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El hombre y el misterio en Asia (página 8)


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A corta distancia de ellos, el perro se paró frente a una junquera y permaneció inmóvil como una estatua de bronce artísticamente colocada. Su actitud me sorprendió, porque estábamos en terreno seco, y, por consecuencia, sólo podía esperar que levantase una agachadiza. Azucé al setter para que entrase y divisé un instante algo negro que en seguida desapareció en la espesura. No era un pájaro, y sentí comezón por saber qué animal podía vivir envuelto en lodo. Dirigí al perro de nuevo al sitio donde el desconocido bicho se había escondido, di unos cincuenta pasos y el setter volvió a ponerse de muestra. Una liebre muy obscura saltó de la hierba y fue alcanzada por un certero disparo. La cogí y estudié, chocándome la pequeñez de sus patas, el tamaño de su cabeza, que era mayor que la de la liebre vulgar, y el pelaje casi negro que la cubría. Se trataba de una liebre negra, variedad descubierta y descrita primeramente por el famoso explorador asiático Pshewalski, quien la halló a orillas del Sungacha, al Norte de Hunka. Pero Pshewalski la denominó liebre, mientras que yo me incliné a clasificarla como conejo.

Muchos años después, en el curso de mi viaje a través del Urianhai y Mongolia, confirmé mi hipótesis, pues en la vecindad del lago Kosogol, en los bosques de alerces, próximos a la ciudad de Jatyl, vi varias veces conejos salvajes con un pelo pardo muy oscuro, que por sus dimensiones se parecían extraordinariamente a la raza belga de esos animales. Estos roedores escasean, porque la raza pura ha desaparecido, sin duda debido al hecho de que los conejos se han mezclado con las liebres comunes, entre las que se encuentran con frecuencia ejemplares de pelaje oscuro, apenas distintos de los de los climas septentrionales.

El hallazgo de la liebre fue un nuevo accidente, y sólo la rareza de su color me consoló de haber espantado con la destrucción nubes de aves acuáticas que volaron de toda la extensa ciénaga. Con penetrantes graznidos, centenares de patos salieron por el aire, para pararse en unas distantes charcas; grandes ocas chillaron al elevarse verticalmente llenas de miedo; las agachadizas y las gaviotas se dispersaron en todas direcciones, y los tranquilos cisnes, las garras y las pensativas grullas huyeron rozando la vastedad de los cañaverales, y desaparecieron por el Oeste al amparo de unos oteros.

Supuse que todo había terminado y que con mi imprudencia habría espantado al reino entero de las aves, estropeando mi diversión y la de mis compañeros por el resto del día; pero me equivoqué, pues apenas acababa de colgarme la liebre negra del cinturón, cuando mi perro, que iba delante, se detuvo de repente junto a un pequeño lodazal, en postura tan significativa, que comprendí se hallaba frente a una buena presa. Le estimulé con la voz, diciéndole: ¡anda! y dio un corto salto que levantó tres grandes patos grises, los cuales salieron chirriando de su escondrijo. Les disparé dos tiros, y sólo uno del terceto siguió volando, mientras que el perro me traía los otros dos para mi morral de cazador. Después de esto regresé al campamento sin dilación, disculpándome ante mis compañeros por haber asustado a toda la caza. Mis excusas fueron acogidas con carcajadas, y uno de los cazadores me dijo:

-;Si no hubiera usted tirado más que un minuto, aún tendríamos caza abundante para todos nosotros. Todavía hay luz; luego que anochezca, ya me dirá usted lo que es -bueno. ¿Cuántos cartuchos ha traído usted?

-;Quinientos-;contesté, casi avergonzado de mi ambición.

-;¡Cómo! -;exclamaron los demás cazadores -;, ¿quinientos para tres días? Cada uno de nosotros trae dos mil, sin contar una reserva de pólvora, perdigones y cartuchos vacíos.

Estas palabras me dejaron atónito; pero en mi interior me felicité de mi previsión, porque guardaba en la maleta cien cajas de cartuchos, dos latas de pólvora y un saco de cinco libras de perdigones núm. 3.

Con suma impaciencia aguardé a que anocheciera. No pude ni comer. Revisé mi canana, que contenía sesenta y cuatro cartuchos, y me distribuí veinte más en los bolsillos de mi chaqueta de pieles, que ya había presenciado tantas escalofriantes cacerías en las selvas, montañas, lagos y mares de la Rusia europea y asiática. Limpié la escopeta, unté de vaselina mis altas votas de agua, até a mi fiel setter, que podía estorbarme durante la proyectada caza crepuscular al vuelo, y me tendí en un colchón de blando heno, mirando envidioso a los patos, gansos y cisnes que volaban en todas direcciones.

Por último, llegó el deseado momento de quedar en mi puesto, resguardado por los juncos de la orilla del lago.

El sol, como mofándose de mi ansiedad, se ocultaba lentamente por Occidente dejando en el cielo un inmenso arco de color. Ya las primeras ondas del crepúsculo, diáfanas aún y llenas de luz, envolvían la tierra. En los macizos de apretada vegetación se distinguían unos reflejos azules y purpúreos, entre los cuales los pajarillos buscaban su refugio nocturno, piando con soñolientas voces. En el Oeste, jirones de nubes empezaban a encenderse rojo y oro en el firmamento pálidamente verdoso. Una sombra como una gasa transparente velaba las puntas de las secas cañas, de obscuros y aterciopelados zamojos, haciendo perfiles y formas más suaves y vagas, extinguiéndose en las áureas superficies de los lagos y en las cintas argentadas de los arroyos. Un silencio místico lo invadía todo, y parecía pretender ahogar en el mundo oyente de la Naturaleza las menores voces y los ruidos más ledos.

