-;El gobernador no me devolverá a mi hijo… Eso es imposible. Nada me importa la riqueza y la libertad. La sangre pide sangre… No piense mal de mí, señor, si luego oye decir que he cometido un crimen… Cuando salí de la cárcel, yo era otra, yo quería vivir en paz, yo deseaba reposo, trabajo y humildad y ansiaba terminar así el resto de mis días de martirio… ¡Ay! ¡Qué ilusiones! Ha sucedido todo lo contrario… todo lo contrario.
Se inclinó ante mí, aceptó agradecida algún dinero que la entregué, y se marchó callada y resignada en apariencia, pero planeando una horrible resolución.
Aquella misma tarde, en un bar clandestino, uno de mis anteriores cocheros fue envenenado con sublimado, y al día siguiente Karandashvili estuvo a punto de perecer asesinado, hallándose en casa de unos amigos en la que habían organizado un cuaydan (partida de juego). Duraba ésta ya muy entrada la noche, y de repente le dispararon un tiro a Karandashvili, a través de la ventana, que a poco le deja en el sitio. Una patrulla que acudió a la detonación detuvo a dos personas sospechosas, escondidas cerca: la viuda del asesinado Lisakoff, y un pésimamente reputado comerciante griego que facilitó a la rencorosa mujer el veneno y el arma con la que pretendió vengarse.
Claro que el castigo de la desventurada madre fue severo y su destino sumamente trágico, porque es probable que jamás traspusiera las murallas de las que se alejó una vez para principiar una nueva vida de libertad. Ignoro su suerte, pero no que las leyes rusas implantadas en Sajalín ocasionaban incesantes y más espantosos crímenes que tendían a castigar. La mujer de Lisakoff sufrió el rigor de aquellas leyes, y ahora sus creadores y ejecutores pagan con su sangre, sus bienes y la felicidad de su patria su tributo a los bolcheviques opresores.
A raíz de los dramáticos sucesos de Pogibi, y después de proveerme de nuevos guías y de víveres, me dirigí al Este hacia la costa, junto a la cual había, al decir de la gente, depósitos de petróleo.
Me encaminé primero al Nordeste, atravesando una región forestal surcada por algunas sierras poco elevadas. Visité dos bahías del mar de Ojotsk, Nyixk y Nabil, en las que desembocaban los ríos Tim, Mutovo y Poata-Syn. En los parajes pantanosos cerca de dichas bahías encontré varios sitios donde el petróleo, actuando en forma de vapor a través de las capas geológicas, había formado lagunas evaporadas anteriormente, convirtiéndose en estanques llenos de una materia negra y viscosa, llamada Kir o Keroseno, fuertemente oxidado. Aun a profundidades menores de doscientos metros se hallan arcillas con rastros de aceite mineral. Este petróleo, por su composición química y sus propiedades físicas, se parece al del Cáucaso, que contiene como máximo un 30 por 100 de Keroseno. Tales capas son contemporáneas de los yacimientos de carbón existentes en la isla. Empezando en la bahía de Uyisk, los depósitos subterráneos de distintos tamaños se extienden muy al Sur y hasta el archipiélago Fox, en la bahía Patience, muestra señales de petróleo en los estratos geológicos inferiores.
La costa oriental de la isla no está habitada oficialmente. Hay en ella algunas pequeñas localidades indígenas, Pilvige y Unnu, y también unos cuantos campamentos de comerciantes ilícitos canadienses y japoneses. Temerosos de ser detenidos por los buques del Gobierno que suelen hacer viajes de inspección alrededor de la isla, esos intrusos suben sus embarcaciones a la costa, las tapan con heno y disfrazan los mástiles con ramas para darles aspecto de árboles.
Los extranjeros trafican con los indígenas comprándoles pieles, oro y barbas y grasa de ballena, a cambio de tabaco, cerillas, agujas, tejidos de algodón, opio, alcohol y naipes, de modo que difunden en ellos la afición al juego y la embriaguez. También cogen perlas de agua fresca en los ríos Tim y Mutovo; camarones, los mayores del mundo, que tienen a veces 20 pulgadas de largo, y cangrejos, que secan al sol y muelen, haciendo con ellos una espesa harina.
En la zona Norte emplean esta harina para cocer una masa que allí sustituye al pan con ventaja, pues es muy nutritivo y soporta bien las mudanzas de clima.
Junto a los indígenas ainos, conviven los orochis, orochones y manegros del Uscusi y el Amur, que cruzan la Manga de Tartaria en invierno, y atraviesan toda la isla para instalarse en su costa oriental. A más de los nómadas mongoles, representan al mundo animal del Continente alces, gamos y tigres que vienen a Sajalin sobre el hielo. Estas bestias salvajes, evitando las secciones más cultivadas de la costa Oeste, se refugian con preferencia a orillas del mar de Ojotsk para procrear, y a veces para residir allí con carácter permanente.
Los tigres son funestos para los ainos, porque no sólo les arrebatan sus ganados y perros de arrastre, sino que a menudo les atacan a ellos mismos, asaltando sus campamentos, que a duras penas defienden con lanzas y flechas, únicas armas de que disponen. Los ainos permiten a los forasteros establecerse en su territorio sin condiciones y sin pagarles tributos, salvo la obligación por parte de esos bravos cazadores de combatir a los bárbaros invasores procedentes de tierra firme. Estos nómadas orochis y orochones fueron los primeros que facilitaron informes de los depósitos de petróleo.
Muy al Norte de Pogibi, adonde volví después de haber visitado las localidades petrolíferas, se halla el cabo María, una de las puntas más septentrionales de la isla.
