado:
Qual l'alto Egeo, pèrche Aquilone o Noto cessi, che tutto prima il volse e scosse, non s'accheta egli però: ma'l suono e'l moto ritien dell'onde anco agitate osse:
pero a lo que se me alcanza, el valor y las fuerzas de ese dios se reconocen más vivos y animados en la pintura de la poesía que en su propia esencia:
Et versus digitos habet:
aquélla representa no sé qué aspecto más amoroso que el amor mismo. Venus no es tan hermosa por entero despojada de vestiduras, viva y palpitante, como lo es aquí en Virgilio:
Dixerat; et niveis hinc atque hinc diva lacertis cunctantem amplexu molli fovet. Ille repente
accepit solitam flammam, notusque medullas intravit calor, et labefacta per essa cucurrit: non secus atque olim tonitru quum rupta corusco Ignea rima micans percurrit lumine nimbos.
. . . . . . . . . . . . . . . . .Ea verba locutus, optatos dedit amplexus, placidumque petivit conjugis infusus gremio per membra soporem.
Me parece que la pinta algún tanto conmovida tratándose de una Venus marital. En este prudente comercio los apetitos no se muestran tan juguetones; son más bien sombríos y mortecinos. El amor detesta el mantenerse por otras causas diferentes de las que en él mismo encuentra, y se mezcla flojamente en las uniones que bajo otro título son enderezadas y alimentadas, como la de matrimonio: la alianza y los medios pesan por razón tanto o más que las gracias y la belleza. Dígase lo que se quiera, no se casa uno por sí mismo; en igual grado ejecuta por la posteridad y la familia; la costumbre y el interés del matrimonio tocan a nuestro linaje bien lejos por cima de nosotros; por eso me place el que sea gobernado mejor por tercera mano que con el apoyo de las propias, y por el sentido ajeno mejor que por el suyo. ¿Cuán distinto no es todo esto de los tratos amorosos? De suerte que constituye una especie de incesto el ir empleando en ese parentesco venerable y consagrado los esfuerzos y extravagancias de la licencia amorosa, como me parece haber dicho en otra parte. «Es preciso, dice Aristóteles, tocar a la mujer propia con severidad y prudencia, no sea que cosquilleándola con lascivia extremada el placer la eche fuera de los linderos de la razón.» Lo que el filósofo dice tocante a la conciencia, emítenlo los médicos en beneficio de la salud corporal, sentando, que un placer excesivamente caluroso, voluptuoso y asiduo, adultera la semilla e imposibilita la concepción». Dicen, además, «que en un enlace languidecedor, como el del matrimonio lo es por naturaleza, para llenarlo de un calor fértil y cabal, precisa practicarlo raramente y al cabo de largos intervalos».
Quo rapiat sitiens Venerem, interiusque recondat.
Yo no veo otros matrimonios que más temprano se trastornen que los encaminados por la belleza y deseos amorosos. Han menester, para su sostenimiento, de fundamentos más sólidos y constantes y marchar con circunspección suma: el entusiasmo hirviente los disgrega.
Los que creen honrar el matrimonio juntando a él el amor, hacen a mi ver cosa parecida a la de aquellos que para favorecer la virtud sostienen que la nobleza no es diferente a la virtud. Cosas son que algún tanto se avecinan, pero entre ellas hay diversidad grande, y a nada conduce el trastornar sus nombres y sus títulos; confundiéndolas, se perjudican una y otra. Es la nobleza una bella cualidad con razón considerada como tal, mas como quiera que su descendencia es ajena y puede además caer en un hombre vicioso e insignificante, sus méritos quedan muy por bajo de los que en la virtud se suponen. Si virtud es, un artificio visible la preside, puesto que depende del tiempo y la fortuna; según las regiones varía su forma, es viviente y mortal; como el río Nilo carece de nacimiento; es genealógica y común; de consecuencias y símiles; de consecuencia sacada y de consecuencia bien débil. La ciencia, la fuerza, la bondad, la riqueza, la hermosura todas las demás buenas prendas están sujetas a comunicación y comercio; ésta se consume en sí misma y de ningún uso sirve el servicio ajeno. Proponíase a uno de nuestros reyes la elección entre dos competidores al mismo cargo, de los cuales uno era gentilhombre y el otro no: el rey ordenó que sin consideración de esa calidad se optara por el que tuviese mayores méritos; pero que allí donde el valor fuera idéntico, la nobleza se respetase. Con este proceder se la colocaba en su verdadero rango. Antígono contestó a un joven desconocido que le pedía el cargo que su padre, hombre de valer, acababa por la muerte de abandonar: «Amigo mío, repuso Antígono, en estos beneficios no miro tanto la nobleza de mis soldados como pongo a prueba sus merecimientos.» Y en verdad no debe acontecer lo que con los oficiales de los reyes de Esparta (trompetas, músicos, cocineros), a quienes sus hijos sucedían en sus cargos, por ignorantes que fueran, atropellando a los mejor experimentados en el oficio. Los habitantes de Calcuta hacen de los nobles una especie por cima de la humana: el matrimonio les está prohibido y toda otra profesión que no sea la de las armas; pueden tener cuantas concubinas apetezcan y lo mismo rufianes las mujeres, sin que los contrincantes sientan celos los unos de los otros, pero constituye un crimen capital e irremisible el acoplarse con persona de distinta condición que la propia; y se consideran ensuciados con ser solamente tocados al pasar por la calle, y como su nobleza se sienta injuriada y mancillada hasta el último límite, matan a los que un poco se les acercan. De suerte que los villanos están obligados a gritar andando, como los gondoleros de Venecia, al recorrer las calles, para no entrechocarse con los nobles, los cuales les ordenan recogerse en el barrio que quieren, con lo que aquéllos evitan la ignominia que consideran como perpetua, y éstos una muerte irremisible. Ni el transcurso de los lustros, ni el favor del príncipe, ni ningún género de profesión, virtud o riqueza, puede convertir en noble a un plebeyo, lo cual contribuye la costumbre de que los matrimonios están prohibidos entre gentes de distinta profesión; un joven descendiente de zapateros no puede casarse con la hija de un carpintero, y los padres están obligados a encaminar a sus hijos a sus oficios respectivos y no a otros, por donde todos mantienen la distinción y conservación de su fortuna.
