Spirin llamó en tártaro a los dos jóvenes, que en seguida gritaron furiosamente. En un instante los caballos se diseminaron en todas direcciones, emprendiendo despavoridos una veloz huida, que los alejaba de nosotros cada vez más. Los tártaros los siguieron maravillosamente montados, empuñando su arkan o lazo del país, que removían sobre sus cabezas a medida que se iban apartando del sitio desde el que los mirábamos. Empezó una asombrosa carrera. Las bestias bravas, libres de toda carga, ganaron al principio alguna delantera a las monturas de nuestros amigos; pero éstas, adiestradas en largas y tenaces persecuciones, no las dejaron aumentar la ventaja inicial, y cuando los caballos sin domar, ya algo cansados de su loca galopada, acortaron insensiblemente la marcha, los alcanzaron poco o poco. Los dos jinetes, de modo gradual y habilidoso, dirigieron los movimientos de los desaforados brutos, obligándoles a describir en la pradera círculos cada vez más cortos.
Cuando al cabo juntaron todos los caballos en un solo hato, los tártaros se levantaron en las sillas, lanzaron contra ellos por el aire sus enroscados lazos, semejantes a voladoras serpientes, y de nuevo el ganado se dispersó. Los jinetes les siguieron y vimos a poco que dos de los caballos salvajes, uno negro y otro tordo, empezaron perceptiblemente a aflojar el paso. Luego retrocedieron e intentaron ir en distintas direcciones, y por último, cayeron al suelo como heridos por el rayo.
El viejo Spirin se rió:
-;El arkan ha podido más que ellos.
Entonces observamos que los dos jinetes echaban pie a tierra y se aproximaban con cautela a los pataleantes animales, al tiempo que estrechaban los lazos que los sujetaban. Cuando les tuvieron medio ahogados, se deslizaron diestramente a su lado y les trabaron las patas traseras. Después de un momento, los caballos, libres del lazo corredizo, se levantaron y pretendieron escapar; pero pronto notaron que estaban atados y tras unos violentos esfuerzos para soltarse, se dieron por vencidos y se quedaron quietos. Los tártaros les pusieron las bridas y en seguida les desataron las patas. Aunque las bestias se empinaron y resistieron, fue sólo hasta que sus domadores volvieron a montar en sus cabalgaduras, e inclinándose sobre las sillas, trajeron a la zaga a aquellos magníficos e indómitos corceles, no tocados anteriormente por la mano del hombre.
No tardaron en llegar frente a la yurta con las orejas hacia atrás y los dientes al descubierto. Trajeron dos sillas y Alim sujetó al caballo negro por la brida, mientras que Mahmet lo ensillaba. Entonces presenciamos una extraordinaria lucha entre el hombre y la bestia. El bravío bruto estaba casi constantemente en el aire, dando con su flexible cuerpo prodigiosos botes, y cuando esto no, se encabritaba, poniendo los cascos en el suelo lo preciso para reanudar sus saltos descomunales. Loco por la furia y el miedo, resoplaba y relinchaba, pero, no obstante, Alim, fuerte como un roble, sujetándole con firmeza por la brida, no le permitía irse. Las correas de cuero crudo eran resistentes como el acero, mientras que el bocado cortaba la tierna boca del potro, de la que se escapaba una espuma rojiza cuando resoplaba y movía la cabeza. Mahmet, sin embargo, era tan ágil como el animal y no perdía la ocasión de apretarle la cincha en cuanto podía. Terminada esta tarea, le puso los estribos. Alim, con la fuerza de un toro, hizo que el animal humillase la cabeza, y como un relámpago el joven tártaro se plantó en la silla al modo del país, echado hacia adelante y con las rodillas en ángulo agudo sobre los cortos estribos. Lanzó un grito gutural y dio un latigazo al caballo.
Por un momento la indomable bestia permaneció inmóvil como una roca, los ojos llameantes, y de repente se encabritó cual si intentase tirarse hacia atrás; botó, coceó y se puso a dar vueltas con movimiento de remolino, de forma que parecía imposible pudiese mantenerse en él ningún ser humano; pero a pesar de todo, el bizarro hijo de la pradera continuaba montado en él como si fuese parte del indócil animal.
Desesperado por no arrojar a su jinete, el negro bruto arrancó a correr bruscamente y huyó como una flecha por la pradera, saltando sobre las zanjas y los pedruscos. Vi que Mahmet le llevaba con las riendas flojas y que se balanceaba ligeramente en la silla, golpeando los ijares del animal con sus suaves botas y fustigándole a veces sin excesiva rudeza. Noté también cómo se estiraba el musculoso cuerpo del caballo y lo admirable que resultaba el uniforme y vivo movimiento de sus esbeltos y fuertes remos. Mahmet se asemejaba al espectro de un jinete, e incluso me figuré que los cascos de su cabalgadura no tocaban la tierra.
Aunque creí que el animal iba con la rienda suelta, Mahmet le obligó a describir un inmenso círculo en torno de la yurta. La espuma brotaba de sus costados y de su aún sanguinolenta boca. Después de dar otras dos vueltas más pequeñas, vi una cosa que me hizo lanzar una exclamación de asombro. El tártaro, sentado en el frenético bucéfalo, se inclinó tranquilamente a un lado, soltó las riendas, sacó su pipa, la llenó con calma y la encendió. Hecho esto, se afianzó en la silla y vino directamente a nosotros; la bestia atendía las menores indicaciones de sus manos y pies, y temblaba, dominada, aunque a pesar suyo.
-;¡Oh, es un verdadero prodigio!-;exclamé, mirando a Mahmet con admiración, el cual sonreía, fumando y limpiando el sudoroso cuello del animal.
