-;Le felicito a usted -;respondí-;; pero hasta ahora no había oído hablar de su matrimonio. Sin embargo, creo que las heridas que usted sufrió, no fueron como la que la bala de un chino ha hecho en el pecho de este muchacho. Es una lesión seria de la que se restablecerá lentamente y debe preocuparse de su salud durante bastante tiempo. Mientras comíamos observé que el viejo contemplaba con despecho y sospecha a su callada mujer y las tristes y enflaquecidas facciones de su hijo. Me aterró descubrir aquellos resplandores pérfidos en los animados y despiertos ojos del veterano cosaco, y comprendí que bastaría la más ligera provocación para que se trocase en el de una bestia feroz, el corazón del gigante-canoso. Era también indudable que el padre aventajaba en vigor físico a su hijo y que le ganaba en malicia. Pasé un mal rato entre aquella gente y respiré a mis anchas cuando abandoné un hogar sobre el que presentía iba a cernirse una inevitable catástrofe. Me fui con la convicción de que en plazo muy próximo estallaría en su vida íntima una tormenta de pasiones, de la que ya se veían las negras nubes, se sentían las ráfagas de impetuoso viento y se vislumbraban en la lejanía los primeros relámpagos seguidos del sordo retumbar de los truenos. Sin embargo, no pensé que se desencadenaría tan pronto.
La tarde de aquel mismo día me ocupaba en hacer mis preparativos para continuar a la mañana siguiente mi interrumpido viaje, y de repente penetró en mi cuarto el atamán que me daba hospitalidad:
-;Señor, querido señor -;gritó tembloroso y muy apenado-;, venga conmigo en seguida, que acaba de ocurrir una terrible desgracia. Quizás pueda usted ayudarnos. El soldado cosaco que vino aquí con usted se ha suicidado.
Cogí presuroso mi botiquín de campaña y salí con el atamán. Hallamos al cosaco tendido en un banco de la habitación de afuera, desvanecido, con el rostro cadavéricamente azulado, los labios apretados y en los ojos la inconfundible expresión de la muerte. Comprendí al momento que en poco podía serle útil, porque otro mensajero se me había adelantado. Le tomé el pulso y noté que todavía palpitaba; pero cada pulsación era más débil, hasta que cesó para siempre. Temí decir la verdad, pensando que la mujer causante de todo no podría soportarla, y que su dolor despertara los instintos de fiera en el corazón del sañudo viejo. No la vi por ninguna parte; miré en la alcoba inmediata; tampoco estaba allí.
-;¿Busca usted a mi mujer? -;me preguntó el padre del muerto con voz escalofriante-;. No está aquí. Salió antes de anochecer y no ha vuelto aún.
-;Más vale así repliqué-;, para que no se desespere, porque debo decir a usted que su hijo ha muerto.
El viejo no manifestó el menor pesar y se limitó a mirarme con ojos chispeantes y a murmurar:
-;Esa maldita mujer no se desesperará. Ha envenenado la vida de mi hijo y la mía. Ahora ya no nos traerá más desventuras, porque todo ha terminado para los dos. El cosaco permaneció silencioso un largo rato y luego, llevándose las manos a la cabeza, dijo con Voz apagada y doliente:
-;¡Se ha tirado al lago!
Caminando de sitio en sitio por la taiga del Usuri, según los informes que me facilitaban referentes a la existencia de yacimientos de carbón y oro, recorrí en cierta ocasión un estrecho sendero que en pleno bosque seguía el curso del río Bikin, salvando con rústicos puentes sus pequeños afluentes. El Bikin desagua en el Usuri y separa las sierras de Seuku y Tzi-fa-kao, naciendo en las laderas occidentales del Sajota-Alin.
Allí no hay carbón, pero en los lechos de los tributarios poco caudalosos del Bikin la Naturaleza ha esparcido algún oro. No es el Klondyke, mas, no obstante, muchos aventureros, en su afán de enriquecerse, tienen gran fe en el oro escondido en los diversos brazos del Bikin que surcan la vasta taiga.
Casi diariamente hallaba rastros de los descubridores de minas, esos mañosos e infatigables buscadores de oro. De ellos procedían aquellos montículos de pedruscos y pilas de guijarros machacados, los profundos pozos, los fosos y zanjas hechos para llevar fuera el agua y secar los lugares donde se supone que hay arenas auríferas. Pero los que dejaron esas pruebas de su presencia se fueron para siempre, y nuevos buscadores vinieron tras de ellos, aislados o en pequeños grupos de diferentes tipos de hombre, a menudo con un pasado criminal. Estos forajidos, escapados de la cárcel o del trabajo forzado en las minas, se atropan junto a los ríos durante el verano y el otoño, y con el agua hasta la cintura lavan las arenas que recogen, para obtener si acaso el oro preciso para subsistir hasta el próximo verano, en el que recomienzan la operación. Estos hombres se construyen madrigueras para albergarse debajo del terreno, y sufren penalidades sin cuento, con el único deseo de encontrar un poco de oro a fin de huir de la policía. No atacan a nadie, y temen a todo el mundo. Cuando por casualidad se les encuentra en el bosque, al principio nunca confiesan a lo que se dedican, y suelen decir que son cazadores o pescadores, según las localidades en que están, exhibiendo algunas pieles de veso o de ardilla, o los pescados secos que cuelgan de los arbustos cercanos a sus guaridas.
