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El hombre y el misterio en Asia (página 9)


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Encontré las luchas habituales en Rusia entre los partidos políticos, las bajas intrigas de siempre, la amenaza de la guerra civil y el claro presentimiento de los inevitables desastres que cayeron sobre la región un año más tarde.

El hermoso, rico y fascinador país del Usuri, lleno del encanto de las misteriosas selvas; la tierra del señoril tigre, del lobo rojo y de la pantera; el terreno predilecto de los cisnes negros australianos, de los flamencos indios, de los ibis japoneses y de las grullas chinas; el paraíso terrestre, en suma, es hoy un territorio maldito, en el que no pueden vivir los seres humanos normales, porque lo manchan y arruinan con su presencia las bandas crueles y desaforadas de los partidarios rojos, ebrios de sangre y alcohol. Una cultura cierta, sabia y racional debe penetrar allí y hacer de esas montañas, ríos, lagos, bosques y campos, una enorme fragua de felicidad para la sociedad y la humanidad, a fin de que las mercedes del Creador, quien según la leyenda concedió al Usuri una muestra de cuanto poseen todos los climas y continentes, no se pierda de modo definitivo y lamentable.

La isla de los deportados

La costa inaccesible

La vasta isla de Sajalin se extiende a lo largo de la costa siberiana, desde los estrechos de La Perouse a la boca del río Amur, y está separada del continente asiático por la Manga de Tartaria, que mide de veinte a ochenta millas de ancho.

Los buques rusos suelen navegar de Odessa a la costa occidental de Sajalin dos o tres veces al año, y estos buques tienen un aspecto anormal. No se ven pasajeros en sus cubiertas, y una bandera negra con algunas letras ondea en lo alto del palo mayor. Si alguien se aproximaba a esos barcos misteriosos en las escalas de Colombo o de Shangai, quedaba sorprendido por un ruido de cadenas que chocaban o por el continuo zumbido que sonada en sus bodegas, que recordaba el de una enorme colmena; sólo que aquellas abejas no eran insectos libres, capaces de volar en las direcciones que se les antojase, sino hombres con grilletes en los pies y las muñecas, a menudo amarrados en lotes de cuatro o cinco a una larga cadena, que vivían en jaulas de hierro, guardados por los más brutales soldados fusil en mano. Esos vapores transportaban de Odessa a Sajalín a los criminales de peor estofa, asesinos, ladrones, incendiarios y reincidentes. En Odessa, la administración del Gobierno reunía a los criminales sentenciados a deportación y los mandaba a Sajalín, ese lugar de prisión perpetua y katorga, esto es, de rudos trabajos forzados. El viaje por mar de aquellos miserables encadenados y de mujeres encerradas en jaulas de hierro evocaba las más terribles escenas del Infierno de Dante. Las tormentas, el calor en los trópicos, el frío en el Norte del Pacífico, la suciedad, sobrepasaban a cuanto la más calenturienta imaginación puede concebir, y tal cúmulo de calamidades sobre las indefensas víctimas les arrancaba a centenares de su cautiverio por obra de la muerte, resultado en extremo satisfactorio desde el punto de vista del Gobierno, pues le ahorraba perturbaciones y gastos.

Por fin, tales buques entraban en la Manga de Tartaria y fondeaban en uno de los dos puertos, principales centros administrativos: Dué y Alexandrovsk. Se arriaban los botes, y los maltratados pasajeros, cansados y enfermos, con sus pobres efectos, eran desembarcados.

Por lo general, el mar suele estar siempre alborotado en la Manga. Cuando las olas azotan los botes, no es raro que dos pasajeros encadenados juntos caigan al agua, y lo corriente es que nadie se moleste en sacarlos a flote. Baúles y cajas con toda clase de harapos, botas, tabaco y cerillas son con frecuencia embebidos o reclamados por las olas. El desembarco se realiza en condiciones particularmente difíciles y peligrosas, porque la marejada descarga en las rocas de la desamparada costa; el Gobierno ruso, durante todo el tiempo de su dominación en Sajalín, no ha construido un puerto ni un mal abrigo que facilite el desembarco.

Los lastimosos pasajeros llegan a tierra y, empujados por las bayonetas, marchan a la principal oficina de la Dirección de Penales de una de las tres mayores poblaciones, donde se les registra y se les designa el penal en que han de cumplir su condena y la clase de trabajo forzado a que ha de dedicárseles, que consiste por lo común en tirar de un carro o en arrastrar una carretilla, según sus fuerzas. Desde aquel momento la ciudad contaba con un nuevo habitante.

Estas localidades tenían todas el mismo tipo, pues se componían del edificio jefatura de la penitenciaría, una iglesia, cuarteles para la guarnición, algunos tenduchos y varios caserones dedicados a cárceles, sombríos y repugnantes, porque de ellos se desprendía y rezumaba un vaho de angustias, tristezas y torturas padecidas dentro de sus recintos por los millares de hombres borrados de las filas de la sociedad y privados en absoluto de sus derechos civiles y naturales.

Con la excepción de estas colonias, el resto de la isla es casi un yermo, y digo casi, porque existen algunas minas de excelente carbón, para estudiar las cuales fui a la isla, que bien pudiera denominarse «la abominable». Cerca de esas minas, explotadas enteramente por el trabajo de los penados, había unos barrios para albergar a los obreros.

Diseminados por distintos puntos de la isla vivían unos cuantos colonos; pero de éstos hablaré más adelante.

Las minas de carbón, administradas muy mal y sin interés, se hallan próximas a Dué, Onor, Alexandrovsk y a los ríos Mgatch y Nayasi. Ahora, una parte de estos magníficos filones de carbón de Sajalín han sido cedidos al Japón por el tratado de Portsmouth y esa nación ha fomentado con esmero las riquezas de la isla, llamada en japonés Karafuto, construyendo diversos ferrocarriles, puertos y otras obras públicas de importancia.

