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El hombre y el misterio en Asia (página 7)


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Kangutoff me condujo a la región de Aksieivka, en la que en verano corren los jabalíes. Me llevé mi carabina Henel con su telescopio, y gran cantidad de balas dum-dum. Kangutoff me divirtió con cuentos basados en hazañas de jabalíes, la mayoría poco satisfactorias, pues cuando no había un animal que despanzurraba a un cazador, se trataba de otro que con los colmillos le traspasaba las piernas, y otras por el estilo. Le corté el hilo de aquellos relatos cruentos, preguntándole:

-;Dígame, ¿por qué le llaman a usted el «Tigre borracho»?

Sonrió, moviendo la cabeza con indiferencia.

-;¡Bah! -;repuso-;; por habladurías sin la menor importancia.

-;Cuéntemelas -;insistí.

-;¡Uf! -;refunfuñó malhumorado-;. A veces se gana uno un mote por cualquier cosa. Y puesto que usted se empeña, óigame:

»El gobernador vino de Vladivostok a inspeccionar las minas del Suenan. Al marcharse fue llevado a la estación de ferrocarril en coche, y yo le serví en el viaje de caballerizo. Ya en la estación, el gobernador me regaló una pieza de oro de diez rublos, y comprenderá usted, señor, que con ese motivo cualquier hombre sano y alegre habría disfrutado un ratito. Yo lo hice así, y al obscurecer regresaba a la mina por el camino que bordea la línea férrea. La cabeza me daba vueltas y sentía en mis oídos un zumbido tal que me parecía estar asistiendo a un combate de artillería. Iba borracho, tremendamente borracho, y me sostenía en la silla por un prodigio de equilibrio. De repente el caballo resbaló en la hierba y me dejó tendido en un blando prado, en el que creí más conveniente quedarme dormido que perseguir a mi montura. Terminaba el crepúsculo y empezaba a cerrar la noche. Desperté al clarear y alcé la cabeza, dolorida y pesada como si la tuviese llena de plomo. Quise dormirme de nuevo, pero no pude. Me incorporé para ver el sitio en que me hallaba, y el pelo se me puso de punta. Entre los raíles había un tigre meneando la cola y mirándome fijamente. Sin tiempo que perder, agarré la carabina que colgaba de mi hombro izquierdo, apunté a la fiera y disparé, ocultándome presuroso entre la maleza. Transcurridos unos instantes eché una ojeada, y ¡oh asombro! el tigre continuaba sobre la vía, sin quitarme la vista de encima. Seguro de haber errado el tiro a causa de mi borrachera, hice fuego otra vez, apuntándole con cuidado, pues temía que el vodka me cegase los ojos. Pasó un largo rato y dirigí la mirada al sitio del peligro; caí de espaldas, porque la fiera seguía allí, si bien entonces se hallaba vuelta de espaldas a mi escondrijo. Le descerrajé otro tiro y me oculté de nuevo. Permanecí acurrucado entre las matas cerca de una hora, pensando que más le valdría al tigre irse, ya que mi estado de embriaguez no me permitía hacerle daño, que devorarme.

»Al cabo de bastante tiempo atisbé, para enterarme lo que había sucedido. El feroz animal ya no estaba donde antes. Entonces, tras una breve vacilación, carabina en mano, me arrastré fuera de la maleza, hacia la vía, y en ella encontré tres tigres muertos, unos al lado de otros. Eran dos machos y una hembra. En medio de mi borrachera había matado a los tres. Por eso me llaman el «Tigre borracho». Vendí las pieles en Vladivostok por seiscientos rublos, y el gobernador, al informarle de mi aventura, me envió una recompensa de veinticinco rublos. Volví a remojar el gaznate copiosamente, con los mismos resultados, pero, por fortuna, sin tigres. Digo, sin tigres no, porque a mí me llaman el «Tigre», y lo que es peor, el «Tigre borracho». ¡Chismes y cuentos y afán de la gente de divertirse a costa mía!

Por último, Kangutoff, alias el «Tigre borracho», me guió al sitio elegido para la caza. Era un pueblecito de cinco o seis casas, pertenecientes a varios labradores ricos que empleaban a más de cien jornaleros chinos en el cultivo de sus fincas. Cosechaban mucho trigo, pero no lo vendían, porque lo dedicaban a la ilegal fabricación de aguardiente, que se consumía en las aldeas cercanas. Sus alambiques eran muy primitivos y los escondían en el interior de los bosques, donde tenían a mano el combustible que precisaban y les era fácil eludir la vigilancia de los inspectores del Gobierno, que mantenía un monopolio y obtenía la mitad del total de los ingresos de la explotación de una pasión popular. Naturalmente, el Gobierno castigaba a los competidores clandestinos, como los habitantes de aquella aldea, tan amigos del «Tigre borracho», quien presumo sería uno de sus mejores clientes. Nos recibieron con gran afecto, que tomó la forma de constantes ofrecimientos de vodka de día y de noche y sin ton ni son. Cazamos por las inmediaciones del caserío, y cada jabalí que matábamos y hasta que herimos dio motivo a nuevos holgorios, tan del gusto de los cosacos.

Como ya expliqué antes, la caza tenía lugar en terrenos de monte espeso y de altas hierbas. Algunos campesinos solían acompañarnos, y con Kangutoff se adelantaban a mí cuarenta o sesenta pasos espesura adentro, para servirme de ojeadores. En la estación estival el jabalí despide un olor muy fuerte, que permite descubrirle con poco trabajo. Sin embargo, sucede con frecuencia que el animal sale de la maleza sin que su aroma lo denuncie, por lo cual hay que andar con sumas precauciones, pues es corriente que los jabalíes viejos ataquen a los hombres, costumbre que pude comprobar durante mi primera cacería a la variedad usuriana.

