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Inmigración y literatura (página 17)


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Inicio de la Guerra de las Malvinas

El festejo del inicio de la Guerra de las Malvinas irrita a un inmigrante italiano. En su testimonio "16 de Junio de 1982", escribe Marili Flores: "Esas idas a la Pza. Ramírez con la gurisada del barrio en mi Citroen en manifestaciones multitudinarias con vinchas y banderitas celestes y blancas se convertían ese atardecer en la violada utilería de una puesta de teatro del absurdo y nosotros, actores que grotescamente festejábamos un conflicto bélico. Esos bocinazos me aturdían, ahora. Esos con los que, estertóreamente expresábamos en patrioterismo de mundial de fútbol la dramaturgia horrorosa de una guerra. Lo que me impidió entenderlo al Nonno Juan, cuando en el asado de aquel domingo me preguntaba en su cocoliche, "ma caraco que festeca?! Una guera?" y pensé, cincuenta años en este país, pero no es argentino, no entiende . Esa tarde sentí al Nonno, creciendo otra vez desde su sabiduría, desde mi dolor" (1).

Notas

1 Flores, Marili: "16 de junio de 1982", en www.elmuro.com.

Creación e independencia de Israel

En Buenos Aires, en 1948, transcurre uno de los capítulos de Hija del silencio, novela de Manuela Fingueret. Ella escribe: "La viabilidad de un Estado judío formaba parte de esas discusiones que para ella quedaron truncas, pero era también un espacio de sueños que algunos llevaron adelante como bandera de lucha, un lugar de encuentro para los que pudieron pensar antes o después de los campos de la muerte. Para Pinie, el sionismo se fue convirtiendo en el motivo central de su existencia. No es un tema que discuta con ella, porque no se muestra interesada en ello, aunque verlo tan entusiasmado la conmueve. Van llegando los amigos justo en el momento en que se transmite la votación en las Naciones Unidas. El grito de júbilo final, las lágrimas de todos producen en Tínkele una emoción nueva, que en estos años le resulta más fácil empezar a sentir. Pinie se acerca a la cómoda oscura y saca del tercer cajón un talit brillante de seda. Se coloca el sombrero, abre el libro de oraciones, y con la voz enronquecida por la emoción reza: ‘Baruj ata adonai eloeinu adonai ejad’ " (1).

En La rabina, escribe Silvia Plager: "Poca atención le había prestado Esther a la música, pero de pronto el solo de violín la arrastró a un misterioso ámbito y en él su madre le volvió a contar que cuando se declaró el Estado de Israel, papá tomó el violín y se puso a tocar, a pesar de que sólo lo había aprendido de chico y mal, como si Shmuel, su virtuoso hermano mayor asesinado por los nazis lo guiara…" (2).

Luis León se refiere a los festejos de la independencia de Israel (3): "Un gran acto en el cine Villa Crespo de Corrientes al 5500, reunió a centenares d personas, aunque el acto central fue organizado en el estadio Luna Park.. En esa ocasión, un número importante de djidiós de Villa Crespo concurrieron al acto en bañaderas (2), desde las que exteriorizaba su entusiasmo. Desde temprano, se formó una columna en que se destacaban los jóvenes, reunidos alrededor del mástil que en esa época se alzaba en el encuentro de las avenidas Corrientes y Canning (1), recuerda "L". "Desde el balcón del quinto piso de uno de los escasos edificios de altura de esa época, mi abuela, gritaba alentando a la muchedumbre sin reflexionar si era o no escuchada por ellos. Yo que tenía seis años, iba y venía sobre mi triciclo haciendo sonar el timbre del manubrio, por simple entusiasmo de ver a mi abuela en esa actitud. Cuando la columna fue numerosa y comenzó a marchar hacia el centro, ella corrió hacia el ropero, extrajo una gran bolsa de confites de almendra y los arrojó hacia abajo a la gente, fina y cara costumbre que reservaba exclusivamente para los grandes acontecimientos, especialmente los nacimientos". (1) Actual calle Scalabrini Ortiz / (2) Tipo de vehículo colectivo de la época, con techo de lona para plegar en días soleados, denominado así por la gente de la ciudad debido a la forma de la carrocería.

Notas

1 Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires, Planeta, 1999.

2 Plager, Silvia: La rabina. Buenos Aires, Planeta, 2006.

3 León, Luis: "Recuerdos de la partición", en SEFARaires, N° 13, Mayo de 2003.

Cumpleaños

Los cumpleaños se festejaban en la colectividad italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa Cuccetti, en una entrevista. Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era un lugar muy lindo a principios de siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente" (1).

Uno de los gallegos de Frontera Sur, novela de Horacio Vázquez-Rial, festeja su cumpleaños. Dice la hija: "Todavía hay mucho que hacer para esta noche. Es una fiesta muy grande -explicó desde la puerta-, muy importante para nosotros. Mi padre no se lo habrá dicho, pero, amén de la Nochebuena, celebramos su cumpleaños. Y va a estar todo el mundo. Todos los hermanos, y todos los huéspedes, y todos los amigos, que alguna vez fueron huéspedes también. (…) Siempre llega gente de allá, de Galicia, y no la va a dejar en la calle, ¿no?" (2).

Entre los japoneses, "Los cumpleaños son muy festejados, pero sobre todo en las siguientes edades: 13, 25, 37, 61, 73, 85, 88 y 99 años" (3).

Notas

1 Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en Clarín Viva, 26 de septiembre de 1999.

2 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona,. Ediciones B, 1998.

3 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A LA MESA Ritos y retos de la alimentación argentina. Buenos Aires, Grijalbo, 2000.

Año Nuevo

Pervive en América la costumbre española de comer doce uvas al tiempo que suenan las campanas en el nuevo año. Silvia Pisani (1) y Rodolfo Ranni (2), quienes lo intentaron en Europa, coinciden en señalar la imposibilidad física de llevarlo a cabo.

Narra el protagonista de Hermana y Sombra, novela de Bernardo Verbitsky, hijo de inmigrantes rusos: "el 1° de enero de 1919 nos encontró juntos. Se brindó con la bebida de rigor, cuando nos aseguraron que se estaba oyendo la ronca sirena de ‘La Prensa’; también yo creí distinguir entre el estrépito creciente el lejano zumbido que efectivamente llegaba desde Plaza de Mayo hasta Flores y el resto de la ciudad. Y allí se desencadenó con mayor fuerza la acostumbrada recepción a balazos, que por primera vez oí, o la primera que recuerdo, aumentando el estruendo de cohetes, gritos, bocinazos, a todo lo cual sumamos una modesta contribución de ruidos, golpeando con palos un fuentón de cinc de los que se usaban para lavar ropa. Vimos cómo partían oblícuamente hacia la altura las rojizas huellas de los tiros que prodigaban los energúmenos de la casa de al lado. Mamá se tapaba los oídos calificando todo eso de salvajismo. Al día siguiente leímos en el diario que en varios lugares de la ciudad hubo heridos por balas perdidas, una de las cuales causó la muerte de una joven que se hallaba en el patio de su casa" (3).

