Totalmente enhechizado, carente de voluntad, atónito, estupefacto y boquiabierto ante la imponente majestad de Salamanca, el poeta confiesa: "Abro los ojos / y desamarro los límites / a dos mundos que comienzan / en el lugar exacto de la ausencia. / No sé si todo es adiós / o si las capas de luz y de sombra / fraccionan el horizonte ubicuo. / Pero esta vez me corresponde aprender. / (…) Abro los ojos para trazar el itinerario / que alimenta el corazón. / Aquí encontré un último rincón / donde me he demorado / tramitando el estatuto de las germinaciones…"
Aprendizaje no exento de dudas y vacilaciones, de momentos de flaqueza y tentativas de renuncia, es el que le corresponde realizar arduamente al poeta, quien no se amedrenta ante la magnitud del reto de construir otro mundo en un reino que no ha sido el suyo y que terminará por serlo. En poema dedicado a su hijo José Alfredo, a su orgulloso legado sanguíneo en tierra salmantina, el escritor rememora, argumenta y concluye: "Y es que todo fulgor necesita de un cielo inextinguible / y de una voz de fondo que le vaya dictando / los perfiles de la ciudad unida a su destino (…) Entonces, / como un aprendiz de perspicaz entendimiento, / abro los ojos para redactar los fundamentos / concernientes a la vida y a las moradas de luz / de un territorio íntimo de la vieja Castilla. / Después, cuando ya sólo sea huesos o ceniza, / puede que este legajo de palabras fieles / me siga religando con la visión de lo querido."
Ya en plena posesión de su nuevo entorno castellano, convertido, por efecto de la constancia y del entusiasmo, en un salmantino por convicción y no por adopción, el poeta se dedica a glorificar a la ciudad y sus alrededores, a demostrar su afecto a las nuevas querencias logradas en tierras ibéricas y, en especial, su gratitud a aquellos desprendidos samaritanos que le tendieron una mano solidaria. El poeta, agradecido y sin empachos, así lo declara: "Yo estaba allí, / en ese allí deslizado hacia el vacío / y el yo habitado por doloridos adioses / de mi patria. / Sin embargo, no faltaron apoyos felices / y un horizonte para siempre. / En Salamanca el pan y la palabra amistad / llegaron juntas, atentas al joven / sin vituallas."
Transmutado en pastor físico y espiritual de los innumerables y variados peregrinos que acuden a Salamanca para beber de su ancestral sabiduría y recibir el óbolo de su inextinguible brillo, Pérez Alencart realiza su santo oficio ambivalentemente, generoso y pichirre, munífico y avaro, espléndido y tacaño, dadivoso y amarrete: "Con los ojos del amor / y la voz purificada por el tiempo. / Así la entrega de los dones, / el alcance de la ciudad que / – como guía – / ofrezco a los visitantes. / Pero siempre oculto algún tesoro. / No quiero que manchen nuestra mesa / al servirse a manos llenas."
La ciudad, sus iglesias, sus torres, sus calles, su Plaza Mayor, su cielo, sus monumentos, conventos, calles, palacios y casonas ocupan la atención de nuestro escritor. Dejemos que Pérez Alencart nos conduzca de nuevo, esta vez, por la ciudad dorada que le brindó física y espiritual posada. Acompañado de sus versos nos introducirá el día de hoy en el brillo y en la oscuridad, en el fulgor y en las negruras, en la luz y en las sombras de esta ciudad sin tiempo que es ella, la que siempre ha sido, y la otra, aquella que se renueva cotidianamente cuando es recorrida con los ojos de la fogosidad y la exaltación, tal como lo hace nuestro poeta, para ofrendarle a Salamanca una fidelidad que sólo otorgaban las ancestrales tejedoras de Ítaca: "VOY a conducirles a lugares donde se pierde la luz del día, donde una antorcha alumbra el paso de quien busca penetrar en túneles de verdusca soledad. Bajo superficie adorable, la ciudad oculta pasadizos de evasión y terribles secretos de fe. Fuerzo los tabiques que separan estas regiones de penumbras y entro al tajo que comunica San Esteban con las Dueñas y el sótano de Clerecía. Algo me dice que voy pisando vestigios de amores enterrados por el olvido. También percibo huellas de voraz Inquisición. Pero no juzgo ahora, sometido al aletazo de la fábula y a la fuerza cierta del susto a dos manos. Cada historia tiene su marejada de fantasmas; cada sensación trajina por el pecho a temperatura diferente. En las entrañas de la ciudad hay un reguero de caminos, unos polvorientos y otros para ser visitados en barca. Vengan compañeros." Vayamos entonces.