Un cumplido matrimonio, de existir, rechaza la compañía y condiciones del amor y trata de representar las de la amistad. Constituye una dulce sociedad de vida, llena do constancia, de confianza y de un número infinito de oficios, útiles y sólidos y de obligaciones mutuas. Ninguna mujer que de semejante unión saborea las delicias,
Optato quam junxit lumine taeda,
quisiera ocupar el lugar de concubina para con su marido. Aun en la afección de éste como mujer está acomodada, lo está más honrosa y seguramente. Aun cuando en otra parte se enternezca y debilite, que se le pregunte entonces mismo «a quién preferiría mejor que aconteciera una deshonra, de entre su mujer o su amada, y de quien el infortunio más lo afligiría, y para quién mayores bienandanzas apetece». La respuesta de estas cuestiones no deja ninguna duda en los matrimonios sanos.
El que tan pocos se vean buenos es signo de su valer y elevado precio. Bien acondicionado y considerado, nada hay más hermoso en la sociedad humana: de él no podemos prescindir, pero sucesivamente vamos envileciéndolo. Ocurre con el matrimonio lo que con los pájaros enjaulados: a los que están por fuera aflige la idea de meterse dentro, y los que están encerrados arden en deseos de escapar. Preguntado Sócrates por lo que ofrecía mayor ventaja, si tomar mujer o no tomarla: «Cualquiera de los dos partidos, dijo, es causa de arrepentimiento.» Es un convenio al que a maravilla cuadra la sentencia de Homo homini, o deus o lupus; precisa el concurso de cualidades múltiples para edificarlo. Y ocurre en los tiempos en que vivimos que mejor se aviene con las almas sensibles y vulgares, las cuales los deleites, la curiosidad y ociosidad no trastornan tanto como a las otras. Los humores que cual el mío son desordenados, los que detestan toda suerte de lazos y de obligación no se acomodan tan bien;
Et mihi dulce magis resoluto vivere collo.
Por inclinación natural hubiera huido de elegir ni aun la Cordura misma por esposa, si la cordura lo hubiera deseado; mas es inútil cuanto digamos: la costumbre y los usos de la vida ordinaria nos arrastran. La mayor parte de mis acciones se gobiernan por el ejemplo, no por deliberación; francamente hablando yo no me convidé propiamente, me invitaron, y fui empujado por ocasiones extrañas, pues no ya las cosas incómodas, sino ninguna hay por fea, viciosa y evitable que convertirse no pueda en normal, merced a alguna condición y accidente: ¡hasta tal punto la humana condición es endeble! Fui, como digo, llevado y peor preparado entonces y de peor gana que al presente, después de haberlo experimentado. Licencioso y todo como se me juzga, he observado, sin embargo, con mayor severidad las leyes del matrimonio, de lo que me había prometido y esperaba. No es ya tiempo de cocear cuando uno se dejó uncir voluntariamente: es preciso con toda prudencia gobernar su libertad, y luego de sometidos a la obligación es preciso mantenerse bajo las leyes del deber común, o esforzarse al menos para cumplirlas. Los que contraen matrimonio para menospreciar y odiar, proceden con injusticia e incómodamente; este hermoso precepto que entre ellas veo correr de boca en boca, a la manera o oráculo sagrado:
Sers ton mary comme ton maistre, et t'en garde comme d'un traistre,
que significa: «Condúcete con él con reverencia forzada, enemiga y desconfiada», grito de guerra y provocación, es semejantemente injurioso y difícil. Yo soy demasiado blando para cumplir un designio tan espinoso. A decir verdad, no he llegado a ese grado de perfecta habilidad y de galantería de espíritu necesarios para confundir la razón con la injusticia, y para poner en ridículo todo orden y toda regla que no concuerde con mis deseos: por odiar la superstición no me lanzo incontinente en la irreligión. Si constantemente no se cumple con los deberes, al meno precisa siempre amarlos y acatarlos. Constituye una traición el casarse sin compenetrarse. Pasemos adelante.
Representa nuestro poeta un matrimonio henchido de armonía y bien avenido en el cual, sin embargo la lealtad no abunda. ¿Quiso decir que no es imposible, entregarse en brazos del amor y reservar al mismo tiempo algún deber para con el matrimonio, y que puede herírsele sin llegar a romperlo por completo? Tal criado estafa a su amo a quien por ello no detesta. La belleza, la oportunidad, la fatalidad, pues también aquí pone la mano,
Fatum est in partibus illis quas sinus abscondit: nam, si tibi sidera cessent, nil faciet longi mensura incognita nervi,
lanzáronla en brazos de un extraño, mas acaso no tan enteramente que no pueda guardar algún lazo por donde mantenerse unida a su marido. Son dos designios, que tienen caminos distintos imposibles de confusión: una mujer puede entregarse a un individuo de quien en modo alguno hubiera querido ser esposa, y no ya por las condiciones de fortuna, sino por la índole personal. Pocos se casaron con amigas que no se hayan arrepentido luego; y hasta en el otro mundo, ¡qué malas migas hicieron Júpiter y su mujer, a quien aquél había practicado y disfrutado de antemano por amores pasajeros! Esto es lo que se llama ensuciarse en el cesto para después encasquetárselo. En mi tiempo me he visto, y en algún lugar privilegiado, curar vergonzosa y deshonestamente el amor con el matrimonio: los procedimientos son muy otros. Podemos amar sin ligarnos dos cosas diversas y que se contrarían. Decía Isócrates que la ciudad de Atenas gustaba a la manera de las damas a quienes se sirve por amor; todos apetecían pasearse por ella para distraerse, pero nadie la amaba para casarse, es decir, para habituarse y domiciliarse. He visto con desconsuelo maridos que odiaban a sus mujeres. Por el solo hecho de engañarlas; al menos no es necesario quererlas menos por razón de nuestras culpas; siquiera el arrepentimiento y la compasión deben en más caras convertímoslas.
Fines son diferentes y sin embargo compatibles en algún modo, dice el poeta: El matrimonio tiene de su parte la utilidad, la justicia, el honor y la constancia es un placer llano pero general: El amor se fundamenta únicamente en el placer y en verdad lo posee más cosquilloso, vivo y agudo; es un placer que la dificultad atiza; el amor ha menester de abrasamientos picaduras, y ya no es tal si carece de flechas y de fuego. La liberalidad de las damas es demasiado pródiga en el matrimonio y embota el filo de la afección y el del deseo: para huir este inconveniente ved el remedio que adoptaron en sus leyes Platón y Licurgo.