En su cuento "Año nuevo en Buenos Aires", Luis León relata que, al protagonista: "la lluvia le impidió sentarse en la vereda. Por causas que no alcanzaba a saber, desde la noche anterior Kadén, su mujer, aparecía con frecuencia en sus pensamientos. Cerca de las diez cuando la lluvia interrumpió su intensidad por un rato, decidió salir a comprar algo para el almuerzo. (…) fue hasta el pequeño ropero de roble del espejo roto y sacó la percha de Tienda Los Leones. Allá colgaba su único traje, y comenzó a ponérselo con cuidado, procurando que los tiradores queden parejos, no seas choloja (7) le decía Kaden que tanto cuidaba su aspecto. Esa mujer, Masaltó me recuerda a ella, cuidadosa de la ropa. Llevaré este paquetiko de jalvá para que la djuventú coma algo dulce al llegar las doce. En verdad ellos son fuertes, y tienen derecho a festejar, como yo cuando saqué corriendo a esos muchachones turcos que querían pegarme en el Jan de las Cabras, se dijo con algo de orgullo. Fue nuevamente al ropero para sacar una bolsita de seda con el libro de Ley y su talet (8), por si había oportunidad de meldar (9) un poco se dijo, y la sonrisa se le amplió". (7) desaliñado en el vestir / (8) manto empleado para la liturgia ju-día / meldar: leer los libros litúrgicos / (9) leer los libros sagrados" (4).

En "Año nuevo con sorpresa", relata José Mantel: "Los hermanos habían decidido festejar el 31 de diciembre bien a la criolla, con mucha sidra, pan dulce, turrones y frutas secas. Lo iban a hacer en el patio de Mordejai e invitarían a los cuñados con sus esposas e hijos, unas treinta personas. Mordejai se ocuparía de hacer las compras y luego repartirían los gastos" (5).

Entre los alemanes del Volga, había una tradición secular que es descripta de la siguiente manera por José Brendel, en su evocación de San Miguel Arcángel: ‘Para Año Nuevo, existe en la colonia una tradición multisecular, única, no en su fondo sino en su ritual. No en cualquier parte se puede formular el deseo de prosperidad, sino que está sujeto a un estricto código ancestral, sin el cual el augurio no vale nada. No es colectivo, ni siquiera familiar, sino estrictamente personal, de cada uno, ya frente a sus padres o amigos. Entra en la categoría de los actos serios’. "El agraciado, con su esposa, debe estar en su salita de recibo –Kleine Stube: sala chica- y sentado, en actitud de potestad y con la puerta cerrada. Después de los consabidos golpecitos de llamada y el ‘entre’ correspondiente, se presenta el felicitante con el saludo de ‘Alabado sea Jesucristo’, y acto seguido recita su salutación, que es de un mismo tenor para todos: ‘Les deseo feliz Año Nuevo, larga vida, salud, paz y unión, y después de la muerte la Vida Eterna, y el Niño Dios en sus corazones" (6).

Los japoneses, "En las fiestas, como el Año Nuevo o Shogatsu, donde se reúnen con familiares y amigos, tanto se bebe un tipo especial de sake al que le atribuyen la propiedad de garantizar y alargar la vida, como no deben faltar el sushi, los frutos del mar –langosta y besugo- y una sopa que contiene pasteles de arroz gelatinoso que ‘borra todo recuerdo ingrato del año precedente’ " (7).

Notas

1 Pisani, Silvia: en La Nación Revista.

2 Ranni, Rodolfo: "En la Puerta del Sol bajo una lluvia torrencial", en La Nación, Buenos Aires, 12 de enero de 2003.

3 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.

4 León, Luis: "Año nuevo en Buenos Aires", en SEFARaires, N° 21.

5 Mantel, José: "Ano nuevo con sorpresa", en SEFARaires, N° 33.

6 Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis /Instituto Torcuato Di Tella, 1986.

7 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A LA MESA Ritos y retos de la alimentación argentina. Buenos Aires, Grijalbo, 2000.

Carnaval

"Según una difundida leyenda -comenta Alejandro Dolina-, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza" (1).

Humberto D’Arcángelo -personaje de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato– añora los carnavales de antaño. El está con Martín "en una antigua cochera que en otro tiempo había sido de alguna casa señorial. (…) Le señaló al fondo, arrumbado, el cadáver de un coche de plaza: sin faroles, sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada. (…) Acarició la rueda de la vieja victoria. –La gran puta –dijo con voz quebrada-, cuando venía el carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe, pibe" (2).

En 1871, ataca la peste. Escribe Félix Luna: "En enero ocurrieron los primeros casos, pero el carnaval se aproximaba y hasta el propio presidente se divertía jugando con agua: ¿cómo se iba a ensombrecer la alegría popular advirtiendo el peligro que se cernía sobre Buenos Aires?" (3).

La inglesa Agnes, abuela de María Elena Walsh, escribe a su padre en 1878: "El próximo domingo empieza el Carnaval y parece que será grandioso" (4).

Carlos Mauricio Pacheco evoca en su sainete lírico-dramático en un acto Los disfrazados, un suceso acaecido durante un Carnaval. La escena se desarrolla en el "Patio de un inquilinato. Puerta de calle a foro y puertas laterales. A la derecha escalera que conduce a las habitaciones altas enfrentadas a foro y laterales por una baranda. No es el conventillo porteño sucio y complicado. Es un patio donde el autor toma sus apuntes de la vida popular sin necesidad de taparse las narices. Hay en el ambiente cierto aseo, cierta limpia alegría de día de fiesta, que no se encuentra en las oscuras vecindades cosmopolitas. No es, pues, el conventillo propiamente. Son unos cuantos tipos que en la tarde carnavalesca mueven , ante los ruidos cómicos de la calle, el respectivo cascabel interno. El todo entre paredes y entre perspectiva de azoteas, por encima de las cuales declina el sol" (5).

A criterio de Graciela Villanueva, "la circunstancia (el carnaval) y la peripecia amorosa de engaño y venganza sobre la que se articula la acción dramática sirven sobre todo para que desfilen por el patio del conventillo diversos y pintorescos personajes del pueblo y, naturalmente, muchos inmigrantes -especialmente italianos- que se expresan en aquella particular mezcla de español e italiano bautizada en Argentina con el nombre de cocoliche" (6).

Manuel Gálvez describe, en su novela Nacha Regules, un baile en un inquilinato: "de la guitarra y el bandoneón surgían las frases compadronas de un tango. Era una música sensual, canallesca, arrabalera, mezcla de insolencia y bajeza, de tiesura y voluptuosidad, de tristeza secular y alegría burda de prostíbulo, música que hablaba en lengua de germanía y de prisiones, y que hacía pensar en escenas de mala vida, en ambientes de bajo fondo poblados por siluetas de crimen. (…) Linda sonreía mirando a algunas parejas –a Saturnina que era abrazada por un conde lleno de plumas, y a la encargada del inquilinato, una genovesa redonda como una bola, que se zangoloteaba en los brazos de un Moreira feroz-" (7).

En Las ingratas –novela de Guadalupe Henestrosa que mereció el Premio Clarín de Novela 2002-, el carnaval marca el inicio de la relación entre la dueña de la pensión y uno de sus huéspedes, que luego se convertiría en su marido: "Así estaban las cosas, cuando una noche de carnaval, mientras todo el mundo había ido hasta el corso de la avenida para ver pasar las carrozas, Roca prefirió quedarse en el patio fumando un cigarro y silbando bajito. Petra iba de acá para allá con un balde, regando las macetas. (…)

Afuera sonaban los gritos de las comparsas, los falsos alaridos de las mascaritas, las bombas de estruendo a lo lejos; adentro, en ese mundo de macetas, baldosas y sillas de mimbre, el silencio era más fuerte. En la atmósfera verde, Petra era otra, más blanda, tierna, casi indefensa: Melchor Roca la miraba embobado, sumergido con ella en el ambiente acuático y levemente corrupto de la noche de carnaval" (8).

