Florencia devota, confesional, poco ecuménica, cetrera, en cuyas calles se asientan conventos, iglesias y catedrales que han presenciado, impertérritas, los dimes y diretes, los argumentos, las posiciones, las tesis esgrimidas por unos sacerdotes inflexibles que como, Girolamo Savonarola, intentaron imponer un gobierno religioso basado en virtudes inviables, en preceptos imposibles de cumplir, debido a su distancia de lo verdaderamente humano. Iglesias centenarias como las de San Michele, Miniato, Santa Croce, María Novella, San Marco, el Battistero, plenas de santos con caras y expresiones copiadas del gobernante patrocinador de turno, cálidas en las creencias aunque frías en sus claustros y aposentos donde "la Madonna más rosada parecía azulada de frío cuando un aire traicionero subía de una cripta que se había ido enfriando cada vez más desde hacía siglos".
Arquitecto deslumbrado, empecinado en aprender todo aquello que la urbe le ofrecía gratuitamente, desafiándolo, obligándolo a hurgar en las entrañas de un conocimiento un tanto esotérico – la historia, el arte, la política, las costumbres, la gastronomía, la enología – de una ciudad que no podía, ni podrá nunca ser, reducida a un censo, a un inventario de calles, plazas y edificaciones. Arquitecto obligado a dejar de lado las insulsas conversaciones con sus coterráneos acerca de la pesca, el béisbol, el golf, el fútbol americano, del sabor del ketchup, para saber más de un pasado florentino que ha debido ser, sin dudas, mucho más que "aventuras de capa y espada, historias de amor entre caballeros andantes y princesas". Imposición personal, consentida, voluntaria, que se tradujo en el mandato orgulloso de ser un erudito, de ser "un Erasmo, un Grossetest, un Alberto Magno".
Ciudad avasallante, extrema, contradictoria, bella en todas sus dimensiones, donde el palacio, "esa casa grande, generalmente de piedra, construida hace varios siglos para que la habitase una familia muy rica y noble que adquirió riqueza y nobleza mediante una guerra y con el botín que sacó de ésta, o prestando ayuda a los papas, reyes y duques, que también acaudillaban la guerra", convive con "humildes tejados colorados, de un rosa suave, un violento carmesí, o un naranja pálido, sobre los muros de yeso amarillo".
Hayden Chart, diletante bisoño, intelectual de estreno, viudo con sentimiento de culpa, arquitecto empedernido, turista negado, americano redimido, poeta mudo, que al encontrarse con la inagotable Florencia "se sintió elevado al séptimo cielo; como hombre solitario que viajaba para encontrarse a sí mismo, se preguntó si allí abajo, en aquel enjambre de estrellas caídas no estaría la clave del camino que había perdido. Era indudable que se había enamorado y aunque sólo de una ciudad, sabía por lo menos que era capaz de poner en marcha la magia del amor".
La Habana y Guillermo Cabrera Infante
Nada hay tan ilusorio como la luz
malva del crepúsculo en La Habana.
La Habana parece ser inmortal, no sucumbe ante los avatares del tiempo, ni mucho menos ante las severas y draconianas restricciones impuestas por un bloqueo incomprensible, ni tampoco ante esa dejadez, esa indiferencia de un régimen que parece querer dejar morir de mengua, poco a poco, despacito, muy lentamente, a una ciudad invencible que se niega, sin embargo, a perder su carácter indiscutido de soberana del Caribe. La Habana continúa ejerciendo toda su fascinación, desplegando sin modestias ese inmenso atractivo mestizo que deslumbró por igual a escritores, músicos, poetas, a artistas provenientes de diferentes latitudes y sensibilidades.
Hemingway, Graham Green, Lezama Lima, Carpentier, Guillén, y, en especial, Guillermo Cabrera Infante con su novela La Habana para un infante difunto no han podido escapar a la seducción que esa ciudad prieta, cargada de un permanente clima festivo, de un erotismo cotidiano, de una sensualidad envolvente, ejerce sobre todo aquél que la contempla más allá de los lugares comunes históricos y de las consabidas recetas turísticas. La Habana es síntesis, convergencia, sustrato, sincretismo plural donde el Caribe hispano alcanza toda su plenitud e impone al mundo una manera híbrida, entreverada, mestiza, de concebir la realidad y de vivir la vida.
La Habana es más que Cuba nos dice Cabrera Infante cuando, autobiográfico, confirma que "yo no vivo en Cuba, yo vivo en La Habana", en esa ciudad que se va descubriendo de a pedazos, capaz de promover todos los excesos y de instaurar "Indias inusitadas" en la emoción de aquéllos que andan en la busca de su esencia, y que de repente como en una vuelta a los orígenes de las mixturas, como en una regresión al África misma, a la que nunca renunciaron sus esclavos, ofrece al melómano "la verdadera música negra: el son, la guaracha y la conga".
Tan cerca y tan lejos de sus raíces múltiples y diversas, La Habana ha podido crear sus propios santos "no tan vírgenes y mártires", para que su adoración se transmute de festividades en fiestas "movidas y movibles". Festejos como el de Santa Bárbara, el 4 de Diciembre, sucedáneo de la adoración de Changó, "el más hombre de los dioses africanos, dios de la santería, macho magnífico" se unen a la veneración de "la muy cubana, respetable, respetada Virgen de la Caridad del Cobre, afectuosamente llamada Cachita, la que se transforma en una metamorfosis que daría envidia a Ovidio, en la muy puta Ochún, carnal cubana".
Ciudad de hembras sin parangón que conjugan "el verbo amar en pocos tiempos", de mulatas atrevidas que descoyuntan prejuicios con su olor a sexo sin preocupaciones, hecho para el disfrute, lejos de liberaciones femeninas importadas, de posiciones intelectuales reivindicativas. Mulatas generadoras de una mitología y de un culto extendido, altamente masculino, que exalta su sexualidad, y eleva a nivel de categoría estética a esas escasas, inexistentes, poco vistas pero altamente comentadas "prietas de ojos verdes". Verdaderas hembras que incorporan el ritmo a su cuerpo, para que la imaginación popular, el bolero, la copla, las confunda con atractivas formas que con su movimiento, su cadencia, su euritmia, hipnotizan a los hombres, sometiéndolos a su voluntad. Mulatas cuya evocación propicia, en la soledad del baño, la masturbación irrepetible, esa en la que la mano produjo "un instante que duró más de un instante, inmortalidad temporal, el lapso de tiempo que tomó la venida … el momento hecho todo tiempo … y por cuya causa , plexo universal, dejaba ahora de existir todo el cuerpo, latiendo como un enorme corazón solitario que diera sus últimos latidos, temblando como carne con temblor postrero, estertores del yo, desaparecido el ser en el semen."
Para Cabrera Infante, el solar, las pensiones, las casas de vecindad desempeñaron un papel fundamental en su visión inaugural de La Habana, cuando dejó de ser niño y se incorporó a la vida de la parte pobre de la ciudad, esa en la que constató que tendría que aprender muchas cosas porque: "la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país." Era la experiencia de vivir en habitaciones más o menos estrechas o iluminadas, con ese olor a perfume que llevan las prostitutas, donde los baños e inodoros eran colectivos y la vida de cada quien era una puerta abierta que no ocultaba intimidades ni secretos; esa Habana vieja, de cuarterías y falansterios, en la que "la extraña luz ceniza que fue una vez malva se había hecho familiar, la atmósfera de pesadilla era el sueño cotidiano, los habitantes ajenos o peligrosos eran amigos, el sexo se hizo amor y a su vez sexo de nuevo". Monte 822, Zulueta 408, solares de los que era indispensable salir, dejar atrás, para pasar a vivir en el Vedado, reconociendo siempre que esa etapa de laberintos habitados "más que un tiempo vivido fue toda una vida y debió quedar detrás como la noche, pero en realidad era un cordón umbilical que cortado de una vez, es siempre recordado en el ombligo".
