Debido a estas consideraciones, cuando nos enteramos de las historias de Hak, Sienko y Trufanoff, como necesitábamos trabajadores, les prometimos nuestra protección. Su petición fue atendida sin inconvenientes, gracias a la reconocida respetabilidad e influencia del profesor Zaleski.
La tarde de nuestra aventura no tardaron en aquietarse las olas y la superficie del lago quedó serena como la de un espejo. Nos separamos de nuestros terribles amigos y regresamos al pueblo, donde nos esperaban con impaciencia y sobresalto.
El profesor resolvió que no volviésemos al lago en adelante en el bote pequeño y que lo sustituyésemos por el grande, en el que los campesinos habían intentado inútilmente socorrernos. Esta embarcación tenía dos pares de remos y un timón; así que hacían falta tres hombres para manejarla.
Aprovechamos esta circunstancia para insistir sobre el caso de los fugitivos, y ya al día siguiente Hak, Sienko y Trufanoff empuñaron los remos, mientras practicábamos nuestros sondeos, sacábamos muestras de agua y limo y cogíamos ejemplares de hammarus, que conservábamos dentro de jarras en una solución de formalina.
Oímos de labios de nuestros obreros largos y pavorosos relatos de sus vidas y hazañas y de la miserable existencia de los pobladores de los presidios siberianos, y Trufanoff fue quien expuso ante nosotros la más horrible página de aquellas aterradoras historias.
-;Todo eso no es nada -;exclamó cuando Sienko concluyó un espeluznante episodio de las aventuras de unos fugitivos. Voy a contar lo que me ocurrió a mí, convirtiéndome en la ruina que soy, de pelo blanco e inteligencia embotada.
»Cinco presos decidimos escapar de Akatoni. Comunicamos nuestros planes a los conocidos que teníamos en el campo, cerca de la población en la que estaba situada nuestra cárcel, y nos prometieron proveernos de zurrones, hachas y calderos. Pero nos sucedió una terrible desgracia.
»Acabábamos de abrirnos paso entre los barrotes de la ventana de la prisión y de escalar las murallas de ésta para dirigirnos a la aldea donde vivían nuestros cómplices, cuando supimos que habían sido detenidos y conducidos a la cárcel. Nos faltaron, por tanto, los objetos precisos para la huida y la vida campestre, y nos vimos en la necesidad de ocultarnos como bestias en los bosques cercanos, puesto que a la policía le hubiera sido fácil descubrir nuestra presencia en la aldea. Aunque comprendimos plenamente lo disparatado de nuestra empresa, no vacilamos en ponernos en camino sin el imprescindible equipo. Estaba muy entrado el otoño y sufrimos frío, hambre y enfermedades en cuanto nos pusimos en marcha.
»Por último, después de varios meses de torturas, el hambre nos dejó tan débiles, que la idea de morir no nos producía el menor temor. Como íbamos siempre por parajes despoblados, no podíamos esperar ayuda de nadie, pues evitábamos ser vistos en la carretera, donde seguramente las autoridades nos hubieran cogido, y por lo tanto andábamos, helados y hambrientos, como perros hostigados, entre las malezas y los riscos. Cierta noche uno de la banda cayó para no levantarse más. Cuando a la mañana despertamos del estado de sopor que era nuestro único descanso, vimos que el camarada había muerto. Me acuerdo de esa mañana como si fuese la de ayer.
»Un terrible y repugnante pensamiento cruzó por mi imaginación, para desaparecer inmediatamente: «Este hombre ha muerto; ni siente ni padece y no hace ni puede hacer nada. La misma suerte que a él nos aguarda. Y, sin embargo, podría salvarnos. Bastaría para ello que nos decidiésemos a comer carne humana, la carne de este hombre, que hace pocas horas hablaba y sufría con nosotros, conservando en su alma un destello de esperanza. En cuanto tengamos ese valor y esa resolución, todo habrá mejorado a la vez y luego será… lo que Dios quiera». ¡Nunca se debe perder del todo la confianza en Él!
»La horrible idea acudió de nuevo a mi cerebro con creciente insistencia y ya no se apartó de allí, obstinada y pérfida. Leí igual intención en las miradas de mis compañeros…
»Peleamos bravamente con el hambre durante algunos días; pero al fin, sin hablar sobre ello y sin ponernos de acuerdo, desenterramos de la nieve el cuerpo de nuestro compañero y nos le repartimos como si hubiese sido un buey o un cordero. Desde aquel momento saciamos el hambre; pero nos fue imposible volver a mirarnos cara a cara y seguimos adelante sin pronunciar una sola palabra. Nos envolvía un tétrico silencio. No sentíamos remordimientos, ni tristeza, ni siquiera un ligero escrúpulo; sólo existía en nosotros una indiferencia grosera y una marcada mala voluntad para la humanidad y para nuestras propias personas.
Trufanoff interrumpió su narración para fumar taciturnamente un cigarrillo hecho con un pedazo de periódico viejo. Cuando lo acabó, tiró la colilla al lago y continuó:
-;El invierno de Siberia es largo ¡maldito sea! muy largo y más malo que una madrastra… De nuevo necesitamos alimento, y estábamos tan débiles que no podíamos caminar, porque la nieve sobre la que andábamos era espesa y parecía que nos sujetaba los pies; otra vez el frío y el hambre helaron la sangre en nuestras venas y encendieron en nuestros ojos llamaradas verdes y rojas… El corazón nos daba golpes como un martillo a cada momento y luego caía en abismos sin sonido, sin movimiento… Y la imaginación, ya desenfrenada, trabajaba implacable, mientras que, a pesar nuestro, algo diabólico nos sugería este pensamiento: «¡Sé fuerte y espera!»
