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Ensayo como forma literaria (página 7)


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Los príncipes me otorgan mucho si no me quitan nada; y me hacen bien suficiente cuando no me infieren mal alguno: es todo cuanto yo les pido. ¡Oh, cuán obligado estoy a Dios por haberle placido que yo recibiera inmediatamente de su gracia todo cuanto tengo! ¡Cuánto de que haya retenido particularmente mi deuda entera! ¡Cuán encarecidamente suplico a su santa misericordia que jamás yo deba a nadie un servicio esencial! ¡Franquicia dichosísima que ya tan adentro de la vida me condujo! ¡El Señor quiera que así acabe! Yo procuro no tener de nadie necesidad ineludible; in me omnes spes est mihi, y esto es cosa que todos pueden intentar, pero más fácilmente aquellos a quienes Dios puso al abrigo de las necesidades urgentes y naturales. Lastimosa y propensa a riesgos es la dependencia ajena. Nosotros mismos, que somos la dirección más justa y la más segura, no estamos bastante asegurados. Nada tengo que mejor me pertenezca que yo mismo, y sin embargo, esta posesión es en parte cosa de préstamo y defectuosa. Yo me ejercito lo mismo del lado animoso, que es el más esencial, que del fortuito, a fin de encontrar en ellos con qué satisfacerme cuando todo lo demás me haya abandonado. Eleo Hippias no se proveyó solamente de ciencia para en el regazo de las musas poder gozosamente apartarse de todo otro comercio en caso necesario ni solamente del conocimiento de la filosofía para enseñar a su alma a contentarse consigo misma, prescindiendo varonilmente de las ventajas exteriores cuando el acaso así lo ordenó: igual esmero puso en aprender a guisar su comida, a rasurarse, a prepararse sus vestidos, sus zapatos y sus bragas, para vivir sin auxilio extraño cuanto en su mano estuviera, y sustraerse al socorro ajeno. Se goza mucho más libre y regocijadamente de los bienes prestados cuando no se trata de un bien obligado al cual la necesidad nos empuja; y cuando se cuenta en sí mismo, en su voluntad y en su fortuna, con fuerzas y medios para de ellos prescindir. Yo me conozco bien, pero me es difícil imaginar ninguna liberalidad de nadie para conmigo por nítida que sea, ninguna hospitalidad, que no se me antojen desdichadas, tiránicas, y de censura impregnadas, si la necesidad a ella me hubiera sujetado. Como el dar es cualidad ambiciosa y de prerrogativa, así el aceptar es cualidad de sumisión; testimonio de ello es el injurioso y pendenciero desdén que hizo Bayaceto de los presentes que Tamerlán le enviara; y los que se ofrecieron de parte del emperador Solimán al emperador de Calcuta abocaron a éste a despecho tan grande, que no solamente los rechazó vigorosamente, diciendo que ni él ni sus predecesores acostumbraron nunca a aceptar beneficios, y que su misión era el procurarlos, sino que además hizo zambullir en un foso a los embajadores que le enviaran a este efecto. Cuando Tetis, dice Aristóteles, alaba a Júpiter; cuando los lacedemonios ensalzan a los atenienses, no los refrescan la memoria con los bienes que les hicieran, cosa siempre odiosa, recuérdanles las acciones buenas que de ellos recibieran. Aquellos a quienes veo tan llanamente utilizar a sus semejantes y con ellos adquirir compromisos, no harían tal si como yo saboreasen la dulzura de una libertad purísima, y si tantearan tanto cuanto un varón prudente debe pesar lo que una obligación sujeta: quizás ésta se paga algunas veces, pero jamás se logra que desaparezca. ¡Agarrotamiento cruel para quien ama la franquicia de sus brazos y su libertad en todos sentidos! Mis conocimientos, así los que me exceden como a los que yo supero, saben bien que jamás vieron un hombre que menos solicitara, pidiera ni suplicara, y que menos estuviera a cargo ajeno. Si en mí se cumplen estas condiciones mejor que en ninguno de nuestro tiempo no es maravilla grande, tanto mis costumbres a ello naturalmente contribuyen un poco de natural altivez, la impaciencia con que soportaría el no ser atendido, la exigüidad de mis deseos y designios, la inhabilidad en toda suerte de negocios y mis cualidades más favoritas, que son la ociosidad y la franqueza. Por todas estas causas tomé odio mortal a depender de ningún otro, sólo en mí mismo quise asirme. Hago cuanto puedo por dispensarme, antes que echar mano del beneficio ajeno, ya sea ligero o consistente y cualesquiera que fueran la ocasión y la necesidad. Mis amigos me importunan extraordinariamente cuando me empujan a solicitar de un tercero, pareciéndome apenas menos costoso desobligar a quien no debe, sirviéndome de él, que comprometerme con quien no me debe nada. Aparte de esta cualidad y de la otra, o sea que no exijan de mí cosa de miramiento y cuidado (pues declaré guerra mortal a ambas cosas), me encuentro facilísimo y presto a socorrer las necesidades de todo el mundo. Huí siempre más el recibir que busqué coyuntura de dar, lo cual es más cómodo, como dice Aristóteles. Mi fortuna me consintió escasamente hacer bien a los demás, y esto poco lo distribuyó desacertadamente. Si aquélla me hubiera puesto en el mundo para ocupar algún señalado rango entre los hombres, habríame mostrado ambicioso por hacerme amar, no por ser temido ni admirado: ¿lo diré más descaradamente? Cuidaría más de ser grato que de alcanzar provecho. Ciro, prudentísimamente, y por boca de un muy excelente capitán y todavía mejor filósofo, considera su bondad y sus buenas obras muy por cima de su valor y belicosas conquistas; y el primer Escipión, por donde quiera que pretende significarse, pesa su benignidad y humanidad mucho más que su arrojo y sus victorias, y tiene siempre en sus labios estas palabras gloriosas: «que dejó a sus enemigos tantos motivos de amor como a sus amigos». Quiero, pues, decir, que si precisa deber alguna ha ser a más justo título que la de que vengo hablando, a la cual me compromete la ley de esta guerra miserable, y no una deuda tan enorme cual la de mi total conservación, la cual me abruma.

Mil veces me acosté en mi casa pensando que me traicionarían y acogotarían en la noche misma, encareciendo al acaso que fuera sin horror ni languidez, y exclamando después de mi paternóster:

Impius haec tam culta novalia miles habebit!

¿Qué remedio? Es este el lugar de mi nacimiento y el de mayor parte de mis antepasados; aquí pusieron su nombre y sus afecciones. Endurecémonos a todo lo que tomamos en costumbre, y para una tan raquítica condición como es la nuestra, el hábito es un presente favorabilísimo de la naturaleza, que adormece nuestras sensaciones ante el sufrimiento de muchos males. Las guerras civiles tienen de peor que las demás, entre otras cosas, el obligar a cada cual a estar de centinela en su propia morada:

Quam miserum, porta vitann muroque fueri, vixque suae tutum viribus esse domus!

Es grande apuro el encontrarse ahogado hasta en su hogar y reposo domésticos. El lugar donde yo me mantengo es siempre el primero y el último en las pendencias de nuestros trastornos, y donde la paz nunca se muestra por entero:

Tum quoque,quum pax est, trepidant formidine belli. Quoties pacem fortuna lacessit, hac iter est bellis… Melus, fortuna dedisses orbe sub Eoo sedem, gelidaque sub Areto, errantesque domos.

A veces alcanzo medio de fortificarme contra estas consideraciones con la indiferencia y la cobardía, las cuales también nos llevan a la resolución en algún modo. Ocúrreme en ocasiones imaginar con alguna complacencia los peligros mortales y aguardarlos: me sumerjo en la muerte con el rostro abatido y sin alientos, sin considerarla ni reconocería, cual en una profundidad obscura y muda que me traga en un instante y a la que me arrojaría de un salto, envuelto en un poderoso sueño lleno de insipidez e indolencia. Y en esas muertes cortas y violentas, la consecuencia que yo preveo me procura consolación mayor que el efecto del trastorno. Dicen que así como la vida no es la mejor por ser larga, la muerte es la mejor por no serlo. No me pasma tanto el verme muerto como penetro en confidencia con el morir. Yo me envuelvo y me acurruco en esta tormenta que debe cegarme y arrebatarme furiosamente, con descarga pronta e insensible. ¡Si al menos sucediera, como dicen algunos jardineros, que las rosas y las violetas nacieran más odoríferas cerca de los ajos y las cebollas, tanto más cuanto que estas plantas chupan y atraen el mal olor de la tierra; si de la propia suerte esas naturalezas depravadas absorbieran todo el veneno de mi ambiente y de mi clima convirtiéndome en tanto mejor y más puro con su vecindad, de modo que yo no lo perdiera todo!… Lo cual por desdicha no acontece, pero de esto otro alguna parte puede caberme: la bondad es más hermosa y atrae más cuando es rara; la contrariedad y diversidad retienen y encierran en sí el bien obrar y lo inflaman juntamente, por el celo de la oposición y por la gloria. Los ladrones tienen a bien no detestarme particularmente; tampoco yo a ellos, porque me precisaría odiar a mucha gente. Semejantes conciencias viven cobijadas bajo diversos trajes; semejantes crueldades, deslealtades y latrocinios, y lo que todavía es peor, más cobarde, más seguro y más osado, bajo el amparo de las leyes. Menos detesto la injuria desenvuelta que traidora, guerrera que pacífica y jurídica. Nuestra fiebre vino a dar en mi cuerpo que apenas empeoró: el fuego ya este lo guardaba, la llama sola sobrevino: el tumulto es más grande, pero el mal muy poco mayor. Yo contesto ordinariamente a los que me piden razón de mis viajes «que sé muy bien lo que hago, pero no lo que con ellos busco». Si se me dice que entre los extraños puede también haber salud escasa, y que sus costumbres no valen más que las nuestras, contesto primeramente, que es difícil,

Tam multae scelerum facies

y luego que siempre sale uno ganando al cambiar el mal estado por el incierto; y que los males ajenos no deben mortificarnos tanto como los nuestros.