Acababa de cruzar un tremedal bastante extenso, desprovisto de hierba, que había sido quemada, y me interné de nuevo en la jungla. Llevaría recorrido un corto trecho, cuando sentí el desagradable olor del jabalí, y al mismo tiempo le vi venir hacia mí como un peñasco que se desprende de la montaña. Se arrojó contra un grueso abedul, detrás de cuyo tronco conseguí refugiarme; desarraigó al arrancar un gran arbusto, rozó el árbol con sus colmillos y pasó junto a mi cual un huracán, resoplando furiosamente. Se precipitó a la pradera, pero allí le alcanzó mi bala dumdum, rebotándole en la cabeza, detrás de una oreja, y convirtiéndosela en un montón de huesos rotos.

Lo colgamos de un árbol, a fin de que las bestias de presa no lo destrozasen, seguimos cazando, y más tarde mandamos a los campesinos que lo despedazasen. Anduvimos por la jungla hasta que anocheció, y por entonces yo había matado un jabalí y Kangutoff dos. Durante esta excursión pude apreciar la maravillosa destreza del cosaco. Tiraba con pasmosa rapidez y seguridad. Apenas avizoraba una res entre los matorrales, la enviaba una bala, que rara vez erraba el blanco. Además de los tres jabalíes muertos por él, los rastros de sangre demostraban que había herido a cinco más, uno de los cuales fue hallado al día siguiente cerca del camino por unos trajinantes.

En el curso de una de nuestras cacerías llegamos a un fang-tzu situado en un estrecho barranco de tupida vegetación. Hallamos en él a un viejo chino, que nos recibió con cortesía, aunque parecía estar inquieto, puesto que miraba constantemente una cajita que había en un rincón del cuarto. Tomamos té y charlamos con el chino, el cual, poco antes de despedirnos, nos refirió esta verídica historia:

-;El otoño último se presentó un chino en mi casa. No sé quién era. Entró en mi uranida para pasar en ella la noche, y cayó enfermo. Estuvo una temporada conmigo, y cuando sanó e iba a irse, como no tenía con qué pagarme, me ofreció una plancha de cobre, diciendo: «Vale más que el dinero, porque ha sido quitada de la tumba de un gran jefe y de un milagroso artífice». Quizás le guste a usted conocer esa plancha.

Acepté la invitación. Abrí la caja y saqué de ella un objeto envuelto en un pañuelo rojo. Desdoblé éste y quedó en mi mano una pieza o lámina de metal de diez pulgadas de largo por cuatro de ancho. La cubrían unos signos grabados, que no acerté a descifrar, entrelazados a un dibujo sinuoso, peculiar del Tibet y la Mongolia. La placa conservaba aún rastros del esmalte negro con el que debía haber estado bañada. Tenía en un lado los restos de una bisagra, de lo que deduje que había formado parte de la puertecita de un bufete o de un cofrecillo. Le faltaba un trozo correspondiente a una esquina, separado sin duda con un instrumento cortante. El chino me entregó también el fragmento desunido.

-;Déme veinticinco rublos y le venderé a usted esta plancha-;me propuso, sonriendo con picardía.

Le compré aquel raro objeto, y luego, cuando un rico comerciante chino de Vladivostok lo vio, me dijo que era una plancha de cobre con encantamientos, como las que se colocaban en los féretros de los mongoles Ordos. Al saber lo que yo pagué por ella, en seguida me entregó la misma suma y me permitió quedarme con la piececita separada, que conservé durante mucho tiempo. De vuelta de Petrogrado hice con ella un dije para la cadena del reloj, y en cierta ocasión me encontré al célebre orientalista, el académico Radloff, a quien le mostré la chuchería con sus enigmáticos signos, que nadie lograba entender. Al sabio le interesó el asunto, se llevó mi colgante y tardó poco en telefonearme, manifestándome que tenía una inscripción en tibetano antiguo que empezaba:

«Al ovante guerrero que…»

El resto de la sentencia quedó en la plancha que me había comprado el chino. Radloff me dijo que el objeto era de oro. El joyero, al que llevé sin tardar la alhaja para que la tasara, me aseguró que era de una mezcla de oro y platino. Supe a destiempo que el chino de Vladivostok tuvo la maña de estafarme dos libras de oro y platino, privando a la ciencia de un documento tal vez único y de incalculable mérito para los estudios arqueológicos.

Por entonces no sentí con exceso el acto poco escrupuloso del taimado hijo del Celeste Imperio; pero ahora que la fatalidad y el drama de nuestra época me han empujado desde el Kuan-lun a los Sayans y de la Dzungaria al Pacífico, territorios sobre los que el Gran Guerrero al que la plaquita de oro y platino se refiere debe haber dominado, no puedo consolarme de mi imprevisión e ignorancia.

Mi imaginación, acuciada por ese fragmento, vislumbra sin esfuerzo magníficos cuadros de un pasado remoto, cuando Asia se hallaba regida por los descendientes de Gengis Temuchín, un pastor de Kerulen, dotado de genio para crear un inmenso Estado que lindaba a Occidente con el majestuoso Volga.

¿A cuál de los descendientes del Gran Mongol alude mi trozo de oro y platino? Quizás la sacrílega mano de un salteador chino o de un osado mercader la sustrajo de la tumba del excelso Kublai o del mausoleo de Gundjur Jan en Erdeni Dzei, el monarca casado con una polaca, o del pilar que marca el sepulcro de Tamerlán el Cojo, si no la robó del templo arábigo del postrero de los Gengis, descendientes del magnífico sultán Baber.

Pero seguramente jamás obtendré del pasado la menor respuesta, y la placa del desconocido caudillo se habrá transformado hace tiempo en anillos y pendientes regalados a las chinas por sus si-fas.