Otras personas se ocultan también en la espesura: las que componen las reducidas y errabundas partidas de ladrones que campan por sus respetos, atemorizando a la gente más o menos pacífica. Estos merodeadores acechan a los buscadores de oro, y al cabo de algunos ataques con éxito tienen que mostrarse muy vigilantes para defenderse, porque otras cuadrillas de bandidos más numerosas se forman para desvalijarles a ellos. El año que yo viajé por el país, un salteador llamado El Tuerto era el terror de todos los pobladores, legales e ilegales, de la taiga, porque sabía dar imprevistos golpes de mano; se mostraba implacable y cruel con sus adversarios, les arrebataba hasta el último grano de oro e incluso la camisa, torturaba a quienes se negaban a entregarle sus escondidos caudales, terminando por cortar la cabeza a los que caían en sus manos. Las instrucciones que daba a sus cinco compinches, tan desalmados como él, eran:
-;Matad a diestro y siniestro, para que nadie pueda vengarse ni denunciarnos.
No había oído hablar nada de él cuando dejé la última estación del ferrocarril y me interné en la taiga habitada por unos cientos de colonos ucranianos establecidos en algunas aldeas diseminadas.
Recuerdo perfectamente que un mediodía del mes de julio llegué a uno de esos caseríos de la orilla izquierda del Bikin, compuesto de unas diez casas. Nadie salió a curiosear al pasar yo a caballo entre ellas, seguido de una modesta escolta de dos cosacos. Las mujeres, que atisbaban por las ventanas, se retiraron sin perder tiempo, y aun los niños huyeron presurosos de nuestra presencia. Me paré delante de una de las casas más limpias y de mejor aspecto, y llamé. Transcurrió un largo rato sin que nos contestaran; pero por fin oí que alguien cerraba la puerta que da entrada al patio, encadenaba un perro y murmujeaba algo que no pude comprender.
-;¿Están ustedes locos, holgazanes? -;gritó uno de mis cosacos enojado por la lentitud de los de la casa-;. ¿Les parece bien hacer esperar a un sabio en mitad de la calle con este sol que nos abrasa?
Esto debió producir efecto, porque al cabo de un momento se abrió la puerta y apareció una vieja, que nos invitó a entrar, disculpándose:
-;Perdone usted, señor, pero estamos aterrados. Dice la gente que El Tuerto anda por estos contornos y se dispone a acometernos para despojarnos de cuanto poseemos. Quizás nuestros hombres pudieran defenderse; pero en tal caso habría lucha, y luego vendría la policía molestando con sus pesquisas y metiéndose en todo, y, lo que aún es peor, obligándonos a ir a la ciudad a declarar, con este calor y con el trabajo que tenemos. No; vale más que no sepa nada.
Mis cosacos se echaron a reír con estrépito.
-;¡Bravo! ¡Se ve que son ustedes listos! -;exclamó el de más edad, un hombre alto y cenceño, de ademanes rápidos y nervioso-;. ¿Y piensan encerrarse en sus casas hasta que se mueran?
-;Y después también -;contestó la vieja jovialmente, mientras nos preparaba té-;. Siéntense, hagan el favor, y descansen. Voy a prepararles té y a traerles un pastel caliente de pescado.
Nos acomodamos a nuestro gusto, tumbándonos casi en los grandes bancos, agotados por el calor y la pelea con esos mosquitos del Usuri, que parecían haber prometido a su santo patrón chuparnos toda la sangre de nuestras venas. Los mismos guías, más acostumbrados a esa inexorable plaga del bosque, juraban enérgicamente que ni los caballos podían resistirla con calma.
Bebimos té, rociando liberalmente el excelente pastel de fresca kaluga (un pez de la familia del esturión), y decidimos tomar algún descanso.
-;Yo no dormiré -;anunció el viejo guía-;. Charlaré con estos buenos labriegos. Tal vez me proporcionen algunos datos acerca del carbón o el oro.
-;Diga usted, abuela, ¿la gente de aquí trabaja en la taiga?
-;Claro -;contestó ella-;; cortan madera, cazan y cogen piñas.
-;¡Vaya!, que no pierden el tiempo -;añadió el cosaco satisfecho-;. ¿Y prosperan ustedes?
-;Sí; gracias al Señor -;replicó la anciana, santiguándose devotamente-;. La tierra es fértil, el pan abunda y vendemos trigo que cosechamos en Habarovsk y Nikolaievsk. Criamos cuanto ganado queremos; los hombres cazan cebellinas y martas y trafican en vodka, tabaco, pólvora y cerillas, con los orochones (tribu cazadora mongola que acampa en las selvas del Usuri). Somos los vecinos más próximos de estos indígenas, y les compramos o tomamos en comisión la mayoría de sus productos, que transportamos al ferrocarril y a la ciudad. El mismo Sovienko, mi hijo, les compró quinientas pieles de marta, que vendió a buen precio en Habarovsk.
Hablaba con entusiasmo y optimismo de sus riquezas y de la seguridad de su comercio.
-;Debe dar gusto vivir aquí -;exclamó mi cosaco. Y el otro, también de broma, intervino en la conversación:
-;Pues si son ustedes tan felices, ¿por qué se esconden en sus casas como en mazmorras?
-;A causa de El Tuerto -;explicó la mujer, lavando los platos.
En este punto de la charla me quedé dormido, y cuando desperté vi que mis guías lo tenían todo listo para partir. Pagué a nuestra huéspeda y nos fuimos.
Después de unas horas, en las cuales continué siendo presa de los mosquitos y de unos moscardones rojos llamados por los cosacos gnus, observé en un lado del camino señales de ruedas y divisé quinientos metros más allá la cabaña de un buscador de oro. Nos acercamos a ella y sorprendimos a sus tres moradores bebiendo vodka y bastante borrachos. Tras los saludos de rigor, los buscadores nos preguntaron con interés quiénes éramos; y luego ya tranquilos, nos acogieron afablemente.
Estudié sus operaciones con las arenas auríferas, y les prometí solemnemente no nombrarles para nada delante de las autoridades. Dicho lo cual, proseguimos nuestro viaje, para mayor delicia de los mosquitos y de los gnus.