Ciudad hecha también a la medida de cinematógrafos de toda calaña, de películas inolvidables que ayudan con sus imágenes indelebles a que la memoria permanezca viva, a que los recuerdos de La Habana tengan asidero en forma de actores, actrices y directores envueltos en inconfundibles historias. Experiencia memorable para nuestro novelista, quien recuerda con particular emoción el primer día que fue al cine, y no así el primero en que hizo el amor con una mujer, porque "fui al cine de día, asistí al acto maravilloso de pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al teatro cegado para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz". Cines distantes y lejanos, el Lara del Paseo del Prado, el doble llamado Rex Cinema y Duplex, el Majestic, el Verdum, en fin, tantos y tan variados cines a los que se asistía siempre, de gratis, burlando vigilancias endebles, y en los que "hubo muchos intentos de buscar tanteando el amor", en la tertulia, el paraíso, el gallinero y hasta en la cara e inalcanzable luneta, en esos espacios de oscura luminosidad, en los que el escritor fue protagonista de enamoramientos reales y platónicos, de amores específicos y tromperos, e incluso del apretón de una mano homosexual ansiosa de un miembro viril.
Habana de aventuras diversas: intelectuales, eróticas, poéticas, sexuales, etílicas, fílmicas, amistosas, políticas y familiares que Cabrera Infante recrea, revive, recompone a partir de sus propias vivencias y de sus intransferibles experiencias en una ciudad invencible que, a pesar de limitaciones incomprensibles y odiosas restricciones, continua siendo punto obligado de referencia, objeto de reflexión y admiración por parte de un escritor que, desde el exilio, evoca el particular color de unas edificaciones construidas con piedra caliza de color coral, los tranvías que producían chispas como luces de bengalas, la aventura de sus cafés al aire libre, las orquestas femeninas que le producían "una inquietante hilaridad al ver una mujer tocando un saxofón", y, en especial, las luces útiles y de adorno que le daban" un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral".
La Habana para un infante difunto es el recuerdo militante, el reconocimiento lejano de aquel que no se distancia de esa metrópoli desconocedora del fracaso, que permanece vigente, invencible, en la memoria generosa de escritores, músicos y artistas que se niegan a ejercer el olvido, y pueden, a pesar de la ausencia, recordar un crepúsculo "sin los grandes fuegos rojos que siempre tienden a ser copias de la imagen del infierno, sino con un predominio verdoso, la tarde filtrándose por entre nubes secas, bañada de luz verde, como si estuviéramos dentro de una pecera".
Lisboa y José Saramago
Ciudad como cicatriz quemada
lágrima que no se seca.
"Tuvo lugar ayer el funeral del doctor Fernando Antonio Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de edad, natural de Lisboa, graduado en letras por la Universidad de Inglaterra, escritor y poeta muy conocido en los medios literarios". Esta nota fúnebre aparecida en un periódico lusitano, o tal vez, un telegrama, corto, escueto, conciso, fue lo que motivó a Ricardo Reis a volver a Lisboa para re-encontrarse – quién lo sabe – con la ciudad o con el poeta muerto, que era como encontrarse consigo mismo.
José Saramago en su novela El año de la muerte de Ricardo Reis hace que su protagonista emprenda un largo viaje por barco, después de una estada de 16 años en Brasil, para que enfrente de nuevo a Lisboa, "esa ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como sí sólo estuviera construida de casas de una sola planta, quizá, allá, un ciborio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo sí todo es ilusión, quimera, espejismo". Enfrentamiento múltiple que implica para Reis, además de la vuelta a los orígenes, de las preguntas acerca de la propia identidad, un encuentro con el espíritu de Pessoa, con ese poeta amigo que murió "casi ignorado por las multitudes".
Ricardo Reis desamarra Lisboa, la sufre húmeda, la recorre inundada, la pasea entumecido para comprobar si sus recuerdos se corresponden con la realidad, y no son como "un grabado a buril reconstruido por la imaginación". El médico-poeta de Saramago va y viene, de un recuerdo a un olvido, de una añoranza a una constatación, para acudir a la cita que un destino común le había deparado con el fantasma de su alter ego Pessoa. Anduvo calles medievales que no han perdido su encanto, ruas y puentes, nuevos y viejos, contemplando como siempre y como nunca el castillo de San Jorge, el monasterio de los Jerónimos, la Torre de Belém, la casa de los Picos, las iglesias de la Concepción Vieja y de Santa Catalina, el Hospital de San Luis donde falleció el poeta, y el cementerio de Prazeres donde reposan los restos de su amigo muerto, para luego regresar al Hotel de Bragança en busca de una intimidad inexistente, porque como ya se sabe: "un hotel no es una casa, le van quedando olores de éste y de aquel un sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado, y luego vienen las camareras a hacer las camas, a barrer, queda también su propio halo de mujeres".
Antes de su cita con el verdadero Pessoa, el otro Pessoa, el heterónimo, el convocado Ricardo Reis, tuvo tiempo de asistir a fiestas y celebraciones que le daban la bienvenida a un nuevo año. En un ambiente de expectación y espera, de entusiasmo y nerviosismo, Reis contempló conmovido, en una plaza abarrotada de gente, como "la aguja de los minutos cubre la aguja de las horas, es medianoche, la alegría de una liberación, por un instante breve el tiempo dejó libre a los hombres, se besan hombres y mujeres al azar, esos son los mejores, los besos sin futuro". Cuando el año viejo quedó en el pasado y el nuevo, 1936, se estrenaba con champán, bullicio y pitidos estridentes, Ricardo Reis regresó de nuevo a la habitación de su hotel para acudir a la entrevista que la Navidad y el recién llegado año habían postergado.
Pessoa se le apareció de súbito, sentado en el sofá del cuarto, vestido de negro "como si estuviera de luto o fuera de oficio enterrador". Luego de los saludos, los abrazos y las emociones de rigor, un tanto intrigado por esa irrupción esperada pero incomprensible, el poeta vivo le preguntó al poeta muerto cómo había llegado, ¿había traspasado puertas?, ¿se desplazó por los aires?, ¿se filtró por las paredes?, para escuchar atónito la respuesta contundente de Pessoa "los muertos se sirven de los caminos de los vivos, y además no hay otros, vine por ahí fuera, desde Prazeres".
Muertos que también recorren y disfrutan las calles de Lisboa, de "esa ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes" que le ofrece al transeúnte, independientemente de si respira o no, motivos para la alegría y la tristeza, para la rutina y la sorpresa. Así lo entendieron Pessoa y Reis, Reis y Pessoa, que como ya sabemos son el mismo, cuando en sus correrías por Lisboa, entre una que otra conversación paúlica o interseccionista, recorren, reflexivos, la ciudad baja o ese barrio "castizo, alto, de nombre y situación, bajo de costumbres, alternan las ramas del laurel en las puertas con busconas en los portales, aunque por ser hora matinal se reconozca en la atmósfera una especie de lozanía inocente, un soplo virginal".
Encuentros de vivos y muertos en una ciudad "donde se pierde el Sur y el Norte, el Este el Oeste, donde el único camino abierto es hacia abajo". Y justamente, hacia allí, hacia abajo fue donde se dirigió Ricardo Reis, comprometiendo su vida en amoríos incomprensibles: uno, lujurioso, con una camarera del hotel, otro, platónico, con una doncella lisiada; mientras Pessoa insistentemente le recrimina esos aires de Don Juan que no le sientan y no le van a un médico confundido que no sabe si permanecer en Lisboa para que, en el consultorio, sus pacientes sean "el enfermo médico de un médico enfermo".
La mudanza de Reis del Hotel Bragança a la Rua Santa Catarina sirvió para que los poetas sostuvieran, en medio del frío, la lluvia y la niebla, una conversación acerca del sentido último de la soledad, de esa, sin límites, que se experimenta estando donde no se está, "la que anda con nosotros, la soportable, la que nos hace compañía. Hasta a ésa a veces no logramos soportarla, suplicamos una presencia, una voz, otras veces esa misma voz y esa misma presencia sólo sirven para hacerla intolerable". Soledad constitutiva de la vida de las ciudades a la que Lisboa no escapa, no puede sustraerse, porque en ella también habita el desencanto, la frustración, la comprensión de que la ciudad en la que se vive no es la ideal para la realización personal, aunque indefectiblemente se tenga "que vivir en algún lugar, comprender que no existe lugar que no sea lugar, que la vida no puede ser no vida", y que, como esperanza alienadora, al igual que ocurre con Lisboa, "también en el interior del cuerpo la tiniebla es profunda y, pese a todo, la sangre llega al corazón".