-;Eso no es nada-;contestó el viejo Spirin-;. Ese caballo salvaje llegó a comprender que si no obedecía, los talones de mi hijo acabarían por aplastarle las costillas.
Me fijé en los pies de Mahmet, curvos y poderosos como las raíces de un roble centenario, y consideré que le sería cosa fácil romper los huesos de su caballo.
Alim, el cochero del ganadero tártaro, nos hizo sentir mayores emociones. Como su joven amo, colocó la silla al semental tordo, que se resistía salvajemente a dejársela poner, y sin duda a causa de los incesantes saltos que daba, no le apretó la cincha lo necesario, puesto que en el momento que se apoyaba en el estribo para montar, con el resto del cuerpo en el aire, la silla resbaló de costado, cayendo Alim a tierra. El caballo salió escapado, e incluso el impasible Spirin gritó aterrorizado.
Alim fue arrastrado por el suelo con el pie izquierdo enganchado en el estribo. Iba de bruces y varias veces corrió peligros mortales, porque el caballo le golpeaba contra las piedras; pero por una combinación milagrosa de vigor y destreza, daba un empujón con las manos, de las que se valía para no chocar con la cabeza en el suelo y se libraba así de tropezar en las piedras de gran tamaño.
Cuando todavía nos hallábamos bajo la impresión de la caída de Alim, sobrevino algo aún más increíble, pues vimos a éste apoyarse con el pie derecho en la ijada del animal y coger la brida con la mano izquierda, yendo así en esta inverosímil postura, casi en sentido horizontal, al costado de la desbocada bestia, por un portento de serenidad y energía. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, y ya la figura del caballo empezaba a desvanecerse en la lejanía de la pradera, no obstante lo cual distinguimos claramente que su jinete, sin soltar la brida de la mano, se deslizaba por debajo de la barriga de su cabalgadura, muy cerca del suelo, como si intentase trabar las patas del desenfrenado cuadrúpedo. Después de algunos esfuerzos logró echar un lazo a una de las patas delanteras de la bestia, y hecho esto recobró su anterior posición tirando de la pata atada del caballo hacia atrás y a un lado. Un instante el animal continuó corriendo con tres patas, pero no tardó en caer de rodillas. Alim se zafó del estribo y se arrojó sobre el cuello del animal como un gato montes, apretándoselo ahincadamente con un nudo corredizo. El caballo cesó de luchar, y Alim, sin dejar que se aflojase la correa que le sofocaba, empleó la otra mano en estrechar la cincha causante del accidente. En un segundo se colocó sobre la silla y quitó a la cabalgadura las ligaduras a las que debía la salvación. Después de esta breve y dramática tentativa, el potro no hizo más resistencia y dócilmente vino trotando hasta la yurta, subyugado y vencido por su jinete, quien a pesar de sus manos cortadas y desolladas, sonreía, acariciando al jadeante animal.
-;¡At, at, jaksze att! ¡Toorl (Caballo, caballo, ¡buen caballo! ¡Quieto!)
El espectáculo de la derrota de la indómita bestia bastó para recompensarnos de los sufrimientos que nos produjo la copiosa comida con que nos obsequió el generoso Spirin. Durante mucho tiempo nos acordamos de ella, y en lo sucesivo nos mostramos prudentes en el comer, siempre que asistimos a un festín de su clase. Además, sostuve sobre ella una discusión con mi querido profesor.
-;Creo que fue el azu lo que nos hizo daño -;observó él cariacontecido.
-;No; yo opino que comimos demasiado sulta, que es un guiso grasiento -;respondí.
-;Ca -;exclamó el profesor-;; la sulta es ligera y de fácil digestión; el azu, con sus raíces y vainas vegetales, es un verdadero veneno.
Insistí en mi criterio, contrario a la sulta, al paso que el profesor la defendía, atacando al azu violentamente. No llegamos a ponernos de acuerdo y él siguió siendo enemigo del azu, mientras que yo sentí profunda aversión por la sulta.
Bien ajenos estábamos al ser tan espléndidamente agasajados en la morada de Spirin de que sobre la familia de éste iba a descargar la fatalidad un tremendo golpe.
Algunos días después de nuestra visita al ganadero tártaro, el profesor me mandó hacer ciertas investigaciones geológicas en la pradera. Consistían en averiguar si dependería de la existencia en ella de algunas vetas de azufre la abundancia de sulfato de magnesio que hay en las aguas del lago Szira. Examiné los barrancos y cortaduras hechos por la acción de las inundaciones, las escarpadas márgenes de las ramblas secas de la llanura, y en el curso de mis trabajos divisé de repente una gran bandada de cuervos y algunos corpulentos buitres que revoloteaban sobre algo que supuse sería un buey o un caballo muerto; pero mirando más detenidamente al sitio donde se posaban las aves, desde un pequeño terraplén próximo a mí, distinguí en la hierba un bulto que me pareció el cuerpo de un hombre.
Me acerqué a aquel punto y el corazón me dio un vuelco en el pecho al ver tendidos en el suelo los cadáveres de los dos osados y juveniles jinetes tártaros, Mahmet y Alim. Aquellos invencibles dominadores de la víspera yacían allí con los rostros mutilados y los cráneos destrozados a hachazos. En torno de ellos no se notaban señales de lucha.
Hak, que me acompañaba, se fijó minuciosamente en los cuerpos de las víctimas, y con el profundo conocimiento que tenía de tales hazañas, exclamó gravemente:
-;Las cabezas de estos tártaros han sido machacadas con el revés de un hacha y luego se han cebado en los caídos, acribillándoles las caras con el filo del arma.