Me habían dicho que cerca de ese cabo existía un cenagal con trazas evidentes de aceite y kir, y como aún faltaban dos semanas para la llegada del buque puesto a mi disposición para trasladarme a mi casa, decidí estudiar en persona el lugar designado. Fui a él a caballo con un guía que tuve que proporcionarme yo mismo. Me irritó que las autoridades rusas respondiesen con evasivas a mis apremiantes instancias a fin de que me concediesen la cooperación de un soldado. En la necesidad de contratar un guía particular, acepté el ofrecimiento de un pescador, medio mongol, medio ruso, tipo que suele abundar en Siberia. La isla y los mares que la circundan eran un libro abierto para él, pues en sus excursiones de pesca y caza había ido más allá del archipiélago de San Jonás y del cabo Elizabeth.
Cuando le expliqué que deseaba recorrer las proximidades de los cabos María y Elizabeth se puso muy contento y me pidió una moderada retribución; pero estipuló que le permitiera llevar dos caballos de carga.
Accedí a ello, y al día siguiente, de madrugada, partimos a lo largo de una vereda poco transitada, cubierta de hierbas y matas.
Gustaff era un hombre taciturno. Iba siempre guiando los caballos, atados uno al otro, y nunca me miraba cuando yo le llamaba a mi lado. A menudo me apeaba de mi cabalgadura y cazaba, porque por doquiera salían a nuestro paso los bandos de perdices blancas y de gallos silvestres. En una ocasión acampé veinticuatro horas a orillas de una laguna llena de aves acuáticas, entre las que se contaban distintas variedades de gaviotas, circunstancia explicable por la proximidad de la Manga y la abundancia de pesca en el lago, las cuales constantemente se posaban en la superficie líquida y en los marjales limítrofes. Allí vi por primera vez una emigración de peces.
A trescientos metros del lago grande hay otro más pequeño, que en realidad sólo es una charca recubierta de plantas propias de esos terrenos. Cuando me acerqué a ella se me antojó un vivero artificial de peces, porque su superficie no estaba nunca tranquila, sino constantemente alterada por los remolinos y círculos de enjambres de esos seres.
Paseando al rayar el alba entre el lago y la charca, vi algo que se movía en el herbazal y di un grito para asustar al animal o pájaro que fuese; pero no salió ninguno. Registré luego cuidadosamente la hierba, y con gran asombro y sorpresa descubrí que un sollo de buen tamaño se dirigía serpenteando a través de la alta hierba, humedecida por el rocío, a la laguna inmediata, atraído sin duda a ella por la abundancia de comida. Aquella misma tarde, después de la puesta del sol, observé que un segundo sollo volvía al lago grande, ahíto hasta el punto de no haber podido tragar el último pez, cuya cola todavía le sobresalía de la boca. Mucho había leído acerca de la emigración de los peces por tierra, y en Sajalín pude comprobar por mí mismo la realidad de ese extraordinario fenómeno.
A poco de abandonar el lago encontramos un jinete que recorría el bosque. Estaba en la plenitud de la vida y poseía una complexión fuerte, un rostro antipático y una espesa barba rubia. Al aproximarnos a él, puso su caballo cruzado en el sendero para estorbarnos el paso. Mi guía entabló conversación con el desconocido, señalándome con una mirada. Entonces el jinete del extraño aspecto se apartó a un lado del camino para que pasase nuestra pequeña caravana. Al llegar yo junto a él se unió a mí, saludándome cortésmente.
-;Nuestra isla le parecerá a usted sorprendente-;me dijo.
Le contesté, expresándome con sinceridad y llaneza, sin disimular mis opiniones sobre la isla y sus pobladores.
-;|Oh, sí! -;exclamó-;; en otras manos que las de los rusos, esta tierra sería una riquísima colonia. Aquí hay de todo: carbón, petróleo, hierro, oro, pesca, valiosas pieles, focas y ballenas. ¡Un verdadero paraíso! Y sin embargo sólo sirve para albergar criminales, mientras que las autoridades dejan sin desarrollar las riquezas naturales de la isla, infestando con el aliento y los cuerpos de esos monstruos el fértil suelo y el aire puro de Sajalín.
-;¡No se muestra usted bien dispuesto para los infelices presos! -;agregué maravillado, pues creía estar frente a un colono licenciado de presidio.
-;Hay que conocerles como yo les conozco para apreciar la maldad de sus almas negras y viles -;repuso, crispando los puños al propio tiempo-;. El Gobierno es un imbécil consintiendo que vivan esos hombres-fieras. Mejor hace el Oeste enviándoles a la silla eléctrica, librando así a la sociedad de su perjudicial y peligrosa presencia.
-;¿No admite usted la posibilidad de que mejoren los prisioneros de Sajalín? -;le pregunté.
-;No -;contestó con voz bronca-;. ¿Cómo han de mejorar unos hombres que antes de venir aquí han estado en la cárcel varias veces por los crímenes más atroces? Sólo son unos seres verdaderamente abyectos, unas criaturas desalmadas, sin el divino destello. He conocido a los hijos y los nietos de esas fieras, educados por padres indignos, e indignos eran también ellos, por consecuencia. Resulta de eso que a la primera tentación se entregan a sus viles instintos, y a menudo superan a sus familiares en crueldad.
Oyéndole hablar con tan profunda convicción, realzada por una excitación creciente, me perdí en conjeturas en cuanto a su personalidad. Con sagacidad y precisión impropias de su apariencia tosca había reflejado acertadamente el carácter de Sajalín y los rasgos principales de su terrible y desgraciada población. A pesar de todo, no logré averiguar quién era, aunque por descontado supo granjearse mi confianza.
-;Veo que ha llegado usted hace poco -;me dijo riendo-;. Así se explica que todavía no haya oído hablar de mí. Soy Andrés Bolotoff.