Los pájaros cantores, luego de gorjear su postrer plegaría de agradecimiento y su adiós al astro que desaparecía, se acurrucaban para dormir; el croar de las ranas, ya despertadas de su letargo invernizo, no turbaba la paz del cisne; la brisa que había deslucido las plantas, las hierbas marchitas por la implacable escarcha, se sosegó clemente; los patos no se chapuzaban en las charcas, y sólo interrumpían la beatitud de la hora los murciélagos con sus vuelos bajos y tortuosos.

La quietud aumentó en poder e intensidad. Hasta molestaban el zumbido de los mosquitos, y el rumor de los escarabajos trepando por un tallo seco.

Los últimos vistosos trajes del cortejo del sol poniente traspasaban el horizonte, y el silencio se posesionó decididamente de la desfallecida tierra.

Luego, de la lejanía vino flotando, en las olas de las negruras vecinas, una nota grave. Tornó el silencio, y a poco se repitió la misma nota, pero más próxima y marcada. Siguieron nuevos ruidos y los ecos de una masa en movimiento. Una bandada de gansos, a corta distancia del pantano, volaba formando un ángulo agudo, de vértice tan afilado como la punta de una flecha, y con muchos bultos en los dos lados. El jefe, en el vértice del ángulo, graznaba de cuando en cuando, fuerte y calmosamente, como tranquilizando y llamando a sus camaradas.

Sonó el tiro inaugural, que hendió cual un trueno la serenidad que imperaba. De arriba, con un ala rota, palpitante, cayó como una piedra un pato salvaje. El bando, con furioso griterío, prosiguió su marcha, reformando las filas, extendiéndose en línea larga y ondulante, a semejanza de una telaraña otoñal.

Empezó la caza. De todos los puestos salieron incesantes disparos, y vi o escuché el desplome de innumerables aves. Tuve que ir tres veces al campamento por más cartuchos; en dos horas escasas hice trescientos disparos, y con frecuencia el cañón de mi Winchester se ponía tan caliente que no podía tocarle con la mano.

Cuando fue completamente de noche, mandamos los perros a recoger las aves muertas y heridas que habíamos abandonado en el campo. Mi morral contenía ciento cinco, de las cuales ochenta y cuatro eran patos de veintiséis distintas variedades.

El resto de mis víctimas eran gansos, cisnes árticos (Cygnus músicos) y hasta un flamenco indio, perdido con seguridad en el bando de las grullas vulgares.

En el pantano

Después de almorzar, mis compañeros volvieron a tumbarse a dormir, y yo, con mi perro, me interné en un mar de verdinegra hierba, para averiguar qué otra clase de caza podían ofrecerme aquellos húmedos parajes. Salían a cada momento las agachadizas, pero no las tiré, porque sólo disponía de munición gruesa y comprendía que debía economizarla. En seguida se me alcanzó que no estaba el día a propósito para cazar por tierra áspera, porque las plantas, excesivamente secas, crujían bajo mis pisadas, produciendo un ruido que espantaba a los animales; pero, sin embargo, continué andando, pues deseaba estudiar el pantanoso valle, descrito con tanto entusiasmo por los viajeros Pshewalski, Russe y Maack, y proyectaba observar la vida de las aves acuáticas que animaban sus soledades. Este es un pasatiempo inmensamente grato para mí desde los lejanos años de mi infancia, cuando mi madre estimuló mis dotes observadoras durante nuestros paseos por los bosques y los campos, y suscitó en mí el amor fuerte y casi elemental a la Naturaleza libre, al que atribuyo la razón de mi pasión por la caza. También es probable que esta inclinación a la bravía Naturaleza despierte en mí los instintos del hombre primitivo que luchaba con la ayuda de su imaginación, de sus músculos y de su golpe de vista para ganarse el sustento y hasta la probabilidad de existir.

Más tarde, cuando me cansé de vigilar y esconderme por las orillas del lago, me separé por fin de ellas y penetré de nuevo en la espesura, presenciando allí una escena extraordinaria, colmada de salvaje encanto. Un gran pájaro, que tenía forma de garza, cayó como una piedra, intentando sin duda ocultarse entre los cañedos. Un águila le siguió, deslizándose hacia abajo habilidosamente, empujó a la garza contra el suelo y pasó sobre ella, obligándola a remontarse de nuevo en el aire. En dos majestuosas vueltas en espiral, el ave de rapiña se puso encima-de la garza, cerniéndose sobre ella un instante y luego cerró las alas para convertirse en una bola negra que se precipitó como un dardo sobre la víctima elegida, la cual pretendía huir oblicuamente. La garza vio la maniobra y en seguida se aprestó a la defensa metiendo la cabeza debajo del ala y apuntando con su afilado pico a su cruel asaltante, con la intención de atravesarle el pecho; pero el águila también notó el movimiento de su contendiente, y golpeándola detrás de la protegida cabeza, la hizo dar en el aire un salto mortal, quedando al descubierto su indefensa pechuga. En otra rápida acometida el águila asestó a su presa el golpe de gracia y la envió ensangrentada a la tierra en un vuelo desalentado. Iba el águila a rematarla, pero yo me apresuré a dirigirme a ella, a través de la maleza, haciendo un ruido tremendo, que la asustó; ya desde la altura a la que subió no dudo me maldeciría al ver que un ser tan ajeno a su raza se apoderaba del trofeo de su victoria. En lugar de una garza, el pájaro resultó ser un ibis japonés, tipo que no suele abundar allí; era un ejemplar magnífico, más grande que una garza, con cresta y lomo azules, pechuga rojo pálido y alas escarlata. Cuando lo cogí ya no respiraba, porque el águila le había desgarrado el cuello donde se junta con el pecho. Gracias al ave de rapiña, ganó mi museo una pieza soberbia y rara.

