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El hombre y el misterio en Asia (página 5)


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El camino de la frontera de Corea pasa muy cerca de Novokiyevsk a través de los collados de Sijota Alin, revestidos de árboles sin follaje. Nadie transita por él, pese a su importancia estratégica, pues, por lo general, se usan otras sendas secretas seguidas por los coreanos de blancas ropas, que regresan a su melancólica tierra del país Usuriano, donde se ganaron legal o ilegalmente sus medios de existencia y los de sus familias, de las que a menudo estuvieron separados luengos años, de rudos trabajos para ellos.

Un día que yo estaba cazando con algunos oficiales en la proximidad de la frontera de Corea, nos servían de guías varios cosacos de Nikolsk-Ussuriski y de los puestos de guardias establecidos a lo largo de la frontera. Cazábamos corzos, manadas enteras de los cuales se alimentaban en las laderas montañosas de los jugosos pastos y abundantes matas que en ellas crecían. Impulsado por mi ardor cinegético, me lancé en persecución de un ciervo herido que huía para refugiarse en los barrancos de la sierra vecina, y al pasar entre un grupo de robles, vi dentro de unos peñascos un bulto negro. Creí al principio que se trataba de un hombre, y le di un grito para prevenirle de que podía recibir un balazo. No me contestó nada, y me dirigí a él, cuando oí un sordo gruñido y distinguí un enorme oso negro que salió de su escondite y echó a andar ladera abajo hasta el fondo de la garganta. Noté que la maleza se doblaba bajo el peso de la bestia, pero no pude seguirla.

Estaba a punto de darle caza, cuando sonó un disparo, que el eco fue repitiendo de cerro en cerro. Entonces vi que uno de nuestros guías cosacos llamaba a otro para que le ayudase a despellejar el oso. Al aproximarme a él hallé que la fiera había caído de un tiro en el corazón y que los cosacos se ocupaban ya en desollarla.

En la espesa broza, cerca de la derribada bestia, observé unos blancos pingajos y unos trozos de un tejido de algodón, amarillento y podrido. Los cosacos, reparando en que yo me fijaba en aquellos restos, se echaron a reír.

-;Por aquí pasó un cisne blanco y yo le atrapé -;murmuró un cosaco viejo mientras que desollaba con destreza al oso muerto-;. Ya hace dos años. Vine aquí con mi primo, un cosaco del Ymán, para coger cisnes blancos, porque sabíamos que muchos de ellos tenían que pasar por este camino,

-;¿Pero a quiénes llaman ustedes cisnes blancos?-;pregunté.

-;¡Toma! A los coreanos, señor, a los coreanos -;replicó con zumba -;. Vuelven de las minas de oro del Amur, del Sungacha, el Mai-Ho y la Bahía del Emperador, trayendo en sus morrales gran cantidad de cosas valiosas: polvo de oro, panti, ginseng, ámbar, setas, perlas de río y pieles de cebellinas, martas y armiños. ¿Cómo íbamos nosotros a permitir que se llevaran tantas riquezas tan útiles a los buenos cristianos?

Y se rieron de nuevo.

-;¿Y qué hacen ustedes?-;indagué temiendo saber la verdad.

-;Nada más sencillo: Preparamos zasidki en los caminos y aguardamos. Los coreanos viajan solos, porque desconfían unos de otros, y patean a lo largo de las peores veredas. Cuando los cosacos oyen el ruido de sus pisadas, o el golpe de un hacha, o ven de noche el resplandor de las hogueras que encienden, desde la copa de los árboles se arrojan sobre los cisnes blancos y les arrebatan el fruto de sus trabajos. A veces el coreano intenta defenderse con su hacha o su cuchillo; pero en tal caso una bala le tranquiliza para siempre. Si llora o maldice, el cosaco también le mata; ¿para qué quiere la vida un cisne sin sentimientos? De todos modos, ha de morir más tarde o más temprano.

El viejo cosaco dijo todo esto con calma y tono burlón, y no me costó trabajo creerle, sobre todo después de ver los harapos, quizá teñidos de sangre, de la blanca túnica del coreano, y de contar, diseminados en la espesura, tantos puestos preparados para la caza del hombre.

-;¡Pero eso es un crimen!-;exclamé mirando a los cosacos sin pestañear.

-;¡Bah! ¿Y eso qué importa? -;repuso uno de los más jóvenes-;. ¿Acaso son como nosotros? ¡Son sabandijas, y más numerosos que las hormigas! Ahora que esas hormigas nos abandonan, porque empiezan a usar los ferrocarriles y vapores, y sólo los más pobres se arriesgan a viajar a pie. Además, las autoridades castigan a los cosacos y aldeanos con seis meses de cárcel por matar a un cisne blanco, y Cirilo Fomenko estuvo preso un año a causa de que su cónsul hizo una reclamación. El cónsul se enteró de la hazaña por un chino que la presenció, y denunció a Fomenko como asesino y ladrón de la cucaracha amarilla. Antes reinaba en estos bosques la libertad; eran el paraíso de los hombres atrevidos y fuertes. Esos tiempos se fueron. Ahora la soledad no existe, ha perdido su misterio, y los hilos del telégrafo cruzan la selva, nadie sabe dónde, ni para qué. Bueno, a mí me parece que para molestar a los hombres libres.

Los dos guías maldijeron a ese entrometido descubrimiento de la civilización y, terminada su tarea con el oso, reanudaron la cacería.

Pronto desembocamos en un vasto prado, donde tropezamos con un bando de faisanes. ¡Qué alegría! A cada paso salían de la hierba o los matorrales: las hembras con su plumaje pardo y tornasolado, y los machos con sus pechugas y cuellos de colores brillantes y mezclados, verdaderamente iridiscentes, predominando los rojos, amarillos y azules. Cobré buenas piezas.

