Después de dos días de navegación fondeamos, muy entrada la noche, a milla y media del cabo.
-;Es extraño -;dijo el capitán-;. Hace una noche tormentosa y la linterna del fraile no está encendida, como sucede siempre cuando hay tormenta. Quizás haya salido al mar; pero me sorprende no haberle encontrado en la Manga. ¿Qué le pasará?
Aquella noche no pudimos desembarcar, pero a la mañana siguiente, muy temprano, nos dirigimos a casa del monje.
Nadie se adelantó a recibirnos, mas todo parecía en ella normal. Llamamos y golpeamos con fuerza la puerta de la celda. Como no nos contestaron, abrimos la puerta y nos quedamos inmóviles y sobrecogidos. El viejo monje se hallaba inclinado ante un alto pupitre, cubierto de terciopelo negro, que ostentaba una cruz bordada en plata. Junto a él había una Biblia. Evidentemente la muerte le sorprendió en el momento de arrodillarse, y tocó su frente humillándosela para la postrera oración. Tenía echada la capucha, y los huesudos dedos, ya fríos, agarraban crispadamente las cuentas del rosario.
Miramos por todo el cuarto y vimos que nada faltaba en él y que todo ocupaba su sitio. La única cosa importante que hallamos fue un pequeño sobre blanco sellado, puesto en una mesa, al lado de la ventana. En él leí:
«Para que lo entierren conmigo».
A través del delgado papel del sobre se transparentaba el retrato de una mujer, con rico traje de boda y un largo velo sobre sus negros cabellos. En el reverso del retrato se distinguían unas palabras indescifrables, escritas con letra de persona fina. Cerca encontramos un trozo de papel que decía:
«Muero en paz y feliz. Los náufragos del mar de la vida pueden salvarse. Yo les bendigo en nombre de Dios».
Sepultamos al Fraile Negro al pie de la cruz que había erigido, y abandonamos aquel paraje.
Al dejar por fin la tierra de las torturas y las cuitas, la isla maldita sobre la que flota la canción infame de las cadenas, llevé conmigo el recuerdo imperecedero de tres mártires, totalmente distintos unos de otros.
Evoco el rostro trágico, la mueca rígida y los ojos avizorantes de la esposa y madre que vi por última vez en el deprimente Pogibi; repito las palabras cargadas de odio de Andrés Bolotoff, el perseguidor de los asesinos de su hijo, y no se aparta de mí el semblante majestuoso y espiritual del enigmático Monje Negro, tan anheloso de conseguir la paz de su alma. Y sobre todos ellos, como el símbolo supremo del sufrimiento humano en las luchas de nuestro penoso vivir, veo la cruz sencilla clavada en el cabo María, y la inefable inscripción que hay en ella:
«Gloria a Dios en las alturas y Paz a los hombres en la Tierra y en el Mar de la Vida».
Cruzando un antiguo mar
El hombre propone y Dios dispone.
Estaba yo un día sentado en mi despacho de Petrogrado, leyendo la carta de un amigo que me invitaba a visitarle en una finca suya y a pasar el verano en ella, y como me encontraba cansado de todo un invierno de penosa labor en el laboratorio químico, iba a escribirle para darle las gracias y aceptar su invitación, cuando sonó con impaciencia el timbre del teléfono.
-;¡Alló!
Oí la conocida voz de mi antiguo maestro, el profesor Estanislao Zaleski, que me decía:
-;Cuento con usted para salir mañana en viaje de exploración, ¿verdad?
-;¿Pero adonde iremos?
-;Al Gran Altai, querido -;repuso con flema-;. Visitaremos las poco conocidas estepas del Kulunda, con sus interesantes lagos salados, y las montañas del Altai, más hermosas que los Alpes.
-;Pero…
Sin prestar atención a mi «pero», el sabio continuó:
-;Para un cazador y un escritor como usted son un verdadero paraíso.
-;¿Qué clase de caza hay allí? -;pregunté.
-;Jabalíes, gamos, gallos silvestres, y en las montañas se dice que existe una especie de bisonte, enormes toros monteses, parecidos a los uros.
-;Bien, iré -;dije ante tan halagüeña perspectiva.
-;Mañana, a las tres, saldré en el expreso de Siberia. Sin perder tiempo escribí a mi amigo que no podía aceptar su invitación porque tenía que ir al Altai, lo que deseaba hacía muchos años.
Al día siguiente, el expreso de Siberia nos alejaba de las humeantes chimeneas de las fábricas de Petrogrado y del bullicio de las anchas y magníficas calles de la capital de Rusia, para conducirnos a los Montes Urales y a la libertad de las llanuras. Al sexto día de nuestro viaje llegamos a la ciudad de Tomsk, principal centro de cultura de Siberia, situada en el río Tom, un afluente del gran río asiático Obi, que nace en las montañas Altai y desemboca en el Océano Ártico. Allí recibimos de las autoridades los documentos necesarios y adquirimos en la biblioteca de la Universidad las obras que trataban de la región que nos disponíamos a recorrer. El director de la Universidad, doctor W. W. Sapoznikoff, nos facilitó preciosos informes sobre el Altai.
Después de una estancia de algunos días en Tomsk, continuamos nuestro viaje en un vaporcito que nos llevó, descendiendo el Tom, hasta el Obi, donde comenzó una monótona lucha contra la rápida corriente y los barras arenosas del poderoso río y contra las masas de troncos flotantes que las riadas habían arrancado a las montañas. Marchábamos con lentitud, deteniéndonos a menudo para proveernos de leña para la máquina y para no varar en los vastos arenales del río, los que salvábamos con enormes dificultades. Un marinero, a proa, hacía constantes sondeos con un palo graduado y no dejaba de cantar;
-;¡Cuidado!… Tres pies… Dos pies, seis… Dos… ¡Vamos a encallar!