Pero si la soledad es triste e inevitable, mucho más lo es el olvido. Con esa sabiduría despojada de intereses y prejuicios, que se adquiere cuando ya la experiencia y la madurez no importan porque la muerte se adueñó de todo, libertando e igualando a los hombres para hacer efectiva la verdadera democracia en el más allá, Pessoa le comenta a Reis que sabe a ciencia cierta cuanto es el tiempo requerido para que los muertos pasen al olvido: "son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres, creo que aún no nos pueden ver, pero todos los días piensan en nosotros, después de morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van olvidando un poco más, salvo casos excepcionales, nueve meses bastan para el olvido total".
Lisboa generosa, permisiva, complaciente, propiciadora de los encuentros de Pessoa con Reis, de Reis con Pessoa, para que uno y otro dejen de ser uno y otro, en el momento mismo en que el poeta vivo tomó la decisión de acompañar al poeta muerto desde hace nueve meses, a ese lugar desde el cual un solo y único poeta, Pessoa, podrá evocar a plenitud la ciudad del gran río, de la magnificente dársena, del imposible sosiego, esa donde se "acaba el mar y empieza la tierra".
Londres y Sándor Márai
Se aburrían con tanto empeño, conciencia, preparación
y dedicación como si el aburrimiento fuese la ocupación
nacional más importante (…) Se aburrían como unas fieras
nobles en sus jaulas. A veces me daban miedo.
Resulta un tanto paradójico que un literato húngaro, cuyo nombre original es Sándor Grosschmid, sea uno de los escritores que mejor precise la personalidad de una ciudad fastuosa, imponente, imperial, como Londres (la Londinium de los romanos) y revele, a la vez, la huidiza, la esquiva, la evasiva, la solapada personalidad de los manifiestos súbditos de una indiscutida Majestad, La Reina, en permanente y demandada salvación divina.
Ese húngaro universal, mejor conocido como Sándor Márai, en su ya celebérrimo libro Confesiones de un burgués, realiza una profunda endoscopia de diversos temas íntimos que lo conducen a otros indiscutiblemente urbanos donde se explaya una aguda y penetrante apreciación de ciertas ciudades y sus gentes, y en especial, de Londres y sus habitantes.
De entrada, el escritor nos refiere una de sus frecuentes y antigregarias andanzas por la capital brumosa, húmeda y umbría, y recuerda su insulsa cena en algún desolado restaurante italiano o español del Soho, en el que se sentía un desterrado, y evocativo, rememora, "mis paseos nocturnos de cuatro o cinco horas por la ciudad, desde Picadilly hasta donde me alojaba, en un barrio en Kensington Sur; esos paseos solitarios por las calles oscuras, dormidas, extrañas de Londres eran una cura balsámica para mí", puesto que "en ningún otro lugar del mundo se respeta tanto la extraterritorialidad de la vida privada como en Inglaterra, y tampoco en ningún lugar se la pisotea con tanta crueldad si llega el caso".
Es que Londres ha sido siempre así: indolente y vengativa, aséptica y destripadora, sangrienta y lejana – tal como su famosa e indiferente Torre, que en sus civiles celdas, "frías y desconsoladas", acogió, entre tantos otros sentenciados y decapitados, al Santo Moro de la Utopía, por no querer apadrinar complicidades extramaritales en lechos del soberano – cauta y charlatana, católica y anglicana, silente y chismosa, indiferente y fisgona; así es de contradictoria la ciudad y, en especial, sus pobladores, esos inmutables y entrometidos habitantes que iluminan, a medias y deliberadamente, la intimidad de sus estancias victorianas a fin de que el reflejo de quinqués y lámparas no devele la oportuna presencia de un fiel súbdito de Su Majestad invariablemente asomado, en insustituible vigilancia comunal, a la ventana de una de esas casas angostas y de ladrillos semejantes – "¡Ay, de esas calles desérticas, repletas de casas iguales!"- protagonistas todos, vecinos, moradas y espiados, de aterradoras ficciones de secretas criptas, de espeluznantes narraciones de ultratumba, y, más recientemente, de increíbles ataques terroristas realizados por ortodoxos militantes religiosos contra sus propios conurbanos quienes, confiados e incautos, comparten con ellos, la plácida vecindad de parques, la insustituible neblina y las jarras de negra cerveza que hacen posible los interminables domingos que se parecen a cualquier otro día del monótono calendario británico.
"Londres nunca tiene prisa" (…) "Londres es siempre silencioso, incluso en hora punta", confirma el siempre agitado y ruidoso Márai, de allí la imperiosa necesidad que experimentan sus ciudadanos por disfrutar, en inusitado frenesí, la incierta barahúnda, el libertinaje, de los exaltadas capitales del continente: "cuando conseguían dinero, cuando les sobraba una sola libra, cuando disponían de una sola hora libre, corrían hacia el continente o hacia el vasto mundo porque no aguantaban la vida en casa", o también el irrefrenable requerimiento de escuchar – a lo lejos, en correctas habitaciones de cáusticos hoteles de veraneo – el batir furioso de las olas blancas e inclementes contra unos riscos huraños, afilados y feroces.
En fin, Márai resalta el incomprensible hábito del londinense de pasear su constitutivo aburrimiento por otras latitudes – foráneas o locales – para ejecutar, previsibles, impasibles y axiomáticos, lo cotidianamente repetido y consabido: "Se pasaban el día en el vestíbulo, jugando al solitario o sentados allí en silencio, iban a jugar al golf, hablaban de lo ocurrido en sus partidas (…) Estaban meses así (…) sin hacer nada, sumidos en una actitud de constante espera, con un libro en la mano y una mirada fría e inocente en los ojos, una mirada inabordable que no preguntaba nada ni respondía a nada, una mirada de las que suelen molestar (…) y pensaba que había algo más de la vida, de los negocios y del amor, algo más preciso y más seguro que aquellos ciudadanos amaestrados. Atemorizados por sus propias dudas…"
Londres huele a moho implacable, a humedad guardada, a niebla embotellada. Durante el gris año londinense aparece, una que otra vez en el británico horizonte, un sol invisible, lánguido y timorato, que a pesar de los entusiastas comentarios de sus habitantes, difícilmente se divisa por encima de la torre disciplinaria, de basílicas y abadías, del parlamento bicameral o del palacio regio, y, menos, más allá de puentes levadizos a medio entrever que, húmedos y taciturnos, conectan las fangosas orillas de un río que circula, fantasmal y sin agites, para darle nombre a localidades diversas (on Themes) que, en medio de la bruma, se hacen manifiestas y pronunciables, en la medida en que el Támesis las baña y las precisa para que sean discretas paradas de bostezosos trenes, pontones y autobuses que transportan, puntuales y exactos, al decir de Marái: "auténticos caballeros: viajeros – caballeros – maquinistas y pinches de cocina – caballeros. Eran caballeros de una forma incomprensible, eran diferentes, sus nervios interpretaban de otra manera cada palabra pronunciada, necesitaban más tiempo para dilucidar cada concepto, para analizarlo y, en efecto, respondían cuando el que había preguntado ya tenía olvidado el problema." En efecto, de acuerdo con el escritor: "en Londres el mozo de la tienda de ultramar es capaz de andar y llevar el paquete con el pedido con la misma dignidad con que camina un señor mayor, rico y pudiente cuando va de paseo".