El faisán es fácil de matar, porque este pájaro arranca a volar de prisa y con ruido; pero sólo se remonta a unos quince metros de altura, y luego se aleja en línea recta, con vuelo seguro e igual.

La caza del faisán resulta monótona, salvo en los terrenos de espesa vegetación, en los que hay que tener destreza y rapidez para dar en el blanco. Esto es cierto, sobre todo en la región del Usuri, donde abundan los faisanes de modo sorprendente. Dos oficiales y yo, cazando cerca de la bahía Possiet, matamos doscientas setenta aves en un día.

Tal es ese paraíso de los cazadores, en el que entre el botín de la caza figuran los cisnes blancos, los infelices caminantes coreanos, quienes después de haber amasado una pequeña fortuna a costa de privaciones en las selvas del Usuri o en las quebradas del Sejota Alin, pretenden regresar a sus hogares en busca del amor de los suyos, que les aguardan viviendo en la miseria y la tristeza. Suelen esperar en vano la vuelta del padre o del marido; inútilmente se ilusionan con la esperanza de un porvenir de riqueza, puesto que junto a la emboscada de los cosacos, en una encrucijada del bosque, el sol tuesta y el aire orea un montón de huesos. Esto y unos harapos sangrientos es cuanto queda de las ambiciones de una vida.

Estas ideas agobiaron mi imaginación cuando seguí y crucé las sendas recorridas por los cisnes blancos, que en la estación primaveral acuden al Norte llenos de esperanzas, y en otoño se dirigen al Sur para meterse en las fauces de la muerte, que eso significa caer en manos de los rusos europeos encargados de difundir la cultura en tierras del Extremo Oriente.

El «Tigre-Club»

Residí una corta temporada en Novokiyevsk, observando el anormal modo de ser de sus habitantes y conviviendo con los militares de su guarnición. Eran éstos una gente extraña, pues hay que advertir que el gobierno ruso destinaba a la remota plaza fronteriza a los oficiales de peor nota, tachados de borrachos, desfalcadores, díscolos y brutales. Como se ve, eran por lo general hombres desmoralizados, abyectos, dedicados por completo al alcohol y al juego, en fin, entregados a la degradación moral. Casi todos eran solteros, y si llegaba la familia de un oficial, empezaban inmediatamente los escándalos, las aventuras y los duelos. Si por casualidad caía por allí una persona natural y digna, su vida entre aquellos locos y granujas merecía la calificación de verdadero martirio; no podía acostumbrarse a las horribles condiciones del servicio ni a las costumbres locales y pasaba todo el tiempo cazando, la única diversión sana a su alcance, porque no había libros, ni sociedad, ni recreos cultos de ninguna clase. Sin embargo, la mayoría de ellos, casi olvidados por sus superiores y abandonados a sus instintos en la costa de la bahía muerta, junto a la trágica frontera de Corea, aprendían a vivir. Una embriaguez homérica, los juegos de cartas y las frecuentes y sangrientas reyertas llenaban los días de tan envilecidos seres humanos.

El «Tigre-Club» es el mejor ejemplo de los depravados hábitos de aquellos oficiales en las costas de la bahía Possiet. Durante mi visita a la población este «club» funcionaba en secreto, por no tolerarlo las autoridades; pero veinte años antes existía de una manera franca y su fama se extendió hacia el Oeste, hasta el centro de Siberia. Se le conocía con el nombre excéntrico de El círculo a tiro limpio. Me contó su historia un veterano oficial que llevaba muchos años destacado en Novokiyevsk.

Por la tarde, ya todos muy bebidos, solíamos reunimos en el casino, un granero sucio y oscuro que apestaba a aguardiente, hasta el punto que bastaría para hacer sobrio al más borracho el entrar en nuestro cubil. Claro que a nosotros no nos producía la menor impresión. La borrachera suele poner a los hombres tristes o melancólicos, y de esto surgió el invento de un nuevo recreo llamado el «Juego del Tigre». Los asistentes al casino entraban en un cuarto alumbrado por una sola bujía. Se echaban suertes para clasificar a los socios en cazadores y tigres; blanco para los cazadores y encarnado para los tigres. Luego el azar designaba también la pareja a la que tocaba empezar el juego. De ésta el cazador recibía un revolver y el tigre una campanilla.

Los demás socios se sentaban en lo más alto de unas escaleras de mano colocadas junto a las paredes, dejando el suelo a los dos jugadores. Cuando todo estaba dispuesto, los criados entraban trayendo grandes vasos de Vodka para los espectares y de alcohol puro o arraka para los contendientes. Consumidas estas «bebidas refrigerantes», los criados apagaban la bujía y salían cuidadosamente cerrando la puerta. Se pronunciaba la voz de ¡empieza la caza! y comenzaba el juego.

El tigre se arrastraba, sin ruido en la obscuridad, porque los jugadores se quitaban el calzado antes de que principiase la broma; se escondía en los rincones de la habitación, se tiraba al suelo y ponía en práctica cuantos recursos le sugería su astucia para engañar el oído y la vigilancia del cazador.

De repente se oía el tintineo de la campanilla, seguido de un disparo. A veces respondía a la detonación el ruido sordo de la caída de un cuerpo, si el tigre resultaba muerto o herido, y en ocasiones resonaba un grito de triunfo:

-;¡Perdiste! ¡Toma la campanilla!

Los jugadores cambiaban de papel y la diversión se prolongaba mientras uno de los dos no daba un buen golpe o hasta que no transcurriese el tiempo marcado. A menudo, después de una velada en el «Tigre-Club», las patrullas de servicio de mañana encontraban en las playas de la tétrica bahía alguna indudable prueba del increíble entretenimiento. Aunque nadie ignoraba lo que había sucedido entre los miembros del Círculo, el parte oficial se limitaba a manifestar: «Un oficial se ha matado casualmente manejando un arma de fuego».