Entonces, dando marcha atrás, nos escapábamos del peligro, para buscar otra parte de la corriente.
El paisaje contribuía a aumentar el tedio del viaje, pues navegábamos entre islas bajas, cubiertas de sauces, o cerca de orillas uniformes, revestidas de escasa vegetación y de claros bosques de abedules. Nuestra única diversión era comer, y ¡qué apetito se nos desarrolló en aquel cascarón que luchaba contra la corriente del amarillento Obi como una torpe tortuga! Por suerte, el alimento era variado, porque los pescadores costeños surtían al cocinero de pescados frescos, especialmente de nelms y maksuns, ejemplares de la familia del salmón, tan sabrosos, que a veces nos hacían olvidar la pesadez de nuestro buque-tortuga.
Por fin arribamos a Novo-Nicolaievs, entonces población sin importancia y ahora capital del Soviet de Siberia. Está situada en la margen derecha del Obi, junto al extremo oriental del inmenso puente tendido sobre el río. La ciudad, unida por el Obi a las fértiles tierras del Sur y que el ferrocarril pone en contacto con todos los mercados del mundo, crece a saltos y mejora a ojos vistas.
Pasamos un día en ese foco del comercio siberiano y luego nos entregamos de nuevo a la corriente, condenados a perder la paciencia en el forcejeo de nuestra embarcación con las barras de arena y los troncos a la deriva y a comer esguines a todo pasto.
Teníamos que ir embarcados hasta la ciudad de Barnaul, capital del distrito minero del Altai, y de allí dirigirnos en coche a las estepas del Kulunda. Los bordes del Obi, debajo de Barnaul, no eran tan pintorescos como los que vi y admiré en el espléndido y majestuoso Yenisei, ese país soñado por un pintor. Por este motivo, nuestro viaje siguió siendo fastidioso y desprovisto de incidentes, salvo que en un sitio, a cincuenta millas al Norte de la ciudad, junto a las afueras de un pueblo desconocido, presenciamos un curioso drama del bosque. En un pequeño prado próximo a la orilla pastaba un caballo atado a un abedul. De repente el animal alzó la cabeza y tiró de la cuerda con todas sus fuerzas, intentando romperla. Como no lo consiguió, se puso a dar vueltas por el prado, relinchando aterrorizado. Creí al principio que nuestro con exceso asmático vapor le había asustado, pero pronto descubrí la real y más peligrosa causa de su terror. Un gran oso pardo, surgiendo del bosque y balanceándose al andar, se adelantó hacia el caballo, le echó una pata al cuello y con otra quiso apretarle contra un árbol. En el primer momento el caballo arrastró a la fiera, pero al cabo ésta logró agarrarse a un tronco, y en un instante derribó a su víctima con un poderoso zarpazo y la destrozó. Le hice varios disparos, sin más resultado que ver al oso abandonar la pradera y esconderse en la espesura.
A la mañana siguiente la sirena de nuestro vapor anunció que llegábamos a Barnaul.
En cuanto nos fue posible completamos la documentación que precisábamos en la Oficina de Minas y en la Administración de las Tierras de la Corona Imperial, porque teníamos que hacer en ellas parte de nuestros estudios, y ya todo listo, partimos hacia el Oeste en dos coches, tirado cada uno por tres hermosos caballos del país.
Al principio el camino zigzagueaba entre unos pintorescos cerros de escasa elevación, últimas y distantes ramificaciones de la cordillera del Altai. Cruzábamos continuamente en medio de bosques de abedules, salpicados con profusión de aldehuelas y caseríos rusos. Como desde Barnaul nos precedía un agente de la policía para facilitarnos el cambio de caballos y los caminos eran magníficos, marchamos con rapidez, cubriendo de diez a doce millas por hora.
Fue una excursión extraordinaria. Unos caballos fuertes y mal domados eran cogidos de las yeguadas y enganchados a nuestros carruajes, llamados en tártaro tazantas. Mientras les ponían los arreos, los campesinos procuraban sujetar a los fogosos brutos, que se encabritaban y daban botes. El cochero, denominado yamstchik, ocupaba su asiento en el pescante, cogía en sus manos las riendas y con un largo látigo de cuero verde, o knut, azotaba a los caballos con toda su energía, gritando a los campesinos que los soltasen. Los hombres saltaban a un lado, y el coche, como si lo empujase el viento, volaba más que corría a la aldea inmediata. Si un caballo, más débil, empezaba a cansarse, el mayoral se inclinaba sin apearse y cortaba la cuerda del tiro, dejando al animal libre para que descansase y volviese a su caballada.
Nuestro policía, aparte de la ayuda que nos proporcionó preparándonos tiros de refresco, produjo bastantes trastornos al profesor. La gente nos tomó por altos funcionarios, y como no podían imaginar nada más encumbrado que un gobernador, no le dejaban ni a sol ni a sombra, acosándole materialmente con peticiones de todas clases sobre los más distintos asuntos. En un pueblo, una mujer joven acusó a su marido de que la pegaba cuando estaba borracho; en otro, una pareja le pidió el divorcio, y en un tercero, un labrador le declaró que su difunto padre había sido envenenado por unos herederos ilegales. Nos costó trabajo enterarles de nuestra misión, planes e intenciones.
