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Imágenes en torno a la mujer


    Monografía destacada

    1. La mujer: un espacio ganado en la sociedad y en la academia

    2. Mujer en cinco tiempos

    La mujer y los poderes de la creación

    La mujer y los problemas sobrenaturales

    La mujer y la sabiduría

    La mujer y los juegos especulares

    La mujer y el trabajo

    3. De manera conclusiva y provisional

    Notas

     

    La mujer, en las más diversas culturas y desde tiempos inmemoriales, ha debido ganarse, palmo a palmo, un espacio digno en la sociedad. Mucho es lo que ha tenido que luchar, que trabajar, para ser reconocida en términos más equitativos con respecto a su compañero y, quizás, todavía sea mucho lo que falta por hacer. Uno de los campos en los que su presencia y trayectoria ha sido trascendental es el de la educación. Es importante, por eso, hacer un alto en el camino y detenernos a intercambiar puntos de vista, reflexiones, problemas, avizorar soluciones en torno a la mujer-maestra que construye día con día los proyectos educativos de nuestras instituciones formativas.

     

    1. La mujer: un espacio ganado en la sociedad y en la academia

    La lucha de las mujeres, sus logros, las carencias y problemas aún existentes son hoy reconocidos por gran parte de la humanidad y como periódica rememoración y como día de reflexión sobre ello fue creado el Día Internacional de la Mujer. Éste fue establecido en Dinamarca en 1910 como parte de los acuerdos del segundo Congreso Internacional de Mujeres Socialistas. (1) Esta iniciativa marcó uno de los hitos importantes en la larga lucha de las mujeres por un reconocimiento paritario al del hombre, pues se remite a la huelga que ese mismo día, sólo que en el año 1857, iniciaron las obreras de la industria textil y de la confección de Nueva York para lograr su reivindicación salarial y una regulación de las jornadas de trabajo que resultaran más favorables, lo que significó su reducción a diez horas en vez de doce o quince sin control alguno.

    Ubicados en esta misma celebración del Día Internacional de la Mujer, también me parece importante referirme a un campo de estudios, precisamente el de la mujer, que paulatinamente se ha ido consolidando y legitimando en los ámbitos académicos: si bien es cierto que las diversas expresiones de las mujeres por hacer valer sus derechos en diferentes esferas y en diversos sentidos datan de finales del siglo XVII, el desarrollo de los estudios que directamente las abordan en su particularidad son más recientes. Podríamos incluso ubicar su institucionalización en el siglo pasado alrededor de la década de los setentas; esto es, hacia esos años encontramos indicios que corroboran su legitimación académica en Europa y en las Américas:

    Primero, se establecen espacios permanentes de discusión e intercambio —como coloquios, mesas redondas, congresos y otras modalidades—; se editan publicaciones especializadas al respecto; se introducen seminarios de estudio en los currículos de diferentes facultades y escuelas; se establecen programas de investigación. En nuestro país éstos son más recientes: el primero que se estableció, hacia 1983 en el Colegio de México, fue el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer. En 1984 se estableció en la UNAM el Centro de Estudios sobre la Mujer de la Facultad de Psicología, seguido en la década de los noventa del PUEG (Programa Universitario de Estudios de Género), ampliamente reconocidos a nivel nacional e internacional. Estos programas han continuado incrementándose en diversas instituciones públicas y privadas.

    A la fecha, este ámbito de estudios representa la convergencia de diversas disciplinas, diversas ópticas, diversos temas que se renuevan constantemente; a ello se integra una rica red de personas, grupos e instituciones vinculadas entre sí, en un intenso diálogo planetario.

    La legitimación de dichos estudios, por lo demás, también se sustenta en la renovación paradigmática que se enraíza con el movimiento del 68, donde se evidenciaron los vacíos de explicación, las ausencias y los silencios para ese entonces insostenibles en las ciencias del hombre.

    El resquebrajamiento paradigmático de aquellas décadas ya no convencía con las explicaciones para las múltiples expresiones de la vida social en las que se confería una atención privilegiada al sistema y a las estructuras, ya no creía en la objetividad a toda prueba de los análisis, en la estabilidad y el equilibrio de la sociedad. Ahora se tratarían de indagar las transformaciones de la vida social a partir de los propios protagonistas, de sus incertidumbres y de sus luchas, sobre todo de aquellos que nunca se habían escuchado. Así fue como la mirada se dirigió a las minorías, a los oprimidos, a los exiliados y, en general, a todos los grupos que representaban la periferia o los márgenes respecto a los centros del poder, de la cultura, de la economía, de la sociedad.

    Precisamente aquí, entre la pluralidad de voces nuevas que se escucharon, cobró fuerza la de la mujer demandando un nuevo lugar en la sociedad. De esto han pasado treinta años y es mucho lo que se ha avanzado.

     

    2. Mujer en cinco tiempos

    En este texto propongo hacer un breve recorrido por algunas de las imágenes cambiantes de las mujeres, no necesariamente actuales pero sí vigentes y plenas de riqueza en la vida de todos los días. Para ello, escogí cinco imágenes que a continuación expongo.

     

    La mujer y los poderes de la creación

    Uno de los rasgos consustanciales a lo femenino es precisamente la maternidad. Con este don la mujer, portadora de vida, participa de lleno, al igual que las diosas, en el territorio de la creación. La mujer-madre constituye, sin lugar a dudas, el primer contacto con el mundo. Para el niño, en un primer momento, lo es todo: inicio de la existencia, impulso al crecimiento, nutrición, cobijo, amparo, cuidados, dependen de ella y el hijo lo sabe. Ella lo es todo para él.

    Es la mujer, con su prodigalidad y amor, con su atenta y generosa vigilancia quien, portando la vida, le da continuidad y la nutre directamente o bien, a través de su esfuerzo y abnegación la sigue alimentando. Y es este acto de procreación el más próximo y cotidiano, el de la transmisión de la vida a cada quien en particular, el que marca al hombre de por vida y le sirve en todos los tiempos como paradigma para percibirse y explicarse aquel otro acto de la continuidad de la vida en el universo. Ahí, enraizada en las más antiguas creencias y confrontándose con la imagen primordial del hijo que sale del vientre de la madre, surgió la figura de la Madre Tierra, de la cual nacen todas las plantas y los árboles.

     

    Fig. 1. La Gran Diana. Diosa de la fertilidad. Éfeso, sigloII a.C.