El viejo capitán que me refería esta historia, quedó un momento silencioso, recordando los años pasados en los cuarteles de Novokiyevsk y luego levantó la cabeza, añadiendo:

-;Al fin y al cabo todo eso era preferible a nuestra vida actual en este maldito destierro. Hay muchas cosas peores que la muerte.

Maldijo en silencio y tornó a su mutismo, dando una chupada a la pipa.

El diablo rojo del ginseng

Me sería difícil, sino imposible, olvidar mi expedición al Norte de Vladivostok, para realizar estudios geológicos en busca de carbón y oro. Una taiga agreste, la selva del Usuri, océano de verdor, pintoresca mixtura de la flora septentrional y meridional. Allí en el borde opuesto de la bahía del Usuri, encontré las solitarias y silenciosas torrenteras del Sijota Alin medio. Las veredas del monte, zigzagueantes y borrosas, conducen de fang-tzu a fang-tzu, habitados por cazadores rusos y chinos.

Con frecuencia entré en esos fang-tzu, siendo a veces acogido con agrado y hospitalidad; pero en ocasiones, el dueño de la choza, al notar que me acercaba a ella, la abandonaba con premura escondiéndose en la maleza. También se dio el caso de que la bala de una carabina invisible pasase sobre mi cabeza como un aviso para que evitase el contacto de un enemigo de la sociedad humana.

Cierto anochecer, una luz brilló entre el ramaje. Me encaminé a ella y pronto divisé una casita hecha de leños trabados con arcilla. Una cerca de estacas con una pesada puerta de tablas toscamente aserradas rodeaba al fang-tzu, a cuya puerta llamé para que me abrieran, y como nadie respondió, mi guía cosaco la golpeó con la culata de su fusil. Por último, sentimos algún ruido y apagados e incomprensibles gruñidos. La puerta se entreabrió lentamente y primero vimos una linterna de papel, a la luz de la cual se destacaba la enjuta y asustada cara de un chino con el pavor pintado en los muy abiertos ojos. Llevaba la coleta retorcida alrededor de la cabeza y tenía una pipa sujeta por las vueltas de la trenza.

-;Ui liao nao. (¿Qué tal?) Le saludó mi cosaco en su mejor chino.

El hombre movió la cabeza y murmuró no sé qué, porque no pudimos comprender nada, a pesar de que mi guía hablaba con soltura el dialecto manchú. El chino continuó barbotando unos sonidos sin expresión ni tono. Al cabo abrió la boca ampliamente, aproximó la linterna a su rostro y vimos que tenía la lengua cortada y rotos los dientes de delante.

No tardó el cosaco en comprender la causa de la mutilación, y me dijo que nuestro huésped era un buscador de ginseng, cuya barraca debía haber sido asaltada en pleno bosque por los hunghutzes. Estos le mandaron que les entregase todo lo que tuviera de la preciosa raíz, y cuando él se negó rotundamente a cumplir la orden, se pusieron a torturarle, hasta que por fin le arrancaron la lengua, sin que por eso el martirizado descubriese el sitio en que estaba oculta la codiciada mercancía. Explicando esto con gestos y gruñidos, el pobre chino parecía querer hacernos entender que después de su mudez nada le inspiraba temor, y que a nadie revelaría, ni siquiera a nosotros, un secreto que tanto le había costado guardar.

Nos alojamos en su casucha lo mejor que pudimos: llevamos hierba fresca para un buen lecho, desensillamos los caballos y los atamos debajo de un pequeño cobertizo, cerca del fang-tzu, transportamos agua de un arroyo próximo y nos pusimos a preparar la cena. El chino, entre recelos y confiado por el hecho de que no le pedíamos nada y, por el contrario, le ofrecimos tabaco y azúcar, nos trajo una cesta de huevos de faisán y un puñado de cangrejos de mar. Después de cenar y tomar el té, a lo que nos acompañó, se sintió más comunicativo. Gruñó más fuerte y rápidamente, haciendo gestos con las manos, y miró a todos los rincones del cuarto. Tras de eso desapareció un momento en una especie de agujero, y salió de él con expresión de rostro enigmática. Cuando se acercó al kang (yacija de ladrillos calentados por el cañón de la chimenea), tenía algo en una mano, que tapaba con la otra. A la luz de nuestra bujía colocó en el kang dos gruesas y pardas raíces, de forma extraña, que recordaban con claridad la del cuerpo humano, con cabeza, torso, pies y manos. Hasta una larga mata de pelo crecía sobre sus cabezas. El cosaco, ducho en estos asuntos, las miró y remiró con atención, y dijo, no sin lanzar un hondo suspiro:

-;En Vladivostok o Habarovsk le pagarán por estos ginsengs dos veces su peso en oro, porque son unas raíces en extremo valiosas, antiguas y ricas.

Deduje de su suspiro y de su expresión meditabunda y ceñuda, que de no estar yo allí el chino mudo hubiera sufrido nuevas torturas y se vería forzado a revelar dónde escondía su tesoro, tan preciado en todo el Este.