»El viejo tártaro Yusuf y yo sobrevivimos a todos los demás. Dos de nuestros compañeros murieron el mismo día y aquello simplificó las cosas. Uno era corpulento y más bien gordo; el otro, bajo y endeble. Los echamos a la suerte y me tocó el gordo. Con ellos nos alimentamos y recobramos las perdidas fuerzas hasta la primavera, estación en la que reanudamos nuestro interrumpido viaje.
»Aún me quedaba algo de mi parte cuando Yusuf se me acercó un día y me dijo:
»-; Reparte conmigo; tengo hambre.
»-; No; no reparto, porque mañana tendré hambre yo también -;contesté.
»Se separó de mí sin decir una palabra, y yo decidí escatimar mis raciones y hacerlas durar lo más posible… Pero Yusuf…
»Aquella misma noche descubrí que mis ilusiones iban a resultar fallidas. Antes del alba me despertó un ligero ruido: abrí los ojos con dificultad y de repente me puse en pie, porque vi a Yusuf que venía hacia mí balanceando una pesada piedra atada al extremo de su cinturón. Comprendí en seguida que pretendía aplastarme la cabeza durante mi sueño con esa arma terrible, que nosotros los merodeadores, en la jerga de los antiguos bandidos, llamamos kisten. Yusuf, al principio, no se fijó en que yo estaba despierto y dispuesto a defenderme con éxito, puesto que tenía un cuchillo, arma de la que él carecía. Rugió de rabia y se alejó corriendo. Desde ese instante comenzó para mí la más espantosa tortura. El tártaro me acechaba continuamente; por las noches rondaba cerca de mí ocultándose entre los arbustos o detrás de las peñas. Intentó arrojarme grandes y pesados pedruscos, y cuando yo bajaba por las laderas de los montes hacía rodar desde lo alto enormes rocas o gruesos troncos. No disfruté un momento de calma o tranquilidad. Mi imaginación era un torbellino; la rabia hacía hervir mi sangre y me rechinaban los dientes. Al cabo adopté una resolución sangrienta, irrevocable y desesperada. Una mañana, después de comer la ración que me correspondía para adquirir fuerzas, con un hueso en la mano me dirigí al viejo, que me seguía a alguna distancia. Al ver el hueso vino hacia mí con un impulso de loco regocijo, y observé que tiraba al suelo el nudoso garrote que llevaba siempre como arma contra mí. Cuando le tuve cerca saqué el cuchillo de la manga y di una cuchillada al horrible espectro que me atormentaba con tanta furia. Sentí una alegría cruel al hundir en su pecho la cortante hoja, y que un chorro caliente me saltaba a la mano. Mi golpe fue certero, porque no lanzó ni una queja. Me estremecí de arriba a abajo… y respiré en paz.
»Mi acto brutal me salvó la vida y me permitió continuar huyendo; pero desde aquella horrenda mañana la sombra de Yusuf nunca se separó de mí. No podía dormir, pues temía que se precipitara sobre mí para estrangularme, y cuando me cobijaba en alguna choza o caverna un ímpetu inexplicable me obligaba a salir de ella para convencerme de que el tártaro no me acechaba. En el bosque esperaba que cayese sobre mí desde las ramas de un pino; en la pradera veía su sombra en la hierba o detrás de cualquier peñón. El pelo se me puso blanco, vaciló mi razón y nadie ni nada vino a favorecerme. Yusuf se venga de mí, terrible y cruelmente. Yo le devoré por completo; ahora él me devora a mí en cuerpo y alma, como un gusano devora una manzana…
»Sólo el vodka me alivia un poco, porque me proporciona unos minutos de olvido… ¿Señores, no tienen un trago de vodka para el pobre Trufanoff, que ha desnudado su alma ante ustedes?
Nos quedamos silenciosos, profundamente conmovidos y horrorizados por esa repugnante revelación; pero los otros empezaron a hablar y, alentados por la sinceridad del caníbal, nos contaron aún más horripilantes y verídicas aventuras de los prisioneros escapados y forajidos que se valen de aquellos medios y de tales maldades para salvar sus vidas, las cuales no tienen valor en el mercado social en Rusia, donde el gobierno con su indiferencia perversa cambia los hombres del siglo XX en bestias salvajes, conduciéndoles a la antropofagia y a los más feroces desmanes y creando hordas de descontentos y desalmados, que se han vengado con creces de sus verdugos en los sangrientos días del bolchevismo.
Hak y Sienko eran contumaces criminales que, después de las torturas y penalidades sufridas en la prisión, habían jurado odio eterno a la sociedad. Lograron varias veces escaparse del presidio, y en todas partes se les conocía como «pájaros» o «vagos», que en el modo de hablar carcelario significa reincidentes que no se resignan a la monótona vida de los forzados. Los directores de los penales, para quienes los «pájaros» son motivo de prescripciones y responsabilidad, los tratan de manera despiadada. Todo soldado está autorizado para matar a los fugitivos cuando los persigue, y recibe una recompensa en dinero por cada uno que presenta vivo o muerto. En Siberia existe una clase entera de cosacos, especialmente entre los cosacos Yakut, cuya ocupación predilecta es perseguir presidiarios huidos, a los que prenden o matan, ganando de esta manera diez rublos por cabeza. A los prisioneros recapturados se les señalaba para siempre por las autoridades. Hak nos enseñó estos estigmas, estas afrentosas marcas de su cuerpo: consistían en círculos o triángulos, impresos con hierros al rojo, en su pecho y espaldas, y en algunos la quemadura fue tan profunda que se podían ver las apenas cubiertas costillas. Sienko tenía otros distintivos, pues le rajaron las ventanas de la nariz y le picaron las orejas. Cualquier ciudadano ruso, al encontrarse con hombres marcados así, tenía derecho a matarles, no sólo por el deseo de auxiliar a los agentes de la autoridad, sino porque quisiera experimentar una emoción fuerte o probar sus armas de fuego, puesto que los presidiarios de ese jaez estaban considerados por los tribunales como verdaderas alimañas o individuos fuera de la ley.