No quiero echar esto en olvido: nunca me sublevo tanto contra Francia que no mire a París con buenos ojos. Esta ciudad alberga mi corazón desde mi infancia, y con ella me sucedió lo que ocurre con las cosas excelentes: cuantas más poblaciones nuevas y hermosas después he visto, más la hermosura de aquélla puede y gana en mi afección. La quiero por sí misma, y más en su ser natural que recargada de extraña pompa; la quiero tiernamente hasta con sus lunares y sus manchas. Yo no soy francés sino por esta gran ciudad, grande en multiplicidad y variedad de gentes; notable por el lugar donde se asienta, pero sobre todo grande e incomparable en variedad y diversidad de comodidades, gloria de Francia y uno de los más nobles ornamentos del mundo. ¡Qué Dios expulse de ella nuestras intestinas divisiones! Unida y cabal, la creo defendida contra toda violencia extraña; entiendo que entre todos los partidos el peor será aquel que en ella siembre la discordia; nada temo por ella si no es ella misma: y en verdad me inspira tantos temores como cualquiera otra parte de este Estado. Mientras dure París, no me faltará un rincón donde dar rienda suelta a mis suspiros, suficientemente capaz a que yo no lamente todo otro lugar de recogimiento.

No porque Sócrates lo dijera, sino porque a la verdad es así mi manera de ser, y acaso no sin algún exceso, yo considero a los hombres todos como mis compatriotas; y abrazo lo mismo a un polaco que a un francés, subordinando esa unión nacional a la común y universal. Apenas me siento absorbido por las dulzuras de haber venido al mundo en el mismo suelo: las relaciones novísimas y cabalmente mías pareceme que valen cual las otras ordinarias y fortuitas del vecindario; las amistades puras que supimos ganar valen más ordinariamente que aquellas otras que la comunicación del terruño o de la sangre nos procuraron. Naturaleza nos echó a este suelo libres y desatados; nosotros nos aprisionamos en determinados recintos como los reyes de Persia, que se imponían la obligación de no beber otra agua que la del río Choaspes, renunciando por torpeza a su derecho de servirse de todas las demás aguas, y secando para sus ojos todo el resto del universo. Es lo que Sócrates hizo cuando llegó su fin, o sea considerar la orden de su destierro peor que una sentencia de muerte contra su persona; jamás podría yo imitarle; a lo que se me alcanza, nunca me encontraré tan unido ni tan estrechamente habituado a mi país: esas vidas celestiales muestran bastantes aspectos que yo penetro por reflexión, más que a ellos me inclino por afección; y cuentan también otros tan elevados y extraordinarios, que ni por mientes puedo alcanzar, puesto que tampoco soy capaz de concebirlos. Ese rasgo fue bien flaco en un hombre que consideraba el mundo como su ciudad natal; verdad es que menospreciaba las peregrinaciones, y que apenas si había puesto nunca los pies fuera del territorio del Ática. ¿Qué diré del acto que le impulsó a rechazar el dinero de sus amigos para libertar su vida, y de oponerse a salir de la prisión por intermedio ajeno para no desobedecer a las leyes en un tiempo en que éstas estaban ya tan intensamente corrompidas? Estos ejemplos figuran para mí en aquella primera categoría; a la segunda corresponden otros que podría encontrar en el mismo personaje; muchos de ellos son raros procederes que sobrepujan los límites de mis acciones, y algunos superan además el alcance de mi juicio.

Aparte de las razones dichas, me parece el viajar un ejercicio provechoso: el alma adquiere en él una ejercitación continuada, haciéndose cargo de las cosas desconocidas y nuevas; y yo no conozco mejor escuela, como muchas veces he dicho, para amaestrar la vida que el proponerla incesantemente la diversidad de tantas otras vidas, espectáculos y costumbres, haciéndola gustar una variedad tan perpetua de la contextura de nuestra naturaleza. El cuerpo, en los viajes, no permanece ocioso, sin que tampoco trabaje, y esta agitación moderada le comunica alientos. Yo me mantengo a caballo sin desmontar (achacoso y todo como me veo), y sin molestias, durante ocho o diez horas,

Vires ultra sortemque senectae:

ninguna estación para los viajes me es enemiga, si no es el calor rudo de un sol abrasador, pues las sombrillas que en Italia se usan desde la época de los antiguos romanos, cargan más el brazo que no descargan la cabeza. Quisiera saber la industria de que los persas se servían, al experimentar las acometidas primeras del hijo, propinándose el aire fresco de las umbrías, cuanto lo deseaban, como escribe Jenofonte. Gusto de las lluvias y lodazales como los patos. La mutación de aire y de clima no ejerce sobre mí ninguna influencia; todos los horizontes que son iguales, como formado que estoy de alteraciones internas que yo produzco, las cuales se muestran menos al viajar. Soy tardo para ponerme en movimiento, mas una vez encaminado voy adonde me llevan. Titubeo tanto en las empresas pequeñas como en las grandes, y el mismo cuidado pongo en equiparme para hacer una jornada y visitar a un vecino que para emprender un largo viajo. Me enseñé a realizar aquéllas a la española, de un tirón, que son caminatas grandes y razonables. Cuando el calor es extremo viajo de noche, desde que el sol se pone hasta que sale. El otro modo de viajar, que consiste en comer en el camino de una manera apresurada y tumultuaria, sobre todo cuando los días son cortos, es incómodo. Mis caballos son más resistentes: nunca me salió falso ninguno que supiera conmigo hacer la jornada primera; hago que beban en cualquier momento, y solamente tengo en cuenta que les quede el necesario camino para digerir el agua. La pereza en levantarme deja tiempo a los de mi séquito para almorzar a su gusto antes de partir. Nunca como demasiado tarde, el apetito me gana empezando, no de otro modo, y jamás me asalta si no es en la mesa.

Algunos se quejan de que me complazca en continuar este ejercicio casado y viejo. Hacen mal, porque es mejor coyuntura abandonar su casa cuando se la puso en vías de continuar sin nuestra ayuda, cuando en ella se implantó un orden que no desdice de su economía pasada. Mayor imprudencia es alejarse dejando en su morada una custodia menos fiel y que menos cuide de proveer a vuestros menesteres.

El más útil y honroso saber y la ocupación más digna de una madre de familia es la ciencia del hogar. Alguna veo avara; esmeradas en las cosas domésticas, muy pocas. Esta debe ser la cualidad primordial y la que ha de apetecerse antes que ninguna otra, como la sola dote que sirve a arruinar o a salvar nuestras casas. Que no se me reponga a este aserto: conforme a lo que me enseñó la experiencia, requiero yo de una mujer casada, por cima de toda otra buena prenda, la virtud económica. Para que la alcance, la dejo yo con mi ausencia todo el manejo entre las manos. Con despecho veo en muchos hogares, entrar al señor, a eso del mediodía, cariacontecido y mustio a causa de la barahúnda de los negocios, cuando la dama está todavía peinándose y acicalándose en su gabinete; bueno es esto para las reinas, y aun no estoy muy seguro. Es ridículo e injusto que la ociosidad de las mujeres se alimente con nuestro sudor y trabajo. Cuanto la cosa de mí dependa, a nadie acontecerá arreglar sus bienes más sanamente que a mí, ni tampoco mas sosegada y corrientemente. Si el marido provee la materia, la naturaleza misma quiere que la mujer contribuya con el orden.

En cuanto a los deberes de la amistad marital, los cuales se suponen lacerados merced a esta ausencia, ya no lo creo así; por el contrario, aquélla es una inteligencia que fácilmente se enfría con la asistencia demasiado continuada, y a la cual la asiduidad hiere. Toda mujer extraña se nos antoja honrada, y todos reconocen por experiencia que el verse sin interrupción no llega a representar el placer que se experimenta desprendiéndose y uniéndose por intervalos. Estas interrupciones me llenan de un amor reciente hacia los míos y me convierten en más dulce el disfrute de mi vivienda: la vicisitud aguza mi apetito hacia un partido y luego hacia otro. Yo sé que la amistad tiene los brazos suficientemente largos para sustentarse y juntarse de un rincón del mundo al otro, y más particularmente ésta, en la cual domina una comunicación continuada de oficios que despiertan en ella la obligación y el recuerdo. Los estoicos dicen bien cuando sientan que hay conexión y relación tan grandes entre los filósofos, que quien almuerza en Francia sustenta a su compañero en Egipto; y que al extender tan sólo un dedo en cualquiera dirección, todos los sabios de la tierra habitable encuentran ayuda. El regocijo y la posesión pertenecen principalmente a la fantasía; ésta abraza con ardor y continuidad mayores lo que busca que lo que toca. Contad vuestros diarios entretenimientos, y reconoceréis encontraros más ausentes de vuestro amigo cuando le tenéis delante: su presencia debilita vuestra atención y procura libertad a vuestro espíritu de ausentarse constantemente y por cualquier causa. Desde Roma y más allá poseo yo y gobierno mi casa y las comodidades que dejé en ella: veo crecer mis murallas, mis árboles y mis rentas, y decrecer también, a dos dedos de proximidad, como cuando allí no encuentro:

Ante oculos errat domus, errat forma locorum.