En su novela Hacer la América, Pedro Orgambide evoca un carnaval de la década del 20: "Sonaban las gaitas de los gallegos. Los vascos (pantalón y camisa blanca, pañuelo al cuello, boinas, alpargatas) bailaban golpeando sus palos, combatiendo en una esgrima de pies que se lanzaban al aire y volvían en un paso de danza. Los cosacos desenvainaban sus sables, degollaban a Israel Mitzer en la puerta de la sinagoga y gritaban, sudados y coléricos, fidelidad al zar y a la zarina. Bailaban los capoeiras del Brasil y los gitanos y los muchachos de Barracas. Bailaban los hombres disfrazados de osos, de monos, de tigres, de gigantescos perros y caballos. Bailaban los hombres disfrazados de mujeres y las mujeres disfrazadas de hombre; bailaba el disfraz hermafrodita: mitad hombre, mitad mujer, mitad novio, mitad novia; danzaba el lanzador de dardos, el salvaje que besaba al explorador en la boca; bailaban los enanitos, los viejos, los enclenques. En el palco, las orquestitas de Retiro, de las viejas romerías, tocaban los tanguitos de otro tiempo, puro flautín, pura guitarra, pero ahora subía una orquesta típica nacional que dirigía el maestro Arrieta" (9).

El protagonista de Barrio Gris, novela del inmigrante asturiano Joaquín Gómez Bas, manifiesta: "En lo que a mí respecta, el carnaval existe para recuadrar en rojo tres días del almanaque. Ahora. Antes existía también para que el pobre Cigüeña se disfrazara de oso carolina. Ni de niño compartí el disloque general. Jamás me exhibí pintarrajeado. Me mantuve siempre ajeno al entusiasta afán de convertirse en bufo gratuito para regodeo del prójimo. Repudio el vocingleo desatado, inútil y bárbaro. Me enferma. La primera vez que pretendí formar parte de la baraúnda en un bailongo de la fecha, originé descomunal batahola cuando un cocoliche de facón y talero casi me deja sordo con su carraca. Por milagro no me ojalaron el pellejo. Lo salvé entero, junto con el propósito de esquivarle el bulto en lo futuro a la jauría de carnestolendas. Definitivamente" (10).

Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en la novela Santo Oficio de la Memoria: "Era una joda este país, y los carnavales no te cuento: se jugaba con agua todas las tardes y a la noche meta milonga" (11).

Victor Hugo Ghitta evoca el carnaval de la colectividad gallega. Recuerda "las largas mesas familiares del Centro Lucense, en una Buenos Aires cuyos esplendores y apego por las fiestas populares irían menguando con los años, en bulliciosas noches de carnaval en las que nos peleábamos por una falda con fervor e inocencia mientras nuestros padres batían palmas y meneaban caderas al ritmo del pasodoble o la muñeira, después de haberse atragantado con las sardinas españolas y las morcillas vascas y las batatas asadas al carbón y los jamones tan perfumados como las señoras que atiborraban la pista, atraídas por una estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de los Gavilanes de España, que era el conjunto musical que animaba las tertulias y las verbenas" (12).

Nersés, un joven hijo de armenios que se crió en Barracas, protagoniza la novela Memorias para no olvidar, de Eduardo Bedrossian. El joven "se acordó de aquellos años de su infancia, cuando se ponía un disfraz y se agregaba a la murga que iba cantando por el barrio y recogiendo algunas monedas en una vasija de lata o en un platito, luego de algunas canciones de ablande" (13).

Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa Crespo: "En verano, el carnaval diurno servía para refrescarse un poco… a globazos, baldazos y mangueras" (14).

Manuel Enrique Pereda evoca los carnavales en Villa Pueyrredón: "Había una vez… allá por los años 1922, una familia formada por Don Clemente Enrique Pereda, argentino, nacido en el Bajo Belgrano, y Doña Estrella Mon, española, de Galicia, con su hijo Manuel Enrique (…), que se radicaron en una pieza alquilada en la calle Argerich 4685 a un matrimonio de italianos de apellido Pettorosi que tenían tres hijos llamados Pascua, Armando y Pepa, siendo estas chicas mis primeras compañeras de juegos (…) Tengo presente a la tana Doña Emilia, de carácter fuerte y cerrado dialecto, cuando al poco tiempo de convivir en su casa, siendo carnaval, mi viejo le tiró un baldazo de agua. ¿Qué ‘rosca’ se armó! Se lo quería comer crudo" (15).

Se disfrazaba Alberto Tarrío, hijo de inmigrantes gallegos. Cuenta su hijo Fabián: "Mi viejo sabía vivir y hacer de cada momento con los demás, un tiempo grato. Lo que me viene a la cabeza es el espíritu que tenía de buena vida. Divertido, atrevido; era de disfrazarse para los carnavales o para fin de año, y viajar disfrazado en un colectivo a los corsos de la Boca. A nosotros nos daba un poco de vergüenza, pero hoy reconozco que lo hacía porque tenía un espíritu muy lindo" (16).

Luna de Avellaneda, película dirigida por Juan José Campanella, se abre con la evocación del carnaval de 1959 en el club -fundado por tres gallegos- que da nombre al film. A criterio de Pablo Scholz, "Los protagonistas de Campanella suelen recorrer un viaje interno. Nunca sienten que pisan en terreno firme. Román (Ricardo Darín, demostrando por enésima vez que solito es capaz de llevar adelante cualquier proyecto, si está bien escrito) se casó con la más linda del barrio (Verónica, Silvia Kutica), fue activista en la Facultad, pero se quedó. Es vocal en el Luna de Avellaneda, el club de barrio donde nació en el carnaval de 1959 —el año en que nació Campanella, otro acierto del guión, y habrá más: incluir a Alberto Castillo, ginecólogo, como quien lo haya traído al mundo—. Por ese motivo y otros más, que el espectador descubrirá si no se le nubla la vista, el club significa mucho para Román" (17). "La nostalgia -escribe Adolfo C. Martínez-, el presente enrarecido por una sociedad siempre dispuesta a agotar las posibilidades del hombre argentino y la fuerza del amor como necesidad vital de recomponer la vida y las angustias son los permanentes temas que Juan José Campanella y sus coguionista Fernando Castets y Juan Pablo Domenech presentan en la pantalla con esa pátina de calidez y de hondura dramática, en la que no están ausentes el humor y los fracasos" (18).

Durante el Carnaval, a veces, se suscitaban peleas. Escribe Horacio Vázquez-Rial, en su novela Frontera Sur: "En los primeros años del siglo, Buenos Aires vivía sin sobresaltos. Era noticia comentada el enfrentamiento, en 1903, en los carnavales de Avellaneda, de la comparsa de ‘Los Leales’ con la de ‘Los Pampeanos’, en la que formaban José Razzano, quien con el tiempo haría dúo con Gardel, y el que muy pronto sería intendente municipal de su ciudad, don Alberto Barceló, en compañía de sus sobrinos y de su futuro secretario, Nicanor Salas Chaves" (19).

La clase alta aborrecía esa clase de festejo. Relata María Rosa Oliver, en sus memorias: "En Europa el carnaval nos había pasado inadvertido, quizá porque cae aún en invierno, pero aquí, como broche del verano, era una fiesta. Una fiesta larga e importante que tercamente mis padres y parientes trataban de pasar por alto como, al leer los diarios, salteaban las páginas en que, con semanas de anticipación, se informaba sobre los preparativos para que llegaran a su máximo esplendor las carnestolendas o el reinado del dios Momo, nombres sugestivos que en casa nadie pronunciaba pero que en las revistas iban enmarcados entre guardas que evocaban las futuras serpentinas". A la pequeña María Rosa le gustaban las máscaras: "Me gustaban las que iban a los bailes infantiles de disfraz organizados en el Hotel Bristol de Mar del Plata. Pero la única vez que a duras penas, y después de insistentes súplicas, nos permitieron ir a la fiesta nos la aguaron bastante porque ‘…eso de ponerse disfraz ¡qué esperanza…! Lo único que faltaría… Eso, jamás…" (20).