Los hombres de voluntad férrea

La estación y el pueblo de Rasdoluaya están en el camino de hierro de Vladivostok a Nikolsk-Ussuriski. Durante la colonización de este país fue una de las primeras localidades que adquirieron extensión y riqueza, por hallarse en el cruce de las vías comerciales que unen las fronteras de Corea y Manchuria al lago Hanka, al Oeste y a la taiga septentrional, a lo largo de los río Usuri, Daobi, Wula y Bikin. Los cazadores, los viajantes de las casas de comercio, chinos y coreanos, los caminantes, y en general todas las personas a las que la selva mantiene y enriquece, tienen que pasar por Rasdoluaya para ir a Vladivostok. Allí corren numerosos riesgos. Una caterva de especuladores trafica con artículos variadísimos y a menudo con dinero falso, mogotes de ciervos, raíces milagrosas, pieles y hongos nacidos en los robles. Los taberneros, fondistas y tahúres, los ganchos de los fumaderos de opio, los ladrones y otras gentes de baja calaña que pululan por la noche en las calles de Vladivostok, aguardan en Rasdoluaya a los trabajadores de la floresta y acechan vorazmente un descuido que les permita apoderarse de los morrales de cuero o lona y de las cestas de mimbre o caña que contienen tantos bienes que la Naturaleza otorga. Todos estos valiosos productos pasan por las manos de los habitantes de Rasdoluaya antes de llegar a Vladivostok e inducen a los pillos de todas clases a procurar arrebatárselos a los intermediarios campesinos, sin reparar en los medios puestos en juego, ni siquiera en los más abominables asesinatos El desarrollo de la población ha dependido de tan importantes transacciones. La primera vez que yo estuve en ella ya se gloriaba de sus bien construidas casas de piedra, iglesias, edificios oficiales, escuelas, y, sobre todo, del cuartel del magnifico regimiento de dragones, mandado por el coronel Volkoff, el conocido sportman y caballista, ex-oficial de la Guardia y amigo personal del Zar Nicolás II. En el Círculo de Cazadores, el coronel me presentó a dos de las más relevantes personalidades de todo el Extremo Oriente: los hermanos Kudiakoff.

Eran unos simples labradores rusos que habían ido allí espontáneamente cuando apenas había comenzado la colonización de la comarca del Usuri. Procedían de la parte Norte de los Urales y estaban acostumbrados a los más rudos climas, pues no en balde recorrieron cazando todos los bosques y yermos de las tundras entre Ekaterinburgo y la boca del río Kara en la costa ártica. Durante sus dos primeros años en el Primorsk, anduvieron por todo el territorio cruzándolo desde el río Hubtu, en la-frontera coreana, a las orillas del mar de Ojotsk y desde el lago Hanka y el Sungacha, al Oeste, a las playas del Océano Pacífico.

Volvieron de esta expedición con un profundo conocimiento del valor del país y de sus riquezas explotables, y con la inestimable ventaja de haber aprendido los idiomas chino y coreano, y el lenguaje de los orochones y tungusos, con quienes vivieron aquéllos dos años en íntimo trato. La proverbial facilidad de los rusos para asimilarse las lenguas extranjeras y su habilidad para expresarse con muy reducidos vocabularios, les facilitaron el poder entablar relaciones amistosas con los indígenas. Cuando yo les conocí ya poseían una gran fortuna y disfrutaban de preponderante influencia; pero desde que oí referir sus aventuras y el relato epopéyico de sus vidas, luchas y andanzas en las costas del Pacífico, tal como me lo hicieron los señores Potorotzchinoff y Walden, antiguos habitantes de la región, siempre he puesto como ejemplo a imitar la historia de aquellos hombres de voluntad inquebrantable.

Años y años los hermanos Kudiakoff se dedicaron a la caza, matando ardillas, cebellinas, martas, armiños y vesos, y vendiendo las pieles a los agentes extranjeros. Al mismo tiempo traficaban con los pobladores de la taiga, cambiando por pieles, pólvora, carabinas, cartuchos, tabaco y té. No tardaron en enriquecerse los emprendedores hermanos, sin despertar el odio de los indígenas, porque los Kudiakoff no les explotaban y jamás les vendían alcohol, ese veneno que conduce seguramente a la muerte. Mientras los dos hermanos fueron solamente simples cazadores, las tragedias de los «Cisnes Blancos» no sucedieron con tanta frecuencia, porque los coreanos que transportaban los bienes que habían ganado, solían ponerse bajo la protección de los Kudiakoff, y los pagaban con generosidad para que les escoltasen hasta la frontera de Corea. Los experimentados hijos de las estepas sabían de sobra cómo evitar las emboscadas de los cosacos en los senderos de las selvas, y si topaban con los bandidos que los esperaban, acudían a su valor y destreza, logrando siempre defender a sus clientes de blancos vestidos que se confiaron a su custodia. Sus nombres eran conocidos y alabados en toda Corea e incluso en el Norte de China, y los avisados hermanos se aprovecharon de su justa popularidad para obtener el mejor ginseng, los mogotes de ciervo más codiciables y buena parte del oro hallado por los orientales en las junglas del Usuri.

Percatados con inteligencia del valor comercial de las preciosas raíces del ginseng, contrataron con sus clientes del monte el suministro de plantas vivas y con ellas montaron la primera plantación de ginseng en un barranco de la sierra Sijota-Alin. Esta plantación duró hasta 1907 y proporcionó a sus propietarios cuantiosas ganancias. Los Kudiakoff prestaban a los trabajadores de los bosques dinero, herramientas y víveres para auxiliarles en sus operaciones de buscadores de oro, y nunca perdieron al hacer esto, porque aquellos hombres, que nadie sabía de dónde venían, perseguidos por la policía, jamás les engañaron y siempre pagaron sus deudas de una manera o de otra, con oro o pieles, o trabajando por cuenta de sus protectores.