Si gozamos sólo de lo que tocamos, adiós nuestros escudos cuando los guardan nuestros cofres, y nuestros hijos si están de caza. Queremos tenerlos más a mano. ¿Están lejos, en el jardín? ¿A media jornada? Y a diez leguas, ¿es tan lejos, o cerca? Si cerca, ¿qué pensáis de once, doce o trece? contando paso a paso. En verdad entiendo que la que supiere prescribir a su marido «cuál de entre esos es el que limita las cercanías, y cuál el que la lejanía inaugura», le pararía los pies entre ambos:

Excludat jurgía finis… Utor permisso; caudaeque pilos ut equinae paulatim vello, et demo unum, demo etiam unum, dum cadat clusus ratione ruentis acervi;

y que las mujeres llamen resueltamente la filosofía en su socorro, a la cual alguien podría echar en cara, puesto que no alcanza a ver ni el uno ni el otro extremo de la juntura entre lo mucho y lo poco, lo largo y lo corto, lo pesado y lo ligero, lo cerca y lo lejos, como tampoco reconoce el comienzo ni el fin, que juzga del medio inciertamente: Rerum natura nullam nobis dedit cognitionem finium. ¿No son las llamas hasta mujeres y amigas de los muertos, quienes no están al fin de éste, sino del otro mundo? Nosotros abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. No pactamos, al casarnos, mantenernos constantemente unidos por la cola el uno al otro, a la manera de no sé qué animalillos que vemos, o cual los hechizados de Keranty, por modo canino: y una mujer no debe tener los glotonamente clavados en la delantera de su marido de tal suerte que no pueda ver la trasera, cuando llegue el caso. Estas palabras de aquel pintor tan excelente de los caprichos femeninos, ¿no vendrían bien en este lugar para representar la causa de mis lamentos?

Uxor, si cesses, aut te amare cogitat, aut tete amari, aut potare aut animo obsequi;

et tibi bene esse soli, quuum sibi sit male;

¿o será quizás que la oposición y contradicción las alimenta y las nutre, y que se acomodan a maravilla siempre y cuando que os incomoden?

En la verdadera amistad (de la cual estoy bien penetrado), yo me consagro a mi amigo más que hacia mí le atraigo. No solamente prefiero mejor, hacerlo bien que recibirlo de él, sino que todavía estimo más que él se lo haga a sí propio que no a mí me lo procure: me proporciona la mayor suma de regocijo sólo en el segundo caso; si la ausencia le es grata o necesaria, esta es para mí más dulce que su presencia, aun cuando no debe llamarse ausencia si hay medio de comunicarse. Antaño alcancé comodidad y ventaja de nuestra separación: cumplamos mejor y dilatábamos más la pasión de la vida alejándonos: él vivía, disfrutaba; para mí veía, y yo para él, con plenitud igual que si disfrutaba; para mí veía, y yo para él, con plenitud igual que si en mi presencia hubiera estado. Una parte de nosotros permanecía ociosa cuando nos hallábamos juntos; entonces nos confundíamos: la separación del lugar convertía en más rica la conjunción de nuestras voluntades. Ese otro apetito insaciable de la presencia corporal acusa un tanto la debilidad en las delicias del comercio de las almas.

Por lo que a la vejez respecta, y que con el viajar no se considera en armonía, yo no soy de este parecer muy al contrario; a la juventud incumbe sujetarse a las opiniones comunes y el contraerse en provecho ajeno; puede ésta satisfacer a los dos juntos; a los otros y a sí misma; nosotros, ya ancianos, tenemos labor sobrada con atender a nuestra propia persona. A medida que las comodidades naturales van faltándonos, vamos sosteniéndonos con el concurso de las artificiales. Es injusto excusar a la juventud de seguir sus placeres y prohibir a la vejez el buscarlos. Cuando joven, encubría yo mis pasiones revoltosas con la prudencia; ahora en la vejez alegro las pasiones tristes con el placer. También las leves platónicas prohíben el peregrinar antes de los cuarenta o cincuenta años, con el fin de hacer las andanzas más útiles e instructivas. De mejor grado apruebo yo otro segundo artículo de esas mismas leyes que los imposibilitan pasados los sesenta.

«Pero a tal edad, se me dice, nunca volveréis de una expedición tan larga.» ¿Y a mí qué me importa? No la emprendo para regresar ni para completarla, sino tan sólo a fin de ponerme en movimiento, mientras éste dura, me complazco, y me paseo por pasearme. Los que corren en pos de un beneficio, o de una liebre, hacen lo mismo que si no corrieran; aquellos solamente corren que sólo se proponen ejercitar su carrera. Mi designio es divisible en todos los respectos, y no se fundamenta en esperanzas grandes; cada jornada cumple su misión, y otro tanto acontece con el viaje de mi vida. He visto no obstante gran número de lugares apartados donde habría deseado que me hubieran detenido. ¿Y por qué no, si Crisipo, Cleanto, Diógenes, Zenón, Antipáter tantos otros hombres que fueron el colmo de la cordura, que pertenecieron a la más rígida secta de la filosofía, abandonaron de buen grado su país sin que de él estuvieran disgustados, solamente por el disfrute de otros climas? En verdad diré que la contrariedad mayor de mis peregrinaciones es el que yo me vea imposibilitado de establecer mis lares en el lugar donde me plazca: y que la vuelta me sea siempre necesaria para acomodarme de nuevo a los caprichos comunes.

Si temiera morir lejos del lugar en que nací, si pensara acabar menos a mi gusto apartado de los míos, apenas pondría los pies fuera de Francia. No saldría sin horror de mi parroquia: siento a la muerte continuamente pellizcarme la garganta o los riñones. Mas yo estoy de otro modo conformado, aguárdola en igual textura en todas partes. Y si de todas suertes me fuese dable tomar posiciones, la recibiría más bien a caballo que en el lecho, fuera de mi casa y lejos de mi gente. Hay más desolación que consuelo en despedirse de sus amigos: yo olvido muchas veces este deber de nuestro trato, pues entre todos los de la amistad éste es el único desagradable, y de la propia suerte olvidaría gustoso ese grande y eterno adiós. Si alguna ventaja se alcanza con la asistencia, surgen al par cien inconvenientes. Muchos moribundos vi lastimosamente cercados de todo ese cortejo, y esta muchedumbre los ahogaba. Se opone al deber que la afección impone y la testimonia escasa, lo mismo que el cuidado, el no dejaros morir tranquilamente: uno atormenta vuestros ojos, otro vuestros oídos, otro vuestra boca y no hay sentido ni órgano que no os destrocen. La piedad oprime vuestro pecho al oír los lamentos de los amigos, y acaso a veces del despecho, al escuchar otros duelos simulados y ficticios. Quien siempre fue de complexión delicada y flaca lo es más aún en estos momentos supremos; en ellos le precisa una mano dulce y acomodada a su naturaleza, para que te rasque donde le pica, o, si no, que se le deje en paz. Si hemos menester de partera para que nos ponga en el mundo, mayormente necesitamos de un hombre aun más competente para sacarnos de él. Aun amigo y todo, precisaría pagarlo bien caro para el servicio en semejante trance. No llegué yo a ese vigor desdeñoso que consigo mismo se fortifica, al cual nada ayuda ni adultera; me encuentro un poco más bajo, y lo que pretendo es agazaparme y apartarme de este paso no por temor, sino por arte. A mi ver no es esta ocasión para probar ni hacer alarde de firmeza. ¿Y para quién? En ese momento acabará el interés todo que hacia la reputación puede moverme. Yo me conformo con una muerte recogida en sí misma, sosegada y solitaria, cabalmente mía, que concuerde con mi vida retirada y apartada; lo contrario de lo que pretendía la superstición romana, que consideraba desdichado al que moría sin hablar y sin tener a su lado a sus parientes y amigos para cerrarle los ojos. De sobra tengo que hacer con consolarme, sin necesidad de procurar consuelo a los demás; hartas ideas asaltan mi cabeza sin que en mi derredor los encuentre, y demasiadas cosas tengo en que pensar sin pedirlas prestadas. Este tránsito no incumbe a la sociedad; es la acción de un solo personaje. Vivamos y riamos entre los nuestros; vayamos a morir y a rechinar junto a los desconocidos. Pagándolo, encontraréis quien os vuelva de lado la cabeza y quien os frote los pies; quien os apriete como queráis, mostrándoos un semblante indiferente y dejando que a vuestro modo os gobernéis y os quejéis.

Por reflexión me descargo todos los días de ese humor inhumano y pueril que nos impulsa a conmover al prójimo y a nuestros amigos con os males que padecemos. Hacemos saber demasiado nuestros achaques con el fin de atraer sus lágrimas, y la firmeza que alabamos en los demás al mantenerse enteros ante la fortuna adversa, la acusamos quejumbrosos ante nuestros parientes cuando a nosotros nos toca el turno: no nos basta que se resientan de nuestro mal, necesitamos también que se aflijan. Hay que sembrar el regocijo y arrinconar cuanto sea dable la tristeza. Quien sin justa causa suscita la compasión, se hace acreedor a no ser compadecido cuando de ello haya motivo verdadero; lamentarse siempre, es hacer sordo a todo el mundo, y echarlas constantemente de víctima es no serlo para nadie. Quien se hace el muerto estando vivo está sujeto a ser tenido por vivo estando moribundo. Yo he visto a algunos montar en cólera por denunciar la salud en el semblante y tener el pulso reposado; contener la risa porque denunciaba su curación; odiar salud en razón de no ser cosa lamentable, sin embargo, los que así procedían no eran mujeres. Yo exteriorizo mis dolencias cuando más tales cuales son, evitando las palabras de mal augurio y las exclamaciones artificiales. Si no el regocijo, al menos el continente sosegado de los asistentes es adecuado junto a un hombre cuerdo que yace por la enfermedad apenado: por verse afligido no detesta la salud; plácele contemplarla en los demás, cabal y sólida, y gozar de ella siquiera por la compañía; por sentirse deshacer de arriba abajo no deshecha absolutamente en nada las ideas de la vida ni huye las conversaciones comunes. Yo quiero estudiar mi enfermedad cuando me encuentro sano: al albergarse dentro de nosotros procura una sensación demasiado real sin que mi fantasía la ayude. De antemano nos preparamos en nuestros viajes, y a ellos nos resolvemos: la hora que nos precisa montar a caballo, dedicámosla a la asistencia, y en su beneficio la dilatamos.