También aborrecían los festejos algunos inmigrantes. En "La levita gris", de Samuel Glusberg, el narrador lleva a sus hermanos al corso de Palermo, que le causa una mala impresión: "Aquello no tenía de infantil más que el nombre; casi todas las máscaras habían dejado de ser niños hacía tiempo; gente grosera que atropellaba a los chicos y profería sandeces que todos celebraban, sólo porque venían de quienes llevaban antifaz. Pero qué otra cosa es el Carnaval? Me volví a casa furioso, con gran descontento de los pequeños, a quienes, para que no lloraran, tuve que hacer promesa de llevarlos por la noche al corso de casa" (21).

Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó todo orden institucional, la mascarita se independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa lucían su solvencia con el molde y la aguja". Una vez disfrazado el niño, debía fotografiárselo, para enviar esa imagen al país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los chicos, engalanados y maquillados?" El afianzamiento de la inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por las madres para sus hijos: "Viejas fotos. Sólo eso queda de aquella magnífica pasión por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en más predominaron los baturros, toreros y gaiteros asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los tarros también a escala. Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban el amor a Italia". Fotos que se enviarían a los parientes que tanto se extraña: "Atrás unas líneas ya casi ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida mirada melancólica" (22).

Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con retratos familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas aún las encuentran circulando en mercados de Italia y España con sellos argentinos: habrían sido enviadas por familiares que emigraron al país" (23).

"Los improvisados –comenta Andrés Carretero- preferían cubrirse con una sábana, lucir algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín Fierro o Juan Moreira, los más valientes aparecían incluso montados a caballo, ganándose el aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran costumbres obscenas" (24).

El disfraz de Oso Carolina que menciona Carretero tiene una historia de pobreza. Escribe Podeti: " ‘Según tengo entendido, el oso carolina era un disfraz de oso hecho con bolsas de arpillera, en algunos casos bolsas que habian sido usadas para arroz y por lo tanto conservaban el sello de 'carolina 0000' o el que correspondiera. Como ya no hay arpillera, ahora podría manguear unas bolsas de polipropileno blanco y disfrazarme de 'Oso Núcleo de alimento para aves'.’ (Fuente: El lector Javier Unamuno, que no cita fuente alguna ni nada. Probabilidades de exactitud: 85 %, porque es casi una efeméride – o como sea el singular de ‘efemérides’ – y a pesar de que parece inventado y de que empezó su alocución con ‘Según tengo entendido’, frase hecha turbia como pocas)" (25).

Enrique Pinti enumera en una nota periodística algunos de los disfraces que se podían elegir: "Piratas, gauchos, damas antiguas, marqueses versallescos, zorros (negros y blancos), diablitos, hadas, aldeanas, lagarteranas, baturros, tiroleses y andaluces, gitanas y pajes medievales aparecían en esas páginas como un convite a la consagración y apoteosis del hermoso período anual. (…) Vacaciones no tenía, pero disfraces sí, ¡y qué disfraces! Payaso, pollito, holandés, bailarín ruso, gaucho, mexicano, sargento americano y teniente argentino. Las fotos atestiguan mi felicidad y las poses son las de un gordito decidido a ser estrella" (26).

Máximo Yagupsky evoca un carnaval bonaerense: "siendo muchacho –estaba en segundo año del secundario nacional- iba a acompañar a un tío mío que organizó un remate en la provincia de Buenos Aires, en Maza, cerca de La Pampa. Era Carnaval. Y en Maza vivían a la sazón muchos italianos. En esa oportunidad nos han hecho gozar de las canciones líricas italianas como nadie. Aquella noche de carnaval la pasaron viviendo en Italia" (27).

 

Notas

1 Dolina, Alejandro: "El corso triste de la calle Caracas", en El Tiempo, Azul, 23 de febrero de 2003.

2 Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas Edición definitiva. Buenos Aires, Seix Barral, 1998.

3 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 1991, p. 92.

4 Walsh, María Elena: "Novios de antaño". Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990. En María_Elena_Walsh La abuela Agnes.htm, página preparada con la colaboración de Mirta Toledo y Luis Mandel

5 Pacheco, Carlos Mauricio: Los disfrazados, en Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún: Canillita y otras obras. Selección, prólogo y notas de Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL, 1979. 189 pp. (Capítulo, vol. 3).

6 Villanueva, Graciela: "La imagen del inmigrante en la literatura argentina entre 1880 y 1910", en Amérique Latine Histoire et Mémoire, Numéro 1-2000 – Migrations en Argentine. URL: http://alhim.revues.org/document90.html.

7 Gálvez, Manuel: Historia de arrabal. Buenos Aires, CEAL, 1980.

8 Henestrosa, Guadalupe: Las ingratas Novela sentimental. Buenos Aires, Suma de Letras Argentina, 2005. 264 pp.

9 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos Aires, Bruguera, 1984, pág. 237.

10 Gómez Bas, Joaquín: Barrio gris. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.

11 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

12 Ghitta, Víctor Hugo: "Elegía a Paco Rabal dormido en Aguilas", en La Nación, Buenos Aires, 2 de septiembre de 2001.

13 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.

14 Efendi, Santó: "Una infancia en Villa Crespo", en SEFARaires N° 3, julio 2002.

15 Pereda, Manuel Enrique: Nuestra querida Villa Pueyrredón. Buenos Aires, Del Carril Impresora, 1986. Citado por Eduardo Criscuolo en "Páginas para el recuerdo de Villa Pueyrredón", El Barrio Periódico de Noticias, Año 6, N° 62, Buenos Aires, Mayo de 2004.

16 Piotto, Alba (Texto y producción); Rosito, Enrique y Digilio, Rubén (fotos): "Mi papá", en Clarín Viva, Buenos Aires, 20 de junio de 2004.

17 Scholz, Pablo O.: "CINE: CRITICA", en Clarín, Buenos Aires, 20 de mayo de 2004.

18 Martínez, Adolfo C.: "Un retrato costumbrista de la Argentina actual", en La Nación, 20 de mayo de 2004.

19 Vázquez-Rial, Horacio:op. cit.

20 Oliver, María Rosa: La vida cotidiana. Buenos Aires, Sudamericana, 1969.

21 Espinoza, Enrique (Samuel Glusberg): "La levita gris", en La levita gris Cuentos judíos de ambiente porteño. Buenos Aires, BABEL.

22 Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en Clarín Viva, 20 de febrero de 2000.

23 Muzi, Carolina: "Fina estampa", en Clarín Viva, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.

24 Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos Aires. Planeta.

25 Podeti: "¡MIRA VOS! Dato 69: El Oso Carolina", en Weblog Clarín.

26 Pinti, Enrique: "La Argentina según Enrique Pinti. Carnavales eran los de antes", en La Nación Revista, Buenos Aires, 6 de marzo de 2005.

27 Diament, Mario: op. cit

Mundial de Fútbol 1978

En la novela Crónica de la noche (1), del irlandés Colm Tóibín, una inglesa llegada a la Argentina "a principios de la década de 1920" y su hijo, nacido aquí de padre criollo, no prestan atención a los festejos del Mundial de Fútbol. Relata el hijo: "Sé que en 1978 en la Argentina hubo un mundial de fútbol, pero no puedo decir que haya visto alguno de los partidos, ni que sabía cuándo o dónde jugaban, ni quien ganaba. Recuerdo haber visto muchedumbres en las calles, hombres que festejaban y agitaban banderas, y recuerdo haber tomado las calles laterales para evitarlos. No nos enterábamos de nada público; vivíamos en un pequeño espacio".

Notas

1 Tóibín, Colm: Crónica de la noche. Buenos Aires, Emecé, 1998.

…..

