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Ciudades y escritores (página 2)

Enviado por irapavilo


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Atractivo secular, ancestral, reiterado, que ejerció su influencia sobre Lawrence Durrell (seudónimo del escritor británico Charles Norden), quien con su obra El Cuarteto de Alejandría, desentraña mediante el análisis del alma de un conjunto de personajes singulares: Justine, Balthazar, Mountolive y Clea, entre otros, los rasgos fundamentales, la idiosincrasia de una ciudad cosmopolita, "ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura", que se sirvió de esos "símbolos vivientes" como si fueran "su flora", envolviéndolos en conflictos que en realidad le pertenecían única y exclusivamente a ella: a la siempre amada Alejandría.

Ciudad plural, ecuménica, dispar, situada en el Delta del Nilo y de las principales culturas de la antigüedad, "ciudad de cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, el reflejo de cinco flotas en el agua sangrienta. Pero hay más de cinco sexos…la mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión… Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo".

Durrell se adentra en el mundo de emociones personales que hombres de negocios, peleteros, amantes, esposas, coristas, diplomáticos, escritores, homosexuales, filósofos, experimentan en relación con el sexo, con esa pasión voraz que también le es común a la ciudad, a esa Alejandría que dio origen a "una raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos, a las gatas devoradoras de hombres, como Arsinoe" y a grandes hetairas que pueden competir con las del pasado: Laís, Charis, Pasifae.

Alejandría ubicua en la literatura y en el afecto de los hombres sensibles, inapropiable, de muchos amos y admiradores que Durrell comparte con Kavafis, rindiéndole permanente homenaje a lo largo de su Cuarteto al poeta de la ciudad, al viejo, a ese bardo que convirtió en tema de sus obras los burdeles, los amores miserables, las sombrías callejuelas donde una "prostituta borracha camina… sembrando los fragmentos de una canción como si fueran pétalos". Música sublime, comparsa invisible, que a lo mejor fue la que escuchó Antonio, ese notable suicida de la historia romana y, en especial, de la poesía de Kavafis, al que el poeta, y ya no Durrell, le aconseja: "acércate resueltamente a la ventana, y escucha con emoción, y no con los ruegos y lamentos de los cobardes, como último placer los sones, los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso, y di adiós a Alejandría, que para siempre pierdes".

Ciudad erótica, sexual, hermanada indistintamente con el vicio y la virtud, donde las mujeres ejercen un protagonismo fundamental que el propio Durrell reconoce al momento de confesar que "con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura". Homenaje dual a la ciudad y a un conjunto de mujeres que, diversas y dispares, comparten con Alejandría el pecado del mestizaje, del entrevero de razas, conductas, creencias y colores, porque como bien lo reconoce el escritor: "para ser feliz aquí una mujer tendría que ser musulmana, egipcia: absorbente, suave, blanda, demasiado madura; entregada a las apariencias, piel de cera que vira al amarillo limón o al verde melón bajo los resplandores de la nafta".

Abordajes sexuales bizarros, sorprendentes, practicados en una ciudad en la que los hombres pueden acercarse a una mujer en la calle, ofreciéndole sin escrúpulos un pago por sus servicios sexuales, porque "en nuestra ciudad nadie se ofende por eso. Algunas muchachas se limitan a reír. Otras aceptan inmediatamente. Pero nunca se advierte un gesto de ofensa. Entre nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son naturales". Vicio natural y consentido que puede llegar a la aberración, a la pedofilia, a la existencia de burdeles de niñas "vestidas con grotescos camisones de pliegues bíblicos, los labios pintados, collares de abalorio y sortijas de lata" que son ofrecidas como especial manjar a unos marineros verriondos ansiosos de aventuras incomparables, de placeres inconcebibles.

Urbe de talmudes, evangelios y coranes, en la que coptos, judíos y cristianos supeditan sus convicciones a un islamismo, a veces fanático, cuyas creencias los musulmanes hacen evidentes, diariamente y tres veces al día, cuando el muecín desde el minarete de las espigadas mezquitas recita el Ebed: Alabo la perfección de Dios, repitiéndolo tres veces lenta y piadosamente. Perfección que es propia de ese Dios musulmán: "el Deseado, el Existente, el Singular, el Supremo; de Aquel que no tiene compañero ni compañera, ni nadie que se Le parezca, ni Le desobedezca, ni Le represente, que es sin igual y sin descendencia".