Los hombres con quienes trabajamos y nadamos en el lago Szira pertenecían a esta trágica escoria de la Humanidad. Sin embargo, eran amables, sumisos y complacientes. Quizás su excesiva sensibilidad y excitabilidad anormal fueran las causas de sus acciones violentas y sanguinarias, y en tal caso la justicia social cometió el error de no ponerles en escuelas o reformatorios, encerrándoles en cambio en cárceles inmundas y condenándoles al katorga o a trabajos forzados en minas y otros establecimientos, en los que concluyeron por perder los últimos vestigios de honradez.
El de mejores modales y carácter más dulce era Hak. Siempre de buen humor y dispuesto a trabajar, así como agradeciendo cualquier muestra de simpatía hacia él, nos prestaba valiosos servicios en nuestra labor investigadora de las condiciones del lago. Por haber sido marinero, le gustaba andar en el agua, y se hallaba en ella cual en su propio elemento, porque nadaba como un pez y gobernaba con maestría una embarcación. Una vez tuvimos la desgracia de perder el aparato para medir las profundidades, y Hak vino presuroso en nuestra ayuda. Llevando en las manos una piedra pesada, se sumergió hasta el fondo del lago, que en aquel sitio tenía unos ocho metros de hondura, desenredó la sonda, que se había enredado en unos guijarros, y volvió a flote con el aparato que tanta falta nos hacía.
Era también un excelente cazador de turpanes. Resultaba casi imposible aproximarse en un bote a esas desconfiadas aves, que huían muy lejos antes de que se las pudiese tirar; pero un domingo Hak nos trajo varios pares de ellas. Como le habíamos visto salir con un morral de lona por todo equipo, tuvimos la curiosidad de seguirle a distancia para saber cómo se las componía. En la orilla Norte del lago, junto a la boca del riachuelo, Hak se desnudó y cogió un gran manojo de cañas, que se sujetó alrededor del cuello para taparse la cabeza. Luego se colocó puñados de hierba sobre ésta para que el efecto fuese completo, y morral en mano se metió en el agua. Pronto se hundió en ella hasta el cuello y se puso a nadar, cuando no hacía pie, siempre con la cabeza visiblemente fuera de la superficie. El manojo de cañas y de hierbas se acercó despacio a una bandada de turpanes, los cuales, al principio, desconfiaron y se apartaron del movedizo objeto; pero por último, creyéndolo un flotante montón de plantas, no hicieron caso de él y continuaron comiendo. Mientras, el haz de cañas se aproximó a una de las aves, que hasta llegó a darle un picotazo; pero un momento después lanzó un graznido y desapareció debajo del agua. Las otras miraron en torno suyo con asombro; pero no reparando en ningún peligro, se aquietaron. Algunos minutos más tarde, un segundo y un tercer turpán siguieron al primero, después de lo cual el hombre-cañaveral volvió a la costa, ya sin disfraz, cortando el agua con vigorosas brazadas y nadando rápidamente en dirección al cañizal. Pasados unos minutos pisó la orilla, llevando consigo tres magníficas aves, que había cogido por las patas y guardado en el morral, después de haberlas ahogado.
-;Debemos desollarlas ahora mismo, antes de que se enfríen, porque si no lo hacemos en seguida y con rapidez, su increíble destreza y sus esfuerzos no habrán servido para nada-; recomendé yo-;. ¡Lástima que nos falte un cuchillo que nos facilitaría la tarea!
-;¡Un cuchillo!-;exclamó Hak-;. Yo se lo puedo dar a usted.
Y diciendo esto se llevó la mano a la desnuda cadera, precisamente al sitio donde el abdomen se une a ella, agarrándose un pliegue de la piel. Vi en ese pliegue una pequeña abertura, en la que Hak metió dos dedos sacando de allí una afilada navaja provista de una guarda de madera pulimentada hasta el mango, y una diminuta lima. ¡Aquel empedernido criminal .tenía hecho un bolsillo en su propia piel!
-;Nosotros los presidiarios veteranos no podemos por menos de someternos a esta operación -;declaró Hak con la sonrisa en los labios-;. Nos es imposible evitarla. Para escapar de las cárceles hay que limar los barrotes y los grillos, y a veces que cortarle a alguien el tragadero. ¡Lucidos estaríamos si no tuviéramos armas para defendernos de los carceleros y soldados que nos persiguen! Por eso usamos siempre este cortaplumas o cuchillo, pequeño pero afilado como una navaja de afeitar, con el que es fácil matar a un hombre que estorbe… Y sin decir más, Hak se dedicó a desollar los turpanes, y lo hizo con la misma maña con que hubiera asesinado a un enemigo o degollado a un cabo de vara.
Gracias a las proezas de Hak, como nadador, realizamos un descubrimiento sensacional en la parte Sur del lago. Un día un termómetro valioso, que nos servía para medir las temperaturas en distintas profundidades, se soltó cuando trabajábamos, yéndose al fondo. Hak se desnudó inmediatamente y se tiró al agua. Después de varias inmersiones volvió al bote pálido y aterrorizado. Aquello nos asombró, porque pensábamos que nada en el mundo podía asustar a Hak. Sin embargo, estaba dominado por el espanto y tartamudeaba diciendo frases incoherentes e incomprensibles con labios temblorosos. Por último, ya dentro de la lancha se tranquilizó algo y empezó a contar lo que le había sucedido.