Con más voluntad que medios, los inmigrantes festejaron en el barco y en la nueva tierra sus acontecimientos privados y sociales; se incorporaron a la comunidad sin olvidar por ello sus raíces y sus tradiciones. Junto a sus descendientes honran, hoy día, la tierra de sus mayores y la herencia cultural que los vincula a ella, al tiempo que testimonian su gratitud a la Argentina.

XII Entretenimientos

No todo era trabajo para los inmigrantes y sus hijos. También tenían sus entretenimientos, a los que se dedicaban en compañía de coterráneos y argentinos, o en la soledad propicia a la lectura y a la música.

Reuniones

Como afirmo en otro capítulo (1), a los inmigrantes les gustaba reunirse. En sus ratos libres se encontraban para comer, conversar, bailar y recordar la tierra que dejaron. Las fiestas de San Patricio, Santiago Apóstol y la Virgen de Fátima, entre otras, y el carnaval eran excelentes oportunidades para entretenerse junto a los paisanos.

Para Jorge Fernández Díaz, el Centro Asturiano de Buenos Aires es "esa Asturias de ficción donde los desterrados simulan vivir en aquel tiempo y en aquella patria". Su padre encontraba allí la felicidad perdida: "Lidiaba con mi país de lunes a viernes, pero reverdecía con el suyo los sábados y domingos: mi padre se hizo ciudadano ilustre de una patria fantasmal construida por la colonia argentina de asturianos" (2).

En el recuerdo de Gladys Onega, las romerías de Acebal "tienen el sonido de España, pero las figuras y el escenario que conservo están creados en Hollywood, tal como yo los veía en las matinés de los domingos: los zapateos y castañeteos de Agapo iniciando todas las noches la fiesta con El Gato Montés, El Relicario o cualquier otro pasodoble que bailará también a la madrugada, para dar por terminada la fiesta cuando yo esté dormida en brazos de mi tía Martina; el chanssonier de la orquesta de Buenos Aires, por el que se volvían locas las chicas del pueblo, con traje y zapatos blancos y cantando con una bocina: (…) En ese recuerdo hollywoodense no hay pataduras, sólo se ven las piernas que se entrecruzan, hienden los vestidos y se meten en el cuerpo del otro, rozándose las medias de seda con los brines y palmbeaches y sin pisarse, sin arrugarse, sin que ningún paso en falso rompa la armonía. Todos son artistas de cine, perfectos en esa magia que me hace morir de envidia, pero que me da la certeza de que algún día sería mi turno" (3).

Zulmira, inmigrante afincada en Villa Elisa, manifiesta:

"‘Para mi siempre fue importante mantener un contacto con la colectividad portuguesa ya que es una forma de traer mi pueblo a la Argentina y de mantener y usar mi idioma. Me gusta juntarme a escuchar fados (folclore portugués) y las famosas melodías de las guitarras de doce cuerdas’ ".

"Para suerte de Zulmira muy cerca de su casa se encuentra la casa de Portugal ‘Virgen de Fátima’ que organiza reuniones periódicamente donde la gastronomía y música portuguesas siempre dicen presente. La fecha más importante que festeja la colectividad es el 10 de Junio: Día de Portugal y la lengua portuguesa. Se realizan grandes festejos donde conviven los inmigrantes más antiguos con niños que recién comienzan a entender un poco de sus antepasados".

"En interminables parrillas se hacen gigantescas parrilladas, se toma mucho vinho verde y se comen deliciosas tortas y otros postres a los que se suma el helado".

"Toda estás diferentes formas de reunirse con la colectividad la han llevado a conocer muchos portugueses o descendientes de portugueses con los que usualmente se reúne los domingos a comer algún que otro bacalao con papas o porque no un regio asadito hecho por ella misma".

"’No sé qué haría sino conociera aquí a alguien de mi tierra con quien pueda hablar mi lengua y contar historias de un hogar que hoy se encuentra lejano en distancia pero muy cerca en recuerdos. Por eso me gusta invitar "paisanos" a comer a casa así de esta forma mantengo viva mi condición de portuguesa. Además siempre fui muy predispuesta a charlar con la gente y tengo amigos en todos los lugares que visito. Siempre alguno pasa por mi casa y se queda algunos días y yo no pierdo la oportunidad para cocinarles algo rico y bien portugués’ " (4).

Entre los galeses, sin motivo especial, "una pausa a la tarde reunía a la familia de los colonos: la hora del té. Esta antigua costumbre se ha convertido ahora en un rasgo de la hospitalidad que Gaiman brinda a sus visitantes. En distintos ángulos del pueblo, Casas de té brindan un servicio familiar" (5).

Otro punto de reunión eran los cafés. "El ‘Tortoni’ –señala Carlos Szwarcer- lleva el nombre del famoso café parisino homónimo y fue inaugurado en 1858 por el francés Jean Touan. Hacia 1879 se lo vendió a su familiar y compatriota, Monsieur Celestino Curutchet Este singular hombre, favorecedor de eventos culturales, era quien lo regenteaba hacia 1920, cuando ingresó a trabajar "el turco" Alboger, aunque en virtud de la avanzada edad del empresario (noventa y dos años), la dirección del local fue recayendo en sus hijos mayores: Mauricio y Pedro Alejo. En 1925 falleció Celestino y un año después se produjo la inesperada muerte de Mauricio, detrás del mostrador, hechos que influyeron para que la familia tomara la decisión de vender el café a la firma Rey Hnos. y Pego (6).

"El Café Izmir –afirma Szwarcer-, conocido por la intelectualidad argentina a partir de la novela Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya famoso en los años ‘30 como centro inevitable de reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera institución en el barrio. El local del lzmir fue construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer dueño habría sido Jaim Danón, quien le daría ese nombre en recuerdo de lzmir, su ciudad natal. En 1940, Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio y comienza su larga trayectoria de veinticinco años detrás de su mostrador".

"Administrar un sitio plagado de diversidades étnicas, requería un anfitrión que fuera capaz de mantener un sutil equilibrio entre una ligera bonhomía, que atrajera a los parroquianos, y una fuerte personalidad que hiciera respetar su autoridad. Rafael Alboger había nacido el 30 de octubre de 1902 en Esmirna, Turquía. Hijo mayor de Haim Alboher y Reina Mizrahi, matrimonio judío sefaradí que trajo al mundo seis vástagos: Rafael (llamado "Bojor" o Alejandro), Alegre, Luna, Yaco, Isaac y un varón muerto de escarlatina a los 14 meses. Fue lustrabotas en el histórico Café Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y maître del mismo durante la década del 20 y los primeros años del '30. Destino, providencia o casualidad, también para Leopoldo Marechal el Tortoni y el Izmir serían parte de su historia personal".

"Quien regenteaba el lzmir fracasó económicamente, al punto que se fundió y al no pagar los alquileres complicó a Rafael -a quien había pedido el aval para el fondo de comercio-. Es así que Alboger se hizo cargo del café y su misión fue ‘levantar aquel negocio’ pagar lo que se debía y sobre todo, ‘si Dios lo ayudaba’, mantener a flote a su familia. La dueña del predio en el que estaba el café, Estrada viuda de Alvarez, confió en quien finalmente a fuerza de sacrificio y con la experiencia en el rubro gastronómico adquirida en el Tortoni, cumplió con los compromisos y salvó la casa que dejara en garantía".

"Este es el origen de la relación entre el Café lzmir y la vida de los Alboger durante casi tres décadas. Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se hizo cargo del legendario y exótico lzmir, en noviembre de 1940".

"En el barrio convivían representantes de las tres religiones monoteístas, por lo que algunas disquisiciones teológicas eran frecuentes en el lzmir, como las del judío Abraham, el musulmán Abdalla y el cristiano Jabil que defendían sus diferencias sobre el Mesías: ‘Los tres hombres ocupaban una mesa del Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera, un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje de una cítara negra con incrustaciones de nácar’ ".