Al cabo de andar varias millas y de matar algunos patos, decidí no tirar más, porque el morral me pesaba ya y me encontraba a bastante distancia del campamento; pero apenas había tomado esta decisión, distinguí una zorra que me atisbaba entre el ramaje sin perder de vista ninguno de mis movimientos. Casi sin darme tiempo de echarme la escopeta a la cara, emprendió la huida por la espesura; pero lo hizo en vano, pues aún calculando que la carga de mis cartuchos no servía para tal caza, la disparé el segundo tiro de mi Winchester. Quedó la zorra tendida en el suelo y corrió mi perro a recogerla; mas al acercarse a ella retrocedió, volviendo a mi lado con el rabo entre las piernas. Acostumbrado a cazar pájaros, no podía comprender el gusto de matar otros animales, y menos uno que era hasta cierto punto pariente suyo.

Distraído con tantos incidentes no reparé en que se aproximaba la noche y en que, por tanto, me era imposible llegar a tiempo al campamento para tomar parte en la partida del anochecer, por lo que resolví cazar solo y buscar un buen puesto, con la intención de regresar junto a mis amigos, orientándome por el resplandor de la hoguera que éstos encenderían, dejando a cargo del cosaco el recoger al día siguiente las piezas que hubiese matado.

Millones de aves acuáticas cruzaban y revoloteaban sobre la dilatada cuenca del Hanka. Tiré hasta quedarme un solo cartucho cargado, que reservé por si lo necesitaba para hacer una señal. Ayudado por el perro, recogí mi botín, compuesto en su mayoría de gansos, bandadas de los cuales volaron encima del lago, tan cerca de mi escondite, que derribé tres de ellos de un mismo disparo. Luego de reunir y tapar las piezas cobradas, advertí que la noche caía con rapidez y que densas y negras nubes obscurecían el cielo. Presumí que me sería preciso encender una fogata y pasar la noche al raso. Me resigné a la situación. Asé un pato en unos carbones y terminé la comida con una onza de chocolate que tenía en el morral. A poco divisé a lo lejos un reflejo brillante. Comprendí que salía de nuestro campamento y que mis compañeros estaban arrojando al fuego gavillas de heno para avisarme. Inmediatamente de eso oí una descarga que era también una señal. Con el morral a medio llenar y la cartuchera vacía partí, poniendo término a la que pudo ser para mí desastrosa jornada; pero como no conseguí descubrir el camino que había seguido antes, tuve que atravesar los lodazales lo mejor que pude, y me fijé tan mal en uno de ellos, disimulado por una delgada y traidora capa de musgo, que me ensucié de negro fango de los pies a la cabeza, y a punto estuve de perder la vida en el insondable cenagal. No sin esfuerzo logré salir de allí y ganar la negreante faja de espesa vegetación que circundaba al pantano, sintiendo por fin bajo mis pies la dureza del terreno. Descansé un instante y reanudé la caminata, orillando las lagunas, atravesando arroyos y abriéndome paso entre los cañizales. Por último me vi de nuevo al lado de mis compañeros, que ya temían me hubiese sucedido algún accidente.

Sentados alrededor de la hoguera reparé en la ausencia de uno de los cazadores, un alemán llamado Martín Luther, tenedor de libros en la Compañía del ferrocarril del Usuri. Me dijeron que había ido a buscarme, preocupado porque, a causa de desconocer el país, hubiera podido perderme o ahogarme. Nadie se inquietaba por él, aunque se había alejado del campamento hacía algunas horas.

-;Luther conoce palmo a palmo la jungla y la ciénaga, de modo que no corre el más ligero riesgo.

Como respondiendo a esta afirmación, a larga distancia de nosotros saltaron en el aire unas llamas rojizas que, inclinándose a continuación hacia el campo, se esparcieron en corrientes de un dorado intenso, fluyendo a través de la pradera. A ratos, brotando de esta veloz avenida invasora, las olas llameantes se elevaban a la altura, lanzando a las nubes haces de luminosas chispas.

-;Es un pal o fuego en la pradera -;exclamó uno de los cazadores-;. Esperemos que no llegue a nosotros, porque en tal caso tendremos que levantar el campo de este sitio tan favorable.

Transcurrida media hora los resplandores se extinguieron, si bien durante un rato largo divisamos en la obscuridad una estrecha cinta de fuego que al cabo se subdividió en pequeñas lenguas, las que a su vez desaparecieron poco a poco completamente. No tardamos en sentir los chasquidos de las cañas y los pesados pasos de un hombre. De repente, el cuerpo alto y flaco de Luther surgió de las sombras, seguido de su viejo, inseparable y gordo perro Osman.

-;¿Vio usted el fuego? -;preguntó uno de los cazadores-;. ¿Quién diablos lo habrá prendido?

-;Yo -;contestó Luther-;, para secarle la cola a Osman, que la tenía muy mojada.

Nos reímos gozosos del buen alemán, que estaba dispuesto a abrasarnos a todos con tal de que a su Osman se le secase la cola.

La muerte me llama tres veces

-;Caballeros -;dijo Luther al día siguiente, cuando al romper el alba nos disponíamos a ocupar nuestros puestos-;, ¡basta de esta caza! Ya se cansa uno de matar siempre patos y gansos o gansos y patos. Ayer, mientras chapoteaba por el barro en busca del señor Ossendowski, hice un importante descubrimiento: la emigración de los venados ha comenzado.

-;¿Es eso cierto? -;preguntó un ingeniero viejo, experimentado cazador-;. Me parece algo pronto.

-;Vi yo mismo un rebaño que escapaba entre los matorrales de la orilla Oeste del Lago Antiguo -;insistió Luther.