El principal teatro de la actividad de los Kudiakoff fue la comarca entre Rasdoluaya y el río Suchan, en la que abundan los tigres y las panteras; circunstancia que mantenía alejados de ella a los agricultores y ganaderos. Los hermanos, en un solo verano, mataron diez y seis tigres y cinco panteras, librando a la zona citada de esos animales feroces, y a la vez lucrándose con la venta de sus pieles en Vladivostok y de sus entrañas a los chinos del campo, ya que los corazones e hígados de «las gatas» los usan los brujos chinos y coreanos como talismanes contra las fieras y las enfermedades mortales. Claro que el logro de tantos triunfos les costó sufrir lo indecible, y los dos hermanos estuvieron en varias ocasiones a merced de sus crueles enemigos, mostrando ambos en sus pechos y piernas las cicatrices de las heridas que recibieron. Ello no les desalentó en lo más mínimo, y entre los cazadores y exploradores se les conocía con el brillante apodo de los «Matadores de tigres».

El hermano mayor me contó una vez lo siguiente:

-;Como usted no ignora, llevo matados cien tigres, y he visto y aprendido mucho durante mis cacerías. Mi hermano y yo hemos observado que el tigre comprende en seguida cuándo se le da caza, y averigua qué clase de hombre es el que le persigue. Si el cazador carece de experiencia, y no es un profesional, como nosotros, el tigre suele burlarse de él y le permite que se vaya a ocultar entre los matorrales y detrás de las rocas. Ahora, con el que tiene sangre de tigre sobre su conciencia, procede de distinto modo. Tan pronto como el tigre olfatea a un hombre así, empieza acto continuo a cambiar los papeles, intentando cazarle, buscando, para atacarle de improviso, un sitio donde el cazador se halle en malas condiciones para tirarle, esto es, un paraje de espesa vegetación, un bosque de árboles gruesos y próximos o una quebrada en las montañas, cubierta de altas hierbas.

Nosotros, por ejemplo, después de cobrar nuestro tercer tigre, nunca conseguimos derribar uno tirándole de frente, sino que, invariablemente, tuvimos que hacerles fuego a la media vuelta, cuando la fiera nos acometía por detrás. Esto implicaba la necesidad de girar con rapidez y disparar en el momento en que el tigre daba el salto o se agazapaba en el terreno disponiéndose a darlo. Un disparo hecho con tanta precipitación, en una posición incómoda, es poco seguro y da ocasiona a graves peligros, porque si la bala no pone a la bestia fuera de combate, la catástrofe raras veces puede evitarse. La fiera seguramente caerá sobre el cazador, y toda la esperanza de éste estriba en la destreza con que maneje el cuchillo o el hacha. También hemos tenido que recurrir a estas armas, y harto sabemos lo expuesto de tales encuentros. Si el tigre está hambriento y ansioso de comida, no vacila en atacar a un hombre, lo cual hace, sólo cuando el hambre lo desespera, y aun en ese caso prefiere arremeter contra un amarillo que contra un blanco. Se ha notado que si un par de tigres andan en busca de comida y tropiezan simultáneamente con un chino, un blanco y un perro, primero asaltan al perro, luego al chino, y en último lugar al blanco.

A los tigres no les gusta la carne de los europeos -;añadió Kudiakoff riendo-;. Es indudable que les repugna la carne empapada en alcohol. Ha ocurrido que un tigre, después de herir mortalmente a un ruso, se ha separado de él, dejándole; en cambio, chupa los huesos de un chino como si fuesen los de un pollo.

Confirmé esta opinión de Kudiakoff algunos meses más tarde, con motivo de un caso que me sucedió en la línea férrea Harbin-Vladivostok, cerca de la estación de Udzimi, donde a la sazón residía, ocupado en acelerar la explotación de unas minas de carbón con destino al abastecimiento del ejército ruso durante la guerra ruso-japonesa. Para defenderme de los hunghutzes me acompañaban algunos cosacos, uno de los cuales era un entusiasta cazador, y nos proveía con abundancia de venados y otros animales comestibles.

Un día salió muy temprano y no regresó del campo; pero su ausencia pasó inadvertida hasta el día siguiente, poniéndonos in continenti en movimiento para buscarle. Le hallamos entre unas matas con la cabeza aplastada y la masa encefálica desgarrada por las garras de un tigre, el cual había también mordido y retorcido sus articulaciones, pues debió jugar con él como un gato juega con un ratón. Los de mi escolta me dijeron que cuando un tigre acomete a un hombre, primero le atonta con un golpe, y luego, hincándole sus terribles garras en las coyunturas, le rompe todos los tendones y huesos. Una vez que la víctima yace inerme, la fiera le destroza el cráneo y le deja agonizar lenta y penosamente, volviendo después a su lado para devorarle.

En Vladivostok acabé de enterarme de los comienzos de la verdadera fortuna de los Kudiakoff. Tras de varios años en la región del Usuri, los hermanos se trasladaron al Norte y habitaron una temporada en las costas de la bahía Imperator, no muy lejos de la desembocadura del Amur, en la Manga de Tartaria. Allí comerciaron con los orochis y los orochones, tribus nómadas cazadoras, y simultáneamente construyeron con grandes dificultades dos buques de vela de regular tonelaje. Su primera intención consistió en doblar la punta Norte de Sajalín, para ir a la bahía de Ryisk, en la parte oriental, inmediata al país de Nutovo, en el que los naturales de él afirmaron que hay importantes depósitos de petróleo. Allá fue donde, veinte años más tarde, el ingeniero alemán Kleie, empleado en el Lloyd Ostasiatische, descubrió este aceite, y fundó para utilizarlo una sociedad anónima.