-;Cuando estuve debajo del agua la última vez, me envolvió una oscuridad extraña y sentí que me hallaba cerca del fondo, aunque no podía distinguir nada. En vano procuré comprender el por qué de ello. Al cabo de un momento mis ojos se habituaron a la media luz y vi que me encontraba entre dos cosas que me parecieron altas rocas. No obstante, acercándome a una de ellas, reparé en un boquete que era un verdadero cuadrado. Noté en seguida que se trataba de una puerta o de una ventana y que aquellas piedras formaban parte de unas paredes. Pasé por la ventana y salí al lado opuesto de la muralla, quizá al pie de una torre, y después…
Entonces Hak se estremeció y el pavor se pintó en su rostro.
-;¿Qué vio usted después?-;le preguntamos.
-;Tropecé con un esqueleto humano. Se hallaba junto a la muralla y se balanceaba en el agua apoyándose alternativamente en cada uno de sus pies.
-;¿Está usted seguro de haber visto eso?
-;Tanto como de que ahora le estoy viendo a usted -;respondió respirando fuerte-;. Lo juro por la salvación de mi alma.
Desde aquel día volvimos con frecuencia al mismo sitio, procurando penetrar con la mirada en el fondo sombrío y misterioso del Szira, pero no lográbamos descubrir nada en las densas aguas del lago.
Más tarde supimos por un mercader tártaro que existe una leyenda acerca del lago Szira, relativa al macabro hallazgo del presidiario. Este mercader nos buscó una mujer de su raza, vieja, ciega y casi sorda, la cual, mediante un rublo de plata, nos contó lo siguiente:
-;En el lugar ahora cubierto por el lago amargo, hubo antaño una ciudad, Uigur, perteneciente a los tártaros que por entonces reinaban en una gran parte del Asia Central. En la ciudad había un templo donde, bajo una pesada losa con signos sagrados, descansaba el cuerpo del último de sus soberanos. El gran Gengis Jan la tomó y pasó a cuchillo a sus moradores, borrando a los uiguros de la faz de la tierra. Entonces la losa de la tumba del Jan Uigur se partió en pedazos y apareció el fantasma del rey, exclamando: «¡Madres, mujeres e hijas de los uiguros, derramad amargas lágrimas de odio y desesperación, porque ha llegado el fin de nuestro pueblo!» Las mujeres uiguras obedecieron el mandato, y los guerreros de Gengis, que se apoderaron de ellas con notoria satisfacción, cantando y bailando, porque las tártaras eran bellas y esbeltas como los juncos, al verlas deshechas en llanto y al oír sus maldiciones e imprecaciones las dieron muerte enfurecidos. A pesar de eso, los cadáveres de las víctimas continuaron llorando y sus lágrimas formaron una corriente tal, que el valle donde la ciudad se alzaba se convirtió en un lago amargo, en el que quedó sumergida ésta. Ahora las olas del Szira-Kull[1]corren sobre ella, y cuando la superficie del lago se encrespa, es porque abajo, en lo hondo de él, el último jefe de los una vez poderosos y valientes uiguros, enconado por el rencor, echa espuma de rabia.
Esta leyenda tiene las características acostumbradas de las tradiciones asiáticas; pero su origen es sin duda más reciente que los restos de la ciudad vista en el fondo del Szira por nuestro arrojado Hak.
En las «Memorias» del distinguido explorador ruso Martianoff, se hace referencia a la creencia de los tártaros de que hay hundidas en el lago las ruinas de edificios y murallas. Ya dije con anterioridad que el valle del Szira está sometido a procesos geológico-tectónicos y que el fondo del lago es susceptible de experimentar imprevistas elevaciones y depresiones. No es, por tanto, inverosímil que alguna aldea tártara, incluso con un templo, y parte de la costa se hubiera sumergido a raíz de uno de los levantamientos del suelo del lago. Los tártaros verían en el agua los vestigios de las hundidas moradas, y este hecho desarrolló gradualmente entre sus cuentistas la leyenda que nos narró la vieja, puesto que los hombres de Asia aman los relatos novelescos y misteriosos y les prestan suma atención mientras reposan y se solazan después de las fatigas usuales de la incolora vida cotidiana.
¿Y el esqueleto humano balanceándose en el agua?
Fue la pregunta que nos hicimos unos a otros, a la que juzgamos dar apropiada explicación recordando nuestro encuentro en la pradera con la desgraciada joven tártara que nos habló de la triste suerte de las esclavas del harén, acudiendo a buscar en las aguas del Szira la rotura de los insoportables grillos que las avasallaban a su despótico amo. Nada más posible que las olas del Szira hubiesen llevado el cuerpo de una de ellas a las ruinas de la sumergida ciudad, en la que con los pies cogidos en la posición en que Hak contempló el esqueleto, permanecería año tras año en la sima del moribundo lago, donde los voraces Reggiotoee luchan con las más rudimentarias formas de vida, ignorando que ellos también hacen el amor a la muerte. Todo esto es para nosotros los del Oeste comprensible, fácil y sencillo, pero en el salvajismo y la inmensidad de Asia, tan crédula y supersticiosa, lo natural pasa a ser enigmático, inconsistente e indefinido.
La ribera oriental del Szira, así como la occidental, en la que se alzan los montes Kizill-Kaya, posee una elevación montañosa, la cual tiene todo el carácter de una verdadera meseta, no muy allá y revestida de exuberante vegetación y que separa el valle del Szira de la cuenca del otro lago, llamado It-Kul o Lago Dulce. En la parte superior de esta meseta encontramos numerosas agrupaciones de belemnitas o sepias fósiles y conchas petrificadas, que son propias de esas capas geológicas, en las que además se hallan a menudo vetas de carbón de variable grosor. También preponderan allí las denominadas «ammonitas».
A continuación de la meseta existe una inmensa pradera que se dilata hacia el horizonte bordeada por montañas cubiertas de pinares y abetales y que sirve de marco a tres de los lados del lago It-Kul, un poco mayor que el Szira.