Uno sabe cuando se arriba a Londres, la ciudad se hace instantáneamente presente en platos, ceniceros y copas; los sabores conocidos y los acostumbrados olores de casa, los insustituibles de la patria chica, van cambiando de intensidad, aroma y textura. Nuestro húngaro cosmopolita así lo huele, prueba y cata, para describirlo impecablemente en uno se sus regulares viajes desde Dieppe a Londres, cuando al dejar atrás la costa normanda y acercarse a la inglesa, a bordo, percibe , comenta y diferencia: "los viajeros empezaban a comer como en casa, a alimentarse con el gusto del cordero en salsa de menta; el olor a grasa animal envolvía al restaurante, el pan era insípido y seco, y el vino, malo y caro; ya estábamos en Inglaterra: Los viajeros miraban de otra forma, hablaban más bajo, los camareros atendían de otra manera (…) los clientes pedían el menú de una forma diferente, menos confidencial y franca pero más humana. El aire se llenaba del olor dulzón del tabaco inglés, el aroma del té se volvía embriagador."
Londres y libertad parecen ser, en apariencia, sinónimos: la cuna del liberalismo, del culto al libre albedrío, a la iniciativa individual es descifrada por un escritor que ya presentía, en sus intuitivos adentros, las negaciones, limitaciones e imposiciones que suponen los autoritarismos impuestos o consentidos, las autocracias de uno u otro signo, de izquierdas o de derechas, concebidas para conculcar lo más preciado del hombre mismo: su inalienable libertad.
Paradójico de nuevo, Marái reflexiona sobre la vida en la ciudad prototipo de independencias personales, el territorio privilegiado de una civilización paradigmática, correcta, ideal, que parece contradictoriamente ser víctima de su propia perfección, de una libertad que tarde o temprano, hélas, se asimila con el aislamiento y la soledad, por eso, sus libertarios habitantes: "…corrían al continente en busca de sol, de la sonrisa, de la libertad de vida individual, no del todo pulcra, que no se atrevían a aprovechar estando en casa, en esa isla tan disciplinada y tan limpia, tan condicionada por las opiniones de la gente y por el terror anímico…, porque la falta de libertad hace a veces la vida insoportable incluso a los ingleses (…) porque eran el pueblo más libre de todos; habían comprado su libertad con dinero contante y sonante, en cada ocasión, a sus reyes lujuriosos, sedientos de sangre, mujeriegos y asesinos; la City había pagado los bills y las chartas, había comprado la libertad para sus ciudadanos y ellos, en plena posesión de sus derechos, habían creado el modelo de la sociedad civilizada; sólo que no se sentían bien de forma continua y automática en esa civilización modélica, tan patentada…."
Puede entonces uno comprender la esencia dual de una ciudad, la paradoja de sus gentes que van y vienen, sin nunca querer de verdad irse, partir del todo, emigrar para siempre, porque como bien lo aprecia Sándor Márai, los correctos londinenses, luego de lúdicas andanzas y opíparas comilonas continentales: "Regresaban de sus excursiones callados, llenos de remordimientos y con un brillo taimado en los ojos, y bajaban la vista al suelo al pisar la tierra de la isla, a su casa, a su home y seguían viviendo y creando allí, en su civilización estéril, de alto rango por la que todos ellos habrían muerto a gusto, pero no soportaban el aburrimiento de tanta disciplina".
Madrid y Enrique Gracia Trinidad
Mientras la tarde busca en la basura
su cena antes de irse,
mientras la noche coge su abrigo del perchero
para salir de ronda a enamorar plazas y lluvia,
mientras media ciudad se queda idiota
frente al televisor, y la otra media
frente al aceite en la sartén,
frente al tedio infeliz de la tertulia
frente al cristal del miedo que es siempre tan oscuro…
En la desparpajada poesía de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, la urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e identificador símbolo de la capital española que conserva al oso, incluye al madroño y excluye a los gatos. Dejemos que el propio poeta nos explique, en su libro Sin Noticias de Gato de Ursaria, el porqué de la asimilación de la ciudad con el oso y la razón de la inclusión de los gatos para caracterizar a los naturales de Madrid.
En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a esa bizarra y en desuso denominación de Ursaria para distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor nos recuerda que: "Es uno de los nombres legendarios de Madrid que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y nombres fabulosos".
Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el madrileño explica: "Es el apelativo que puede ponerse a los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían las murallas de la conquista de Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas que introducían en los intersticios de las piedras".
Y estos esclarecimientos un tanto históricos e idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un misántropo heterónimo que el escritor confiesa llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de la convivencia, el fastidio de compartir, "el deseo de que nos dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y componendas sociales ¿o no?".
El poeta madrileño, en fin, Gato de Ursaria, temprano y tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo también en inequívocamente intimista. La poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien aquello que el escritor lleva en el más oculto rincón de sus emociones, el poeta es la ciudad, la metrópoli es el poeta: "Acaricia la tarde sus ojos de astracán / y comienza a llover (…) Madrid, Saturno desquiciado, bebe más lluvia, sigue su banquete, / a punto está de ebriedad, del hipo, / de ser la risotada de taberna, / de jugar al traspiés, medir el suelo / y devolvernos a la tierra / como una digestión insoportable // Son ya las diez y es tiempo de marcharnos a casa".
Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se hacen uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y gato aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando emociones propias y ajenas que los identifican y diferencian a la vez: "Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para de contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se desploma, y es arrastrado / hasta el desagüe de los sueños. / Cada semáforo devora su merienda de cuellos, / su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de huesos, este sollozo de papel".
Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía, ganas, fatiga, el vértigo de la existencia, acompañan a Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas y mundanas aventuras madrileñas: "Ahora yo también / me pudro / escucho el huracán, / pregunto, ladro, gimo, fluyo como la leche". Aunque al decir de los cronistas de la época: "hace tiempo que no hay noticias suyas auténticas y fidedignas. Unos dicen que cambió de nombre y volvió a la farándula, otros que se ocultó en un monasterio; y hasta asegura alguno que le han visto en las calles de su vieja ciudad contando historias antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas monedas". Sin embargo, algunos de sus más celebrados lances, de sus descabelladas ocurrencias aún se conservan en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad.
Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a recorrer calles, tejados y cestos de basura con Gato de Ursaria para compartir con él censurables conductas y reprochables actitudes:
Gato, el indolente: "Hacer, hacer, hacer…Gato de Ursaria / decidió que era tiempo de no hacer (…) Gato de Ursaria, el indolente, / se refugió a la sombra de un tejo centenario / (sabido es que esa oscuridad callada / es dulce y venenosa como un beso / y otorga a algunos hombres la locura / de conocer el nombre de las cosas) // Sintió los mágicos efectos / de aquella sombra única / pero no quiso pronunciar palabra".
Gato, el abrumado: "Pasó las noches y sus días / turbio de pensamientos, / oscuro de memorias y olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en sus dibujos / de proyectos, esquemas, invenciones… (…) y sin haber escrito – y esto es lo más grave – / el poema perfecto".
Gato, el viajero: "Sus ojos están ciegos de horizonte / porque saben del rito y el conjuro, / del milagro que ocultan / estas cuatro paredes con olor a despensa".
Gato, el rutinario: "…llegó un nuevo día / y volvió a repetirse la ansiedad, / y volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a repetirse tarde y noche, / y volvió a repetirse…"
Gato, el huidizo: "Mientras todos a coro celebraban / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de Ursaria, lento y silencioso, / bebió un último trago de cerveza, / se puso de pie y salió sin ser notado, / jurándose a sí mismo no volver / a pisar un tugurio semejante".
Gato, el mal inquilino: "El mundo es una rancia tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos / y ya no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda / quien haga luminosa la palabra (…) Es necesario / ejercer la evasión como un derecho. // ¿Quién ha dicho que el mundo es una casa?".
Gato, el torpe teólogo: "Dios es inmenso, verde, amargo, triste, / como un ordenador desconectado, / como la soledad…/ y tan eterno".
Gato padre: "Luchad por lo imposible. / Lo que es fácil, será y no se merece / más que un pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el milagro, / devorad con los ojos el lejano horizonte / y que otros miren la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas mientras todos griten, / no forméis parte del tumulto, / callad, pensad, soñad; / y cuando cese el griterío / que se oiga vuestra voz si es necesaria".
Gato, el impertinente: "Cuando llegó ya estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos (…) Se esperaban las doce campanadas (…) Faltaban dos minutos para el cambio / de siglo y Gato ya no pudo más; / farfulló una disculpa y se marchó (…) Y por supuesto, Gato no brindó".