Salamanca: "No serás sino aquel hombre que celebre su ciudad / a cada instante, en todo campanario o torre / profanadora de los vientos. / No habrá fatigas. Ningún demiurgo / dictará qué tejados y qué terrazas / formarán parte de tus recuerdos. No descubrirás otro cielo como éste, propicio para las apariciones / de cuencos de luz y de escarcha (…) No podrás irte de ella / pues su sombra estará dispuesta a amanecer / en las cornisas de cualquier ciudad extraña / hasta saturar tu memoria con el fuego de tu nombre."
Otra vez Salamanca: "Ciudad irrechazable, me vienes cual sucesión de desnudeces, / sólo altar, sólo / linaje de todas las edades. / A ti ato mi memoria, / Salamanca, / cálido refugio, lugar de residencia, vida por delante. / Y si el paso mortal prepara su lecho de ascuas, / pueden leerme a la intemperie, / sin flores, sin lágrimas, / silabeando el calor de algunos versos. / Dorándome aquí estaré."
La Plaza Mayor: "SERENA / pero atada al gozo de saberse única / y dadora de luces que generan servidumbre / de distintos y distantes (…) Los años no han pasado. O si lo hicieron, / fue para pulir aún más estas invaluables fachadas / estampadas en el corazón de todo salmantino, de cada visitante, de más de un ausente (…) Plaza Mayor, donde la gente charla, gira. Cruza, queda…Plaza Mayor, caudal de asombros, / voces rotas y silencios, / Plaza Mayor, selecto medallero para empezar a gravitar por el mundo."
Casa de las Conchas: "SE diría que uno respira mejor cerca de estas paredes que acogen la marea de trescientas conchas. También la mirada incita a recrearse con la estampa de un atractivo reino que contagia amores lucientes al batir la flor de lis en el zaguán de las apariciones (…) Aquí continuaremos, mientras la luz del día, con la ambición de descubrir algún desplazamiento furtivo."
El Puente Romano: "CEDEMOS el paso / a los tibios espíritus que rebrotan, / ajenos / a la absurda prisa de estos tiempos. / Reconocemos su abolengo, / pues apenas somos palabra / ante las piedras talladas durante el primer milenio."
La Clerecía: "LOS dones de lo existente bañaron por siglos su barroco esplendor. La Clerecía tiene dos alas tremendas, imponentes sobre el cielo de Salamanca, en silenciosa comunión para las bienaventuranzas. Ahí está la Pontificia, ensanchada con el Real Colegio, de frente al aire, Lejos todavía de la sombra de Dios (…) Uno se reconoce pecador pero los otros no son santos."
Torre del Clavero: "Un fragmento de fortaleza y la anunciación del fuego sobre las altas torres del torreón octogonal. (…) Quedan ojos llenos de preguntas ante los escudos de esa posesión. Huellas de adioses están tatuadas en los ojos que guarda el manantial de paz de la Plaza Colón."
Palacio de Fonseca: "Y ya no hay despedida, pues la imaginación lo instala en el centro de un patio que acumula certeras esquirlas del Renacimiento. (…) El claustro proporciona sombras para oportunas resurrecciones."
Calle de la Compañía: "Al derrumbe del invierno girábamos nuestros pasos hacia la calle de la Compañía. Allí, de madrugada, la sugestión de los muros nos trasladaba siglos atrás, cuando los trovadores desorientaban la noche conspirando con amor y palabras tutelares. Las farolas estaban colgadas en la piedra, como los candiles que daban lumbre a los bardos de entonces."
Universidad de Salamanca: "El estudio puede ayudar a menguar la sordidez / del ser humano y reclamar unas aulas donde lata / la conciencia sin la fiebre o el aluvión / que purgan los agazapados (…) No escatimo alabanzas para Salamantica Docet / pues su nombre representa un esqueje de la dicha, / la presencia continua a cuyo humus me aferro / por ser palabra y por ser idea."
Calle del Ataúd: "ALGO fluye desde las congojas de estas sombras salmantinas, / algo resbala para que tiemble mi carne entera / y me pierda amanecido como si me hubiese tragado / el párpado lento de un muerto regresando / con su trozo de olvido (…) Algo fluye como un ataúd que me pone de muerte."