Pronto desaparecieron los bosques y empezaron los pastizales y las dehesas. Los rebaños pastaban por doquiera en la dilatada extensión de las estepas del Kulunda. Los pastores montados resultaron ser talut-kirguises, a quienes pertenecían las praderas que atravesábamos. Sin embargo, el Gobierno estableció en ellas a los emigrantes de Rusia europea y las arrebató a los kirguises, verdaderos propietarios de gran parte de aquellos terrenos. Esto originó violentas disputas y odios entre los indígenas y los emigrantes y hasta reyertas sangrientas. Los kirguises defendieron con las armas en la mano sus pastos y sus rebaños, y como siempre ha acontecido en Rusia, debido a su agresiva psicología, la sangre tiñó con frecuencia la hierba de las praderas, con su inevitable cortejo de atestados y procesos para llenar las prisiones y las minas con los condenados kirguises, los cuales, rezando en la cárcel a su Profeta, procuraban en vano comprender por qué habían sido encerrados, y, como es natural, sólo vivían pensando en vengarse de sus agresores, opresores y jueces.
Los kirguises, con los que entablamos muy amistosas relaciones en cuanto se fue nuestro policía a Barnaul, nos refirieron innumerables y deplorables episodios de los atropellos que aquella pacífica y culta tribu mongola había tenido que soportar a cambio de engendrar en sus corazones el odio y la desesperación.
Las praderas del Kulunda están cubiertas de una red de pequeños lagos, la mayoría salinos, el mayor de los cuales es el Kulunda con el Kutchuk al Sur de él, separado por una estrecha faja de tierra pantanosa. Ambos son depósitos de agua salada; el primero, de cuarenta millas de largo, y el segundo, de quince. Al Oeste de ese grupo hay una curiosa cadena de lagos salados que llega al río Irtich, más allá del cual existen otras agrupaciones lacustres en las tierras de los Grandes y Pequeños Kirguises. Al Sur de la cuenca del Kulunda se extiende la estepa del Belyaga, a cuya continuación se hallan los inmensos depósitos del Zaisan y Balkach o Ak-Dengiz, que son los centinelas más meridionales del sistema.
Tras un viaje de dos días llegamos por fin al lago Kulunda y nos detuvimos en una aldea rusa, situada en la orilla Sudeste. Permanecimos allí el tiempo preciso para comprar una yurta kirguisa, carne y pan, alquilando también caballos y un bote para recorrer las estepas y trabajar en el lago. En ese pueblo se puso a nuestras órdenes un policía, cuya presencia nos obligó a distraernos en asuntos por completo ajenos a nuestras ocupaciones habituales. Estuvimos dos días en compañía de aquel sujeto, que para los kirguises y campesinos representaba la más eminente y respetable autoridad. Después de su marcha, la vida de restricciones que su presencia imponía, tornó a su curso acostumbrado y más grato. Primero se organizó una comilona para celebrar el hecho de que, a causa de nuestra intervención, se había ido sin prender a nadie, sin cometer exacciones ilegales y sin castigar corporalmente a ningún infeliz. Pero la consecuencia de tales festejos fue una serie de riñas entre los campesinos, en las que no sólo se aporrearon con sus descomunales puños, sino con garrotes y piedras, así que a las pocas horas de haberse ausentado el aborrecido funcionario, nos vimos y deseamos para arreglar descalabraduras y mandíbulas rotas.
La aventura peor ocurrió por la noche.
Algunos labradores mozos, borrachos, hicieron una escapada a los rebaños kirguises que pastaban a seis millas de allí, mataron a los pastores y robaron muchas cabezas de ganado. Se llevó a cabo una nueva jarana en honor de los acometedores.
No pudimos dormir en toda la noche. Los lugareños rondaron por el pueblo alborotando y cantando con voces avinadas, tocando el acordeón, bailando, rompiendo ventanas y profiriendo soeces palabrotas que sólo existen en el Idioma ruso. Por último, se acalló la algazara, algunos de los escandalizadores se quedaron dormidos al raso y nosotros creímos llegado el momento de reposar y dormir. ¡Ay! La noche no se me olvidará por lo agitada y terrorífica.
Apenas habíamos conciliado el sueño, cuando oímos en la calle una sorprendente gritería.
-;¡Fuego! ¡Fuego!
Salimos a escape al aire libre y vimos que el poblado ardía por sus dos extremos y que las llamas se propagaban hacia el centro. Alistamos un pelotón de bomberos, pero sirvieron para muy poco, porque los labradores estaban medio atontados por el vodka. El profesor miró a los tambaleantes campesinos y me dijo:
-;Cualquiera de estos individuos, empapados en alcohol, puede arder como una lamparilla volcada.
Cuando contuvimos el incendio, que por fortuna sólo devoró un par de casas, regresábamos a nuestro hospedaje fatigados y dispuestos a disfrutar de un descanso bien ganado; pero escuchamos una nueva batahola.
-;¡Otra aventura! -;exclamó el profesor-;. ¡Pues hemos caído en un sitio tranquilo! En fin, veremos cómo evitamos ésta.
Seguimos andando y hallamos un tropel de labriegos que rodeaban a un hombre y le amenazaban con puños y estacas. Era el incendiario. El asunto poseía un particular color etnográfico. Los campesinos saquearon los rebaños kirguises y los nómadas intentaron quemar el pueblo.
El incendiario había sido encontrado oculto en las hierbas cerca de la aldea e iba a ser linchado. En realidad estaba ya medio muerto, porque la turba le había golpeado tan furiosamente que su cabeza y cara no se parecían a las de un hombre. Tenía un brazo roto en la lucha con sus enemigos y un pie fuera de combate.
Nos pusimos al lado del kirguiso, opinando que se le debía encarcelar y entregarlo luego a las autoridades competentes para que lo juzgasen.
El «mayor» del pueblo, que sustentó la misma opinión, echó atrás a los asaltantes, encerró en persona al kirguiso en su despacho y se guardó la llave de la puerta.
A la mañana, cuando aguardábamos nuestras monturas, el profesor preguntó al mayor si había dado cuenta a la superioridad de los sucesos de la noche.