Gato epistolar: "Hice añicos la luna del espejo. / Ya no podía resistir más su respuesta miserable (…) Recogí los cristales diminutos, / teñidos de sangre de mis manos. / Te los hice llegar envueltos en papel de celofán. / No acusaste recibo, pero / jamás podrás decir que no te regalé la Luna".
Gato apesumbrado: "Pero la mayor parte de los días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de verano, / sería ser feliz mucho más fácil".
Gato, el temeroso de los espejos: "La soledad es el espejo de la muerte, / allí se mira y remira, se ve guapa afilando el instrumento (…) Ahora es la muerte la que está mirándose / del lado del que antes nos mirábamos, / y se asusta de vernos y nos dice / que crucemos la línea del reflejo, / que está sola y nos quiere a su lado".
Gato, el desacostumbrado: "Los desacostumbrados no tenemos asiento (…) Y así vivimos y bebemos, / sin asiento ni alfombra ni lugar; / sin sonrisa, sin beso, sin un hombro. / Y así nos alejamos de la muerte y la vida / para tomar distancia, / para ver la batalla entre las dos / sin importarnos quién pueda vencer".
Gato triste: "Aquella tarde Gato andaba triste, / más triste que otras veces – aunque es cierto / que nadie puede mensurar tristezas – (…) Aquella tarde gato procuró / no encontrarse con nadie ni tener / que saludar amigos o parientes. / No pudo conseguirlo, todo el mundo / parecía dispuesto a hablar con él (…) Echó a correr como jamás / supuso que podría y se perdió / con las primeras luces de la noche. / Tardaron años en volver a verle".
Gato, el desalentado: "Quiero dejar constancia de estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia, perdidas entre frascos y papeles, polvo y colores que ya no pueden más, fracasos y silencios buscando una salida razonable (…) Si mi existencia se hizo turbia, imprecisa, somnolienta; si rebosó la mesa de papeles, matraces y morteros: todo sin concluir, todo sin dar sentido, sin hallar respuesta, de qué vale insistir en que se sepa".
Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun cuando disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto impuesto, del ostracismo voluntario: "a la sombra de un tejo se disuelven / la vida, la existencia, las palabras", experimenta, muy a su pesar, la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a calles y semáforos para sumarse a la anónima vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si están siendo: "Así también es Gato algunas veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza descabalada y miserable / fuera del engranaje de la cordura. // Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y ser parte de la común locura y la mentira / común que todos dicen necesaria".
Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de Cercanías para tomar presurosa el autobús o el vagón del metro que la conducirá a los mismos destinos de toda una vida: "Todos muy serios, todos muy formales, / de dos en dos, de cien en cien, / de mil en mil, o más, en tropel o fila, / van como tiesas fotocopias, / como hilera de chopos, / como recua de burros obedientes (…) y ni se mueven".
Se suma el escritor a los apresurados citadinos que engullen su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en cafeterías repletas y humosas, pide la caña de rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que grita su contento por la victoria de su madrileño equipo en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y las sentencias de rigor, porque estos previsibles conciudadanos: "Cumplen, pagan, se apuntan, rezan, votan… / mientras estén seguros / de que el domingo tocará paella".
Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos, en oscuros aforismos, – "en los espejos de la noche se amontona olvidos" – su condición de sobreviviente en una ciudad donde "nos asfixia el plástico, la huida que buscamos, las palabras / de todos los políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber / aún amado suficiente // Aquí no existe ahora más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en / todas partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por / sonrisas fingidas".
No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana pertenencia, su madrileña estirpe, el vértigo cotidiano. Así, en desmañados versos urbanos que indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un desafío, un homenaje y una afrenta; descomedido el poeta afirma: "lo más probable es que Madrid mañana, / tenga dolor de muelas", y asimismo, más cariñoso, mucho más amable, registra: "la ciudad se perfuma, sonriente y despacio / como una buena amante".
Madrid dual, farsante, hipócrita, es loada y confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse con la vida que "también reza sus muslos / de ciega bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa" como con la muerte "enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles / que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda ciudad; / sus órganos más nobles, / el corazón quizás, aunque no suene, / las costillas al menos, / alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de cristal, / centro de gala, / jardineras, semáforos, aceras".
Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se aparejan, se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices: "Así van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de vecinas: / se piden por la tarde media taza de azúcar, / van al cine (…) Y esta ciudad, pregunta tras pregunta; / descompone los patios, / huele a ropa mojada y hace exacta la vida, / debo decir difícil; / la disfraza de muerte, la perfuma, le pone un lazo rojo, / nos la entrega con rostro de puta enamorada / y huye".
Y para que no quede ningún asomo de duda acerca del juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera, cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja, dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica, doncella y cortesana, el escritor sin disimulos le dedica este indiscreto poema: "Ciudad, mujer sin nombre de mujer, / lugar de óxido triste, / anciana misteriosa / exiliada de un cuerpo, / revestida de luz que no comprende. / Ciudad de gritos y mañanas rápidas, / de tardes lentas y de noches largas, / Ciudad del corazón y de las uñas, / del aire fino y la amargura densa. // De ti misma hasta ti, que espere el cielo / hasta ser como tú, mujer hermosa / vestida con harapos cortesanos, / amante loca y descarnada bruja, / de todos madre y a tus hijos ciega".
Nueva York y Arturo Uslar Pietri
Todas las formas de su vida
están condicionadas por esta
sensación pánica de la presencia
imperiosa del tiempo.
Nueva York es un desafío al turista, es más que Manhattan pero nada es sin ella, sin esa isla, su río y su bahía que fue contemplada por vez primera por ojos occidentales en 1528, cuando Giovanni Verrazano la divisó desde una nave española para darle nombres que sólo la historia registra y preserva del olvido: Angolema la isla, Vandoma el río y Santa Margarita la bahía. Años mas tarde, o mejor dicho, siglos después, en 1950, un escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, se instaló en Nueva York, retratándola con palabras en un texto fundamental que con el nombre de Ciudad de Nadie compila en su libro El Globo de Colores, en cuyas páginas está recogido "el testimonio reiterado de una inagotable curiosidad por la tierra y la gente", las impresiones de un conjunto de ciudades que producen "una prodigiosa variedad de contrastes y reajustes. Todo lo que nos parecía tan familiar se hace de pronto teatro y novedad".
Nueva York no podía escapar a esta curiosidad, a esta atracción del escritor por una ciudad desconocida que le tocó desandar durante un largo exilio de su país, en momentos en que la Segunda Guerra Mundial acababa de terminar, no sin dejar una secuela de angustias e interrogantes acerca del destino del hombre por parte de una humanidad pendiente de un eventual cataclismo atómico. Para esa época, "la isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes que regresaban de la guerra no parecían caber en ella… más que nunca las tiendas parecían tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez más un buque lleno de turistas".
Ciudad relativamente nueva, de breve data, creadora acelerada de unas tradiciones y una idiosincrasia que una corta historia no le permitió acendrar, patinar con el lento paso de años, leyendas y generaciones. Ciudad de escasos tres siglos, cuya historia comienza cuando, en un día de invierno de 1613, el barco "Tigre" se incendió, "se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas", obligando a su propietario, Adrián Block, a construir una choza para pasar el invierno con los suyos, y darle así inicio a la ciudad de nadie: Nueva York, esa que fue creciendo progresivamente, para que diez años más tarde, el entonces gobernador, Peter Minuit, comprase la isla entera a los indios Manados o Manhattan, a cambio de "cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de tela, algún cuchillo".
Nueva Bélgica fue denominada primero, cuando ya contaba con un gobernador holandés y con un sello que ostentaba en su centro una piel de castor extendida. Nueva Ámsterdam se llamó luego a ese villorrio de más de doscientas almas protegido de los ataques de los indios con un fuerte de piedra en forma de tortuga y por una larga valla, a lo largo de la cual se extendió la calle de la valla, la actual Wall Sreet. La ciudad comenzó a llamarse Nueva York, cuando el último de los gobernadores holandeses, Peter Stuyvesant, el de la pata de palo, no pudo detener el ataque y la invasión inglesa. Nueva York en homenaje al hermano del Rey de Inglaterra, ciudad inglesa de nuevo cuño, Nova Elbora, que muy prontamente sustituyó la piel del castor que identificaba su escudo para dejarle espacio a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.