     

    Esto la elevaría a la categoría de una de las deidades primeras y primordiales, dedicada a infundir energía vital a las plantas haciéndolas crecer y fructificar para que alimenten a los seres humanos. Fueron, entre otras, las antiguas culturas asentadas en las márgenes de los grandes ríos —Nilo, Tigris, Éufrates, Ganges, Indo— para las que quedó claro que la Diosa Madre, Madre Naturaleza por excelencia, estaba vinculada con la fertilidad, que era dueña y señora de las artes de la agricultura. De tal modo las diosas madres quedaron indisolublemente unidas a estos dones: Gea, Démeter, Diana entre los griegos (figura 1); Nut (figura 2), Isis entre los egipcios; Kali, entre los hindúes; Ishtar, entre los babilonios; Astarté, entre los fenicios; la diosa del maíz, entre los antiguos mexicas; la diosa del agua entre los chontales.

     

    Fig. 2. Nut (el cielo) da a la luz el Sol, cuyos rayos caen sobre Hathor en el horizonte (Amor y Vida )

    Resulta interesante señalar en la compleja geografía de las deidades masculinas y femeninas que las más antiguas son las diosas vinculadas con la tierra y el agua, elementos en donde la vida . No fue sino hasta la aparición de la caza y el pastoreo, tareas vinculadas con la muerte del animal para la alimentación de los grupos humanos, cuando los dioses, aguerridos y violentos, con otros atributos, desplazaron a las diosas de sus regiones, erigiéndose entonces en las deidades predominantes; fue entonces cuando, curiosamente, ya no se habla de la diosa-madre, sino que apareció la imagen de la diosa-abuela, con lo cual la procreación pasó a un plano indirecto.(2) Pasado el tiempo, se restituyó el equilibrio en la presencia de dioses y diosas que se complementaban, como sucedió en las culturas del Mediterráneo —baste pensar en el Olimpo con sus complejas genealogías de parejas o en el matrimonio de Isis y Osiris— y en las propias culturas mesoamericanas dominadas por el principio dual que integra masculino y femenino. La presencia de la diosa-madre, sin embargo, continuó siendo muy fuerte en el mundo antiguo, como lo muestra la escultura del siglo XVI a.C. de Isis con su hijo Horus sentado en el regazo, que se conserva en nuestros días (figura 3).

     

    Fig. 3. Isis Madre amamanta a Horus. Siglo XVI a.C.

    La diosa es la Tierra y es el Mar, abismos donde se originan las múltiples formas de la vida, matrices de agua y de tierra que reciben el don de la vida y se erigen en sus portadoras —resulta muy sugerente que sea en la región tabasqueña, dominio del Sol, donde la diosa Ix-Chel, próxima a las aguas primordiales, se hermane con la Luna: (3) se trata del Sol y la Luna como imágenes complementarias, recurrente en las diversas culturas. La diosa es la Gran Madre (4) universal que acoge a todos. Es el todo que integra y unifica la diversidad de los principios de la vida. Sus poderes radican precisamente en sus no límites, en su no medida, capaz de abarcar todo y acoger a todos, protegiéndolos, brindándoles afecto y comprensión, integrándolos en su diferencia.

    Imbuida en sus propios poderes, la diosa participa del misterio de la vida, de las transformaciones profundas que se dan en el interior, en el ámbito de aquello que es secreto e íntimo, que no es visible a los ojos de los demás hasta que deviene fruto.

    Solamente que la Gran Diosa, Tierra y Mar, acoge en la vida y también en la muerte. Acompaña al hombre a lo largo de su existencia y, si es el impulso vital que anima a los seres que existen, también puede ser la muerte de todo lo que muere. De hecho, el hombre nace de la Tierra y se restituye a ella; sale del agua y retorna a ella. Para los aztecas, por ejemplo, la diosa Tierra a la vez que es la Madre Nutricia que nos permite vivir de su vegetación, también reclama a los muertos de los que ella misma se alimenta. En la diosa madre habita la Madre Nutricia, que a la vez puede revestirse de atributos destructivos prolongando sus cuidados más allá de los límites, volviéndose posesiva y acaparadora. Se trata de la Madre terrible, destructora y voraz, de la que todos sus poderes y sus encantos sirven para atrapar, para acaparar, para dominar, para ahogar, para posesionarse de los otros y, conservándolos para sí, no dejarlos ni vivir ni crecer. (5 )

    En fin, como expresión de totalidad de lo que es dable conocer, la diosa-mujer lo contiene todo. Representa el don del amor; es la promesa de la plenitud. Es la marca de la imagen de felicidad del mundo de la infancia y sugiere la añoranza de la bondad y cobijo maternos, de la madre juvenil, plena y hermosa que una vez conocimos. Es la imagen que, a pesar del tiempo, persiste en el fondo de la conciencia de los hombres. A ella le corresponden, en la dialéctica del mundo de lo femenino y de lo masculino, las aguas inferiores (figura 4) donde Mar y Tierra devienen fuentes de vida; a ella le corresponde, en la dialéctica de la vida, recibir el don de la vida, atributo masculino, y operar la magia de la procreación, custodiándolo y vigilándolo a lo largo de la existencia. Con ella se abren las preguntas y se cierran las respuestas.

     

    Fig. 4. Aguas. Grabado del libro Sideralis Abysus (1511).

    La mujer, como la diosa, contiene el misterio de la creación y, en él, participa de los dones del amor.

     

    La mujer y los problemas sobrenaturales

    De entre los cuentos infantiles, de los relatos medievales, de las narraciones románticas y de toda una vasta narrativa irlandesa, británica y nórdica en general, pero también de las telenovelas de nuestros días y de los apelativos afectuosos y familiares, emergen las brujas y las ‘brujitas’, expresión de las facetas más oscuras de la naturaleza femenina. Ésta es una de las formas recurrentes que asume la mujer de todos los tiempos y lugares, donde toman cuerpo los aspectos que el hombre teme en ella y que quizá desea. La mujer, por diversas vertientes, se cree que puede causarle terribles daños. El mismo refrán, que el medievo acuñó, lo corrobora: "En toda mujer se esconde una bruja".

    Dueñas de una seductora belleza pueden, a la vez, ser repelentes por su fealdad. Pueden ser extraordinariamente bondadosas y atractivas, pero también terriblemente perjudiciales y maléficas; pueden tender trampas y operar encantamientos mortíferos, o bien prodigar bienaventuranzas y mostrar el camino para superar los escollos. Hadas o brujas, pero, finalmente, mujeres.

    Ambas, hadas y brujas, potencialmente se inscriben en el ámbito de la bondad o el del maleficio, participan de los mismos atributos y del manejo de fuerzas que rebasan el espacio de lo pensable y lo predecible, incurren en el dominio de lo sobrenatural. Son capaces de poner en movimiento castigos y conjuras, sueños y fantasías, luminosidades y sombras. Sus dones y sus poderes rebasan el ámbito de lo natural. Tal es el caso de las nahualas, por ejemplo.