-;No, señor -;contestó avergonzado el rústico alcalde-;. Es inútil hacerlo, porque yo no sé cómo ocurrió; pero alguien llegó junto al prisionero, le sacó a la calle y allí le asesinaron a hachazos.
Así era la vida en la pradera del Kulunda, donde la red de lagos salados y las formaciones geológicas indican claramente la existencia antigua de un inmenso mar centroasiático, poderoso y tranquilo. Ahora en su seco álveo hierve una modalidad moral insana y preñada de rencores, resultado indudable de la arribada de una raza occidental que ha despertado y avivado en el alma de los pobladores primitivos orientales la llamarada del odio, amortiguada durante siglos enteros.
Zaleski, persona culta y honrada, no podía aceptar con frío silencio el ultraje final de la noche y se expresó con entereza, acusando a los campesinos de desmoralizar la nación, censurándoles por sus crímenes y amenazándoles con informar al Gobernador e incluso a las autoridades centrales de su abominable acto, lo que cumplió, si bien el hacerlo le granjeó bastantes perjuicios y criticas por mezclarse en asuntos que no le interesaban directamente. El profesor, no obstante, obtuvo, bajo otro aspecto, la recompensa debida a su deseo dé que se hiciese justicia, porque la noticia de nuestro intento para salvar al incendiario y de su enérgica protesta, se divulgó, ignoramos de qué manera, entre las tribus kirguisas, y estos agradecidos nómadas no desperdiciaron la menor ocasión para prestarnos sus muy útiles servicios.
La caza de los lobos kirguises
En cuanto llegamos a la orilla Sur del lago Kulunda y montamos nuestra yurta, se nos presentaron algunos jinetes kirguises y se pusieron inmediatamente a ayudarnos, nadando en el lago con nosotros, trayéndonos los carneros más gordos, cuidándose de nuestros caballos y sirviéndonos de guías.
Uno de ellos, llamado Sulimán Awdzaroff, joven y bien parecido, con ojos penetrantes de ave de rapiña, fue un compañero de expediciones en torno de los lagos Kulunda y Kulchuk. Con él de ayudante estudié la profundidad escasa de los lagos, la composición química del agua y del limo del fondo, y deduje la hipótesis de que los lagos se habían separado en un período relativamente próximo.
Como de costumbre, me dediqué a la caza allí y en otras extensiones pantanosas cercanas. La diversión no resultaba muy atractiva, porque en los lagos, revestidos de plantas acuáticas, no había más que patos y distintas variedades de agachadizas, pero en tales cantidades, que era sumamente difícil no matar dos o tres aves de un solo tiro. Encontré también en aquellos lagos pelícanos y alcaravanes, y en las praderas limítrofes aves de rapiña, entre ellas el colosal bercut (buitre), de la familia del cóndor. Es un pajarraco pardo, de pescuezo pelado, rodeado por un collar de suaves plumas grises.
Tiré varias veces a esos bercuts, aunque sin éxito, porque son cautos y saben evitar ponerse al alcance de las armas de fuego, especialmente en campo abierto. El profesor me aconsejó envenenarles, para lo cual cogí varios patos, que saturé de sublimado y estricnina, dejándoles donde los viesen los buitres. El primer día me proporcioné con ese sistema dos ejemplares, midiendo las alas de uno de punta a punta dos metros y medio. La consecuencia inesperada de aquel extraño procedimiento cinegético fue que desde entonces ni los bercuts ni las demás aves rapaces tocaron a uno de los patos envenenados. En cambio, dos zorras y un veso mordieron el cebo y cayeron en nuestras manos.
Notando mi entusiasmo por la caza, Sulimán, un domingo, se sonrió misteriosamente, me prometió una gran sorpresa y se separó de mí. Le esperé con impaciencia. Volvió pronto con cinco kirguises jóvenes y con un excelente y brioso jaco, al que puso mi silla, invitándome luego a que les acompañase. No me dijo lo que pensaba hacer, pero adiviné que proyectaba algo excepcional y digno de conocerse. La realidad no me engañó.
Después de recorrer por la pradera unas doce millas y al acercarnos a un vasto tremedal, cubierto de juncos, Sulimán detuvo la cabalgata, y sin ambages ni rodeos pronunció esta curiosa arenga:
-;Los lobos atacan a menudo a nuestros rebaños y cogen nuestras ovejas y carneros. En estos matorrales están sus guaridas y vamos a cazarlos.
-;¡Bribón! -;exclamé-;. ¿Por qué no me lo dijiste para que trajese mi carabina?
-;No es necesario -;repuso-;; los cazaremos a la moda kirguisa.
Diciendo esto me tendió un látigo de clase singular, con mango largo y correa fuertemente trenzada, provista en el cabo y sujeta a ella con firmeza de una pesada bola de plomo.
-;Mis compañeros expulsarán a los lobos de la maleza y los empujarán a la pradera. En ella les alcanzarán nuestros veloces caballos y los mataremos a latigazos. ¡Va usted a divertirse, Kunak!
Tres de los kirguises dieron la vuelta al pantano, mientras que los cuatro restantes se apostaron con nosotros a un lado de la jungla, esperando a las fieras. Con gran griterío, los ojeadores se lanzaron a la espesura, y a los pocos minutos los lobos empezaron a salir de ella. Corrían cuanto les era posible, pegándose materialmente al terreno, con los rabos tiesos y las orejas hacia atrás.
-;¡De prisa, Kunak! -;gritó Sulimán.