Informamos inmediatamente a la policía y al viejo Spirin de nuestro fúnebre hallazgo. Cuando comunicamos la desgracia a nuestro cordial amigo, no pudimos por menos de emocionarnos al contemplar su acerbo dolor. La autoridad inició en seguida un proceso, pues dio la feliz casualidad que un célebre juez se hallaba visitando a la sazón el Instituto médico de Szira. A los pocos días supimos todo lo que había ocurrido en la pradera, teñida por la sangre de los infortunados mozos.
Para comprender este drama es preciso estar en antecedentes de los detalles de la vida en aquellas comarcas. De todos sus bienes, los más apreciados por los tártaros son sus yeguadas, porque en ellas crían tipos especiales con cualidades valiosas y estimadísimas. Los caballos padres del Abakán son muy solicitados en la región del Altai, donde han contribuido a la mejora del ganado local, que estaba en decadencia, haciéndole progresar en grado extraordinario. Debido a la gran demanda, los colonos ucranianos se dedicaron de lleno al abigeato, robando y vendiendo los caballos en tierras del Altai. No les era fácil hacerlo, porque los ganaderos tártaros guardaban sus caballadas de modo vigilante y bravo, y disponiendo de buenas armas, no temían el encuentro con los ladrones. Además, los rebaños estaban también defendidos por los sementales, esos animales salvajes y feroces que atacan a los merodeadores desconocidos con los dientes y los cascos. Todo esto sucedía igualmente en las yeguadas de Spirin; pero se había notado hacía poco que algunos sementales encargados de guardar un grupo de yeguas abandonaron a éstas, dispersándose por el campo. Sólo una vez fue posible coger a uno de los hatos escapados, volviéndole a llevar a la dehesa donde pastaba. Los pastores descubrieron muchas huellas de herraduras cerca del rebaño, hechas sin duda por algunos caballos cuyos jinetes huyeron al aproximarse los tártaros. Los caballos fugitivos que se recuperaron tenían numerosas heridas, prueba evidente de que antes de abandonar a las yeguas riñeron con algunos enemigos.
Aquel acontecimiento constituía un misterioso enigma, y ni los avezados tártaros consiguieron hallar a nadie en la pradera, no reponiéndose de su asombro. Pero el inteligente juez encontró la clave del misterio. Examinó los sementales heridos que componían el grupo que se recobró y las señales de los caballos herrados, así como el camino seguido por el hato escapado, después de lo cual ordenó a la policía de todo el distrito que capturase al dueño de un caballón zaino, sin herrar y con un casco roto.
A los pocos días la policía de un pueblo situado a 35 millas del Szira trajo a un labriego ucraniano poseedor del caballo indicado. No presentaron al semental, porque el labrador dijo que se le había escapado y lo estaba buscando. Aunque el juez amenazó al rústico con meterle en la cárcel si no hablaba claro, el detenido protestó obstinadamente de su inocencia, y entonces el juez dispuso que se le encerrase en el cuartel de la policía, yendo después a visitarle para decirle lo siguiente:
-;Veo que eres un pájaro de cuenta; pero he tratado con otros peores que tú, porque he cogido cuatreros en el Turkestán y me han temblado los valientes turcomanos y los astutos persas. En estos asuntos nadie puede engañarme. Acuérdate de ello y presta atención a lo que voy a decirte. Tú tienes un semental grande, zaino, rebelde y con el casco de la pata trasera izquierda partido. La cola de este animal es blanca. Es un bicho sabio, porque tú le has enseñado las mañas de tu oficio. Mira lo que ha pasado, bribón: Luego de elegir la yeguada a propósito, llevaste junto a ella, de noche, a tu castaño semental, el cual riñó con el de los tártaros, y como era más grande y fuerte, lo venció. Los deheseros no hicieron caso de los relinchos ni del alboroto de los combatientes, y si miraron adonde salía el ruido, lo hallaron todo en orden y se durmieron otra vez. Hubieran vigilado mejor la noche siguiente si tú no te hubieras arrastrado hasta su tienda, poniéndoles polvos para dormir en los morrales de sus provisiones. Cuando tu caballo acobardó a su adversario, despacio al principio y a continuación más de prisa, sacó a las yeguas de allí, conduciéndolas al sitio donde tú y otros prójimos de tu calaña las aguardabais. Luego guiaste la yeguada en dirección al Altai, mientras que tus compañeros borraban las huellas de las bestias robadas galopando por el camino que llevaban con sus caballos herrados. Consumado el pillaje, lo demás fue coser y cantar. Vendiste las yeguas a los tártaros y ganaderos del Altai, regresaste a tu pueblo, te gastaste el dinero en vodka y cerveza, y cuando se te acabó, empezaste a planear una nueva aventura. Pero esta vez no te salió tan completa, porque apenas los guardianes se pusieron a perseguiros, volviste a su campamento y vagaste por sus contornos, buscando algo. ¿Qué se te había perdido en la pradera?
El cuatrero, pálido y tembloroso, aterrorizado por el relato del juez, a quien juzgó brujo o adivino, permaneció sentado, mudo y sin pestañear. El juez continuó:
-;Ya ves que lo sé todo. Tampoco ignoro por qué volviste atrás. Uno de los tuyos perdió el saquito de los polvos para dormir. No diste con él a causa de que estabas borracho, pero yo lo encontré: ¡míralo!
Diciendo esto, el juez sacó del bolsillo un pequeño bolso conteniendo un polvo compuesto, según me enteré más tarde, de semillas molidas de belladona y adormideras. El labriego cayó de rodillas y pidió a voz en grito misericordia, citando los nombres de los sujetos que condujeron al Altai los animales robados. El juez ordenó por el medio más rápido, o sea por telégrafo, que los prendiesen. Así lo hicieron, y a Spirin le devolvieron sus bestias.
Desde entonces Mahmet y Alim casi no se separaban de la caballada, vigilando a los pastores atentamente. En una de sus idas a la dehesa, los parientes de los cuatreros presos atacaron a los tártaros y los mataron a traición. Por desgracia, los autores del crimen no fueron descubiertos.