Como quiera que su nombre no significara nada para mí, le hice varias preguntas respecto al tiempo que llevaba en la isla y sobre su procedencia y motivo que le había traído a ella.
Me repuso que residía en Sajalín hacía unos siete años y que había venido del distrito de Tomsk. Luego reflexionó un instante y añadió:
-;Vine aquí con una misión religiosa, sabiendo que estas gentes necesitaban apaciguar los reproches de sus conciencias y descargar de culpas sus corazones. Les vendí libros piadosos, Biblias, iconos y cruces, y recogí dinero para construir iglesias.
-;¿Y triunfó usted?
Permaneció silencioso y se obscureció su semblante.
-;¡Vaya! -;repuso con ironía-;. ¿No ve usted mis cabellos blancos? Ellos demuestran a las claras el éxito de mi cristiana empresa.
-;Confieso que no le comprendo.
-;Sí -;prorrumpió-;, es difícil comprenderme; dificilísimo.
Me ofreció tabaco para mi pipa, me tendió a continuación una cerilla y añadió:
-;Si me lo permite, iré con ustedes un largo rato.
-;Con mucho gusto -;contesté.
Bolotoff se puso a mi lado, fumando su pipa. Cuando la terminó, tiró la ceniza y se la guardó en una de las polainas, prosiguiendo su narración.
-;Me ha ocurrido una gran desgracia en esta maldita tierra; tan grande, que es imposible comentarla. Al hablar de ella mi alma derrama lágrimas de sangre. En mi país tuve una esposa amada, que murió, dejándome un hijo de diez años de edad, listo, formal y bueno. Juré a mi mujer moribunda que le protegería de todo mal y haría de él un hombre. Juzgué que Dios me había quitado a mi mujer como castigo de mis pecados y decidí purgarlos con hechos piadosos, por lo que emprendí una vida devota, vendiendo imágenes y libros, cuyo producto sirviese para la construcción de iglesias. Recorrí toda Siberia con mi hijo, que en los pueblos tenebrosos e impíos leía la Biblia fervorosamente y les hablaba con juvenil convicción y sencillez de Dios Creador y de Cristo, Salvador del Mundo. Por último, resolví terminar mis andanzas y establecerme donde mi hijo pudiese estudiar. Pensé finalizar mi actividad religiosa, tan alentada y favorecida por los obispos Nicolás, Silvestre y Makari, con una visita a esta isla de Sajalín, con el propósito de aportar consuelos espirituales a los pobres presos, privados para siempre de libertad y derechos humanos. Según mi costumbre, traje conmigo a mi hijo. Hallamos aquí criaturas que parecían escuchar con sinceridad y recogimiento las palabras del Espíritu Santo, armoniosamente leídas por mi hijo, lleno de entusiasmo cristiano. ¡A cuántos niños de presidiarios enseñó a leer y escribir!
Pasado algún tiempo, necesité enviar todo el dinero que había recaudado en Siberia al obispo Makari. Estábamos en Onor, y como caí gravemente enfermo, mandé a mi hijo con los fondos a la oficina de correos de Dué. Fue, pero no volvió… Le busqué un mes entero, y por fin le encontré en un bosque con la cabeza aplastada por un hachazo. Le habían robado hasta las ropas y el calzado, y no digamos el dinero reunido con tanto esfuerzo para erigir templos a Dios. Indagué sin descanso quiénes podrían ser los asesinos, y acabé por descubrirles. Eran hombres que habían oído las máximas de la caridad cristiana de labios de su víctima; pero no, no eran hombres, sino unas bestias feroces.
Calló, jadeante, mostrando el odio que encendía su alma en todos sus rasgos fisonómicos.
-;Ahora me explico por qué aborrece usted de ese modo a los habitantes de la isla -;observé, mirando con compasión al infortunado padre-;. ¿Pero por qué sigue usted en ella?
-;¿Se figura usted que después de haber jurado junto al lecho de muerte de mi mujer cuidarme de su hijo iba a prescindir de mi promesa, viviendo tranquilamente, sin vengar con creces la sangre inocente tan inicuamente vertida?
Dijo esto con un sentimiento reprimido, pero terrible. No atiné a responderle nada, y permanecí silencioso hasta que empezó otra vez a hablar febrilmente.
-;Al cabo hallé a los asesinos. Eran Koshka, Sokol, Solwanoff, Dormidoníoff y Grenitch. Cuando sé enteraron de que me proponía castigarles, huyeron de Onor en dirección a Pogibi. Las autoridades les persiguieron, pero sin éxito. Yo les sorprendí por casualidad, y uno tras otro cayeron a los golpes de mi hacha. Entonces la hez de los presidios y de los presos cumplidos me sentenció a muerte y me lo participaron así. Repuse que mataría a todos los que se cruzasen en mi camino, y el Señor es testigo de que he hecho honor a mi palabra. En vista de eso, los ex presidiarios y fugitivos de la cárcel de Onor se dedicaron a darme caza. Varias veces me tuvieron en sus manos; me rompieron las costillas y me cosieron a puñaladas; pero mis heridas les han costado un enorme precio. ¡No, ninguno de los presos de Onor se me escapará! Las autoridades saben que yo no sigo otros prisioneros, pero que si alguno se fuga de Onor, basta con mandarme un recado para que mi brazo vengador les alcance siempre… Ni uno de ellos se escapará, ¡no, ni uno!
Tal era el vengador Andrés Bolotoff. Más tarde, en Dué, el jefe del batallón disciplinario, coronel Ieravski, me dijo que Bolotoff vagaba por todas las partes de la isla, viviendo de la caza, y que con sólo se le comunicase que un preso de Onor se había evadido, reunía cuantos antecedentes se conocían del fugitivo y desaparecía bruscamente. En esos casos las autoridades ni siquiera se molestaban en enviar tropas para perseguir al escapado, conociendo de sobra que «El Vengador» le echaría la garra. El premio que recibía por cada captura lo entregaba por entero para obras piadosas o para oraciones por el alma de su hijo.