Espoleé a mi caballo, que, adiestrado en aquellas lides, partió como una flecha, comenzando a perseguir un lobato de pelaje color gris plateado. La fiera, comprendiendo que iba a ser alcanzada, se puso a describir zigzags por la llanada, a fin de marear al caballo. Me asombró la perspicacia de mi cabalgadura, porque sin aguardar mis indicaciones giraba y cambiaba de dirección, aprovechando la menor ventaja, y corría con velocidad suma, siempre a la izquierda de la acosada alimaña, para facilitar el golpe del cazador. Era la correría más salvaje y emocionante en la que yo había tomado parte. Me pareció haber entrado de repente en el mundo animal y estar participando en una batalla primitiva de bestias feroces.
Gradualmente el lobo se fue cansando y acortándose la distancia que me separaba de él. Después de unos minutos más de frenética galopada, en la que anduvimos bastantes millas, logré ponerme junto a la fiera.
Me alcé en los estribos y le di un golpe con toda mi fuerza. El lobo lanzó un aullido y vaciló ligeramente, pero en un guiñar de ojos se repuso y siguió corriendo. Reanudamos nuestro desafío a vida o muerte, y cuando volví a alcanzarle le asesté un nuevo golpe, pero entonces no al azar, sino apuntándole a la cabeza. Tras de unos cuantos brincos convulsivos, el animal se tambaleó, cayó hacia delante, se levantó otra vez para proseguir su huida, pero un certero porrazo con el que le atiné de lleno puso término a sus hazañas de merodeador de rebaños.
Antes de que mi caballo se hubiese repuesto de su desenfrenado galope y de que yo rematase al lobo, llegó uno de los kirguisos, quien echó pie a tierra y degolló a la cruel alimaña.
-;¡Jakszi, ok jakszi djigit bek at! (¡Bravo por el caballo y por el jinete!) -;exclamó uno de los kirguisos, cuando se unieron a nosotros trayendo arrastrados por sus lazos tres lobos corpulentos.
Al cabo de algunas horas regresé a nuestra yurta, muy ufano de mi proeza. Ante la tienda estaba sentado el profesor, quien me manifestó le había preocupado mucho mi ausencia. Sabía, sin embargo, que con el fiel y valiente Sulimán no corría el menor peligro, y creo que lo que disgustó a mi maestro fue que le dejase solo, porque el eminente sabio era muy sociable y aficionado a la conversación. Pronto se le pasó el enfado al enseñarle las cuatro fieras, trofeos de nuestra victoria.
Luego de tan extraordinaria cacería, nos dedicamos con obstinación al trabajo. Realicé en el lago y en las praderas lindantes a él diversos reconocimientos científicos, aumentando nuestras colecciones y haciendo análisis de las aguas de los arroyos y pozos.
Durante una de esas expediciones fuimos con Sulimán muy adentro de una pradera en la que nos habían dicho que existía un depósito de salitre. Llegamos al lago en cuestión, cercano al río Irtich, pero hallamos que se trataba de un vulgar lago salino con una ligera adición de sales de magnesio. En el curso de este viaje, una tarántula maligna picó a mi kirguiso en el pulgar de la mano derecha. Fue el primero y el único caso que presencié mientras residí en las praderas del Kulunda, aunque éstas son el país de tales arañas. Sulimán no me contó el incidente hasta algunos días después de haberle ocurrido y cuando ya tenía el dedo muy hinchado. La iodina no sirvió para nada, y pronto mi ayudante se retorcía de dolor y fiebre. Examiné con cuidado la picadura y me convencí de que la sangre estaba infectada y que se imponía una inminente operación. Así se lo dije a Sulimán, añadiéndole que, naturalmente, podía equivocarme, pero que si mi diagnóstico era cierto, se hallaba en grave peligro. Acampábamos a ciento doce millas de nuestra tienda, de la orilla del Kulunda, y hacía un calor sofocante.
-;Córteme usted el dedo-;contestó el kirguiso.
-;No tengo más instrumento -;respondí-; que una navajita.
-;Con una navaja se puede matar un toro -;agregó-;, y el dolor va a acabar conmigo, Kunak.
Me compadecí de él, y Sulimán en persona afiló mi navaja en una piedra. Después que le esterilicé el dedo con alcohol, colocó la mano en la misma piedra y dijo apretando los dientes:
-;¡Corte!
Amputé el pulgar por la segunda falange e hice la cura, maravillándome y admirándome la serenidad y paciencia del mozo. Este ni se estremeció ni retrocedió, soportando la operación sin la más ligera queja, y cuando la terminé, se levantó, me dio las gracias y tranquilamente se dispuso a ensillar los caballos. Temeroso de haberle amputado el pulgar sin motivo suficiente, puse el miembro en alcohol, para enseñarlo al profesor Zaleski a nuestra vuelta al Kulunda, quien al verlo opinó que si la operación se hubiese aplazado, la gangrena habría pasado más adelante y hubiera habido que cortar toda la mano.
Al oír esto, Sulimán se me aproximó, me puso la mano en el pecho, se la llevó luego al suyo y exclamó en tono solemne:
-;Yo soy su Kunak y usted es Kunak mío, mientras yo viva. ¡Lo juro por el Profeta!
Con los cuidados del profesor, el kirguiso curó en seguida, y a los pocos días trabajaba con nosotros en el lago Kutchuk. La parte del lago que explorábamos se llamaba Solonovka, y en realidad no era sino una zanja de veinte metros próximamente de largo, llena de agua salada que afluía con rapidez al lago citado. Se trataba de un curioso fenómeno geológico, puesto que en su lecho burbujeaban unos manantiales fríos a la temperatura de 43° Fahrenheit y, por lo contrario, en sus bordes había dos fuentes de agua caliente con temperaturas de 80 y 100° Fahrenheit, respectivamente. Por tanto, en Solonovka existían tres capas de agua de diferente temperatura.
Cuando terminamos nuestros estudios en las estepas del Kulunda, nos despedimos del kirguiso, sin sospechar que habíamos de volverle a encontrar algunas semanas más tarde en la pradera que atravesamos para dirigirnos al ferrocarril. siberiano.