Experimento yo con la publicación de mis costumbres el inesperado beneficio de que en algún modo me sirva de precepto; a veces se me ocurre pensar que no debo desmentir el pasado de mi vida. Esta pública declaración me fuerza a mantenerme en mi camino y a no desfigurar la imagen de mis condiciones, comúnmente menos adulteradas y contradichas de lo que las juzga la malignidad y enfermedad de la manera de ser de hoy. La uniformidad y sencillez de mis usos muestran mi aspecto de fácil interpretación, pero como la manera de ser de los mismos es algo nueva y apartada de lo corriente, presta el lado flaco al la maledicencia. Así acontece que a quien me quiere abiertamente injuriar me parece proveerle suficientemente de lugar donde morder con mis imperfecciones confesadas y reconocidas, y hasta hacer que se harte sin dar el golpe en vago. Si por prevenir yo mismo la acusación y el descubrimiento entiende que pretendo desdentar su mordedura, es razón que encamine su derecho hacia la amplificación y la extensión (la ofensa tiene los suyos, que se dilatan más allá de lo que la justicia aconseja); y que los vicios, de los cuales muestre la raíz, los abulte hasta convertirlos en árboles; que saque a la superficie no sólo los que me poseen, sino también los que me amenazan, injuriosos todos en calidad y en número; y que escudado en ellos me venza. De buen grado abrazaría yo el ejemplo de Bión; Antígono pretendía menospreciar la causa de su origen y el filósofo le cerró el pico diciéndole; «Soy hijo de un siervo, carnicero de oficio, estigmatizado, y de una prostituta con quien un padre casó merced a la bajeza de su fortuna: ambos fueron castigados por no sé qué delitos. Un orador me compro cuando niño, por encontrarme hermoso y agradable, y me dejó al morir todos sus bienes, los cuales trasladé a esta ciudad de Atenas para consagrarme a la filosofía. Que los historiadores no se embaracen buscando nuevas de mi persona: yo les diré la verdad monda y lironda.» La confesión generosa y libre enerva la censura y desarma la injuria. Todo puesto en la balanza, entiendo que con igual frecuencia se me alaba injustamente que se menosprecia por el mismo tenor; y me parece también que desde mi infancia en rango y en grado honoríficos se me colocó más bien por cima que por bajo de lo que me corresponde. Hallaríame más a gusto en el lugar donde estas miras fuesen mejor equiparadas, o bien echadas a un lado. Entre hombres, tan luego como la altercación de la prerrogativa en el marchar o en el sentarse pasa de la tercera réplica, toca ya con lo inurbano. Yo no temo ceder o proceder indebidamente por escapar a los trámites de una tan importuna cuestión; y nunca hubo nadie que deseara la prioridad a quien yo no se la cediese incontinenti.

A más de este provecho que yo saco escribiendo de mí mismo, aguardo también este otro: si sucediera que mis humores placieran y estuvieran en armonía con los de algún hombre cumplido, antes de mi muerte, éste buscaría nuestra unión. Con mi relación le doy mucho terreno ganado, pues todo cuanto un dilatado conocimiento y familiaridad pudiera procurarle en varios años, lo ha visto en tres días en este registro, y con mayor seguridad y exactitud. ¡Cosa extraña! Muchas cosas que no quisiera decir en privado se las digo al público; y para todo cuanto se refiere a mi ciencia más oculta y a mis pensamientos más recónditos envío a la tienda del librero a mis amigos más leales:

Excutienda damus praecordia.

Si con tan infalibles señas supiera yo de alguien que se acomodara a mi modo de ser, en verdad digo que le iría a buscar bien lejos, donde se encontrare, pues la dulzura de una adecuada y grata compañía no puede pagarse nunca sobrado cara. ¡Ah, un amigo! ¡Cuán verdadera es la sentencia antigua que declara el encontrarlo «más necesario y más gustoso que el uso de los dos elementos, agua y fuego»!

Y volviendo a lo que decía de la muerte, diré que no es malo morir lejos y aparte. Por eso consideramos como un deber el retirarnos para ejecutar algunas acciones naturales menos desdichadas que aquella y menos odiosas. Pero aun los que llegan al extremo de arrastrar languideciendo un largo período de vida no debieran acaso embarazar con su miseria a una familia numerosa; por lo cual los indios, en cierta región, estimaban equitativo dar muerte al que había ido a caer en la proximidad de tal estado. En otra de sus provincias le abandonaban, dejándole solo, a fin de que se salvase como pudiera. ¿Para quién no son al fin cargantes e insoportables los achacosos? Los deberes comunes no imponen tanto sacrificio. Necesariamente enseñáis a ser crueles a vuestros mejores amigos, endureciendo al par el ánimo de vuestra mujer y el de vuestros hijos con el continuo lamentaros, hasta mirar con indiferencia vuestros males. Los suspiros que mi cólico me arranca dejan ya a todo el mundo tan tranquilo. Y aun cuando alcanzáramos algún regocijo con la conversación de los demás, lo cual no sucede siempre a causa de la disparidad de condiciones, que acarrea casi de ordinario menosprecio o envidia hacia los otros, cualesquiera que sean, ¿no es un colmo abusar así del prójimo durante toda una eternidad? Cuanto más yo los vea compadecerse sinceramente de mi estado, más aumentaré su pena. Lícito nos es apoyarnos, mas no echarnos encima tan pesadamente sobre nuestros semejantes apuntalándonos con su ruina; como aquel que hacía degollar a los pequeñuelos para con su sangre curarse la enfermedad que padecía, o como aquel otro a quien se proveía de tiernas jóvenes para que por la noche incubaran sus viejos miembros y mezclaran la dulzura de sus alientos con el suyo, acre y cansado. La decrepitud es cualidad solitaria. Yo soy sociable hasta el exceso, y sin embargo reconozco sensato el sustraeme en adelante de la vista del mundo, con objeto de guardar la importunidad para mí solo y de incubarla sin testigos; es ya necesario que me pliegue y me recoja en mi concha, como las tortugas; que aprenda a ver a los hombres sin ligarme a ellos. Los ultrajaría en un paso tan resbaladizo; llegó la llora de volver la espalda a la compañía.

«Pero en esos viajes, se me dirá, os veréis obligado a deteneros lastimosamente en una perrera, donde todo os faltará.» Yo llevo conmigo la mayor parte de las cosas necesarias; además, nunca seremos capaces de evitar la desdicha cuando corre tras de nosotros. Nada he menester de extraordinario cuando estoy enfermo: aquello que la naturaleza sola no puede en mí no quiero que corra de cuenta de las drogas. En los albores de las fiebres y enfermedades que me derriban, con fuerzas todavía cabales, y en un estado vecino de la salud, me reconcilio con Dios para cumplir mis últimos cristianos deberes, y así me encuentro más libre y descargado, pareciéndome estar de este modo tanto más resistente para soportar el mal. Notarios y testamentarios menos necesito que galenos. Lo que bueno y sano no decidí de mis asuntos no se espere que lo solvente estando enfermo. Aquello que quiero poner en práctica para la hora de la muerte está siempre ejecutado de antemano; no sería capaz de retardarlo ni un solo día: y en lo que nada haya hecho, quiere decir que la duda dilató mi designio (pues a veces es bien elegir el no elegir nada), o que nada quise que se hiciera.

Yo escribo mi libro para pocos hombres y para pocos años. Si se hubiera tratado de un asunto de los que duran y persisten, habría sido preciso emplear en él un lenguaje menos descosido. A juzgar por la continua mudanza que el nuestro experimentó hasta hoy, ¿quién puede esperar que su forma actual esté en uso de aquí a cincuenta años? Todos los días se desliza de nuestras manos, y desde que yo vine al mundo modificose por lo menos en la mitad. Decimos nosotros que ahora es ya perfecto: otro tanto dijo del suyo cada siglo. Yo no cuido de sujetarle mientras huya y vaya deformándose como se deforma. A los buenos y provechosos escritos corresponde sujetarlo, y su crédito marchará al par de la fortuna de nuestro Estado. Sin embargo, no reparo en insertar aquí muchas expresiones que sólo los hombres de hoy emplean, y que incumben a la competencia particular de algunos, los cuales verán en ellas con mayor intensidad que los de común inteligencia. Después de todo, no quiero yo (como veo que ocurre a cada paso cuando se trata de la memoria de los muertos) que se ande con disquisiciones, diciendo: «Juzgaba o vivía así; quería esto; si hacia su fin hubiera hablado, hubiera dicho, hubiera hecho: yo le conocía mejor que nadie.» Ahora bien, cuanto los miramientos me lo consienten hago yo aquí sentir mis inclinaciones y afecciones; pero más libremente y de mejor grado las expreso de palabra a quien quiera que de ellas desea ser informado. Tanto es así que en estas memorias, si despacio se repara, encontrarase que lo dije todo o todo lo designé: lo que no pude formular lo mostró con el dedo:

Verum animo satis haec vestigia parva sagaci sunt, per quae possis cognoscere cetera tute.

Yo no dejo nada que desear y adivinar de mí. Si sobre mí ha de hablarse, quiero que se hable verdadera y justamente: muy gustoso volvería del otro mundo para desmentir a quien me haga otro distinto de como fui, aun cuando fuese para honrarme. Hasta de los vivos oigo que se los trata siempre diferentemente de como son; y si a viva fuerza no hubiera yo restablecido el natural de un amigo que perdí, me lo hubieran desgarrado en mil contrarios semblantes.

