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El hombre y el misterio en Asia (página 4)


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Un viajero pregunta a un pastor tártaro:

-;¿Cuánto hay de aquí al campamento del Azul?

El rústico meditará un momento y contestará:

-;Tantas veces cinco como distancia hay de la tumba de Gengis el Chico a la de Kara-Gengis.

De esta manera se miden todavía las distancias en los caminos de las praderas, y esto es todo lo que actualmente significan los monumentos del implacable fundador de los Estados mongoles, indicaciones longitudinales en una pista praderil.

El caminante impresionable cree ver vagar sobre esas tumbas, y sobre aquel océano de verdura, las sombras de los héroes y mártires que perecieron antaño; se siente cegado por los lívidos resplandores de las ciudades incendiadas, que no han desaparecido aún de algún rincón del cielo azulino, y se imagina que todavía resuenan en sus oídos las terribles voces de la guerra y la matanza. Cada piedra parece tener su historia o su leyenda. Quizá en una de esas cistas se sentara pensativo el propio Jan cuando, después del gran Kurutai (Consejo), sacó miles de nómadas de junto a la muralla de la China y los condujo al Duiper, empapando en sangre la tierra y llenando los cauces de los ríos y los torrentes con las lágrimas de los cautivos.

Escuché con irresistible pavor y emoción los relatos de las batallas que se riñeron en aquellos parajes, dejando una estela de tumbas y fábulas, y llegó mi ilusión al punto de figurarme que el aire estaba lleno de los gritos jubilosos de los campeones triunfantes y de los ayes y sollozos de los caudillos vencidos. Me parecía que las hierbas susurraban desconocidos romances en loor de los héroes caídos que descansaban bajo los dólmenes, y que aquellos monolitos, con rudo esfuerzo, pugnaban por conservar los nombres de los valientes que hallaron la muerte en el camino recorrido por las razas, los pueblos y las tribus.

Una sensación de honda melancolía me invadió al errar entre los túmulos y las horodyshchas, y de mi alma brotó esta exhortación apasionada:

¿Dónde estáis los que vinisteis de la orilla del Éufrates, de Taring Kerulen o de las riberas del río Amarillo? ¿Qué es de vosotros, los que nacisteis en las montañas de Kuen-Um y de Tian-Chan, en la meseta de Pamir, en el Gran Jingam o en el frondoso Tannu-Ola? ¿No recordáis los anhelos y las hazañas de vuestras vidas? ¿Encontrasteis el reposo o la tortura eterna en el país desconocido al que fue vuestro espíritu cuando vuestro cuerpo mordió el polvo y fue sepultado bajo la cista o el dolmen de piedra roja erigido para conmemorarte y glorificarte? ¿Por qué permaneces silencioso cuando te interroga un ser viviente? Dame una prueba de que algo ha quedado de ti, algo mejor y más duradero que tu carne y tus huesos, que han desaparecido sin dejar rastro.

Tales eran los pensamientos que ocupaban mi imaginación mientras estudiaba las viejas piedras funerarias de los innominados hacedores de la historia. La mayoría de los pilares y postes eran lisos, pero en algunos hallé inscripciones rúnicas, círculos, triángulos, cuadrados, zigzags, flechas y puntos colocados sin orden aparente, y a veces como si fuesen de la escritura india o tibetana, tan complicada y difícil de leer. En otros había una combinación de puntos trazados a semejanza del encaje del alfabeto mongólico, y en varios comprobé la existencia de caracteres parecidos a los asirios o babilónicos; todos esos jeroglíficos fascinaban por el misterio que los envolvía, prometedor de nuevos y capitales descubrimientos históricos y etnográficos.

Frente a un gran y típico dolmen pensé hacer una fotografía de él. Estaba cerca del Lago Negro, junto al que pasamos dos días estudiando una importante instalación de extracción de sal. El dolmen se alzaba en una pequeña hoya rodeada de montones de pedruscos y pedazos de mineral de cobre. Era un magnífico ejemplar consistente en diez y seis grandes columnas de unos ocho pies de altura puestas en torno de la tumba, de cuya elevación aun subsistían algunos restos. En los pilares del lado Norte descubrí algunos signos rúnicos repetidos con frecuencia. En el valle reinaba una apacible calma sin indicios de ningún elemento perturbador, y tuve la impresión de que me hallaba en un templo o ante una tumba abierta. Saqué dos fotografías de distintos aspectos del dolmen, y precisamente lo enfocaba con mi aparato, cuando un pastor tártaro, montado a caballo, se acercó a mí.

Me preguntó qué estaba haciendo, se lo dije y movió tristemente la cabeza. Luego soltó a su caballo para que pastase y se sentó a mi lado.

Los dólmenes no le interesaban; pero me enteró de que a corta distancia de nosotros cruzaba el valle el camino del bagadir, o bravo guerrero. Le pedí que me lo enseñara. A unos trescientos pasos de los dólmenes una zanja de unos dos metros de profundidad conducía a la orilla del Yenisei. Señalando a la quebrada que terminaba en la cima de las rocosas escarpas a lo largo del río, el tártaro dijo:

-;Hace mucho tiempo, antes de que nosotros los tártaros viniésemos aquí del Abakán, algunas tribus, acaudilladas por el anciano príncipe Gun, acamparon en estas praderas. Gun murió en una batalla y su hijo le enterró en la cumbre del monte más alto de los que rodean al Buluk-Kul, y como allí no había piedras duras y rojas para un monumento, bajó cada mañana a la margen del Yenisei, cogía los materiales que precisaba y los transportaba antes de anochecer al lago Buluk. Hay un día de jornada desde el río al lago, y las piedras eran grandes y pesadas, más pesadas que dos toros; pero el hijo de Gun, bagadir sin igual, trasladaba sin fatiga esas enormes cargas y andando tan de prisa como un salvaje macho cabrío, hizo con sus fuertes pies esta zanja, lo mismo en el blando suelo de la pradera que sobre la áspera roqueda.