Mucho me han hablado los ex presidiarios colonizadores de la isla de los terribles accidentes que sobrevienen en esas minas, donde cientos de encadenados trabajadores, atados a menudo a las carretillas, carros o bombas, perecen en incendios, explosiones y derrumbamientos de las galerías. Se escribirían volúmenes enteros de espantosas historias, pintando la ignorancia técnica y la despreocupación de los funcionarios que dirigen esos establecimientos, que traen innumerables desastres a los infelices penados.

Las terribles condiciones de su vida, lo rudo de su labor, la indescriptible influencia debilitante del riguroso clima, la locura causada por los recuerdos y la desesperación, inducen a los prisioneros a la rebelión o la huida. En ambos casos la administración emplea tropas especiales, pertenecientes a un batallón formado por los peores y más indisciplinados soldados de toda Siberia y aun de Rusia europea. Este batallón disciplinario es una especie de katorga militar, en el que la disciplina y la corrección son tan horribles y severas que con frecuencia los soldados enloquecen o se suicidan; pero la mayoría de ellos hacen cuanto pueden para salir pronto de la maldita isla y, por consecuencia, dedican todos sus esfuerzos a conseguir el favor de sus oficiales y de los funcionarios de la administración penal. La mejor recomendación para estos soldados es una implacable rigidez y crueldad con los prisioneros, crueldad que sobrepasa los límites de la imaginación humana, especialmente cuando se trata de castigar presos evadidos y recapturados o de sofocar un motín en las minas o en las cárceles.

Los hombres culpables de huelgas y rebeliones, así como los que pretenden escaparse, son castigados con un aumento de trabajo y con un régimen carcelario más despiadado, pero antes de esto sufren la bárbara pena de ser azotados. A menudo este castigo es el último de la vida del prisionero, pues tienen que abrir para él una nueva tumba en el cementerio de la cárcel.

El condenado era entregado a los encargados de cumplir la sentencia. Estos verdugos de Sajalín formaban una casta o parte aborrecida de todo el mundo. Se elegían por la administración entre los más abyectos de los prisioneros y se les colocaba en pabellones separados, porque en los generales hubiesen sido muertos instantáneamente por los demás habitantes de la katorga, que los odiaban mortalmente.

Estos verdugos ejecutan todas las sentencias, no sólo con los prisioneros, sino con los soldados e incluso con los oficiales convictos de haber robado los fondos del Tesoro. Cumplen su misión concienzudamente, pues reciben una remuneración en metálico y una aminoración de condena, cumplida la cual se les concede una relativa libertad y el derecho a establecerse en la isla donde quieran, haciéndose colonos de ella. Conviene tener en cuenta que durante los últimos veinticinco años sólo uno de los verdugos ha utilizado este derecho, mientras que los otros han continuado en la cárcel, temerosos, con razón, de la venganza de los otros presidiarios, cada uno de los cuales ha jurado cumplir la sentencia de su tribunal secreto contra tan odiosos personajes, aunque el vengador no haya sufrido nunca en manos del execrable torturador.

El condenado recibe de 15 a 300 golpes dados con varas de sauce, hervidas antes de usarlas en agua del mar. Al decimoquinto golpe no ha habido caso de que no haya brotado la sangre de la desgarrada piel. Si no sale sangre, el oficial que presencia la ejecución acusa al verdugo de indulgencia, y le condena a ser golpeado. Las varas laceran y rasgan la piel y la carne de las espaldas y los pies de la victima, que está tendida sobre un banco. Cuando se desmaya se la conduce al hospital, donde permanece hasta que sus heridas se cicatrizan un poco; pero si no recibió el número de varazos a que fue condenado, la paliza se completa en una segunda tanda, en la que a menudo sucumbe el martirizado. La crueldad con que son tratados los prisioneros excede a las suposiciones de las inteligencias más fértiles en ideas sanguinarias. Todo esto ocurría al margen de las autoridades del Gobierno central, al que de tarde en tarde llegaban vagos rumores de ello, a los que nadie prestaba la menor atención.

Sólo cuando el famoso filántropo ruso doctor Haase, visitó la Katorga de Sajalín, establecida en Onor, y dio un número de conferencias y publicó artículos en diarios y revistas sobre lo que había visto en ella, se dictaron algunas reformas, tales como la sustitución de las pesadas esposas Akatoni, de casi 30 libras, por otras más ligeras, llamadas después de la modificación «esposas Haase».

Pero las varas de mimbre continuaron silbando en el aire y lacerando los cuerpos de los habitantes de la isla maldita, de esos verdaderos guiñapos sociales. Luego, a causa de que el escritor ruso Doroshevitch estudió las katorgas y escribió su libro Sajalín, la atención pública y oficial se enfocó un momento sobre la horrenda vida y suerte de los lastimosos isleños, y se hicieron algunas ligeras modificaciones en el número de golpes, instituyéndose una menos severa graduación de las penas. El sistema estuvo en boga hasta la guerra ruso-japonesa de 1905, pues el gobierno ruso, temiendo que los japoneses se apoderaran de la isla y movilizaran a los presidiarios en peligrosos destacamentos de vengadores, desembarcándoles en las costas del Continente, trasladaron los presos a las cárceles de Nicolaievsk, en el Amur, Habarovsk, Blagorescheusk y Vladivostok. Pero las murallas y rejas de esos sepulcros vivientes no pudieron mantener en esclavitud durante los primeros meses de la guerra a los que habían soportado los tormentos infernales de Sajalín. Casi todos los presos se escaparon, y agrupándose en cuadrillas de salteadores se dedicaron a robar las minas de oro del Lena, de Bodaibo, Zeya, Kerbi y de la cuenca del Amur, tan llena de bosques vírgenes, desconocidas gargantas montañosas y traidores pantanos.