Para concluir de explicar mis débiles humores, confesaré que, cuando viajo, apenas llegado a un albergue asaltan mi fantasía las ideas de si podré caer enfermo; y si muero, si me será dable acabar a mi gusto. Quiero estar alojado en lugar que se acomodo con mis caprichos, sin ruido, apartado, que no sea triste, obscuro o de atmósfera densa. Quiero yo acariciar la muerte, con estos frívolos pormenores, o por mejor decir, descargarme de todo embarazo distinto de ella, a fin de aguardarla sola, pues sin duda me pesará de sobra sin el arrimo de otra carga. Quiero que tenga su parte en la facilidad y comodidad de mi vida: de ella es la muerte un gran pellizco, y espero que en adelante no desmentirá el pasado de mi existencia. La muerte tiene maneras más fáciles las unas que las otras, y adopta cualidades diversas según la fantasía de cada cual: entre las naturales, la que proviene de debilidad y amodorramiento me parece dulce y blanda. Entre las violentas, imagino más penoso un precipicio que un desplome que me aplaste, y una estocada que un arcabuzazo; hubiera mejor absorbido el brebaje de Sócrates que soportado el golpe que Catón se suministró; y aun cuando todo ello sea la misma cosa, mi espíritu, sin embargo, establece diferencias, cual de la muerte a la vida, entre lanzarme en un horno candente o en el cauce sosegado de un manso río: ¡tan torpemente nuestro temor mira más al medio que al efecto! La cosa en un instante acontece, pero éste es de tal magnitud, que yo daría de buena gana algunos días de mi vida porque a mi albedrío se deslizara. Puesto que la fantasía de cada uno reconoce el más o el menos en el agrior de la muerte según su naturaleza, puesto que cada cual encuentra algún medio de elección entre las maneras de morir, ensayemos un poco más antes de descubrir alguna no exenta de todo placer. ¿No podríamos convertirla hasta en voluptuosa, como los Conmorientes de Antonio y Cleopatra? Dejo a un lado los esfuerzos que la filosofía y la religión procuran, por demasiado rudos y ejemplares, pero hasta entre los hombres de poca cosa hubo algunos en Roma, como un Petronio y un Tigelino, que obligados a darse la muerte diríase que la adormecieron merced a la blandura de sus aprestos; hiciéronla escurrir y deslizar entre el descuido de sus pasatiempos acostumbrados, en medio de muchachuelas y alegres compañeros; ninguna palabra de consuelo, ninguna mención de testamentos, ninguna afectación ambiciosa de firmeza, ninguna reflexión sobre lo que después vendría: acabaron entre juegos, festines, bromas, conversaciones corrientes y ordinarias, músicas y versos amorosos. ¿No podríamos nosotros imitar resolución semejante con más honesto continente? Puesto que hay muertes buenas para los locos y para los cuerdos, sepamos hallarlas adecuadas para los que figuran en el término medio. Muéstrame mi fantasía alguna cuyo semblante no es adusto, y puesto que el morir es de necesidad, deseable. Los tiranos romanos creían dar la vida al criminal a quien otorgaban la elección de su muerte. Mas Teofrasto, filósofo tan fino, y modesto y sabio, ¿no se vio impulsado por la razón a osar escribir esta máxima, latinizada por el orador romano?

Vitam regit fortuna, non sapientia.

La ventura ayuda a la facilidad del acabar de mi vida, habiéndomela dispuesto de tal suerte, que en lo venidero ni a mis gentes precisa, ni tampoco los estorba. Es ésta una condición que hubiera yo aceptado en cada uno de los años que viví, mas ahora que el momento de liar los bártulos se acerca me es particularmente grato el no ocasionar a nadie placer ni dolor cuando me vaya. Hizo mi buen sino, merced a una compensación habilísima, que los que pueden pretender algún fruto material con mi desaparición recibirán juntamente una pérdida. La muerte nos apesadumbra a veces porque a los demás ocasiona duelo, y nos inquieta por el interés de otros casi tanto como por el nuestro, y más también en ocasiones.

En esa comodidad de alojamiento que anhelo, no busco la pompa ni la amplitud (más bien detesto ambas cosas), sino cierto sencillo aseo que con mayor frecuencia se encuentra en los lugares donde hay menos arte y a los cuales la naturaleza embellece con alguna gracia toda suya. Non ampliter sed munditer convivium. Plus satis, quam sumptus. Además, incumbe a quienes los negocios arrastran en pleno invierno por los Grisones el ser sorprendidos en el camino en esa estación rigorosa; yo que casi siempre viajo por capricho, no me oriento tan malamente; si hace mal tiempo a la derecha, me encamino hacia la izquierda; si no estoy en buena disposición para montar a caballo, me detengo, y procediendo siempre de este modo con nada tropiezo, en verdad, que no me sea tan grato y cómodo como si en mi misma casa estuviera. Verdad es que lo superfluo siempre como tal lo considero, y echo de ver el embarazo que ocasionan hasta la delicadeza y la abundancia. Cuando me dejé algo que ver detrás de mí, vuelvo allá: es siempre mi camino, pues no trazo, para seguirle, ninguna línea determinada, ni recta ni curva. Cuando no hallé, donde fui, lo que me había dicho, como ocurre con frecuencia que los juicios ajenos no concuerdan con los míos, más bien encontré aquéllos falsos, no lamento la molestia, aprendo que no hay nada de lo que se decía y todo va a maravilla.

La complexión de mi cuerpo es liberal, y mis gustos comunes tanto como los de el que más; la diversidad de formas de una nación a otra no me respecta sino por el placer que la variedad procura; cada usanza tiene su razón de ser. Ya sean los platos de estaño, madera o loza; ya sea guisado o asado; manteca o aceite (de nueces o de oliva); caliente o frío, todo me es igual; tan igual, que sólo envejeciendo puedo acusar esta generosa facultad, hasta el extremo de haber menester que la delicadeza y la elección detuvieran la indiscreción de mi apetito, y a veces también aliviaran mi estómago. Al encontrarme fuera de Francia, y en ocasiones en que para serme grato se quería comer a la francesa, me reí de la oferta lanzándome siempre en las mesas más repletas de extranjeros. Me avergüenza el ver a nuestros hombres desvanecidos con ese torpe humor que los espanta cuando ven algo contrario de lo habitual; paréceles que se hallan fuera de su elemento cuando se ven fuera de su pueblo; adonde quiera que vayan, a sus costumbres se atienen y abominan de las extrañas. ¿Tropiezan con un compatriota en Hungría? pues festejan esta aventura uniéndose y cosiéndose el uno al otro para condenar tantas costumbres bárbaras como desfilan ante sus ojos ¿y por qué no bárbaras, puesto que no son francesas? Y todavía debemos alabar la habilidad de éstos que las reconocieron para condenarlas. La mayor parte no toman el camino de la ida sino para seguirle a la vuelta; viajan cubiertos, y constreñidos en una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio de un cielo ignorado. Lo que dije de los primeros trae a mi memoria un hecho semejante, o sea o que he advertido en algunos de nuestros jóvenes cortesanos, quienes no paran mientes sino en los hombres de su categoría, considerándonos a los demás como gente del otro mundo, piadosa o desdeñosamente. Quitadles sus conversaciones sobre los misterios de la corte y en todo lo otro están in albis; tan nuevos para nosotros y tan desdichados como nosotros para ellos. Con harta razón se dice que el varón cumplido debe ser hombre complejo. Yo, por el contrario, peregrino harto de nuestros modales, y no para buscar gascones en Sicilia, que bastantes deje en mi casa; busco más bien griegos y persas; me acerco a ellos y los considero, a lo cual me presto y empleo gustoso. Diré más aún, paréceme que apenas encontré costumbres que no valgan lo que las nuestras valen; poca influencia ejercen, sin embargo, sobre mí: tan poco ha que perdí de vista las veletas de mi castillo.

Por lo demás, la mayor parte de las compañías fortuitas con que tropezáis en el camino os procuran mayor incomodidad que placer; no me sujeto a ninguna y menos a esta hora en que la vejez me particulariza y secuestra en algún modo de las usanzas comunes. Os imponéis sacrificios por otro, u otro por vosotros; ambas contrariedades son dolorosas, pero la segunda es todavía más dura que la primera. Es una fortuna rara, mas de inestimable alivio, el tener a mano un hombre bueno, de entendimiento firme y costumbres conformes a las vuestras, que guste seguiros: de él he sentido extrema falta en todos mis viajes. Mas semejante compañía precisa haberla escogido y ganado desde la propia casa. Ningún placer tiene sabor para mí si no hallo a quien comunicárselo, ni siquiera un pensamiento alegre acude a mi alma que no me contraríe haber producido solo, sin tener a nadie a quien ofrecérselo: Si cum hac exceptione detur sapientia, ut illam inclusam teneam, nec enuntiem rejiciam. Cicerón hizo subir esta idea algunos grados más: Si contigerit ea vita sapienti, ut in omnium rerum affluentibus copiis, quamvis omnia, quae cognitione digna sunt, summo otio secum ipse consideret et contempletur; tamen, si solitudo tanta sit, ut hominem videre non possit, excedat e vita. La opinión de Architas me place, pues decía «que aun por el cielo mismo sería ingrato el pasearse, en medio de aquellos grandes y divinos cuerpos celestes, sin la asistencia de un compañero». Pero vale más estar solo que en compañía aburrida o inepta. Aristipo gustaba vivir en todas partes como un extraño:

Me si fata meis paterentur ducere vitam auspiciis,

mejor pasaría yo la existencia con el culo en el sillico.

Visere gestiens qua parte debacchentur ignes, qua nebulae, pluviique rores.