Nosotros fuimos a Barnaul, punto de partida del proyectado viaje a la cordillera del Altai.
Una expedición poco científica
Descansamos de nuestras fatigas en Barnaul, siendo hospitalariamente acogidos por los ingenieros de Minas y las autoridades locales. Barnaul es una pequeña población muy atrayente, con muchos parques llenos de abedules blancos y con vistosos edificios de ladrillo, en los que viven los habitantes ricos de la ciudad, bastante numerosos por cierto, a causa de que Barnaul era hacía veinte años el centro de un distrito aurífero.
En todos los ramales del Obi y del Tom abundaban las minas de oro y de plata, y la tierra proporcionó próvidamente grandes fortunas y placeres sin cuento. Las damas de Barnaul no sólo encargaban afuera sus vestidos, sino que mandaban a lavar su ropa a París. Más tarde, la administración de los bienes de la Corona Imperial confiscó la mayor parte de las propiedades con yacimientos de oro, prohibió las empresas privadas, y la prosperidad del Altai murió desde aquel momento. Las ciudades de Barnaul, Biesk y Kusnetsk empezaron a decaer, y por último los bolcheviques precipitaron su decadencia incendiando Barnaul casi por completo.
Una noche, en casa de uno de los ingenieros, conocí al jefe de la policía local, Bogatchoff, quien me confió que tenia orden de prender a una célebre banda de monederos falsos, que eran también bandidos y ladrones, y que sin perder tiempo iba a detenerlos. Suponía que habría lucha, y su instinto batallador se regocijaba ante tal idea.
Viendo que yo demostraba un vivo interés, me propuso que le acompañase en su servicio, prometiéndome que volveríamos antes de que amaneciese. Miré interrogativamente a mi maestro, indeciso acerca de si tal expedición podría considerarse entre los estudios químicos y geológicos, pero el profesor Zaleski me tocó en el hombro y dijo:
-;El hombre debe sacar de la vida el mejor partido posible. Además de hombre de ciencia es usted escritor. Está bien que en el campo se dedique a las investigaciones químicas, pero aquí, en la ciudad, le conviene recoger temas literarios. Vaya usted, si le interesa el asunto. Sólo le aconsejo que se lleve mi revólver.
Conocía de sobra el revólver del profesor. Era un artefacto arqueológico, un bulldog de antiguo modelo, mohoso y de dos tiros nada más. Figuraba siempre en la lista de los objetos que el profesor llevaba en cada expedición, pero por lo regular lo metía en el fondo de uno de los baúles; de modo que costaba gran trabajo encontrarlo. No pretendí buscarlo en aquella ocasión, puesto que Bogatchoff me facilitó un buen revólver Hagan y una linterna sorda. A las nueve nos acomodamos en una amplia tazanta tirada por cuatro excelentes caballos. Frente a mí iba sentado un hombretón pelirrojo, llamado Sokoloff, con cara jovial e inteligente.
-;¿Son muchos los ladrones? -;pregunté al jefe de policía.
-;Cinco -;contestó; y notando mi evidente asombro al considerar lo reducido de nuestro destacamento, se echó a reír y me explicó:
-;Sokoloff solo basta para ellos, porque es una máquina y no un hombre. Nosotros somos tres, y dividiremos así la tarea: Sokoloff detendrá a dos; yo me encargaré de otros dos, y usted se las entenderá con uno. ¿Le conviene?
Yo ansiaba desempeñar mi papel.
-;¿Y cómo le cojo?
-;¡Graciosa pregunta! -;exclamó Bogatoff-;. Sujétele por el cuello o por donde pueda mejor, para que no se escape.
-;¡Hum! -;refunfuñé.
A decir verdad, hubiese preferido ser mero espectador del suceso, sin tomar parte activa en él ni verme obligado a agarrar a nadie por el pescuezo.
Entretanto, el jefe de policía y su compañero discutían el plan de ataque. Anduvimos varias horas a lo largo de la orilla del río, hasta que las luces de un lugarejo se divisaron a lo lejos. Nos acercamos a la primera casa, y Sokoloff mandó a su aterrorizado dueño que saliese de ella. Cuando metieron la tazanta en el patio, Sokoloff ordenó al policía que hacía de cochero que no permitiese a nadie abandonar la casa, y exigió al patrón que nos llevase a su bote y que remase en la dirección que le indicó.
Fuimos a favor de la corriente una considerable distancia, y bogamos hasta la media noche y quizá más tarde. Por último distinguimos los rayos de un farol, que iluminaban una casita junto a la orilla. Sokoloff se volvió al campesino que remaba, le cogió por el cuello, le ató las manos y le amordazó. Luego, empuñando él mismo los remos, murmuró mientras remaba:
-;Así no silbará, ni prevendrá a los criminales, con quienes todos estos lugareños están en buena armonía.
Desembarcamos debajo de un alto ribazo cubierto de vegetación colgada sobre el agua, y dejando al campesino amarrado en el fondo de su larga almadía, nos deslizamos por la maleza en dirección a la casa. Los malhechores estaban tan confiados, que ni siquiera habían montado una guardia; de modo que nos aproximamos a la ventana y miramos al interior de la habitación.
Sentados a una mesa y a la luz de una gran lámpara de aceite, dos hombres se ocupaban uno en examinar unos billetes de Banco y otro en arreglarlos en diferentes paquetes. Otros tres manipulaban en torno de una pequeña prensa donde tiraban los billetes.
-;Están ayudando al ministro de Hacienda -;murmuró Bogatchoff, tocándome ligeramente en el hombro-;; pero me parece que va a ser preciso detenerlos.