-;Esos prójimos han encontrado seguramente algo que vale la pena -;observó el cosaco viejo-;; y no ocurre eso con frecuencia a unos vagabundos que no tienen donde caerse muertos.
Acampamos, para pasar la noche, en una cañada con un riachuelo que corría ruidoso sobre un fondo de guijos. A poco de cenar me envolví cabeza y todo en una gran sábana de hilo, y me entregué por completo al reposo en un muelle lecho de ramas preparado por los cosacos. En el curso de la noche, como en sueños, oí ruidos, pisadas y relinchos de caballos; pero confiado en la fidelidad de mis guías, y en que nada tenía para tentar a un ladrón, excepto mis armas de fuego, siempre al alcance de mi mano, me arrebujé en el lienzo y seguí durmiendo.
Brillaba el sol en el cielo cuando me desperté. Los cosacos, sentados junto a una hoguera, bebían té. Al reparar en que ya estaba despierto, vinieron a mi lado y me contaron que dos acémilas se habían escapado y que no les había sido posible recobrarlas, porque probablemente se habrían dirigido hacia el poblado donde descansamos dos días antes.
-;Vamos en seguida por ellas -;dijo el cosaco de más edad, yendo a su caballo ensillado, que por cierto estaba sudoroso, como si acabase de hacer una larga caminata.
Los cosacos se marcharon y yo les aguardé horas y horas, hasta las siete de la tarde. Eché pestes contra ellos y las acémilas, con una razón que entonces no pensaba tener. Por último, al obscurecer escuché el pataleo de varios caballos y ruido de voces. A los pocos minutos, un grupo de jinetes surgió del monte y entró en la cañada. Pronto conocí que usaban gorras y uniformes de policía.
-;¡Quieto, si la vida le importa! -;gritó el jefe apuntándome con su carabina.
Mi asombro era inmenso; ¡la policía atacando a un pacífico explorador! Esto, incluso en Rusia, se aparta de lo corriente.
-;Muy bien, no me moveré -;repuse.
Me rodearon y exigieron mis documentos. Como estaban en orden y tenían la firma del gobernador, en seguida cambiaron de actitud y se apearon de sus monturas. Cuando se sentaron conmigo, el jefe de la patrulla, visiblemente preocupado, me preguntó:
-;Dispénseme, señor; ¿pero cómo es que está usted en tratos con El Tuerto?
-;¿Con quién? -;balbucí.
-;Con ese ladrón, con El Tuerto, ese peligroso bandido.
-;Si le apodan así, será porque le falte un ojo, y yo no conozco a ningún individuo con ese defecto – contesté rotundamente.
-;¡Lo niega usted! -;agregó el policía atónito.
-;Naturalmente -;exclamé.
El policía se encogió de hombros y, dirigiéndose a sus subalternos, ordenó:
-;Traigan al preso para que este caballero le vea.
Ante mí trajeron al guía alto y flaco, con su habitual cara de malicia, y detrás de él me miraba con expresión atemorizada y estúpida el cosaco más joven. Enmudecí de sorpresa.
Mi guía, de cuya identidad no podía dudar, era efectivamente tuerto. Le faltaba el ojo izquierdo, presentando en su sitio un párpado caído que tapaba un hueco rojizo y lagrimoso, y con el derecho, sano y penetrante, me lanzó una ojeada astuta y serena. Rechinándole las esposas, me saludó, diciendo entre dientes:
-;Perdone usted las molestias que le he causado.
Los policías se los llevaron. Tuve que explicar cómo había contratado a los dos hombres en la aldea cerca de la estación, y me costó lo indecible convencerme de que no poseían las cualidades apetecibles en unos guardianes.
El jefe del destacamento me enteró de que El Tuerto y su compañero asaltaron a los buscadores de oro, escondidos en el bosque, y les asesinaron, robándoles unas cinco libras del preciado metal, regresando a mi lado. Luego, con el pretexto de recobrar las bestias perdidas, se encaminaron al caserío donde nos detuvimos en la granja de la en exceso confiada vieja. Allí cayeron sobre la finca del rico labrador Sorienko, y amenazando a éste con la tortura y la muerte, le forzaron a que les entregase todo su dinero. En el momento de satisfacerles la exigencia, llegó el pelotón de policía y capturó a los ladrones, que no esperaban la para ellos desagradable irrupción. El Tuerto intentó resistirse, y tenía su verdadero aspecto, pues se había quitado su ojo de cristal, guardándoselo en el bolsillo, por si era preciso luchar. Ese ojo artificial servía al bandolero a modo de impenetrable careta, facilitándole la impunidad en la perpetración de sus crímenes. Con su prisión respiraron tranquilas las gentes de aquella comarca.
Me hallo en la necesidad de recordar que El Tuerto era un sujeto simpático y servicial. No obstante, me originó un molesto contratiempo, obligándome a continuar mi viaje con un mozallón campesino que me proporcionó la policía, zafio y holgazán, que a cada instante perdía el camino, y tan cobarde, que hasta se asustaba de los añosos robles, que creía eran morada de los diablos verdes del bosque. Solía embriagarse a tontas y a locas, y entonces se le cerraba más la mollera, riéndose como un idiota. Aquel babieca se llamaba ¡Águila!
El oro es el amo supremo en la taiga del Bikin. Las leyendas aluden a las vetas, fabulosamente ricas, incrustadas en los macizos montañosos y a los maravillosos tesoros ocultos en los lechos fangosos de los ríos profundos y torrenciales, como el Jor y el Yman, y de boca en boca se transmiten los relatos de los nefandos crímenes perpetrados en aquellos parajes y los de las extraordinarias aventuras de que fueron protagonistas tantos desventurados, impulsados por la codicia y la desesperación.