Las mujeres no obran mal cuando rechazan las reglas de la vida en la sociedad corrientes, puesto que son los hombres quienes sin el concurso de ellas las forjaron. Entre ellas y nosotros existen naturalmente querellas y dificultades: y hasta la más íntima unión que con ellas nos sea dable mantener es de índole tempestuosa y tumultuaria. Según el parecer de nuestro autor, tratámoslas inconsideradamente en este particular. Luego que venimos en conocimiento de que son, sin comparación, más capaces y ardientes que nosotros en los efectos del amor, como lo testimonió aquel sacerdote de la antigüedad, que fue unas veces mujer y hombre otras,
Venus huic erat utraque nota;
y luego que supimos por propia confesión la prueba que hicieron en lo antiguo, en diversos siglos, un emperador y una emperatriz romanos, maestros consumados y famosos en esta labor (él desdoncelló en una noche a diez vírgenes sármatas, sus cautivas, pero ella, proveyó cumplidamente, también en una noche, a veinticinco sitiadores, cambiando de compañía según sus necesidades y apetitos),
Adhuc ardens rigidae tentigine vulvae, et lassata viris, nondum satiata, recessit;
y que sobre la querella sobrevenida en Cataluña entre una mujer que se quejaba de los empujes demasiado asiduos de su marido, no tanto a mi ver por sentir desaliento (pues de dos milagros sólo creo en los que la fe nos impone), como por coartar con este pretexto y reprimir la libertad, en aquello mismo que constituye la acción fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos hacia sus mujeres, y para mostrarnos que sus ojerizas y malignidades van más allá del echo nupcial pisoteando las gracias y dulzuras de la misma Venus; a la cual queja el marido, hombre verdaderamente brutal y desnaturalizado, repuso que hasta en los días de ayuno no era capaz de pasarse sin diez arremetidas. Intervino con motivo del litigio el notable decreto de la reina de Aragón según el cual, después de madura reflexión del Consejo, esa buena soberana ordenó, como límites razonables y necesarios, el número de seis por día para dar así regla y ejemplo en todo tiempo de la moderación y modestia requeridas en un cabal matrimonio aflojando y descontando mucho de la necesidad y deseo, de su sexo, «para dejar sentada, decía, una solución fácil, y por consiguiente permanente e inmutable»; por lo cual los doctores observaron: «¡Cuáles no serán el apetito y la concupiscencia femeninas, puesto que su razón, enmienda y virtud se tasan en ese precio!» considerando la diversa apreciación que nuestros apetitos les merecían. Solón, patrón de la escuela legista, no admite más que tres desahogos mensuales para no llegar al hartazgo en la frecuentación conyugal. Después de haber prestado crédito a todo esto y de haberlo igualmente predicado, fuimos a aplicar a las mujeres la continencia como patrimonio, y a castigar la falta de ella con las últimas y extremas penas.
Ninguna pasión tan avasalladora como ésta, a la cual queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un vicio de su medida, sino como a la abominación y a la execración, más todavía que a la irreligión y al parricidio, mientras los hombres nos entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Aquellos de entre nosotros que intentaron calmarla confesaron de sobra la dificultad, o más bien la imposibilidad que para ello encontraron, usando de remedios materiales con que sofrenar, debilitar y refrescar el cuerpo: nosotros, por el contrario, las queremos sanas, vigorosas y en buen punto; bien nutridas y castas juntamente, es decir, ardorosas y frías, pues el matrimonio, que a nuestro dictamen tiene a cargo impedirlas arder, las procura escaso refrescamiento dadas nuestras costumbres; y si aciertan a dar con un hombre en quien el vigor de la edad bulle todavía, ese mismo se gloriará de esparcirlo por otra parte:
Sit tamdem pudor; aut eamus in jus; multis rnentula millibus redempta, non est haec tua, Basse; vendidisti;
Polemón el filósofo fue equitativamente llevado ante la justicia por su esposa, por el motivo de ir sembrando en terreno estéril el fruto debido al campo genital; y no hablemos de los vejestorios que se unen con mujeres jóvenes pues éstas en pleno matrimonio son de condición peor que las vírgenes y las viudas. Considerámoslas como bien provistas porque tienen un hombre junto a ellas, como los romanos tuvieron por violada a la vestal Clodia Laeta a quien Calígula se acercara, aun cuando luego se probase que ni siquiera la había tocado. Ocurre precisamente todo lo contrario, pues por aquel medio se recarga su necesidad, por cuanto el rozamiento y compañía del macho hacen despertar el calor que en la soledad permanecería más sosegado; y verosímilmente, por esta causa de que su castidad recíproca fuera más meritoria, Boleslao, y Kinye, su esposa, reyes de Polonia, hicieron de ella voto de común acuerdo estando juntos en el lecho el día mismo de sus bodas, manteniéndola en las barbas mismas de los goces maritales.
Educámoslas desde la infancia para el juego del amor: sus gracias, sus adornos, su ciencia, sus palabras, toda su instrucción miran únicamente a ese fin. Sus gobernantas no las imprimen cosa distinta del semblante amoroso con sólo representárselo constantemente para que lo odien. Mi hija (es todo cuanto poseo en punto a criaturas) se encuentra en la edad en que las leyes consienten casarse a las más ardientes; es de complexión tardía, fina y delicada, y ha sido educada por su madre por el mismo tenor, conforme a los principios de una vida retirada y encajonada, tanto que apenas comienza ahora a desembobarse de la simpleza infantil. Como leyera un día en mi presencia un libro francés, tropezó con la palabra fouteau, nombre de un árbol conocido, y la señora a cuyo cargo está encomendada la detuvo de pronto con alguna brusquedad, haciéndola deslizar por encima de este mal paso. Yo no me hice cargo de la cosa por no trastornar sus disciplinas, pues en manera alguna me inmiscuyo en esa receptiva: el gobernamiento femenino sigue una marcha misteriosa que precisa dejar a las mujeres encomendadas; pero si no me engaño, diré que ni siquiera el comercio de seis meses consecutivos con veinte lacayos juntos hubiera sabido imprimir en su fantasía la inteligencia, el uso y todas las consecuencias del sonido de esas sílabas criminales, como lo hizo la buena anciana con su reprimenda y prohibición.
Motus doceri gaudet Ionicos matura virgo, et frangitur artubus jam nunc, et incestos amores
de tenero meditatur ungui.