    Las hadas se vinculan con el destino y la fatalidad, tienen el don de la profecía —su mismo nombre lleva el signo del destino—; son las diosas del Hado que los libros de caballería imaginaron como seres femeninos sobrenaturales que habitaban los bosques e intervenían de diversas formas en la vida de los hombres. (6) No obstante, si bien las hadas pueden ser ‘buenas’ o ‘malas’, las brujas siempre son tenebrosas; su carga es terrible y destructiva; su misma denominación, derivada de una onomatopeya, nos aproxima a las borrascas, al viento que brama, a las aves nocturnas como la lechuza. (7)

    Nuevamente la imagen de la bruja nos confronta con los imaginarios colectivos, con la visión del mundo y las explicaciones que los seres humanos no estaban en condiciones de darse frente a lo que acontecía, con la sanción social de los papeles que han de desempeñar hombres y mujeres, con poderes y cualidades que escapan al control de la razón.

    Alrededor de la imagen de la bruja se tejen muchas de las leyendas negras del cristianismo medieval desde siglos muy tempranos en los que ella es la principal protagonista. La satanización de su imagen paulatinamente trastocó la magia blanca de las hadas en magia negra, los poderes diurnos en nocturnos, su cualidad protectora en maléfica, las visitas nocturnas deseadas en temidas. A ella se le atribuirían todos los males y penurias, fueran personales —el desamor, la muerte de un niño, la enfermedad— o de un grupo social —las malas cosechas, las catástrofes naturales, los infortunios económicos— y terminó por ser el chivo expiatorio de todos. Como la temen, la persiguen, le echan agua, la ahorcan, la queman… (figura 5). Se organizaron las famosas ‘cacerías de brujas’ después de cada catástrofe natural, de cada epidemia, de cada mal social. (8)

    La mujer-bruja, durante la Edad Media y hasta entrado el siglo XVII, se constituyó en la depositaria de todo tipo de fechorías y herejías en las que sale a relucir su pacto con el diablo. Se le asocia con la noche, con las orgías del sabbat a menudo celebradas en lo más alto de las montañas, con los aquelarres o vuelos nocturnos. Se las imagina preparando brebajes con fórmulas secretas mientras revolotean alrededor de ella los pájaros de la noche que son capaces de transformarse en sapos, en serpientes, en gatos negros. Se las considera capaces de los crímenes más atroces, de los más exacerbados desbordamientos sexuales, en los que comen niños, copulan con demonios, se apoderan de los genitales de los hombres.

    Muchas de estas brujerías personificadas en mujeres de hecho representan el combate de la Iglesia a cualquier reminiscencia de paganismo. En realidad los vuelos nocturnos y los aquelarres tienen su origen en antiguos ritos paganos propicios a las buenas cosechas y que resultaban inaceptables a los ojos de los inquisidores:

     

    Fig. 5. Un quemadero de brujas, según grabado francés, siglo XVII Madrid, Biblioteca Nacional.

    No puede admitirse —se documentaba en el siglo IX— que ciertas mujeres perversas, pervertidas y seductoras por las ilusiones y espejismos de Satán, crean y digan que se van de noche con la diosa Diana o con Herodiada, y junto con una gran masa de mujeres, montando ciertos animales, recorriendo amplios espacios de la tierra en el silencio de la noche y obedeciendo a Diana como señora suya. (9)

    Los temores de los cristianos con respecto a las brujas, imagen deteriorada de la mujer que crece bajo la sombra del pecado original, en el curso del cristianismo medieval no quedaron sólo en el plano de lo imaginario, como sabemos. Una vasta documentación recopilada en los tratados jurídicos e inquisitoriales da cuenta de su persecución, de los ‘crímenes de brujería’ que se les atribuyeron. Su persecución se exacerbó entre los siglos XV y XVII; el 80% de los juicios y ejecuciones en Occidente por estos motivos por lo regular correspondió a ellas. (10)

     

    Fig. 6. Brujas que vuelan sobre un palo de ahorcado. Incisión del Tratado de las mujeres maléficas llamadas brujas.

    Toda mujer, por diversos motivos, podía incurrir en estos delitos. Podía darse que, por algún motivo, tuviera algunos rasgos marginales que suscitaran temor, como ser fea, contrahecha, pobre, vieja. A menudo se daba una extraña ecuación en la que la mujer salía perdiendo: a mayor edad y experiencia, potencialmente estaba más expuesta a las persecuciones; tal era el caso de comadronas, curanderas y mujeres del pueblo que poseían un particular conocimiento de las plantas medicinales y de sus principios curativos y de muchos otros remedios caseros. También ocurría el caso de mujeres cuyo comportamiento rompía con lo establecido, fuera por su inteligencia extraordinaria, por su gran intuición, por su incidencia en la vida pública, por su posición de avanzada frente al poder clerical, por su autonomía, por su cualidad profética. Las viudas y las solteras que gozaban de buena posición pero que no tenían herederos estaban en la mira de la persecución. Tampoco quedaban exentas las mujeres hermosas y acosadas sexualmente. Ninguna quedaba a salvo.

    Fig. 7. En la imagen dos brujas utilizan una serpiente y un gall en la reparación de una pócima. Del libro Tratado de las mujeres maléficas llamadas brujas. Augsburgo, 1508.

    El Martillo de Brujas, de los dominicos J. Sprenger y Enrique Institoris (Magdeburgo, 1486 o 1487), recopila lo que se sabía sobre el tema: una de las discusiones interesantes es la que se refiere a los tipos de transporte utilizados. "En cuanto al modo de transporte, es éste: las brujas, por instrucciones del diablo, hacen un ungüento con el cadáver de niños, sobre todo de los que han matado antes del bautismo". (11) La famosa escoba para volar, cuando no se emplea algún animal, tiene su origen en el bastón para hacer magia que se alarga con ese propósito (figura 6). Entre los documentos no falta la información referida a las recetas y demás elementos que se intercambiaban (figura 7).

    Uno de los juicios famosos, que dio material para una ópera, es el de una tal Beatriz, que alrededor de 1320, en Francia, fue acusada de tener poderes maléficos que había aprendido de los herejes de la región, uno de los cuales había sido su esposo. Cuando la aprehendieron, entre sus pertenencias encontraron algunos extraños objetos que, sin lugar a dudas, se supuso que eran utensilios de brujería. Ella da cuenta de ellos de la siguiente manera:

    Estos cordones umbilicales son los de los hijos varones de mis hijas y los he conservado porque una judía, luego bautizada, me había dicho que si los llevaba conmigo y tenía un proceso, no sufriría daño. Por eso he cogido los de mis nietos y los he conservado. Mientras tanto, no he sufrido proceso y no he podido verificar la eficacia de estos cordones.