A media noche, un segundo buscador de ginseng, compañero del hombre sin lengua, entró en nuestro albergue. Era un gigante, de rostro adusto y terrible, de anchos hombros y de pescuezo recio como el de un oso. Cuando andaba por la habitación se movía toda la choza. Se detuvo ante nosotros, contemplándonos de arriba a abajo, y con la mirada interrogó a su mutilado compinche. La respuesta debió satisfacerle del todo, puesto que dejó la carabina en un rincón, se quitó el hacha de la cintura y espiándonos de reojo sacó del bolsillo un pequeño zurrón de cuero y lo entregó a su compañero, que lo desató con ligereza, alborozándose frente a su contenido. Evidentemente era bueno, a juzgar por su algazara y porque se puso a palmetear con la alegría de un niño. El gigante se desnudó con cansancio, tragó unas gachas de harina de maíz y resoplando con fuerza se metió en el kang. Pronto roncó como un cerdo, mientras que el mudo desapareció de nuevo en su escondrijo y permaneció allí un largo rato. Me pareció oír el ruido de unas piedras que rodaban y como si raspasen en hierro, pero quizás fue sólo un sueño, pues no recuerdo cuándo volvió el pobre inválido.

Nos levantamos al amanecer, y tomamos té con pan duro y galleta. El hombretón, siempre refunfuñando y terriblemente cansado, se sintió, no obstante, comunicativo y sociable. Se expresaba en ruso bastante bien, pues había sido camarero en Vladivostok durante su juventud. Debo declarar que me lo imaginé en aquel oficio tan poco a propósito para él, pues no le concebía con el cuerpo de un elefante y el cuello de un oso sirviendo la comida, limpiando la cristalería de baccarat o planchando los manteles de hilo.

-;Nuestro trabajo es difícil y peligroso -;dijo bebiendo su té y quejándose de lo que le dolían los pies-;. Para encontrar una raíz hay que recorrer montes y bosques, casi a rastras, porque la planta es pequeña y se esconde en la espesa broza. Luego, cuando se ha hallado el ambicionado tesoro, es preciso cavar con cuidado cada pulgada de tierra. Al mismo tiempo no hay que olvidarse de la gata grande (tigre) que, como la pantera, también se dedica a buscar ginseng. Esta raíz da fuerza y larga vida, por lo que estos animales la buscan y comen. Si la ven en posesión de un hombre o un oso, luchan por ella y nunca se retiran sin ganarla o sin resultar mortalmente heridos. Llevo vagando seis años por la taiga, y en este tiempo he matado nueve tigres y dos panteras, sin contar los osos que he despachado. No me causa miedo la gata grande, porque cuando maté la primera, que me atacó en el Mai-Ho en un prado donde abundaban las raíces, comí su corazón y su hígado. Pero lo más espantoso de todo es el diablo que defiende al ginseng; pequeño, rojo y de ojos encendidos. De día protege a la planta, cegando al cazador; de noche prende fuego a los matorrales o se agarra al pecho del caminante, chupándole la sangre.

-;¿Le ha visto usted? -;le pregunté.

-;No; pero el viejo Fu-chiang le ha visto dos veces, y tiene todo el pecho arañado por las uñas del diablo -;contestó el gigante-;. Sucede con frecuencia que el diablo toma la forma de la raíz del ginseng para presentarse ante el cazador, y cuando éste se aproxima a ella, la planta se aleja cada vez más hasta que el hombre pierde el camino y perece en el bosque. Una peripecia semejante me ocurrió a mí, el año pasado. Estaba en un barranco a la husma de las hojas dentadas de la milagrosa planta, y de improviso atisbé una de gran tamaño y unas florecillas rojas como llamitas. La raíz debía ser muy vieja. Me dirigí al atrayente vegetal, pero no conseguí llegar a él, ya que la distancia que me separaba de la planta era siempre la misma. La seguí, internándome en la espesura, hasta que la hoja y las flores desaparecieron. Miré en torno mío, sin que pudiese hallarla de nuevo. Caía la tarde y me urgía volver al fang-tzu, pero no pude hacerlo porque me había extraviado entre los breñales. Erré varias horas, y al filo de la media noche me senté, cansado y triste, debajo de un árbol, e iba a quedarme dormido a punto de oír unas recias pisadas que turbaron el silencio del campo. No tenía carabina, mas con mi hacha me apresté a defenderme. De improviso vi un oso que resollaba con fuerza; levantó la cabeza y se fijó en mí. No contento con esto avanzó hasta casi tocarme, clavó sus ojos en los míos, soltó un bufido, dio media vuelta y se fue. Comprendí que me llamaba, eché tras él, y me condujo a un riachuelo, desde el cual fácilmente me fue posible ganar el fang-tzu..: Sí, tajen (señor); en la taiga suelen pasar cosas muy raras.

Se puso en pie de mala gana, estiró los largos miembros hasta que le crujieron las coyunturas, se echó el fusil al hombro y terminó sus preparativos atándose el cinturón, con el que ya sujetaba un hacha, la pala y un cuchillo. El rudo cazador salió. Observé que para alimento de todo el día sólo había cogido dos pedacitos de cuan-tieu, panecillos chinos, cocidos en forma de pudín.

La cacería azarosa

Estuve en otros fang-tzu de cazadores, los cuales no acostumbraban a emplear carabinas, sino toda clase de trampas y artimañas.

Las cebellinas, martas y vesos se cogen en cepos, de los que hay dos clases corrientes: una red común y una trampa, muy primitiva, pero fundada en el íntimo conocimiento de las costumbres de los animales. La caza sólo se efectúa en invierno, cuando el rastro se encuentra fácilmente en la nieve. Siguiendo las pistas, los cazadores hallan las madrigueras de las martas y cebellinas en los troncos huecos de los enhiestos árboles. Un perro de caza llamado chow-chow, de la raza de los peludos lobos, con orejas puntiagudas y lengua negra, que tanto se asemejan a sus remotos congéneres, ladra y escarba junto al tronco del árbol. Alarmada y curiosa la cebellina, se para en una rama para estudiar la situación. Entonces los chinos derriban los árboles que están cerca, a los que el bicho puede saltar. Hecho esto, el tronco del árbol es rodeado por redes sujetas por estacas clavadas en el suelo, y empieza la batida.