Que las damas prescindan algún tanto de la ceremonia; que sean libres en el hablar; nosotros somos unas pobres criaturas comparadas con ellas en esta ciencia. Oídlas representar nuestros perseguimientos y nuestras conversaciones, y os harán creer, a no caber la menor duda, que nosotros no las enseñamos nada que ya no supieran y hubieran digerido sin nuestro concurso. ¿Será verdad lo que Platón afirma, o sea que antes que mujeres fueron jóvenes desenfrenados? Mi oído se encontró un día en lugar donde pudo atrapar un poco de la charla que entre ellas sostienen cuando creen que nadie las oye. ¡Que no pueda yo decir lo que oí! ¡Santo Dios! (exclamé yo), vamos ahora a estudiar las frases de Amadís y las de mis registros de Bocaccio y el Aretino, para no quedar deslucidos. ¡Bonito modo tenemos de emplear nuestro tiempo! No hay palabra, ni ejemplo, ni acción que no conozcan mejor que nuestros libros: es esta una ciencia que germina en sus venas,
Et mentem Venus ipsa dedit,
y que esos buenos preceptores que se llaman naturaleza, juventud y salud soplan constantemente en su alma; no tienen necesidad de aprenderla, porque la engendran
Nec tantum niveo gavisea est ulla columbo compar, vel si quid dicitur improbius, osenta mordenti semper decerpere rostro, quantum praecipue multivola est mulier.
Si no se detuviera algo sujeta esta natural violencia de sus deseos por el temor y honor de que se las ha provisto, nos difamarían. Todo el movimiento del universo se resuelve y encamina a este acoplamiento; es una materia infusa por doquiera, y un centro al cual todas las cosas convergen. Todavía se ven ordenanzas de la antigua y prudente Roma, cuya misión era reglamentar el amor; y los preceptos de Sócrates para instrucción de las cortesanas:
Necnon libelli stoici inter sericos jacera pulvillos anant:
Zenón entre sus leyes reglamentaba también los esparrancamientos y sacudidas del desdoncellar. ¿Qué espíritu informaba el libro de la conjunción carnal, del filósofo Estrato? ¿De qué trataba Teotrasto en los que intituló, uno el Amoroso y otro del Amor? ¿De qué Aristipo en el suyo de las Antiguas Delicias? ¿Adónde van a parar las descripciones tan amplias y vivientes que hace Platón de los amores más arriesgados de su tiempo? ¿Y el libro el Amoroso de Demetrio Falereo? ¿Y Clinias, o el Amoroso forzado, de Heráclito Póntico? ¿Y Antístenes en el procrear hijos o de las Bodas, y en otro que llamó del Maestro, o del Amante? ¿Y el que Aristo nombró de los Ejercicios amorosos? ¿Y, en fin, los de Cleanto, uno del Amor y otro del Arte de amar; los Decálogos amorosos, de Sfereo; la fábula de Júpiter y Juno, de Crisipo, que llega al colmo de la desvergüenza, y sus cinco epístolas impregnadas de lascivia? Y todo esto, dejando a un lado los escritos de los filósofos que siguieron la secta epicúrea, protectora de los placeres. Cincuenta deidades fueron en lo antiguo protectoras del oficio de desdoncellar, y nación hubo donde para adormecer la concupiscencia de los devotos, había prestas en las iglesias doncellas y muchachos para ser disfrutados, siendo una parte de la ceremonia el servirse de ellos antes de comenzar los oficios: nimirum propter continentiam incontinentia necessaria est; incendium ignibus exstinguitur.
Esta parte de nuestro cuerpo fue deidificada en casi todo el mundo. En una misma provincia los unos se la desollaban para ofrecer y consagrar un fragmento de ella; los otros consagraban y ofrecían su semilla. En algunos sitios los jóvenes se la atravesaban en público, oradaban diversos puntos entre cuero y carne, y por estas aberturas hacían asar palillos, los más gruesos y largos que podían sufrir; luego encendían lumbre con ellos para ofrenda a sus dioses, y eran considerados como flojos e impuros si la fuerza de ese dolor cruento los transía. En algunas regiones el magistrado más reverendo alcanzaba dignidad sagrada por sus órganos, y en algunas ceremonias la efigie era llevada pomposamente en honor de diversas divinidades. Las damas egipcias en la fiesta de las Bacanales llevaban colgado al cuello un falo de madera minuciosamente trabajado, pesado y grande, cada una según su resistencia; además la imagen de su dios ostentaba uno que sobrepujaba en longitud el resto del cuerpo. Las mujeres casadas, no lejos de mi comarca, forjan con su cofia una figura que cae sobre su frente para gloriarse del placer que las procura, y en llegando a la viudez a echan atrás enterrándola bajo su peinado. En Roma las matronas más prudentes se honraban ofreciendo flores y coronas a Priapo, y sobre las partes menos honestas de este dios hacían sentar a las vírgenes en la época de sus bodas. No estoy seguro, pero se me figura haber visto en mi tiempo una ceremonia parecida. ¿Qué significaba esa ridícula pieza en los calzones de nuestros padres, que todavía se ve en los suizos de la guardia real? ¿Y la nuestra que aun en el día presentamos con todos sus contornos, bajo nuestros gregüescos, y lo que aún es más de lamentar, que abultamos más allá de sus medidas por impostura y falsedad? Ganas me dan de creer que esta suerte de vestidura fue ideada en los mejores y más honrados siglos para no engañar a las gentes; para que cada cual mostrase en público lo que particularmente presentaba, y los pueblos más sencillos en sus usos lo ostentan, todavía sin aumentos. Entonces se enseñaba la ciencia de medir y vestir este órgano, como hoy, miden, visten y calzan el brazo y el pie. Aquel buen hombre que en mi juventud castró tantas hermosas y antiguas estatuas en la gran ciudad donde vivía para no corromper la vista de las gentes, siguiendo el parecer de este otro antiguo hombre bueno,
Flagitii principium est, nudare inter cives corpora,
debió tener en cuenta que en los misterios de la buena diosa toda apariencia masculina permanecía oculta, e igualmente que con su cruenta medida nada conseguía si no castraba igualmente a los caballos, a los asnos y, en fin, a la naturaleza toda:
Omme adeo genus in terris, hominumque, ferarumque, et genus aequoreum, pecudes, pictaeque volucres, in furias ignemque ruunt.