    […) No fue para hacer un maleficio para lo que puse estas telas en la bolsa con los granos de incienso. El incienso no lo tenía para hacer un maleficio. Pero este año mi hija sufrió un dolor de cabeza. Me dijeron que el incienso mezclado con otras cosas curaba ese mal. Quedaron granos de incienso en este saco, que son los que se han encontrado. No tenía intención de hacer ninguna otra cosa […]

    Al abjurar de la herejía, el inquisidor de la desviación herética en Francia le perdonó la vida y la envió a la cárcel; al año siguiente se le condonó la sentencia. Sin embargo, de las secuelas no se pudo deshacer, pues la obligaron a usar de por vida una cruz amarilla en su ropa que advertía a los demás que no era una persona confiable. (12)

    El siglo XVI, la Reforma luterana, que marca el cisma entre la Iglesia católica y la disidencia, traería otras preocupaciones para los inquisidores, otras herejías que perseguir. La pesadilla empezó a pasar y estas brujas se fueron olvidando… Sin embargo, las fuerzas oscuras del inconsciente del hombre seguirían depositadas en la bruja o en el hada de la que depende su destino y que reviste diversos rostros de mujer. De ellas depende su fortuna y espera todo el beneficio o el maleficio posible, pero, al fin, el prodigio…

     

    Fig. 8. Palas Atenea, diosa de la sabiduría fundadora de Atenas.

     

    La mujer y la sabiduría

    Las imágenes de la mujer relacionadas con su inteligencia, con su intuición, con atributos, como la sabiduría, que rebasan el plano formal del conocimiento son frecuentes. Baste recordar a Palas Atenea entre los griegos (figura 8), que entre los romanos se llamó Minerva.

    Sin embargo, aquí me interesa traer a colación la imagen de la mujer como fundadora de los saberes, en la figura de Mnemósine, cuyo principal atributo es la memoria: como antídoto frente a la necesidad de conquistar el propio pasado individual y colectivo, de no perder la riqueza y experiencia acumuladas en diversos ámbitos de la existencia y penetrar en ella, emerge su imagen. Uno de los relatos más socorridos hacen de Mnemósine una titania, hermana de Cronos y Océano, madre de las Musas, cuarta esposa de Zeus.

    La memoria, sacralizada en la persona de Mne-mósine, preside la función poética por excelencia; es decir, cantar el tiempo primordial en el que se originó todo lo que existe en el cosmos, discurso que nos confronta con la única forma de comprender el ser en su devenir, de anclar en los centros fundadores del presente. No recurre al pasado como lo que aconteció, lo transcurrido, lo que antecedió al momento actual, lo que quedó plasmado en cronología, sino como orígenes del presente, como génesis, como genealogías de dioses, de héroes, de pueblos, como el sucederse de transformaciones hasta llegar a ser lo que hoy somos: "Ella sabe todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será", nos dice Hesíodo en la Teogonía. (13) 

    La función poética que ella preside también es atributo de literatos, cantores, músicos y adivinos, cuyo don, la ‘videncia’, les permite penetrar en los secretos de los tiempos y conocer todo lo que ha sido y será; tienen el privilegio de conocer lo que está vedado a los mortales. Los videntes pueden percibir las verdades ocultas que atañen al ser y, paradójicamente, son ciegos. Es el precio que tienen que pagar por su visión profunda. El poeta tiene la cualidad de poder descubrir lo que permanece oculto a los demás hombres. Es importante señalar que esta facultad es común tanto al poeta de la Grecia arcaica como al de nuestra cultura náhuatl. (14)

    Los dominios de Mnemósine no necesariamente nos remiten a la génesis del universo; también se enlazan con el mundo del más allá y nos descubren otra de sus facetas que resulta igualmente ilustradora para nuestro propósito: Mnemósine, en la región de Leteo, se vincula con las aguas del Olvido. A los que se acercan a consultar los oráculos les plantea como condición la pérdida de la memoria del presente, como sucede con los muertos, para poder transitar en el reino de las sombras; asimismo, les dona la memoria para poder recordar todo lo que aquel mundo les revelaría y enriquecerse de tal manera que al regresar al mundo de los vivos su horizonte sería inmenso. Una intención anima el viaje: derribar las murallas entre pasado, presente y futuro para penetrar otras realidades. Es así como Olvido y Recuerdo en Mnemósine son dos hilos que se enlazan en la misma trama: la memoria; constituyen las dos fuentes que han de beberse de manera complementaria puesto que una se nutre con el agua mortal que concede la pérdida del recuerdo de lo vivido, más aún de la conciencia, y permite deambular en el reino de la noche y trascender a otros universos, a otras regiones de los que fueron; la otra contiene el agua vital que concede la no-muerte, acaso la inmortalidad, que permite desplazarse a voluntad en el pasado, desde el presente y entrever el porvenir. En esta conjunción de elementos radican las posibilidades de salvación, de la afirmación de la vida respecto al tiempo y a la muerte.

     

    Fig. 9. Apolo y las Nueve Musas. Grabado de la "Práctica Musical" (1496) de F. Gaffurio.

    Mnemósine, la memoria, y Zeus, rey de los dioses, procrean a las Musas, quienes constituyen la fuente de inspiración del poeta al evocar el recuerdo de las hazañas y de las filiaciones del Olimpo y lo impulsan a la creación (figura 9).

     

    En sus orígenes las Musas son plásticas, movibles, versátiles; cuando una lo requiere, concurren las otras a realizar diferentes papeles (figura 10). Con el tiempo, por la exacerbación de la razón, se les fueron delimitando sus territorios, sus ámbitos de competencia, se les asignaron funciones muy precisas, circunscribiéndolas en disciplinas y encasillándolas, de tal modo que, como dijo Justo Sierra, más bien parecieron ‘jefas de departamento’.

    Fig. 10. Las Nueve Musas. Grabado del siglo XVII.

    Me parece oportuno subrayar que Mnemósine, la memoria, es la que procrea a todas las musas. Es la memoria como tal, a través de sus nueve hijas, (15) la que necesariamente se encuentra presidiendo, registrando y custodiando todos los saberes de poetas, filósofos y músicos de la Grecia arcaica, personificados en: Calíope (poesía épica), Clío (historia), Euterpe (poesía lírica), Melpóme-ne (tragedia), Terpsícore (música y danza), Erato (poesía amorosa), Polimnia (poesía sagrada), Urania (astronomía), Talía (comedia).

    Más adelante, hacia la Edad Media, estos cuerpos de saberes se transformarán en las siete artes liberales. Sin Mnemósine, la mujer como alegoría de la memoria, esto es, de lo que es necesario recordar y de lo que es necesario olvidar, sería inconcebible la existencia de los cuerpos de saberes, su recreación y enriquecimiento constantes; sin las musas, sus hijas, que presiden las ciencias y las artes, careceríamos también de las fuentes de inspiración del conocimiento.

     

    La mujer y los juegos especulares

    Desde los últimos grados de la escuela primaria aprendimos a diferenciar los sexos, más adelante renombrados como géneros, nos familiarizamos con los signos de masculino y femenino (figura 11). Pronto nos informaron que en un caso se trataba del Arco de Apolo; en el otro, del Espejo de Venus y hemos convivido con ellos de por vida, pero, ¿por qué a las mujeres nos definieron por el espejo?