Casa de las Muertes: "Detrás de aquella puerta el extravío. / Se escuchan saetas aplacando la mano / del exterminio. / Pero el oscuro lienzo crece a dentelladas, / urdiendo su porvenir / al doblar la escalera donde reposa / el maleficio. / Al otro lado del día, / en la plenitud surgida para lo aciago, / discurren cuchillos / detrás de aquella puerta. / Qué lugar."
A Pérez Alencart no se le escapa que Salamanca, además de todo lo visto y evocado, es también su valiosa gente – académicos y escritores, científicos y humanistas – , en fin, el legado de conocimientos realizado por hombres de saber que dejó una impronta indudable en el plural acervo cultural de la humanidad, en el variado capital intelectual del planeta. En su poesía de asombros salmantinos hay un espacio para nombrar, rememorar y enaltecer los grandes hombres a los que Salamanca asocia su prestigio para hacer posible el lema identificador de su orgullosa y presuntuosa universidad: "lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta."
Nuestro poeta incluye en sus salmantinos cánticos de alabanza a algunas de aquellas figuras que hacen de Salamanca algo más que un cielo, y mucho más que una ciudad. Dejemos nuevamente al poeta renovar sus afectos y expresar su admiración por:
Fray Luis de León: El escritor apostado en el aula que lleva el nombre del acontecido fraile en la Universidad de Salamanca, discreto y transido, expresa: "Soy / el rezagado que vuelve / para conservar este silencio / entre las paredes del instinto. / Llego y me siento, subrepticiamente, / en el incómodo pupitre / que guarda los años hurtados al maestro: / y el ayer se me hace un hoy / defendiendo su mañana".
El Abad Salinas: "CONSTA en algún códice el peso de los sonidos / que rodeaban al maestro de la aritmética / metida entre los dedos del alma. / Sé que él enseñó / a conocer las antiguas raíces de lo intenso, / la fecunda fiebre de quienes escuchan la armonía obstinada del mundo."
Francisco de Vitoria: Ante la lápida que cubre los restos del insigne jurista, inspirador del derecho de las gentes de la América castellana, nuestro escritor, el peruano – español, el de los dos lados de América, el que conoce bien la histórica realidad del indio y del mestizo, el también abogado, "empapado de su aliento", sentencia: "También existe una paz eternizable / decidida a garantizar el posible olvido. / De aquí salió una voz para calmar / los nítidos quejidos de otros semejantes. / De aquí salió una idea que comprendió / la índole del quebranto; una idea / que creció ante la exactitud de la tristeza. / Un hombre con los ojos puestos en el Supremo / no debe hacerse cómplice de torpes abusos."
Carraolano de Urbieta: Se transmuta el escritor en su personaje para confesar sus saberes y sus placeres; "Yo, Carraolano de Urbieta, Bachiller por Salamanca, / no sé otra cosa hacer que sobresaltar las carnes, / rozarlas con la piedra filosofal, madurar las orillas / del amor y amanecer descifrando códigos, mimetizado y sumiso al corazón de las doncellas."
Miguel de Unamuno: "Sucede que nadie llegó a Salamanca a gritar blasfemias como él, soplando fuerte, tensando los músculos, con el pecho descubierto y la mirada terriblemente convulsa cuando destrozaban las entrañas de su España (…) No haya quietud mientras el vasco indómito siga respirando en su Salamanca."
Antonio de Nebrija: "Algo le decía al maestro Antonio / que su trabajo era para siempre, que las palabras adecuadas son un poder, / no para hablar por encima del hombro / sino como una alianza labrada / desde el principio hasta el final. / Hoy su estela se asemeja / a una palabra / recién creada / pero obediente al gramático centinela / y con el aliento imperial tatuando los labios / de sus mortales portavoces".
Girolano de Sommaia: "Inútil cuestionar su afán por el teatro, / los libros que multiplican el esplendor / junto a las tertulias literarias, junto / a los lances amorosos, / junto a los juegos de cartas / y la correspondencia con el orbe. / Girolano aspiraba a rodar / por el plenilunio de los siglos. / Concedámosle un trozo de cielo / y ningún olvido."