Respecto al origen de la tragedia, pregunté al juez, lleno de curiosidad, cómo se las había arreglado para desembrollar el enredo.
-;iBah!-;replicó-;. Los métodos de los cuatreros no tienen secretos para mí, debido a mi larga experiencia judicial entre los pueblos orientales. Ciertos indicios del crimen me pusieron inmediatamente sobre la pista. Mis presunciones no me engañaron. Examinando los sementales heridos, encontré en sus bocas algunos pelos de color castaño y otro, muy largo, blanco, de la cola de algún caballo. No había ningún semental de esas señas en la yeguada de Spirin; además, en el campo de batalla vi con claridad las huellas de los cascos de su agresor y no dudé ya acerca de su tamaño. El saco con polvos para dormir lo hallé registrando la tienda de los deheseros. No podía comprender cómo éstos no repararon en la presencia de un semental desconocido y permitieron que les llevaran las yeguas en sus propias narices. Al principio supuse que estarían borrachos con buza o arraka, pero no encontré señales de ninguna comilona. Entonces descubrí en la arena el saquito del narcótico. Uno de los tártaros evidentemente lo había pisado, aplastándolo contra el suelo, por lo que los ladrones no pudieron dar con él. En cuanto al asesinato del hijo de Spirin y de su cochero, es un suceso frecuente en el país, donde la ley de la venganza impera entre los tártaros, nacidos aquí, y los forasteros rusos.
El juez, sin disputa, poseía indudable experiencia y una imaginación despierta para aclarar con tal rapidez el intrincado asunto; mas cuando vi el llanto de la anciana madre y de la mujer de Mahmet, lamenté que todas las leyes y procesos del mundo fuesen incapaces de devolver la vida al simpático mozo tártaro que tan bien sabia domar y amaestrar los salvajes corceles de las yeguadas de su padre. Con estas ideas presencié que un grupo de tártaros trasladaba los dos cadáveres a la loma en la que sus tumbas les aguardaban, y allí mis ojos se fijaron con complacencia en el hermoso rostro de una doncella tártara, casi una niña todavía. Con hondo e indescriptible pesar, pero sin derramar una lágrima ni exhalar un suspiro, contemplaba el cuerpo del robusto Alim, atrayente aun después de muerto. Pensé que el gigantesco y atlético mozo había encendido el fuego del amor en el corazón de la virgen y que quizás el vengador brazo de la justicia cumpliese su sentencia empleando la mano linda y fina de la triste doncella, que no ignoraba a lo que obliga la ley de las praderas.
Cuando se disipó la penosa impresión que nos produjo el drama que acabamos de referir, reanudamos nuestras tareas. La vida es la vida; llora a los muertos, visita sus tumbas, pero continúa su curso llena de energías y anhelos, en pos de la felicidad y de la realización de sus fines naturales.
Al cabo de algunos días fui a hacer estudios al lago Shunet, conocido por ser muy salino y tener una espesa costra de limo negro que desprende fuerte olor a hidrógeno sulfuroso. Viajé con Hak en un cochecillo de dos caballos. El presidiario me había tomado mucho cariño a causa de que yo le trataba como a un igual. Después de recorrer seis millas, observamos que la vegetación de la pradera era menos abundante y que el terreno estaba cubierto únicamente por una hierba de escasa altura y de frágiles tallos, tan rojos como si estuviesen tintos en sangre. Era la Salicornia, una variedad de hierba adaptada a los terrenos saturados de sal. Por último, desapareció también, dejando la pradera totalmente pelada y cubierta de cristales de sal parecidos a la escarcha. Eso se llama Solouchak.
Cerca de esta pradera muerta vi por primera vez las tumbas de los nómadas primitivos del país. El distinguido etnólogo y arqueólogo ruso, Adrianoff, muerto después en Tomsk, en 1920, por el Gobierno de los Soviets, demostró que esas tumbas son las de los Niguros, quienes llevaban una vida nómada antes de la invasión de Gengis Jan. Dichas tumbas debieron primeramente tener bastante altura, pero ahora se alzan poco del suelo. Solían estar rodeadas de cuatro a seis piedras, altos pilares o monolitos de piedra de Devon traídos a veces desde sitios remotos porque los he visto análogos a ellos a orillas del Tuba y en las praderas entre el Tuba y el Abakan, ambos afluentes del Yenissei. Estos túmulos o dólmenes se extienden en una sola línea recta y desaparecen en la distancia. En algunos de ellos hay todavía inscripciones visibles. Están escritas en signos rúnicos, el alfabeto más antiguo de la humanidad, usado no sólo como medio de comunicación que suplió el poder limitado de la voz humana, dibujando palabras en tabletas o trozos de cortezas, sino para intentar, esculpiéndolas en una materia tan sólida como las piedras de los sepulcros, perpetuar el recuerdo de una vida humana, extinguida, entre las tribus venideras. Por entonces me limité a echar una ojeada a esos dólmenes y monolitos, con los que hice conocimiento más íntimo durante un viaje posterior a través de la región de las tumbas, ese inmenso e histórico cementerio de todas las tribus y pueblos que vagaron por las vastas llanuras del Asia Central, impulsados hacia el Oeste por una fuerza irresistible, a fin de conquistar Europa y destruir la civilización cristiana.
Por último llegamos al lago Shunet, con su marco de lodazales negros y hediondos, salpicados de manchas de sal que brillaban a la luz del sol hasta el punto que, fijándose en ellas, dolían los ojos. No se veía ni un pájaro en las orillas y en la superficie del lago muerto. Este había perecido, pero con gracia, porque en su superficie refulgían los cristales de sal como diamantes, los cuales, aglomerándose en grandes capas y precipitándose en el fondo, formaban una espesa costra que insensiblemente iba llenando el depósito lacustre, chapoteando por los mal olientes marjales… Hak y yo nos acercamos al lago para sacar muestras de su agua y analizarla químicamente y medir su temperatura.