     

    Fig. 11. Símbolos de femenino y masculino.

    Si bien el espejo revistió diversos sentidos entre las culturas de antaño, mismos que se han ido transformando en el curso de los años, ¿en qué tiempo y espacio el espejo se fija como un objeto eminentemente femenino? Baste constatar que en nuestros días casi siempre las mujeres portan consigo un espejo, del más sencillo al más elaborado, difícilmente pueden prescindir de él; los hombres, en cambio, si bien suelen verse en el espejo del coche, de la peluquería, del baño de su casa o en el de la oficina, apreciar su figura reflejada en alguna vitrina, difícilmente traerán permanentemente consigo un espejo de mano entre sus menesteres

    El Espejo de Venus es uno de los legados de la Grecia clásica, perceptible en la cerámica ática de los siglos VI-V a.C., para las mujeres. Ahí se estableció su carácter simbólico para diferenciar a las mujeres de los hombres; alrededor de él se teje la trama de la identidad femenina frente a la identidad masculina. Las relaciones reales e imaginarias entre ambos sexos están atravesadas por las fronteras que les establece el espejo: mientras que para unas constituye la propia definición, para otros es una prohibición.

    Esencias, fragancias y aceites, texturas, túnicas, cabellos sedosos y espejos constituyen el mundo femenino, real o imaginado por los griegos, que podemos explorar a través de vasos, vasijas, aceiteras, ánforas y un sin fin de piezas de cerámica que proceden de esos siglos (figura 12).

     

    Fig. 12. El visitante, alabastro. París, biblioteca Nacional.

     En ninguno falta la pintura de un espejo de mano o colgado en la pared, prolongación del ser femenino, que deviene el atributo por excelencia de la mujer. Los rescates arqueológicos constatan lo anterior, pues en las tumbas femeninas se han encontrado un sinfín de utensilios de este tipo.

    Para mayor precisión, el espejo que define a la mujer es precisamente el de Venus, la diosa del amor y de la belleza entre los antiguos latinos, equivalente a la diosa Afrodita de los antiguos griegos. Como tal, custodia la gracia, la seducción, el placer, la sensualidad, la ternura, la embriaguez de la vida y del amor. (16) De tal modo que si la mujer vuelca su mirada al espejo que sostiene entre las manos revestido con los atributos venusinos, es para acicalarse, para lograr la hermosura en su máxima expresión y disponerse a disfrutar el intercambio y la comunión con el otro. A través de este ritual se apropia de esa imagen cara a cara que le devuelve su mirada, se refleja y se refracta antes de dejarse ver por los otros, y si el espejo recoge su mirada, ella recoge la mirada de los otros. Mediante el espejo establece los juegos de seducción que la preparan para el encuentro, que hacen posible el amor. No es el conocimiento de sí misma lo que busca su mirada en el espejo, sino la confrontación consigo misma en relación con su embellecimiento, con su conquista amorosa que la hará salir de sí misma, ya que no se mira a sí misma a la manera de Narciso, centrado en su autocomplacencia e incapaz de rebasar los estrechos límites de su imagen reflejada en el agua.

    Pero el espejo también la descubre: delata el paso de los años, el encanecimiento, la pérdida de lozanía del rostro y esto lo hace abominable. Se cuenta que Lais, al igual que otras de las más famosas cortesanas griegas, declaró ante el altar de la diosa de Pafos:

    Yo, que con mi risa altanera me mofaba de toda Grecia; yo, que en mi antecámara tenía un enjambre de jóvenes, consagro mi espejo a la diosa de Pafos, pues verme tal como soy no quiero, y tal como era antaño, no puedo. (17)

    En una sociedad como la ateniense, eminentemente masculina, el espejo opera el deslinde entre el mundo femenino y el mundo masculino: la mujer vive en los interiores, habita el Gineceo, se rodea de cofres como parte de su mobiliario, emplea estuches y cajitas diversas como parte de la decoración de los espacios en los que se desenvuelve. Ella se refleja a sí misma. La vida pública es para el hombre, para él la condición de ciudadano, para él la fama y la gloria al precio de las hazañas y las palabras: son los demás los que lo reflejan. (18) El hombre se abre hacia el otro, hacia el exterior, construye su identidad en el encuentro con los demás, porque es en sus palabras, en sus gestos, en sus expresiones como reconoce sus propias virtudes y su valor. Esto es lo que lo remite a su condición de Sujeto; la mujer, por el contrario, en su diferencia con el hombre, se recluye en el interior, se cierra, se asume pasivamente, espera y con ello gana en fortaleza, en sabiduría y en virtud.

    Debemos notar, no obstante, que el recorrido por el mundo femenino del que se desprende la caracterización de la condición femenina que, curiosamente, no fue hecha por mujeres, sino por los hombres para las mujeres, pues son los artesanos los que pintan la cerámica, los que comunican escenas de la vida cotidiana en las habitaciones femeninas, los que decoran los objetos usados principalmente por las mujeres, los que con su imaginación se desplazan por los gineceos y pintan las escenas más íntimas (figura 13). Sin embargo, más que la vida real, lo que logran transmitirnos las imágenes que conocemos a través de la cerámica ática son algunas facetas del imaginario colectivo de los griegos, así como el lugar que en esa sociedad atribuyeron a la mujer.

    Fig. 13. Espejo grabado colgado, aceitera. Boston, Museum of Fine Arts.

    Y a través de ello podemos acceder al plano de lo simbólico: la mujer es, para el hombre griego de tiempos remotos, un espejo. Ése es el papel que le corresponde representar en el deslinde de los géneros y así lo expresa en diferentes contextos.

    Son los griegos los que dan el nombre de ‘muchacha’ —koré en griego— a la pupila de los ojos y es el hombre el que acepta ver el mundo a través de ella. (19) Asimismo, ven a su esposa como un espejo que ha de reflejar su imagen masculina en su comportamiento, en sus afinidades, en sus hijos, en sus pertenencias. En estos términos el hombre atribuye a la mujer una condición especular —en cuyo caso no estamos lejos del simbolismo de la Luna con respecto al Sol, donde uno tiene luz propia y la otra, careciendo de ella, refleja la luz solar—, sólo que ella no permanece en un plano eminentemente pasivo, pues responde y decide refractar la imagen del hombre. Quizá su poder, desde entonces, radicaba en otra parte, al igual que sus atributos.

    El hombre, como Sujeto enseñoreado de un mundo eminentemente masculino, se encuentra permanentemente rodeado de mujeres que se desplazan alrededor suyo, trátese de mujeres banalizadas o temidas, pero mujeres al fin que siempre están presentes y, reflejándolo, le permiten definir su identidad masculina. Por eso él, desde la antigüedad griega, les atribuyó el espejo como definición de su condición. Se trata de las mujeres percibidas por el hombre.