Cuando los Kudiakoff, con sus tripulaciones de arrojados marinos, emprendieron la navegación, les sorprendió el mal tiempo y un fuerte ventarrón del Este, que les forzó a desembarcar en la costa de una isla desconocida del mar de Ojotsk, que resultó ser la más meridional del archipiélago de las Shantars. En ella los osados nautas encontraron en las aguas gran número de ballenas y las márgenes pobladas por innumerables focas. Se dedicaron de lleno a la pesca y caza de los nombrados animales, y pronto adquirieron práctica y maestría. Además, entablaron porfiadas luchas con los pescadores japoneses, que aniquilan las focas sin compasión, contrariando todas las leyes dictadas para conservarlas, y en aquellas refriegas más de uno de los valientes rusos sintieron la caricia de las balas japonesas.

Los hermanos dirigieron sus operaciones como cosa de dos años. Establecieron relaciones con los cazadores indígenas y con los pastores de renos, recogiendo pieles, muchos colmillos de morsas y de vacas marinas y esperma de ballena, todo lo que, noticiosos de que se vendía bien en Petropawlovsk y Markovo (Kamchatka), transportaron a estas ciudades, abriendo así un nuevo mercado a sus productos.

Kudiakoff me participó que pensaron establecerse en Kamchatka, para ocuparse personalmente de la caza en las islas Shantar del mar de Ojotsk; pero que oyeron hablar de las del Comendador, en el mar de Behring, al Este de Kamchatka, como de unos lugares repletos de las más pequeñas y finas variedades de focas, muy apreciadas y pedidas en las plazas inglesas y americanas.

Decidimos visitar las islas del Comendador y cazar las focas, cuya cantidad, a juzgar por los dichos de los naturales de Kamchatka y de los viajeros, era incalculable; pero como además nos previnieron de que en las cercanías de aquel grupo de islas cabía la posibilidad de tropezar con algún buque japonés, y aun canadiense, dedicado a la matanza de dichos animales, entre los preparativos que hicimos para nuestra expedición incluimos el montaje, en el barco en que habíamos de emprenderla, de un cañoncito comprado en Markovo.

Navegamos a lo largo con extraordinaria buena suerte, hasta que nos alcanzó un cañonero ruso que se dirigía a las islas para limpiarlas de piratas japoneses, que habían construido una aldea en una de ellas. Como el cañonero no era, ni mucho menos, el compañero que necesitábamos, resolvimos seguir en el mar y lo cruzamos por espacio de diez días, no sin provecho, puesto que hallamos una bandada de ballenas. Matamos dos de esos monstruos marinos, y, arrastrándolos a los arrecifes de una isla, los quitamos la grasa y las barbas, viendo con alegría al terminar nuestra tarea que en el horizonte se desvanecía la humareda del importuno cañonero.

Nos acercamos al archipiélago del Comendador y arribamos en el Sur a una extensa bahía, en la que no encontramos nada, salvo un banco de arenques, que acababa de entrar. Cogimos y salamos gran número de ellos, y continuamos bordeando la isla hasta las costas de una ensenada, en la que contemplamos un espectáculo que jamás olvidaremos. No había allí visible ni un pie de terreno, a causa de que un tropel de millares de parduscas focas se calentaban al sol. Algunas de éstas, al dormir, parecían sacos bien rellenos; otras retozaban y jugaban, saltando con torpeza y cayendo cuan largas eran. En una parte más elevada de la arenosa playa vimos un grupo de bestias de mayor tamaño, formando círculo. Echamos el ancla, y cuando nos aproximamos a la playa en nuestras canoas, los animales, sin duda apostados de centinela, nos vigilaron, y, con movimientos desmañados, previnieron al rebaño del peligro que corría. Avanzamos armados de remos y fuertes palos. Fue una horrible matanza de seres indefensos. Las pobres bestias perecieron una tras otra, mugiendo triste y prolongadamente; sólo algunas de las más viejas, levantándose sobre sus aletas, nos enseñaron los colmillos e intentaron asustarnos con sus breves y ridículos aullidos. No hicieron más protestas aquellos pacíficos y débiles animales. Matamos un centenar de ellos, eligiendo los más grandes, para lo cual rodeamos el banco de arena y nos encarnizamos en el grupo de los que en él descansaban. Esto resultó ser un grave error, pues dejamos la parte principal del rebaño, que consistía en mil quinientas cabezas, entre nosotros y el mar. Lo comprendimos así demasiado tarde, al presenciar a la movible y compacta masa de las focas penetrar en el mar y desaparecer. Después supimos que los cazadores expertos empujan a las focas al centro de la isla y cada día matan unas cuantas, hasta que se apoderan de todas. Aquel rebaño se aprovechó de nuestra ignorancia, y aunque invertimos varios días en desollar nuestro rico botín y en esperar, lo cierto es que no volvieron.

Dirigiéndonos más al Este, a lo largo de la costa Sur encontramos un rebaño más pequeño, que nos proporcionó ochenta y cinco pieles. Con ellas en la bodega del buque, hicimos en seguida rumbo al Sur, dejando a estribor Petroparlovsk y yendo directamente a Dué, puertecillo de la isla de Sajalín, en la Manga de Tartaria, desde donde fuimos a Vladivostok, tras una corta estancia allí. En Vladivostok, los espléndidos beneficios que realizamos nos compensaron plenamente de nuestros riesgos y fatigas. Al año siguiente emprendimos otro y más afortunado viaje a las islas del Comendador, vendiendo nuestras presas a los comerciantes alemanes, que nos las pagaron sin regatear a elevados precios, deseando asegurarse pieles contra la competencia de los americanos. Pero ¡ay! fue nuestra última excursión al mar de Behring. A poco de ella, el Gobierno mandó una patrulla armada a proteger las focas de los cazadores rusos y extranjeros. Desde entonces sólo se podía ser un cazador furtivo, y a los dos nos repugnaba serlo.