He oído repetidas veces esas tradiciones de caminos hechos por gigantes tártaros en otras partes de la región, y siempre el héroe de ellas es un hijo que transporta piedras de apartados sitios a la sepultura de su padre. Debe ser un tema de la poesía popular mostrando el homenaje de respeto y amor de los hijos a sus padres. Sin embargo, estas leyendas circulan sólo entre los naturales de los distritos del Yenisei, Tuba, Amyl y Abacán, y más al Sur y al Este nadie me las ha referido.

Aquella misma tarde revelé las negativas que había sacado del dolmen. Mi sorpresa no tuvo límites al observar que no había nada en las placas, las cuales, aunque fueron expuestas como ya dije, no impresionaron ninguna imagen. Por la mañana repetí mi visita al monumento después de cargar mi cámara con placas Lumiére de una caja sin abrir. Tampoco al revelarlas encontré nada en ellas. Como eran buenas y nuevas y la máquina me daba excelentes resultados en otros asuntos, deduje que la causa del fracaso no debía depender del aparato. La única hipótesis admisible era que en el valle donde se elevaba el dolmen existiera el raro pero posible fenómeno de la interferencia de los rayos luminosos, por cuyo motivo no pudieran las olas muertas de luz impresionar las placas. Esta explicación hipotética no me satisfizo por completo y resolví no perder más tiempo en fotografiar el curioso túmulo.

Posteriormente, cuando torné a la funesta comarca del lago Negro para estudiar sus yacimientos mineros, sus fuentes gaseosas y los depósitos de mineral de cobre que tanto abundan en esa cuenca lacustre, trabé amistad con algunos jinetes tártaros, entre los que había un muedzin o sacerdote. Cabalgando a su lado, a retaguardia del grupo de tártaros, me preguntó acerca de la vida de otros pueblos y yo también le interrogué respecto a las costumbres de sus paisanos.

El muedzin o moulla, bastante letrado por cierto, me contó ciertos episodios históricos, principalmente de la época de las expediciones de los mongoles a Europa y me relató una historia que yo nunca había oído antes. Cuando Gengis Jan llegó a nuestra pradera atravesando el Amyl, el Kemchik y el Abakán, empezó el muedzin, los valientes niguros acampaban aquí. Ya eran sólo los restos de un numeroso pueblo que había dominado en gran parte de Asia y constituido el más poderoso imperio nómada que registran las crónicas. A su derrumbamiento los niguros supervivientes, salvando las crestas de los Sayans y del Altai, se refugiaron en estas llanuras feraces, gobernados por sus janes, legítimos descendientes de los soberanos que los enaltecieron. Más tarde, al irrumpir en estas praderas las hordas de Gengis asesinando a quienes no los obedecían y destruyendo sus caballos y otros ganados, reinaba en el pueblo niguro su último Jan, el infortunado Abuk.

Este monarca envió a Gengis dos emisarios con la petición de que el Gran Caudillo cruzase sus praderas sin causar ningún daño a sus pobladores. Gengis mató a uno de los mensajeros, que era hijo de Abuk, y con ricos dones convenció al segundo para que participase a Abuk que Gengis seguiría la orilla derecha del Yenisei. Dicho jinete, lugarteniente del Jan y persona de su confianza, supo tranquilizar a su señor y disuadirle de que preparase la defensa. Los ejércitos de Gengis le atacaron de noche y le vencieron fácilmente. Abuk cayó prisionero y fue degollado, pero dirigiéndose al cadalso, exclamó:

«-¡Maldición sobre todos y sobre todo! ¡Ay del hombre que profane el sitio donde yo muero! ¡Mi venganza será terrible, porque mi alma, como una niebla de otoño, flotará siempre en este lugar!».

-;Así habló el Jan Abuk-;continuó el moulla-;. Gengis, con sus guerreros y magnates, seguía su marcha cual una llama destructora. Los niguros que no perecieron en la espantosa carnicería rodearon el sitio en el que sucumbió su jefe con piedras rojas, en las cuales trazaron sus palabras de odio y maldición eterna. En cierta ocasión vinieron unos hombres proyectando llevarse las piedras con sus inscripciones; pero uno murió derribado por un caballo y el segundo se ahogó al cruzar el río en un bote. Unos tártaros supusieron que en la tumba del Jan había enterrados cuantiosos tesoros y proyectaron apoderarse de ellos; pero al empezar a cavar surgió una humareda y les impidió ver la tierra; sus azadas tropezaban sólo en duras breñas de las que salió fuego y polvo. Tres de los cavadores quedaron ciegos y el cuarto fue muerto al huir hacia el río por el sendero escabroso. Algunos años después un artista ruso deseó pintar la sepultura de Abuk Jan; pero por ultimó se alejó de ella despavorido, pues vino tres veces delante del monumento y nunca pudo ver las piedras, a causa de envolverlas unas densas nubes que subían de la tierra.

-;Enséñeme esa tumba-;le rogué-;pues me ha gustado y me complace en extremo conocer los sitios misteriosos en los que un enigma aparente puede ser el ropaje que cubre alguna razón natural.

-;Pasaremos junto a ella -;repuso el muedzin-;, puesto que vamos a descansar a orillas del Lago Negro, donde nos espera un Kunak, un amigo ruso.

Proseguimos el viaje entreteniéndonos con toda clase de cuentos. Al cabo, uno de los tártaros que iba delante de nosotros, se volvió en la silla y exclamó:

-;¡El sepulcro de Abuk Jan!