Muchos de estos ladrones perecieron muertos a tiros o ahorcados por sus perseguidores los cosacos; sin embargo, muchos sobrevivieron, hasta que el Gobierno revolucionario ruso del Príncipe Lvoff y Kerenski amnistiaron a cuantos habían sido sentenciados por los tribunales del Zar. Entonces esos hombres, de cuyas almas desaparecieron para siempre en los presidios imperiales todas las características humanas, acudieron a las ciudades, aguardando en ellas, como lo que eran, unas bestias salvajes, poder caer sobre fáciles presas. Pronto les llegó su vez, proporcionándoles excelentes oportunidades. Cuando los bolcheviques se adueñaron del mando en Rusia, recurrieron a esos seres semi-hombres, semi-fieras para que ejecutasen sus cruentas sentencias, y les pusieron al frente de los tribunales revolucionarios, de las comisiones de investigaciones políticas y de la omnipotente Cheka; así que los miserables antaño maltratados por las varas y los vergajos de unos sayones sin entrañas, aprovecharon la ocasión para tomar venganza de sus martirios en los representantes del gobierno zarista y de la sociedad.

Las autoridades comunistas de los Soviets en Petrogrado y Moscú restablecieron poco a poco la policía del Zar, y miraron con indulgencia las crueldades, que sólo se diferenciaban de las del antiguo régimen en que la sangre no brotaba de los cuerpos de unos millares de malvados y degenerados, peligrosos para la sociedad, sino de los más de tres millones de hombres inteligentes, entre los que figuraban profesores, organizadores, escritores, artistas y héroes de las dos últimas guerras. Como todos éstos criticaban franca o tácitamente al bárbaro sistema bolchevique, fueron considerados dañosos y perjudiciales a los nuevos zares de la Rusia comunista, y en ellos, las víctimas supervivientes de los potros sangrientos y de los varales salados de Sajalín cebaron su hambre de venganza, aplicándoles los correctivos violentos que habían aprendido a su costa en las mazmorras de Dué, Alexandrovsk y Onor.

La historia se repite, y el crimen siempre encuentra un juicio y un castigo.

Este fue y es el caso de la Rusia soviética.

Entre los ainos velludos

Un verano llegué a Sajalín en el buque Alent para realizar unas investigaciones químicas y geológicas. Me pusieron con mi equipaje en una pequeña lancha, y con dificultad desembarqué en la costa cerca del pueblo llamado Dué, en el que me recibieron los médicos de la localidad, los que, por ser los habitantes más cultos del lugar, tenían encargo del Gobernador general de atenderme.

Me dirigí a la casa de uno de estos doctores. Durante el almuerzo vino un soldado, y con él se fue el doctor a la oficina. Al cabo de media hora volvió el médico, se disculpó conmigo por su tardanza, y continuó comiendo tranquilamente. A una pregunta de su mujer, contestó entre trago de brandy y bocado de comida, sin dar la menor señal de sentimiento o emoción:

-;Nada, lo de siempre: han matado un preso de una paliza, y me llamaron para que certificase su muerte.

Me estremecí de indignación al oír que una persona culta hablaba impasible de la muerte de un infeliz prisionero sin más amparo que la ley. Me pareció aquello tan monstruoso, que me rebelé a la idea de vivir con un tipo así; y aunque me hallaba muy quebrantado por la penosa travesía del mar del Japón y de la Manga de Tartaria y necesitado de unos cuantos días de descanso, decidí ponerme inmediatamente en camino.

Para el día siguiente me proporcioné dos carruajes, con buenos caballos del Gobierno, y tres asistentes que pocos viajeros hubiesen aceptado, pues los tres eran asesinos que habían cometido sus crímenes no hacía mucho. Dos de ellos actuaban de cocheros, mientras el tercero estaba encargado de cuidar de mí y del equipaje.

Ese hombre era un georgiano de poca estatura, ágil como una serpiente, de pelo negro, tez morena, rostro dominado por unas espesas cejas y ojos fieros, que pestañeaban raras veces y miraban constantemente con la fijeza propia de un jerifalte. Se llamaba Karandashvili, y tenía fama de haber sido un audaz jefe de bandoleros, que sistemáticamente saqueó las oficinas y líneas de correos del Gobierno. Después, durante la época bolchevique, su nombre se hizo célebre en distintas partes de Rusia como capitán cruel y valiente de los destacamentos de partidarios rojos. que el Gobierno de los soviets empleó contra los ejércitos del almirante Kolchak, y de los generales Beloff y Greschin. No estoy por completo seguro de su identidad; pero la descripción de su persona y la conducta del Karandashvili bolchevique, tan semejante en todo a la del hombre que como prisionero en Sajalín fue mi ayudante y defensor en la isla de los deportados, me autoriza a suponer que ambos son el mismo sujeto. Conservo de su trato un buen recuerdo, porque era honrado, cortés y activo y me prestó muy útiles servicios en el curso de mi viaje por el interior agreste de Sajalín.

Seguí el camino que atraviesa el centro de la isla, y digo «camino», porque en realidad merece este nombre.

Las autoridades, con el trabajo de los penados, han abierto una vía a través del bosque, de Norte a Sur, y construido una cómoda calzada de cinco metros de anchura, con puentes de madera sobre los riachuelos y ramblas y sólidas obras de piedra y de sostenimiento en los parajes pantanosos.

Esta carretera se usaba con frecuencia por los oficiales para mandar por ella a los soldados en persecución de los presidiarios fugados, que por lo general se dirigían a la costa Noroeste, desde donde les era más fácil ganar el continente cruzando los pasos estrechos. Los soldados, sirviéndose del amplio camino, podían adelantarse a los fugitivos y atraparlos cuando intentaban dejar la isla.