En Alejandría, siempre escindida y dividida, es posible diferenciar dos ciudades y dos puertos, el de los egipcios y el de los occidentales, donde ambos comparten el calor, el colorido, la luz, el polvo, el aroma de los limoneros, la fragancia del azahar, los efluvios del mar, el amor y el cafard, intentando reconciliar la sensualidad y el ascetismo intelectual que, como características nacionales, convierten a los alejandrinos en histéricos y en extremistas, "en amantes excelsos e incomparables". No obstante, si se observa con atención, podrá constatarse que "cuando se atraviesa el barrio egipcio, el olor de la carne va cambiando: amoníaco, sándalo, salitre, especias, pescado," y, en especial, se podrá contemplar la única decoración de muchas de las viviendas árabes de la ciudad: "las impresiones azules de manos juveniles, talismán que en esta parte del mundo protege a la casa contra el mal de ojo".

Ciudad de pasiones encendidas y de amores apagados, a la que concurren gentes de todas las procedencias: marroquíes, argelinos, judíos del Asia Menor, de Turquía, de Grecia, de Georgia, griegos, etíopes, en busca de encuentros decisivos como el de aquel escritor (Amauti) al que Durrell le reconoce la gracia y la justicia en su retrato de la ciudad y de sus mujeres, ése que "por error logró perforar el caparazón insensible de Alejandría y acabó descubriéndose a sí mismo".

Alejandría y el amor, calles y besos, autobuses y caricias, tranvías y manos entrelazadas, playa y sexo, pasión y desenfreno, normalidad y aberración, entrega y renuncia: "Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes".

Bahía y Jorge Amado

Los chiquillos de las calles

bonitas y arboladas serían ricos.

Ellos serían sus criados.

Para eso existía el Morro y los

moradores del morro.

Bahía, San Salvador o Salvador, escueta y llanamente, lo mismo da, es esa sui-generis y colorida ciudad portuaria que, en forma de promontorio, amanece cada mañana ungida por el agua de la Bahía de Todos los Santos. Ciudad de dos niveles, se erige en una pendiente empinada que permite diferenciar la ciudad alta de la baja, comunicadas entre sí por medio de ascensores, funiculares y carreteras serpenteantes, y muy especialmente, por los deseos y ensoñaciones de aquellos que habitan en los morros de la ciudad alta, quienes en las noches claras y de luna breve, se sientan al borde del barranco, esperando con ansiedad de amante voluptuoso que el resplandor inusitado de la encendida ciudad baja los asalte, o que los inunden aquellos sones confusos que suben por las laderas del morro para confirmar una distancia que se traduce en vidas y destinos diferentes.

Jorge Amado en su novela Jubiabá, escoge a Bahía y, en especial, al Morro do Capa Negro para mostrar una manera de concebir la vida y la muerte, la relación del hombre con el hombre, y de éstos con esos dioses africanos, tercos e imperecederos, que se anclaron en el corazón de unos esclavos que resistieron, con paciente valentía, los ritos y creencias que, a fuerza de latigazos y zurriagazos, unos colonizadores intentaron imponerles para que adorasen al Dios blanco de los cristianos.

Morro do Capa Negro que debe su nombre a las técnicas practicadas por un señor blanco que tenía su hacienda en el morro, a quien "le gustaba que los negros y las negras tuvieran hijos, para así tener él más esclavos… y cuando no hacía hijos, él lo mandaba capar… Capó mucho negro el de la hacienda". Morro de Bahía, testigo inocente de la supresión de miles de testículos oscuros e indefensos, donde habita el desencanto y la desesperanza, la fantasía y la nostalgia, el poder de esas canciones tristes que hacen llorar: tiranas, côcos, sambas; cantares melancólicos, saudosos, de unos ciudadanos, cuyo color de piel, los condenó a vivir en el sojuzgamiento y la esclavitud, en la complacencia y la servidumbre.