En nombre del Metal, del Diablo Amarillo, como los coreanos llaman al oro, se cometieron en la taiga usuriana actos sangrientos y terribles, igual que se realizaron hechos de valor heroico y de fuerza de voluntad; pero el Diablo Amarillo triunfa siempre y guía a los hombres, deslumbrados por el brillo del oro, a la ruina y a la perdición.
Allá en el interminable bosque virgen donde con dificultad se encuentra un hombre blanco, muchos chinos y coreanos hallan, a costa de trabajo, un abrigo y medios de vida. Son los verdaderos propietarios de esas inexploradas selvas y las conocen perfectamente, pues cada año hacen en ellas nuevos caminos y se internan en su espesura, sólo interrumpidas por los ríos que se dirigen a las tundras del Norte. Además de estos intrusos, procedentes del Sur, existe allí una población aborigen, ahora en vías de extinguirse, pero que se consideran los dueños legales de esas extensiones umbrías. Son los mongoles de la tribu nómada de los orochones. Viven en ellas desde hace siglos, dedicados a la caza mayor y menor, cogiendo con las manos desnudas alces y ciervos y usando a veces, aun en estos días del vapor y la electricidad, arcos y flechas con puntas de piedra o hueso. Los únicos factores de la civilización que han llegado al dominio de los orochones son el alcohol y la pólvora.
Una vez, en tiempos de los poderosos emperadores de China, de la dinastía mongola de los Yüan, los orochones formaban parte integrante del Celeste Imperio, siendo su muralla septentrional y defendiéndole de los tungusos. Después, a la sazón de los momentáneos cambios en el Estado de Gengis Jan y Tamerlán, los orochones pasaron sucesivamente a poder de los coreanos, tungusos y japoneses, y, por fin, cuando Rusia ocupó el Extremo Oriente hasta las costas del Pacífico y a lo largo de las fronteras manchú y coreana, la tribu figuró entre los súbditos del zar.
Pagaban puntualmente los impuestos, liquidándolos en pieles. En realidad no estaban muy seguros en cuanto a su positiva nacionalidad, pues aunque cumplían sus deberes fiscales con el Estado ruso, también visitaban de cuando en cuando a los funcionarios chinos, que iban a verles en secreto desde las cercanías del mar, y les entregaban para el Tesoro de Pekín pieles de marta, cebellina y ardilla.
Los comerciantes rusos los explotan sin compasión, y desaparecerán rápidamente, aniquilados por el alcohol, que los colonizadores rusos les distribuyen sin tasa ni medida.
En 1905 ocurrió un incidente cómico trágico, a causa de que un aventurero emprendedor se instaló entre ellos y empezó a reunir pieles de valor como contribución para el Tesoro británico. Por suerte para los orochones, el aprovechado inglés tropezó con un oficial ruso que le recogió las pieles y le detuvo. Las pieles pasaron a poder del oficial aprehensor, y se dice que éste repartió el botín con el inglés, a quien puso en libertad sin otras averiguaciones.
Los orochones son magníficos cazadores, incansables jinetes, excelentes tiradores y valientes a toda prueba, pues hacen expediciones contra los tigres y los osos sin más armas que las manos. Atraviesan en verano e invierno la taiga entera desde el Amir al Bikin y hasta el Yiman. No obstante, no van más al Sur a consecuencia de una tradición muy difundida en la tribu, consistente en que en el siglo XIII un Emperador chino dictó una orden prohibiendo a los bárbaros del Norte aproximarse a la frontera de Corea y al país de los manchúes, temiendo que juntos con éstos, famosos por su belicosidad, invadiesen China y comprometiesen la sucesión a la corona, tras del cierre del reinado de Gengis Jan.
Conviví con los orochones en la comarca, al Norte del Bikin, durante mi viaje a la bahía Imperator, con motivo de que el gobierno del Zar proyectaba construir un canal que uniese al Amur con el mar para disponer de una salida más corta y accesible que la que la boca de ese inmenso río, con sus barras y médanos peligrosos para la navegación, ofrece. Viajé con dos ayudantes y tres guías por un terreno enmarañado, hundiéndome a menudo en los barrancos pantanosos de las montañas.
Un anochecer, a punto de acampar para pasar la noche, divisamos en un collado no muy lejano el resplandor de una hoguera que teñía de rojo las ramas de los robles y olmos que la rodeaban.
-;Deben ser los orochones -;exclamó uno de los guías.
Nos aproximamos al fuego y pronto llegamos a un amplio prado donde, en torno de unos leños encendidos, estaban sentados por lo menos veinte indígenas. Vestían calzones anchos, de piel. Guardaban silencio, fumaban en pipas y contemplaban inmóviles la luminosidad de la fogata.
Algunos pasos más allá, bajo los árboles, estaba de pie un individuo corpulento, de singular catadura, envuelto en ropas andrajosas, adornadas con tiras y cintas de brillantes colores y tocado con una alta cofia hecha de cortezas de abedul. Se inclinaba continuamente al suelo y se enderezaba de nuevo, tirando de una larga correa de cuero, de la cual el extremo superior desaparecía en la obscuridad entre el ramaje de un añoso y frondoso roble. Miré con atención a las ramas y de improviso descubrí que el hombretón de la cofia se ocupaba en colgar a otro hombre, cuyo bulto negro subía lentamente a la copa del árbol, oscilando o girando en el aire. Hice intención de lanzarme en auxilio de la víctima; pero uno de los guías, que residía hace tiempo en el distrito del Ancur, se sonrió y me dijo:
-;No se moleste usted. Los orochones cuelgan a sus muertos. Eso es una ceremonia fúnebre.