    Los desplazamientos en el plano de lo real y en el plano de lo simbólico se suceden continuamente, de la alteridad inicial de la mujer respecto del hombre paulatinamente se transita a la relación de complementariedad entre ambos, de tal modo que el reflejo del hombre en la mujer implique también su refracción; el viaje es de ida, pero también de vuelta. Entramos al plano de las correspondencias y de las reciprocidades que están en el centro de los juegos especulares entre el hombre y la mujer.

    Al respecto resulta ilustradora la manera en que Aquiles Tacio, inspirado en el Fedro de Platón, anuda el amor por el intercambio de miradas entre el hombre y la mujer; nos dice:

    No sabes qué es mirar a la amada. Se trata de un placer más grande que el acto físico: los ojos, al reflejarse unos en otros, se modelan recíprocamente, como lo hacen en un espejo las imágenes de los cuerpos. La emanación de la belleza, al derramarse a través de los ojos hasta el fondo del alma, lleva a cabo una especie de unión a distancia. Es casi la unión de los cuerpos. (20)

    Es el ojo, a la manera de un espejo, el que recibe la imagen del amante, pero a partir de ese momento los juegos especulares son recíprocos, pues en el intercambio de miradas los ojos de la amada y del amante son espejo uno del otro (figura 14), receptores y emisores, a la vez, del amor, de sus propias imágenes, de sus mutuas complacencias y complicidades.

    Fig. 14. Con el espejo grabado a cuestas, aceitera.Bruselas, Biblioteca Real.

    Ciertamente, si han transcurrido muchos siglos desde el momento en que el Espejo de Venus y el Arco de Apolo definieron la identidad femenina y la identidad masculina, no cabe la menor duda de que estos ámbitos del imaginario colectivo aún atraviesan nuestra vida diaria.

     

    La mujer y el trabajo

    Sabemos que el estereotipo de la mujer que no trabaja se hizo añicos hace algunas décadas. Si echamos un vistazo al respecto en diferentes tiempos y lugares lo que podemos percibir son imágenes de mujeres que realizan diferentes actividades. Desde los tiempos de los antiguos mexicanos, en que la mujer inicia sus actividades a las cuatro de la mañana moliendo, preparando el nixtamal, haciendo tortillas, etc., hasta nuestros días, la mujer ha desplegado distintas ocupaciones mediadas por su condición de vivir en ambientes rurales o bien urbanos, por sus circunstancias de pertenecer a una familia acomodada, con medianos recursos o estar en una situación vulnerable, por su estado civil: soltera o casada.

    Entre los sectores acomodados y medianamente acomodados, que cuentan además con los apoyos ad hoc, la ocupación de la mujer se centró en la procreación, la crianza y la gestión de la familia y lo que compete a la realización de esta función; no obstante, en los ambientes campesinos y urbanos con pocos ingresos la mujer siempre contribuyó al gasto familiar integrándose a diversas tareas ya sea referidas a la agricultura —como colaborar en la siembra y la cosecha—, a la ganadería —la ordeña y la elaboración de productos lácteos—, a la manufactura en pequeña escala —alfarería, los hilados, tejidos, bordados, costura, orfebrería—, al comercio —de los bienes producidos o de otros—, a los servicios —lavandería, limpieza, haciendo comida, atendiendo posadas, cuidando niños.

    Los llamados ‘trabajos de aguja’ (figura 15) y el ‘servicio doméstico’ han sido algunas de las ocupaciones femeninas de más antigua data que persistieron y se adecuaron a las sucesivas transformaciones que el maquinismo impuso. Muchas de estas actividades, aún en pleno siglo XIX, las realizaban en espacios no formales, pues de este modo se suponía que podían compaginarlas con la atención a la familia, aunque en realidad a menudo se trataba, y se trata, de trabajo a destajo, pésimamente pagado, sin límite de horario y sin ninguna garantía laboral.

    Fig. 15. A. Raspal, siglo XIX, Taller de modista. Artes, Museo Reáttu.

    El siglo XIX presenció el desplazamiento del servicio doméstico a los servicios en el sector de ‘cuello blanco’, donde la mujer hace las veces de secretaria y dactilógrafa, atiende tiendas y almacenes, ofrece servicios en el terreno de la cosmética, en las peluquerías y salones de belleza. Si bien se trataba de ambientes más complejos y dinámicos propios de la vida que se urbanizaba mantenían las pautas de ocupación anteriores. (21)

    El cambio cualitativo en relación con el trabajo femenino lo impulsó, sin lugar a dudas, el desarrollo del industrialismo y la prestación de servicios en fábricas, principalmente las de la industria textil y del vestido (figura 16), en las cuales la mujer adquiriría la categoría de trabajadora-obrera, sometida a otro tipo de regulaciones y controles institucionales, así como remunerada a través del salario. Al respecto, es importante recordar que la Revolución Industrial irradiada desde Inglaterra a horcajadas de los siglos XVIII y XIX fundamentalmente transformó la organización de la producción, ya que en vez de distribuir los diversos trabajos entre las familias de los poblados para que los realizaran en sus hogares, inventa la fábrica: "antes de 1760, lo normal era llevar el trabajo a los aldeanos, a sus propias casas. En 1820, lo normal era llevar a todo el mundo a una fábrica y ponerlo a trabajar allí", nos dicen Bronowsky y Mazlish.

    Fig. 16. Taller textil.

    En esta nueva condición femenina, la economía política propuso el discurso de la ‘división sexual del trabajo’ (22) y esto sirvió para justificar, ya no digamos la valoración de la calidad y acabado del producto diferenciado entre el hombre y la mujer a desventaja de la segunda, sino el mejor sueldo para el hombre, que era el que mantenía a la familia. Los ingresos de la mujer, en este contexto, se consideraban meramente complementarios y hasta se podía prescindir de ellos: la esposa que no trabajaba devino el prototipo de respeto y dignidad de la clase obrera; las hijas trabajaban sólo hasta antes de casarse y hasta podía verse con malos ojos trabajar una vez casada, pues era indicio de que el hombre no podía cumplir cabalmente con sus obligaciones como cabeza de familia.

    Puede decirse que la condición femenina de trabajadora no era permanente. Esto tuvo sus implicaciones a nivel de imágenes y representaciones sociales: de este modo poco a poco se impuso en los diferentes sectores sociales la idea de que ser mujer era sinónimo de maternidad y hogar como ocupación. A fin de cuentas, como hija dependía del sueldo del padre; como esposa, del marido; si viuda o soltera sin respaldo familiar, la situación se agravaba. No faltó quien la definiera en los siguientes términos: "Una mujer es una hija, una hermana, una esposa, una madre, un mero apéndice de la raza humana" (Richard Steele, siglo XVIII).