Cuando estuvimos junto al borde nos sorprendió vernos rodeados de un cerco como de coral rojo, de un pie de ancho. No sabiendo lo que podía ser, me incliné y descubrí que lo constituía una masa de bichillos ya muertos y podridos, que eran la causa del insoportable hedor que se notaba en el aire. Guardé en un frasco una buena cantidad de los rojos animalillos y eché agua del lago en él. De improviso vi en la vasija de vidrio unos cangrejitos de cinco milímetros de largo que nadaban muy de prisa y tan delicados y efímeros que sólo vivieron muy escasos minutos. Los subsiguientes estudios biológicos establecieron que eran los últimos seres vivos del lago Shunet y se les dio el nombre de Artemia salina. Aparte de ellos sólo vivían allí los Beggiat bacilli, destruyendo la restante vida en el lago y preparando al mismo tiempo la extinción de éste. Mandé a Hak explorar la hondura del lago. Mi auxiliar se desnudó, se metió en el agua y, cuando se había apartado algo de la orilla, me dijo:
-;Parece que se anda sobre cristal.
Aquello me dio curiosidad, y después de quitarme la ropa le seguí.
Encontré que el fondo del Shunet era duro y pulimentado como el cristal o el mármol, estando formado por la sal que durante siglos y por la acción del sol y del viento se había precipitado de la superficie del lago. Recogimos muestras de una sal común excelente, pues tenía una pureza de 99,89 por 100.
Como hacía mucho calor, decidimos, después de nuestras investigaciones, tomar un baño; pero no encontramos en ninguna parte del lago una profundidad mayor de metro y medio, por lo que nos costó trabajo bañarnos. Cuando intentamos zambullirnos, el agua nos empujó hacia arriba como si fuésemos botellas vacías encorchadas. Quisimos nadar, y experimentamos una sensación especial al flotar en la superficie del agua como si estuviésemos echados en el piso de una habitación; pero esta base no era estable, porque algo movedizo y blando nos golpeaba ligeramente la espalda, el pecho y los costados cuando cambiábamos de postura.
-;¿Qué diablo es esto?-;exclamó Hak, lanzando una alegre carcajada-;. ¡Es un verdadero escándalo! Una de las cosas peores que se pueden decir de un hombre es que pesa menos que el corcho, y en este lago el agua me lleva y trae como si yo fuese un tapón: ¿Cree usted que me habré vuelto de corcho?
Hak tenía razón, porque nuestros cuerpos estaban en la misma relación con el agua del Shunet que un corcho con el agua ordinaria.
No conseguimos tomar un baño, pero en cambio hicimos un notable descubrimiento. De repente observamos una cosa que avanzaba hacia nosotros desde la orilla. Sentados en el lago calculábamos lo que podía ser y bruscamente Hak se puso en pie, diciendo:
-;Vámonos lo antes que podamos.
Le seguí de mala gana deseando averiguar lo que aquello era. Pronto divisé una inmensa tarántula que andaba por el agua con sus largas y peludas patas sin romper la superficie liquida aunque, como ésta cedía ligeramente al peso de la araña, el bicho marchaba con precaución. Extendía amenazadoramente sus antenas y llevaba alta la cabeza, dispuesta al ataque y a la defensa con la ayuda de su virulento veneno Pasó junto a mí con el aire belicoso de un acorazado en plan de combate, pareciendo decir:
«¡Cuidado con que nadie se meta en lo que no le importa!»
Nos apartamos con repulsión de la gigantesca araña la cual lentamente siguió su camino a la orilla opuesta.
Cuando por fin salimos del agua sufrimos grandes molestias, pues sentíamos como si nos pinchasen con millares de agujas. Aquellos pinchazos nos lo producía el carácter salino del agua. Al cabo de unos minutos nos vimos cubiertos de pies a cabeza de unas escamas de sal cristalizada que se despegaban de nosotros al doblar las articulaciones o al hacer el menor movimiento.
-Parece -;exclamó Hak-; como si nos hubiesen roto encima de nosotros todas las ventanas de una casa.
Y el avisado Hak tenía también razón. Al fin nos descamamos completamente, quedándonos, a causa de la sal encarnada e irritada la piel como si nos la hubiesen escaldado Las molestias del dichoso baño nos duraron bastantes días'
Pasé con Hak dos días a orillas del Shunet haciendo estudios del agua, la sal y el lodo del lago, cogiendo Beggiato y los cangrejillos rojizos, y coleccionando plantas e insectos.
Realicé varios descubrimientos interesantes, referentes a las tarántulas, que viven en agujeros que abundan sobremanera en las cercanías del lago. Estas cavidades son completamente redondas y tienen dos largos pasajes que conducen en direcciones opuestas desde el extremo inferior del hoyo. De éstos, el más largo es la vivienda familiar de la araña, mientras que el más corto es una fortaleza desde la cual el bicho inicia el ataque a sus víctimas y defiende su hogar de los intrusos, especialmente de los grandes escarabajos de duro caparazón y de glándulas que despiden un penetrante y tóxico olor. Estos escarabajos matan las arañas y las devoran. Para protegerse de ellos, las arañas construyen unos fuertes enrejados de telarañas, especies de alambradas de su reducto, en los que el enemigo queda prendido cayendo en poder de su mortal adversario, la tarántula. Al final de su fortaleza la araña pone también una pequeña red donde guarda los cuerpos de los bichos que coge afuera y arrastra a su agujero. Estas especies de arácnidos acechan en la hierba y caen con rapidez sobre sus víctimas, matándolas con los dientes o arrastrándolas a sus covachas, metiéndolas vivas en la red fabricada para ello. Encontré una cavidad en la que había cinco grandes orugas encerradas entre los hilos de una fuerte telaraña.