Sokoloff avanzó primero, linterna sorda en mano; Bogatchoff le siguió y yo entré detrás de éste. Cuando Sokoloff abrió de repente la puerta y se precipitó en el cuarto, uno de los criminales arrojó la lámpara contra el piso y nos dejó envueltos en densa obscuridad. Un disparo de revólver hecho por los falsificadores inició la batalla, y a continuación la luz de la linterna alumbró un rostro humano que recibió de pleno un tremendo puñetazo. Comenzó una lucha silenciosa y desesperada, durante la cual los dos policías empujaron a los delincuentes hacia un rincón, no perdiendo el contacto con ellos para impedirles usar sus armas de fuego. Oí una confusión de golpes, gemidos y maldiciones, y el ruido de unos cuerpos que caían al suelo; pero los sorprendidos hombres rompieron el movimiento envolvente, principiando en la habitación una carrera loca. Sentí que me derribaban en tierra y que me daban una fuerte patada en la cabeza. Apenas me levanté, recibí un golpe en un ojo, que me aturdió, y otro detrás de la oreja, que me hizo tambalear como si estuviese borracho, y me puso fuera de mí. Enfoqué la linterna a una fisonomía repulsiva, e iba a lanzarme contra su poseedor, pero éste desapareció como sí la tierra se lo hubiese tragado.
-;Bien -;dijo Sokoloff en voz alta-;; éste por lo menos quedará tranquilo algunos minutos.
Y precisamente en aquel momento me dieron en la nuca una formidable puñada. Giré con velocidad sobre los talones, y al resplandor de la linterna distinguí un carnoso cogote, en el que hice presa con toda mi energía. El agredido se estremeció, volvió la cabeza y, ¡horror!, era Bogatchoff.
-;No vale pegar a los amigos-;gritó, sin cesar de forcejear con uno de los criminales, a quien tenia sujeto por el pescuezo.
No tuve tiempo de disculparme, porque me interesaba entendérmelas con mi agresor, que se había ocultado debajo de la mesa, aunque no por eso dejé de comprender que el primer golpe, que me atontó como un mazazo, debió dármelo también un amigo, y nadie sino Bogatchoff o Sokoloff podían haber sido mis aporreadores. Conseguí apoderarme del hombre, y breves instantes después, la banda, con los brazos atados y las cabezas gachas, fue conducida a nuestra embarcación. Sokoloff llevaba una maleta con los billetes y las planchas, mientras que el jefe de policía, revólver en mano, custodiaba a los falsificadores. Yo, frotándome el ojo dañado y palpándome el dolorido cuello, cubría la retaguardia. Deseaba vivamente verme la cara en un espejo, temiendo estar muy poco presentable, pero me sorprendió, cuando cumplí mi deseo, comprobar hasta qué extremo la realidad justificó mis temores.
Sokoloff libró al asustado campesino de su mordaza y ligaduras y ató a los prisioneros por los pies como si fuesen pavos, metiéndoles en la lancha a empellones. Empujamos ésta fuera de la ribera y remamos hacia el pueblo, al que arribamos pronto gracias al supremo esfuerzo del campesino, siempre dominado por el vigoroso Sokoloff. Cuando nos hallamos a medio camino, uno de los cautivos se escurrió con la agilidad de una anguila y dio un salto en el aire, apoyándose en la regala con tanta fuerza que la lancha se inclinó de lado y casi volcó. Sólo tuve el tiempo justo para observar que se zambullía en el río resueltamente y que la rápida corriente de éste le arrebataba a las sombras favorecedoras del osado aventurero. Los policías dispararon sus revólveres en dirección al fugado, sin más resultado que oír el «plop» de las balas en el agua. A punto de llegar a la aldea escuchamos a lo lejos un prolongado grito. ¿Era el clamor triunfal del fugitivo al ganar la orilla o el postrer llamamiento en su lucha por la vida, antes de que el acelerado y traicionero Obi trasladase los restos mortales del delincuente a su frío sepulcro en los abismos del Ártico?
Bogatchoff mandó que preparasen las tazantas y dispuso que tres lugareños guardasen a los prisioneros, mientras nosotros tomábamos té con el alcalde de la aldea. El cuarto, iluminado por la débil luz de un candil, estaba más bien oscuro; pero, no obstante, al reparar en un espejo colgado en la pared, me acerqué a él para examinar el estado de mi cara.
Me quedé estupefacto. Tenía el ojo derecho completamente negro y tan hinchado, que sólo por una rajita podía ver con él; ostentaba en la frente un extenso y sanguinolento cardenal, consecuencia del puntapié que me dieron estando en el suelo, y me dolía tanto el lastimado cuello que con dificultad podía moverlo.
-;¡Vaya una ensalada que han hecho conmigo! -;observé procurando mostrarme jovial y riéndome forzadamente.
-;Sí -;repuso Bogatchoff-;; está usted bastante feo. Pero eso dura poco. Sé un remedio excelente para esas cosas, y cuando vuelva usted a las montañas le aseguro que no se le conocerá nada.
La impasibilidad profesional del jefe de policía con respecto a mi cara me desagradó, pero era preciso resignarse. Me vendé el ojo con el pañuelo y me lavé el cuello tumefacto con agua fría.
-;|Bah, eso no es nada! -;exclamó Bogatchoff-;. Usted también me dio una buena en el cogote. ¡La guerra es la guerra! ¡Vamos a tomar té!
Por la mañana regresamos a Barnaul, donde el profesor, después de curarme las contusiones, movió la cabeza y me dijo:
-;¡Bueno, bueno! No se olvidará usted de esa expedición. No sé si habrá recogido o no materiales literarios, pero de cardenales ha obtenido usted opima cosecha!
En mi enojo y pesadumbre, esas observaciones del profesor me parecieron inoportunas y ásperas. Estuve algunas semanas mustio y cariacontecido, y todo lo que saqué de auxiliar voluntariamente al ministro de Hacienda fue un ojo morado y el cuello tieso.