Lancé una exclamación de sorpresa. Era el dolmen que yo no había podido fotografiar.

¡Ah!-;pensé-;. ¿Pondría el viejo Abuk su mano sobre las lentes de mi Zeiss?

Acuciado por esta nueva curiosidad, decidí hacer un intento definitivo. Por la noche preparé placas de confianza; cargué mi máquina, esmerándome en todos los detalles y aguardé la mañana con la impaciencia de quien se propone ir a una atrayente y peligrosa partida de caza.

A las nueve en punto estaba otra vez frente al dolmen. Brillaba el sol. Los rojos monolitos parecían ígneos lingotes de acero. Di la vuelta al sepulcro, escogiendo tres sitios e hice dos instantáneas y una fotografía de veinte segundos largos de exposición. Luego esperé a que llegase la noche para revelar las embrujadas placas tiradas ante la tumba del iracundo soberano que lo maldijo todo.

A medio día regresó el profesor y después de comer nos dirigimos a una población próxima a la orilla del Yenisei, desde la cual teníamos que ir embarcados al Sur para reconocer algunas capas de sal, por si eran nitratos, según nos habían informado.

Nuestro coche rodaba suavemente por la amena campiña, y nos seguía un carro con los trabajadores y el equipaje. A la salida de una aldea un perro saltó de detrás de un dolmen. Los caballos se asustaron y volcaron el carruaje a la derecha del camino, arrastrándolo algunos pasos y despidiéndonos de él. Yo caí en un montón de guijarros y me torcí y lastimé el brazo izquierdo que desde entonces tengo más corto y débil que el derecho. Inútil decir que en el porrazo se hizo pedazos mi máquina fotográfica, tan completamente, que las lentes Zeiss y los paquetes de placas quedaron reducidos a polvo.

Cuando me levanté, lleno de cardenales y con un agudo dolor en el brazo izquierdo, no pude contener esta imprecación:

-;¡Abuk, que los diablos te abrasen en el infierno por tu estúpido odio!

El profesor, que había perdido las gafas y que sacó roto el reloj, me oyó con asombro y me preguntó el significado de mi apostrofe. Le referí la historia de Abuk, así como mi duelo fotográfico con él, y sonriendo me dijo:

-;Sí que la coincidencia es extraña y sí que el tal Abuk es un sujeto de cuidado.

Yo estaba furioso, avergonzado y maltrecho, y nunca me he olvidado del maldiciente y maldito niguro.

El Gran Gengis Jan tendría sus razones para degollar a Abuk; pero debió obligarle a firmar un contrato a fin de que no fuese un bandido después de muerto.

Una boda en la tribu nómada

Durante todo el verano y hasta muy entrado el otoño, recorrimos la pradera entre las montañas de Abakán y el ferrocarril siberiano. Visitamos la orilla izquierda del Yenisei, en la que acampan los tártaros del Abakán, una tribu mezclada, compuesta de los restos de las varias naciones mongolas que atravesaron la llanura y dejaron en ella muchos de sus miembros. Estos tártaros han resistido a la civilización, y hoy tienen la cultura de los siglos XIII y XIV, que tanto se diferencia del régimen social y político que existe en toda Asia. La ley de Gengis y la denominada «de las praderas», confundidas con los preceptos coránicos, perdura allí y no está modificada ni adulterada por ninguna influencia actual.

La constitución de la familia tiene todas las características propias de las tribus que llevan una vida nómada y belicosa, en la que la mujer no es sino un objeto de lujo. Carece de valor, puesto que el guerrero nómada, expuesto a morir en cualquier momento, no desea lazos que le aten permanentemente al hogar. La posee hoy y mañana la abandona sin escrúpulos; mas cuando se ve obligado a huir ante el enemigo, suele matarla con su cuchillo para evitarla caer en manos de sus perseguidores. Y si la vida de estos nómadas es más tranquila, considera a la mujer como una bestia de carga, forzándola a trabajar desde el alba a la puesta del sol, sin sentir por ella, no ya amor puro y espiritual, sino ni siquiera respeto. Esta falta de afecto y consideración a la mujer se refleja claramente en la vida de familia, en la que la mujer es siempre una criada y una esclava, suerte de la que sólo la casualidad puede librarla.

El tártaro busca su mujer entre las hijas de sus conocidos; pero, siguiendo la costumbre oriental, nunca aborda el asunto con la muchacha, e incluso elude hablar con ella. Envía regalos al padre, a quien dice luego el casamentero:

-;Mi kunak, al salir el sol mañana, vendrá montado en un potro overo a rondar su yurta, y tirará al suelo la pintada correa.

-;Diga a su kunak-;responde el padre o el hermano-;, que es un bandido, y que le recibiremos a tiros si vuelve a acercarse a nuestro rancho antes de que mañana se oculte el sol,

Después de estas frases de ritual, el casamentero es obsequiado con valiosos presentes, para él y su representado. El mozo tártaro, cumpliendo su promesa, cabalga alrededor de la yurta y deja caer la correa con un lazo puesto en ella. Antes de que oscurezca, los padres atan las manos de la joven con la correa del pretendiente y la abandonan en la pradera, cubierta con un velo. Al anochecer llega el galán, coloca a la muchacha a la grupa y corre a su yurta. En esta parte de la ceremonia debe andar con cuidado y manejar su caballo con maestría. Cuando pasa cerca de la tienda de la novia, el padre o el hermano mayor de ésta da la voz de alarma, y hace varios disparos contra el jinete, apuntando a la cabeza de su caballo. Si el raptor no oye el grito y no es capaz de parar en seco a su montura, puede resultar muerto o herido. Esto acontece con frecuencia, aunque por otro motivo. Cuando el padre es viejo y no tiene hijos, ordena a uno de sus servidores que dispare contra el jinete, y sucede a menudo que estando el servidor enamorado de la hija de su amo, y deseando casarse con ella para ser ciudadano libre de la pradera, viendo sus esperanzas en peligro de frustrarse, suprime el aviso previo y procura alojar una bala en la cabeza de su rival. Si es buen tirador, el desgraciado novio cae pesadamente de su caballo, y una nueva esperanza surge en el corazón del enamorado siervo, el cual corre a la joven, la desata las muñecas y tal vez la murmura palabras sencillas de primitivo amor, tan espontáneas como la vegetación de los prados.