La picadura de la tarántula es muy dolorosa y el sitio picado se hincha terriblemente, causando al paciente una alta fiebre. Me dijeron que las personas picadas por la tarántula mueren con frecuencia a pesar de que se tomen contra el veneno las medidas más enérgicas.
Aunque parezca extraño, el peor enemigo de la tarántula es la oveja, la cual no teme la picadura de la araña y pone la lengua en los agujeros en que ésta se esconde, aguardando a que el atrevido bicho se le agarre a ella con los dientes y las peludas patas, experimentando entonces una sensación agradabilísima a juzgar por la expresión de su mirada y por la rapidez con que se traga al negro arácnido, como si fuese una ostra, sin necesidad de limón ni pimienta.
Ordené a Hak que cogiese para mí los ejemplares más grandes y mejores que pudiese encontrar, y para eso le di un frasco de vidrio bastante capaz, cerrado con un corcho. Mi ayudante aceptó el encargo gustoso, pues atendía con cariño mis menores indicaciones, y aprovecharé la ocasión para decir que de los tres fugitivos era el más listo, el más complaciente y el de mejor carácter.
Sólo una vez observé, hallándonos junto al lago Szira, que se apartaban de nosotros y, bajas las cabezas, cuchicheaban entre ellos, cavilosos y apesadumbrados. Les pregunté el motivo de su tristeza, y Trufanoff, que hacía de cocinero en la expedición, contestó por todos, suspirando profundamente:
-;¡Ah! ¿Qué quiere usted que le digamos, señor? No es difícil adivinarlo. Nosotros somos ahora otros hombres; nadie nos mira como a bestias salvajes, monstruos o como a la hez de la humanidad, porque ustedes nos protegen con toda la autoridad de sus respetados nombres; pero esta vida actual terminará pronto para nosotros; ustedes se irán de aquí, y entonces tendremos que volver a los parajes solitarios, que albergarnos en las cavernas, que ocultarnos en las simas, en la maleza de las selvas y hasta en las junqueras de los aguazales inaccesibles. Seremos otra vez lobos acosados o alimañas perseguidas. Sufriremos de nuevo el hambre, las enfermedades y las torturas de la vida errante. ¡Maldito sea! ¡No vale la pena de vivir para hacerlo de esa manera!
El presidiario bajó la cabeza con ademán de anonadamiento, y los demás guardaron silencio; pero al cabo de un instante Hak, con tono de voz desconocido para mí, exclamó:
-;¡Bueno, ánimo! Tenemos que vivir y viviremos, aunque sea como las fieras.
Al oír esto, Sienko levantó la brutal cabeza de canosa pelambre, y murmuró:
-;Yo tengo que ajustarles las cuentas a los que me denunciaron y no moriré antes de vengarme. A todos les llegará la suya, la hora mala, que me compense de las miserias que he pasado; pero siempre me acordaré de ustedes con gratitud y sentiré tener que dejarles.
Así pensaban nuestros extraños compañeros en las orillas del lago Szira.
Hak tomó el frasco de cristal y salió al campo a coger tarántulas. Le vi que guardaba en el bolsillo de los calzones una botellita con agua.
-;¿Va usted a beber agua?-;le pregunté asombrado, sabiendo que aborrecía esta bebida y que sólo le agradaba el vodka y el té.
-;No; es para sacar a la araña de su agujero-;repuso. Cuando derrame el agua en la covacha en que se mete el bicho, como le gusta el agua menos que a mí, saldrá a flor de tierra y entonces lo invitaré a que entre en el frasco.
Regresó transcurrida media hora con la vasija llena de arañas, entremezclados sus cuerpos y peludas patas, que formaban una masa sólida y negruzca. Colocó el frasco en el suelo y, al empezar a estudiar las tarántulas, noté que todos los ojos de la repugnante caterva se fijaban en mí con curiosidad y odio. Iba a echar alcohol sobre la maraña aquella para conservarla en nuestra colección, pero Hak me detuvo la mano, diciendo:
-;Espere y presenciará una cosa curiosa. Luego le traeré todas las arañas que usted me pida.
-;¿De qué se trata?-;le interrogué.
-;Eso lo verá usted mismo, y crea que se alegrará de verlo -;añadió riendo mi jovial ayudante -;. Es algo que recuerda las luchas de los hombres y las vilezas que cometemos.
Se rió de nuevo, y en su voz había tonos de desdén y mofa.
Despierta ya mi curiosidad empecé a estudiar las arañas. Estas formaban una espesa masa sin movimiento; sólo de cuando en cuando se agitaba y contraía una larga pata. La calma duró algunos minutos, y luego en el fondo del frasco comenzó a moverse un bicho completamente negro, dispersando a los otros. Se enderezó sobre sus patas, y, con jactancia, valiéndose de su cabeza y sus antenas, se abrió paso entre aquel enredo. De improviso, con un impulso violento, la araña se arrojó sobre su vecina más próxima y la clavó los dientes: algunos ligeros espasmos y la víctima sucumbió. Embriagada por este primer crimen, la negra tarántula, enloquecida, prosiguió su obra destructora, matando e hiriendo a las otras. Entonces se entabló dentro del recipiente una lucha cruenta. Era imposible distinguir por separado a una sola araña porque peleaban juntas, retorciéndose y saltando, dando y recibiendo pinchazos y mordiscos. El primer agresor, arrollado en el torbellino de la batalla, cayó muerto. Luego vi una gran araña roja desprenderse de la maraña de los combatientes y trepar por las paredes del frasco hasta el angosto cuello de él, donde se apretujó y sostuvo mientras que la mortífera contienda se desencadenaba debajo de ella.