Morro de aparecidos fugaces, de fantasmas reiterados, de súbitos hombres lobos creados y alimentados por una colectividad deseosa de aventuras, de sobresaltos, de novedades, que le diesen un sentido distinto a esa vida difícil y dura en el morro que se traduce en negros estibadores, caleteros, limpiabotas o zapateros, en negras vendedoras de acarajá, frutas y pastelillos, lavanderas, cocineras o servicio de adentro en las casas ricas de la ciudad baja. Morro do Capa Negro, donde los niños se congregan alrededor de Ze Camarao para escuchar entusiasmados las correrías heroicas del cangaceiro Lucas da Feira, ese bandido que "tenía una puntería buena…, que en el fondo era bueno… sólo robaba a los ricos… y luego repartía el dinero entre los pobres", y que, además, no dejaba mulata incólume, negra que no tumbara a suelo o lecho durante su paso justiciero y vengador.

Cerro de la ciudad alta, protegido por Jubiabá, un experimentado santón, un macumbeiro, quien "era el patriarca de aquel grupo de negros y mulatos, gentes que vivían en ranchos de barro y cañas, cubiertos de lata" y que "llevaba siempre un ramo de hojas que el viento sacudía mientras el viejo iba pronunciando palabras en nagô… ojú ánun fó ti iká, li okú". Jubiabá, pai-de-santo, conductor de las mejores macumbas de Bahía de Todos los Santos, esas que empezaban conjurando a Exú, a ese pequeño diablo perturbador y travieso que se complace en molestar a los asistentes a las ceremonias, para luego darle paso a los sones monótonos de la orquesta que "producían una música enervante, melancólica, música vieja como la raza, que salía de instrumentos primitivos: atabaques, agogôs, chocallos, calabazas".

Macumbas, candomblés, legado ancestral de una raza que para que sobrevivieran sus creencias confundió, ladinamente, sus dioses, sus orixás, con los santos cristianos: Xangó, dios del rayo y de la tempestad: San Jerónimo; Oxossi, dios de la caza: San Jorge; Omulu, la terrible diosa de las viruelas: San Roque, y Oxalá, dios del rayo y de la tormenta: el Señor de Bonfin "que es el más milagroso de los santos de la ciudad negra de Bahía de Todos os Santos y del paí-de-santo Jubiabá". Macumbas sensuales, eróticas, en las que las feitas, las sacerdotisas, danzan descalzas al compás de la monótona música, y giran frenéticamente, oscilando el cuerpo, con los ojos fijos en los ogâs, mientras, esperan que el orixá se posesione de una de ellas, toda, de su alma y de su cuerpo, para en incomparable éxtasis caer "en el suelo, sacudiendo el cuerpo como si aún danzara, echando espuma por la boca y por el sexo".

Morro do Capa Negro, partero de Antonio Balduino, de Baldo, ese huérfano que de su padre "sólo sabía que se llamó Valentín, que fue matón a sueldo de Antonio Conselheiro, que amaba a todas las negras que encontraba al paso, que bebía mucho … y que murió bajo un tranvía, borracho perdido". Negro pendenciero que se crió y educó, suelto en el morro, ejercitando golpes de lucha copeira, oyendo y aprendiendo de las charlas y consejas de Jubiabá y de Ze Camarao. Negro orgulloso que "antes de tener diez años se juró que un día había de circular su nombre en las historias, y que sus aventuras serían relatadas y oídas con admiración por otros hombres en otros morros".

Antonio Balduino, de "la piel del diablo", quien fue perdiendo el "ojo de la piedad" para sucesivamente ejercer diversos oficios, muchacho de mandados, tocador de guitarra, ingenuo compositor de sambas que un aprovechado poeta le compraba para ponerlas a su nombre y disfrutar de una fama creadora que no le pertenecía, mendigo, ladrón, furibundo bebedor de cachaza, amante sin parangón, vagabundo, asesino, fugitivo, atracción de circo de pueblo, y sobre todo, boxeador exitoso que perdió su invicto y su credibilidad ante la noticia del casamiento de Lindinalva, esa bella, pecosa y delgada pelirroja que, a pesar de su manifiesto odio y su evidente repudio por Balduino, éste la convirtió en su amor inaccesible; en fin, efímero emperador de esa "ciudad religiosa, ciudad colonial, ciudad negra de Bahía. Iglesias suntuosas ornadas de oro, casas de azulejos azules, antiguos caserones donde la miseria habita, calles y pendientes pavimentadas de guijarros, viejas fortalezas, lugares históricos, y el muelle, principalmente el muelle: todo pertenece al negro Balduino".