"En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época, ‘la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá’ como si fuera ‘peatonal, una feria, un mercado persa’, relata José L. Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los sefaradíes".

"En este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón".

"Allí, ‘enclavado en Gurruchaga’, en el centro de aquella febril actividad, se erguía altivo el lzmir, en cuya vereda hacían su parada no pocos de aquellos vendedores. Los testimonios muestran que la generalidad de los sefaradíes sentían orgullo por ese café tan pintoresco y sitio de recreación de gente mayoritariamente humilde. De los pocos que tenían ‘un buen pasar’ cuatro o cinco solían pedir ‘una vuelta’ de café o rakí (anís) para veinte o treinta parroquianos, visto esto como gesto de gentileza, camaradería o jadra (alarde, exhibición)".

"En verdad muchos se demoraban allí por las charlas, el rakí, la música oriental, los naipes, el table (backgamon), etc., pero, a pesar de ello, la inmensa mayoría lo recuerda como un lugar ameno y respetado, tal como lo podemos recrear a partir del siguiente collage testimonial surgido de antiguos vecinos y habitúes: ‘el café lzmir en su momento era tradición…era importante…era una reliquia de Buenos Aires, de Villa Crespo. Ahí se sentaba gente grande de nuestra colectividad, iban camino al templo… a tomar un café. también la colectividad armenia, la griega, la musulmana…no había odios…en paz…en aquel tiempo eran todos respetados, amables…era un lugar donde gente de Montevideo venia y el lugar para ver a los 'yidios' era el lzmir, como punto de reunión…como punto de referencia’.".

"De las tantas actividades que ofrecía el café, el esparcimiento obviamente era el Ieit motiv Sin embargo no podemos dejar de reconocerle, especialmente en las décadas del ‘30 y el ‘40, una de tipo social y hasta educativa: ‘se juntaban en una mesa a la mañana y empezaban a hablar, a leer el diario… Habla uno que leía el diario al revés, no me acuerdo el nombre; lo leía todo, todo, se ponía a leer así.. (con la hoja al revés), se ponía en el lzmir, en la ventanita… Se reunía la gente, como muchos no sabían leer’, él agarraba y leía al revés, pero leía como si fuera al derecho, no se equivocaba nunca. Lo ví yo’ afirma Jacobo .C." (7).

Notas

(1) González Rouco, María: "Inmigración y literatura: costumbres", en www.monografias.com..

(2) Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

(3) Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.

(4) Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano; Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez, Julián: "Sabores de una historia", en www.ciet.org.ar.

(5) S/F: Hotel Gwesty Tywi, Gaiman, Patagonia-Hosteria Galesa-Welsh ColonialB&B.htm

(6) Swarcer, Carlos: "El café Izmir", en SEFARaires N° 14 (sefaraires[arroba]datafull.com, sefaraires[arroba]hotmail.com).

(7) Szwarcer, Carlos: "El Tortoni y el Izmir (Un nexo para la historia)", en Cuadernos del Tortoni Nº9 Bs. As. Abril de 2003 Pág. 1 a 9. Reproducido en Letras-Uruguay (www.espaciolatino.com), noviembre de 2005.

Tìteres

Javier Villafañe evoca los teatros de tìteres a los que asistìan los italianos de La Boca: "Teníamos entre diecisiete y diecinueve años y descubrimos los títeres de La Boca, con Wernicke, José P. Correch y José Luis Lanuza. Era un teatro estable con muñecos de origen italiano –‘los pupi’- que hablaban y decían los textos en genovés… A ese ámbito llegué por primera vez a los diecisiete años. ¡Qué impresión, quedé maravillado! Estos marionetistas representaban episodios de obras que duraban hasta un año. En estos espectáculos de los títeres de San Carlino, las marionetas pesaban entre 20 y 30 kilos y eran manipuladas por una barra. Este descubrimiento de los títeres de La Boca, tal vez, selló mi camino. Desde ese momento visité reiteradamente a don Bastián de Terranova y a su mujer doña Carolina Ligotti –eran una pareja muy hermosa-, descendientes de antiguas familias marionetistas –titiriteros sus abuelos y sus padres-, quienes tenían en Sicilia uno de los más famosos teatros de marionetas. Representaban obras clásicas: Ariosto, de Torcuato Tasso, episodios de las aventuras de Orlando y Rinaldo, que duraban en episodios un año entero, y casi siempre, era su público –el mismo público- viejos italianos, nostálgicos marineros, obreros del puerto de La Boca y algunos curiosos como yo y como Raúl González Tuñón, que me había dedicado su libro El violín del diablo, en plena calle y con quien desde ese entonces, además de frecuentar el teatro de San Carlino, nos hicimos muy amigos".

Recuerda la relación que lo unió a los titiriteros: "Estos viejos titiriteros de La Boca se convirtieron en grandes amigos míos. Los frecuentaba, y fui testigo de cómo, al igual que sus abuelos y padres, envejecieron y murieron al lado de sus marionetas. Conservo aún fresco en mi memoria el recuerdo imborrable de estos dos pioneros inmigrantes que despertaron en mí la pasión más perdurable por el teatro de muñecos. Desde ese instante y hasta hoy, con 80 años, sigo firme y fiel a ese mandato de la historia en constituirme en un humilde difusor de este arte milenario que es el títere".

"También por esos años –relata Pablo Medina- descubrió (Villafañe) el teatro de Vito Cantone, de Catania, Italia, que se instaló en La Boca, en la calle Necochea 1339, sobre el ‘camino viejo’. Ahí estaba el Teatro Sicilia: teatro de títeres, seres de ficción construidos en madera, vestidos y ornamentados con terciopelo, seda y otras telas de múltiples colores. Cantone provenía de una dinastía aggiornada y muy antigua de la historia de los títeres sicilianos. Llegó a la Argentina con la gran inmigración de 1895" (1).

Notas

1 Medina, Pablo: "Historias de ida y vuelta", en Villafañe, Javier: Antología. Obra y recopilaciones. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

Cine

En Buenos Aires, "Ibamos mucho al cinematógrafo, que era la moda más impactante –recuerda uno de los personajes de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria, novela distinguida con el Premio Rómulo Gallegos en 1993. Veíamos las cintas de Clár Gáble, que a mí me volvía loca. Yo soñaba con Clár. Blanquita, pobre, se enamoró de Rodolfo Valentino la única vez que fue al cine, pobre. Me acuerdo y me pongo toda. Y el amor de Micaela era Yón Bárrimor. También veíamos las películas argentinas con Alippi, Arata, Rosita Quintana, las de Gardel las vimos todas…" (1).

Una abuela gallega va al cine con su nieto. Escribe Saccomanno: "En el Cine California daban El Conquistador de Mongolia, con John Wayne, una de las primeras películas en cinemascope. Al empezar la proyección, espantada, la abuela se tapó los ojos. Las hordas de mongoles galopaban sobre comarcas incendiadas. Vamos, rapaz, te urgió la abuela. Las cimitarras se alzaban en la pantalla. La abuela se agachaba en la butaca, aterrorizada, protegiéndose. Al terminar la función, todavía temblando, la abuela te dijo que no había venido al cine para sufrir. Porque la película le había resucitado aquel horror de la guerra" (2).

Alfredo Alcón fue al cine con su abuela castellana: "una vez mi abuela me llevó al cine y descubrí que esos seres que estaban allí no eran sólo luces y sombras, porque Bette Davis en la película estaba resfriada y se sonaba la nariz. Ahí descubrí que eran personas. Y empezó a inisnuarse la idea de que por ahí podía andar mi vocación, gracias al estornudo de Bette Davis" (3).