Los cazadores asustan al habitante de la oquedad, golpeando el tronco con sus herramientas, gritando y tirando a la copa del árbol trozos de corteza y guijarros. El animal se sube a lo alto del árbol, pero cada vez más aterrado por el ruido, vuelve a su agujero, que abandona casi inmediatamente. Estas idas y venidas duran algún tiempo, hasta que el desesperado bicho corre a lo largo de una rama o baja por el tronco para saltar a tierra y escapar, lo que no consigue, puesto que cae en las redes, en las que tropieza y se enreda, convirtiéndose en fácil presa al golpe de gracia del cazador. Los cepos usados para pillar a estos animales son muy sencillos. La cebellina, poco aficionada a marchar o revolverse en la nieve, procura siempre viajar por los árboles, y si el camino es largo, por los troncos caídos y las rocas. Conocedores de tal costumbre, los cazadores preparan en estos pasajes una artimaña, consistente en una tabla sostenida en un extremo por un ligero eje, contrapesada con las necesarias piedras. El animal, al andar sobre los troncos derribados y tropezar con el obstáculo, no salta a la nieve, sino que intenta abrirse paso entre la tabla y el tronco del árbol, moviendo el eje y dejando caer la plancha. Las martas y los vesos se atrapan de la misma manera, salvo la adición de un cebo, que suele ser un pájaro vivo y atado. Los ciervos y los alces se cogen en otoño, en los llamados solanki, es decir, sitios en los que se ha esparcido sal. Los cazadores eligen y queman en el bosque un vasto prado, que dejan completamente raso. Durante todo el invierno echan sal en el calvero, para que los animales se habitúen a ir a esa golosina. Cuando la caza se ha acostumbrado al sitio y acude allí a menudo, se cavan hondas zanjas, al entrar el otoño, se tapan con ramas y se derrama encima de ellas sal mezclada con tierra. Los venados pisan la ligera trampa que cubre los pozos y caen en éstos, donde los cazadores los despachan en un abrir y cerrar de ojos.

El príncipe pardo de la selva, el oso, también es cogido de igual manera, atraído por una carroña, y al hundirse se clava en unas puntiagudas estacas.

Aunque parezca chocante, el tigre nunca cae en ese engaño. Rondará en torno suyo, pero siempre olfatea a tiempo el trabajo de su enemigo, el hombre, y sabe librarse de la tentación y del peligro. Los cazadores chinos lo matan a tiros y corren grandes riesgos por conseguir uno, porque los médicos chinos pagan a altos precios las entrañas de la fiera y los chamanes de las diferentes tribus que pueblan los bosques también pagan bien las garras y los dientes del amo de la taiga, que les sirven para hacer populares amuletos.

En cierta ocasión, al ocuparme en investigar los yacimientos de lignito de la cuenca del Mai-Ho, llegué al fang-tzu de unos cazadores rusos. Estos eran dos y poseían un par de bien enseñados perros. Me presenté en su choza precisamente la víspera de una expedición que preparaban contra un tigre, del que habían hallado las huellas en el vecino bosque.

-;Debe ser una bestia feroz y fuerte -;me dijo uno de los cazadores-;. Una noche saltó sobre la empalizada de la casa de un cosaco y se apoderó de una vaca, con la que saltó de nuevo la cerca. Parece que la vaca quiso escaparse del poder del tigre al dar éste el segundo salto, porque en las puntas de las estacas se encontraron tiras de pellejo y pelos; pero, a pesar de todo, se salió con la suya. De esto hace una semana. El tigre desapareció, para reaparecer más tarde, y anteayer capturó dos perros. Con la ayuda de Dios, mañana lo buscaremos y mataremos.

Como repararon en mi carabina Henel con su telescopio, y en mi gran maüser en su estuche de madera, me invitaron a tomar parte en la cacería. Acepté la invitación y partí con ellos al día siguiente a punto de clarear. Era otoño y el campo se mostraba espléndido con sus matices dorados y rojos, como si se ataviase para una fiesta.

Anduvimos por un angosto sendero entre matorrales tupidos que crecían en un terreno blando. De repente, los perros se pararon, olfateando y enderezando las orejas. Vi a mis compañeros escudriñar con la mirada la espesura que nos envolvía, con los dedos en los gatillos de las escopetas; pero los perros se aquietaron y se metieron en la maleza. Al cabo de algunos minutos volvieron a detenerse con los hocicos pegados al suelo, cual figuras petrificadas. Los cazadores examinaron el paraje y pronto hallaron el lugar donde la fiera había estado echada. La hierba estaba tronchada y a corta distancia descubrimos la rama de un árbol con las señales de una garra aguzada y poderosa. Los perros avanzaron con precaución y no tardaron en pararse. Entonces vimos en la tierra la profunda marca de la pata de un tigre con las huellas de la garra, claras y recientes.

-;Debe estar cerca -;murmuró uno de los cazadores.

Los dos continuamente miraban en todas direcciones y andaban nerviosos de un lado a otro. Luego supe que cuando un tigre se entera de que es perseguido gira alrededor de quien le acosa, atacándole por detrás.

La actitud de mis compañeros principió preocupándome y concluyó causándome terror. Ambos eran jóvenes y se notaba que carecían de experiencia. Sentí francamente haber aceptado su invitación. Brusco, vino de entre los matorrales el quejido de los perros, y sin dilación los dos retrocedieron con los rabos entre las piernas, temblorosos y jadeantes, apretándose contra nosotros, con el terror pintado en los ojos. Los cazadores dieron de prisa media vuelta y me llamaron sin dejar de correr.