El sitio al que los evadidos solían ir era la aldea de Pogibi, situada en el punto en que el estrecho tiene poco más de veinte millas de ancho. Una vez en el continente, el fugitivo estaba en condiciones de ocultarse en la espesa taiga del país del Amur, y lentamente encaminarse a la ciudad de Nikolaievsk, en cuyos arrabales pululan toda clase de elementos aventureros, deseosos de proteger a los extranjeros de sombrío y sangriento pasado, a fin de utilizarles en ocasiones para sus tenebrosos planes. El pueblo de Pogibi, «el sitio de perdición», contaba con un gran número de emigrantes de los suburbios de Nikolaievsk, que vivían de la pesca, del contrabando y de facilitar a buen precio la huida a los prisioneros de Sajalín.

Sus protegidos acostumbraban a pagarles robando o asesinando a los enemigos de su padrino, transportando mercancías para él de la isla al continente y haciendo arriesgadas expediciones al centro de la isla o a los cazaderos de focas de la Bahía Pateence, llevando las pieles de los animales que mataban al continente para venderlas.

La carretera del Gobierno iba hasta Pogibi, y allí fui con mi pequeña comitiva, bajo la dirección del diligente Karandashvili.

Entre Dué y Pogibi pasé junto a varias excelentes explotaciones de arenas auríferas propiedad de los colonos, montadas en los lechos de angostos ríos. Los mineros lavaban las arenas, que no proporcionaban grandes rendimientos, pero cubrían por lo general extensas áreas. Se me figuró impracticable trabajar aquellas arenas de escaso valor con métodos manuales; pero no obstante, los dragadores y excavadores ponían en la empresa todo su afán, y no he de negar que con notable fruto, pues extraían una considerable cantidad de oro, que se veían obligados a vender exclusivamente a las autoridades penales, quienes se lo pagaban a la mitad del precio fijado para el polvo en bruto.

Magníficos bosques cubrían las laderas de una cordillera poco elevada, que cruzaba la isla de Norte a Sur. A trechos la selva era totalmente virgen, aumentando su fragosidad cerca de la costa oriental, despoblada por completo. Desde mi coche, al caminar por la ancha calzada, vi muchos animales salvajes, grandes y chicos. Las ardillas saltaban entre las ramas de los cedros y pinos; varios vesos y zorras atravesaron el camino, y de noche oí claramente el breve aullido de los lobos. Una vez, al franquear un arroyo, divisé los cuernos de un alce en unos tupidos matorrales. Como el animal no se movía a pesar de mis gritos y silbidos, me quedé sorprendido en extremo, y pregunté a mi cochero cuál era la causa de aquello.

-;En verano Sajalín padece una terrible plaga de mosquitos, moscas, abejorros y picadoras avispas, que casi se comen vivo al ganado. Las terneras y los potros, si no se les cubriera con esterillas o arpilleras, morirían a poco de nacer, devorados por los insectos. Los animales salvajes sufren también horriblemente, porque las moscas hacen agujeros en sus pellejos y depositan en ellos sus huevos, que, al convertirse en larvas, les torturan hasta el extremo de volverles locos. Esos atormentados animales se refugian en los lugares umbríos, donde las moscas y las avispas no abundan tanto, y raras veces abandonan los bosques.

Esta fue la explicación que me dio mi cochero; y se expresó con tal ansiedad, que costaba poco trabajo comprender la magnitud, de los estragos producidos por la perniciosa y alada tropa. Al ponerse el sol supe por experiencia la gravedad de la peste; pero pese al relato de mi sirviente, mi instinto de cazador me impulsó a intentar apoderarme del alce. Bajé del coche y escondido en un altozano a orillas del río, mandé al georgiano y a uno de los cocheros que se aproximasen al alce por el otro lado y le obligasen a salir de su guarida. Tras de aguardar sólo un rato oí las voces de los ojeadores seguidas de un ruido de ramas rotas y del choque de unas pezuñas en la pedregosa margen del río. Me dispuse a disparar y con impaciencia saqué la cabeza por la enramada, viendo con sorpresa que el animal estaba parado a unos cuantos metros de mí, oyendo atentamente con sus largas orejas enderezadas. Al levantar la escopeta y apuntarle, la bestia me atisbo en seguida, me miró un instante y luego, inclinando su astada cabeza, arremetió contra mí. Mi bala lo detuvo a mitad del camino y a los pocos minutos llegaron mis facinerosos, desollaron el alce y le quitaron los cuernos, así como los mejores trozos de carne.

-;¡Bravo! -;exclamó el vivaracho Karandashvili, siempre propenso al entusiasmo-;; vamos a tener carne abundante y fresca. Y ahora, señor, fíjese usted en el pellejo.

Lo levantó y extendió delante de mí y vi que estaba lleno de agujeros como si fuese una enorme criba.

-;Son los agujeros hechos por las larvas de las moscas y avispas -;dijo el cochero.

Mientras marchábamos con dirección al Norte, cacé en varias ocasiones las aves características de los montes, gallos silvestres y. perdices blancas, entre otras. Hallé gran número de estas últimas por doquiera y observé que no se asustaban a nuestro paso.

En otoño asistí en los alrededores de Alexandrovsk a una cacería de urogallos valiéndose de un pájaro imitado, procedimiento corriente en Siberia. Mi amigo el ingeniero Gorloff, tenía un bicho hecho de paño oscuro con dos tiras de papel fuerte retorcido unidas a él para figurar la cola, y dos galones rojos en la cabeza para remedar las crestas del cuello. Completo el reclamo, se le coloca en un palo alto atado a la copa de un abedul. Se prepara para los cazadores un escondite de ramajes y dos soldados a caballo empiezan a batir el bosque para espantar a los gallos silvestres parados desde la mañana en las ramas de los árboles.