    Mientras tanto, las trabajadoras de las fábricas y de otras dependencias siguieron un rumbo diferente: se organizaron por su cuenta en sindicatos, convocaron congresos para plantear iniciativas de ley, montaron huelgas, organizaron marchas. No fue fácil, pero fueron ganando la paridad de derechos con el hombre y la atención a sus necesidades específicas.

    El siglo XIX también presenció el surgimiento de las primeras profesiones femeninas: los hospitales poco a poco contrataron matronas y parteras y las escuelas de primeras letras particulares, maestras (figura 17). En ambos casos, autorizadas por el gremio —muy al inicio del siglo XIX— y, más adelante, con exigencias de una preparación más especializada que poco a poco dio lugar a las escuelas normales.

    Fig. 17. La profesión de enseñanza es de las primeras que realiza la mujer.

    Si bien las prácticas y los modelos formativos desde tiempos muy antiguos habían sido fuertemente diferenciados por sexos, esta nueva situación social en el contexto del desarrollo industrial posibilitó ir salvando muy lentamente los abismos. Además de las luchas sociales por el reconocimiento de los derechos de las mujeres, hubo que superar muchos prejuicios sociales que se dirigían por igual a las mujeres trabajadoras y a las que tenían un cierto nivel de instrucción. "Una mujer con un libro en la mano, nos dice Gabelli en el siglo XIX, en la fantasía de no pocos, ya no era una mujer", señala Santoni Rugiu. (23)

    Por otro lado, aún a finales del XIX, se afirmaba que uno de los principales elementos de corrupción social era la emancipación de la mujer, pues erosionaba los pilares que anteriormente habían sostenido la vida familiar. Se consideraba que una mujer escandalosa hacía más noticia que mil virtuosas o cien mil normales. (24) Pero el asunto es que todas estas críticas ponían el dedo en la llaga de las nuevas exigencias de la propia sociedad y sensibilizaban los ambientes para el cambio.

    Ciertamente, ahora las mujeres estamos lejos de la famosa ‘división sexual del trabajo’, de que se desconozca legalmente la función de la maternidad, de una brutal diferenciación de salarios y de otras muchas arbitrariedades, pero no estamos exentas, al igual que el hombre, de otros malestares que pueden derivar de las condiciones actuales del trabajo, que son las que a continuación pongo a su consideración.

    Por un lado, es innegable que la mujer ha encontrado en el trabajo un espacio muy importante para su realización personal y su desarrollo profesional. El trabajo ocupa en la vida diaria un lugar relevante. Fue precisamente la modernidad la que hizo de él un eje que estructura la vida humana: si recordamos, la modernidad se inicia en la medida en que el ser humano asume la posibilidad de conocer y dominar la naturaleza en su propio provecho. Hacer y fabricar, producir y crear serían sus consignas, como buen homo faber. Paulatinamente le interesará más el cómo que el qué y el porqué; la producción, los productos, la utilidad, más que las ideas, el sentido de la vida, los valores y fines que se persiguen.

    El problema no estriba en el reconocimiento que se ha hecho del homo faber, sino en el hecho de que hace muchos años que venimos operando una conversión de prioridades, pues productividad, producción y productos medibles y cuantificables son los que se han ido imponiendo en la más alta jerarquía, por sobre la vida personal y social, de la existencia humana comprometida con el crecimiento personal y social. Como diría Hanna Arendt, parece que ahora se le da más importancia al reloj que al relojero que lo fabrica.

    […) los hombres persisten en hacer, fabricar y construir, aunque estas facultades se restrinjan cada vez más a las habilidades del artista, de manera que las existencias concomitantes a la mundanidad escapan cada vez más de la experiencia humana corriente. (25)

    Es decir, el trabajo creativo, el que hace posible la expresión de nuestras potencialidades, no está al alcance de la mano de todos. Se va imponiendo la rutina y la burocratización.

    El ‘paradigma del trabajo’, que paulatinamente se fue consolidando y se ha vuelto dominante en nuestras sociedades, actualmente parecería revertirse y encerrarnos en nuevas cár-celes. El trabajo corre el riesgo de volverse desestructurante de la vida humana y no estructurante como antaño. Pareciera atraparnos, afectando aspectos fundamentales de la vida: nuestras lealtades y compromisos con los compañeros de trabajo y los estudiantes, nuestra forma de ser, nuestro carácter, nuestra vida de todos los días, en el ámbito de la familia, en el de la amistad. Se ha ido imponiendo en nuestros ambientes de trabajo el principio de la productivitis, de la titulitis, del falseamiento y de la apariencia, de la desconfianza, del control, del someter a comprobación y a punteo cada actividad que se realice. La ética de la simulación y la zancadilla se ha generalizado.

    Contamos ya una década en que cada día resulta más evidente la distorsión del sentido del trabajo académico. Y esto nos empuja a hacer un alto en el camino, a repensar nuestros porqués y no sólo a actualizar nuestros cómos, a no perder el sentido de la simple y llana, de la maravillosa experiencia de acompañar al otro en su formación, del formarnos formándolo, que hemos asumido como trabajo principal.

     

    3. De manera conclusiva y provisional

    ¿Qué relación pueden tener estas ‘mujeres en cinco tiempos’ con los programas formativos que nos ocupan?, ¿cuál puede ser su significado en relación con la educación?

    Creo que, en principio, las imágenes sugieren en sí mismas algunas líneas de indagación que nos aproximan a los proyectos de intervención educativa desde diferentes lugares:

     1. °Al principio mencionamos una crisis de explicaciones que se da en el ámbito de las ciencias del hombre y que las impele a buscar explicaciones sobre lo que acontece en la vida social en otros ámbitos, a escuchar otras voces en la sociedad, la de la mujer, entre ellas. Esta indagación puede regirse por dos categorías recurrentes en educación: la de la mujer, como actriz social, y la de la mujer, como Sujeto social. Cada una de estas opciones, de entrada, marca diferentes orientaciones.

    Si elegimos la categoría Sujeto para estudiar a las mujeres, estamos optando fundamentalmente por el ámbito de la reflexión sobre sí misma, donde la conciencia deviene la vía privilegiada de aprehensión de la realidad y de proyección personal y social. El Sujeto es una categoría que parte del ámbito de la filosofía y conserva la impronta de la autorreflexión, de la conciencia. Nace una vez superada la visión teocéntrica, cuando el ser humano se asume a sí mismo. Aquí se fundan las nociones de formación, edades formativas, sujetos formativos y otras muchas.

    Si decidimos estudiar a la mujer como Actriz Social, fundamentalmente dirigiremos nuestra atención al ámbito de su participación en las transformaciones de la vida social, al de su incidencia en los ámbitos en que participa y trabaja. Esta categoría nace en el campo de las ciencias sociales al indagar cuál es el papel social que representa la persona. Interesa aprehender a la actriz como portadora de cambios sociales. Aquí estamos más bien en el terreno de las instituciones, de la socialización, de los movimientos sociales.