Cuando Bolotoff concluyó su relato, no pude eximirme un buen rato de la intensa y abrumadora impresión que me había producido. Juzgué que la venganza es un mal consejero, pero no por eso dejé de admirar la entereza de ánimo y la voluntad acérrima del desventurado Bolotoff.
Al despedirme de él, le di la mano y dije:
-;Plegué a Dios apaciguaros el corazón.
Bolotoff se santiguó devotamente y murmuró:
-;Yo también se lo pido; pero con seguridad no me concederá ese favor.
Aunque parezca extraño, pasados muchos años encontré de nuevo a «El Vengador». Fue en enero de 1920, cuando a toda costa me abría camino de Tomsk a Krasnoyarsk para huir de los bolcheviques. Tuve que atravesar el pueblo de Bogotol, cerca del cual estaba acampada una famosa partida de rojos, entregados a la matanza y al saqueo no sólo de los ciudadanos vulgares, sino de los comisarios, oficiales y soldados bolcheviques. Todo el mundo evitaba la localidad y viajaba por la carretera situada al Norte, antes que utilizar el ferrocarril.
Como tenía la convicción moral de que iba a perecer, seguí el casi desierto camino que bordea la línea férrea, ocupada por una no interrumpida fila de trenes abandonados por los ejércitos e instituciones del Estado del almirante Kolchak, que no fueron retirados por los bolcheviques hasta tres meses después. En una de esas pequeñas estaciones al Oeste de Bogotol, me paré para descansar y comer, pues tenía hambre, frío y cansancio. En ella no había más que un empleado y varios trabajadores, sin contar a un singular individuo, sentado en un rincón, que se levantó de repente al entrar yo y se volvió a sentar inmediatamente, subiéndose, para taparse la cara, un gran cuello de pieles. A pesar de eso, reparé en su luenga barba blanca y en la melena que le salía de una alta papakha de piel de oveja.
Pedí al empleado y a los obreros que me vendiesen algo de comer, y se negaron rotundamente a complacerme e incluso a hablar conmigo.
Como yo viajaba en un ligero trineo tirado por dos pesados caballos, abandoné la estación para inspeccionar a mis animales y calcular si podrían conducirme a la estación próxima, distante doce millas, donde quizás mereciese una acogida más favorable. ¡Ay! los caballos estaban agotados y por milagro se mantenían en pie, con las cabezas bajas, estremeciéndose de fatiga.
Crujió la puerta del edificio-estación y vi de reojo que un campesino fornido, de pelo blanco, abrigado con una pelliza de pieles con amplio cuello y cubierto con una gorra de piel de oveja, se detenía en el umbral de la puerta, mirándome con atención. Por último, se frotó la frente con la mano y me preguntó:
-;¿No tiene usted nada que comer?
-;Nada -;contesté-;, y no sé cómo arreglármelas para irme de aquí, porque mis caballos están rendidos. ¿Tal vez usted puede indicarme algún sitio en que vendan pan y cebada o paja para el ganado?
Se echó a reír fuerte y replicó:
-;Difícil será, a causa de que todo ha sido robado, primero por las tropas de Kolchak y luego por los bolcheviques; pero si usted precisa algo, yo se lo proporcionaré.
Sin más, dio una palmada, y del bosque, separado sólo de la estación por la línea férrea, salió un jinete. Le ordenó el viejo acercarse a él, le habló en voz baja, y enseguida me invitó a entrar en la estación. A los pocos momentos el jinete volvió, trayendo un zurrón, del que sacó una botella de vodka, un vaso, pan, huevos y un trozo de tocino, colocándolo todo sobre la mesa.
-;¡Coma! -;exclamó el campesino dirigiéndose a mí-;. Y tú, Alexei, desengancha los caballos y dales un pienso. Este viajero es amigo mío. ¿Me entiendes?
Prescindí de ceremonias y comí como corresponde a un hombre sano, de conciencia limpia, que nada teme y nada espera.
-;¿Y usted se atreve a atravesar este país? -;me preguntó el viejo sonriendo y encogiéndose de hombros.
-;¿De qué y por qué voy a tener miedo? Carezco de dinero, a nadie hice daño, y si muero, santo y bueno, puesto que la vida me pesa. ¡Figúrese! He trabajado desde niño como un buey, no nací rico, jamás he robado y todo se lo debo a mis manos y a mi cerebro. A pesar de eso, los bolcheviques me tratan como a un explotador del pueblo, me tachan de burgués y de vampiro que chupa la sangre de los humildes. Este estado de cosas me disgusta y deseo ponerle término.
El viejo tornó a reír y exclamó:
-;Sí, los bolcheviques son unos estúpidos y están cometiendo un sinnúmero de enormidades que yo castigaré. Pero aquí corre usted muy graves peligros; el cabecilla Bolotoff devasta el país próximo a Bogotol. ¿Seguramente habrá usted oído referir la matanza que hizo en la ciudad de Kusnetsk?
Las noticias de las horrendas fechorías realizadas en Kusnetsk por las bandas rojas habían repercutido en toda Siberia y el nombre de Bolotoff engendrado odio en todos los corazones generosos, porque en Kusnetsk, las cabezas de los ingenieros Pervoff y Sadoff y otros fueron clavadas en palos y expuestas en la plaza pública, las mujeres ultrajadas vilmente, los hombres cultos atormentados y las escuelas, hospitales e iglesias incendiados.