Diego de Castilla: "En la Universidad, un joven limpiaba / su capa para vivir de otra manera, / para ser magnífico y excelentísimo, / para que su voz proyecte un sentimiento, / un eco de la Nueva España, unos verbos / rezumando la trashumancia del castellano. / Don Diego, llegado en el galeón de Acapulco, / guardaba intacta la lumbre de los sueños, / el imperio de la sangre amotinada junto a las bellas cicatrices del delirio. Pero un once de noviembre, un domingo / de San Martín, vencidos aquellos consiliarios / que al canónigo de Ávila querían, / su balanza de afectos se inclinó a Salamanca, / al polen de la creación universal…"
El poeta recorre también, en su soledad y en sus evocaciones, los alrededores de Salamanca así como variados rincones de la provincia castellano-leonesa, pero es su nostalgia y admiración por Salamanca misma, la indómita y majestuosa ciudad de Castilla la que continuamente lo subyuga; vencido, sin más argumentos que los ofrecidos por la emoción, Pérez Alencart se inclina respetuoso y admirativo ante la dorada ciudad de sus asombros: "HOY eres tú el hervidero de mis rapsodias de amor. Hoy la piedra, quieta en su lugar, late como yo quiero, se incendia como una nave varada entre los cielos, concentrada en deslumbrar las raíces del tiempo, hambrientas como siempre por agrietar las creaciones que el hombre levanta para responder a sus creencias o para reflejar la dicha de encontrarse lejos del abismo; todavía. Hoy en el color que el amor hunde en tierra firme y en aguas del Tormes, la ciudad es un vividero bendito: hay vislumbres visionarias en la noche; hay espíritus que zumban sobre el legendario puente de los romanos y parecieran subirse a las grupas del toro atado al aire; hay luz altiva en la nueva catedral porque nunca se agota la lluvia de sus faros ni el vigor de su origen consagrado. Y en el vecindario, entre tantas trifulcas del contacto humano, una paz se impone; todavía. Hoy me encuentro de pie, en la otra ribera, viendo cúpulas y cresterías donde anidan las cigüeñas. El ámbito azul se va disipando en el ultracielo mientras la limpia noche ensancha una inmensa belleza que muda su piel al paso de las horas y las nubes: Todo irradia hermosura, todavía. Salamanca es un mar amarillo, una visión mayor, el mudo universo que me hace atesorar imágenes de amor; todavía."
Venecia y Thomas Mann
El silencio peculiar de la ciudad parecía
absorber blandamente sus voces, apaciguándolas
y deshaciéndolas en el agua.
Thomas Mann
Se puede vivir en Venecia, en esa ciudad inverosímil, confusa, incomprensible, compuesta por 120 islas formadas por 170 canales, en la que es posible cruzar 400 puentes diferentes, denominada por siempre, y en honor a la realidad, la reina del Adriático. Se puede también morir en Venecia, como le aconteció a Gustavo Von Ashenbach, el protagonista de la novela de Thomas Mann: La Muerte en Venecia, ese personaje meticuloso y detallista, deseoso desde su juventud de fama y reconocimiento, creador de una obra literaria que con el tiempo adquirió "cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista… se incluyeron escritos suyos en antologías de lectura para uso de las escuelas. Por eso, al cumplir los cincuenta años cuando un príncipe alemán que acababa de subir al trono le concedió un título de noble, él no lo rechazó".
Von Aschenbach se convirtió así en "el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta los límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigirse a voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso". Pues bien, ese mismo Von Aschenbach, el hombre que nunca tuvo tiempo para el ocio, que interpretó la vida como una inflexible disciplina en la que la distensión y la indolencia no tenían cabida, decidió, un buen día, poner su cotidianidad entre paréntesis, abandonar la reiterada rutina de sus casas de campo y de la ciudad, para huir, liberarse, descansar de todo y de todos.
Ese escritor de inspiraciones breves, experimentó de pronto un ansia de aventura, una inclinación por lo lejano que, luego de una fallida estada en una isla adriática, donde no encontró ni lo exótico ni lo extraordinario, lo llevó a trasladarse a Venecia, a esa ciudad magnifica "de irresistible atracción para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como por sus actuales encantos".