Después de deliberar nos pusimos en marcha en dirección al lago, y nos acomodamos en unos escondites con una cortina de mimbreras y espadáñales delante de nosotros.

Permanecí una hora entera aguardando sentado, sin oír ni un solo tiro; pero por último llegó la mía, pues el ramaje se movió lentamente y un par de ciervos, sin sospechar nada, avanzaban a través de la maleza ramoneando un poco de hierba o unas suculentas ramillas. Uno de la pareja cayó a un segundo disparo, y casi a continuación de él un grupo pasó a mi izquierda, en el que también causé estragos con mi escopeta.

Inmensos rebaños de venados procedentes de las laderas del Lijota Alin y de las varias partes del valle del Usuri invernaban en aquel mar de verdura que rodea al lago Hanka, donde en el helado barro se halla con facilidad abundante alimento. En la estación primaveral, cuando las congeladas charcas se derriten, los venados regresan a las faldas forestales de las montañas. A uno de esos caminos seguidos por los animales emigrantes, nos condujo el sagaz alemán para proporcionarnos una mañana de verdadera diversión. En la espesura vimos, detrás de los ciervos, jabalíes salvajes, pero no les tiramos por carecer de cartuchos con bala.

De mediodía a la puesta del sol suspendimos la caza por motivo de que los venados se guarecen en las umbrías a esas horas calurosas.

Después de comer, según mi costumbre, anduve por los lodazales, evitando los cobijos de los ciervos para no espantarles a ellos. En una laguna, en la que di, divisé un gran bando de patos, en el que había varios pelícanos encarnados. Deseoso de coger una de esas aves para añadirla a mi surtida colección zoológica del Hanka, me acerqué con cuidado, pero fui sentido por los gansos, y con disgusto vi a toda la bandada huir volando del lagunajo en que estaba a otro más distante. Partí en dirección a él, pero hallé un riachuelo angosto y rápido que me interceptaba el paso y que desaguaba en el Hanka. Aún tenía helados los bordes, mas en su centro presentaba un estrecho canal al aire libre, practicado por la apresurada corriente. Noté que el hielo en las orillas conservaba bastante resistencia, y que el canal era demasiado ancho para saltarlo. Había cerca de allí un rimero de haces de paja, y resolví utilizarlo para cruzar el riachuelo; pero al punto de agarrar una gran brazada, el bando se levantó otra vez y vino volando hacia mí. Desde detrás de la niara les disparé unos cuantos tiros, y tuve la satisfacción de derribar uno de los pelícanos, que cayó en los cañares del lado opuesto del río. Entonces coloqué la paja de modo que formase una gruesa capa en el agua del canal, y casi sin tocarla con los pies, pues precisaba muy escasa ayuda para cruzarle, gané el otro borde de la abertura. Recogí el ave muerta y la arrojé con fuerza por encima de la corriente, tras de lo cual intenté volver adonde estuve, sirviéndome del puente de paja; pero éste, por haberse ya humedecido, cedió con mi cuerpo y me hundí en seguida.

Caí al fondo del riachuelo, y cuando no sin penosos esfuerzos conseguí subir a la superficie, sentí que mi cabeza golpeaba en el hielo. En mi cerebro surgió la idea de que me hallaba debajo de la costra helada del río, por lo que no podía perder un minuto si quería salvarme, y por fortuna recordé que había caído hacia delante debajo del hielo, lo cual significaba que el canal estaba detrás de mí. Me zafé del hielo con las manos lo mejor que pude, y luchando con la corriente sumamente impetuosa, di algunos pasos contra ella, llegando por fin a la parte abierta. Ya libre la cabeza, miré en torno mío y vi a mi perro, que sobre el hielo me contemplaba con el cuello ladeado, sin reponerse de su asombro. Me fue difícil auparme de aquel foso glacial hasta sus resbaladizos bordes, y volví al campamento escalofriado y mohíno. Un rato al fuego, además de unos tragos de aguardiente con pimienta, me confortaron tan bien, que antes de ponerse el sol ocupé mi sitio cerca del lago, pensando en los detalles de mi peligrosa aventura.

Aquella tarde estaba de malas. Vi algunos corzos, pero iban a mucha distancia para que mis tiros pudiesen tocarles. Me senté, esperando, y por un momento tuve la impresión de que las puntas de las cañas que había delante de mí se movían imperceptiblemente. Fijé la atención en la espesura, experimentando la sensación fugaz de que dos ojos ardientes me acechaban. Sentí el efecto de una influencia traidora, preñada de odio. Un estremecimiento de miedo me agitó el corazón. Dirigí la vista a aquellos ojos fosforescentes sin encontrarlos, por lo que pensé haber sido juguete de una alucinación. En el mismo instante, Luther, apostado a mi derecha, gritó en voz alta:

-;¡Un tigre, un tigre!

Salí de mi escondrijo con el tiempo justo para ver que un cuerpo largo y rayado corría dando descomunales saltos a las lomas situadas detrás del pantano. Comprendí que había sido espiado por los relucientes ojos de una bestia feroz, que indudablemente dudó si acometerme o huir. Por ventura, decidió volverme el rabo, pues, de de lo contrario, no hubiera habido para mí la menor esperanza de salvación. Cuando registramos el lugar en que distinguí los ojos del tigre, el diestro cazador, ingeniero Golovin, me hizo observar cómo las huellas de la fiera tenían en el barro las dimensiones de grandes platos.

-;Aquí se agazapó el tigre al acecho, con las cuatro patas dispuestas a dar el salto. ¡De buena se ha librado usted, amigo mío!