-;Sí, algo sé de eso -;contesté-;; pero no puedo elegir. Ando a la ventura, y quizás esto sea el fin de todo. ¿Llegaré? Lo ignoro. No tardaré en averiguarlo.
Mi desconocido protector no contuvo la risa, visiblemente divertido por mi despreocupación en materia de vida o muerte; pero recobró pronto la serenidad, e inclinándose a mí, balbuceó:
-;¿Ha estado usted en Sajalín?
-;Sí, visité toda la isla; pero hace ya mucho tiempo.
El viejo aldeano se levantó y me tendió la mano.
-;¿No se acuerda usted de Andrés Bolotoff, «El Vengador», a quien encontró en el camino de Pogibi al cabo María?…
Calló de repente y luego añadió:
-;… Sí, el que !e contó que le habían matado a su hijo cerca de Onor. ¿Lo recuerda usted ahora?
-;¡Cómo! -;mascullé-;. ¿Es usted la misma persona? Ha cambiado de un modo atroz.
-;¡Bah, ha llovido tanto desde entonces! -;añadió pensativo-;. Además, todo ha cambiado y yo he cambiado también. Antes recogía dinero para las iglesias; hoy empuño un fusil y derramo como agua la sangre humana.
-;¿Entonces es usted Bolotoff… el cabecilla de Kusnetsk?
-;Sí -;replicó alegremente, moviendo su blanca melena-;. Disfruto enormemente y soy el amo indiscutible de esta comarca.
-;¿A qué obedece eso? -;le pregunté estupefacto, olvidándome de la clase de sujeto con quien trataba-;. En Sajalín perseguía usted a los presos de Onor y aquí es el azote de los mismos a los que censuraba por débiles y condescendientes!
-;Cuestión de tiempo -;me objetó-;. Después de la primera revolución, el Gobierno amnistió a los prisioneros de Sajalin, y los que en primer lugar se marcharon fueron los encarcelados en Onor. Les perseguí por doquiera. Debido a ello, los oficiales me prendieron y condenaron a cinco años de presidio. Me escapé, llegué a Kusnetsk, mi ciudad natal, y formé una banda para atacar a los funcionarios del Gobierno que se compadecieron de mis enemigos. Les di una buena lección, y tras de ella los bolcheviques se encargaron de matarlos. Creí que realmente ocupaban el poder unos hombres justos y dignos, y me uní a ellos; pero no tardé en ver que los anteriores presos de Onor eran los nuevos comisarios, por lo que no vacilé en combatir a los bolcheviques. ¡He aquí toda mi historia! ¡Me es imposible tener paz mientras que aliente uno solo de los asesinos de mi hijo, uno de los bandidos de aquel espantoso infierno!
A cuenta de mi antiguo conocimiento con Bolotoff crucé tranquilamente su zona de influencia y fui, sin duda alguna, el único viajero que atravesó sin escolta ni daño un país tan mal reputado. El casual encuentro con «El Vengador», terror de la taiga de Sajalín, en el camino entre Pogibi y las costas del mar de Ojotsk, me había salvado. Hay en la vida contingencias extrañas que suelen producir resultados maravillosos.
Después de mi paseo con Bolotoff, llegué al cabo María sin otros incidentes que merezcan ser referidos. Toda la parte septentrional de la isla, atravesada por mí, se hallaba completamente despoblada, salvo los dos aldeorrios, Motuar y Pilwo, de la costa Oeste, fuera de mi itinerario.
Dondequiera del bosque vi unos osos, no muy grandes y casi negros, llamados «hormigueros», porque comen hormigas y sus larvas, que extraen de los agujeros de los que reciben el nombre. Este alimento les estimula hasta el punto que no necesitan invernar, ni siquiera guarecerse en ningún abrigo durante la estación invernal. Los cazadores siberianos opinan que los osos «hormigueros» no sólo son una especie distinta, sino que son ejemplares físicamente degenerados, contenidos en su desarrollo, que se distinguen además por lo oscuro de su pelaje. De todas maneras, son mucho más feroces que el oso pardo común.
Los orochones y otros nómadas, diestros en la caza de osos, consideran al «hormiguero» un mal espíritu, al que deben en ocasiones tener propicio para incluso contar con él como un poderoso aliado. A causa de esto, lo matan únicamente cuando les fuerzan a hacerlo las circunstancias, o sea cuando atacan al oso común sin ayuda. No he visto nunca a los, orochones cazando al amo de la selva, pero he tenido el extraordinario privilegio de asistir a una ceremonia religiosa en la cual tuvo lugar un duelo entre un hombre y un oso.
Sucedió en un campamento de orochones, cerca de Nikolaievsk del Amur. Había sido cogido un oso corpulento, de seiscientas libras de peso, que, atado con correas de cuero, fue arrastrado a un claro del bosque, donde lo pusieron en medio de un pequeño cercado, hecho con cortas y fuertes estacas, sólidamente hincadas en el terreno. Luego, un chamán echó las suertes para designar a quién le tocaba pelear con la fiera. La suerte eligió a un muchacho de diez y seis años, que, evidentemente satisfecho y orgulloso de su papel, se puso un cuchillo en el cinturón, se estiró la blusa de cuero y se plantó en el centro del ruedo. Cortaron las ligaduras que sujetaban al animal, y los compañeros del campeón se retiraron detrás de la barrera, permaneciendo en el cercado el mozo con el cuchillo dispuesto. El oso miró en torno suyo con sus ojillos sanguinolentos, se enderezó sobre las patas traseras y se dirigió a quien le desafiaba. El muchacho no esperó el ataque, sino que, inclinando la cabeza, se lanzó contra la bestia, y tapándose la cara con el brazo izquierdo, apretó el hombro derecho hasta la coyuntura debajo de la pata derecha, extendida, del animal, poniendo así ese miembro fuera de peligro, quedándole libre el izquierdo para dar a su enemigo una cuchillada en la espalda con la velocidad del rayo. El golpe fue tan violento y certero, que derribó al oso en tierra antes de que hubiera podido valerse de sus terribles armas naturales. El muchacho no recibió el menor arañazo y remató a la fiera, contentísimo por su triunfo. Los indígenas cazan al oso en la taiga de esa manera, y los iniciados en los arcanos de la prueba religiosa que he descrito me participaron que el secreto del éxito estriba en apretar el antebrazo izquierdo contra el sobaco del bruto, que es precisamente donde el antebrazo se une al cuerpo, estorbando al oso los movimientos de sus patas delanteras. Los nómadas reconocen que ninguno tiene valor para luchar con el oso «hormiguero» cuerpo a cuerpo. Cuando molestan demasiado a los orochones, los matan a tiros y se comen sus corazones, siendo éste su modo de entendérselas con unos seres desprovistos de la consideración que merecen sus vecinos humanos.