Baldo del Morro do Capa Negro, transformado en trabajador en regla, en líder de una huelga legendaria y victoriosa que le otorgó un nuevo aliento a su vida, evitando que su cuerpo de ahogado, abombado y deforme, fuese sacado del mar y depositado en la arena, como ocurrió con su amigo suicida Viriato el Enano. Huelga libertaria que, sin embargo, no impidió que algún ruin envidioso, un desconocido enemigo, con el ojo de la piedad cegado y el de la maldad abierto, asesinará a traición a Antonio Balduino, para incorporar su nombre y sus aventuras a las leyendas de Bahía, en forma de Romance popular de alto tiraje y bajo costo que se vende "en el muelle, en el arenal, en los veleros, en las ferias, en el Mercado Modelo, en las tabernas… a los marineros y a los negros tatuados que llevan un ancla, o un corazón y un nombre grabado en el pecho".

Barcelona y Salvador Pániker

Pero yo sigo siendo el de la sardana en la plaza del pueblo…

Una ciudad es también una dirección postal, unas señas urbanas que posibilitan comunicar con exactitud, sin incertidumbres, a sí mismo y a los demás, donde se nace, se estudia, se respira, se vive, se trabaja, se hace el amor, se escribe, se procrea, se muere y quizás se resucita. Salvador Pániker así lo subraya, prolija y explayadamente, de entrada y sin tapujos, en sus intimas y enjundiosas memorias personales, en sus dietarios que recogen toda una espontaneidad reflexiva: "el ensayo de montaje de una música inconclusa", en fin, en eso que no quiere llamar autobiografía. En el primer folio de sus pródigos y numerosos testamentos vitales, el escritor, sin anestesia, nos hace saber, directamente, a rajatabla, con severo tono de registro civil y con la autoridad de un dedo índice enhiesto e inobjetable: "Usted nació (…) en el número 36, piso tercero, puerta segunda, de una calle en la parte alta de una húmeda ciudad fundada por Amílcar Barca, y que con el tiempo habría de llamarse De Ferias y Congresos."

Barcelona habita espiritual y físicamente en las evocaciones del escritor, su ciudad es ayer un chalet – "discreto, una torre con jardín trasero" – , mañana un ático "recoleto con una gran terraza y una excelente vista", hoy una villa, antes de ayer, en tiempos de su empresaria existencia: un ordenado y puntual espacio de oficinas, en otros momentos menos laborales y ejecutivos, un intimo apartamento en el Paseo de Gracia destinado exclusivamente a la tardía apuesta por un futuro de atareadas reflexiones y acaloradas letras: "lo alquilé para estar solo, para escribir y respirar, pensar a ratos, sentir que la ciudad palpita."

Con mayor precisión el escritor confiesa que, a lo largo de su maleable existencia, ha conocido desemejantes Barcelonas: "la de las iglesias ardiendo al comienzo de la guerra civil, la de los años de la gran clausura, la de los estraperlistas de la postguerra, la de los inmigrantes, la de la gauche divine, la de comienzos de la democracia…Los cambios y los ciclos.", incluyendo la del Teatro Liceo, quemado y reconstruido, que el escritor frecuentaba en su primera y más tonta juventud, "invitado a los palcos de las familias amigas, indiferente a la tramoya de Puccini y compañía:" Sin embargo, en medio del desasosiego que produce la ruidosa trepidación de la modernidad, Pániker con abrumadora honestidad admite que "la nueva Barcelona, la de los juegos olímpicos, es difícil de reconocer…"

Barcelona, la ciudad de origen de este escritor universal, siempre es, a pesar de la diversidad de locaciones físicas habitadas por Pániker, una recurrente y fiera remembranza de las múltiples mudanzas existenciales de un catalán a su manera que se ve a sí mismo, – décadas después, recuerdos luego, niño y consentido – correteando por húmedas habitaciones de alto techo en una casa sita en "Párroco Ubach número 36"; una vivienda familiar que parecía "transplantada del Eixample, con esa dignidad sobria y aburrida de la arquitectura catalana de los años veinte."