Kudiakoff terminó su relato.

-;¿Y a qué dedicaron ustedes sus marineros? -;le pregunté, interesado en los detalles de sus aventuras marítimas y por la suerte de sus valientes cooperadores.

-;Les mantuvimos en sus puestos durante mucho tiempo después -;me contestó-;, porque arreglamos nuestros asuntos de la manera siguiente: Cada año uno de nosotros dirigía los negocios en casa, organizando expediciones de caza para proveernos de pieles de cebellinas, osos, tigres, martas, ardillas, alces y gamos; comprando ginseng, oro y panti (cuernos de venado con pelusa); explotando la madera de los bosques; roturando tierras para plantar trigo, habas y mijo; construyendo molinos aceiteros para la extracción del aceite del soya; edificando nuevas casas; suministrando traviesas al ferrocarril y descubriendo o vendiendo campos dotados de filones de carbón, oro y otros minerales. El otro navegaba por el mar de Ojotsk, en el que, junto a las islas Shantar, pescaba ballenas, extrayéndolas la grasa y las barbas, y cogía salmones y arenques, vendiendo tan estimables productos, que son objeto de un activo comercio en Vladivostok e incluso en Shangai, adonde varias veces llegaron nuestros buques mercantes, cargando de retorno té chino, tussah o tejidos de seda y paños ingleses. Un verano, mi hermano hizo una excursión al mar de Behring, y allí, en la costa de la bahía de Anadyr, halló un gran depósito de ámbar y ámbar-gris arrojado por las olas, trayendo de tan extraviada comarca gruesos pedazos de verdadero ámbar, algunos de los cuales pesaban varias libras. Tenían el hermoso color amarillo de oro, que a los chinos les gusta tanto para fabricar objetos de adorno femeninos, y además amuletos que dan la salud y la felicidad. El ámbar-gris es un producto expelido por las ballenas, y posee un olor fuerte y agradable. Se disuelve en aceites vegetales y en alcohol, y esta es la razón de que se emplee en China para la preparación de perfumes, alcanzando un precio igual a su peso en oro.

Los Kudiakoff me enseñaron su maravillosa colección de toda clase de artículos y curiosidades del Extremo Oriente. Era un valioso museo, en el que habían reunido las raíces de ginseng de más peregrinas formas (Pentifolia panacea genseng), mogotes primaverales de ciervo, almizcles, pieles de oso, tigre y pantera, colmillos de morsas, barbas de ballena, ámbar-gris y verdadero ámbar, arenas auríferas, piedras preciosas, minerales diversos, pájaros del Usuri y efectos relacionados con los cultos religiosos de los orochones, ainos, kamchadales, coreanos y chinos. Más tarde supe que los hermanos habían regalado su curiosa colección al Museo de la Sociedad Geográfica Rusa de Vladivostok y Habarovsk.

Los hermanos Kudiakoff, por su vida, opiniones políticas y sociales y caracteres, despertaron en mí una profunda simpatía, y a menudo he pensado que aquellos hombres, de voluntad férrea, deben ser puestos como modelos a los jóvenes que hoy se jactan de su debilidad moral y no se avergüenzan de su falta de energía en esta época de relajación y de convulsiones tan hondas, que están destruyendo los cimientos en que descansa la sociedad.

Los beneficios del «vodka»

El ferrocarril del Usuri une Vladivostok a la capital de todo el país del Amur, Habarovsk. Próximamente á la tercera parte del camino está la estación de Shmakovka, en cuyas cercanías se levanta un gran monasterio ortodoxo, Shmakovskaya Obitiel, en el que antes del bolchevismo residían un centenar de monjes dedicados a vastas explotaciones agrícolas, a la ganadería y al fomento de la hermosa raza de caballos de Jolgomorsk, así como también a la agricultura, a la pesca y a la fabricación de quesos, todo ello sin dejar de llevar una vida austera, piadosa y edificante.

Tras de las tempestades bolcheviques nada en realidad queda allí de cuanto había, excepto unos edificios arruinados. Los frailes fueron muertos o desterrados, y los que viven todavía flotan a la deriva en el inmenso y proceloso mar de la actual sociedad rusa, sin amparo ni derechos, perseguidos por los anti-religiosos gobernantes de la Rusia roja. Los revolucionarios destruyeron los rebaños y se incautaron de los caballos para el ejército bolchevique, apoderándose también del tesoro del convento, de las imágenes de los santos y de los efectos sagrados de la iglesia saqueada, convirtiendo el monasterio de Shmakovski en un enorme montón de escombros. Yo lo visité en el curso de mis primeros viajes a la región del Usuri, interesándome sobremanera las labores a que los frailes se aplicaban y la fuente de agua mineral del monasterio, famosa en muchas leguas a la redonda, que era similar al tipo de las de Giesshubler, Kreiznach y Essentuki, del Cáucaso. Centenares de personas acudían a ella en verano para curar o aliviar sus dolencias, y hallaban en el convento abrigo, asistencia médica y una hospitalaria acogida.

Las esenciales características del manantial eran su notable radioactividad y la persistencia de las emanaciones que desprendía, lo cual le daba una poderosa y rápida acción salutífera.