Los dioses, dice Platón, nos proveyeron de un órgano desobediente y tiránico que, como animal furioso, se obstina por la violencia de sus apetitos en someterlo todo a su imperio; lo propio acontece a las mujeres con el suyo: cual animal glotón y ávido, si se le niegan los alimentos en el momento en que los ha menester, se encoleriza por no admitir espera, y exhalando su rabia espumante en el cuerpo de aquélla, obstruye los conductos y detiene la respiración, causando mil suertes de males, hasta que habiendo absorbido el fruto de la sed común, fue regado copiosamente y sembrado el fondo de su matriz.
De suerte que debió advertir también el castrador de estatuas que acaso sea una más honesta y fructuosa costumbre hacer a las mujeres tempranamente conocer el natural a lo vivo, que dejarlas adivinarlo según la libertad y el calor de su fantasía; en lugar de las partes auténticas sustituyen ellas por deseo y esperanza otras que son tres veces mayores; uno a quien yo conocí se perdió por haber hecho el descubrimiento de las suyas cuando no estaba todavía en posesión de ponerlas en su uso más serio y conveniente. ¿Qué trastornos no ocasionan esas enormes pinturas que los muchachos van esparciendo por los pasillos y escaleras de las casas reales? De aquí nace el cruel menosprecio con que miran nuestra medida natural. ¿Quién sabe si Platón al ordenar, siguiendo el ejemplo de otras repúblicas bien instituidas, que hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se presentaran desnudos los unos delante de los otros en sus gimnasios, tuvo presente lo que al principio dije? Las indias, que ven a los hombres en pelota, refrescaron al menos el sentido de la vista; y digan lo que quieran las mujeres del dilatado reino del Pegu, las cuales por bajo de la cintura no tienen para cubrirse sino una banda de lienzo hendida por delante, tan estrecha, que por mucho decoro que quieran guardar a cada paso muestran sus partes al descubierto, en punto a afirmar que esto es una invención ideada con el fin de atraer los hombres y acercarlas los machos, a los cuales ese país está por completo abandonado, podría decirse que con semejante vestidura pierden más que ganan, y que un hambre entera es más ruda que la que se calmó al menos con los ojos. Por eso Livia decía «que para una mujer de bien un hombre desnudo en nada difiere de una imagen». Las lacedemonias, más vírgenes que nuestras hijas, veían a diario a los jóvenes de su ciudad despojados de ropas en sus ejercicios; ellas mismas eran poco minuciosas para cubrir sus muslos al andar, considerándolos, como Platón dice, sobrado ocultos con su virtud, sin cota ni malla. Pero aquellos otros, de quienes habla san Agustín, que pusieron en duda si las mujeres el día del juicio final resucitarán en su propio sexo o más bien en el nuestro, para no tentarnos todavía en aquel solemne momento, concedieron un maravilloso influjo de tentación a la desnudez. Se las adiestra, en suma, y encarniza por todos los medios imaginables; nosotros escaldamos e incitamos su imaginación sin tregua ni reposo y luego culpamos al vientre. Confesemos abiertamente la verdad; apenas hay ninguno de entre nosotros que no temiera más la deshonra que los vicios de su mujer le acarrean de lo que teme a los suyos propios; que no cuide más (¡extraordinario ejemplo de caridad!) de la conciencia de su buena esposa que de la suya propia; que mejor no prefiera ser, ladrón y sacrílego, y su mujer criminal y hereje, que el que ella ni fuera más casta que su marido: ¡inicuo modo de juzgar los vicio! Así ellas como nosotros somos capaces de mil corrupciones más perversas y desnaturalizadas que la lascivia; lo que ocurre es que cometemos y pesamos los vicios, no según su naturaleza, sino conforme a nuestro interés: por eso adoptan tantas formas desiguales.
El ansia de nuestros deseos convierte la aplicación de las mujeres a este vicio en más áspera y enfermiza de lo que es realmente la naturaleza misma de él, procurándole al par consecuencias peores de las que nacen de su causa. Mejor ofrecerán las damas ir a palacio a buscar fortuna y a la guerra nombradía, que conservar en medio de la ociosidad y de las delicias una cosa de tan difícil guardar. ¿No ven ellas que no hay comerciante, ni procurador, ni soldado que no abandonen su tarea para correr a esta otra, y al mozo de cordel y al zapatero remendón, rendidos de fatiga y aliquebrados por el trabajo y el hambre
Num tu, quae tenuit dives Achremenes, aut pinguis Phrygiae Mygdonias opes, permutare velis crine Licymniae, plenas aut Arabum domos, dum fragantia detorquet ad oscula cervicem, aut facili saevitia negat, quae poscente magis gaudeat eripi, interdum napere occupet?
Yo no sé si las hazañas de César y Alejandro sobrepujan en rudeza la resolución de una joven hermosa educada a nuestro modo, a la luz y comercio del mundo, formada con el concurso de tantos ejemplos contrarios, y que se mantiene entera en medio de mil continuos y vigorosos perseguimientos. No hay quehacer tan espinoso como este no hacer, ni tampoco más activo; creo más fácil llevar coraza toda la vida que guardar la doncellez: y el voto de castidad lo considero como el más noble de todos, por ser el más penoso: Diaboli virtus in lumbis est, dice san Jerónimo.