Ciudad de trepidaciones múltiples que provienen de diferentes fuentes según el caso y la época: de los trenes elevados y subterráneos, del tableteo de las ametralladores Thompson de los gángsters, del llanto inconsolable de millares de mujeres que sufren la muerte del galán de los galanes, Rodolfo Valentino, de los gritos y consignas en contra de tantas guerras injustas e inmerecidas, del taconeo apresurado de la muchedumbre que recorre calles y avenidas que aún conservan algunos de los nombres de sus predecesoras, Nueva Bélgica y Nueva Ámsterdam, de las calderas de los innumerables buques que surcan el río, de las máquinas de escribir, de la computadoras, que van poblando, al ritmo del taladro y de la soldadura, unos rascacielos cuya "estructura de acero se disfraza de motivos góticos".
Nueva York habitada también por la trepidación que se filtra de teatros y dancings, de los que surgen las canciones, los bailes, las piezas teatrales, los musicales, que marcarán historia, y a los cuales, en religiosa procesión, asisten turistas provenientes de todo el mundo que agotan prontamente la boletería, haciendo obligatorias unas reservaciones para dentro de tres meses e incluso más, para convertir a Broadway en un río de hombres y mujeres que se "asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores … Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay calor y color de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia arriba".
Ciudad en la que trepida igualmente el corazón de millones de inmigrantes, italianos, alemanes, polacos, portorriqueños, irlandeses, cubanos que "se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país". Inmigrantes procedentes de las más impensadas latitudes del planeta, Gambia, Etiopía, Ucrania, Ghana, para conducir de un lado a otro, a bordo de unos taxis amarillos y desbocados, a unos seres humanos permanentemente tensos, apurados y ocupados, que sólo parecen alimentarse de sándwiches desabridos comprados al paso y engullidos con premura. Ciudad de la pequeña Italia, del Barrio Chino, del Bronx, de Brooklyn, de las calles portorriqueñas o judías, y en especial, de Harlem tan diferente en el que "el clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio, o en témpanos de hielo labrado".
También la soledad trepida en Nueva York, para Uslar Pietri esta soledad del neoyorquino es quizás la expresión más fehaciente de una sociedad que ya fue capaz de crear, tiempo ha y sin éticas prohibiciones, clones humanos, porque "los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona". Para el escritor "en donde está el hombre está la soledad como su sombra (…) y hasta podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece". Sin embargo, "los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria…La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o son desgraciados".
Urbe monumental de obligados escenarios y edificaciones que deben ser visitados para confirmar que efectivamente se ha estado en la Gran Manzana: la Quinta Avenida " donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres", la Estatua de la Libertad, emblema regalado a la ciudad, el Waldorf Astoria que se alza como "un palacio encantado", los innumerables rascacielos, cada uno más alto, donde se pueden contar los segundos que tarda el cuerpo del suicida en llegar a la calle, la Plaza de Washington, "con su arco viejo, sus árboles y sus casas georgianas tan fragantes a hogar y a vida interior", los innumerables museos contemporáneos en los que se muestra un arte feo e incomprensible para el visitante común, el Zoológico donde "los que están allí dan vueltas y vueltas sin poderse escapar", Wall Street "país sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas donde nace la corriente de Broadway", el Rockefeller Center con sus "torres cuadrangulares", el Central Park, verdadero remanso en medio de tanta trepidación, el Greenwich Village que es como "un istmo entre las sombras".
En fin, esa es Nueva York con todos sus atractivos y tentaciones, gentes, costumbres, y edificaciones que la convierten en "una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre".
Oxford y Javier Marías
Todos los que viven allí están
perturbados o son perturbadores
pues no están en el mundo.
Después de la fundación de su universidad, Oxford se ancló en el tiempo, decidió permanecer en la Edad Media, permitiendo que unos colleges adustos y severos concretaran su fisonomía, y el lento evolucionar de la vida académica su idiosincrasia. Oxford no existe sin sus colleges, nada es sin ellos; así lo confirma Javier Marías, cuando escoge el nombre de uno de tantos, Todas las almas, para titular una de sus más aceptadas novelas. Todas las almas puede ser todos los colleges: Trinity, Exeter, St. Antony"s, Balliol, Merton, Christ Church, Brasenose, Pembroke, Keble, Oriel, con sus personajes revestidos de extraños nombres: el warden (el rector), el bursar (el tesorero); los dons o fellows (los profesores) de diferente clasificación y nomenclatura: eméritos, honorarios, investigadores, asistentes y los infaltables visitantes. No se le escapa al escritor la importancia del portero, ese ser perpetuo como la ciudad, ese Will existente en cada college que un día se encuentra en el presente y otro veinte o treinta años atrás, desandando con su memoria extraviada los tantos profesores conocidos "algunos ya muertos y otros jubilados, otros simplemente trasladados o desaparecidos sin dejar más recuerdo que el de sus nombres".
Todas las almas es el alma de Oxford, de esa "ciudad estática y conservada en almíbar" que, como la obra del novelista español, es protagonizada por un conjunto de profesores que viven en un mundo de intrigas, de celos disimulados, de envidias contenidas, intentando descubrir los secretos del otro: sus inclinaciones sexuales, la afición por la bebida, las visitas recibidas o cualquier detalle inusual que altere la vida rutinaria de unos académicos para los que el ayer, el hoy y el mañana son irreductiblemente iguales.
En el college, todos desarrollan una capacidad de observación sin parangón, se fisgonea a los vecinos, a los transeúntes; en fin se construye, día a día, una habilidad para acumular información acerca de los demás: "De ahí viene la tradición -cierta – y la leyenda –cierta- de la gran calidad, eficacia y virtuosismo de los dons o profesores de Oxford en las tareas más sucias del espionaje y de su perpetua y disputada utilización por parte de los gobiernos británico y soviético como prestigiosos agentes sencillos, dobles o triples". En Oxford si bien es cierto que todos vigilan, nadie mira. Está proscrito mirarse frente a frente, escudriñar el rostro del vecino, sostener su mirada, ejercer esa comunicación silente en la que los ojos hablan más que las palabras; de lo que se trata es de mirar "tan velada e intencionadamente que siempre cabe la duda de que alguien esté en verdad mirando lo que parece mirar".
Además de vigilar, los profesores de Oxford tienen la virtud de escuchar a tal punto que han acuñado un verbo que "en español sólo se puede traducir explicándolo, y to eavesdrop (ésta es la explicación) escuchar indiscretamente, secretamente, furtivamente, con una escucha deliberada y no casual ni indeseada". Oficio de dons y fellows que, más allá de poses circunspectas, reflexivas, de aparente recogimiento interior, están pendientes de escuchar lo que acontece en la mesa contigua, de captar un pedazo de conversación que pueda traducirse en información valiosa, a la hora de poner de lado al contrincante que compite por el deseado cargo académico o por el viaje de estudios largamente acariciado.
Oxford es un ritual de togas y high tables, de disfraces académicos y encuentros gastronómicos semanales para compartir una opípara comida aderezada por el aburrimiento colectivo y por el total desinterés acerca de lo que comenta el compañero de mesa. High tables en las que se bebe con orgullo el sherry, el oporto y el vino que cobijan los cellars del college, verdadero motivo de competencia entre una y otra institución, que sólo es superado por la afición a unas regatas que parecen no acabarse nunca porque el río Isis, como se denomina al Támesis en estas latitudes, se encuentra permanentemente poblado de bogadores frenéticos e infatigables. High tables celebradas en refectorios que ilustran la más rancia medievalidad, en las que uno cree haber terminado y debe, sin embargo al momento de beber el infaltable oporto, volver a empezar, cambiar de sitio en la mesa, a fin de entablar nuevamente conversación con el renovado vecino acerca de lo que investiga en esta ciudad donde todo el mundo investiga, con una pasión enfermiza, temas de diferente importancia y envergadura: "un particular impuesto que entre 1760 y 1767 había existido en Inglaterra sobre la sidra", por ejemplo.