Así era realmente. Habíamos llegado a la mitad de los funerales de un hombre que acababa de morir de una borrachera. Resultó que el difunto se hallaba colocado entre dos piezas de corteza de abedul cortadas con esmero de un largo tronco. Luego amarran el improvisado féretro con correas de cuero y lo cuelgan de las ramas más altas de un roble. Más tarde he visto con frecuencia que en esas cajas de muerto expuestas al aire libre, suelen anidar las golondrinas de roca y las blancas lechuzas árticas (Nyctea nivea). Cuando el ataúd de abedul hubo quedado firmemente atado al árbol, iluminado por el resplandor de la hoguera, el chaman se incorporó al corro, y, sentándose también, tomó de un indígena viejo un pedazo de carne y un vaso de aguardiente. Hasta que no terminó de comer no se levantaron los nómadas para adelantarse hacia nosotros, saludándonos y preguntándonos por nuestro rumbo y nuestros planes, así como invitándonos a que nos calentásemos en su compañía.
Reparé con curiosidad en sus fisonomías serias, reflexivas y tristonas. No puedo afirmar que su expresión fuera una característica atávica de los resultados del alcoholismo, aunque he notado en distintas ocasiones que los borrachos crónicos suelen ser muy serios y poco inclinados a la broma y la risa.
Cuando la luna lucía en lo alto del cielo, el chaman reanudó su labor, porque el servicio fúnebre se compone de cuatro partes. La primera es la construcción del ataúd y la elevación del cadáver al árbol que sirve de cementerio. Las otras son más complicadas y difíciles; la segunda consiste en las plegarias a las almas de los demás muertos, que yacen, mejor dicho, cuelgan allí a fin de que acojan favorablemente al nuevo compañero; la tercera estriba en la exhortación al espíritu del difunto para que converse con su familia y amigos, y la cuarta constituye la fase más agradable de la ceremonia, por ser un banquete llamado izana.
Abandonando su puesto cerca del fuego, el chaman empezó a quitarse sus vestiduras ceremoniales. Se despojó de sus harapos vistosos y de sus tiras amarillas y rojas, poniéndose en su lugar cuerdas, correas y cadenas con amuletos atados a ellas, tales como raíces de plantas de enrevesadas formas, piedras de colores, trozos de huesos, dientes de oro y otros objetos misteriosos y milagrosos. En la cabeza se plantó un gran sombrero de piel de gamo, cogió un tambor y un pito hecho con un hueso y se echó a la espalda un morral con regalos que consistían en botellas de aguardiente, paquetes de tabaco y sal, pipas y guisantes secos.
Principió entonces una extraña pantomima. La hoguera proyectaba a capricho del viento luces y sombras sobre la hierba del prado y las hojas de los lozanos árboles que circundaban aquel claro del bosque. Un círculo silencioso de repulsivos y meditabundos hombres se delineaba negro y marcado en el terreno, alrededor de la chispeante hoguera, que prestaba rojizos reflejos a los mustios semblantes de los mongoles. A corta distancia de éstos, en el tupido herbazal, la sombra del chaman, al que sólo daba la luz por un lado, hacía desconcertados movimientos. A ratos iba y venía, erguida la cabeza, sin dejar de gritar con voz aguda: «iJin, Jin!», frase que acompañaba con un solo golpe al tambor. Mis guías me explicaron que esa era la manera como el chaman reclamaba de cada uno de los muertos que le escuchase. Lancé una ojeada a los árboles próximos y vi que de ellos pendían más ataúdes, en parte escondidos entre sus nuevas ramas y hojas.
El brujo golpeó el tambor cuarenta veces, repitiendo a cada golpe la llamada sacramental. Permaneció callado un momento, y luego, colocándose en posición para que todos los muertos pudiesen oírle, comenzó, con tono ronco y sepulcral, un lato discurso, subrayado a intervalos con redobles de tambor o pitidos.
-;¡Yin singu tamaz! -; exclamó solemnemente; lo que significaba que las almas de los difuntos habían acudido a aceptar los presentes que se les brindaban.
El chamán descorchó una botella de aguardiente y, describiendo con ella medio círculo, derramó en la hierba algo de la preciosa bebida; después echó un buen trago de ella, vertió alguna más en el suelo y tornó a beber. Esto se repitió seis veces con cada una de las dos botellas. Observé que el tal chamán era listo y sabía arrimar el ascua a su sardina, porque las libaciones de ultratumba eran parcas y las suyas copiosas, sin duda alguna. En vista de eso, hubiera apostado que las almas de los difuntos no serían las que se emborrachasen aquella noche. Tras del alcohol le tocó el turno al tabaco, que el chamán repartió a su gusto con sus invisibles auditores. Se metió en la boca un gran puñado de sal, y dejó sin distribuir las pipas y los guisantes.
A la ceremonia de las donaciones de ritual sucedieron las danzas sagradas del hechicero. Este poseía indudable mérito coreográfico. Saltaba en el aire con agilidad y a portentosa altura, hacía movimientos rápidos y graciosos con los pies y las manos, marcaba con el tambor el vivo ritmo de su baile y giraba sobre un pie con tan pasmosa velocidad, que era difícil distinguirle la cara. Bailó mucho rato, y habiéndose sofocado, empezó a desprenderse, sin interrumpir su ejercicio, de los amuletos, de su sombrero y de la prendas que le cubrían la parte superior del cuerpo, quedando desnudo hasta la cintura, sin que por eso cesase de moverse y de agitar sus escuálidas manos y descarnados brazos. Por último, se detuvo empapado en sudor, como una máquina bien engrasada y, recogiendo sus ropas y chucherías, vino al corro de los orochones, anunciándoles que el muerto había aceptado agradecido sus obsequios, y que se los agradecía desde el mundo en que descansaba.