Con dificultad retuve mis nervios un segundo, y después -;¡quiera la suerte borrar tal recuerdo!-; les alcancé con demasiada celeridad. Faltos de aliento por la carrera, nos vimos precisados a acortar la marcha, pero proseguimos caminando mustios y cariacontecidos. Hasta los perros comprendieron la gravedad de la situación y nos seguían con las orejas gachas.

-;¡Es espantoso! -;masculló uno de los cazadores.

-;Sí, terrible -;asintió el segundo.

-;Un tigre ya era bastante -;continuó el primero-;, y resulta ahora que son dos.

-;¿Cómo han averiguado ustedes eso? -;pregunté con voz entrecortada.

-;¿No vio usted los rastros de los dos? -;preguntó el de más edad-;. Y la pareja puede que nos aceche.

-;El miedo le hizo a usted ver doble -;balbucí.

-;Si un hombre tropieza con dos diablos, dos peligros verá -;respondió-;. Vimos la verdad, señor, y la verdad es que son dos los tigres. Nos espiaban entre las matas y la hierba, y como los perros ni siquiera ladraron, sino que huyeron amedrentados, las fieras se dispusieron a acometernos por los dos lados.

-;¡Oh, qué miedo pasé, qué miedo! -;exclamó el bisoño matador de tigres, casi un mozalbete, sin reponerse aún del susto.

Iba a burlarme de él, pero me acordé del prado cubierto de hierba amarillenta y de las doradas ramas de los robles, del momentáneo y tétrico silencio turbado por los quejidos de los atemorizados perros, de la sensación del peligro inminente, traicionero e irresistible, y de las huellas del dominador de la selva, tan grandes como un plato, rebordeadas con los rasguños de sus aceradas garras; rememoré todo esto y no me juzgué autorizado para mofarme de aquellos compañeros con los que yo también había huido precipitadamente, temiendo el asalto de los tigres.

Mucho tiempo me avergonzó y mortificó el recuerdo de la azarosa y malograda cacería; pero más tarde, cuando cambié impresiones respecto de ella con el famoso cazador, profesor J. N. Kartaszof, director del Instituto Politécnico de Tomsk, él no tuvo reparo en confesarme que había sentido miedo y corrido durante una cacería de tigres. Otros cazadores expertos me han dicho además que la caza de este terrible animal de presa, en medio de un espeso bosque, está preñada de riesgos, pues el cazador, al desconocer de dónde puede venir el peligro, se desconcierta, y hasta los más valientes no logran resistir los efectos del pánico que de ellos se enseñorea. A mayor abundamiento, un bravo individuo me contó otro caso, que relataré más adelante, cantando un himno en honor suyo.

Aquel mismo otoño visité las bahías de Santa Olga, San Vladimiro y Tetinjo. Son, entre otros, los lugares de la costa de Primorsk más atrayentes para los capitalistas, debido a que en ellos existen ricas capas de hierro, cobre, zinc y carbón. En tales regiones los alemanes comerciaban activamente antes y después de la guerra ruso-japonesa, y se hubieran adueñado de tantas riquezas naturales de no haber sido por la conflagración mundial. A raíz de la Gran Guerra cambió el personal y surgieron los japoneses. Por eso se dice en el Extremo Oriente, claro que con sorna evidente:

«Santa Olga y San Vladimiro traen a los japoneses para ayudar a Rusia contra los bolcheviques».

Cierto, porque los japoneses, careciendo en su patria del mineral de hierro, tan necesario para los fines industriales y militares, en ninguna parte del continente pueden encontrarlo más a su alcance que en las bahías citadas, y he aquí uno de los motivos principales por los que el ejército y la diplomacia japoneses permanecen en Vladivostok y Nikolaievsk del Amur, y combaten con las bandas de los partidarios rojos o negocian con el Atamán Sewenoff, adversario irreconciliable de los Soviets, si es que no pactan en Dairén con los representantes del gobierno bolchevique de Moscú o con las autoridades comunistas, mal disfrazadas, de Chita.

Esas riquezas son casi inagotables y los minerales tienen una alta proporción de metal. La industria metalúrgica cuenta allí con un posible campo de actividad, por lo menos para ciento cincuenta años. Disponer de estos enormes veneros merece la pena de que la política de Tokio discuta, riña y venza a los elementos populares, opuestos a su orientación imperialista en Siberia, que hay en el propio pueblo japonés.

Una tragedia en Sijota-Alin

Viajando por la comarca del Usuri, visité no sólo los recónditos fang-tzu de los solitarios buscadores rusos y chinos del misterioso ginseng y del ambicionado oro, así como los de los cazadores de cebellinas, martas, ciervos y osos, sino también rústicas aldeas, la mayor parte de labradores cosacos y ucranianos transplantados allí desde las márgenes del Dniéper y del Dniéster. Estas aldeas, si se separan del ferrocarril que une a Vladivostok con Havarovsk, se componen a lo más de cincuenta casas diseminadas en una vasta área y a considerables distancias unas de otras.

En estos lugarejos, perdidos en el bosque o situados junto a rápidos torrentes montañosos, la vida es completamente distinta a la de los que se hallan próximos a la línea férrea y a la de las grandes poblaciones. Imperan en ellos sin ninguna clase de reglas formales, leyes extrañas y una moral peculiar, sujetas a la evidente influencia del modo de ser de los nómadas mongoles. No es raro que en tan pintorescos escenarios se desarrollen conmovedores dramas íntimos. Una vez fui testigo de ellos durante una excursión a caballo que hice de la estación de Tchernigoff a las costas de la bahía Tetinjo.