Si el novio consigue llegar con su elegida a la tienda en que mora, la pone en el suelo, permaneciendo él a caballo, y sujetándola por la correa la conduce alrededor de su yurta; luego corta el nudo y la hace entrar a su nueva casa. Con esto terminan los ritos, y al día siguiente la juvenil pareja manda a los padres de la novia el kalijen o porción matrimonial, que consiste en ganado, dinero y otros presentes, que los padres estipulan previamente.

Tales matrimonios, en los que sólo se toman en consideración los deseos del hombre, y en los que la mujer no tiene ningún derecho a protestar, son causa de frecuentes tragedias en la vida campestre. Ya he hablado de los suicidios entre las infelices esclavas, pues no son otra cosa las mujeres de los tártaros. Hay también dramas distintos, creados cuando la flor roja del amor se abre en el corazón de las mujeres, y con el amor se manifiestan los celos salvajes, desmedidos como las sabanas de verdura, como los arenales inmensos, como las montañas terribles y peladas, como los glaciales vientos del Norte…

Las mujeres poseen el secreto de preparar venenos obtenidos de las bayas de la cicuta y de las raíces del gazam, una planta misteriosa que es muy buscada por ellas; para conseguir la cual, hasta roban los potros más hermosos de las yeguadas de sus maridos. Los curanderos o chamanes ayudan a las desengañadas esposas, y conociendo las propiedades medicinales y tóxicas de las hojas y las hierbas, fabrican a su gusto filtros de amor, amuletos e infalibles tósigos para la rival, la nueva favorita o para el indiferente marido.

No hace más que tres años que he atravesado de nuevo esas praderas donde durante siglos han pastado millones de cabezas de toda clase de ganado. ¡Eran una desolación! Los tártaros habían huido al Sur, allende la frontera de Mongolia, escapando de la desatentada furia de los Soviets, y la hierba sólo se usaba para encender hogueras, cuando la campiña no era devastada por la langosta. ¿Era un castigo de Dios, la maldición de Abuk Jan o la venganza de las agraviadas sombras de los grandes jefes y héroes de las tribus extinguidas?

Hallé innumerables cadáveres de los tártaros asesinados por los bolcheviques, y un sin fin de osamentas de las reses que pertenecieron a sus rebaños.

Cerca del Lago Negro, donde veinte años antes acampé con mi sabio profesor y con los fugitivos de las prisiones rusas, vi los quemados edificios de la refinería de sal y las ruinas de las casas. Sólo quedaba en pie una cabaña, habitada por el guarda y su familia en espera de la muerte, que seguramente vendría. Como un símbolo de esa trágica y desesperanzada vida, divisé en la cumbre de la montaña, claramente proyectada sobre el fondo de un cielo limpio de atardecer primaveral, la obscura forma de un lobo. Estaba inmóvil como una figura de bronce; luego, de improviso, levantó la cabeza, tendió el pescuezo y lanzó un aullido. Aulló largo rato, rabioso y amenazador, como si llamase a la muerte, la ruina y el olvido.

¡Adiós los días de mi mocedad! ¿Dónde están los pensamientos e ideales de mi juventud? ¿Era esto lo que yo esperaba de la vida y la civilización cuando hace veinte años vagué entre esos dólmenes, escuché la leyenda de los siglos muertos y soñé que una poderosa cultura lograría detener la mano destructora que aniquila a aquellas tribus moribundas? Cuando trabajé allí por el progreso y la ventura de la humanidad, a fin de conceder un destino mejor a esa tierra interminable, tan fascinadora por su sencillez, ¿eran esos los cuadros que yo pensé contemplar, en el porvenir? Finalmente, ¿era esto lo que yo me figuré conseguir de la revolución, el fenómeno más total del progreso, cuando en nombre de este ideal y como protesta contra la criminal injusticia del Gobierno del zar, me arrojé convencido a la vorágine de la primera revolución, y por mi celo de neófito languidecí un par de años en los presidios imperiales? ¡No! No era todo eso lo que mi alma ambicionaba. El pueblo afirma que la revolución es un progreso. ¿Siempre?

El país de la muerte y de las tumbas, o sea las praderas en el Chulyma-Minusinsk con los murmullos de sus hierbas y piedras, coincide con la opinión de Hak, emitida al separarnos de nuestros extraños ayudantes, no lejos de Minusinsk y al finalizar el mes de septiembre.

-;Mal lo pasaremos sin ustedes; pero no les envidiamos el porvenir que les aguarda. Nosotros sufriremos hambre y frío y otras penalidades sin cuento, pero respiraremos a nuestras anchas en la libertad de los bosques, mientras que ustedes, en las ciudades, lucharán con las perfidias y las maldades de la vida, que cada año es más insidiosa y traicionera. Ustedes morirán, y al morir oirán los quejidos y clamores de los que perecen asfixiados por las ciudades.

Estrecharon nuestras manos con efusión, nos miraron fijamente a los ojos y se fueron, volviendo a su angustioso vivir; marcharon a lo desconocido, en fila india, como los lobos que se esconden en la maleza, puesto que odiaban y temían los caminos hollados por las plantas de los hombres, y aún más el tumulto de las ciudades y la bellaquería de sus habitantes. En la linde de la espesura se detuvieron y escudriñaron las cercanías, silenciosos y vigilantes.