Después el brujo tomó un poco de té, se enfrió algo, se vistió y echó un buen trago de la jarra con aguardiente que servía para uso general. Comió un trozo de carne asada, y de nuevo se puso en pie.
Entonces no llevaba adornos ni colgajos. Cogió solamente dos pequeñas tablillas, con una plancha de corteza de abedul blanco delgada como una hoja de papel entre ellas, y lentamente se dirigió al árbol sostén del último ataúd. Se mantuvo frente a él en silencio, sumido en honda meditación, como si no estuviese perdidamente borracho, y luego un ruido tan leve como el zumbido de un mosquito. Parecía que venía de lejos; pero en realidad salía de las finas tabletas que el chamán se había llevado a los labios. El ruido fue ganando en intensidad, hasta que se convirtió en un rumor grave que despertó a todo el bosque, desde el blando césped a las frondosas copas de los robles, y llenó los oídos, los corazones y las mentes con sonidos bastante sensibles para actuar en el cerebro. Sin duda que el chamán podía conducir un hombre a la locura sin más ayuda que dos tablillas de madera y unos recortes de corteza.
Por fin, el rumor fue disminuyendo y se redujo a las primeras casi imperceptibles vibraciones. A la par el chamán avanzó hacia la sombra proyectada por los árboles, y luego, en varios sitios de la obscuridad, aparecieron unas lengüetas fosforescentes.
En esto los orochones cuchichearon horrorizados unos con otros y miraron con espanto las densas tinieblas.
¿Qué era aquello? ¿Era una sugestión ejercida por el chamán bailarín, o procedía de algunos objetos fosforescentes tirados por el brujo al aire -;trozos de roble podrido o polvo de hongos descompuestos-;, si no es que lo causaban algunos insectos luminosos, como las luciérnagas, tan numerosas en la región del Usuri?
Cuando brotaron las llamitas, el chamán pronunció ciertas frases para sosegar y consolar a los parientes del muerto, que estaban ya completamente borrachos, y esto indujo a los hombres encargados del festín a llenar las jarras y soperas de «brandy», con gran satisfacción de mis guías.
-;¡Vaya unos funerales rumbosos!-;exclamaron, frotándose de gusto las manos.
Después de que el mago hubo ocupado otra vez su puesto junto a la lumbre, dio principio un banquete, o más bien un derroche de alcohol, del que mi gente participó con creces. Los indígenas se saturaron de bebida, y, medio inconscientes, caían y volvían a levantarse para proseguir sus libaciones. Comieron poco: algunos de ellos, de tarde en tarde, mascaban un pedazo de carne asada o cocida o de pescado seco. Pasadas unas horas el fuego se apagó, y los orochones quedaron tendidos en el suelo, durmiendo el sueño de la embriaguez, gruñendo y rebulléndose torpemente. Mis guías, ni aun entonces se separaron de las botellas, medio vacías, a pesar de que no podían con su alma.
Yo tenía mis dudas acerca de la reanudación de mi viaje a la mañana siguiente, pero me equivoqué. Al rayar el alba se despejaron y, aunque un poco pálidos, hicieron su trabajo como de costumbre, con habilidad y prontitud. Los orochones se habían ido mucho antes de que la luz del sol bañase su cementerio, el de los ataúdes de abedul balanceados por el viento.
Al cabo de algunos meses volví a hallar en la taiga a varios de esos genuinos nómadas, de los que conservaba tan desagradable recuerdo, con motivo de su bacanal funeraria; pero mi opinión respecto a ellos experimentó un cambio radical, al verles luchar con las duras condiciones de su existencia. Eran tres, todos cazadores, armados de escopetas viejas y de cuchillos y hachas puestos al cinto. Su indumentaria atrajo mi atención. Usaban calzones y calzado hechos de una pieza, de piel de venado, con el pelo por fuera, forrados con pellejos bien unidos de liebres blancas. Gastaban una camisa propia de ellos, y que merece ser descrita. Es una prenda doble, confeccionada con pieles de venado, con el pelo de las dos por dentro y fuera respectivamente, teniendo entre ambas entrelazadas como una red, una malla de retorcidos tendones de ciervos, que forman una especie de almohadón aislador del aire, la mejor defensa contra el frío. Una capucha que sirve, no sólo para cubrirse la cabeza, sino para taparse la cara, pegada al cuello de la zamarra, y unos manguitos de piel hasta los codos completan el práctico atavío.
He usado ese abrigo en el curso de mis cacerías invernales, y no vacilo en asegurar que no hay prenda más útil para preservarse de los rigores del frío. Protegidos por tal vestimenta, los viajeros pueden soportar al descubierto los efectos de las nevadas y ventiscas de la zona glacial.
Me junté a los cazadores orochones un atardecer, después de una accidentada jornada de caza, durante la cual mataron bastantes venados. Al amanecer del día siguiente uno de los nómadas se preparó para la caza. Me asombró notar cómo iba vestido, pues sobre el desnudo cuerpo sólo se puso unos pantalones muy finos y una zamarra de pieles curtidas de cervatillo, que, con las altas botas de piel, completaban una especie de mocasín, parecido al que llevan los indios americanos. Luego se ató a los pies un par de esquíes cortos y anchos, construidos de modo que no impidiesen los movimientos entre la espesura de los bosques.