Un día hicimos una excursión a este lago con el propósito de practicar un reconocimiento y estudiar su carácter científico. Las innumerables flores que adornan con brillantes manchas de color la perspectiva de la pradera, estimulaban nuestra constante admiración y nos maravillaban al atravesar la llanura entre el Szira y el It-Kul.
Inmensos ejemplares de lirios silvestres, blancos y amarillos, con cálices que miden cerca de ocho pulgadas, se levantaban sobresaliendo de la hierba y llenaban el aire de su dulce e intoxicador aroma. Algunos pasos más allá las llamadas violetas de noche o de las praderas se mantenían inmóviles como bujías. Esta planta tiene un solo tallo cubierto con unas ochenta florecillas blancas y céreas, cuya forma recuerda la de las orquídeas, siendo tan feroces como éstas, pues un sin fin de incautos insectos encuentran la muerte en sus traidores cálices. Estas flores exhalan un perfume excesivamente fuerte y hasta envenenador, cuyos efectos aumentan después de la puesta del sol y llegan a su máximo a eso de la media noche. Vimos a veces vastos prados en los que no había más que una solitaria planta de esas violetas nocturnas, a pesar de lo cual, en cuanto anochecía, el aire a su alrededor estaba intensamente impregnado de su sutil y penetrante aroma. Intentamos destilar el perfume de esas flores y hacer un extracto de aceite de almendras; diez gotas de este extracto en medio litro de alcohol bastan para obtener una esencia muy delicada y permanente; pero un ramo de esas violetas puesto en una habitación cerrada es un verdadero tósigo. Como prueba de ello, yo padecí una terrible jaqueca que me duró dos días enteros, en los cuales sufrí bruscas palpitaciones de corazón y experimenté entumecimientos en la mitad del cuerpo. Indudablemente la violeta de noche posee, además de los aceites etéreos peculiares de estas flores, ciertos elementos tóxicos, por ejemplo, ácido prúsico, como su olor acre a almendras fácilmente perceptible lo hace suponer.
Otro hecho demuestra el carácter venenoso de estas flores. Ya cité antes que esas en apariencia inocentes corolas son feroces y devoran los insectos que penetran en su interior. El nervio que actúa en el aparato cerradizo de dichas flores está colocado en lo profundo del pequeño cáliz. El insecto que revolotea junto a las flores empieza a chupar la miel cerca del borde de ellas y seguramente se marcharía incólume sino fuese porque la violeta emite su perfume perturbador, de modo que lo marea y hace perder el sentido de la dirección; así que en vez de retornar a la entrada, a cada instante más embriagado, llega a ponerse en contacto con el nervio central. Los pétalos de la violeta se cierran inmediatamente y su cáliz se convierte en una perfumada tumba para el goloso insecto, que gradualmente es absorbido por la cruel y fascinadora cérea flor. Observamos también que las abejas, al aproximarse a ellas, huyen de estas flores, a pesar de que su olor particular las atrae desde muy lejos. Los lirios alpinos, rojos con pintas y rayas negras, llamados sarana, se destacaban de la hierba. Sus pétalos se enrollan en forma de espiral dirigida al terreno y carecen de olor. Esta clase de lirios es muy solicitada por los galenos chinos, aunque en las praderas del Chulyma-Minusinsk nadie la apreciaba. El sarana contiene un bulbo blanco, oblongo, del tamaño de una nuez, que se compone de dos partes; es tan harinoso como una castaña y tiene un sabor dulzón. Los chinos que importan estas plantas del Urianhai y de Mongolia, cuecen estos bulbos y los echan una salsa dulce de miel y jengibre, sirviéndoles como plato exquisito en las más refinadas comidas.
Los iris japoneses amarillos, blancos y encarnados, con flores de ocho a diez pulgadas de largo, crecen en manojos, distinguiéndose hermosamente en la verde alfombra de la pradera. Poseen un olor tenue a violeta, que sus raíces atesoran con mayor intensidad. Tales raíces, ya secas y pulverizadas, conservan el aroma durante bastantes años, y no sólo se usan en Asia, sino que constituyen la tan conocida raíz de lirio del comercio occidental. Las mujeres de Asia se ponen saquitos de este polvo -;sachets sui generis-; en sus vestidos o se los prenden en el peinado y los hombres lo guardan en sus tabaqueras o lo añaden al tabaco que usan para fumar en pipa.
En algunos barrancos más húmedos cruzamos entre flores azules de una planta de la especie Saponífera, notable por la dulzura de sus tallos y raíces. Son la gala de la pradera y en las proximidades de los ranchos tártaros pandillas de chiquillos recorren los campos en busca de ellas.
Distintas variedades de espárragos crecen muy bien en las vecindades del It-Kul, y según dice el ingeniero E. Rozycki, en primavera se puede vivir allí sólo de espárragos, siendo no pocas de sus clases verdaderamente deliciosas.
Hay otra planta digna de mención que ha elegido por hogar la cuenca del lago; es una de la especie Brassica, llamada en China zebet. Las raíces de esta planta huelen fuertemente a almizcle y se conocen en el comercio con la denominación de «almizcle vegetal». Con ellas se hace un perfume muy caro, que se usa mucho en las casas de los chinos ricos. Los tártaros del Abakán están familiarizados con las propiedades aromáticas del zebet y lo emplean lo mismo que la raíz de lirio.
Me he limitado a hablar de los tipos más interesantes de plantas de un país donde se desarrolla una vegetación ciertamente pródiga, pero aún no he dicho nada referente a todo un grupo de plantas medicinales y ponzoñosas, muy codiciadas por los tártaros y especialmente por los médicos, brujos y curanderos musulmanes, que saben apreciar la ipecacuana, valeriana, genciana, estricnina, quinina y belladona. No tuve ocasión de estimar personalmente la habilidad de los físicos de la comarca; pero he oído y no poco de algunos dramas en los que el opio y la estricnina desempeñaron un gran papel, por causa de los cuales ha habido que colocar en las praderas nuevas piedras que señalan los sitios donde duermen el eterno sueño los confiados hijos de la llanura que entregaron su salud a la excesiva práctica de un saludador tártaro.