Efectivamente, el más arduo y vigoroso de los humanos deberes encomendámoslo a las damas, sustrayéndolas la gloria. Esto debe servirlas de singular aguijón para obstinarse, y de magnífico punto de apoyo para desafiarnos y pisotear la preeminencia vana de valer y virtud que sobre ellas pretendernos poseer: siempre encontrarán, si así lo quieren, la manera de ser, no sólo más estimadas, sino también más amadas. Un galán no abandona su empresa por ser repelido, siempre y cuando que se trate, de un repelimiento de castidad, no de elección. Inútil es que juremos, que amenacemos y que nos quejemos: no hay golosina semejante a la cordura cuando no es ruda ni huraña. Es estúpido y cobarde el obstinarse contra el odio y el menosprecio, pero ponerse frente a una resolución virtuosa y firme que va mezclada con una, voluntad reconocida, es el ejercicio de un alma noble y generosa. Pueden las damas reconocer nuestros servicios hasta cierto límite y hacernos experimentar honestamente que no nos menosprecian, pues esa ley que las ordena abominarnos porque las adoramos y odiarnos porque las amamos es cruel, aun cuando no sea más que por su dificultad. ¿Por qué no han de oír nuestras ofertas y peticiones en tanto que se mantengan dentro del deber y la modestia? ¿Qué importa el que se adivine que en su interior experimentan algún sentido más libre? Una reina de nuestro tiempo decía ingeniosamente «que rechazar esos asedios es testimonio de flaqueza, y acusación de la propia facilidad; y que una mujer no sitiada carecía de derecho para encomiar su castidad». Los límites del honor no son tan encajonados ni reducidos; pueden ensancharse y procurarse alguna libertad sin incurrir en culpa: más allá de sus fronteras se descubre una extensión libre, indiferente y neutra. Quien pudo franquearla y sujetar con la violencia hasta en su rincón y su fuerte, es un hombre desmañado cuando no se satisface de su andanza: el valor de la victoria se mide por la dificultad. Queréis saber el efecto que en su corazón produjeron vuestra servidumbre y vuestros méritos: tal puede más otorgar que se queda corto. La obligación del beneficio se relaciona por entero con la voluntad del que da; las otras circunstancias que acompañan al bien obrar son mudas, muertas y casuales: ese poco le cuesta más otorgarlo no todo a su compañera. Si en algún caso la rareza sirve de estimación, debe ser en el presente; no miréis lo poco que es, sino lo poco que hay: el valor de la moneda cambia según los sitios y lugares. Aunque el despecho y la indignación de algunos puedan hacerlos murmurar movidos por el exceso de su descontento, siempre la virtud y la verdad ganan de nuevo el lugar merecido. Yo he visto algunas cuya reputación fue largamente injuriada, colocarse en la estimación general de los hombres por virtud de su propia constancia, sin cuidados ni artificios; cada cual se arrepiente y se desmiente de lo que creyera; damas que fueron un tanto sospechosas ocupan luego el primer rango entre las de honor más acrisolado. Como alguien dijera a Platón: «Todo el mundo dice mal de vosotros.» «Dejadlos decir, repuso, viviré de suerte que los haga cambiar de manera de ver.» A pesar del temor de Dios y el premio de una gloria tan rara, la corrupción secula las fuerza, y si yo estuviera en su lugar nada haría menos que poner mi reputación en manos tan peligrosas. En mi tiempo, el placer de referir hazañas (cuya dulzura equivale al realizarlas) sólo era consentido a aquellos que tenían algún amigo fiel y único: al presente las conversaciones ordinarias de las asambleas y las de sobremesa constitúyenlas las jactancias de los favores recibidos y la secreta cualidad de las damas. En verdad es abyecto y declara bajeza de corazón el dejar así con altivez perseguir, encenagar y destrozar esas ingratas, tan indiscretas y tan sin seso.
Esta nuestra exasperación inmoderada e ilegítima contra el vicio de que hablo, nace de la más vana y tormentosa enfermedad que aflige a las humanas almas, que son los celos.
Quis vetat apposit lumen do lumine sumi? Dent licet assidue, nil tamen inde perit.
Los celos y la envidia, hermana de ellos, se me antojan las más absurdas de la comitiva. De la segunda apenas si yo puedo decir nada: esa pasión que se pinta tan poderosa y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea loado, influencia alguna sobre mí. En cuanto a la otra, de vista la conozco al menos. Los animales la experimentan. Enamorado de una cabra el pastor Cratis, el cabrón le sorprendió dormido, y movido por los celos hizo chocar su cabeza contra la de su rival, despachurrándosela. Nosotros hemos llegado al último límite de esa fiebre, a imitación de algunas naciones bárbaras: las mejor disciplinadas fueron por los celos afectadas, lo cual es razonable, mas no transportadas:
Ense maritali nemo confossus adulter purpereo Stygias sanguine tinxit aquas.
Luculo, César, Pompeyo, Catón, Marco Antonio y otros hombres honrados fueron cornudos, y lo supieron, sin que por ello excitasen ningún tumulto. Hacia la época en que esos varones vivieron, sólo hubo un individuo insulso, llamado Lépido, que sucumbió de celosa angustia:
Ah!, tum te miserum maliqui fati, quem attractis pedibus, patente porta, pecurrent raphanique mugilesque.
Y el dios de nuestro poeta, cuando sorprendió con su mujer a uno de sus compañeros, se contentó con avergonzarle por su hazaña,
Atque aliquis de dis non tristibus optat sic fieri turpis;
sin dejar, sin embargo, de encenderse por las blandas caricias con que la dama al galán brindaba, quejándose de que ella hubiera entrado en desconfianza de su afección:
Quid causas petis ex alto?, fiducia cessit quo tibi, diva, mei?
y hasta llega la dama a solicitar licencia para engendrar un bastardo,
Arma rogo genitrix nato.
que le es liberalmente concedida. Vulcano habla con honor de Eneas,
Arma acri facienda viro,
de una humanidad a la verdad más que humana, exceso de bondad que yo consiento el que a los dioses se arrebate:
Nec divis homines componier aequum est.
Por lo que toca a la confusión de hijo si aparte de que los legisladores más graves la aprueban y ordenan en todas sus constituciones, es cosa que a las mujeres no incumbe, en las cuales la pasión celosa es no sé cómo más sosegada:
Saepe etiam Juno, maxima caelicorum, cunjugis in culpa flagravit quotidiana.
Cuando los celos se apoderan de las almas pobres, débiles y sin resistencia, compasión inspira el ver cómo las atormentan y tiranizan, y cuán cruelmente. Insinúanse so color de amistad, mas luego que en aquéllas prenden, las mismas causas que a la benevolencia servían de fundamento forman la raíz del odio capital. Entre todas las enfermedades del espíritu, es ésta a la que más cosas alimentan y nutren y la que menos remedios encuentra: la salud, la virtud, el mérito y la reputación del marido son la incendiaria tea de su mal talante y de su rabia:
Nullae sunt inimicitiae, nisi amoris, acerbae.
Esta fiebre corrompe y afea cuanto las damas tienen de hermoso y bueno; y de una mujer a quien los celos matan, por casta y hacendosa que sea, no hay acción que no respire el agrior y la importunidad; es una revolución rabiosa que las lanza a una extremidad en todo contraria a la causa que reconoce por origen; lo cual vemos bien comprobado por Octavio en Roma, quien habiendo pernoctado con Poncia Postumia, aumentó por el goce el amor que la profesaba y frenéticamente abrazó la idea de casarse con él; pero como no llegara a persuadirle ese amor extremo precipitó al amante a la más cruel y mortal de las enemistades, concluyendo por matarla. Análogamente los síntomas ordinarios de esa otra enfermedad amorosa son los odios intestinos, las cábalas y las conjuras:
Notumque furens quid femina possit,
y una rabia que se corroe tanto más cuanto que se ve sujeta a encubrirse con pretextos de benevolencia.