Cuando las hostigadas aves huían y descubrían a un gallo posado tranquilamente en la copa de un abedul, acudían junto al reclamo y poco a poco se detenían en lo alto de los árboles vecinos, cacareando y peleándose por los sitios. Una vez acomodados todos, Gorloff daba principio a la matanza. Comenzando por las aves posadas en los ramojos más bajos, las mataba una tras otra, porque el urogallo es un animal tan estúpido que se puede ir debajo de él y tirarle tres veces antes de que vuele.

Cuando yo viajaba con Karandashvili, los últimos bancos de peces acababan de entrar en los ríos para desovar. Mi compañero dijo que los peces escaseaban ya; pero a mis ojos europeos no les pareció eso, pues distinguí las aletas y lomos de ellos nadando en contra de la corriente, medio fuera de la superficie, empujados por las masas que nadaban detrás. Cogimos varios ejemplares con la rama de un cedro doblada como un cucharón y además les hice algunos disparos con éxito, porque después de cada uno de ellos, entumecidos por la conmoción, salían a la superficie tripa arriba y Karandashvili los echaba a la orilla con un largo palo.

No éramos nosotros los únicos pescadores, porque un enorme oso pardo, quieto como un peñasco junto al agua, los atrapaba diestramente con su monstruosa pata. Tenía un gusto muy particular, pues se comía solo las cabezas y dejaba el resto de los peces a las aves de rapiña que rondaban como los mendigos medievales el castillo feudal, esperando que el amo de la selva terminase su comida.

Todos estos peces eran de la misma variedad, ketas o salmones orientales-asiáticos, y pesaban de 10 a 25 libras. En aquella época del año apenas vi esturiones, que desovan antes que el salmón.

En la parte central de la isla hallé los primeros campamentos de los primitivos naturales de Sajalin y de las islas septentrionales del Japón, los ainos velludos. Estos son unos individuos de corta estatura, de pies curiosamente estrechos, provistos de grandes mechones de pelos en la cabeza, rostro y pecho. Aunque los ainos suelen ser por lo general cazadores y pescadores, en el interior de la isla algunas tribus han construido casas y se ocupan en el cultivo del suelo y de la cría de ganado.

Los cazadores ainos emplean sólo trampas y cepos para los animales pequeños y pozos con puntiagudas estacas para los de gran tamaño.

A lo largo de la costa norteña de la isla, próximo al Cabo Elizabeth, los ainos se aplican a la pesca marítima en grandes lanchas hechas de cortezas y pieles de foca, con las que van al mar de Ojotsk que nunca se hiela. Son arrojados y prácticos arponeros y en sus navegaciones cogen focas, morsas y hasta ballenas.

Las focas y morsas muertas en el mar se hunden en seguida, perdiéndose para el cazador. A fin de obviar este inconveniente, los ainos sujetan el arpón a un largo dardo o palo, formado por varias varas atadas juntas, que constituyen una especie de lanza desmesuradamente alargada. Armados así, los ainos se arriman en su bote a las vacas marinas tendidas en los ice-fields y lanzan el arpón, que el animal al sumergirse lleva consigo en unión del dardo y de la cuerda atada a él. Al cabo de un rato la fluctuación del palo tira del animal y lo devuelve a la superficie, en la que los ainos lo rematan.

Es imposible imaginar mejores pescadores que esos ainos. Realmente parece como si sus negros y enigmáticos ojos penetrasen en los abismos del mar y viesen las bandadas de peces nadando en distintas direcciones. Fui con ellos en sus embarcaciones al mar de Ojotsk, y tuve plena oportunidad de admirar su destreza para la pesca. Conocen el mar cual sus propios bolsillos, y en apariencia nada les asombra; los más leves signos, como el color del agua, las algas flotantes, los animalillos marinos y hasta la forma de las olas son un libro abierto para el aino. Siguiendo las manadas de ballenas se alejan de la tierra y con frecuencia perecen durante las terribles tempestades que a menudo se desencadenan en el alevoso mar de Ojotsk. Más de un fugitivo prisionero de Sajalín ha encontrado seguro refugio en un bote aino, y trabajando para su patrón ha arribado a las islas Shantar, desde las cuales, por diferentes y siempre azarosas rutas, ha ganado el continente para caer en el torbellino humano de las ciudades, desapareciendo en ellas como una gota de lluvia en el océano. Calmosos, hospitalarios y siempre bien dispuestos, los ainos descuellan por su valor y soportan sobradamente las fatigas y las duras pruebas a las que les someten el mar y la perversa isla en que moran.

Estos pueblos no comen pan y lo substituyen por yukola o pescado seco, que es el alimento de todos los naturales de la Siberia boreal. Este alimento se compone con arenques y escombros (caballas) que atraviesan en enormes bancos dos veces al año el citado mar de Ojotsk. Sirve de habitual manjar no sólo a los hombres sino a las mutas de perros que los ainos utilizan para el tráfico invernal.

Los ainos son primitivos idólatras, chamanistas, y en los pechos de sus brujos y curanderos he visto los dibujos mágicos o mentrams, que después he encontrado en el Tibet del Norte.