Me recordaron al lobo del Lago Negro, que aullaba rabioso porque el progreso de la humanidad le condenaba al hambre y a muerte. También desde la altura maldijo, como Hak, la vida desleal y bajuna de las aglomeraciones urbanas, como Hak, el hombre fiera, el pobre criminal impulsivo, cuya alma triste y hambrienta tan bien sabía agradecer una palabra de consuelo y el menor asomo de conmiseración.

El país de los tigres

La perla del este

Entre el río Amir, la frontera coreana, el Océano Pacífico y el territorio de la Manchuria se extiende la región del Usuri. Está atravesada por este río, con sus afluentes el Sungacha y el Daobi-Ho, y dividida en dos partes: la cuenca del Usuri y la vertiente marítima, por los montes Sijota-Alin. Es un país extraño, una mezcla del Norte y del Sur. Los pinos, abetos, cedros y abedules septentrionales crecen junto a los nogales, limoneros, alcornoques, palmeras dimorfas y viñas. El reno, el oso pardo y la cebellina viven en el mismo bosque que el tigre, la boa constrictora y el lobo rojo. En las aguas de los lagos y en los pantanos habitan, además del hanka, ganso norteño, los cisnes y los patos, confundidos con el cisne negro australiano, el flamenco indio, la garza china y el pato mandarín. ¿Es un enigma o una broma de la Naturaleza?

La leyenda, esa flor del pensamiento y del sentir del pueblo, dice:

Cuando Dios terminó la creación del mundo y distribuyó por doquiera árboles, frutas, hierbas, mamíferos, aves y reptiles, sólo una parte de la tierra quedó desnuda y sin vida: el país cruzado por el río Usuri. El Espíritu del Río gritó en alta voz:

«Creador, tú que has prodigado sobre toda la tierra tus magníficos dones, ¿por qué no te acuerdas de mis riberas? Sé compasivo y derrama en ellas tus mercedes según tu sabiduría y misericordia».

El Señor oyó la invocación del Espíritu del Río, y, tomando de acá y de allá algunas plantas, animales, pájaros, reptiles y piedras preciosas, los esparció por todo el territorio del Usuri. La tierra dio flores en seguida y se llenó de vida, acudiendo numerosas tribus a ella en busca de felicidad y riqueza.

Tal es la leyenda, y el naturalista Maack, que ha visitado esa región, declara en sus notas que desde el punto de vista de la filosofía natural, nada tiene que opinar contra ella. Los exploradores rusos llaman desde tiempos remotos a la región del Usuri «la perla del Este», y tienen razón.

Fui a Vladivostok por orden del gobierno ruso para estudiar los mercados del Extremo Oriente y esto me permitió adquirir un cabal conocimiento de la comarca y de su valor económico. A poco de mi llegada me eligieron secretario científico de la sección oriental de la Sociedad Geográfica rusa, lo cual me dio entrada libre en las bibliotecas, museos y archivos, facilitándome notablemente mis estudios personales.

En el curso de mis investigaciones químicas y geológicas sobre los depósitos de carbón diseminados en el territorio usuriano y a lo largo de la costa del Pacífico en las posesiones rusas, visité y viajé por gran parte de la provincia del Usuri, la isla de Sajalín, la península de Kamchatka y las costas del mar de Behring. En estas excursiones recogí muchas impresiones e historias de la vida en esas comarcas poco conocidas, algunas de las cuales intentaré referir en los capítulos siguientes.

Mediaba febrero cuando llegué a Vladivostok y el brillante sol de aquellos orientales parajes irradiaba grato calor. Los árboles retoñaban ya, los prados renovaban su alfombra primaveral de hierba, se engalanaban las laderas de las montañas y en los valles florecían las violetas y los lirios.

La ciudad se halla situada en las costas de una honda bahía, llamada Cuerno Dorado, y cubre también la península de Egersheld. En las islas rusas, opuestas a la ciudad, se destaca la fortaleza, sobre la que los enormes cañones asoman con curiosidad sus amenazadoras bocas.

La población, con su sólido conjunto de edificios de ladrillo y la no escasa cantidad de casas de madera esparcidas en ella, trepa de terraza en terraza hacia la estación meteorológica, llamada «El nido del Águila». Los edificios oficiales, los del ferrocarril y las tiendas, bancos y cuarteles, ocupan la primera terraza. Sobre la parte oficial y europea de la ciudad se levanta el barrio japonés, que vive con su peculiar modo de ser, traído de la tierra del Sol Naciente.

Más allá, detrás de la montaña, existe un montón de deshechos humanos: chozas medio escondidas en la tierra, paredes derruidas, tejados casi destruidos y un sin fin de corrientes de hediondo fango que salen de las calles y esquinas. La gente se hacina allí, viviendo como ratas de alcantarilla. Visten pantalones de algodón, blancos o encarnados, llevan el pelo cómicamente recogido en un moño, más bien nudo o penacho, y se tapan la cabeza con un sombrero hecho de crin de caballo, de la forma de los que usan los segadores, debajo de los cuales parecen pájaros enjaulados, con sus caras pequeñas, tostadas y sucias. Se expresan en un lenguaje gutural, que recuerda el ladrido de un perro. Estos harapos humanos son los coreanos, los hijos del País de la Calma Matinal. En ese barrio, en esas topineras, en ese laberinto de callejuelas fétidas y fangosas, en esas bahorrinas de los detritus de la ciudad, esos extranjeros viven fuera de la ley, separados de los demás habitantes. Sólo a veces, cuando una epidemia de cólera, viruela o peste estalla, las autoridades rusas ordenan a los coreanos dejar el distrito de la fortaleza, y so pena de severos castigos, les obligan a irse, helados y hambrientos, en dirección a la frontera de Corea, hacia las orillas del río Turnen. El barrio es incendiado, por ser el fuego el desinfectante más enérgico, y al cabo de un año, sobre las calcinadas ruinas de las chozas y de los antros, se levanta una nueva ciudad y otros coreanos llevan igual vida, dedicados al robo, a la gallofa, a la pesca de cangrejos y a embrutecerse más en unos sórdidos fumaderos de opio que sirven de guaridas secretas a los criminales de la peor estofa. La policía vacilaba en personarse en esa maraña de sinuosos callejones, donde acecha el peligro detrás de cada esquina.