Sumamente interesado en verle trabajar le seguí de lejos, y a escasa distancia del campamento asistí a una curiosa escena de caza. El joven orochón descubrió una pista reciente y se puso a perseguir un ciervo. Con increíble velocidad se abrió paso por la maleza, gritando y silbando al venado como hostigándole. Anduvo tan de prisa que nunca perdió de vista a su victima y lentamente la encaminó hacia el hondo barranco cubierto de nieve, en el extremo del cual estaba yo parado. Cuando la amedrentada res penetró en la garganta montañosa, se hundía en la espesa capa de nieve y adelantaba muy poco, a pesar de sus esfuerzos para ganar la pendiente opuesta. El indígena llegó al término del barranco un poco después que el venado, y con un alegre impulso a los esquíes le alcanzó, sujetándole con destreza y amarrándolo para poder tirar de él con facilidad, a la vez que llamaba a sus compañeros para que le echasen una mano.
La marcha del joven cazador fue tan rápida y segura, y cada uno de sus movimientos tenía tal elegancia y pujanza, que sentí pesar y arrepentimiento al recordar el mal juicio que de los suyos formulé la noche de la lúgubre bacanal bajo el ramaje de los robles.
La taiga del Usuri es extraordinariamente rica, figurando entre sus tesoros las más costosas pieles, el oro, las piedras preciosas, el ginseng, excelente pescado y caza en abundancia. Fácil es comprender que los hombres atraviesen las selvas en busca de estos valiosos productos naturales, y nada más lógico, dada la flaqueza humana, que a estos trabajadores esforzados les sigan otros aventureros menos emprendedores y desprovistos de todas las buenas cualidades. Estos aventureros de mala ralea son los apodados «hombres-tigres». Ya he hablado de El Tuerto y de las bandas de ladrones y otros criminales que infestan los bosques, matando y saqueando a las personas honradas que se ganan la vida a brazo partido con los implacables elementos.
Los «hombres-tigres», poética denominación dada a esos conquistadores de la Naturaleza por uno de los cazadores chinos establecidos a orillas del Wula-Ho, cazadores a menudo atormentados por ellos, son en su mayoría chinos, si bien no respetan en modo alguno a sus compatriotas. Merodean por separado o constituyen cuadrillas, organizadas con acierto y reclutadas entre los millones de constantemente hambrientos hijos del ex Celeste Imperio, en el que son legión los coolíes sin ocupación y los desertores del indisciplinado ejército.
Estos desesperados, verdaderos despojos de la humanidad, tienden a agruparse y forman bandas a las que alguien provee de armas y lanza al campo para que maten y roben. Actúan no sólo en China, sino también en las concesiones rusas de la Manchuria, la parte septentrional de Corea y los valles del Usuri y el Amur.
Entregados a sus propios instintos, jamás trabajan, excepto cuando plantan y cosechan setas; pero por lo general sólo son unos meros forajidos, dispuestos a cometer cualquier crimen que les proporcione algún beneficio. El cultivo y recolección de las setas es su industria peculiar. En los robles caídos o derribados crecen unos hongos blancos o amarillos de la variedad de los Mucous morel. Los chinos los recogen y secan para venderlos a los gastrónomos de su tierra, que los pagan a peso de oro, considerándolos un exquisito manjar. Pero estos hongos son el azote del Usuri, porque los «hombres-tigres» chinos y sus secuaces talan bosques enteros junto a los ríos Jor, Daobi-Ho y Wula-Ho, para coger los hongos que se producen en los árboles cortados. Estos abatidos gigantes yacen y se pudren sin provecho real para la vida económica de la región; pues al cabo de cuatro o cinco años los troncos no dan más hongos y carecen de valor.
Durante una de mis excursiones cinegéticas a los montes próximos al río Suchan, llegué con mi ordenanza a un solitario fang-tzu. Unos caballos ensillados a la china pastaban cerca de una empalizada medio desbaratada. Entramos en el fang-tzu inesperadamente y sorprendimos a seis chinos, bien vestidos tumbados en el kang, que fumaban plácidamente. Intentaron levantarse y acometernos; pero mi soldado, ducho en esas lides, les apuntó con la carabina y gritó:
-;¡Arriba las manos!
Le obedecieron con el servilismo con que hubiesen atendido la orden de un jefe. El ordenanza me pidió que les tuviese al alcance de mi carabina y fue a un poste del que colgaban seis fusiles, les sacó los cartuchos y luego amarró unos a otros a los bandoleros, dirigiéndose a ellos en jerga ruso-china, ese baturrillo de palabras extrañas, tan extendido en Manchuria.
-;Sabemos que sois hunghutzes. Los cosacos nos siguen y entonces el pu shang kao será con vosotros. Pero no os queremos mal. Os quitaremos cuatro carabinas y dos caballos; esconderemos las armas en un vado del río Suchan y cuando encontremos a los cosacos les diremos que no hemos visto nada de particular. Y vosotros, en cuanto os dejemos, podéis escapar a los cuatro vientos.¿Tung tecno? ¿Me entendéis?
-;Tung te. (Le entendemos) -;contestaron ellos a coro.
-;Shang Kao (bien)-;dijo el astuto soldado con aire digno, cogiendo y atando las carabinas.
Retrocedimos con las armas dispuestas a disparar contra ellos, cerramos la puerta y la atrancamos por fuera con una gruesa estaca. Hecho esto, elegimos los dos mejores caballos y nos alejamos de allí.
Transcurridas algunas semanas, el soldado vendió su botín a un aficionado a las antigüedades, porque las verdaderas armas usadas por los hunghutzes eran muy estimadas, y habiendo realizado un buen negocio, me preguntó con picardía, guiñándome un ojo:
-;Diga usted, señor, ¿quiénes en el fang-tsu fueron en realidad los hunghutzes, esos asquerosos manzas (nombre familiar con que los rusos designan a los chinos), o usted y yo?
-;Tú, hombre, que duda cabe -;contesté riendo-;, porque te aprovechaste de aquellos infelices, como un consumado capitán de bandidos y no has repartido el botín conmigo.