Oí muchos rumores acerca de la existencia en los contornos del monasterio de otras fuentes minerales, y me comisionó la Sociedad Geográfica para estudiarlas y analizarlas. Con este motivo exploré cuidadosamente el territorio en que podían ser halladas; pero con la excepción de un manadero escaso, cargado con exceso de ácido carbónico, que salía de debajo de unas rocas dolomíticas, mis investigaciones resultaron inútiles. Durante mis caminatas observé, sin embargo, curiosos detalles peculiares de la vida fronteriza. A treinta millas al Este del monasterio, en el seno de una floresta que se extendía a orillas de un riachuelo, caí de improviso en medio de un pintoresco campamento de nómadas. En la pradera y en la ribera del pedregoso río se alzaban unas veinte tiendas o wigwams, hechas de delgadas estacas de abedul, cubiertas con cortezas de este árbol. De los boquetes de las techumbres de estas chozas no salía la más ligera humareda denotadora de las hogueras que en el interior de ellas suelen encender los indígenas. Un hombre estaba agachado al lado de la entrada de una de las tiendas.

-;Debe ser un campamento de orochones -;opinó mi guía, uno de los frailes-;. Vienen aquí al empezar el otoño, para la caza invernal de las cebellinas. Son gente tranquila, trabajadora y obediente. Reunámonos a ellos, porque vale la pena conocer sus singulares costumbres.

Nos acercamos a su rancho y el monje gritó:

-;¡Salud, amigo! ¿Quiere darnos posada unas cuantas horas?

Como el indígena sentado junto a la choza no contestó, nos aproximamos a él, y con espanto y asombro vimos que aquel hombre, que apoyaba la espalda en la pared de la cabaña y vestía un blusón de pieles, calzones y botas, estaba muerto. Taciturnos y conmovidos nos miramos uno al otro, y sin hablar echamos pie a tierra con rapidez, poniéndonos a registrar las barracas. En todas encontramos cadáveres de hombres, mujeres y niños, y hasta en una, inmediata a un apagado hogar, el de un niñito de pecho en su colgada cuna.

-;¿Quién es el culpable de la muerte de estos infelices?-; pregunté por fin al monje.

Este se bajó la capucha y rezó en silencio. Luego, al cabo de un rato, dobló la cabeza sobre el pecho, y me respondió suspirando:

-;¡La maldad de Rusia, señor!

No le comprendí y se explicó así:

-;Mire en torno suyo, señor. Por doquiera botellas, bidones y otros envases. Todos contuvieron alcohol, y esto es lo que mata a los nómadas. Los comerciantes rusos no tratan a los indígenas como a seres humanos. Se puede con impunidad robarles, enloquecerles e incluso matarles; lo importante es ahogarles en ese maldito líquido. Este es el modo convencional de negociar con los nómadas. Primero, los mercaderes rusos les hacen beber; luego les adquieren las pieles de mayor mérito, por desgracia, a precios irrisorios, y se las pagan con algunos litros de aguardiente pésimamente destilado. Con tan funesto sistema, los orochones hace largo tiempo que se entregaron de lleno a la bebida, y entregan sus almas al diablo por un vaso de vodka. Este habrá sido el caso de estas pobres criaturas. Probablemente venderían sus mercancías y vendrían aquí con su vodka para pasar el invierno. Durante una de sus vacaciones bebieron hasta emborracharse, y el frío y el viento, sumiéndoles en el estupor, acabó con ellos. Se extinguieron las hogueras y, con el calor de éstas, sus vidas. ¡Ah, qué enormes crímenes se cometen, señor, por el ansia de oro y riquezas! El diablo ha difundido esta epidemia de codicia entre la raza humana, y para agravarla ha puesto en manos de los hombres el alcohol, ese terrible veneno. Anula la conciencia, la voluntad y el vigor, y conduce a sus víctimas a la irremediable ruina.

El fraile concluyó levantando la mano como para maldecir tantos males y a quienes los causaban.

La infame actividad de los comerciantes rusos entre los nómadas de Siberia y Mongolia, ocasiona la desaparición de tribus enteras, que constaban de numerosos individuos no hace mucho tiempo. Así ha ocurrido en Kamchatka, en las márgenes del Anadyr, en el promontorio Tsukostsk y con los yakutos, ostiacos, orochis y ainos de Sajalín. Los funcionarios, sabios y cazadores rusos que algunas veces han ido a esas apartadas y poco pobladas regiones, saben muy bien hasta qué punto han pagado los infelices indígenas su tributo a la civilización. Toda clase de epidemias, especialmente la viruela, diezman a los degenerados habitantes de esos rincones del Nordeste de Asia, y nadie, a no ser los chamanes, lucha contra los bacilos y gérmenes de las enfermedades, y los brujos creen combatir a los demonios creados por ellos, pretendiendo atemorizarles y expulsarles con silbidos, redobles de tambor y gritos idiotas propios de alucinados.

Decaídos y henchidas las imaginaciones de negros pensamientos, abandonamos el campamento de los muertos. Precisamente inmediato a él, al pasar a través de un alto y tupido herbazal, encontramos en el suelo los restos de algunos faisanes con los cuellos enganchados en lazos hechos con crines de caballo. Los naturales del país atan la hierba de manera que forman un número de pasadizos bajos y estrechos, en los cuales preparan con habilidad los lazos de crin. Los faisanes y otras aves, buscando en el suelo qué comer, caen en estas trampas, y perecen a centenares de este modo tan bárbaro.

En las vecindades del monasterio, en las que abundan los faisanes, vi con frecuencia esos engaños. Cierta mañana hallé en uno de ellos una serpiente que tenía la garganta cortada por la crin de caballo atada a unos fuertes arbustos. El inmenso reptil pudo romper el lazo que lo estrangulaba, pero murió a corta distancia de él. Medía metro y medio de largo y presentaba en su flexible cuerpo pardo rayas y lunares negros: pertenecía al tipo de la boa constrictora. En el Usuri hay fictones de esta clase; pero no suelen dejarse ver. Sabido es que atacan no sólo a los pájaros, sino también a las gamas y los jabatos. Cuando recorrí el valle pantanoso del río Suifun, nuestro carruaje pasó sobre una boa dormida después de un copioso banquete; las ruedas del coche la partieron en dos y en la tripa la encontramos cinco liebres, un pájaro y una rata. Me han dicho además que en varias localidades próximas a la línea férrea las boas hacen estragos entre las aves de corral.