Así era aquel suburbio coreano. Allí se refugiaban osadas cuadrillas de bandidos, que pululaban en Vladivostok aun en pleno día, asaltando las tiendas y los Bancos, y apoderándose de las personas ricas, para exigir por ellas crecidos rescates desde sus tugurios inaccesibles para la policía y los jueces. Cuando empezó la guerra entre Rusia y Japón, yo estaba en Vladivostok y me enteré de que del barrio coreano partían las dos galerías subterráneas destinadas a volar las principales fortalezas de la plaza, y de que todos los espías, que eran perseguidos activamente por la policía, desaparecían entre las turbas de los misteriosos, callados y aviesos hijos de la Tierra de la Calma Matinal.

La mala fama del arrabal coreano llegó a mí el primer día de mi estancia en Vladivostok.

Una luna espléndida iluminaba la bahía y la colina. Las estrellas, precisamente sobre el mar y la montaña, lucían con brillantez. Cuando mis amigos me aconsejaron subir al cerro que domina la ciudad para contemplar el hermoso panorama del mar alumbrado por las claridades estelares, me guardé en el bolsillo el revólver, del que nunca me separo en mis viajes, y trepé por las calles que conducen a las explanadas superiores. Pronto me puse junto a las últimas casas de la ciudad, y luego crucé entre barracas hechas de tablas de cajones y de otros toscos materiales. Después dejé atrás estos chamizos y pisé las laderas herbosas de la montaña, cuya cima se hallaba coronada por un grupo de arbolillos, retorcidos y achaparrados por los vientos y las nieblas.

Desde allí disfruté de una vista magnífica. A mis pies se extendía la ciudad, bañada en la luz eléctrica de las casas y las calles, que zumbaba, con la mescolanza alborotada de sus voces y ruidos. Más allá, en la obscura bahía, columbraba las luces multicolores de los bosques, con las largas filas de las resplandecientes ventanillas en los transatlánticos y los terribles cruceros blancos; los confusos perfiles de la isla Rusa con las diseminadas y casi invisibles lucecillas de los fuertes; un haz de rayos luminosos que aparecía y desaparecía partiendo del faro del rocoso islote de Skriploff y tras la negra masa de ese peñascal, reinaba en el mar, poderoso, como un rey absoluto.

Me saturaba del placer de un espectáculo que la noche había preparado para mí, cuando una voz ronca y ruda, que a la legua denotaba sus simpatías por el alcohol, me sustrajo bruscamente de mis sueños y disipó con brutalidad mis encumbrados pensamientos.

-;Déle usted algo a un oficial licenciado-; fueron las palabras que masculló en mi presencia un hombretón con un nudoso garrote en la mano y una gorra puerca de oficial en la cabeza. Yo estaba familiarizado con ese tipo de borracho, incapaz de trabajar y vivir normalmente. A esos hombres les llaman «los desarrapados». Cogí del bolsillo unas cuantas monedas de plata, que le entregué, y él, sonriendo irónico y haciendo bailar en su palma las monedas, que brillaban a la luz de la luna, gruñó:

-;¿Nada más que esto para un hombre que puede tener lo que se le antoje?

Y al mismo tiempo me amenazó con su fuerte estaca. Sin contestarle, saqué del -bolsillo mi revólver, y mirando a mi atracador, volví a colocarlo en donde lo había retirado.

-;¡Ah, dispense usted!-;dijo el forajido saludándome militarmente-;. Así debió usted empezar a hablar. Buenas noches, señor.

Y se fue tropezando y tambaleándose, pero blandiendo su garrote, si bien de cuando en cuando me miraba a hurtadillas, temeroso de que una bala maüser se le metiese en los riñones. Era uno de esos desgraciados que viven como alimañas en las madrigueras del arrabal cercano y que sólo de noche se lanzan en busca del alimento y el botín.

La población de Vladivostok es un rompecabezas etnográfico y una mixtura de ideas y convicciones morales totalmente divergentes. Se compone de oficiales rusos que beben y hacen fortuna cometiendo toda clase de tropelías, si no van a parar a la cárcel; oficiales borrachos y jugadores, comerciantes especuladores, pequeños industriales que usan y abusan del trabajo barato, no protegido por las leyes; bandidos, tratantes en esclavos, monederos falsos, estafadores y seres sin profesión, con toda clase de habilidades para ganar dinero sin trabajar; en suma, de la hez de todas las comarcas y naciones, entre la que es fácil reclutar personal para las más arriesgadas aventuras y expediciones, tales como ir por oro a las costas del mar de Ojotsk, viajar en velero a las islas Commander o traficar con los naturales de Kamchatka y Anadyr, donde un vaso de aguardiente y media libra de pólvora mojada es el precio de una cebellina o de la piel de un castor.