Diciendo esto se quitó la gorra, santiguándose devotamente. Así, en veinticuatro horas, estuve tres veces en trance de muerte: una, cuando me hundí en un lodazal; otra, al caer bajo el hielo, en el profundo y rápido riachuelo, y, la última, al ser objeto de las asechanzas de un tigre. La suerte hizo cuanto pudo aquel día para darme impresiones fuertes a orillas del lago Hanka.

Me encuentro solo en el mundo bajo la capa del cielo…

Cuando regresamos de esta expedición cinegética, redacté un informe para la Sociedad de Geografía, acerca de cuanto había visto, y propuse que se emprendiera una segunda excursión al lago Hanka para completar las colecciones Zoológicas. Solicité que me acompañase en el viaje un joven entomólogo de la Dirección del Museo, y que lo realizásemos dentro de un breve plazo, en cuanto el verano empezase a manifestarse. Aceptadas mis proposiciones íntegramente, en mayo estuvimos preparados para cumplir nuestro cometido. Hacía un tiempo espléndido y caluroso; todos los árboles y arbustos estaban llenos de hojas y flores. Los prados de los bosques resplandecían de lirios amarillos, peonías y dioscóreas, mientras que un follaje esmeralda revestía las ramas de las líneas de los olmos, fresnos, alcornoques, nogales, robles y abedules. Florecían los manzanos y los cerezos silvestres. En las florestas los macizos de verdura brillaban de noche, iluminados por los gusanos de luz o luciérnagas, muchas de las cuales trepaban por las delgadas y jugosas cañas en busca de alimento, alumbrando el camino como con linternas, y de allá y acullá vibraban en el aire las soñadoras notas del ruiseñor. De día, sobre las flores cálidamente acariciadas por el sol, revoloteaban las mariposas Maak (Papillio Maackü), casi del tamaño de golondrinas, y los amarillos Apolos con sus moteadas alas blancas. Por doquiera, se desbordaba la vida disfrutando de la próvida generosidad del sol y del tibio y misterioso encanto de las noches primaverales.

El Hanka se había despojado de su investidura invernal. La verde franja de tiernas cañas y espadañas se unía en el horizonte a la refulgente superficie del lago, convirtiéndola en un inmenso diamante engastado entre esmeraldas, con un cerco de otras esmeraldas más chicas que no eran sino las charcas que rodean .a la vasta laguna. Hacia el Norte, retorciéndose como una serpiente entre las riberas de exuberante vegetación, el río Sungacha desembocaba en el Hanka. Los incontables bandos de aves acuáticas huyeron de allí desde que comenzó la primavera, y ni las agachadizas volaban asustadas al sentir nuestros pasos, porque todos los volátiles viajeros habían emigrado ya al Norte o se refugiaban en los nidos estivales que fabricaron en los parajes más recónditos. Ya no se trataba de cazar aves, porque éstas se acurrucaban en sus nidos y soñaban con sus amores. Mi compañero y yo practicábamos otros deportes: él, correteaba por los montes en busca de mariposas, abejas y otros insectos, y yo, provisto de una buena caña de pescar inglesa y de una pequeña red, arremetí contra los habitantes de los lagos y ríos de la cuenca del Hanka. Cogí sollos, carpas, tencas, y, sobre todo, Kasatkas. Estos son unos peces de poco tamaño, amarillo-grisáceos, parecidos a tiburones, que tienen en el lomo y en las aletas inferiores punzantes púas. Dichos Kasatkas me daban mucho que hacer, porque solían llevarse el cebo con suma maestría, y asustaban a los demás peces. Por añadidura no servían para comer, ni merecían figurar en una colección de la fauna regional.

Nos instalamos durante una larga temporada a orillas del lago Antiguo, ya mencionado en mi capítulo anterior. Viendo constantemente surcos en la superficie del lago, resolví una tarde emprender un formidable ataque. Para ello puse en el lago una red especial que los tártaros de Siberia llaman morda: es una bolsa de malla, sujeta a un aro de madera, con una boca de entrada en uno de sus extremos que da acceso a una red de forma cónica, extendida dentro de la bolsa. Cualquier pez por grande que sea puede introducirse en la morda por esa abertura, pero no salir de ella, a causa de que la entrada tiende a cerrarse cuando se la aprieta hacia afuera desde el interior. Se coloca un trozo de carne o pan en la red, como cebo, y todo el aparejo se sumerge hasta el fondo del lago, y se ata a unas estacas o a un árbol de la orilla.

Luego de emplazar convenientemente mi red, regresé al campamento con la intención de volver al sitio en que la puse, al cabo de una hora, para ver si todo seguía en orden. Así lo hice: tiré un poco de la morda, por vía de ensayo, y notando que pesaba mucho la saqué a la costa con dificultad, pues se hallaba repleta de unos grandes salmones de la variedad Keta o salmón-perro, de carpas y de las inevitables cuanto desagradables kasatkas. Cuando eché de nuevo la red, trasladé al campamento el copioso botín.

Al atardecer, mientras peleaba con los mosquitos y saboreaba el té al amor de la lumbre, propuse a mi compañero que diésemos un vistazo a nuestro aparato de pesca. Encendimos una pequeña hoguera en sitio apropiado para que nos alumbrase, y nos acercamos a las amarras de la morda. Atónito por no encontrar la cuerda, comencé a buscar la red con un garfio sujeto a un largo palo. Lleno de asombro y sin saber que pensar, el entomólogo exclamó:

-;Quizás un anacrónico ictiosauro se ha enredado en ella y se ha llevado su red de usted,

-; Quizás -;respondí.

Recorrimos en distintas direcciones las márgenes del Antiguo sin hallar rastro de la morda. De improviso, mi compañero me llamó, corrí a él, y con un gesto me señaló unas plantas dentro del lago, junto a las cuales el agua espumaba como si algo se agitase debajo de ella. A la luz de la luna los aros de la red brillaron un segundo sobre la superficie, pero desaparecieron en seguida, bullendo el agua con mayor furia.