Pero se me repondrá: «¿No tenéis pasatiempos más gustosos? ¿Qué echáis de menos? ¿Vuestra casa, no está bien situada en punto a clima? ¿No es sana, suficientemente provista y capaz de bienestar, más que suficientemente? La majestad real se ha hospedado más de una vez en ella, con toda su pompa. ¿Vuestra familia no se coloca en la disposición de las cosas más bien por bajo que por cima de su rango? ¿Hay aquí algún pensamiento local que os ulcere, o alguna cosa que para vosotros sea extraordinaria o indigesta?

Quae te nunc coquat et vexet sub pectore fixa?

¿Dónde pensáis poder vivir sin impedimento ni embarazos? Nunquam simpliciter fortuna indulget. Ved, pues, que sólo vosotros os atormentáis; y como los seguiréis por todas partes, por todas partes os quejaréis, pues no hay satisfacción aquí bajo sino para las almas bestiales o divinas. Quien con tan justos medios no alcanza su contentamiento, ¿dónde piensa encontrarlo? ¿A cuántos millares de hombres no detiene los deseos una condición como la vuestra? Reformaos nada más, pues en este extremo todo lo podéis, mientras que a la suerte sólo de oponer seréis capaz la paciencia: nulla placida quies est, nisi quam ratio composuit.»

Yo veo la razón de esta advertencia, y la veo muy bien pero más eficaz y pertinente sería decirme en una palabra. «Sed cuerdo.» Esta resolución está más allá de la prudencia; es la obra de ella y su resultado: hace lo propio el médico que va aturdiendo al pobre enfermo, cuya vida se apaga, diciéndole «que se regocije». Aconsejaríale menos torpemente se le dijera: «Vivid sano.» Por lo que a mí toca, yo no soy sino un hombre como todos los otros. Es un precepto saludable, seguro y de comprensión holgada el de «Contentaos con la vuestra», es decir, con la razón; la ejecución, sin embargo, no está a la mano ni siquiera de los que me aventajan en prudencia. Es un decir vulgar, pero de terrible alcance, pues en verdad, ¿qué no comprende? Todas las cosas caen bajo el dominio de la discreción y la medida. Yo bien sé que interpretándolo a la letra este placer de viajar es testimonio de inquietud e irresolución, que no en vano son ambas cosas nuestras cualidades primordiales y predominantes. Sí, lo confieso, yo no veo nada, ni siquiera en sueños ni por deseo fantástico, donde pudiera detenerme; sólo la variedad me satisface y la posesión de la diversidad, y esto si alguna cosa me satisface. En el viajar me alimenta la idea misma de que puedo detenerme sin que tenga interés en hacerlo y el ser dueño de partir para encaminarme a otro lugar. Gusto de la vida privada por haberla elegido de mí propio, no por disconvenir con la pública, que quizás esté tan en armonía como la otra con mi complexión; en ésta sirvo más gratamente a mi príncipe, porque lo hago mediante la libre elección de mi juicio y de mi razón, sin obligación particular que a él me ligue, pues a ello no fui lanzado ni obligado por no ser de recibo en cualquiera otro partido, o detestado, y así en todo lo demás. Odio los trozos que la necesidad me corta, toda ventaja o incomodidad me ahogaría, de la cual solamente tuviera que depender:

Alter remus aquas, alter mihi radat arenas:

una sola cuerda nunca me amarra bastante. Hay vanidad, decís, en esta distracción. Mas ¿dónde no la hay? Y esos hermosos preceptos ¿no son vanos? Y vanidad la sabiduría toda: Dominus novit cogitationes sapientium, quoniam vanae sunt. Esas sutilezas exquisitas no son propias sino para predicadas: son discursos que quieren encasquetarnos completamente albardados en el otro mundo. La vida es un movimiento material y corporal, acción desordenada e imperfecta por su propia esencia: yo me empleo en servirla según su propia naturaleza:

Quisque suos patimur manes. Sic est faciendum, ut contra naturam universam nihil contendamus; ea tamen conservata, propriam sequamur.

¿A qué vienen esos rasgos agudos y elevados de la filosofía, sobre los cuales ningún ser humano puede asentarse, y, esos preceptos que superan nuestras costumbres y nuestras fuerzas?

Yo veo que a menudo se nos presentan ejemplos de vida, los cuales, ni el que nos los propone ni las gentes tienen la esperanza remota de seguir, ni deseo tampoco, lo que es más grave. De ese mismo papel donde acaba de escribir la sentencia condenando a un adúltero, el juez arranca un pedazo para escribir una misiva amorosa a la mujer de su compañero: la propia mujer con quien acabáis de restregaros, ilícitamente, gritará luego con mayor rudeza en vuestras barbas contra delito idéntico en su compañera, y con arrogancia mayor que Porcia. Tal condena a muerte a un hombre por crímenes que ni siquiera como faltas considera. En su juventud vi a un probo caballero presentar al pueblo con una mano excelentes versos en belleza y desbordamiento, y con la otra, en el mismo instante, la más reñida reforma teológica con que el mundo se haya desayunado de largo tiempo acá. Los hombres andan así: se deja que las leyes y preceptos sigan su camino, mientras que a otras vías nos lanzamos, y no sólo por desorden de nuestras costumbres, sino muchas veces por opinión y parecer contrarios. Oíd la lectura de un discurso filosófico: la invención, la elocuencia, la pertinencia sacuden incontinenti vuestro espíritu y os conmueven, pero nada hay, sin embargo, que avasalle vuestra conciencia: no es a ella a quien se habla ¿No es verdad? Por eso sentaba Aristón que ni un baño ni una lección son de ningún provecho cuando no limpian y desengrasan. Lícito es detenerse en la corteza, pero después de retirada la médula, de la propia suerte que luego de beber el buen vino de una hermosa copa consideramos en ella las labores que la adornan. En todas las escuelas de la filosofía antigua se verá que un mismo obrero publica reglas de templanza y juntamente escritos de amor y libertinaje; y Jenofonte, en el regazo de Clinias, escribió contra la virtud, tal como Aristipo la definía. Y esto no acontece por virtud de una conversión milagrosa que los agite por intervalos: es que Solón, por ejemplo, unas veces se representa a sí mismo, otras como legislador: ya habla a la multitud, ya para consigo mismo, y para su persona adopta las reglas libres y naturales, asegurándose una salud cabal y firme:

Curentur dubii medicis majoribus aegri.

Consiente Antístenes el amor al filósofo, y además, que haga a su modo lo que juzgue más oportuno sin tener en cuenta ley ninguna; con tanta más razón cuanto que su dictamen las sobrepuja, y porque conoce mejor la esencia de la virtud. Su discípulo Diógenes decía: «Oponed a las perturbaciones la razón, a la fortuna la resolución, y a las leyes la naturaleza.» Para los estómagos delicados precisaría regímenes estrechos y artificiales, los buenos estómagos se sirven simplemente de las prescripciones de su apetito; lo propio hacen los médicos, que comen melón y beben el vino fresco mientras tienen al paciente sujeto al jarabe y a la panatela. «Yo no sé, decía Lais la cortesana, cuáles son los efectos de toda esa sapiencia, de todos esos libros y de toda esa sabiduría, pero esas gentes llaman a mi puerta con igual frecuencia que los demás.» En la misma proporción que nuestra licencia nos empuja siempre más allá de lo que nos es lícito y permitido, se encogieron, muchas veces, trasponiendo los límites de la razón universal, los preceptos y las leyes de nuestra vida:

Nemo satis credit tantum delinquere, quantum permittas.

Sería de desear que hubiera habido más proporción entre el ordenar y el obedecer: el fin parece injusto cuando no puedo alcanzarse. Ningún hombre de bien, por cabalmente que lo sea, puede someter a las leyes todas sus acciones y pensamientos sin que se reconozca digno de ser ahorcado diez veces en el transcurso de su vida; algunos de ellos sería gran lástima e injusticia grave castigarlos y perderlos:

Ole, quid as te, de cute quid faciat, vel illa sua?

y tal otro podría dejar de infringir las leyes que no por ello mereciera la alabanza de hombre virtuoso, y a quien la filosofía azotaría justamente: ¡en tal grado la relación de ambas cosas es desigual y oscura! Como no nos preocupamos de ser gentes de bien conforme a la voluntad de Dios, tampoco podemos serlo conforme a nosotros mismos; la cordura humana no cumple nunca los deberes que ella misma se impusiera; y si al punto de practicarlos llegara, prescribiríase otros más altos a los cuales aspirase siempre y, realizarlos pretendiera: ¡tan enemiga es nuestra naturaleza de toda constancia! El hombre se ordena a sí mismo incurrir necesariamente en falta; apenas si viene a qué marcar su obligación a la razón de otro ser distinto del suyo: ¿a quién prescribe lo que espera que nadie cumpla? ¿Es injusto a sus ojos el no hacer lo imposible? Las leyes que nos condenan a no poder, nos castigan por lo mismo que no podemos.

Poniéndonos en lo peor, esta deforme libertad de presentar las cosas bajo dos aspectos distintos, las acciones de una manera, y las razones de otra, sea sólo consentida a los que hablan; pero no puede serlo a los que se relatan a sí mismos, como yo hago: es necesario que vaya yo con la pluma a igual tenor que con mis movimientos. La vida común y corriente debe guardar relación con las otras vidas: la virtud de Catón era vigorosa por cima de la razón de su siglo, y para ser hombre que se inmiscuía en el gobierno de los demás, destinado al servicio común, podría decirse que era la suya una justicia si no injusta, por lo menos vana e inadecuada. Mis costumbres mismas, que no discrepan de las que corren apenas en el espesor de una pulgada, me convierten, sin embargo, en un tanto arisco e insociable para con mi tiempo. No sé si estoy asqueado, sin razón, de la sociedad que frecuento, pero bien se me alcanza que no sería cuerdo el que me lamentara de que ella lo estuviera de mí, puesto que yo lo estoy de ella. La virtud asignada a los negocios del mundo es una virtud de muchos rincones y recodos para aplicada y equiparada a la humana debilidad; abigarrada y artificial, ni recta ni límpida, ni constante, ni puramente inocente. Los anales reprochan hasta ahora a alguno de nuestros reyes el haberse con sencillez extrema dejado llevar por las concienzudas persuasiones de su confesor: los negocios de Estado se gobiernan por preceptos más vigorosos.