-;Es una tarántula joven-;exclamó Hak-;; joven y astuta, como toda la gente roja.
La araña roja permaneció en su atalaya largo rato, hasta el momento en que la última de las contendientes se quedó sola, malamente herida, agitando débilmente sus patas. La taimada tarántula se lanzó sobre ella para rematarla, y se puso a devorarla con evidente satisfacción.
-;¡Bien! -;exclamó Hak-;; lo mismo sucede entre los hombres que luchan en los grandes pucheros, digo ciudades…
Sonreí a pesar mío, porque el símil no carecía de verdad.
Hak, sin más comentarios, abrió el frasco y esparció las arañas por el suelo. Viendo escapar a la araña roja, murmuró:
-;Anda, corre, hermanita araña, que el mundo es tuyo porque eres lista…
Y se fue a coger más tarántulas. Volvió cuando ya había anochecido y se dedicó a preparar el té y la sopa en el encendido hogar. Mientras, yo echaba alcohol sobre los arácnidos, de los que el recipiente estaba casi lleno, y puse al corriente el diario de nuestro trabajo.
Durante la cena Hak, inspirándose en el frasco con las tarántulas, nos entretuvo con uno de sus interesantes relatos.
-;A raíz de mi fuga de la cárcel de Atchïnsk tuve que ir al Turquestán y de paso a la pradera de los Kirguisos, cerca del lago Balkash, y allí encontré la choza de un hombre en un paraje solitario. Aquel individuo no era kirguiso ni ruso. No pude averiguar lo que era, porque además de expresarse en ruso muy mal, no le gustaba hablar nada de sí mismo. Pasé con él algunas noches y observé que se marchaba en cuanto se ponía el sol y volvía muy tarde, trayendo debajo de su zamarra un paquete abultado. En vela una noche, le vi inclinado sobre una marmita puesta en la estufa, que guisaba algo. Un día se presentaron frente a nuestra choza unos jinetes kirguisos, sartos, y los menos, naturales del Turkestán. Me sorprendió que estuviesen armados, pues sabía la severidad con que las autoridades rusas castigan a los indígenas por el uso de armas. Calculé que eran bandidos y me inspiraron simpatía; ellos comprendieron que yo también era carne de prisión, y se mostraron conmigo comunicativos y afectuosos. Pronto supe que servían como criados a los posaderos establecidos a lo largo del camino de Bojara a Krasnovodsk. Esos posaderos robaban a los mercaderes que regresaban a Bojara y Jiva de los establecimientos rusos de Krasnovodsk, después de vender en ellos sus ganados y caballos, así como sedas, pieles y lanas. Cometían sus robos de un modo extraño.
Como los mercaderes van siempre acompañados de patrullas armadas, los posaderos tienen que emplear para saquearles medios distintos de la fuerza, y para eso añaden a las bebidas que sirven a sus clientes un brebaje llamado «vino de tarántulas». Este se hace con arañas de esa clase, enloquecidas antes de morir por haber sido ahogadas en alcohol, y cocidas luego con varias bayas y hierbas. Es un líquido denso, de color pardo-verdoso y de olor muy desagradable. Unas cuantas gotas de él, agregadas a cualquier bebida, produce casi instantáneamente un estado de desvanecimiento que pasa al cabo de algunas horas, dejando, sin embargo, en la víctima, una especie de demencia de larga duración, con pérdida de memoria, temblores convulsivos e incoherencia en las ideas y en las palabras. El dueño de la posada roba al comerciante y a sus escuderos durante el sopor, y después sus secuaces les conducen a la pradera y les abandonan allí. Por lo general, la víctima no puede recordar lo que le ha ocurrido, ni dónde estuvo la última vez. Con esto suele terminar la aventura, pero aunque se acordase de todo y en unión de sus .hombres pretendiese recobrar su arrebatada riqueza, tropezaría con los birlescos que se guarecen en la posada a la que le llevó su mala estrella, e inevitablemente sucumbiría a manos de aquella gentuza, elegida entre los asesinos, rufianes y otros sujetos de igual ralea. Tales eran los hombres que llegaron a la cabaña en la que yo estaba refugiado. Supongo habrán comprendido ustedes que el amo de ella fabricaba «vino de tarántulas». Su industria era espantosa, pero, no obstante, le vi hacer muchas buenas obras. De todos los sitios del país de los kirguisos y de los Siete Ríos llegaban a su albergue las personas enfermas que padecían dolores reumáticos: algunas con las extremidades hinchadas, otras con el espinazo doblado y no pocas tullidas o deformadas. El preparador del vino venenoso les recetaba con esmero, sin exigirles la menor remuneración. Les propinaba una infusión de hierbas con una pequeña dosis del terrible vino, que en aquella cantidad no producía tan desastrosos efectos, Luego les ordenaba tenderse desnudos al sol, y tras de algunos días de ese plan curativo se iban totalmente sanos o muy aliviados, dando sinceras gracias a su bienhechor. Todos esos dolientes demostraban al curandero su gratitud, no con regalos, sino de otra manera más conveniente para él; pues le informaban, fiel y oportunamente, de los movimientos de los jueces y de la policía o de los de cualquier otro funcionario del Estado, permitiendo al improvisado médico ponerse en salvo. Debido al carácter de mi santuario, me hallaba en él en lugar seguro y podía desaparecer de sus contornos, como el alcanfor, si un intruso mal recibido acudía a nuestro tenducho. Casi medio año ayudé a mi patrón a hacer su «vino de tarántulas», que tan caro le pagaban los posaderos ladrones. Aprendí a volver locas a las arañas con una varilla de hierro incandescente, y las costumbres de estos bicharracos no tuvieron secretos para mí.