-;Bien; debe ser el ictiosauro-;dijo riendo mi compañero.

A mí me irritaba la pérdida de la morda, por lo que me desnudé con presteza, empuñé un bichero, y con una cuerda fuerte penetré en el agua. Inmediatamente agarré los aros de la red, teniendo que soltarlos sin perder tiempo.

-;¡Eh! haga el favor de venir a ayudarme -;grité al naturalista-;. Lo del ictiosauro es verdad, y si usted lo coge, le permitiré que lo clave con un alfiler y lo exponga en una vitrina.

Sin chistar, me prestó el auxilio pedido. A duras penas desprendimos el aparejo de las cañas en que se había enredado y le sacamos a la orilla, donde, tras de encender una nueva hoguera, nos pusimos a registrarlo.

Pronto desciframos todo el misterio, causado por un sollo gigantesco, de metro y medio de largo aproximadamente. El pez había metido la cabeza en la red, quedando prendido por detrás de las agallas, sin poder entrar ni salir, y entonces tiró de la morda, soltándola y llevándosela consigo. Pesaba sus buenas ciento veinte libras. Con él hallamos algunas carpas . y tencas que debieron servir de cebo para atraer al colosal sollo, terror probablemente de los pobladores del lago Antiguo.

Volvimos al campamento cargados con nuestro botín, y sin demora nos ocupamos en preparar la cena. Después de tomar una sabrosa sopa de tenca, nos sentamos al lado de la hoguera, charlando acerca de los acontecimientos del día. Desde el montículo en el que armamos nuestra tiéndase abarcaba con la vista todo el valle del Hanka, con su obscura vestidura de hierbas y plantas acuáticas, salpicada de lagunas y charcas que relucían como lentejuelas de plata, y surcada por las serpenteantes cintas de los riachuelos y los arroyos, brillando en la pálida claridad de la luna. Bruscamente, en un hueco entre la maleza vi el vacilante resplandor de una fogata. No cabía duda de que no estábamos solos en los tremedales del Hanka. Otros hombres habían encendido en ellos su fuego y, sentados como nosotros, se entretenían hablando, pensando o solazándose, si no añoraban algo que les faltase. A veces una silueta negra se esbozaba en el terreno iluminado o se proyectaba del todo. ¿Quizás alguien se ocultaba en aquellas soledades? Porque ¿qué otra cosa podría hacer allí? No era cazador, ni pescador, puesto que jamás le habíamos encontrado mientras nos dedicábamos a estos sports. El descubrimiento de la hoguera excitó mi curiosidad. A la mañana siguiente determiné averiguar quiénes eran nuestros vecinos, que con seguridad trabajaban en algo distinto a pescar con anzuelo o a pinchar mariposas con alfileres. Seguí el curso de un arroyo que con remolinos y declives se abría un camino tortuoso hasta el Hanka. En ocasiones un ánade macho solitario surgía de los cañaverales y al verme retrocedía aterrorizado a la espesura, donde su hembra le aguardaría al calor del nido. Las gaviotas negras, de pechugas y colas blancas, revoloteaban sobre mí a lo largo de las márgenes, posándose constantemente en la arena, para reanudar su vuelo un instante después. Los peces dormían en las caletas y los bajíos. Un buitre, remontándose cerca de unos jirones de nubes parecidos a cisnes plateados, se afanaban en caer sobre alguna presa. De improviso, dominando el bravío reino de la Naturaleza, percibí un rítmico chapotear en el agua, y las notas graves, sentidas, de una canción rusa:

Me encuentro solo en el mundo

bajo la capa del cielo…

Me detuve detrás de un cañizal y aguardé. Del sitio en que el río formaba un violento recodo salió una pequeña balsa, hecha con cuatro leños atados con varillas de mimbre, avanzando velozmente en el sentido de la corriente. Un saco, a no dudar con provisiones, dos cañas de pescar y un perol ocupaban la parte delantera de la almadía, y en el centro se mantenía en pie un hombre alto, de ropas astrosas y desgarradas, descubierto y descalzo. Tenía la cara tostada por el sol, una enmarañada pelambrera, barba negra cerrada, y observé además que llevaba un hacha sujeta a un cinturón de cuerda ordinaria. El ritmo de su pértiga medía la cadencia de su triste canto. Cuando se aproximó a mi escondite, me planté en la orilla y le saludé:

-;¿Adonde va, mi amigo?

El hombre se estremeció y, sin darme tiempo para completar mi pregunta, con un frenético impulso se tiró al agua y ganó la ribera opuesta, huyendo como un acobardado corzo. Recogiendo la abandonada pértiga, me apoderé de la balsa y la hice atracar a la orilla. Comprendí que cualquier relación con sus semejantes era molesta y hasta peligrosa para el solitario navegante. Un buen rato permanecí en la embarcación contemplando los ligeros movimientos de las plantas a través de la corriente, y por último, pesaroso de mi imprevisión e indiscreción, observé. Supuse que debían espiarme, pero tardé bastante en comprobar mi suposición. Al fin atisbé una cabeza humana con unos ojos que me miraban, llenos de espanto, indefiniblemente expectantes.

Reí con fuerza y le llamé:

-;Nada tema; no soy un oficial, y por mí no le ocurrirá cosa mala.

El hombre achantado continuó silencioso todavía, estudiándome con cuidado, y por último me preguntó con voz trémula, que denotaba intranquilidad:

-;¿Dice usted la verdad?

-;Si no me cree usted -;le repuse-;, le daré a usted su pértiga y me iré.

Así lo hice.