Aun cuando quisieran integrarse, el idioma era un serio problema para colectividades como la irlandesa. Juan José Delaney presenta –en su novela Moira Sullivan- dos paliativos para la incomunicación de los extranjeros: el cine mudo y el tango, por los que sienten gran afición (4).

En Acebal se asistía asimismo a esta clase de funciones. Escribe en su autobiografía Gladys Onega: "Por aquellos años en que la gran diversión era el cine, lo que se veía en la pantalla era lo real sin ninguna discusión; sin embargo, tal vez por la desmesura con que se desplegaba ante los ojos, yo llegaba a comprender que el lujo de las películas de teléfono blanco sólo era un mecanismo que me permitía entrar y vivir en la fantasía. Pero, qué pasaba cuando veía cintas con familias, siempre norteamericanas, de padres e hijos que trabajaban e iban a la escuela como nosotros; entonces empezaba a dudar y a preguntarme si eso también no sería fantasía, porque no podía creer que esa gente con hábitos semejantes a los nuestros, viviera en casas de cine; y en cambio, si eso era real, por qué nosotros no teníamos algún sofá, alguna mesita con lámpara, alguna colcha bonita, alguna fotografía o cuadro en las paredes. Nada. Según mi madre, no había necesidad, según papá, no estábamos en condiciones de comprarlos. Lo cierto es que nunca hubo nada hermoso en la casa sino la casa misma" (5).

Los húngaros judíos establecidos en Rosario hacían del espectáculo cinematográfico una oportunidad para degustar cuanto llevaban. Luis Fehér, inmigrante de ese origen, asiste incómodo al refrigerio de su familia política: "Era muy común que los Temesvari se juntasen los domingos para ir al cine, y que a Luis se lo incluyera en el programa como uno más de ellos. Protegidos por la oscuridad de la sala, la madre de Betty sacaba a relucir sandwiches del más oloroso bursh judío, cargados de pimientos y tomates, los que acompañaba con una limonada casera llevada en sendos termos, y que repartía equitativamente entre todos. Luis, con costumbres más refinadas y menos expansivas, se sentía un poco avergonzado y trataba de evitar estos eventos" (6).

En el Chaco, el cine era un entretenimiento para los descendientes de italianos. Escribe Giardinelli: "Papi y mami hacían además una vida social muy intensa, esteee, muy linda. Salían casi todas las noches, especialmente en verano. El más amigo de papi era Américo Ferrachia, el oculista. Siempre iban al cine juntos. Al Terraza Chaco iban, esteee, que se llamaba así porque era un cine al aire libre que ocupaba media manzana en pleno centro. Iban con Margarita y con mami y llevaban espirales contra los mosquitos que se ponían entre las piernas, esteee, y también abanicos para apantallarse y a veces hasta sangüichitos. Y Américo que era bastante extravagante solía incluso llevar su termo con agua caliente y el mate preparado. De manera que ir al cine para ellos era como hacer un picnic nocturno".

El cine es un recuerdo asociado al entierro del padre de uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria. El hombre evoca, muchos años más tarde: "Yo no podía dejar de pensar que justo esa tarde en la matinée del Marconi pasaban los nuevos capítulos de ‘El Llanero Solitario’ –o era ‘El Zorro’, o era ‘Flash Gordon’?- y que los iba a perder, y tendría que esperar una semana para ver dos capítulos juntos, y por eso sentía una culpa que no me dejaba en paz, y el calor ahí adentro, y mi hermano cómo jodía" (7).

Los hijos de los turcos Víctor y Luna iban al cine en Posadas. Recuerda la inmigrante: "Los domingos los llevaba al cine. Los venía a buscar el coche a caballo, los metía a todos adentro y todos al cine" (8).

En La Pampa, "Juancito Vairoleto iba a menudo al pueblo, donde había funciones de circo o de teatro, proyectaban películas mudas o venían a actuar diversos conjuntos musicales. Entre las anécdotas de ese tiempo, nunca olvidaría la vez que llegó Carlos Gardel en gira artística, interpretando aquellos primeros tangos que lo fascinaron, a él y a otros amigos con quienes después aprendió a bailar sus compases con cortes y quebradas. El artista se presentó en el teatro-cine Colón, y aunque todavía no era tan famoso, el recuerdo de su visita se iría agigantando con los años" (9).

Notas

1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.

2 Saccomanno, Guillermo: El buen dolor. Buenos Aires, Planeta, 1999.

3 Ventura, Any: "Alfredo Alcón. A cara limpia", en La Nación Revista, Buenos Aires, 20 de marzo de 2005. Fotos: Mauro Rizzi.

4 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, Corregidor, 1999.

5 Onega, Gladys: op. cit.

6 Weisz, José Martín: …mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.

7 Giardinelli, Mempo: op. cit

8 S/F: "Una mamá que hoy celebra sus cien años", en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2002.

9 Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.

Televisión

En una novela de Mauricio Goldberg aparece la televisión como entretenimiento de inmigrantes y criollos. "¿Y no hay algún chico que tenga televisión y no sea ‘goi’?" pregunta un judío a su hijo. "El único es Bronfman –contesta el niño- y no invita a nadie, los viejos son unos amargados" (1).

Notas

1 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.

Radio

Una abuela escuchaba la radio con su nieto. En El buen dolor, leemos: "Aunque la abuela era madrugadora y de acostarse temprano, sufría de insomnio. Por la noche ella y vos, acostados en su pieza, en la oscuridad, escuchaban Radio Porteña, que transmitía desde los teatros. La obra predilecta de la abuela era La Malquerida, interpretada por Lola Membrives. Ay, esa madre, se desgarraba la Membrives en la oscuridad de la pieza. Ay, repetía la abuela. Apenas terminaba la obra, la abuela apagaba la radio. Y como no podía dormir, te contaba un cuento" (1).

En casa de Pampillo, un 12 octubre, "Estaba puesta la radio y el locutor hablaba de la raza".(2).

Uno de los personajes de Giardinelli relata: "a la noche cuando éramos más chicas, cuando todavía estaba mi mamá, nosotras nos quedábamos en la casa tejiendo y escuchando ‘Chispazos de tradición’ que era un programa gauchesco. Y vieras cuando empezaba como todas hacíamos silencio. También pasaban programas de teatro, directamente desde el Cervantes, el París y otras salas que ya no están. Entonces escuchar la radio era algo muy serio, muy importante" (3).

El vestíbulo de la casa de los Onega, en Santa Fe, "era el sitio de la radio, de donde salían los despropósitos lingüísticos de Catita, la música de moda, los boletines que informaban a los hermanos Onega la cotización de la papa y lo cereales y, tal vez, los radioteatros que todavía no nos interesaban; debíamos esperar a vivir en Rosario para que intercambiáramos lavados de platos por horas de novelas" (4).

En Mendoza, los Bianchi escuchaban la radio: "entusiasmados escuchábamos la música que emitía la bocina del parlante, en condiciones sumamente precarias, pero que era la locura de todos los radioescuchas allí reunidos. El sonido chillón en las noches de verano, cuando tenía la ventana abierta, se desparramaba hacia la calle, donde no faltaban los vecinos curiosos que se arrimaban para deleitarse con la música que provenía de tan lejanos lugares. Esto producía entre la concurrencia un estado de superioridad, al saberse entre los primeros radioescuchas de San Rafael que tenían tal privilegio" (5).