-;¿Y por qué dejó usted su albergue?
Movió una mano y dijo indiferente:
-;Por una mujer.
-;¿Pues qué ocurrió?
-;Una cosa muy sencilla-;contestó-;. El ansia de obtener una crecida suma causó la pérdida de mi amigo y la mía. Una tarde, una señora bien vestida se presentó de improviso en nuestro cubil, y permaneció en él largo rato, encerrada con mi patrón, discutiendo algo sin duda muy importante. Curioso e impaciente, me puse a espiarles. Pronto oí la voz de la señora:
-;Bueno, convenido-;decía-;. Le daré a usted todas mis sortijas y mil rublos además; pero hay que hacerlo sin perder tiempo.
-;Por eso no se preocupe usted-;barbulló mi amigo en su mal ruso-;. Eche diez gotas en el aguardiente que su marido beba antes de cenar, y cuente usted que esa será su última comida. ¡Que me mate un rayo si miento!
-;La señora se fue y administró el bebedizo a su marido; mas con tan negra suerte, que las autoridades, sospechando un crimen, investigaron el caso y la prendieron. La mujer, apremiada por el juez, confesó dónde había adquirido el veneno. Inesperadamente cayó sobre nosotros la policía, como un halcón se lanza sobre las perdices, y sólo cuando estábamos esposados y metidos en el coche que había de conducirnos a la cárcel, llegó uno de nuestros agradecidos clientes a prevenirnos que la policía se hallaba a pocos kilómetros de la choza. Lo sabíamos de sobra. Fuimos a parar a la cárcel, y todo por una mujer…
Terminada la historia, Hak encendió la pipa y, levantándose, dijo:
-;Me voy a dormir.
Aquella jornada dedicada a las tarántulas me había causado una profunda impresión. Pasé mucho tiempo dando vueltas a un lado y a otro debajo de mi gruesa manta de lana, pensando que sería poco agradable que una negra y peluda tarántula saliese de algún agujero del suelo y me clavase sus dientes en mis pies. Esos alevosos y repulsivos bandidos de las praderas me causaban asco. Los únicos que no me inspiraban aversión eran los que estaban encerrados en mi botella, en la que se hacía el ponzoñoso brebaje, no para una dama cruel, ni para los salteadores del camino, sino para mi colección zoológica.
Hak, notando que todavía estaba yo despierto, me preguntó con voz de sueño:
-;¿No se puede usted dormir, señor?
-;No, no puedo-;contesté-;. Me dan miedo las arañas.
Él bostezó, añadiendo:
-;Tranquilícese usted. Ninguna tarántula se atreverá a marchar sobre su cobertor de lana de oveja. Todas huyen de lo que huele a ese animal, hasta la araña roja de marras.
Faltaba todavía bastante tiempo para que terminásemos nuestras tareas en las praderas del Chulyma-Minusinsk. En el curso de ellas visitamos y estudiamos lagos ricos en sal de cocina, en los que había instalaciones primitivas para extraerla de las aguas salinas; otros que contienen sosa, como el lago de los Gansos y el Saletra; algunos con sales de Glauber, semejantes al Szira, y muchos más. Nos detuvimos en la mina Julia, con sus yacimientos de minerales cupríferos, explotados por una Compañía inglesa; vimos depósitos de hierro y manganeso, y penetramos muy al Sur en dirección al distrito de Minusinsk, entre las últimas estribaciones del Gran Altai. A medida que nos internábamos más en las llanuras del Chulyma, a la orilla izquierda del Yenisei, pasábamos con suma frecuencia junto a hileras de grandes y pequeños dólmenes, y a veces frente a grupos de esta clase de monumentos, que marcan el lugar de las horodyshcha, o fosa común de las primitivas tribus, barridas de allí por alguna catástrofe.
El país, en el que los tártaros del Abakán acampan con sus rebaños, es un vasto, confuso e histórico cementerio, usado en distintas épocas por los miguros, soyotos, kalchasmongoles, oletos y djungaros y por otras innumerables tribus nómadas, masas hermanas criadas en el ubérrimo seno de Asia, esa madre de los pueblos. Dichas tribus, impulsadas por sus peculiares motivos y razones, habitaron o cruzaron esas dilatadas planicies atravesadas por la cordillera rojiza de los Kisill-Kaya y sus ramificaciones, que la unen al Sudoeste con las montañas del Altai. Allí cabalgaron las hordas de Gengis-Jan el Conquistador, de Tamerlán el Cojo, del terrible Gondjur y del último vástago del Gran Mongol, Amursan-Jan. En tiempos remotos, el mismo camino fue seguido por los mercaderes de Babilonia y Ecbatana y por los belicosos aventureros de las laderas septentrionales del Pamir. Todos ellos dejaron tras de sí las tumbas de los que sucumbían en las empresas, marcadas por esos rojos monolitos o dólmenes. Se puede encontrar en esos históricos enterramientos espadas, flechas, hachas de bronce y hierro, bocados y estribos de cobre y plata, doradas hebillas de bridas y aretes de mujer; pero raras veces se han hallado los huesos de los sepultados, porque el tiempo y la Naturaleza han destruido esas humanas reliquias.
Entre los más numerosos pequeños dólmenes, de trecho en trecho se yergue un arrogante pilar coronado por un remate de pizarra. Son los sepulcros hechos por el sanguinario Gengis Temuchín. Los mandó erigir en sus campos de batalla sobre los cuerpos de sus hijos, sus adalides y sus guerreros, jalonando así la ruta sangrienta del invencible Conquistador. Aun hoy sirven de mojones de los Urales a Pekín y Tasjent, para apreciar las distancias en el territorio, de otro modo no medido.
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