Oxford, con sus ciento y tantos miles de habitantes, puede ser caminada interminablemente, explorando todos sus rincones, partiendo de Carfax (en latín, quadrifurca, es decir: (cuadrifurcada), de donde surgen las principales avenidas en las cuatro direcciones latitudinales y también se llega a "sus confines de nombres esdrújulos: Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore, Abingdon, Cuddesdon, ya más lejos". En sus calles es posible encontrar lo impensable, tiendas y más tiendas (Oxfam, Save the children) en las que se ofrece ropa usada y vuelta a usar que los oxonienses adquieren con deleite, satisfaciendo con creces una austeridad que en otras latitudes se llamaría pichirrez.
En primavera, si es que pueden llamarse así esos días de un sol tímido y poco generoso como los habitantes de la ciudad, Oxford se llena de mendigos provenientes de todas las latitudes británicas: ingleses, galeses, escoceses e irlandeses vienen gozosos a esta ciudad adinerada porque "hay un par de casas de beneficencia o asilos en los que se les procura una comida diaria y a veces cama a los menos noctámbulos, y, principalmente, porque la mayoría de sus habitantes tienen corazones jóvenes y bisoños".
Si los días laborales son aburridos en Oxford, debido a que las obligaciones del narrador de la historia de Todas las almas "eran prácticamente nulas e inexistentes… en una de las ciudades donde menos se trabaja, y en ella resulta mucho más decisivo el hecho de estar que el de hacer o incluso actuar", los domingos son peores, "no son simples y mortecinos domingos como en todas partes…sino domingos desterrados del infinito". En esos domingos interminables hay que armarse de paciencia, ir a caminar a las orillas del río, al meadow, para contemplar cisnes y patos que constituyen la adoración de los oxonienses, o bien, armarse, esta vez de valor, para visitar unas míseras subastas locales organizadas con algún fin humanitario en el "parque de bomberos, el vestíbulo de un hotel sin clientes o el claustro de una iglesia".
Hilary, Michaelmas, Trinity, son los términos escogidos para denominar los períodos durante los cuales transcurre la vida universitaria, se suceden las lectures, los papers, y los estudiantes medran en salones y bibliotecas, esperando impacientes el viernes en la noche para asistir al pub y beberse toda la cerveza que puedan acomodar en sus cuerpos, y ofrecer luego unos espectáculos que las más de las veces culminan en un vómito vulgar y corriente de escaso valor académico. Muchos Hilarys, Trinitys, Michaelmas, son necesarios para que los estudiantes se conviertan en doctores, luego de la defensa de una tesis preparada durante largos y largos años, que sorprendentemente convirtió un detalle, una aparente nimiedad -como el de la sidra- en volúmenes ahítos de información, adornados con citas enjundiosas, cifras y latinajos de rigor.
Ahí permanece Oxford, estática, perpetua, en almíbar, con su lentitud existencial, convirtiendo el pasado en perspectiva, ejerciendo una fascinación alienante, una atracción enfermiza que hace que a los que intenten prescindir de ella, ponerla entre paréntesis, alejarse aunque sea por un rato, "les falte el aire, los oídos les zumben, pierdan el sentido del equilibrio, den traspiés y tengan que volver apresuradamente a la ciudad que los posibilita y guarda allí ni siquiera están en el tiempo".
Paris y Julio Cortázar
Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas
para un mismo desconcierto.
Julio Cortázar
Cada quien puede construir su propia vivencia, su personal metáfora de esta ciudad plural, siempre inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el fasto de los grandes bulevares, la trepidación del colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas desembocan en monumentos llenos de historia y tradición para crear carrefours que propician el cruce de gente, culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo nocturno, luces, plumas, candilejas, música y champán, alimentando un inmanente trasfondo voyeurista que estimulan bellas y bien formadas marjorettes que cubren precariamente sus depilados Montes de Venus con una prenda mínima e innecesaria.
Para algunos, París puede ser también estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia para aquellos amigos gurmandos que también perciben el mundo a través de las papilas gustativas.
Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para esos que no están esperando "otra cosa que salvarse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia", París es una afrenta, la posibilidad última de ser lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad sólo sabe de éxitos o fracasos.
Para esa compleja fauna de artistas de segunda en busca del protagonismo, de exiliados políticos, falsos estudiantes, mitómanos y expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el número de maletines de mano o por el exceso de peso del equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar, un súbito deseo de besarse en una plaza anónima donde aún reposan las rayuelas, "los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo".
París oculto, construido de falencias y precariedades, erigido sobre la escasez de dinero y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un bidé sirve de biblioteca, y las medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta ciudad donde, en palabras de la Maga: "somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo".
Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich, Saint-Germain-des-Prés, con su miríada de callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la Buci con sus puestos de venta de alimentos en plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un filete de salmón, una porción de terrine o una secuencia de entrecôtes rojas y frescas se convierten en verdadera obra de arte, en decoración disruptiva que altera procesos fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas, conectoras, como la Rue de Seine que comunica el boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire libre con el de agua, el Quai de Conti, ese borde plácido, donde el Sena aporta su contribución para que París asuma ahora la forma de luz "ceniza y oliva", reflejada en el río, de lento serpenteo de péniche, de besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra descifrable.
Imposiciones culturales transforman también la vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de eventos que se deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente porque "il le faut" : Potemkim, Mercedes Sosa, el Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor, la huelga de trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se trata simplemente de algo verdadero, auténtico, desinteresado.
Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran prescritos y proscritos debido a que se llanto molesta a los vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé Rocamadour, "dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete", y, en consecuencia, a las nociones, a las realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones pretéritos, adornadas con coberturas rancias y deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que "ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer… una caída interminable en la inmortalidad".
Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin cumplir metas y objetivos personales, contándose sus penas, porque "es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres". Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes, en donde "sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito", razón por la cual Oliveira percibe que "yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo", porque los expatriados terminan por sentir "como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una".
París desconocido por turistas efímeros, cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís, panaches de cerveza y limonada, cafés de quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas, loterías de miércoles y viernes, besos franceses plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y de clochards que prefieren la policía al frío; habitado, en fin por una pléyade de tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con Cortázar que "es mejor pactar como los gatos y musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces … Así es como París nos destruye despacio, silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino…"
Praga y Jaroslav Seifert
Tenía ganas de hacer el amor con Praga;
sólo con los ojos, de la misma manera que cuando
miramos a una mujer, enamorados, desde el cabello
hasta los pies.
Praga bien podría ser denominada la hechicera, no hay turista, viajero, peregrino, que la haya visitado y no haya quedado prendado para siempre del misterio y la elegancia de esta ciudad evidente y vistosa, la de las cien cúpulas, así como de los de la otra, la recóndita que reside latente en el secreto escondido en pequeñas casas y pendientes callejuelas que conducen al legendario Castillo, en el repicar de las campanas de las incontables iglesias del barrio de Malá Strana, en el bullicio abovedado de vetustas cervecerías y atascadas tabernas, en el lento fluir, en sí mayor, del río Moldava que conserva intactos, sin embargo, sus bríos ocultos y vigentes sus recintos incógnitos para contribuir todos a incrementar los enigmas arcanos, los entresijos misteriosos de esa ciudad sin explicaciones. En efecto, parece que "el poder penetrar su telaraña inmaterial queda sólo para aquellos que consideran a esta ciudad y a este país como sus natales."
Jaroslav Seifert, el poeta checo, Premio Nóbel de Literatura, el pragués mayor de las letras de la comarca, en su libro de memorias Toda la belleza del mundo, se confiesa un fervoroso enamorado de Praga, la ciudad de Oro, de esa urbe cuyo nombre en la lengua materna del escritor: "suavemente modelado por los labios y el aliento – se pronuncia con una "h" muy ligeramente aspirada Praha, según los entendidos – tiene el género que pertenece a las madres, las mujeres y las amantes."