Viene y va la temprana vida del filósofo, de su Barcelona natal al Madrid de sus estudios superiores, teniendo siempre como telón de fondo, en el más profundo recoveco de su identidad, a esa ciudad mediterránea de condales abolengos que se abre al mundo desde un puerto acogedor de multiculturales diversidades, por la que se puede pasear jubiloso, entusiasmado, gozoso, ilusionado, del brazo del primer amor. "por la diagonal o por el Paseo de Gracia a las Granjas Catalanas." Inevitables entonces las comparaciones entre la ciudad de siempre del escritor y la advenediza, la definición por contraste, el reconocimiento de la diferencia y la aceptación de lo evidente, tal como acontece en otras latitudes de tradicional rivalidad urbana entre dos ciudades que pujan por ser la mejor , la primera, la verdadera capital. Pániker registra sus impresiones prematuras y tardías sobre la urbe del oso y del madroño: "Acostumbrado al rigor del Ensanche barcelonés, Madrid, a bocajarro, me pareció un galimatías. Al poco, sin embargo, mis comentarios fueron cambiando: del inicial desconcierto pasé a la atracción y la empatía. Entré en la gracia del bullicio populista (…) Madrid tenía, sigue teniendo, una cierta indecisión espacial, una falta de centro y simetría, un aire de cosa antigua y a la vez inacabada (…) Se puede discutir si Madrid tiene mucho que ver con España, e incluso, si España es un concepto con algún contenido estable: Pero, puestos a discutir, ningún sitio mejor que el propio Madrid."

Barcelona es puerto, Mediterráneo, Barrio gótico, Catedral y Ramblas, sin estas últimas, multitudinarias, comerciales y bulliciosas, perdería parte sustancial de su código genético urbano. Remontar y bajar las ramblas, curiosear a solas, comentar para sí mismo o para otro, beber una caña con su correspondiente tapa, desandar el presente y anticipar el porvenir, en fin, imaginarse otra vida en medio del gentío, ha sido tarea grata y gratuita de barceloneses y turistas; el propio escritor no ha podido escapar a la seducción que producen estas calles con su permanente algarabía, Pániker rememora "Con una imaginaria música de fondo, deambulaba Ramblas abajo, entre las flores y los pájaros, para entrar por el Arco de Teatro al Barrio Chino o a la Plaza Real, donde el protagonista hipotético de una novela no menos hipotética vivía su rebelión, su deseo lujurioso de anonimato (…) Todo poblado catalán costero exige unas ramblas, un canal primitivo y populoso, tercer mundista, alegre, desembocando al mar."

Ni siquiera la visión panorámica que se obtiene de la ciudad desde las alturas del Tididabo, desde esa atalaya mixta, natural y artificial, falsa y cierta, genuina y kitsch, Barcelona se escapa a uno de los implacables juicios del escritor, "ese urbanícola recalcitrante ", quien, en repetidas ocasiones, expresa su opinión acerca del color de la ciudad y del tono de los catalanes:

  • Sobre la ciudad: Pániker es áspero en la apreciación de su ciudad y sin contemplaciones expresa su categórica opinión sobre una decolorada urbe: "…a mí Barcelona siempre me pareció gris. Quiero decir parda. Y fea. Claustrofóbica: por falta de verde, por darle la espalda al mar, por la viciada atmósfera, por la pusilanimidad de los catalanes: ¿qué fue de aquellas manzanas abiertas que proyectó Cerdá? Hasta las palomas tomaron el color de los adoquines."