Cuando visité uno de sus campamentos, cerca del cabo Elizabeth, observé un fenómeno muy interesante. Un gran campo de peces muertos de media milla de ancho y algunas millas de largo, se extendía hacia el cabo, como si procediese de la punta Sur de Kamchatka y de las Kuriles del Norte. Nubes de todas clases de pájaros acompañaban al cementerio en marcha; manadas de focas y hasta de pequeñas ballenas les seguían nutriéndose de él. Estudié los peces y noté que estaban cubiertos de una especie de moho blanco, acumulado principalmente en sus agallas. Ese moho se parecía mucho a las pintas y placas de las gargantas en las personas que padecen de difteria, y cabe suponer que la enfermedad principia en las agallas, que estaban sanguinolentas y por completo cubiertas de esa vegetación. Un pescador viejo me dijo que el fenómeno es de antiguo conocido en el mar de Ojotsk; pero que en los últimos años se presentaba con más frecuencia. Me contó también que los chamanes se proponían aquel año ofrecer un sacrificio humano al mal Espíritu que residía en las plantas acuáticas del mar septentrional. Los ainos iban a elegir entre ellos un mozo y una moza para ponerles con regalos en una lancha y conducirlos al mar libre, desde donde les correspondía navegar en un bote de vela al sitio indicado por el chaman, como mansión del endemoniado Genio del Mar.

-;Si dan con él -;añadió el viejo pescador-;les ofrendarán sus presentes y El les proporcionará un viento favorable que les devolverá a su querida isla nativa.

Así habló el anciano aino, mas yo no dudo de que antes de que la juvenil pareja halle al «Espíritu del Mar», las olas encrespadas del Pacífico se la tragarán a la vez que a la lancha de vela de piel de foca.

Con los que salieron del infierno

En la parte septentrional de Sajalín visité varias aldeas habitadas por licenciados de presidio que habían sido puestos en libertad, permitiéndoles establecerse en sus propias casas.

La más al Norte de todas era el caserío de Lisakoff. El edificio central consistía en un pabellón bien construido, con troncos de cedro, provisto de anchas ventanas y de una alta cerca para protegerlo; tenía tres cuartos, una cocina y un zaguán. Cuando llegamos, el amo ató los ladradores y agresivos perros, nos hizo entrar y luego atrancó la puerta con cuidado. Era un labrador bajo, de anchos hombros, con barba bien cuidada, ya muy canosa, pelo corto y rostro enjuto y ascético. Nunca me miraba a los ojos y se expresaba siempre en voz débil, en consonancia con su aspecto severo. Me condujo a una habitación limpia y ordenada que contenía una cama de madera blanca, varias sillas y un largo banco tapado con una piel de oso. Se mostró muy cortés y hospitalario, y me presentó a su familia. Su mujer era delgada y alta, usaba peinado liso con raya en medio, y me chocaron sus ojos grandes, sin color especial, pero fríos y astutos, y la fresca boca, de labios rojos y finos, por lo general aplastados. Al sonreírse se le veían unos dientes blancos e iguales. La pareja tenía un hijo de siete años, al que llamaban Misja, rojo como una llama, travieso y con alegres ojos azules. Pasé algunos días en la casa de aquellas gentes, recorriendo sus cercanías en busca de indicios de petróleo en los pantanos y las lagunas, pues en Dué me habían dicho las autoridades que existía allí este combustible. Esto me proporcionó ocasión de observar la vida de la por muchos conceptos extraña pareja.

Lo primero en que reparé desde el instante de mi llegada fue en que mi patrón no salía nunca sin el hacha, que continuamente llevaba al cinto. También no pude por menos de advertir que Karandashvili y mis dos cocheros dirigían a Lisakoff furiosas miradas, y que a veces cambiaban entre ellos significativas señales. Un día, yendo al bosque con el georgiano, me puse a hablar con él de Lisakoff. Mi guía procuró responderme con evasivas; pero comprendiendo que no pensaba dejarme engañar, principió, con el ceño fruncido y tono que revelaba un odio concentrado, el siguiente extraordinario relato:

-;Lisakoff es un antiguo presidiario. Se escapó varias veces de la isla, recibió 300 varazos y fue también atizonado. La vida en la Katorga era muy dura para él, por lo que se rebeló con insistencia contra ella; pero por último se rindió y se hizo malo, ruin y servil.

-;¿Por qué? -;le pregunté.

-;¡Sentó plaza de verdugo! -;exclamó Karandashvili, apretando los puños y rechinando los dientes-;. Como es natural, fue condenado a muerte por los presos. Estos le atacaron y le rompieron varias costillas y los huesos de una mano; pero curó y las autoridades le trasladaron a los cuarteles con los otros ejecutores. Sin embargo, Lisakoff era el mejor de ellos, pues nunca castigó indebidamente a los condenados y a menudo intentaba ahorrar sufrimientos a los viejos y débiles, por cuya lenidad los oficiales mandaron en distintas ocasiones que le azotasen.

-;¿Entonces por qué le odiáis hasta ese extremo? -;pregunté de nuevo-;. No se me oculta la aversión que sentís por él.

-;La sentencia de muerte cuelga sobre la cabeza de Lisakoff. Es cierto que le aborrecemos, porque ser verdugo constituye para los presos la mayor infamia. La compasión de Lisakoff obedecía al miedo que le inspirábamos; pero esto no le salvará y morirá a nuestras manos, tarde o temprano. Por eso se ha establecido aquí, en este rincón solitario, al que los fugitivos apenas suelen venir.

Clavé mis ojos con insistencia en los de Karandashvili y él en seguida cerró los párpados. Tan expresivo movimiento me decidió a vigilar a mi bandido con todo cuidado.

Una circunstancia atrajo mi atención en la casa: la de que Lisakoff y su mujer, que habían cumplido una condena de diez años por envenenamiento, jamás hablaban juntos. A veces pronunciaban breves palabras y volvían a quedarse silenciosos y pensativos, sin levantar la vista del suelo, y ella cuando lo hacía tendía la mirada penetrante hacia el horizonte, pintándose en sus ojos la inquietud y angustia de un animal acosado que quiere evitar el peligro que le amenaza.