Con anterioridad a la época bolchevique, el museo de la Sociedad para el estudio de la cuenca del Amur poseía algunos ejemplares de boas usurianas. Este tipo zoológico demuestra evidentemente que la comarca del Usuri es el campo de batalla del Norte y el Sur. En la misma selva, los habitantes de las nevadas tierras sub-árticas, las cebellinas, afrontan el furor de la boa, el azote de las junglas tropicales. La Naturaleza ha proporcionado a la boa una morada familiar, poniendo en la taiga del Usuri la palmera (dimorphantus palmoideus), que prospera tranquilamente codeándose con el cedro, oriundo de la zona ártica, envuelto en enredaderas de Virginia, entre las cuales se abre camino el tigre del Amur, primo del de Bengala. Todo esto fuerza al viajero a pensar que la Naturaleza, en el momento en que fueron creadas la flora y la fauna del territorio, se complació en mezclarlo todo, olvidándose de sus habituales principios meticulosos o queriendo gastar una broma práctica.

Chanzas de esta índole no son apreciadas del todo por los hombres. Una de ellas eligió al trigo como objeto de su travesura. Algunos años después de que los colonos hicieran distintos ensayos de siembra de las variedades del Sur de Rusia, las cosechas salieron infestadas por un veneno. Los labradores le llamaron «trigo borracho», porque los síntomas del envenenamiento se parecían a los de la acción del alcohol Los estudios que se verificaron acerca del asunto demostraron que un hongo especial, de la familia de los mixomicetes, se desarrollaba en el trigo, originando una fermentación en la harina, más acentuada al levantarse la masa hecha con el maleado cereal. En aquel pan se formaban los alcoholes denominados de alta graduación, como el amílico, así como la glicerina y la acetona. Al cabo de unos años el trigo del Usuri sobrevivió a su infección, y el «pan que emborracha» ya no daña a la población del país.

El paraíso de los cazadores

Empero si el viajero quiere contemplar la mezcla más anómala del Norte y del Sur, un sitio donde las regiones boreales se enlazan al Egipto y la India, y la Siberia alterna con el Japón, debe visitar el lago Hanka, situado en la frontera que separa la Manchuria de la comarca del Usuri. Si el tal viajero es, además de un cultivador de las ciencias naturales, un amante de la caza, indudablemente saldrá encantado de su excursión, porque el lago, el río Sungacha, que en él desemboca, y unas cincuenta millas de aguazales y tremedales al Este del Hanka, cubiertas de cañas, juncos, espadañas y otras plantas acuáticas, son el verdadero paraíso de los cazadores.

Mi primera visita a semejante edén cinegético tuvo lugar al iniciarse la primavera, cuando el invierno tiene todavía corrido el cerrojo de hielo en los arroyos y lagunas que rodean al lago Hanka. Cierto que la helada corteza de éstos ostentaba ya un color azuloso y mostraba muchos boquetes hechos por los rayos del sol; pero aún conservaba bastante resistencia para sostener un hombre y hasta un carruaje arrastrado por dos caballos.

Fui allí con un grupo de cazadores para tirar a las aves acuáticas migratorias. En una de las estaciones de la línea Nikolsk-Habarovsk alquilamos un coche y nos encaminamos al Oeste del lago Hanka. Los tremedales empiezan en aquel punto a cuarenta millas y pico del lago y están en comunicación por una red de arroyuelos y regatos que afluyen o salen de las incontables lagunas, grandes y pequeñas, ocultas por espesos cañaverales. Cuando partimos, al rayar el alba, el aire frío del amanecer nos cortaba las caras; pero a medio día el sol calentaba tanto, que las ruedas de nuestro vehículo se hundían en el negro suelo fangoso y los caballos a duras penas sacaban los cascos del pegajoso barro. Tuvimos que reducir la velocidad, y nuestro cochero, un cosaco, nos avisó que los animales no podrían llegar al paraje designado. Tras breve consulta, acordamos permanecer en aquel lugar, donde los lagos y las charcas con condiciones favorables para establecer puestos de caza eran muy numerosos. Ya, mientras viajábamos, no fue posible contener las exclamaciones de asombro al ver los innumerables bandos de gansos, cisnes y patos que revoloteaban sobre la cuenca del Hanka, se posaban en los aguazales y entre los cañares o arrancaban a volar de nuevo en persecución de la renaciente primavera.

Hicimos alto cerca de una laguna bastante extensa que, sin embargo, no podíamos distinguir a causa de estar rodeada de un tupido marco de plantas acuáticas. Un montón de heno que no había sido quitado de allí durante el invierno, continuaba cerca del lago. Junto a él ordenamos al cochero que desenganchase los caballos e instalase el campamento. Luego, con el heno de la pila, nos proveímos de blandos asientos y lechos en cuanto el campamento quedó dispuesto.

Sin aguardar al té que el cosaco principió a preparar, cogí mi escopeta, silbé a mi perro y eché a andar camino del lago. A los pocos pasos mi setter-gordon levantó la cabeza, enderezó las orejas y el rabo y comenzó a avanzar con lentitud por un frondoso prado. No vi nada, pero sentí claramente los graznidos y el chapotear de los patos e incluso diferencié las voces de las diferentes variedades. A veces oí los tonos bajos de los gansos y la prolongada nota del cisne norteño. Surcaban el aire a elevada altura, bandada tras bandada, llenando el ambiente con sus llamadas, y a menudo descendían describiendo grandes espirales para reposar en algún marjal.

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