Por fin, como remate de nuestra caminata hacia el Norte, vimos el mar y las arenas del cabo María. Nubes de pájaros se remontaban sobre la costa, llenando el aire con sus chillidos y graznidos. Cuando surgimos del bosque, divisamos en la playa, encima del vasto arenal, una alta cruz de troncos de abedul toscamente cortados. Me dirigí a ella y leí la siguiente inscripción en ruso, tan poco en armonía con el ambiente general del país:
«Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres en la tierra y en el mar de la vida».
La presencia del símbolo cristiano en aquella soledad me asombró y pregunté a mi guía quién había erigido la cruz allí.
Me contestó con evidentes muestras de estar emocionado:
-;¡El Fraile Negro!
Le hice la pregunta precisamente cuando subíamos una empinada cuesta arenosa, tan penosa de andar, que los caballos marchaban a duras penas, viéndonos obligados a desmontarnos y a transportar nuestros equipajes para ayudar a las acémilas. Esto me privó durante un rato de pedir más informes acerca del Fraile Negro. Cuando al cabo cruzamos aquellas movedizas arenas, plegadas en largas olas por la acción del viento, vi frente a nosotros una casa vieja, de una sola planta, construida con ennegrecidos leños de alerce. En su extremo Norte había una especie de torrecilla provista de Una cruz dorada.
-;Allí es donde vive el Fraile Negro -;me explicó el guía-;. No sé si le encontraremos ahora en casa, porque estos días suele ir al mar.
Nos acercamos a la casa, pero nadie salió a recibirnos, y sólo después de dar algunos gritos aparecieron varios ainos, que con dificultad nos dijeron que el monje estaba en el mar, que habían venido de muy lejos para pedirle consejo y que aguardaban su regreso con impaciencia.
Pasamos dos días allí, instalándonos de motu-proprio en la casa del fraile, habiéndonos asegurado el guía que al santo varón le agradaría sumamente que así lo hubiéramos hecho. Al alba de la mañana siguiente nos despertaron los ladridos de los perros de los ainos. Salí de la casa en el mismo momento que una gran lancha de vela varaba en la playa. Luego que aferraron las velas y afianzaron sólidamente el bote, saltaron a tierra tres hombres. Yo me apresuré a adelantarme a su encuentro.
El que iba delante era un fraile de elevada estatura, blanco como una paloma y tan flaco, que me produjo la impresión de ser sólo un esqueleto envuelto en un hábito negro. Al reparar en mí, se alisó su larga barba blanca y su bigote, y con un movimiento rápido se echó sobre la cabeza la negra cogulla de su sotana. Como la cogulla le cayó hasta la frente, vislumbré una cruz blanca en el borde del negro ropaje. Un pesado crucifijo de hierro colgaba de una cadena sobre su pecho. Usaba botas altas de piel de foca con piso de hierro. Le ceñía la sotana una cuerda recia y en la muñeca izquierda llevaba un rosario de gruesas cuentas de hueso. Aunque la cogulla casi le tapaba la cara, observé a pesar de eso su mirada penetrante e investigadora, sus espesas cejas blancas, su fina nariz aguileña y su boca de pronunciados rasgos, que demostraban una fortaleza de ánimo sin igual.
A medida que nos aproximábamos el uno al otro, me sorprendió el ruido de cadenas, tan peculiar de la región de las prisiones.
-;¿Será también un presidiario? -;fue la idea que surcó mi imaginación.
En aquel momento el Fraile Negro levantó la seca mano e hizo en mi dirección la señal de la cruz, exclamando con reposado tono:
-;¡Que Dios bendiga vuestra llegada a nuestro retiro, hijo mío!
Me presenté a mí mismo y juntos entramos en la casa. Mi guía y los ainos aguardaban al monje a la entrada, arrodillándose y prosternándose humildemente ante él. Después que les puso las manos sobre las cabezas y les bendijo, se alzaron y besaron con veneración las ropas del anciano. El se fue a su cuarto y volvió a poco, vestido con una sotana más ligera y la cogulla echada hacia atrás, lo que permitía ver sus largos y blancos cabellos.
Pasé el día y otra noche en su única morada. Me interrogó acerca de la vida política en Rusia y en otras naciones, sobre la actualidad filosófica y religiosa y con respecto a varias eminentes personalidades rusas en las esferas científicas y gubernamentales, y a continuación, e inesperadamente, rompió a explicarme en excelente francés que había realizado algunas transacciones con mi guía, quien le proporcionaba los víveres que necesitaba, y que tenia que hablar con los ainos, que solicitaban su ayuda médica. Me anunció que más tarde podríamos hablar sin interrupción.