    Ambas categorías encuentran puntos de convergencia y de intercambiabilidad, pues el actor social también se inscribe en el espacio de la conciencia, y el sujeto no es ajeno a los procesos de transformación social. (26)

    2° En el recorrido que hicimos también saltan a la vista otras dos categorías por lo menos: la de imágenes y representaciones sociales, que nos remite a las maneras en que a los grupos sociales les es dable pensarse y percibirse. También podemos inferir la noción de modelos educativos y abordar las formas en que cada sociedad y cada tiempo educa a sus mujeres.

    Todo esto constituye parte de la cultura escolar y se traduce en "un conjunto de teorías, principios o criterios, normas y prácticas sedimentadas a lo largo del tiempo en el seno de las instituciones educativas", (27) que forman parte de la ‘caja negra’ de la vida cotidiana de nuestras escuelas, que dan curso a un proyecto educativo apenas presentido, apenas vislumbrado, y que hoy por hoy nos reúne en diversos foros.

    3° Para estas indagaciones podemos recurrir, por ejemplo, a diversos enfoques, desde etnometodología aplicada al aula, hasta la historia oral en cualesquiera de sus vertientes, incluido el recurso a la biografía.

    El horizonte está abierto…

     

    Notas

    1. La iniciativa fue de Clara Zetkin (1857-1933).

    2. Joseph Campell en diálogo con Bill Moyers (1991), El poder del mito, versión de César Aira, Barcelona, Emecé editores, Colección Reflexiones.

    3. Entre los chontales (mayas de Tabasco), Ix-Chel, la diosaLuna, descendía de las alturas para bañarse en las aguas de Tabasco y prodigarles vida en todo: "el parto, el maíz, la pesca, la hechura de la cerámica. Se siembra en luna llena para que se den grandes mazorcas. El plátano, la calabaza y la yuca se siembran en menguante. La luna llena rige el corte de los árboles y la pesca. El barro de la luna tierna se quiebra al cocerse y la quema de las piezas debe hacerse en plenitud. Es más segura la llegada del niño que coincide con la luna llena". En tierras calientes, donde solía ser hostil el sol por su rigor quemante, era la luna, con su húmeda luz, la propiciadora de fertilidad, tanto de la tierra como de la mujer (agradezco esta información al maestro Pablo Gómez Jiménez, de la Universidad Autónoma de Tabasco).

    4. Se trata de un arquetipo de Jung que remite al "centro y fermento de unificación" que no necesariamente se remite a la madre de carne y hueso o a quien hace tales funciones, sino que trasciende en otras muchas figuras que protegen y unifican: Iglesia, universidad, ciudad, el territorio y otras muchas. Rfr. C. G. jung (1993), Símbolos de transformación, versión en español de E. Butelman, Barcelona: Ediciones Paidós, Colección Psicología profunda.

    5. Rfr. Hans Biedermann, Enciclopedia dei simboli, Milano; Garzanti editores, 1991.

    6. Hada no es sino el femenino de Hado, del latín fatum, ‘predicción, oráculo’, ‘destino, fatalidad’. Rfr. J. corominas y J. A. pascual (1980), Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, vol. 1, Madrid: Gredos, pp. 303.

    7. Idem. Bruja es una palabra de origen prerromano, común a los tres romances hispánicos y a los dialéctos gascones y languedocianos. En principio se refiere a un fenómeno atmosférco relacionado con la borrasca, el viento frío, la llovizna, la nieve.

    8. Rfr. Jean-Michel Sallman, "La bruja", en: Georges DUBY y Michelle PERROT (1992), op. cit.Historia de las mujeres en Occidente. Tomo 3, versión en español de Marco Aurelio Galmarín, Madrid: Editorial Santillana.

    9. Siglo ix, en un capitular de Carlos el Calvo, se recoge esta información: Libri duo de synodalibus causis, Reginon de Prüm, citado en: Claude Lecouteux (1999), Hadas, brujas y hombres lobo en la Edad Media. Historia doble, versión de Plácido de Prada, Barcelona, Medievalia, no. 6, p. 93.

    10. Jean-Michel sallman, op. cit.

    11. Citado por: c. lecouteux, 1999: p. 102.

    12. Citado por: Georges duby y Michelle perrot (1992), op. cit., tomo 2, pp. 612-613.

    13. Rfr.Jean-Pierre VERNANT (1973), Mito y pensamiento en la Grecia antigua, versión de Juan Diego López, Barcelona, Ariel.

    14. Miguel León-Portilla, La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959.

    15. Los nombres más antiguos de las Musas eran: Ejercicio, Memoria y Canto (Meleté, Mneme, Aoidé). Sólo eran tres musas, porque este número es la forma primordial del plural. Después se ampliaron a nueve, que es un múltiplo del tres.

    16.. Juan Eduardo Cirlot (1969), Diccionario de símbolos, Barcelona, Editorial Labor, S.A.

    17. Rfr. Francoise frontisi-ducroux y Jean-Pierre vernat (1999), En el ojo del espejo, versión española de Horacio Pons, Argentina, fce.

    18. Ampliar en ídem.

    19. Rfr. Idem.

    20. Idem, p. 97.

    21. Ampliar en: Olwen hufton, "Mujeres, trabajo y familia", en: Georges duby y Michelle perrot (1993), op. cit., tomo 4.

    22. Idem, p. 416.

    23. Antonio Santoni Rugiu (1994), Scenari dell’educazione moderna, Firenze, La Nuova Italia editrice.

    24. Rfr. Idem.

    25. Hanna arendt (1993), La condición humana, versión de Ramón Gil, Barcelona: Paidós, Colección Estado y sociedad, p. 347.

    26. Lo referente a ambas categorías se puede ampliar en: María Esther aguirre (2000), "El Sujeto y el Actor. Trazos para la geografía de dos conceptos. En: Ethos educativo no. 22, revista del Instituto Michoacano de Ciencias de la Educación, Morelia, Michoacán, abril, pp. 26-47.

    27.. Antonio Viñao, a "un conjunto de teorías, principios o criterios, normas y prácticas sedimentadas a lo largo del tiempo en el seno de las instituciones educativas. Se tata de modos de pensar y actuar, mentalidades y hábitos, que proporcionan estrategias y pautas para organizar y llevar la clase, interactuar con los compañeros y con otros miembros de la comunidad educativa e integrarse en la vida cotidiana del centro docente. Dichos modos de pensar y actuar constituyen en ocasiones rituales y mitos, pero siempre se estructuran en forma de discursos y acciones que, junto con la experiencia y formación del profesor, le sirven para llevar a cabo su tarea diaria" (Viñao, 1998, p. 136).

     

    María Esther Aguirre Lora