Ahora bien; el deber que la castidad impone es por naturaleza amplísimo. ¿Es la voluntad lo que queremos que contraigan?. Ésta es de nuestro mecanismo una de las partes más flexibles y activas, poseedora de una prontitud demasiado rápida para que sea dable contenerla. ¡Cómo poder embridarla si los sueños las llevan a veces tan adentro que son ya incapaces de pararse? No reside en ellas ni acaso tampoco en la castidad misma, puesto que ésta es hembra, el defenderse contra las concupiscencias del deseo. Si su voluntad sólo es lo que nos interesa, ¿adónde vamos a parar? Imaginad la cosecha enorme que se procuraría quien tuviera el privilegio de ser conducido resistentemente armado, sin ojos y sin lengua en las manos de cada una que por amante le aceptara. Las mujeres de Escitia saltaban los ojos a todos sus esclavos y prisioneros de guerra para disfrutarlos, de una manera más libre y encubierta. En este punto la oportunidad es una ventaja inconmensurable. A quien me preguntara cuál es la primera condición del amor, yo le respondería que el saber acudir en tiempo oportuno; y lo mismo la segunda y la tercera: ésta es una circunstancia que lo puede todo. Frecuentemente, la fortuna dejó de serme favorable, mas otras mi iniciativa fue escasa: Dios preserve de mal a quien de ello es capaz de mofarse. En este siglo en que vivimos hay escasez de arrojo, lo cual nuestras jóvenes excusan so pretexto de calor ardiente, pero si de cerca lo consideraran, encontrarían que proviene más bien de menosprecio. Supersticiosamente temía yo inferir ofensa, pues respeto de buen grado lo que amo; y por otra parte quien de este comercio aleja la reverencia, borra a la par su lustre principal: yo gusto que niñeemos un poco; que nos mostremos temerosos y servidores rendidos. Si no por entero en este particular, por respectos distintos me dominan algunos resquicios de la vergüenza torpe de que habló Plutarco y por ella fui herido y manchado durante el curso de mi vida, lo cual constituye una cualidad que mal se aviene con mi común manera de ser. Así nos hallamos formados de cualidades que se contradicen y discrepan. Mis ojos son tan débiles para resistir un feo como para planificarlo, y me cuesta tanto solicitar del prójimo, que en las ocasiones en que el deber me forzó a experimentar la voluntad de alguien en cosa dudosa y de coste lo hice débilmente y de mala gana. Pero si a mí particularmente toca la comisión, aunque con verdad diga Homero «que para el indigente es torpe virtud la vergüenza», ordinariamente encomiendo a un tercero que enrojezca en mi lugar; y lo propio hago cuando alguno no emplea en dificultad semejante, de tal suerte que a veces me aconteció tener la voluntad de negar, mas la fuerza estuvo ausente.
Es, pues, locura intentar la sujeción en las mujeres de un deseo que las es tan hirviente y natural. Cuando las oigo enaltecerse de tener su voluntad tan virgen y tan fría, sonrío; ellas retroceden demasiado. Si se trata de una vieja decrépita y desdentada, o de una joven seca y ética, aunque del todo no sea creíble, al menos motivos tienen para declararlo. Mas aquellas que se mueven y todavía respiran empeoran la causa que defienden, por cuanto las inconsideradas excusas sirven de acusación; como sucedió a un gentilhombre de mi vecindad a quien de impotencia se sospechaba,
Languidior tenera cui pendens sicula beta nunquam se mediam sustulit ad tunicam,
tres o cuatro días después de sus bodas andaba jurando resueltamente que había efectuado veinte viajes la noche precedente, por donde procuró armas para que le convencieran de ignorancia supina, y para que le descasaran. Debe además tenerse presente que con aquellas bravatas nada se dice de consecuencia, pues no hay continencia ni virtud sin la lucha que a ellas nos encaminan. Verdad es, preciso es decirlo, mas yo no estoy presto a rendirme; los santos mismos hablan del mismo modo. Entiéndase de las que se alaban a ciencia cierta de frialdad e insensibilidad y quieren ser creídas mostrando serio el semblante; pues cuando éste es afectado, cuando los ojos desmienten las palabras y la jerga profesional produce un efecto contrario al que se apetece, la encuentro buena. Yo me inclino de buen grado ante la ingenuidad y la libertad; mas no hay término medio posible: cuando aquélla no es de todo en todo simplona e infantil, es inepta y sienta mala a las damas en este comercio, torciendo muy luego hacia la desvergüenza. Sus disfraces y sus gestos no engañan sino a los tontos. El mentir reside en lugar de honor: una vuelta es lo que nos conduce a la verdad por la puerta falsa. Si ni siquiera nos es dable contener su imaginación, ¿qué pretendemos de ella? Bastantes hay que escapan a toda comunicación extraña, por los cuales la castidad puede ser corrompida;
Illud saepe facit, quod sine teste facit:
y los que tememos menos son quizás los más temibles; sus pecados mudos son de entre todos los peores:
Offendor moecha simpliciere minus.
Efectos hay que pueden hacer perder el pudor sin impudor y, lo que es más singular todavía, sin que ellas mismas lo conozcan: obstetrix, virginis cujusdam integritatem manu cvelut explorans, sive malevolentia, sive inscitia, sive casu, dum inspicit perdidit: tal extravió su virginidad por haberla buscado; tal otra divirtiéndose la mató. No podríamos puntualmente circunscribirlas los actos que las prohibimos; es preciso que reciban nuestra ley envuelta en palabras generales e inciertas: la idea misma que nos forjamos de su castidad es ridícula, pues entre los ejemplos más relevantes que conozco figura Fatua, mujer de Fauno, quien no se dejó ver después de sus bodas de ningún macho, y la de Hierón, que no echaba de ver que a su marido le apestaba el aliento, considerando que ésa era una circunstancia común a todos los hombres: solicitamos que se conviertan en insensibles o invisibles para satisfacernos.