Esta población, tan equívoca moralmente considerada, fue el lienzo en que se dibujó la historia primitiva de la ciudad. Durante los primeros años de su desarrollo no pasó de ser una pequeña fortaleza rusa, cerca de la cual se creó una aglomeración urbana, con bares, restaurantes sospechosos, garitos y todos los nidos de los parásitos sociales que son la plaga de la vida fronteriza. Más tarde aparecieron en escena nuevos personajes: dos marineros alemanes desertores de un barco; un holandés perseguido por la justicia; un sueco y un finés volcados en la costa del Pacífico por la fatalidad. Pronto se les unió un fugitivo ruso, probablemente escapado de la Katorga, y juntos abrieron un tenducho en el que vendían vodka, tabaco, vino, cerillas, bujías, sardinas y cuerdas, que eran sus principales artículos. La tienda carecía de importancia per se, pero sus propietarios se hicieron ricos con pasmosa rapidez, compraron tierras y edificaron sólidas casas en las que ahora son calles céntricas de la ciudad.

Para conocer las causas de su éxito hay que mirar fuera de su tienda y hasta fuera de la región. La banda de audaces aventureros amplió sus negocios al mar abierto, equipando varios veleros de poco porte, pero de mucho andar, con los que, bien armados, atacaron los buques pequeños japoneses, chinos y americanos dedicados al transporte de pieles, ginseng, mogotes primaverales de ciervos, oro y otras mercancías compradas o robadas dentro de los límites del Extremo Oriente ruso. Todas estas presas se escondían en lugares seguros hasta que podían ser vendidas. El lucrativo negocio del grupo internacional de aventureros duró varios años y elevó a sus promovedores a honrosas posiciones en la capital, hasta que les permitió abandonar sus empresas marítimas y ocuparse de otros asuntos menos provechosos, pero enteramente legales.

Cuando un celoso fiscal inició una investigación para averiguar el pasado de aquellos potentados del Extremo Oriente, pagó con su vida su excesivo amor a la justicia. Le invitaron a una cacería de gamos, y su mala suerte hizo que le dieran un tiro en la cabeza. Con su muerte se acabaron los intentos para aclarar con luz purificadora los sombríos comienzos de los «honorables ciudadanos». Algunos de ellos vivían todavía durante mi permanencia en Vladivostok. Todos les saludaban con respeto; pero a sus espaldas referían los sangrientos detalles de sus aventuras y sus piraterías frente a las costas del mar Pacífico.

La garra del tigre

Con la primavera empezaron mis correrías por el país. Durante la Pascua exploré, con un grupo de cazadores, dos islas situadas cerca de las costas del promontorio Muraviseff-Amurski, en la bahía de Pedro el Grande. Dichas islas son las llamadas Record y Putiatin.

La primera de ellas pertenece a un círculo de cazadores, que la ha convertido en coto de venados. La isla posee una extraordinariamente rica y abundante cantidad de hierba, muy apreciada por los ciervos. Cientos de venados se refugian en ella, siendo extraño que no la abandonen nunca, ni aun cuando el mar se hiela y les deja libre el acceso al continente Por fortuna para los cazadores, no sólo se quedan, sino que otros penetran en ella, indudablemente atraídos por la abundancia de los pastos.

Una vez al año organiza el círculo una gran cacería con sabuesos, pero sólo se matan corzos, a fin de conservar en la isla de Record, como en la Askold, el mayor número posible de ganado adulto.

Pasadas las fiestas de Pascua, visité la isla Putiatin, en la que conocí a la familia de un colono polaco apellidado Yankowski, cuyo padre había sido desterrado en Siberia por revolucionario, a raíz de la tentativa de Polonia para recobrar su independencia en 1863. Tenía montada allí una excelente parada de caballos de carreras y cultivaba el suelo, dedicado con éxito a la horticultura y jardinería. Vivía con una hija y dos hijos.

La hija, de diez y seis años, era una valiente muchacha que montaba caballos salvajes y echaba el lazo a los potros de sus yeguadas con la osadía y la destreza de un cow-boy. La vi cabalgar en un animal sin domar aún y desaparecer veloz como el viento en la lejanía del llano, para regresar al cabo de una hora con el caballo lleno de espuma y dócil como un corderillo.

Los hijos de Yankowski eran dos muchachotes fuertes y decididos, de pecho desarrollado, anchos hombros y ojos que la alegría y el arrojo hacían relucir. Con facilidad se veía que, pese a sus aún cortas vidas, sabían lo que eran aventuras y que no temían a los peligros. Nos contaron que durante los ataques de los piratas y los hunghutzes a la isla combatieron al lado de sus mayores y les ayudaron a rechazar al enemigo; pero ellos no nos hablaron de sus hazañas, lo que probaba, además de su modestia, su positivo valer moral. Pasé un día en la isla Putiatin, inspeccionando con mucho gusto la yeguada del colono polaco y su cuadra de caballos de raza, al paso que estudié unas capas de superior arcilla china o kaolín. A poco de regresar a Vladivostok, supe que uno de los hijos de mi compatriota había escapado de la muerte, casi por milagro, al día siguiente de mi visita.

Los dos muchachos, después de ensillar sus jacas y de coger sus escopetas para ir a cazar patos, atravesaban el bosque en dirección a la playa, donde muchas aves acuáticas se detenían durante su vuelo al Norte, en la estación primaveral, y como el sendero era estrecho y sinuoso como el rastro de una serpiente entre la broza del monte, iban en fila india, cuando el más joven, que marchaba detrás, atisbo una zorra que desapareció en seguida entre la espesura. Levantándose sobre los estribos, el muchacho detuvo a su caballo, con la esperanza de poder matar a la raposa, y entonces oyó un rugido terrible, seguido de los gritos de su hermano. Puso el jaco a galope y no tardó en llegar a un pequeño claro del bosque, en el que vio un espectáculo espantoso que heló la sangre en sus venas. Con su montura a todo galope, su hermano corría en ella, echado hacia atrás sobre el lomo del animal. Un tigre, con una pata agarrada al hombro del joven jinete, iba arrastrado por el caballo, arañando la tierra y las matas del sendero, incapaz, a causa de la posición en que estaba, de clavar su tercera garra en la carne del noble bruto.