Sin embargo, no quedó desocupado hasta concluida la cena, compuesta de pescado fresco, porque el monje no comía carne hacia cincuenta años, y nunca la ponía en su mesa. Comió muy poco y como contra su gusto, sujeto a hacerlo por la necesidad. Bebió una taza de té sin azúcar, pronunció una breve oración de gracias y se sentó más cómodamente en un banco cubierto con una moteada piel de foca.
Un buen rato tuve que darle noticias de Petrogrado y Moscú. Después, al saber que yo había residido en París varios años, me preguntó por Lichtenberger, Réclus, Roux, Boussinesque, Flammarion, Poincaré y otros sabios de su categoría. Se interesó especialmente por León Tolstoi, Vladumi Solwieff y el escritor Korolenko, a los cuales conocía personalmente por haber viajado mucho por toda Europa.
Era muy versado en literatura y poseía gran erudición y agudo sentido crítico, pero por lo que dijo comprendí que su contacto y relaciones con la vida contemporánea se detenían hacía treinta años.
Aquel hombre tenía una gravedad, una sensatez y una calma inalterable y se hallaba dotado de una comprensión tan honda de la vida y de una majestad de pensamiento, que no me sentí capaz de interrumpirle y me limité a esperar que por sí empezase a referirme sus años juveniles. No esperé en vano.
Reparó en que varias veces oí con sorpresa el ruido de las cadenas que llevaba, perceptible al más ligero de sus movimientos, y fijando en mi rostro la mirada de sus brillantes ojos azules, se expresó así con voz sencilla:
-;Sí, uso el vérigi, cadenas que cruzan la espalda y se unen en la cintura con un pesado cerraje, y jamás me desprendo de una camisa de crin. Lo hago para mortificar mi carne, y me impongo este voluntario castigo y afrenta, porque soy un gran criminal.
No protesté, contentándome con mirarle fijamente a los ojos.
-;Sí; soy un criminal, ¿lo oye usted? -;me preguntó con viveza.
-;Le oigo -;contesté.
-;Bueno, ¿y qué piensa usted de eso?
Aunque la curiosidad y la impaciencia se translucían en mi voz, me encogí de hombros y simulé prepararme a escuchar con indiferencia las revelaciones del monje. No obstante, creí oportuno añadir:
-;Todos hemos sido en ocasiones los más grandes criminales, y cada uno de nosotros puede ser, si lo desea, un confesor y el juez más severo de él mismo, padre.
El anciano cerró los ojos un instante, y tras de una breve pausa me preguntó de nuevo, como apremiándome a mostrarme franco:
-;¿Y qué más?
-;¿Qué más? Que pueden ocurrir cosas terribles si al hombre no le falta la voluntad para analizar sus secretos crímenes. Puede volverse loco, imponerse horribles penitencias o cambiar del todo.
-;Es usted joven, hijo mío, pero habla como si conociese la vida.
-;Padre -;respondí-;, durante mucho tiempo, los problemas de la vida, implacables, arteros y llenos de insidiosas tentaciones, me han rodeado. Sé que la tentación más fuerte estriba en los deseos insatisfechos, susceptibles de convertir a un hombre en un mártir con una radiante aunque débil alma llena de lágrimas, o de trocarle en un malvado de alma negra, henchida de odio y crueldad. Toca a los más fuertes resistirse y servir con sus vidas duras y tristes de modelos a los demás, para que su labor produzca rica cosecha.
El monje inclinó la nevada cabeza y meditó profundamente. Se prolongó el silencio y no dudé de que iba a escuchar la confesión de un alma humana plena de angustias y preocupaciones. Se levantó el fraile, echó té para los dos, volvió a ocupar su sitio en el banco y empezó a hablar, interrumpiendo su narración de cuando en cuando con vacilaciones respecto a lo que pensaba decir.
-;Cierto que sólo la tortura moral puede destruir o crear un hombre. Eso me sucedió a mí. ¿Cuál fue mi crimen? ¡Qué más da! No hay diferencia entre matar un cuerpo o un alma: el crimen siempre es crimen e implica penas, recuerdos, reproches y desesperación. He pasado en la vida por todas esas estaciones del camino del dolor. Tuve un alma pura, luego la enfangué en el pecado, y ahora me figuro que no tengo alma, porque ni siento ni padezco. Al fin algo me ha conducido por esta senda, algo me impulsó a sacrificarme por el prójimo. Quise seguir este camino, sin separarme de los centros de cultura, pero no me fue posible. Mis relaciones sociales presentaron infranqueables obstáculos a mis nuevos gustos. Por eso entré en un monasterio, el más austero de toda Rusia, y pronto alcancé el puesto más elevado de la comunidad por mi devoción y humildad, pero comprendí que el claustro tampoco me daría la paz. Entonces me puse el verigi y el cilicio de crin y viajé de aquí para allá en busca de un territorio en el que trabajar por mis hermanos. Vine a Sajalín, contemplé este abismo de indescriptibles torturas, este averno donde arden los cuerpos y las almas de los hombres vivientes, y comprendí que sobre este fondo podría pintar el cuadro que yo había soñado. Puse todo mi empeño en desarrollar el plan trazado, pero el punto de vista de las autoridades hizo mi trabajo imposible. Abandoné los presidios y las colonias de los licenciados y me trasladé al Norte, donde difundí el cristianismo entre los indígenas y peleé sin descanso con las plagas de la embriaguez, la degradación y del juego, introducida aquí por los rusos y los extranjeros. Curé los cuerpos y las almas.
Lanzó un hondo suspiro y agregó en tono resuelto:
-;Hablo como si me alabase a mí mismo, pero no es ésa mi intención. Al contrario, expongo lo que pienso con lealtad, porque siento que he llegado al fin de mis días. Lo siento perfectamente; es más, presiento que he regresado de mi último viaje por ese mar que tantas veces me ha mecido en sus olas.