Había demasiados acontecimientos horrendos en las vidas de aquellos seres; sus tormentos durante tantos años fueron harto crueles para entenebrecer por siempre sus almas, consintiéndoles no recatar el uno al otro la multitud de pensamientos desolados que la invadían. Vivían al día, evitando entrar en la sombría estancia del recuerdo y despojados de esperanzas para el porvenir. ¿Qué podía reservarles éste de grato a las dos criaturas unidas por orden del Gobierno y a las que en modo alguno se permitía abandonar la isla?

Tenían un hijo, verdad, y debían sentirse capaces de esperar para él mejor suerte; pero aun este consuelo se les negaba, porque los hijos de los ex presidarios eran recibidos con repugnancia en el continente, donde los consideraban la escoria de la humanidad y como pertenecientes a una casta marcada con el sello de una infamia imborrable. De sobra sabían los padres que aquel ciudadano libre nacido en Sajalín sería arrastrado a la borrascosa y degenerada existencia de la maldita tierra donde florece la planta siniestra del crimen, y más pronto o más tarde se vería encerrado dentro de los paredones de la cárcel.

Estábamos comiendo sentados a la mesa un anochecer, cuando la puerta se abrió bruscamente y penetró un hombre o más bien un espectro de hombre. Llevaba la ropa hecha jirones; se hallaba cubierto de heridas y cardenales; le sangraban los desollados pies descalzos y miraba con ojos en los que ardía la fiebre e indicaban que durante mucho tiempo no sabían lo que era el sueño. Entró, se detuvo junto a la puerta y dijo con voz ronca:

-;¡Saryn![2] ¡Agua!

El amo de la casa y mis servidores se pusieron en pie.

-;¿Quién te persigue? -;le interrogaron simultáneamente.

-;El teniente Nosoff -;murmuró el fugitivo-;. ¡Están ya muy cercal

Hubo un largo silencio. Luego Lisakoff se adelantó al recién llegado, con la cabeza más baja que de costumbre y le dijo:

-;¡Ven conmigo!

Salieron, Lisakoff regresó al cabo de una hora, lleno de lodo, con el traje desgarrado en varias partes, como si hubiese andado entre zarzas y jarales.

-;¿Ya? -;preguntó Karandashvili.

El hizo un gesto de afirmación y se sentó a la mesa. Unos minutos después oímos el pateo de unos caballos y a continuación unos golpes rudos en la puerta del corral, que nos estremecieron.

-;¡Abrid, abrid! -;exclamaron con voz de mando.

El amo se adelantó hacia la puerta; pero su mujer le contuvo, diciéndole con tono de espanto:

-;Múdate de ropa y escóndete. Yo seré quien abra a esa gente. Se fueron los dos y a los pocos momentos hicieron su aparición unos soldados calzados con pesadas botas. Los mandaba un oficial de corta estatura, pecoso y de pelo rojo y recio. Era Nosoff. Se detuvo, nos miró a todos inquisitorialmente y preguntó con voz ceceante:

-;¿Dónde está Lisakoff?

Mis hombres permanecieron silenciosos, mostrando en sus actitudes el miedo servil que les dominaba.

Me vi en la precisión de contestar por ellos:

-;Acaba de salir, pero volverá en seguida.

-;¿Quién es usted? -;preguntó Nosoff, mirándome de arriba a abajo.

-;¿Y usted quién es? -;le repliqué-;. Usa usted charreteras de oficial, pero se expresa como un patán. De seguro que habrá usted robado esas charreteras para obligar a la gente a que le respete y le obedezca.

Quedó desconcertado e inclinó la cabeza, mientras que sus ojos se velaron por el temor endémico en la isla. Después me saludó, dándose a conocer:

-;Soy el teniente Nosoff, de la guarnición de Pogibi.

La mutua presentación se completó, enseñándole yo mis documentos con las firmas del gobernador general y de otros importantes funcionarios.

Se manifestó tranquilo bastante tiempo; pero luego de haber tomado té con arraka, que traía con él, tornó a mostrarse imprudente y tosco. Habló de los presidiarios como de perros rabiosos o de gentuza, sin preocuparse de que le escuchaban mis amedrentados ayudantes. Me asombró ver que con su mano pequeña y fina de un solo golpe derribó al mocetón de mi cochero, que en realidad poseía la fortaleza de un roble.

-;Esposen a todos-;ordenó Nosoff de improviso.

La orden se cumplió con rapidez, y en un momento todos menos yo fueron esposados; hasta el chiquillo Misja, que se divertía con el ruido que hacían sus muñecas al chocar una con otra.

-;¡Silencio, monigote! -;le gritó Nosoff dándole un puntapié violento.

Mis servidores humillaron las abatidas frentes y los padres del niño echaron una ojeada de impotente rabia al villano oficial.

-;¡Registren toda la casa! -;dispuso con perentorio acento.

No tardó en volver uno de los soldados portador del calzado y de las ropas de Lisakoff, que había encontrado en el desván.

-;¿Estuvo alguien aquí? -;dijo el oficial encarándose con Lisakoff.

-;No -;fue la rotunda respuesta.

Nosoff sonrió malévolamente y me miró. Yo le devolví la mirada, creyendo que iba a interrogarme; pero debió pensarlo mejor o quizás no se atrevió a dirigirse a mí de modo directo.

-;¿Ha visto usted a alguien? -;preguntó a la patrona-;. ¿Y usted? ¿Y usted? ¿Y usted?

Pregunta tras pregunta, contestadas invariablemente con unos enérgicos ¡No!

Ninguno de los presidiarios vendió al fugitivo escondido por Lisakoff, y hasta el pequeño Misja musitó su ¡No! moviendo su cabecita de doradas guedejas.

-;¡Muy bien! -;exclamó Nosoff en son de mofa-;. Llévense a ese muñeco y denle sin tardar cincuenta latigazos.