En la Patagonia, los Ayala –descendientes de criollos, italianos y alemanes- también la escuchaban. Recuerda Nora: "Por fin llegó papá de vuelta a Sacanana, lleno de regalos y novedades: para mí un triciclo y para Chichín una muñeca negra, y para todos la última novedad de la ciencia que era una radio en forma de capilla, que no se oía muy bien pero transmitía música con mucha descarga y estática y programas chilenos. Allí escuchamos la noticia de la muerte de Gardel, que entristeció mucho a los mayores. Ñanquetrú no se podía convencer de que no hubiese alguien, tal vez enanitos, adentro de la radio, y aunque papá quiso explicarle lo de las ondas hertzianas, nadie lo pudo convencer de que no era gualicho" (6).

Notas

1 Saccomanno, Guillermo: op. cit.

2 Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela inédita..

3 Giardinelli, Mempo: op. cit.

4 Onega, Gladys: op. cit.

5 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos… Buenos Aires, Marymar, 1989.

6 Ayala, Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.

Lectura

Algunos viajeros traían libros. El padre de Rodolfo Alonso trajo de España un Juan Moreira, un Quijote, un Martín Fierro y un Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, "toda una significativa selección" (1).

Acerca de la afición por la lectura que sentían los hermanos Onega, escribe Gladys que su hermano "odiaba Lenguaje e Idioma Nacional con la misma decisión con que amaba la lectura, contradicción anárquica que mi hermana y yo no padecimos, pues para nosotros los libros se gozaban, se estudiaban y se aprendían. A Bebo no lo tentaba la lectura silenciosa y apartada, le gustaba contar a los otros o que los otros le contaran e inventar mundos físicos, contantes y sonantes de trompadas, corridas, trepadas, huidas, escaladas, atadas, escapadas y arrastradas por el pastito, que de repente era la pradera" (2).

A Antonio Dal Masetto, la lectura le permitió aprender nuestro idioma. A los doce años llegó, procedente de Italia, a Salto, donde "Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma".

De los comics, pasará a los libros. Así recuerda esa etapa: "Mi camino fue absolutamente argentino. En casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una biblioteca. Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con la revista Leoplán, que traía novelas cortas enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella descubrí que había una literatura inmensa" (3).

Un personaje de Bedrossian también es aficionado a las revistas: "A Nersés le encantaban los días de peluquería. Se sentía todo un hombre. Además aquel lugar, a su modo, era un salón de lecturas para todos los gustos, pronto se convirtió en su primer biblioteca. Allí estaban las revistas más importantes: ‘El Gráfico’, ‘Rico Tipo’, ‘La Chacra’, ‘Billiken’, ‘Intervalo’, ‘Patoruzú’, ‘El Tony’. Mientras esperaba el corte de su padre, tenía acceso al mundo maravilloso de los sueños" (4).

Notas

1 Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.

2 Onega, Gladys: op. cit.

3 Roca, Agustina: "Historia de vida", en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.

4 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.

Música

Ya en el Martín Fierro, publicado en 1872, aparece un italiano que hace música: "Allí un gringo con un órgano/ Y una mona que bailaba/ Haciéndonos ráír estaba/ cuando le tocó el arreo./ ¡Tan grande el gringo y tan feo!/ ¡Lo viera cómo lloraba!" (1).

También encontramos un inmigrante en "El alma del suburbio", de Evaristo Carriego: "Soñoliento, con cara de taciturno,/ cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el gringo… ¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas sentimentales!" (2).

Traían desde su tierra la inclinación por este arte. A pesar de la tristeza, "La música y las danzas abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el acordeón, otros la flauta, y por encima de la baraúnda, el violín diáfano de Padrazo" (3). Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi "portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina en la espalda" (4).

Un napolitano, personaje de Barrio Gris, de Joaquín Gómez Bas, hace música: "Madruga diariamente, como vendedor de periódicos que es. Al mediodía llega con una amplia correa cruzada en bandolera. Almuerza; duerme la siesta, riega después un pequeño jardín para despabilarse y practica en la guitarra hasta el atardecer. Entonces se sienta a tocar en el umbral hasta la hora de la cena. Y retorna al instrumento, una pieza tras otra, sin pausa" (5).

Marco Denevi afirmó: "Genética y educación se confabularon para hacerme adicto a la música. Mi padre, que nunca exteriorizaba sus emociones, sólo aflojaba frente a la òpera. Nací y me crié en un hogar donde se hacía música a diario, donde la música mal llamada culta formaba parte de la vida cotidiana. Todavía niño, y de la mano de mis mayores, fui a salas de concierto y al Teatro Colón" (6).

En uno de sus poemas, María Teresa Andruetto recuerda la afición musical de su padre: "El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa (…) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas" (7).

La música no podía faltar en el festejo del casamiento. De la colectividad italiana es el que recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta; de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo espumante enardecían los ánimos sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional" (8).

Alcides Bianchi tocaba en su infancia la quena Tango: "comenzó para mí una nueva era: la del ‘quenista’, que practiqué durante varios años, logrando aprender algunas de las agradables piezas musicales de moda en aquellos tiempos, sobre todo el tango ‘La Cumparsita’. Claro, con mi escaso conocimiento musical, no llegué a ser más que uno de los tantos improvisados aficionados del montón, que abundaban en la barriada de ‘El Porvenir’ " (9).

Además de tocar por gusto, algunos hijos de inmigrantes emprendían estudios formales. María Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: "ya cuando estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a enseñar piano", pero su padre, un clarinetista profesional genovés que se había instalado en La Boca, la anotó en el conservatorio: "Ibamos en tranvía, y como era en el centro, me ponían sombrero… ¡Bah, capotita! Los sombreros eran para las señoritas" (10).

Hacía música el galleguito de González Carbalho: "la armónica en los labios/ hice todo el viaje" (11)

Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez, de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que "los mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada". En la Argentina y en Cuba, entraron en contacto con otros ritmos, al punto que "La música gallega se benefició de estas influencias, de estas tradiciones más abiertas" (12).

Manuel Castro escribe acerca de Manuel Dopazo: "La llegada de una compañía de zarzuela a Buenos aires que ofreciera Maruxa, requería la presencia de un gaitero. Manuel Dopazo era el elegido. Su actividad artística lo hizo llevar la gaita al Teatro Colón que es a lo máximo a lo que se puede aspirar. Fue la noche del 12 de octubre de 1930 estando presente en esa ocasión el Presidente de la República Argentina, don Hipólito Yrigoyen. (…) Además de ser un eximio ejecutante, Dopazo fabricaba gaitas, generalmente para vender y fue aquí en Buenos Aires donde aprendió a tornear. Manuel Dopazo vivió de la gaita y mantuvo una familia de once hijos. Fue el único que pudo hacer eso, otros gaiteros tenían otros trabajos. Soldaba las gaitas con plata, soplando y eso lo llevó a la tumba" (13).

Gabriel Deus se refiere a "los grandes maestros gaiteros inmigrantes, maestros que han venido a este país con una gaita entre su equipaje. De estos maestros podemos nombrar a Cesáreo Rodríguez, a Jesús Longarela quien ha sido profesor del gaitero Alberto López, y actual integrante del grupo "Sete Netos". Entre estos maestros se encuentra también Camilo Deus quien aparte es uno de los pocos artesanos de palletas para gaitas que hay en el país. También lo tenemos a Jesús Mariño quien también es artesano de gaitas. En fín, entiendo que gracias al legado de estas personas que gracias a Dios, a pesar de los años transcurridos, siguen transmitiéndonos esa cultura interpretando en sus gaitas esas jotas y muñeiras que suenan con un aire muy distinto ya que en sus dedos, al ejecutar la gaita, demuestran en cada nota el sentimiento de un inmigrante" (14).

José Cameán Parcero cuenta que su padre "como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le enseñó a él a tocar la caja. Como esto resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo y con los Chavales de España. En estos conjuntos tocaba la tumbadora. Estos instrumentos todavía los conserva en su taller de autos antiguos" (15).

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