No era la primera vez que Von Aschenbach pernoctaba en Venecia, había estado antes, en otras ocasiones. Sin embargo, esta visita fue diferente desde el comienzo hasta el fin, hasta su propio fin. Una vez más se maravilló con el esplendor de la Plaza de San Marcos, con el magnificente Palacio Ducal y la imponente catedral con su interminable campanile, con el incomparable Puente de los Suspiros, con las dos espigadas columnas de granito, una con el león alado de San Marcos y otra con San Teodoro de Studium sobre un cocodrilo, aunque en esta oportunidad, al arribar a la ciudad serena en barco, compartió el asombro y la sorpresa de los navegantes que la visitaban, confirmando contundente que "llegar por tierra a Venecia era como entrar en un palacio por la escalera de servicio".
Venecia se le ofreció al personaje de Thomas Mann como ella es "bella, insinuante y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros, de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y enervaban". Nuestro aventurero se dirigió al Lido, a uno de esos hospedajes de verdadero lujo, de circunstancia, en cuyo edificio "reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles".
En ese hotel suntuoso, despojado de preocupaciones y de tareas cotidianas, nuestro escritor se topó con una de las sorpresas de la Venecia inverosímil, con un adolescente que encarnaba toda la belleza que afanosamente había buscado durante años, en escritos propios y ajenos, en párrafos y más párrafos que ahora se le antojaban sosos, burdos, carentes de contenido estético. Ese adolescente, de nombre Tadrio, diminutivo de Tadeum y que en polaco se pronuncia Tadrin, se le metió prontamente en el alma al escritor compitiendo, como inspiración del artista envejecido, con la ciudad, con los placeres banales del descanso para llevarlo a afirmar, en el limite de las admiraciones, que "aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras".
Para Von Ashenbach, Venecia se confundió con Tadrio, con ese joven de catorce años, de cabeza perfecta, de rostro pálido y precisamente austero, encuadrado de cabello color de miel, de nariz recta y boca fina, dotado de una expresión de deliciosa serenidad divina que le recordaron al escritor "los bustos griegos de la época más noble". Desde ese primer encuentro; Tadrio y Venecia se hicieron uno, la ciudad no existía para el escritor sin el adolescente, sólo cobraba vida en la medida en que lo perseguía, tímido y temeroso, "deslizándose en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones, doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas", admitiendo que esas fantásticas travesías por las lagunas de Venecia comenzaban a ejercer un particular encanto sobre él aunque cierto "espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo".
Von Aschenbach disfrutó de Tadrio y de Venecia sólo con la mirada, a ambos los contempló asiduamente de cerca y de lejos, frenético y apaciguado, iracundo y sosegado, envalentonado y temeroso, saludable y enfermo, libre y prejuiciado, a pie y en góndola, en esa extraña embarcación que ha llegado hasta nosotros "invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso".
El escritor del escritor Thomas Mann apostó por la belleza, sin importarle las amenazas del siroco, el fétido olor de la laguna ni la evidencia de esa enfermedad nacida en los pantanos del Delta del Ganges: el cólera indio. Ashenbach cumplió a cabalidad el consejo que le impartió el peluquero del hotel, quien luego de cortarle el cabello, acicalarlo y refrescarle el rostro, le dijo con humilde cortesía: "ahora puede el señor enamorarse sin reparo".
Tadrio y Venecia, Venecia y Tadrio confundidos en un mismo amor que se afirmó en el proceso de una muerte intuida, deseada, feliz, porque esa muerte fue corolario de una vida que tardíamente encontró la estética en un rostro adolescente y la belleza en una ciudad serena. Enamoramiento inusitado, imprevisto, inesperado, disruptor de certezas y seguridades, generador de revelaciones y desvaríos que llevó a Ashenbach a confesarle a un imaginario interlocutor: "¿comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?".
Muerte en Venecia, en la ciudad inverosímil, donde la felicidad se puede obtener también con el adormecimiento eterno, ese que se presenta cuando los ojos se hastían de tanta belleza y se van cerrando, lenta, muy lentamente, contemplando a lo lejos un pálido e inalcanzable mancebo que saluda y sonríe.
Las ciudades invisibles de Italo Calvino
Es el momento desesperado en que
se descubre que ese imperio que nos
había parecido la suma de todas las
maravillas es una destrucción sin fin ni forma
Italo Calvino
Un imperio da para todo, puede ser la base de lo real y la posibilidad de la ficción, la certeza de lo constatable o la creencia en lo que eventualmente puede existir; es posible que no se tenga la capacidad para recorrerlo de un extremo a otro y que sus gobernantes deban conformarse con lo visto por otros ojos, con lo concebido por una imaginación ajena. Esto es justamente lo que, en la novela Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, le sucede a Kublai Kan, el Gran Kan, quien debe creer o no creer "todo lo que le dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas".
