La idea degeneró en verdadera manía. Seguramente Foch y los demás generales no derrocharían más estrategia en sus batallas contra los alemanes que yo para proyectar mi plan de huida del lado de una virgen, hermosa como la primavera y libre como el viento de las llanuras que recorría; de la encantadora Bibi la Mayor, dedicada a mí para ser mi obligada hanun.
Por fin concluimos nuestras tareas en el lago Chany y realizamos el viaje final a Kainsk por el ferrocarril siberiano.
Sulimán y Bibi no se separaban de mí y me vigilaban estrechamente, temerosos de que pusiese tierra por en medio. No quise hablar con el profesor acerca de mi plan porque era comunicativo e indiscreto y fácilmente podía desbaratar el programa que yo estaba resuelto a llevar a cabo.
Llegamos a la estación una hora antes de que pasase el tren. Llamé aparte al profesor con cualquier pretexto y le rogué que ocupase a Sulimán y a la muchacha con continuos encargos. Cuando vino el tren, el ruido y el gentío maravillaron por completo a la inocente hija de las praderas. Yo había concedido todo su valor a este elemento del problema y permanecí junto a Sulimán y su hermana sin revelar ni por asomos mis astutas intenciones. En apariencia estaba tranquilo y resignado. En una choza, de un extremo a otro del andén, compré un brazalete de plata con crisolitas engastadas en él, que entregué como regalo a Bibi, y a su hermano, mi kunak y cuñado, le di un anillo semejante. Los dos, en el colmo de la alegría, gritaban con admiración y regocijo, mostrándose mutuamente los vistosos presentes, y por un instante parecieron prescindir de su marido y cuñado, que, como un traidor, no apartaba los ojos de las manecillas del reloj. Sólo faltaban para que arrancase el tren cinco minutos… tres… dos…
Enseñé a los kirguisos las luces de las piedras, que despedían brillantes rayos iluminadas por el sol, y mientras las contemplaban y admiraban con asombro, me escabullí entre la multitud, corrí a la trasera del tren y subí al estribo de un vagón, que no era en el que el profesor se había acomodado. Procuré pasar inadvertido afuera de la cerrada puerta y aguardé a que una campana, un pitido, la fuerte respiración de la locomotora, el primer estremecimiento del tren y el ruido de las ruedas me previniesen del grave momento de la partida. Abrí la puerta y me precipité dentro del coche cual si estuviese a la espera de un gamo, aunque en realidad entonces el gamo era yo. Me oculté como pude entre los pasajeros y bultos de un coche de tercera hasta que las últimas agujas de la estación, los últimos faroles y los últimos edificios desfilaron delante de las ventanillas. A pesar de todo, no fui al coche del profesor, temiendo mortalmente hallar en él el rostro ingenuo y sonriente de mi hanun kirguisa. Sólo en la estación inmediata me reuní con mi jefe y tuve la satisfacción de comprobar que mi amada no estaba allí. Las crisolitas me habían salvado. Los hermanos kirguises, deslumbrados por los reflejos de las piedras, cuando el tren partió no repararon en mi ausencia, y la hanun no vio la cara de su falaz esposo al ponerse el tren en movimiento.
-;¡Querida hermosa Bibi la Mayor! -;pensé mientras contemplaba el paisaje-;. Ahora desatarás tus negros cabellos, que huelen a sándalo y almizcle, y lanzarás tres de ellos hacia el sol poniente para extinguir los recuerdos de mi persona. ¡No te enfades conmigo! Eres bella, esbelta y graciosa; cantas como una alondra, bailas como una hurí del Paraíso; bordas preciosos tapices orientales y asas en los carbones el más suculento shashlyk y el azú más exquisito como la mujer más de su casa; pero no puedo hacerte mía, porque ¿qué seria de ti con un aburrido gusano de papeles? Y sobre todo, porque ¿qué diría mi madre, tan recta, digna y meticulosa?… ¡Adiós, mi adorada mocita, mi pequeña Bibi la Mayor! ¡Sé feliz cuando tus sueltos cabellos floten al viento del Oeste!
Cinco días más tarde llegamos a Petrogrado, y mi madre, fijándose en mi cara curtida y tostada por el sol y en mis manos encallecidas, se rió y exclamó jovialmente:
-;¡Tienes algo de tártaro!
¡Ah! -;pensé-;. ¿Qué hubieras dicho, madre mía, si hubiese vuelto a ti con la encantadora Bibi la Mayor, mi novia nómada?
Y, además, ¿qué hubiera dicho y hecho mi verdadera hanun, la elegida de mi corazón, a la que no he dado crisolitas, sino alma y vida, y a la que nunca consentiré que arroje al viento los tres cabellos que, según la tradición de la pradera, proporcionan el consuelo del olvido a las amantes desdeñadas?
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
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Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2016.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE, JUAN BOSCH Y ANDRÉS CASTILLO DE LEÓN – POR SIEMPRE"®
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