En Barnaul, el profesor Zaleski me presentó a su anterior discípulo el doctor Zass, alumno suyo cuando el profesor fue rector de la Universidad de Tomsk. El doctor Zass era un alemán alto, seco, corto de vista y de pelo largo de color indefinido. Gozaba en el distrito del Altai de excelente reputación como cirujano; no bebía ni jugaba a las cartas; pero tenía una pasión dominante, con gran desagrado de su mujer: era un cazador entusiasta, un tirador de primer orden y un consumado deportista.
Mi amistad con Zass principió llevándome éste a su casa para enseñarme su colección de armas; en ella había escopetas de todas clases, de las fábricas más célebres, y apropiadas para las distintas cazas: Lebeda, de Bohemia; Lepage, de Bélgica; Scott, Purdey y Lancaster, de Inglaterra; Holland, de Holanda; Winchester y Remington, americanas; Sauer, de Alemania, y de otras marcas suecas y francesas. Luego de mostrarme sus tesoros, me miró a través de sus gafas y dijo:
-;Si usted quiere, señor, iremos a cazar avutardas. Los polluelos han empezado a volar, y los pájaros viejos andan reunidos en bandadas.
Acepté gustoso la invitación, y a las pocas horas estaba al lado del doctor, en su carricoche, atravesando los bosques de abedules cercanos a la población. Nos seguía un fino sabueso. A una milla de Barnaul, cuando cruzábamos un claro del monte, cubierto de tupida hierba, el perro estiró el cuello y la cola y avanzó prudentemente hacia unos matorrales situados a su derecha. El doctor detuvo el caballo y echó mano a la escopeta en el preciso momento que un bando de gallináceas arrancaba de la espesura. Disparó dos tiros y derribó dos aves; luego volvió a cargar, con increíble presteza, y tuvo tiempo para añadir otro gallo a la primera pareja.
Me maravilló la precisión y rapidez de su tiro. En toda mi vida sólo había encontrado otro cazador tan estupendo: el famoso minero siberiano K. I. Yvanibsky, conocidísimo además en Petrogrado y Moscú.
Así, mientras marchábamos al verdadero lugar de la caza, matamos veinticuatro gallos silvestres. Por fin terminaron los bosques de abedules y se extendió ante nosotros la parte septentrional de las estepas del Belyaga. Traspusimos unas lomas y nos encontramos en una vasta llanura, que era un sorprendente criadero de avutardas. Sirviéndonos de nuestros anteojos, divisamos a nuestro sabor a esas pintorescas aves parduscas, de largas patas y patillas alrededor de sus picos. Se parecen a las pavas, pero son más delgadas y altas. Al sentirnos principiaron a moverse, en apariencia con calma, pero pronto desarrollaron considerable velocidad.
Zass desenganchó el caballo del carruaje y, llevando al animal de las riendas, se dirigió conmigo, que caminaba al otro lado del caballo, en sentido contrario al en que iban las aves. Realizamos una sencilla maniobra estratégica, durante la cual describimos un gran círculo alrededor de la bandada, hasta que, acortando paulatinamente la distancia que nos separaba de ella, nos pusimos a veinticinco pasos de las avutardas. Entonces dieron muestras de inquietud y de prepararse a volar, por lo que el doctor me ordenó:
-;Tire, señor; pero apunte bien, porque sólo podrá tirar dos veces.
Saltamos de detrás del caballo y disparamos los cuatro cañones de nuestras armas: Zass mató dos y yo herí una en un ala, lo que me obligó a perseguirla por la pradera. Corría como un avestruz, y un buen rato me llevó gran delantera; pero al cabo perdió mucha sangre y, resentida por el dolor, aflojó la marcha, gracias a lo cual pude alcanzarla. Era un macho viejo, de veintiocho libras de peso, que bien valía la caminata que me hizo dar entre el polvo.
Durante mi permanencia en Barnaul hice varias excursiones por las afueras de la ciudad, con algunos de mis nuevos amigos. En el curso de una de ellas tropezamos con un hombre harapiento y melancólico, que paseaba a orillas del Obi. Al vernos se acercó a nosotros y nos pidió un cigarro, diciendo que llevaba tres días sin fumar.
Le preguntamos quién era, y nos contó la historia habitual de los buscadores de oro en Siberia. Había sido cartero, y teniendo algunos ahorros, decidió meterse a minero para llegar a millonario. Por diez rublos un ser caritativo le enseñó un sitio seguro para hacerse rico, y en él enterró su confianza, sus economías y el trabajo de un verano entero, sin sacar más que guijarros y desengaños.
-;Y ahora ¿dónde piensa usted ir? -;le pregunté.
-;Estoy a la mira de una balsa que me conduzca por el Obi a Novo-Nikolaievsk, para desde allí dirigirme a Tomsk. En mi pueblo volveré al correo, o me dedicaré a escribiente.
-;¿Entonces ya no aspira usted a millonario? -;le interrogó uno de los del grupo.
-;¡Oh, sí! -;repuso el infortunado iluso, asintiendo con la cabeza-;. Reuniré trabajando un pequeño capital, y regresaré a Barnaul, donde tengo la completa seguridad de que me aguarda la riqueza.
-;Le será a usted muy difícil conseguir algo sin realizar previas observaciones geológicas -;dije.
-;Cierto que es difícil -;contestó-;; pero tengo instinto de luchador. Esta es la quinta vez que lo intento, y los fracasos no me amilanan, porque confío en mi definitiva buena estrella.
Se sentó para comer un poco de pan y manteca, que le dimos de nuestras provisiones, y nos refirió algunos episodios de su vida aventurera.
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