El pequeño Yandowski fustigó a su jaco y comprendió lo grave del trance. Su hermano empezaba a desmayarse, porque la fiera colgaba con casi todo el peso de su hombro desgarrado, del que brotaban hilos de sangre. El muchacho se acercó con cautela al tigre, y cuando la bestia volvió a él su feroz cabeza, la dio un tiro en el oído con su revólver. El animal se desprendió del caballo y del jinete y se deslizó inerte hasta el suelo, y allí le remató a balazos el bravo mozalbete antes de acudir en auxilio de su malherido hermano. Luego ayudó a éste a desmontar, le vendó las heridas con trozos de su camisa, que rompió para ello, y le condujo a su casa. Hecho esto, volvió con un criado al sitio de la lucha, desolló el tigre y se llevó la piel como trofeo de su victoria.

Así son los jóvenes que tratan íntimamente con la Naturaleza y viven entre temerarias aventuras y continuos riesgos que exigen valor, presencia de ánimo y voluntad firme. La Naturaleza, aunque dura, es la mejor escuela para la juventud, de la que depende la suerte, la felicidad y la grandeza de las naciones.

El mar saqueado y el rastro sangriento

En cierta ocasión, durante mis estudios de los depósitos de carbón y oro, tuve que visitar la bahía de Possiet y su puerto principal, Nijerodski, situado en la parte meridional de la región del Usuri, cerca de la frontera ruso-coreana.

Novokiyevsk, una pequeña ciudad militar, con una guarnición y varios oficiales, se alza en la costa de la bahía. En otro tiempo se pensó levantar allí un fuerte para la defensa del país de los agresores del Sur; pero no se realizó el proyecto, la población siguió solitaria en su posición extraviada y sus habitantes se hicieron borrachos y jugadores, suicidándose muchos, poniendo los más en práctica tan extraños modos de divertirse, que creó vale la pena de dedicar a referirlos este capítulo.

La ciudad está rodeada de un bosque muy espeso y se halla próxima a la frontera de Corea. Aquí y allí se encuentran fang-tzu, o casas de cazadores, especialmente chinos. Embarcaciones-de poco tonelaje hacen el servicio entre Vladivostok y la ciudad, .transportando escaso número de pasajeros, porque Novokiyevsk, desde el punto de vista industrial y comercial, carece de importancia, y no atrae a nadie.

Sin embargo, se pueden ver en el bosque que rodea a la ciudad numerosas veredas y curiosas edificaciones, barracas bajas escondidas entre la vegetación y medio escondidas en el terreno, con tejados hechos de leños cubiertos de hierba y arbustos. Me dijeron que se llaman zasidki, es decir, escondites para cazar bestias y pájaros. El oficial Popoff, que iba de caza conmigo, hablando de los zasidki, sonrió y dijo:

-;Son puestos para los cisnes blancos. Nuestros cosacos los construyeron hace ya tiempo; pero también los usan ahora, aunque más raras veces.

Por entonces no le pedí más detalles, a pesar de que me sorprendió en extremo que los cosacos acecharan a los cisnes en el bosque y no en las orillas del lago. Algunos días después recibí una contestación a mi pregunta mental, de una manera totalmente inesperada.

Fui a recorrer las costas de la bahía Possiet, y cruzaba ésta en un vaporcito militar. Me sorprendía no ver señales de vida, ni siquiera esas plantas marinas que crecen con tanta abundancia en todas las bahías del mar del Japón. El capitán del buque me explicó la causa con tono de no disimulada amargura:

-;¡Ya sabe usted cómo arregla los asuntos nuestro Gobierno! Hace cinco años garantizó a los japoneses una concesión para pescar en la bahía. Los concesionarios cogieron no sólo la pesca, sino que, con toda clase de artes, arrasaron el fondo del mar, dejándole sin plantas, ostras, ni cangrejos, convirtiendo el sitio en un páramo acuático, al que los peces se niegan a venir. Si le interesa verlo por sí mismo, le daré un traje de buzo y podrá dar un paseo por el fondo de la bahía.

Sus palabras despertaron mi curiosidad y acepté el ofrecimiento que me hizo. El capitán paró el barco cerca de la ciudad y ordenó arriar un bote con una bomba y aparatos de buzo. Me puse el traje de caucho y el calzado de gruesa suela de plomo, me encajé en la cabeza el casco obligado y descendí por la escala debajo del agua. Un buzo de profesión bajaba por el lado opuesto del bote. Una vez en el fondo, empecé a mirar en torno mío, pisando cuidadosamente el fangoso suelo de la bahía. En la tenue penumbra verdosa tropecé con tablones anegados en el agua y con trozos de hierro; más lejos había una ancla con un pedazo de cadena semienterrada en el lodo; latas de conservas y de petróleo enmohecidas, botellas rotas, cuerdas y harapos desparramados en distintas direcciones, pero no divisé la más ligera señal de vida. El fondo estaba completamente desnudo: faltaban allí los peces y las plantas, hasta las conchas y las anémonas y medusas marítimas. Era ciertamente un desierto abandonado por los seres vivos, como si fuese un país desolado por la peste. Contemplarlo causaba rabia y tristeza. Tiré de la cuerda y pronto estuve de nuevo sobre cubierta, donde me despojé de mi aparejo de improvisado buzo.

-;¡Eh! ¿Qué le ha parecido el paisaje? -;me preguntó con ironía el capitán.

Le conté la impresión que me había producido, y el marino inclinó la frente apesadumbrado, separándose de mí.

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