Exeat aula, qui vult esse pius:

Antaño intenté emplear en el manejo de las negociaciones públicas las opiniones y reglas del vivir, así rudas, nuevas, corrientes y sin mácula, como en mí las engendró y de mi educación derivan, y de las cuales me sirvo, si no ventajosamente, al menos con seguridad en privado. Eran éstas una virtud escolástica y novicia; todas las encontré ineptas y peligrosas. Quien en medio de la multitud se lanza, es preciso que se aparte del camino derecho, que apriete los codos, que recule o avance, y hasta que abandone la buena senda según lo que encuentra. Que viva no tanto conforme a su entender, sino al ajeno, no conforme a lo que se propone, sino a aquello que le proponen, según el tiempo, los hombres y los negocios. Platón confirma que quien escapa dichoso del mundanal manejo es puro milagro; y también que al hacer del filósofo un jefe de gobierno no entiende que éste sea una policía corrompida como la de Atenas, y todavía menos como la nuestra, para con las cuales la sabiduría misma perdería la brújula; y una planta frondosa transplantada en un terreno diverso del que su naturaleza exige, se conforma más bien con él que no lo modifica para sus necesidades. Reconozco que si tuviera que formarme por completo para tales ocupaciones me precisaría mucha modificación y cambio. Aun cuando yo pudiera alcanzarlos sobre mí (¿y por qué no habría de lograrlo con el tiempo y los cuidados?), no los querría. De lo poco que me ejercité en los oficios públicos me hastié otro tanto; a veces siento cosquillear en el alma alguna tentativa hacia la ambición, pero luego me sujeto y me obstino en lo contrario:

At tu, Catulle, obstinatus obdura.

Apenas si se me llama a los empleos y yo también poco me convido; la libertad y la ociosidad, que son mis predominantes cualidades, son cosas diametralmente contrarias a estos oficios. Nosotros no sabemos distinguir las facultades de los hombres, las cuales encierran innumerables divisiones y límites delicados y difíciles de distinguir. Concluir por la capacidad de una vida particular a la misma suficiencia en el orden público, es cosa errónea; tal se conduce bien que no conduce bien a los demás; hace Ensayos quien no podría ejecutar efectos; tal dispone a maravilla el cerco de una plaza que dirigiría mal la batalla; y discurre bien en privado quien arengaría desastrosamente a un pueblo o a un príncipe; y hasta en ocasiones es más bien testimonio el poder lo uno de incapacidad para realizar lo otro, mejor que de capacidad. Yo encuentro que los espíritus elevados son casi tan aptos para las cosas bajas como los bajos para las altas. ¿Era creíble que Sócrates provocara a risa a los atenienses a expensas, propias por no haber acertado nunca a contar los sufragios de su tribu para comunicarlos al consejo? La veneración que me inspiran las perfecciones todas de este personaje merece que su fortuna provea a la excusa de mis principales imperfecciones con un tan magnífico ejemplo. Nuestra capacidad está toda fraccionada en menudas piezas y, la mía carece de facilidad y al par se extiende a pocos objetos. A los que echaron sobre sus hombros todo el mando, Saturnino decía: «Compañeros, perdisteis un buen capitán por haber hecho de él un mal general.»

Quien se alaba en un tiempo enfermizo como éste de emplear para el servicio del mundo una virtud ingenua y sincera, o desconoce ésta, puesto que las opiniones con las costumbres se corrompen (y en verdad, oídla pintar, escuchad a la mayor parte glorificarse de sus acciones y establecer sus reglas; en lugar de hablar de la virtud, retratan el vicio y la injusticia puros, y los presentan así falseados a la enseñanza de los príncipes); o si la conoce se ensalza erróneamente, y diga lo que quiera engendra mil actos de que su conciencia le acusa. Yo creería de buen grado a Séneca por la experiencia que de ello hizo en ocasión análoga, siempre y cuando que quisiera hablarme con cabal franqueza. El sello más honroso de bondad en coyuntura semejante es reconocer libremente las propias culpas y las ajenas; resistir y retardar con todas las fuerzas de que se es capaz la inclinación hacia el mal; seguir de mala gana esta pendiente, aguardar mejores cosas y desearlas también mejores. Advierto yo en estos desmembramientos y divisiones en que caímos, que cada cual se esfuerza en defender su causa, pero hasta los más buenos, con el disfraz y la mentira; quien redondamente sobre aquéllos escribiera lo haría temerariamente y viciosamente. El partido más justo es, sin embargo, el miembro de un cuerpo, agusanado y carcomido, mas de un t al cuerpo la parte menos enferma se llama sana, y con razón cabal, tanto más cuanto que nuestras cualidades no alcanzan valer si no es por comparación; la virtud civil se mide según los lugares y las épocas. Hubiera grandemente gustado leer en Jenofonte la alabanza de esta acción de Agesilao. Solicitado por un príncipe vecino, con el cual había antaño sostenido una guerra, para que le consintiera pasar por sus tierras, concediole licencia para que atravesara el Peloponeso, no sólo dejó de aprisionarle y de envenenarle, teniéndole a su arbitrio, sino que le acogió cortésmente conforme a la obligación de su promesa, sin inferirle ninguna ofensa. Esta acción para las gentes de que voy hablando es insignificante; en otra parte y en época distinta se tendrá en cuenta la franqueza y magnanimidad de tal conducta; estos monocapitas se hubieran de ella burlado: ¡tan escasa semejanza guarda la virtud espartana con la francesa! No dejamos de poseer virtuosos varones, pero éstos lo son conforme a nuestra usanza. Quien por sus ordenadas costumbres está por cima de su siglo, una de dos: que tuerza o debilite ese orden, o mejor, yo le aconsejo que se eche a un lado y no se inmiscuya con nosotros; porque ¿qué saldría ganando con ello?

Egregium sanctumque virum si cerno, bimembri hoc monstrum puero, et miranti jam sub

piscibus inventis, et foetae comparo mulae.

Pueden desearse tiempos mejores, pero no escapar los presentes: pueden apetecerse otros magistrados, pero precisa obedecer a los que vemos; y acaso haya recomendación mayor en obedecer a los malos que a los buenos. Mientras la imagen de las leyes antiguas y recibidas en esta monarquía resplandezca en algún rincón, héteme en él plantado: si por desdicha llegaren a contradecirse, a reñir unas con otras y a engendrar dos partidos de elección dudosa y difícil, será de buen grado la mía escapar, apartándome de esta tormenta; naturaleza podrá prestarme la mano para ello, o bien los azares de la guerra. Entre César y Pompeyo, francamente me habría declarado; mas entre aquellos tres ladrones que después vinieron, hubiera sido necesario esconderse o seguir la corriente, cosa hacedera, a mi ver, cuando la razón naufraga.

Quo diversus abis?

Esta digresión se aparta algo de mi tema: yo me extravío, pero más bien por libertad que por descuido: mis fantasías se siguen unas a otras, bien que de lejos a veces; y se miran, pero al soslayo. He pasado la vista por tal diálogo de Platón en dos partes dividido por modo fantástico y abigarrado; la anterior consagrada al amor, toda la posterior a la retórica. No temían los antiguos estas mutaciones, y poseían una gracia maravillosa para dejarse así llevar por el viento que soplaba su fantasía, o para simularlo. Los nombres de mis capítulos no abarcan siempre la materia que anuncian; a veces la denotan sólo por alguna huella, como estos otros: Andria y Eunuco, o también éstos: Sila, Cicerón, Torcuato. Gusto de la inspiración poética, que marcha a saltos y a zancadas: es éste un arte, como Platón dice, ligero, veleidoso, divino. Obras hay de Plutarco, en las cuales olvidó su tema, en que el asunto de su argumento no se encuentra sino por incidente, completamente ahogado en extrañas cosas; ved cuál camina en su tratado del Demonio de Sócrates. ¡Oh Dios! ¡cuánta belleza encierran esas escapatorias lozanas y esa variación; y más todavía cuán en mayor grado llevan el sello del desgaire y de lo fortuito! El indigente lector es quien pierde de vista el asunto de que hablo, y no yo; siempre se encontrará en un rincón alguna palabra que no deje de ser adecuada, aun cuando sea ocultamente. Voy cambiando de asunto indiscreta y desordenadamente: mi espíritu y mi estilo vagabundean lo mismo. A quien quiere sacudirse la torpeza precisa un poco de locura, dicen los preceptos de nuestros maestros, y todavía mas sus ejemplos. Mil poetas se arrastran y languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos (yo la siembro aquí indiferentemente como verso) resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y representa en algún modo el furor de la poesía. Precísale abandonar el tono magistral y preeminente en el hablar. El poeta, dice Platón, sentado en el trípode de las musas, lanza furiosamente cuanto a sus labios llega, como la gárgola de una fuente, sin rumiarlo ni pesarlo, dejando escapar cosas de diverso color, de contraria substancia, con desbordado curso: él mismo es todo poético; y la teología antigua, poesía toda ella, dicen los doctos; y la filosofía primera, el original lenguaje de los dioses. Yo entiendo que la materia se distingue por sí misma; que muestra bastante el lugar donde cambia, donde concluye, donde comienza, donde de nuevo comienza, sin entrelazarla con palabras que la liguen y cosan, introducidas para liso de las orejas débiles o desidiosas, y sin a mí mismo glosarme. ¿Quién no prefiere más bien dejar de ser leído que serlo dormitando o escapando? Nihil est tam utile, quod in transitu prosit. Si coger un libro en la mano fuera aprenderlo; si verlo, considerarlo y recorrerlo, penetrarlo, haría yo mal mostrándome tan ignorante como digo. Puesto que no puedo sujetar al lector por el peso de lo que escribo; manco male, sí ocurre que le detengo con mis embrollos. Pero se arrepentirá después de haber entretenido en ello su tiempo. Sin duda, mas no habrá dejado de entretenerse. Además hay humores que menosprecian lo que entienden, quienes me estimarán mejor precisamente por no saber lo que hablo, y concluirán por la profundidad de mi sentido, merced a la obscuridad del mismo, la cual detesto con todas mis fuerzas, y la evitaría si supiera hacerme diferente de como soy. Aristóteles se alaba en cierto pasaje de afectarla: ¡viciosa afectación en verdad! Como el corte frecuente de los capítulos de que yo al principio acostumbrara me pareció que rompía la atención antes de que naciera, y que la disolvía menospreciando fijarla por tan poco momento y que se recogiera, los hice luego más largos: en éstos precisa aplicación y espacio señalado. En tal ocupación, quien no quiere emplear una sola hora, ningún tiempo quiere gastar, y nada se hace para quien se muestra avaro de tiempo tan escaso. A más de lo cual, entiendo acaso que le asiste algún interés particular en no decir las cosas sino a medias, confusamente y de un modo discordante. No gusto, pues, de esa razón trastornafiestas, ni de esos extravagantes proyectos que trabajan la existencia, ni de esas tan delicadas proposiciones, aun cuando encierren la verdad. Encuéntrola demasiado cara y sobrado incómoda. Por el contrario, empléome en hacer valer la insignificancia misma y la asnería si me procuran placer y me consienten ir en pos de mis inclinaciones naturales, sin fiscalizarlas tan de cerca.