Inicié una protesta, pero notando que no le causaba impresión, le pregunté:
-;¿Qué viajes ha hecho usted por mar, padre?
Me respondió con una animación que revelaba lo grato que a su corazón le era el tema:
-;Viviendo en esta costa, en el extremo de la Manga de Tartaria, vi con frecuencia las lanchas de los pescadores y fugitivos de Sajalín empujadas por los vientos y las olas al mar libre, donde con seguridad aguardaba la muerte a sus tripulantes. Es un deber cristiano salvar a los ahogados, y no ignoro además que la señal de auxilio de los buques a punto de hundirse, empleada en el misterioso lenguaje de la telegrafía sin hilos, es: S. O. S., que en inglés significa: «Salvad nuestras almas». Aquí en mi propio campo me dediqué de lleno al salvamento de las almas que se ahogaban. Con la ayuda de dos antiguos amigos, cristianos ainos, construí un bote resistente, en el que durante las tormentas navegábamos arriba y abajo por el mar para socorrer a quienes estuviesen en riesgo de perecer. De noche encendemos una linterna en el cabo arenoso donde varamos nuestro bote.
Al decir esto rió jovialmente, y me señaló por la ventana un alto mástil, con una linterna en la punta.
-;Quemamos en la linterna aceite de hígado de bacalao, y durante las tempestades encendemos hogueras y echamos kir en ellas para evitar que el viento y la lluvia las apague. Mis ainos son diestros y audaces marineros. Voy a enseñárselos a usted.
Dio dos palmadas para avisarles, y entraron dos viejos ainos, vestidos por completo con chaquetones de cuero y pantalones y botas que casi les llegaban a la cintura. Me fijé en sus caras horribles, sin narices, labios ni pestañas, semejantes a calaveras, que mostraban sus amarillentos y grandes dientes. No dudé acerca de la enfermedad que había desfigurado los rostros de aquellos fieles y abnegados servidores.
-;¿Lepra? -;pregunté.
-;Sí -;contestó el monje-;; pero se desarrolla muy lentamente, puesto que estas gentes han cumplido ya los treinta años. Además, estoy seguro de que no es contagiosa, pues llevo conviviendo con ellos años y años sin novedad, y los amigos que suelen visitarme anualmente, ninguno ha cogido el terrible mal, aunque han estado en íntimo trato con ellos.
-;¿Habrá usted salvado a muchos, padre?
Durante los últimos cuarenta años hemos hecho varios salvamentos, porque no aguardamos a que las olas nos traigan los náufragos, sino que salimos a buscarles mar afuera, cruzando la parte septentrional de la Manga de Tartaria. Somos conocidísimos en todas esas aguas. Un poeta, llamado Kuriloff, vino a verme y me denominó «El Monje errante». Cuando amparo a los presidiarios fugitivos, las autoridades ni protestan ni me molestan… ¿por qué?… lo ignoro. No se me oculta que cada prisionero que recojo perecería tarde o temprano, o volvería a entrar en la cárcel; sé que más le valdría morir ahogado, pero imagino que al rebelarse y huir obedecen al afán decisivo de buscar un ambiente que les proporcione la paz, y que favoreciéndoles les pongo en el trance de soportar todas las torturas espirituales, capaces de sustraer su alma de las tinieblas que les envuelven. Libro de la muerte a los que van a sucumbir, no para la alegría y la felicidad, sino para las penas y los remordimientos.
-;¿Y los evadidos que pretenden atravesar los estrechos, saben que usted existe?
-;Oh, sí; me conocen en todas las katorgas, y como los presos son muy supersticiosos, cuando parten para su peligroso viaje hacen con pan tierno y polvo de carbón unas figuritas que representan frailes negros, las cuales llevan a modo de talismanes para que mi bote les recoja en el caso de que el mar enfurecido les amenace.
Y el santo varón sonrió con amargura.
Se avecinaba la mañana, de suerte que el cielo palidecía con las primeras tintas del alba, cuando terminó nuestro coloquio. El Fraile Negro de las resonantes cadenas se levantó del banco y me deseó buenas noches, dándome su cariñosa bendición. Se retiró a un cuarto contiguo que le servía de celda, y durante un buen rato oí el ruido de su verigi y la suave entonación de su voz rezando fervorosas plegarias, hasta que clareó.
Serían las seis cuando desperté, y salí al campo, donde el padre estaba ya hablando con mi guía, prodigándole consejos y direcciones.
-;Temprano se ha levantado usted -;observé-;, y poco debe haber dormido.
-;Los viejos apenas necesitan descanso -;contestó afablemente-;, sobre todo si les espera el reposo eterno.
Algunas horas después dije adiós al Fraile Negro, junto a la Cruz, hasta la que me había acompañado. Se mantuvo allí erguido bastante tiempo, como una alta estatua de bronce, con la mano alzada en actitud de bendecir, y de nuevo, al volver la vista hacia atrás, me impresionó la apacible majestad de aquella alma misteriosa, que a causa de un crimen, sólo por ella conocido, había experimentado los feroces tormentos de la conciencia y el recuerdo, ganando por fin la inviolable paz, purificado en su ser glorioso, limpio como el cristal, tenaz como el acero y sensible como la superficie del mar sin límites.
El buque Alent me aguardaba en Dué. El capitán explicó que tenía que ir por la Manga de Tartaria al cabo María, con objeto de entregar varias cartas de uno de los Grandes Duques al Fraile Negro, y me indicó la conveniencia de que esperase su vuelta en Dué; pero yo preferí viajar con él para tener la satisfacción de ver de nuevo al santo monje.
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