Las Ciudades Invisibles es una apuesta por lo que puede ser, la complicidad de un Emperador agotado con un viajero experimentado que mezcla la realidad con la fantasía para crear parajes imposibles, urbes soñadas, ciudades construidas exclusivamente por la ensoñación, incapaces de ser retratadas, planificadas, medidas, censadas, porque son pura ficción, entelequias de un espíritu libertario que a lo largo de sus correrías por mundos desconocidos, se imaginó lo que no podía ser para otorgarle rasgos y señas, y entretener al Gran Kan, reconociendo que "en la vida de los emperadores hay un momento que se sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y comprenderlos".
De la mano del viajero, el Kan se traslada a un conjunto de bellas e imposibles ciudades que dotadas de nombres bizarros poseen características inéditas y poco creíbles. Así tenemos a Diomira, "ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas sobre una torre". Igualmente, en ese viaje imaginario podríamos escuchar a Marco Polo decirle al Emperador: "inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus portales, qué chapas de zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado".
Si de matrimonios y dotes se trata, si queremos conocer regalos inconcebibles, presentes sin parangón, en ocasión de las bodas de los descendientes de sus fundadores, debemos visitar la ciudad de Dorotea, donde las muchachas casaderas se comprometen con jóvenes de otros barrios "y las familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas" o hacer cálculos con base en datos exclusivos para saber todo lo que se quiera saber de la ciudad, de su pasado, su presente o de su mismo futuro.
Ciertamente existen también ciudades inolvidables que se le meten en el corazón y en la memoria al hombre, haciéndose indelebles, imposibles de borrar, permanentemente recordadas sin ninguna posibilidad de olvido; eso ocurre con Zora que tiene "la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto …el hombre que sabe de memoria cómo es Zora, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto".
Despina, por su parte, es una ciudad dual, engañosa, hipócrita, que encuentra vigencia en una permanente duplicidad, ofreciendo diferentes rostros, según se llegue a ella en barco o en camello. El marinero que viene en barco "distingue la forma de una giba de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco". Sin embargo, al camellero que se acerca a la ciudad cabalgando en su bestia, Despina se le aparece "como una nave que lo saque del desierto, un velero que esté por partir, con el viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con la cadena vibrando en la carena de hierro".
Hay ciudades que son lo que fueron, que se alimentan del pasado, convirtiéndolo contradictoriamente en presente e inexplicablemente en perspectiva, eso ocurre con Maurilia, donde se invita al viajero a visitar la ciudad mediante la detenida observación de viejas tarjetas postales que la representan como era y como va a ser. Estas ciudades sin presente conviven en el relato de Marco Polo con otras contradictorias e incomprensibles como la ciudad de Zenobia, que "aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones a distinta altura, sobre zancos que se superponen unos sobre otros".
Para sorpresa de Kublai Kan, el infatigable viajero le relató también la existencia de una peculiar ciudad que convirtió elementos de sus edificios en el eje fundamental de las construcciones que la definen. Armilla es así, no se sabe si incompleta, demolida, hechizada o construida de esa forma por el capricho de un Dios travieso o de un arquitecto insomne. Lo singular de esta ciudad es que "no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: duchas, sifones, rebosaderos",
El Gran Kan supo también por boca de Marco Polo de la existencia de ciudades incompletas que, como sí compartiesen también la maldición de Sísifo, tampoco alcanzan nunca a completarse. Tal es el caso de Sofronia, ciudad compuesta de dos medias ciudades, con la particularidad de que "una de la medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado; la desclavan, la desmontan y se la llevan para transplantarla en otra media ciudad".
Nada que decir de Aglaura, fuera de las cosas que sus ciudadanos repiten desde siempre: "una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas", y mucho menos de Eutropia que es la ciudad de las ciudades, donde éstas se desparraman en un amplísimo altiplano, con la particularidad de que "una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno".
Ciudades invisibles, imposibles, que existen únicamente en la imaginación de aquél que se fatigó de mucho ver, cuyos ojos ahora se dirigen hacia adentro, para narrar fábulas que otros hombres, hastiados de tanto poder, de tanta rutina, reciben con el mismo entusiasmo con que los niños escuchan sus historias favoritas antes de que el hada madrina los transporte a esos parajes donde habita el reposo y la quietud.
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