En otras partes he visto ruinas, estatuas, cielo y tierra: mas donde quiera, tropecé siempre con los mismos hombres. Tal es la verdad, pero, sin embargo, nunca podría yo contemplar de nuevo, por frecuentes que fueran mis viajes, el sepulcro de esa ciudad, tan grade y tan poderosa, sin admirarla ni reverenciarla. La memoria de los muertos es para nosotros venerable, y yo, desde mi infancia, alimenté mi espíritu con la de éstos: tuve conocimiento de los negocios de Roma largo tiempo antes que de los de mi propio hogar: conocía el Capitolio y su plano antes que del Louvre tuviera noticia, y el Tíber antes que el Sena. Mejor supe las condiciones y fortuna de Luculo, Metelo y Escipión, que no las de ninguno de nuestros hombres: muertos están y mi padre como ellos; éste se alejó de mí y de la vida, en el espacio de diez y ocho años, como aquellos en mil seiscientos, y, sin embargo, nunca dejo de abrazar y practicar la memoria, amistad y sociedad de una unión perfecta y vivísima. Mi inclinación misma no convierte en más oficioso para con los que fueron, quienes, no ayudándose, requieren, a mi entender, por eso mismo mi ayuda. La gratitud está aquí en su lugar verdadero: el bien obrar está menos ricamente asignado donde hay retrogradación y reflexión. Visitando Arcesilao a Ctesibio, enfermo, y encontrándole en situación estrecha, deslizó bajo la almohada de su lecho una cantidad de dinero; y al ocultárselo le exentó de que se lo agradeciera. Los que de mí merecieron amistad y reconocimiento, ninguna de las dos cosas perdieron al desaparecer del mundo; mejor los pagué entonces; y más cuidadosamente ausentes e ignorantes de mi acción: con mayor afecto hablo de mis amigos cuando no hay medio de que lo sepan. He sostenido cien querellas por la defensa de Pompeyo y por la causa de Marco Bruto: esta unión persiste aún entre nosotros: hasta las mismas cosas presentes, por fantasía las poseemos. Reconociéndome inútil en este siglo, me lanzo a ese otro, y con él tanto me embobo, que el estado de esa antigua Roma, libre, justa y floreciente (pues no amo su nacimiento ni su senectud), me conmueve y apasiona; por lo cual nunca podré ver de nuevo, por frecuentemente que la vea, la situación de sus calles y de sus casas, y sus profundas ruinas, enterradas hasta los antípodas, sin que en todo ello me interese. ¿Es naturaleza o error de la fantasía, lo que hace que la vista de los lugares que sabemos haber sido frecuentados y habitados por personas cuya memoria es eximia, nos conmueva en algún modo más que oír la relación de sus hechos o leer sus escritos? Tanta vis admonitionis inest in locis! …Et id quidem in hac urbe infinitum; quacumque enim ingredimur, in aliquam histioriam vestigium ponimus. Pláceme considerar su rostro, su porte y sus vestidos: yo rumio estos grandes nombres y los hago resonar a mis oídos. Ego illos veneror, et tantis nominibus semper assurgo. De las cosas que son en algún respecto grandes y admirables, admiro yo hasta las partes comunes: viérales de buen grado conversar, pasearse y comer. Sería ingrato el menospreciar las reliquias e imágenes de tantos nombres relevantes y tan valerosos, a quienes vi vivir y morir, y quienes nos procuran tan buenas instrucciones con su ejemplo, si supiéramos seguirlas.

Y además esa misma Roma que vemos merece que se la ame: confederada de tanto tiempo atrás, y por tantos títulos a nuestra corona, sola común y universal, el magistrado soberano que en ella manda, es igualmente reconocido donde quiera: es la ciudad metropolitana de todas las naciones cristianas; el español y el francés, todos están allí en su casa propia; para figurar entre los príncipes de este Estado basta con pertenecer a la cristiandad, donde quiera que se resida. Ningún lugar hay aquí bajo que el cielo haya abrazado con favor tan influyente ni con constancia semejante; su ruina misma es gloriosa y magnífica:

Laudandis pretiosior ruinis.

Aun en su propia tumba retiene signos y carácter de imperio. Ut palam sit, uno in loco gaudentis opus esse naturae. Alguien se quejaría e insubordinaría contra sí mismo, sintiéndose cosquillear por un tan vano placer: nuestros humores no lo son nunca demasiado cuando son gratos; cualesquiera que sean los que contentan constantemente a un hombre capaz de sentido común, nunca osaría yo compadecerle.

Debo mucho a la fortuna porque hasta el momento actual nada hizo contra mí que significara ultraje, al menos por cima de lo que pudieran resistir mis fuerzas. ¿Será que acostumbra a dejar tranquilos a los que no la importunan?

Quanto quisque sibi plura negaverit, a dis plura feret: nil cupientium. Nudus castra peto…

Multa petentibus. Desunt multa.

Si por el mismo tenor continúa, me despedirá muy contento y satisfecho:

Nihil suprae Deos lacesso.

Mas ¡cuidado con el choque! mil hombres hay que se estrellan en el puerto. Me consuelo fácilmente porque llegará aquí cuando yo no exista ya; las cosas presentes me atarean bastante:

Fortunae cetera mando:

Así que me encuentro desposeído de esas fuertes ligaduras que se dice sujetan a los hombres a lo venidero, merced a los hijos que recibieron nuestro propio nombre y honor; y quizás deba desearlos tanto menos cuanto más son deseables. Demasiado sujeto estoy por mí mismo al mundo y a esta vida; me conformo con depender de la fortuna por las circunstancias propiamente necesarias a mi ser, sin procurarla por otro lado jurisdicción sobre mí; y jamás consideré que la carencia de hijos fuera una falta que convirtiera la vida en menos cabal y contenta: también tienen sus ventajas las uniones estériles. Pertenecen los hijos al número de cosas que no tienen por qué ser apetecidas, principalmente a la hora actual en que sería difícil hacerlos buenos, bona jam nec nasci licet, ita corrupta sunt semina; y precisamente tienen por qué lamentarse para quien los pierde después de haberlos echado al mundo.

Aquel de cuyas manos recibí el gobierno de mi casa pronosticó que había de arruinarla, considerando mi humor errante. Pero se equivocó, pues héteme aquí como entré en ella, si no mejor, careciendo, sin embargo, de oficio y beneficio.

Por lo demás, si la fortuna no me infirió ninguna ofensa violenta y extraordinaria, tampoco me procuró ventaja alguna. Cuantos dones suyos alberga nuestra casa, son anteriores a mí y datan de cien años atrás: particularmente no poseo ningún bien esencial y sólido de que a su liberalidad sea deudor. Concediome algunos favores aéreos, honorarios y titulares, de substancia desprovistos; y más bien me los ofreció que me los concedió. Dios sabe bien que para mí, ser completamente material que sólo de realidades se paga, y bien macizas por añadidura, si sin ambages fuera a hablar, reconocería la avaricia apenas menos excusable que la ambición, el dolor apenas menos evitable que la vergüenza, la salud menos deseable que la filosofía, y la riqueza que la nobleza.

Entre estos vanos favores ninguno creo que plazca tanto a esta torpeza insensata que dentro de mí retoza, como una bula auténtica de ciudadanía romana, que me fue otorgada últimamente cuando allí estuve, pomposa en sellos y letras doradas, y concedida con la liberalidad más generosa. Como se redactan en estilos diversos, que más o menos favorecen, y como antes de haberlas yo conocido me habría sido grata la vista de uno de estos formularios, quiero transcribirla aquí para satisfacción de alguien que se encuentre molestado por una curiosidad semejante a la mía:

Quod Horatius Maximus, Marcius Cecius, Alexander Mutus, almae urbis Conservatores de Illmo viro Michaele Montano, equite Sancti Michelis, et a cubiculo regis Christianissimi, Romana civitate donando, ad Senatum retulerunt; S. P. Q. R. de eare ita fiere censuit.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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