Nuestro camino atravesaba una zona muy forestal y cruzaba la posición central de la cordillera llamada Sijota-Alin. Estábamos a 35 millas de la costa, cuando se unió a nosotros un joven cosaco que se dirigía a su casa, en la que disfrutaría de un permiso de cuatro semanas para restablecerse de las graves heridas que recibió luchando con los hunghutzes, perteneciendo a un destacamento en la frontera de Manchuria, Era un mozo delgado y pálido; tenía fiebre y escupía sangre, y en sus grandes y abiertos ojos se notaba una expresión de continuo temor. El taciturno joven cosaco estaba destinado a una prematura muerte. Viajó en nuestra compañía algunos días y poco a poco se mostró conmigo más comunicativo, quizás porque le mediciné con interés, dándole quinina, y por las noches, si no podía dormir, unas cuantas gotas de valeriana. Me dijo que hacía tres años que no había estado en su casa, de la que tanto se acordaba, y me habló con emoción de la placidez de su aldea, cuyo caserío se esparcía en un robledal a orillas de un río rápido y profundo, lleno de hoyas y remolinos. Se recreó especialmente en la descripción de una laguna con su marco de espadañales y junqueras y sus hermosas cañarroyas, que parecían hechas de terciopelo.

-;iOh! si usted viera ese lago -;exclamó entusiasmado-;; es precioso, sobre todo en las noches de luna. Sentado uno en su ribazo, entre los alcornoques y mirándole dormido en el resplandor lunar, parece de plata. A veces, círculos y rayas negras surcan su en apariencia bruñida superficie; las hacen el movimiento de un pez o el chapuzón de un pato retrasado que alteran la lisura de la extensión de fundida plata. ¡Qué hermoso es!

Mirando el rostro macilento y los soñadores ojos del cosaco, sonreí y le pregunté:

-;Seguramente no estaría usted solo cuando se sentaba a contemplar el lago de plata.

Bajó la cabeza, y al cabo de un instante de silencio murmuró:

-;Estaba con mi novia. La quiero más que a mi vida. Al separarme de ella para ir al servicio, juró que me esperaría. Ahora sólo me falta un año para cumplir, y luego volveré a mi tierra y me casaré con ella.

-;Que Dios les conceda la felicidad que desean -;añadí sin más comentarios.

El país, entre el ferrocarril del Usuri y la sierra de Sijota-Alin, es interesante desde el punto de vista histórico y etnográfico. Antaño existió en él una elevada cultura, probablemente coreana. El pueblo del Reino Ermitaño fue en cierta época valiente y poderoso; pero por tener vecinos más belicosos y emprendedores, los japoneses y los chinos, perdió la independencia y su civilización y aun la libertad de su patria. Hallé en los bosques ruinas de murallas y fosos, cimientos de piedra de grandes edificios reducidos a pedazos, quizás templos, palacios o fortalezas. Vestigios del antiguo arte escultórico de aquellos tiempos subsisten en forma de inmensas tortugas de granito, de seis u ocho pies de altura, algunas de las cuales tienen grabadas en los lomos figuras que representan pájaros, flores y otros adornos.

Allí hubo una vida noble y activa, como lo demuestran los restos de amplios caminos, ahora llenos de tierra y broza, que entonces estaban empedrados con guijarros, y los bien construidos puentes de piedra, de dos de los cuales vi las ruinas en el Daobi-Ho, sobre un torrente cuyo nombre no pude saber. En nuestros días sólo hay por doquiera una selva salvaje y deshabitada. Ni siquiera encontré los aislados fang-tzu, pero sí muchos rebaños de gamos y kabargas (Gazella Cabargamosca) y de antílopes almizclados.

También vimos las huellas de una barse o pantera del Norte, pues descubrimos el cuerpo, aún caliente, de un ciervo con el cuello desgarrado, claros indicios de que acabábamos de ahuyentar a la bestia carnicera. Las marcas de la fiera se destacaban frescas alrededor de la presa, y observándolas, los cosacos convinieron unánimemente en que eran las de una pantera, el terror de los venados, de los caballos y del ganado. Siguiendo las huellas llegamos, por último, a un paraje donde desaparecían.

-;Se ha subido a un árbol-;dijo el más joven de nuestros guías.

Miramos en torno nuestro las ramas de los robles y cedros más próximos, pero no pudimos distinguir al feroz animal. Fijándonos en todos los árboles a lo largo del sendero, llevábamos andada una milla, cuando divisamos un objeto oscuro que saltó de un roble, corrió a través de un claro del monte y trepó a otro roble solitario con asombrosa celeridad. Los cosacos prepararon sus carabinas y se apresuraron a rodear el árbol, y yo les seguí con mi Henel dispuesto. El cosaco enfermo fue el primero que se puso debajo del refugio de la pantera, y, sin desmontar, la apuntó e hizo fuego.

La terrible bestia cayó de las ramas como un pesado saco, muerta de un balazo en la cabeza. Tenía un color pardo oscuro y era un hermoso ejemplar, con manchas amarillas en todo el cuerpo, que medía más de un metro de largo. La cabeza era desproporcionadamente grande y la cola muy larga.

-;Ha sido un buen tiro-;dije al cosaco.

-;Soy de una compañía de tiradores escogidos -;me contestó con orgullo-;. Sólo pertenecen a ella los que tiran muy bien, y además cazo constantemente animales dañinos en los bosques de la Manchuria del Norte; así que tengo alguna práctica.

Los cosacos desollaron con habilidad la pantera, y yo adquirí la piel, por diez rublos, para el Museo.

Cuando llegamos a la aldea del cosaco enfermo me vi precisado a detenerme allí tres días, debido a que mi caballo se había torcido una pata y no podía andar. Dediqué el tiempo a cazar, porque en el lago, tan poéticamente descrito por el mozo enamorado, abundaban las aves acuáticas, que me proporcionaron grato solaz.