Regresé a nuestro rancho y conté a mi compañero el encuentro con aquel hombre que prefería vivir apartado del trato humano, «solo bajo la capa del cielo», y mi escasa habilidad para entablar con él relaciones diplomáticas.

-;¡Oh! -;dijo el naturalista-;, por todos estos pantanos y bosques se hallan en verano bandas enteras de facinerosos, reñidos con la sociedad, la policía y la ley.

A poco se fue a cazar abejas, mientras que yo seguía en el campamento, haciendo un bosquejo a la acuarela del enorme sollo. No tardé mucho en oír crujidos y pisadas en las cañares, y aun pensé que hasta mí llegaba la respiración anhelosa de un hombre. Sonreí, pues ya sabía de lo que se trataba. Durante largo tiempo aquel despojo humano, perseguido años y años por el halcón de la ley, merodeó alrededor de nosotros, espiando nuestros movimientos y procurando averiguar a su modo quiénes éramos.

Cuando el sol acababa de ponerse, surgió de la espesura y se colocó en un traidor claro del monte, a cincuenta pasos de mí, mostrando en cada ademán el irrefrenable deseo de escapar y ocultarse al primer indicio de peligro. Unos minutos se mantuvo callado, vigilándome como un animal, sin dejar de clavar en mí su mirada huraña y sobresaltada.

-;Bueno, basta -;exclamé-;. Se pasa usted el día entero en esta maleza. Concluirá usted por ahogarse. Venga, siéntese y tome té y unas galletas.

Dudó un instante; luego se acercó y se sentó junto a la hoguera, en frente de donde yo estaba. Con la mano derecha empuñaba un hacha.

-;Tranquilícese usted, amigo -;dije dulcemente-;y póngase el hacha en el cinturón. Conmigo no tendrá necesidad de emplearla.

Me obedeció con la docilidad de un cordero, y tras breve pausa murmuró:

-;Siempre conviene saber con quién tiene uno que entenderse.

-;Cierto -;contesté-;; pero ahora, descanse primero, beba y coma.

-;Gracias -;dijo más sociable, recreándose en beber el té y chupando el terrón más pequeño de azúcar que pudo encontrar en el zurrón.

No le hice nuevas preguntas y esperé sencillamente que empezase a referirme su historia, verdadera o falsa. Terminó el té e intentó primeramente engañarme diciéndome que había ido allí a pescar, con la idea de salar y transportar los peces que cogiese, para venderlos por los pueblos. Sin embargo, como yo no ignoraba que sólo poseía cañas de pescar, sin barricas, ni abastecimiento de sal, comprendí que pretendía embaucarme, por lo que no le seguí la conversación. Este comentario mudo produjo el apetecido resultado. De repente, se rascó la cabeza y dijo, como a pesar suyo:

-;Me he escapado de la cárcel de Habarovsk. Es la segunda vez en un año. La primera me cogieron; pero la segunda tuve más suerte.

Aquello sí era verdad.

-;¿Piensa usted pasar aquí el verano?-;le interrogué.

Me echó una mirada sombría y gruñó:

-;No sé; veré.

Renuncié a hacerle otras preguntas, temiendo avivar su desconfianza.

-;Construiré una choza al lado de ustedes -;añadió, poniendo en su voz inflexiones de súplica y de lamento.

-;¡Muy bien! -;repliqué-;. Seremos vecinos, y usted nos ayudará a pescar y coger mariposas.

-;¡Vaya! -;fue la pronta respuesta-;. ¿Me darán de comer?

-;Sí.

-;Pues entonces, no hablemos más. Me voy para traer aquí mis trastos. Gracias por el té.

Se marchó, deslizándose como un lagarto entre la hojarasca.

Al día siguiente no volvió, sin duda para que no creyésemos que nos pedía protección. Esos vagabundos siberianos tienen un orgullo especial, y quizás aquél deseaba que yo fuese a buscarle. Al anochecer, noté que a media milla de nosotros había encendido una hoguera, y me dirigí hacia ella. Vi a mi hombre que, al sentir mis pasos, se inclinaba al suelo y echaba mano a su hacha… ¡por si acaso!

Al conocerme me acogió cordialmente, invitándome a calentarme a su fuego, donde hervía el té en un caldero ennegrecido al humo.

Examiné el rancho de mi nuevo amigo con gran interés y curiosidad y hallé allí muchas cosas de la que me figuré que carecía; por ejemplo, una carabina y una cartuchera de soldado llena de cartuchos.

-;¿Dónde ocultaba usted todo esto? -;le pregunté, señalando el arma con los ojos.

Él, sonriendo, repuso:

-;Estos juguetes no se sacan al aire libre. Cuando construí mi balsa en los bosques de la montaña, ahuequé uno de los leños para guardar en él mi fusil. Es posible que tenga que invernar en la selva; ¿y qué haría un hombre en ese caso sin un arma de fuego? ¿Cómo alimentarse y defenderse?

Pasé bastante tiempo hablando con el desconocido. Brillaba la luna en lo alto del cielo, en cuarto menguante, y era tan pequeña y afilada, que las nubes que pasaban delante de ella no la obscurecían. La llanura pantanosa estaba bañada en luz plateada y parecía sumida en extática admiración. Dormitaban los cañaverales y junqueras; enmudecían los lagos y las corrientes; los peces no agitaban el agua, y ningún ruido turbaba la mansa calma de la Naturaleza. Nacían en mi alma indescriptibles deseos, y los recuerdos se agolpaban en mi imaginación.

Jamás he sabido por qué en aquella soledad, en aquel rincón del mundo, me sentí tan comunicativo con un escapado de presidio, hasta el punto de no resistir la tentación de participarle mi íntimo y agobiante anhelo.