Mi intervención resultó inútil, porque el oficial justificó su conducta enseñándome un librito de reglas para la guarnición, que contenía las leyes y castigos fijados para los fugitivos y para quienes los amparan y protegen.

Los soldados se apoderaron de Misja y le sacaron al patio; sus padres palidecieron y un espasmo nervioso contrajo el rostro de la madre. Cuando oímos los lastimeros ayes del niño, Lisakoff hundió en el oficial una mirada de rencor y rugió:

-;¡Que no le peguen, teniente, que no le peguen! Lo diré todo.

Los sollozos de la madre y el sonido de las cadenas de los otros subrayaron la desgarradora súplica del atribulado padre.

-;¡Eh! -;voceó el oficial-;, ¡Basta!

Los soldados trajeron al cuarto al lloroso y golpeado Misja, y yo me fui henchido de emoción, no deseando asistir al interrogatorio ni ser reclamado como testigo.

Al volver hallé en la casa enormes cambios. Lisakoff estaba en cama con fiebre, gritando y maldiciendo. Había recibido ciento cincuenta palos con una gruesa vara que le destrozaron las espaldas y le costaron mucha sangre. Mis hombres sufrieron cincuenta vergazajos cada uno, por lo que no les era posible seguir acompañándome. El teniente se había llevado a la mujer de Lisakoff como testigo presencial de la llegada a su casa del fugitivo Vlasenko, al que los soldados apresaron en los cañaverales de unas charcas a menos de una milla del caserío. El tierno Misja, muerto de miedo, gimoteaba un rincón oscuro del cuarto, sin atreverse a acercarse a su delirante padre.

Dediqué algún tiempo a curar las heridas de Lisakoff y de mis asistentes, pero al fin tuve que dejarles, no para ir al Norte, sino para regresar a Pogibi, con el propósito de proporcionarme nuevos guía y cochero.

En ese pueblo me recibió el capitán jefe de la guarnición, a quien referí los acontecimientos de los últimos días y la aspereza y crueldad de Nosoff. El capitán me consideró con gravedad y me dijo con tono que no admitía réplica:

-;Nos atenemos a reglas establecidas para tratar a los prisioneros y no podemos alterarlas. Además, ya conocerá usted a esa gente: son peores que fieras, y me alegraré que no lo averigüe usted a su costa.

Mi mediación en el asunto de los Lisakoff me ocasionó algunos contratiempos, porque las autoridades de Pogibi arreglaron las cosas de modo que me impidieron facilitarme hombres para continuar mi expedición. Tuve que enviar un mensajero a Dué, al director de las prisiones, quien mandó terminantemente al capitán que me ayudase. En todo esto invertí más de una semana, que aproveché para estudiar a los habitantes de la colonia, que era la más septentrional de la isla. La población se componía de antiguos presidiarios, licenciados por haber cumplido sus condenas o a causa de un indulto del zar, y de toda clase de elementos continentales, consistentes en su mayoría en aventureros con turbios y misteriosos pasados, ocupados preferentemente en excursiones pesqueras, a bordo de pequeños buques de vela, a la isla de San Jonás, en el mar de Ojotsk, donde cogían peces y cazaban focas y ballenas, si no contrabandeaban, destilaban alcohol ilícitamente o comerciaban con los indígenas. También obtenían no escasas ganancias transportando fugitivos de Sajalin a las costas de Asia. Allí había rusos, armenios, georgianos, tártaros, griegos y turcos. Esta banda internacional existía como un tumor maligno, como un repulsivo parásito del cuerpo social de la isla nefanda, plena de lágrimas y congojas.

El quinto día de mi estancia en Pogibi recibí la visita de la mujer de Lisakoff, en cuyos ojos se leía la desesperación más intensa; sus labios dibujaban una mueca trágica y tenía la cara tan blanca como la cal. Según la costumbre propia de los penados, permaneció un largo rato silenciosa, ordenando sus pensamientos y meditando lo que iba a decir. Me contó lo siguiente:

-;Se me permitió volver a casa después de declarar. Un mercader me prestó un caballo y un coche. A la mitad de camino, entre Pogibi y nuestro caserío, tropecé con los ayudantes de usted, uno de los cuales huyó al bosque, mientras que los otros dos se me acercaron. Les pregunté por usted, y al saber que se había ido a Pogibi, sentí un triste presentimiento y hostigué a mi caballo para que me pusiese con los míos a primera hora de la tarde.

Hablaba entre suspiros y se retorcía nerviosamente las manos.

-;Encontré mi casa completamente quemada, y adiviné que Karandashvili había ejecutado su sentencia contra mi marido, el antiguo verdugo. Registrando las ruinas di con su cadáver, que tenía el cuello cortado y la cabeza aplastada. No pude encontrar al pequeño. Entonces empecé a buscar afuera y al fin le descubrí en un espinar próximo al pantano, donde yacía muerto, con la cabecita partida por un hachazo. Me figuré que había huido y que los vengadores, para librarse de un testigo, le persiguieron y asesinaron. Lo destruyeron todo, y hasta los perros, atados a sus cadenas, han perecido. ¿Y ahora, señor, qué debo hacer?

-;Presentar una denuncia ante el tribunal contra las personas de quienes usted sospecha. Cuente conmigo, y la prometo no perder de vista a esa gente. Expondré también el asunto al gobernador general.

Calló la mujer un largo rato, resignada en apariencia e impávida al concluir de narrarme la espantosa tragedia.

Como no me respondía ni se movía de la silla en que se sentaba, añadí:

-;Bueno, ¿cuándo quiere usted comenzar sus gestiones?

Alzó la pobre mujer el humillado rostro y vislumbré en él un destello de ira y de la inflexible resolución de vengarse que hasta entonces jamás había reparado en ella. Tras un instante de indecisión, rompió a hablar con voz alterada y conmovedora:

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