-;Supuse que no admitiría usted su parte. Y dispense que le diga, señor, que se llevó usted a Vladivostok el caballo que quitamos a los hunghutzes.
-;Se lo devolví a la administración militar -;repliqué con viveza.
-;Allá usted, señor -;me contestó-;. Nosotros, los pobres soldados, no podemos ser tan espléndidos. Lo que Dios nos pone en las manos, debemos saber hacerlo valer.
La «caldera negra» y «el tigre borracho»
Para mis estudios científicos, la denominada «Caldera Negra» es un paraje muy apropiado. Se trata de un valle entre los ríos Suchan y Tu-Tao-Ku. Allí existen inmensos yacimientos de carbón pardo o lignito, resultado de la amplia y gran labor de la Naturaleza, actuando como químico e ingeniero.
El carbón pardo, de relativa nueva formación, es completamente igual al que se encuentra por doquier en la península de Muravieff-Amurski, esto es, sólo es bueno como combustible.
En la cuenca del Suchan la Naturaleza ha dado, hábilmente, acceso al calor interior de la tierra hasta estas capas carboníferas, de suerte que el carbón que de ellas se obtiene se parece al cok muy notablemente. Rusia, por tanto, posee en la «Caldera Negra» un combustible excelente, como el carbón pardo; otro carbón que rinde un buen cok para usos metalúrgicos y antracita, que es el producto que más cambia bajo la influencia de las altas temperaturas. En esa «Caldera» la Naturaleza ha montado un vasto laboratorio, donde se fabrican millones de toneladas de carbón.
Los depósitos del Suchan constituyen la principal riqueza del país y tienen una marcada importancia industrial, porque los filones considerables del imprescindible combustible más próximos están en la isla de Sajalín, donde la falta de buenos docks y de adecuados elementos de transporte hace difícil su explotación.
Otra fuente de riqueza en el valle del Suchan es el fértil terreno negro. Este se parece tanto al suelo de los gobiernos de Kieff y Poltava, que la administración de Petrogrado envió a dicho valle grandes colonias de emigrantes, que rápidamente desarrollaron la agricultura de la región y se hicieron ricos, aumentando sus ingresos cazando cebellinas y demás animales de valiosas pieles.
Junto con el valle del río Tu-Tao-Ku, en cuyos afluentes se halla oro, el distrito de Suchan es una comarca de muchos alicientes para los capitalistas. Las bandas de primitivos mineros chinos fueron las atraídas a él en primer lugar y lograron crecidas ganancias, que aumentaron dedicándose a la explotación de la caza mayor. En este país sorprendimos a la partida de hunghutzes, a la que mi avispado ordenanza robó con tanta serenidad.
En una aldea, no lejos de una mina de oro en plena actividad, trabé amistad con un viejo cosaco, jovial en extremo, llamado Kangutoff. Con él, cuando yo estaba desocupado, recorrí cazando el valle del Suchan, pasando ratos ya entretenidos, ya emocionantes. Los ingenieros de la mina, al saber que yo cazaba con Kangutoff, se rieron diciendo:
-;¿Kangutoff, el «Tigre borracho»? Es un buen cazador y conoce toda la taiga tan bien como el corral de su casa.
Como me disponía a emprender una expedición, no tuve tiempo para preguntarle el por qué del extraño mote.
Di varias batidas a los faisanes en compañía de Kangutoff, y en el curso de ellas tropezamos en distintas ocasiones con jabalíes, esos enemigos de las plantaciones de maíz de los labradores. En los campos de trigo y habas de «Koaliang» o sorgo chino y a lo largo de las riberas de los ríos, legamosas y revestidas de altas hierbas, levantamos bandos enteros de faisanes. Mi perro, un setter gordon de pura raza, estaba ya tan cansado y nervioso a medio día, a causa del constante trabajo, que después de merendar se echó y no quiso levantarse, quejándose y lamiéndose las patas, arañadas por los zarzales; pero por fin decidió seguirme al verme entrar en la espesura, olvidándose de sus sufrimientos, porque el fuerte olor de los faisanes reavivó sus naturales entusiasmos.
Ocurría a menudo que cuando el perro señalaba a un pájaro, quedándose de muestra en una artística postura, que encantaba la mirada del cazador, otras aves salían a derecha e izquierda con ruidoso batir de alas, lanzando chillidos agudos. El sorprendido perro casi se agazapaba al terreno y no se atrevía a mover la cabeza, permaneciendo en una actitud fija, al acecho de un solo pájaro; pero la agitación de su nariz indicaba suficientemente el torbellino de sensaciones que experimentaba.
No dudo de que los faisanes de los campos y matorrales del Suchan y del Tu-Tao-Ku me recordarán todavía, Durante dos semanas tuve a veinte familias abundantemente abastecidas de la sabrosa caza, y yo mismo me harté de la estimada ave blanca, hasta el punto de que después en el Este apenas la he comido, ni siquiera guisada a la moda de Vladivostok, es decir, con champaña, aunque me figuro que incluso un trozo de neumático de goma vieja cocido en ese vino será agradable, cabiendo el recurso de beber el caldo y dejar la goma al cocinero, lo que yo solía hacer con el plato de faisanes.
Como la caza de faisanes en tales condiciones resulta fácil y monótona, me cansé pronto de ella y sentí el deseo de un sport más emocionante. Los jabalíes (sus scrota) me facilitaron lo que ambicionaba, toda vez que cazarlos en el valle del Suchan, entre los arbustos y la maleza de la altura de un hombre, no carece de peligros. En esa jungla los jabalíes se alimentan de bellotas, pasando allí los días, y por las noches acuden a las plantaciones de las granjas, arrancándolas y pateándolas desastrosamente.
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