Ahora bien, confesemos que el nudo del juzgar en lo que con este deber toma reside principalmente en la voluntad. Maridos hubo que sufrieron este percance, no sólo sin censurar ni castigar a sus mujeres, sino con singular obligación y recomendación de la virtud de ellas. Tal que anteponía el honor a la vida prostituyó aquél al apetito desenfrenado de un mortal enemigo por salvar la existencia de su esposo, realizando por él lo que en modo alguno por sí misma hubiera hecho. No es esto lugar adecuado para esparcir ejemplos análogos; son sobrado elevados, y ricos en demasía para representarlos en el tenor como aquí escribo; guardémoslos para un sitial más noble. Mas por lo que toca a casos de significación menos grande, ¿no vemos a diario entre nosotros que por la sola utilidad de sus maridos se entregan? ¿y por orden y expresa intervención de ellos? En la antigüedad Faulio, el argiense, ofreció la suya al rey Filipo para saciar su ambición; y por cortesanía Galba puso la propia en brazos de Mecenas a quien éste había convidado a un festín: viendo que su mujer y él comenzaban a conspirar mediante ojeadas y señas, se dejó caer en el sofá como un hombre ganado por el sueño para volver la espalda a estos amores, lo cual confesó buenamente, pues habiendo en el instante mismo un criado tenido el arrojo de poner la mano en los vasos que en la mesa había, gritolo como si tal cosa: «¿Cómo se entiende, bribón? ¿no ves que sólo para Mecenas duermo?» Tal hay de costumbres desbordadas cuya voluntad es más enmendada que la de otra que se conduce bajo ordenada apariencia. Como vemos quienes se quejan de haber sido consagradas a la castidad antes de la edad en que penetrar pudieran el alcance de tal voto, encontramos también otras que se lamentan de haber sido lanzadas a la prostitución antes de comprender sus consecuencias. El vicio paternal puede ser la causa, o el empuje de la necesidad, que es dura consejera. En las Indias orientales la castidad era considerada como particularmente recomendable; la costumbre, sin embargo, consentía que una mujer casada pudiera abandonarse a quien la presentaba un elefante, y a más se añadía a ello alguna gloria por haber sido en tan alto precio estimada. Fedón, el filósofo, hombre honrado, después de la toma de su país de Elida, prostituyó y comerció con la belleza de su juventud mientras se mantuvo verde, con quien quiso, por dinero contante para procurarse medios de vivir. Y Solón, dícese que fue el primero en Grecia que por virtud de sus leyes concedió a las mujeres libertad a expensas del pudor, para socorrer las necesidades de su vida, costumbre que Herodoto dice haber sido recibida en algunas otras naciones. Y después de todo, ¿qué fruto se alcanza de la solicitud penosa que los celos nos acarrean? Por justicia que en esta pasión haya, precisa sabor además si útilmente nos conduce. ¿Hay alguien, que merced a los esfuerzos de su industria se crea capaz de tapiarlas?
Pone seram; cohibe: sed quis custodiet ipsos custodes?, cauta est, et ab illis incipit uxori:
¿qué artimaña no las basta en un siglo tan competente?
La curiosidad es en todas las cosas instrumento vicioso, mas en este particular es pernicioso por añadidura: es locura querer darse cuenta de un mal para el cual remediar no hay medicina que no lo empeore y reagrave, del cual la vergüenza, se aumenta y publica principalmente por los celos, cuya venganza hiere más a nuestros hijos de lo que a nosotros nos alivia. Os secáis y morís en el inquirimiento de una comprobación tan tenebrosa. ¡Cuán lastimosamente llegaron a ella aquellos de mis conocidos que lograron tocarla! Si el advertidor no procura al par que la noticia su remedio y su socorro, el advertimiento es injurioso y merece mejor una puñalada que la negación del delito. No es objeto de burlas menores quien se encuentra apenado buscando la cansa de su deshonra que aquel que de todo la ignora. El carácter de la cornamenta es indeleble; a quien una vez le crecieron no se le caen jamás: el castigo más que los efectos lo declara. ¡Bueno es eso de querer arrancar de la sombra y de la duda nuestras desdichas privadas para trompetearlas en andamios trágicos! Errado proceder si los hay, puesto que estos males no punzan sino por la divulgación: buena esposa y matrimonio bueno se dice, no de quienes realmente lo son, sino de quienes las cualidades se callan. Es preciso ingeniárselas de suerte que se evite este molesto e inútil conocimiento; por eso los romanos acostumbraban al volver de viaje a enviar un emisario a sus casas a fin de anunciar su llegada a las mujeres para no sorprenderlas infraganti, y por eso en cierta nación se ha introducido el uso de que el sacerdote abra la senda a la desposada el día de sus bodas para apartar del recién casado la duda y la curiosidad de investigar este primer ensayo si la mujer viene virgen a sus manos o encentada de un amor extraño.
Mas de ello el mundo hace su comidilla. Conozco cien cornudos que son honradas gentes con indecencia escasa; un hombre cabal es por ello compadecido, mas no desestimado. Haced que vuestra virtud ahogue vuestra desdicha; que las gentes buenas la maldigan; que el que os ofendió se estremezca solamente de pensar en su delito. Y en último término, ¿de quién no se habla en este sentido, desde el más chico al más grande?
Tot qui legionibus imperitavit, et melior quam tu multis fui, improbe, rebus.
¿No ves cómo se zambulle en este coronamiento en tu presencia a tantas gentes irreprochables? Piensa, y harás cuerdamente, que tú no eres excepción en otra parte. Pero, ¿qué más? Hasta las damas se burlarán. ¿Y de qué se mofan con más regocijo que de un hogar tranquilo y bien avenido? Cada uno de vosotros hizo cornudo a alguien, y sabido es que la naturaleza obra en todo de modo semejante, así en sus compensaciones como en sus vicisitudes. La frecuencia de este accidente debe desde ahora modificar su agriura: pronto lo veremos cambiado en costumbre.
¡Miserable pasión a cuyo amargor se junta todavía el dolor de ser incomunicable!
Fors etiam nostris invidit questibus aures:
pues ¿cuál será el amigo a quien osaréis comunicar vuestro duelo que si de él no se ríe no se sirva con palabras de encaminamiento e instrucción para tomar él mismo su parte en el botín? Así las dulzuras como los agriores del matrimonio, las gentes prudentes los guardan secretos; y entre las demás circunstancias importunas que le circundan, ésta, para un hombre lenguaraz como yo soy, es de las principales que la costumbre hizo indecorosa y de comunicar a nadie; lo que de ella se sabe como lo que con ella se siente.
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