Típica y característica de aquella región es el edelweiss, una muestra de la flora alpina que se halla en ella con gran profusión. Esto puede explicarse por el hecho de que la pradera entre el Szira y el It-Kul constituye una vasta elevación, cuyo clima corresponde al de las zonas superiores de los Alpes. Por doquiera hallamos pastizales alpinos de abundante y nutritiva hierba, entre la que se encontraban esas edelweiss, grandes flores perpetuas que parecen, aun después de cortadas, de blanco terciopelo.
El lago It-Kul presenta también un carácter alpino. Escarpadas rocas se hunden rectamente en él y en la base de ellas descubrimos grandes profundidades, bajas temperaturas y unas aguas de transparencia poco corriente, con espesas capas de ramas petrificadas de árboles que cayeron hace muchos siglos al fondo del lago desde las montañas. Todo esto nos recordó los numerosos lagos alpinos de Europa y los de igual tipo del Uvianhai descritos por Mr. Douglas Carruthers en su obra Mongolia desconocida, y por mí en Bestias, hombres, dioses.
Además comprobamos la existencia en las sierras que rodean al It-Kul de una amplia variedad de minerales, incluyendo yacimientos de hierro, manganeso, cobre y carbón. En cuanto a esto, la geología del lago es similar a la del Szira, en la que preponderan las capas de manganeso y de hierro.
No teníamos bote para explorar el It-Kul y sus orillas se hallaban completamente deshabitadas. Algunos rebaños de caballos tártaros iban a él a beber; pero eso no era frecuente, por motivo de que sus aguas poseen una plétora de fauna en aquella parte de la región. Paseando por las márgenes del lago vimos en seguida que estaba lleno de peces, debido evidentemente al hecho de que sus frescas aguas son muy ricas en flora y fauna microscópicas que abarcan toda clase de musgos, gusanos e hidras. Observamos constantemente que grandes peces surcaban el agua persiguiendo a otros más menudos. Resolvimos quedarnos allí varios días y enviamos a Sien-ko por cañas de pescar y otros útiles necesarios para la pesca, sin olvidar el cebo artificial y un buen surtido de sedales. Aquella misma tarde, despiadadamente picados por los mosquitos y las voraces moscas,.nos sentamos echando el anzuelo entre los juncos de la orilla Norte, sufriendo un duro castigo entomológico a cambio de las vivas emociones piscatorias ante una caña que se dobla o un flotador que se sumerge. Al cabo de algunas horas sacamos sesenta carpas y percas, algunas de las cuales pesaban más de quince libras.
Sienko y Hak, que habían sido pescadores desde la niñez, y especialmente durante sus años erradizos, demostraron gran habilidad y sagacidad no menor en el arte, y en el curso de los primeros días entraron a saco en el lago, cogiendo en él un enorme sollo, de más de sesenta libras, que tenía en su lomo todo un jardín botánico de hierbas acuáticas y algas, que formaban una tupida maraña.
Cierto día, cuando vagábamos en torno del lago, recorriendo las eminencias rocosas de sus orillas, tropezamos inesperadamente con el famoso cazador inglés, ruso por elección, doctor Peacock, que conocía al dedillo los más apartados rincones de Siberia. Se acercó a nuestro campamento, y en unión suya, cazamos con éxito y emoción, cobrando varios urogallos, gallinas monteses y gamos, en las próximas y arboladas laderías, de abundante hierba y escasa maleza, que me recordaban sin esfuerzo los bien cuidados parques ingleses. Pero fue del lago de donde obtuvimos más provecho. Allí las aves acuáticas anidaban entre los cañaverales: gansos, patos, gaviotas de distintas clases y garzas. Las crías ya estaban crecidas, pero aún no podían volar, si bien finalizaba el mes de junio. Siempre que nos acercábamos a los cañizales veíamos los pollos de ganso y pato nadar en el lago, chapoteando en todas direcciones, o terriblemente asustados correr a ocultarse entre los juncos y el herbaje. Tardamos mucho en ver a los padres de aquellas crías. Peacock nos dijo que los cazadores de Siberia han notado con frecuencia que los ánades y ánsares machos huyen de las hembras durante todo el período que éstas dedican al adiestramiento de sus crías, y que cuando los polluelos empiezan a volar, haciéndose independientes de sus madres, vuelven al lado de ellas. Esta regla tiene excepciones, porque hay machos que comparten la carga de la enseñanza de la familia buscándola alimentos y defendiendo el nido. El viejo Peacock deseaba cazar esos fieles y pacientes maridos, y cachazudamente esperaba echarse algunos a la cara. Sus esperanzas se realizaron, porque después de algunas caminatas entre los matorrales y espesuras, espantamos a varios ánsares machos; pero volaron tan lejos, que nuestros tiros no les hicieron daño, a pesar de que algunos perdigones debieron alojarse en sus poderosas alas.
-Debemos ir cada uno por un lado -manifestó Peacock-;, pues sólo así podremos tirarles bien en cualquier dirección que vuelen.