Me alojé en la casa del atamán del pueblo, y al principio no supe nada de mi compañero de viaje, que vivía en el extremo del diseminado lugar, a unas dos millas de distancia de donde yo paraba. Diré también que la caza me embargaba por completo y que no cesaba de recorrer las orillas de la laguna y de los numerosos arroyos que a ella afluían. Una tarde, después de puesto el sol, regresaba a mi alojamiento, bastante cansado de mis andanzas por aquellos vericuetos, y me senté en una piedra entre los matorrales de la ribera de un riachuelo, decidido a descansar un rato, puesto que me faltaba una hora de camino para llegar a mi casa.

A punto de reanudar la marcha, oí pasos y voces en la orilla opuesta de la corriente. La curiosidad me hizo quedar quieto y prestar atención. Sentí la voz de una mujer, triste y entrecortada por ahogados sollozos, que interrumpía con frecuencia la entonación grave y profundamente conmovida de un hombre. Las voces se aproximaban a mí cada vez más, y por último, pasaron cerca de mi refugio, por la senda que bordea entre el follaje la otra orilla del arroyo, dirigiéndose al lago.

La mujer hablaba bajo, verdaderamente afligida:

-;No me atreví a protestar… Mi madrastra mandó que me casara, y lo hice para no ser una carga en casa. ¡Éramos tan pobres, tan pobres y miserables!…

-;Pero tú juraste esperarme -;exclamó el hombre con rudeza, y empezó a toser violentamente-;. ¿Lo juraste, sí o no?

-;Sí, lo juré -;contestó la mujer, sintiéndose desfallecer.

-;Bien -;añadió el hombre con sarcasmo-;. ¿Qué ha sido de tu juramento?… Tú casada. ¡Estoy loco!… ¿Y con quién? ¡Con mi propio padre!… Sí, lo comprendo todo… Él es rico y tiene la mano abierta para su mujercita… Y yo, ¿qué soy? Un pobre soldado… un pordiosero… ¡Cuánto daño me has hecho! Me faltan palabras para expresar lo que padezco por ti. Y además, me da miedo hablar, porque sería para insultaros y maldeciros.

La mujer dijo algo más, pero no pude oírlo, a causa de que se habían apartado de mí y de que el viento movía los arbustos y cañizales. Salí de mi escondite, desde el que sin intención por mi parte, había sorprendido la dolorosa conversación de dos almas infelices, a tiempo de conocer a la atormentada pareja y vi que el hombre era mi compañero de viaje, el cosaco tísico, que para reponerse de su grave herida buscaba en su hogar salud, descanso y… amor.

Al día siguiente un sentimiento de malsana curiosidad me indujo a ir a verle. Le encontré en el corral arreglando la rueda de un carro. Se animó un poco al saludarme; pero no tardó en caer de nuevo en su habitual melancolía. Me invitó a tomar té, según la costumbre tradicional en Asia al recibir a un forastero. Entré en la casa, alhajada con lujo y gusto aldeanos. Pesados armarios que contenían toda clase de efectos familiares estaban arrimados a las paredes y cubría la mesa un limpio y bordado mantel. En el rincón de la derecha colgaban varios iconos de plata, imágenes de santos, con la tradicional lamparilla ardiendo día y noche delante de ellos y adornados con vistosas flores de papel. Un gran espejo y varios grabados con marcos negros pendían de las paredes. El piso de tablas enceradas, la mesa y los bancos, todo relucía como un ascua de oro. No cabía duda de que la vida en aquella casa se deslizaba normal y ordenada. Por la puerta abierta de la habitación contigua, se descubrían tapices de fabricación casera que tapaban las paredes y el suelo y una amplia cama con un montón de almohadones, que comenzaba por uno inmenso y terminaba en uno pequeñito, como para cama de una muñeca. La pila era tan alta que el cojín de arriba casi llegaba a las vigas de cedro del bajo techo. Adornaban las paredes carabinas, revólveres, sables y cuchillos de caza, prueba indudable deque la casa pertenecía a un cosaco, porque los miembros de esta casta militar gustan de las armas sin distinción de clases y las coleccionan y guardan con esmero en sus domicilios. Antes del bolchevismo dicha casta poseía sus tradiciones guerreras, hermoseadas por los reflejos de muchas epopeyas, pues no son otra cosa las historias semi-legendarias, semi-reales de los cosacos que se trasladaron de las márgenes del Don y del Donetz al Irtich cerca de los Sayans, al lago Baikal, al Amur y al Usuri, impulsados por sus instintos batalladores.

Cuando penetramos en la casa, el mozo cosaco llamó a su familia. A poco entró una mujer joven, delgada, morena, de pelo rizado y expresivos ojos negros. La palidez de su rostro y el gesto de amargura de sus lindos labios, contraídos, atrajo mi atención. Llevaba un traje oscuro y sus dedos arrugaban el delantal con un continuo movimiento nervioso. Una vez en el cuarto echó a mi amigo el cosaco una mirada llena de pesar y terror.

Es ella -;pensé-;, la que prometió aguardar a su novio y faltó a su palabra casándose con el padre de éste.

Pronto vino del bosque el viejo. Era un hombretón grueso, de espesa y canosa cabellera y de ojos vivos y alegres. Me saludó gravemente y tras de invitarme a comer, me dijo con desagradable ironía:

-;Gracias, señor, por haber asistido a este enclenque. La gente de hoy no sirve para nada. Esas heridas no tenían importancia en mi tiempo. A mi me hicieron dos boquetes en el pecho y me metieron una bala en una pierna durante la guerra turca, y ya ve usted lo fuerte que estoy.

Se rió con sorna y añadió:

-;Soy joven, más joven que mi hijo, y por eso me casé el año pasado por segunda vez. ¿Supongo que mi hijo le hablaría a usted con orgullo del padre que tiene?

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