Esa ciudad de ensueño, la madre de todas las ciudades, que, indistintamente, ha sufrido sobre sus fortificadas murallas – "que están fijadas no solamente por sus fundamentos, sino también por nuestras mentes y nuestros corazones" – el fuego y el embate de fraticidas guerras ancestrales e irracionales conflictos contemporáneos, ha sido, una y otra vez, protegida de los inevitables destrozos físicos e ideológicos por su célebre Castillo, construido en la colina que da franca sobre el Moldava, vigilante sempiterno y defensor incondicional de la irremisa ciudad frente a peligros nuevos y amenazas viejas. Seifert confirma: "los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan en épocas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!"
Sobre la inolvidable capital gravita además del misterioso y característico Castillo, con su silueta indeleble, sus fantasmas rabiosos y sus espectros vengativos que pusieron en entredicho la valentía y las creencias del rey checo Carlos IV, la Catedral de frescas ágatas, San Vito, que le otorga a la antigua Ciudadela, a la Ciudad Vieja, un aura de majestad y ensueño que pocas ciudades del mundo disfrutan. Praga emerge de su hoyo geográfico para quedar suspendida en el recuerdo y la evocación sostenida por las interminable agujas de las torres de una basílica que acerca el mismo cielo a ese paraíso terrenal que es la propia e inimaginada ciudad de oro, en especial, cuando llegan aquellos momentos en los que "hay que guardar silencio. Dentro de unos segundos, cuento hasta cien, empezarán a reventar pegajosamente los húmedos capullos de las castañas. Voy a contar: uno, dos, tres, cuatro…noventa… ¡ahora!"
Praga es vida, celebración y fiesta, pero también es muerte y catafalco, cadáver y cementerio, deudo y velatorio, y más cuando de los judíos se trata. En el mismo centro de la capital, la muerte silente y solitaria compite inexplicablemente con la vida bulliciosa y comunitaria. Allí están, a la vista de todos, pragueses y turistas, en tumbas agrupadas y diversas que hablan de tribus, fechas y linajes, las lápidas de los innumerables descendientes hebreos que hicieron de la ciudad un lugar privilegiado del saber y del comercio. No es extraña a nadie esta paradoja existencial, la muerte cohabitando con la vida en pleno centro de la capital, sin embargo, al poeta Seifert, impresionado vivamente por esta irónica oferta turística de tour multitudinario, reclama: "este famoso monumento es como un reproche: ¿Cómo pudieron permitir, los encargados y los no encargados, que se cortasen partes del cementerio judío para obtener parcelas y construir allí unos estúpidos edificios de pisos, que todavía están allí para vergüenza de sus promotores? Las cinco sinagogas, el cementerio y los restos del ghetto constituirían hoy un área histórica, significativa también por la tradición de los sabios rabinos de Praga y coronadas por las leyendas judías, famosas mundialmente."
La capital checa es castillo, río, callejuelas, cervecerías, iglesias, marionetas, puentes, palacio arzobispal y cafeterías libertarias que son un abierto desafío, una afrenta, una provocación a diferencias y credos, tal como siglos atrás, en medio de una de las mayores y más profundas escisiones que haya conocido la catolicidad, liderizó Jan Hus, aquel bohemio indoblegable que estudió latín en la Universidad Carolina, para luego ordenarse sacerdote , convertirse en Rector Magnifico de la Universidad y reputado y combativo predicador luterano, prontamente excomulgado y finalmente achicharrado en el fuego de las justicieras hogueras de la verdadera y única fe. Hoy se le tributa laico homenaje al hereje en el monumento que la ciudad construyó para intentar reconciliarse con uno de sus más controversiales personajes. Jan Hus, desde la distancia que impone la muerte, quizás podría repetir lo expresado por Hrubín, el bardo colega de nuestro poeta Seifert, quien mientras su mirada resbalaba por la invernal y turbia superficie del río Moldava hasta el puente Carlos, suspiró melancólico: "Se ve que Praga no me quiere dejar."
Praga también puede ser un temprano y profundo desencanto, así la experimenta también el poeta que de niño fue llevado por su padre a contemplar el célebre carillón de la Ciudad Vieja, permanentemente admirado con vivaz excitación por nacionales y extranjeros, quienes ven aparecer, hora tras hora, en lo alto de la torre municipal: ricachones, signos zodiacales, el propio Mesías, aves, los apóstoles y hasta la misma muerte, siempre triunfal y sonriente.
En aquella infausta oportunidad, nos refiere el escritor, tuvieron la ocasión, padre e hijo, de entrar a la torre municipal, donde: "Heinz, el famoso relojero, encargado de revisar y reparar el carillón, nos explicó el funcionamiento del antiguo aparato". Grande y traumática fue la decepción experimentada por el poeta, quien rememora aquella experiencia, décadas después, viva y dolidamente: "Vamos por la vida de desengaño en desengaño (…) Uno de esos desengaños – y la desilusión aquella vez fue bien fuerte – lo viví todavía niño." Y ese temprano e infantil desencanto se produjo a raíz de la explicación del relojero al escritor: "Los signos del Zodíaco no me interesaban especialmente, pero en cambio conocí de cerca, para mi triste sorpresa, a los apóstoles que siempre miraba desde la calle, debajo de la torre, con devoción y sin cansarme, que se me antojaban medio vivos y que en realidad no eran sino armazones de unos cuerpos afianzados sobre una rueda de madera. Que iba girando lentamente. No era Jesucristo el que pasaba de una ventana a la otra, sino sólo su mitad. Tampoco Juan, el preferido del Señor, tenía piernas, mientras que San Pedro, con sus llaves de plata, era tan sólo un mísero torso."
Así Praga la hechicera, la ciudad de quimeras y espejismos, eterniza el pasmo, el asombro, la sorpresa de aquellos viandantes que, "sumidos en un silencio impasible, con una curiosidad serena y natural," contemplan maravillados un antiguo y aceitado carillón que, puntual, da la campanada exacta, haciendo que el rico haga sonar sus ducados, que la muerte mueva la cabeza y castañee, y que al final cante el gallo: "…y luego dicen que ahora en Praga ya no se producen brujerías medievales, llenas de misterios imperfectos y de una belleza única."
Salamanca y Alfredo Pérez Alencart
PIDO perdón por las ausencias.
Yo soy el que vuelve de lejos,
el hijo pródigo que encontró cobijo
en dorada ciudad de la Vieja Castilla.
Joven, en esa edad en que los sueños revuelven a los hombres que van siendo, Pérez Alencart toma una de las más fáciles y difíciles decisiones de su precoz mocedad, dejar atrás lo amado y lo vivido a fin de iniciar – lejos de su selva, de su puerto y de su río, de sus familiares y amigos – nuevas querencias e inéditas experiencias.
El poeta en ciernes, el doctor en proceso, el promotor cultural en gestación, se asombra ahora, esta vez, ante la ancestral magnificencia de una ciudad dorada que hace sucumbir de pasmo y admiración a quienes la perciben con la piel y la recorren con la emoción. No puede el bisoño Pérez Alencart ocultar su sorpresa volcada especialmente en su poemario La Voluntad Enhechizada, su asombro originario que transformará luego en motivo lírico, en versos citadinos que irán más allá del cielo salmantino y de los monumentos de la vieja ciudad castellana para convertirse en genuino y sentido homenaje a su historia, sus piedras y sus gentes.
Años después, libros después, versos después, en plena madurez vital y creadora, el escritor confiesa su holista embelesamiento, su integral hechizo ante tanta belleza alumbradora: "También se ama las piedras que están como vivas, / modelando inocente canción medieval, albergando / labios y cinturas al borde de noches que alientan bienvenidas / para la consumación de los sueños. / También se ama a las ruinas que no pueden escapar / de los golpes del mundo incansablemente áspero / pero con lágrimas posibles y belleza alumbradora / acosando con su lengua las ruinas que lo salpican. / También se aman modelos que entregan sus fulgores / en finos atavíos redentores de visión inagotable."
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