Después de separarnos, no encontré nada en los macizos de cañas y juncos que golpeé; pero de repente observé en medio de un herbazal una extensión bastante ancha de arena, en la que se pavoneaba con orgullo un grupo de ánsares. Di un largo silbido para asustarlos, porque desde un lamentable suceso que le ocurrió a mi padre en una partida de caza, cuando yo tenía doce años de edad, no he vuelto a tirar a un pájaro quieto en el suelo, y como por ensalmo los gansos echaron a volar abriendo sus largas y poderosas alas y alejándose de mí casi en línea recta. Tocada por uno de mis plomos, una de las aves cayó en tierra pesadamente; pero consiguió levantarse y se dirigió a los cañares arrastrando, rota, una de sus alas. Me apresuré a interceptarla el camino, y apenas toqué la arena con mis pies, sentí que me hundía en ella hasta los tobillos. Mi entusiasmo de cazador no me permitió mostrarme prudente, y en cuanto di muy pocos pasos noté como si la tierra se abriese debajo de mí. No parecía que pisaba terreno sólido, y a cada momento me clavaba más en el arenal. Ya me llegaba el engañoso arenal a la cintura, y pronto cubrió también mi canana. Mis desesperados esfuerzos para salir del atolladero sólo servían para hundirme más en la arena, y comprendí que había caído en una verdadera trampa. Moviendo la cabeza en todas direcciones, empecé a gritar, siéndome imposible ver al doctor Peacock detrás de los matorrales que me rodeaban.
Mientras la arena seguía tirando de mí hacia abajo, y faltaban sólo pocos minutos para que concluyese de tragarme, borrando luego sobre mi cabeza todos los rastros de la catástrofe, para que nadie pudiese encontrar mi cuerpo. Al pensar en esto se erizaron mis cabellos, y mi imaginación, estimulada por el peligro, no cesaba de proyectar algún medio remoto de salvación. ¿Qué hacer? ¿Podría salvarme yo solo? ¿Oiría el doctor mis voces de auxilio?
Recordando las historias de los hombres que estuvieron en mi caso, cogí mi escopeta, que había dejado caer al suelo durante los esfuerzos que hice, y fijándola delante de mí en la superficie del pantano, apoyé en ella mi pecho, intentando que me sirviese de sostén entretanto que procuraba sacar las piernas del arenal. La tarea resultó difícil, porque el arma cedía con mi peso, y me vi obligado a trabajar con precaución y a repetir varias veces la maniobra. Al cabo de unos instantes de lucha conseguí tumbarme en la capa arenosa cuan largo era, de forma que, repartiendo el peso, pudiera sostenerme aquella inconsistente superficie, y tras un momentáneo descanso, me arrastré como una lombriz en dirección a los espadáñales, en los que por fin me juzgué libre de la traidora ciénaga, aunque cubierto de pegajosa arena mojada. Hallé un sitio seco expuesto a los rayos caldeantes del sol, me quité la ropa y las botas, y, aguardando a que estas prendas se secaran, me puse a limpiar mi querido Lepage, que se había llenado de arena. Tardé una hora en emprender la marcha para ir en busca de Peacock, quien sin duda estaba muy lejos de allí, fuera del alcance de mis gritos. Con él a tanta distancia era indudable que sin mi mejor compañera, mi amada escopeta, mi muerte hubiera sido tan inevitable como horrible.
El doctor había matado un par de patos y yo volvía al campamento con el morral vacío; pero cuando le conté mi aventura, se puso muy serio y me dijo:
-;¡Oh! Ha ganado usted algo más que unos cuantos pájaros, puesto que en lo sucesivo sabe de todo lo que es capaz un hombre sereno. Con sangre fría se puede uno librar de los peores riesgos, bastando para ello con decir, sin que el abatimiento se apodere de uno: «¡Estoy perdido, pero quiero salvarme!»
Aunque le agradecí sin reservas el elogio y la recomendación, no concluí de tranquilizarme hasta que llegó la hora de comer. Me acuerdo siempre de esas manchas en los pantanos, y no he vuelto a fiarme de ellas. Prefiero chapotear por el agua y el barro, con los pies atascados en el lodo de las charcas» antes que pisar esos, en apariencia, firmes parajes.
Después de nuestro regreso al Szira, pasamos varios días trabajando sobre los estudios que hicimos del It-Kul. Luego fuimos con el profesor Zaleski a la Pradera Grande, por habernos invitado a que le visitásemos el acaudalado ganadero tártaro Yusuf Spirin, propietario de inmensas yeguadas. Era un nómada, sencillo y poco culto, pero fabulosamente rico con relación al país. Vivía con su familia en tiendas que trasladaba, de sitio en sitio, por toda la región que se extiende entre los lagos de Szira, It-Kul y Shunet, según el pasturaje de sus rebaños lo exigía. Amablemente subrayó su invitación, indicando que se consideraba muy honrado con la visita de unos sabios tan distinguidos.
Nos mandó un buen carruaje, tirado por tres grandes y hermosos caballos, para llevarnos a su campamento. Un atrevido y simpático mozo tártaro, Alim, lo guiaba. Cuando nos acomodamos en el coche, miró en torno suyo, se levantó en el pescante, lanzó un grito salvaje y fustigó a los animales con un largo y trenzado látigo de cuero. Pareció que el carruaje se hacía añicos a nuestros pies, y para no ser despedidos de él tuvimos que agarrarnos a lo que encontramos a nuestro alcance. Los caballos arrancaron a todo galope y atravesaron velozmente la pradera, hostigados por los gritos del atroz cochero y por los terribles latigazos. En una hora recorrimos trece millas.
Al aproximarnos vimos varias tiendas de fieltro pardo, junto a las cuales pastaban en la pradera algunos rebaños de ganado vacuno y lanar, dedicados al uso doméstico, pues los grandes rebaños habían sido llevados a pastar lejos de allí, allende los montes Kizill-Kaya. En el horizonte divisamos unos edificios cuadrados, hechos de troncos de pino, cercados de tapias bajas de arcilla; eran las llamadas auls o casas en las que los tártaros ricos pasan los meses de invierno.