-;Estoy aquí con usted perdido en estos descampados, y mientras, ignoro lo que les sucede a los míos. ¿Me entiende usted, verdad? Nada veo más allá de este círculo luminoso. ¡Qué lúgubre se me figura, si pienso que ella puede estar enferma o triste! ¡Quizás! No, mi pensamiento no puede llegar hasta donde se halla.

Murmuré estas palabras, temiendo instintivamente alterar aquel momento de hondo y puro silencio; las pronuncié más bien con el alma que con los labios, pensando alto, solo, y creo firmemente que el forajido, sentado frente a mí, no me las oyó decir. Pero en seguida levantó la hirsuta cabeza, y me miró muy fijo, con los ojos del todo abiertos, en los que el resplandor de la hoguera ponía reflejos rojos.

Luego ocurrió una cosa extraña y aun trágica. Vi claramente que de aquellos ojos, habitualmente denotadores de fiereza, brotaban grandes lagrimones que desaparecían en la enredada barba del pobre hombre: eran la expresión externa de unos sufrimientos recónditos que se negaban a permanecer aplacados. El vagabundo lloraba y las rojizas llamaradas del fuego reverberaban en sus lágrimas, siempre de cristal puro, como manando de los ojos de un santo o de un criminal, porque «una lágrima es el sacrificio de un alma apenada», como ha dicho un poeta de Oriente. Lloró largo rato con amargo desconsuelo; los sollozos sacudían su cuerpo convulsivamente, y entre ayes y suspiros, me dijo, palabra tras palabra y sentencia tras sentencia, con voz afligida y entrecortada:

-;Ha dicho usted una gran verdad… Yo… yo también pensaba lo mismo en ese momento, porque… sí… verá usted, no quiero callar… es inútil… porque amo a una mujer y por ella estuve en la cárcel. Por ella, además, me escapé de allí; pero otro hombre que también la quería me hizo traición y los cosacos me prendieron. Volvieron a encerrarme y sufrí por ella. Huí de nuevo, sin poder encontrarla, porque se había ido muy lejos. El traidor, sabiendo que yo estaba libre, tuvo miedo y se quitó de mi presencia, viniendo a refugiarse aquí, en los lodazales del Hanka. Ando detrás de él para que ajustemos cuentas; pero mientras, la rabia me roe el corazón y me seca el alma… Tiene usted razón… Tal vez no valga la pena matar o morir por ella… pues es posible que de mí no conserve ni el más vago recuerdo.

Su cuerpo entero se agitó con espasmos nerviosos, y yo pensé que la vida es un peregrino capricho; a veces lo sume todo en el misterio y a veces explaya a plena luz las páginas más recatadas del libro del corazón. Comprendí perfectamente el motivo de la conducta del presidiario, su afán de venganza por la traición y el engaño de que había sido objeto. Todo era comprensible, sencillo y claro, corno la luna en el cielo, el silencio en la selva y las lágrimas del vagabundo.

Me acompañó a nuestro campamento por la mañana temprano, y desde entonces nos ayudó en nuestras habituales tareas, pescando y conservando en formalina los peces que cogíamos o cazando mariposas y persiguiendo a los insectos con mi amigo el naturalista. Permanecimos en el pantano cinco días más. Al tercero, nuestro ayudante no acudió a la hora de costumbre, pero apareció a media tarde, cansado, los cabellos y la barba llenos de paja y hierbajos, y las ropas cubiertas de una espesa costra de lodo. Tenía una expresión ceñuda y resuelta.

-;Ayer di con él en las mimbreras del Río de los Patos. Estaba escondido allí y ni siquiera había encendido lumbre; pero al clarear distinguí que un hombre se arrastraba a lo largo de los ribazos. Era él. Por fin descubrí su escondrijo. Me deslicé como una serpiente y sé al dedillo cuanto posee, que es un revólver, una carabina y un hacha. Pronto nos veremos las caras.

Tomó té con nosotros y se fue.

A la mañana siguiente, cuando nos ocupábamos en arreglar nuestra colección, oímos un disparo aislado. No escuchamos ningún otro ruido alarmante. El vagabundo no volvió.

Por último vino a recogernos un cosaco, que metió todas nuestras cosas en un carro y nos condujo a la estación. Paseábamos arriba y abajo por el andén aguardando que el tren llegara, cuando reparamos en un grupo de gente que rodeaba a un joven guapo y simpático que refería algo a los atentos cosacos y a los empleados del ferrocarril. Al acercarnos, el joven movía la cabeza enérgicamente y decía:

-;Le tenía miedo porque era un malvado escapado de presidio. Por eso me refugié en el lago Hanka, y estaba sentado en su orilla cuando se arrojó sobre mí blandiendo un hacha para asesinarme a traición. Le maté de un tiro a boca de jarro. Se zambulló en el Río de los Patos y allí se comerán su cuerpo los peces.

La noticia me entristeció y me aparté del grupo para dirigir la vista al sereno lago, junto al cual me reveló sus cuitas un ser desventurado, a quien todavía contemplo iluminado por el rojizo resplandor de la hoguera, envuelto en las tinieblas nocturnas.

En 1921, después de un accidentado viaje por Asia Central, el Destino me condujo de nuevo a la comarca del Usuri. Me detuve no lejos del Hanka, en los parajes que nunca podrá olvidar mi agradecido corazón de hombre amante de la Naturaleza. Visité Rasdoluaya, donde conocí a los valientes Kudiakoff y residí otra vez en Vladivostok, la ciudad en la que la débil cultura rusa combate con los peores elementos de China y Corea; pero entonces no me llevaban a ella mis inclinaciones científicas ni el deseo de divertirme. Necesitaba indagar si el naciente movimiento anti-bolchevique era una cosa seria y lo que de su desarrollo se podía esperar.

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