Spirin, con su hijo primogénito Mahmet, nos recibió delante de su tienda o yurta, acogiéndonos con ceremoniosas zalemas y bendiciones en nombre del Profeta. El interior de la yurta nos deslumbró. El piso estaba cubierto por una espesa capa de mantas de lana, y sobre ella resaltaban lujosas alfombras hechas por las hábiles manos de las mujeres de Bojara. Suaves cortinajes de seda tapaban los lados y colgaban del techo de la yurta, y muelles almohadones, también de seda, y colchones incitaban al descanso. Alrededor de la tienda había grandes arcones y pequeños cofres incrustados de turquesas, lapislázulis y malaquitas, y provistos de adornos y cerraduras de plata. Las bandejas, platos y copas de plata, cobre y metal blanco, brillaban en los estantes, y precisamente frente a la entrada se leía una sentencia del Corán, en un cuadro con marco de plata, viéndose junto a ella un retrato del Jeque del Islam, la personalidad más culminante para los mahometanos.
Entre dos arcas con ricas guarniciones de plata había un tablero parecido a una panoplia, porque sostenía fusiles, revólveres, sables, espadas, cimitarras y yataganes o sables cortos, algunos rectos como estiletes y otros curvados como hoces para segar.
-;Vaya-;dijo el profesor-;, tenéis aquí todo un arsenal.
-;Sí-;asintió el tártaro-;. Los tiempos son tormentosos, y hay que defender los bienes y las vidas. Corren días malos y negros.
Evidentemente esos días negros le preocupaban, porque una vez que nos acomodamos a nuestro gusto en los almohadones, comenzó a exponernos los asuntos de las praderas. El Gobierno ruso se complacía en hacer uso del odio y del castigo entre las diferentes tribus bajo su dominio, y la pradera del Chulyma-Minusinsk no era una excepción.
A esa comarca, que perteneció siglos enteros a los tártaros de Abakan, las autoridades enviaron colonos procedentes de Ucrania, labriegos holgazanes, borrachos y licenciosos, que empezaron a saquear las tierras de los tártaros, robándoles los caballos, maltratando a sus mujeres y hasta asesinándoles a mansalva. Los naturales del país se quejaron en vano a las autoridades, que, lejos de refrenar semejantes desmanes, alentaron a los ucranianos en sus atrocidades. Exasperados los tártaros acudieron a las armas, y la pradera se trocó en teatro de feroces luchas, sangrientas venganzas y de cuantos estragos acompañan a esta clase de contiendas. La ley quedó aparte; cada uno defendió su vida y su hacienda lo mejor que pudo, rebelándose contra los abusos escandalosos de los desmoralizados colonos ucranianos. La espesa y alta hierba de la pradera cubrió más de un cadáver, que seco después por los vientos y convertido en polvo, por éstos fue esparcido por las arenosas llanuras.
Spirin nos demostró ser un gran hospitalario huésped. Tenía seis mujeres, la mayor de cincuenta años cumplidos y la menor una muchacha de diez y seis, flexible como una varilla de mimbre y de ojos grandes y dulces como los de una corza. Todas estas mujeres estaban ocupadas en la segunda yurta, en la que se hallaba instalada la cocina. Cuando nos sentamos a comer nos presentaron sucesivamente distintos y sabrosos manjares, cada uno más apetitoso que los otros, servidos en fuentes de plata repujada: salta caliente, un bocado grasiento del pecho del cordero, asado sobre los carbones; tzchiherty, un caldo hecho de pollo y huevos; shashlyk de carnero con unas vainas ácidas y secas como arándanos; shashlyk de riñones de carnero; azu, una especie de guisado húngaro, a base también de carnero; tamalik o bollos de setas y frutas; un queso dulce, fabricado con leche de oveja, y una compota de ruibarbo, uvas, higos y dátiles. Rociamos todo esto con kumyss, la imprescindible bebida de las estepas, y con borgoña y champagne, traído especialmente de la ciudad en honor nuestro. Después de este banquete tomamos innumerables tazas de té acompañadas de toda clase de conservas de frutas, mermeladas, miel y otras confituras, además de galletas inglesas sacadas de sus cajas de hojalata.
La bebida del té, que es la parte ceremoniosa de la comida, suele ser larga y aburrida; pero en aquella ocasión Spirin atendió amablemente a distraernos durante ese aspecto del festín. Ordenó a sus mujeres que colocasen delante de la yurta algunas alfombras y cojines frente a unas mesitas bajas, y nos rogó que saliésemos a respirar el aire libre.
-;Les enseñaré mis mejores caballos -;nos dijo sonriente, dando una palmada a continuación.
A esta señal, el cochero Alim y el hijo del ganadero, Mahmet, montaron a caballo de un salto y corrieron en dirección a las auls. Volvieron a los quince minutos guiando ante ellos cincuenta hermosos caballos padres, algunos negros como cuervos y otros blancos o leonados. Se acercaban a toda velocidad con sus largas crines y magníficas colas agitadas por el viento de la llanada. Los animales resoplaban muy fuerte, como bestias salvajes que eran, coceándose y mordiéndose unos a otros; sus relucientes y sanguinolentos ojos parecían despedir fuego, y fuego también se hubiera dicho que salía de las ventanas de sus narices.
-;Son sementales, jóvenes todavía, que no conocen la silla y no saben tampoco lo que es la mano del hombre. Tienen sangre noble, pues han sido criados en Chum-Barlik, donde crecen los más ricos pastos. Mi ganado es el orgullo de la pradera, y posee la fuerza de los osos, la vista de los linces y la rapidez de los alados halcones. Son tercos y rebeldes, aptos para pelear con osos y lobos, y en la guerra no reconocen rivales, porque durante el ataque ayudan a sus jinetes con los dientes y los cascos. Los argamaks de los turcomanos, esos caballos que en la batalla luchan como demonios y después de la refriega corren por el campo para aplastar las cabezas de los enemigos caídos, sacan sus salvajes instintos de esta raza.
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