  • Acerca de los catalanes: Sobre sus orígenes sanguíneos y su nacionalidad inevitable, el escritor reconoce que "mi tanto por ciento de sangre india sólo contribuía a que fuera un punto más moreno que los demás", sin embargo, teniendo muy en cuenta esa particularidad étnica, sin reservas, confiesa que: "Yo soy un catalán con raíz remota, pero catalán al fin. Prueba de que soy catalán: no me gusta pagar impuestos, no me gustan las milicias, no me gusta el Estado." Y más prolijo en argumentos confirma sin tapujos que: "Bien es cierto que Cataluña sigue siendo un país de gente huraña y aburrida, escasamente hospitalaria, poco tribal. Mi abuelo Alemany, cuando le preguntaban "¿cómo está usted?, contestaba: y a usted que más le da." Los catalanes, por otra parte, no saben flirtear – en la acepción más amplia de este verbo -. A los mejores les salva su sentido irónico. Y un cierto empuje locuril. Dicho sea sin ánimo de contribuir a la maledicencia histórica, y a sabiendas de que existen fastuosas excepciones." Comentarios semejantes, atrevidos y sin cortapisas le prodiga también el escritor a la particular burguesía catalana: endogámica, discreta, oligárquica. Sin embargo, a pesar de todo, Pániker confirma tajante, para que no quede la menor duda acerca de su reconocida condición ciudadana: "O sea que soy catalán pero no me siento catalán. Ni español. Me siento ciudadano del mundo, completamente de vuelta de cualquier nacionalismo."

Barcelona, la ciudad por antonomasia de la gauche divine, es una inmensa editorial, un pie de imprenta, un colofón, una localidad precisa y necesaria para completar citas y referencias de interminables repertorios bibliográficos de ensayos, tesis y tesinas, en fin, en esa peculiar ciudad tipográfica Pániker decidió ser, a la vez, editor y escritor, y en especial, conquistar esta última condición que sólo pueden certificar los interminables folios impresos y una curiosa e intransferible manera de entender la vida, en especial, en los precarios momentos de agudas dificultades existenciales: "Curiosa particularidad de mi sistema defensivo: Siempre, en los momentos de crisis, me he puesto a escribir con intensidad: Siempre, ya digo, he tratado de encontrar alguna ventaja en la desventaja, sin perder el tiempo en quejas o en cantos trágicos. Siempre he sabido que lo más peligroso es el lenguaje", y por si fuera poco, en su condición de escritor de Cataluña, para más añadiduras reconoce humilde y sin remilgos que "el catalán es una lengua recoleta y menestral, también poética, sin pizca de arrogancia, como cohibida y a la vez telúrica. El castellano, ya se sabe, arrastra multitud de improntas históricas, muchas de ellas impresentables."

Una ciudad nunca deja de ser, es posibilidad cierta de redescubrimientos inusitados, de improviso retorno a lo inédito, confesión aceptada acerca de la notabilidad de lo evidente y siempre visto y, ahora, vuelto a ver en compañía de otros ojos, en particular los de una mujer "que no usa perfume (…) no es exactamente una mujer guapa, aunque si atractiva, con una boca sensual y algo porcina, un pelo tupidísimo que le cae por la frente, una sonrisa divina que le transfigura el rostro." Tomado por sorpresa en sus acendradas percepciones citadinas y en sus pretéritas vivencias urbanas, Pániker consiente: "Habíamos deambulado, antes de comer, por el Portal de l"Ángel, pavimentado, por la plaza de la Catedral, Barrio Gótico, y parecía que estuviéramos en una ciudad desconocida."

Buenos Aires y Jorge Luis Borges

Esa ciudad que yo creí mi pasado,

es mi porvenir, mi presente…

Jorge Luis Borges habitó el mundo, declaró haber navegado por los diversos mares del planeta, confesó haber sido "una parte de Edimburgo, de Zurich, de las dos Córdobas, de Colombia y de Texas", pero nunca pudo renunciar a Buenos Aires, a esa ciudad que amó y rechazó, que le fue tan cercana y tan distante, en la que vio el rostro de una muchacha que puede suplir todas las visiones, todo lo que merece ser visto y lo que no. Buenos Aires aparece en la obra del poeta como un lugar ubicuo, imborrable, como una ciudad portátil que lo acompaña en el recuerdo, sin necesidad de ojos para volver a ver lo que sólo existe en la memoria, en esa memoria emotiva que es capaz de trasladarse hasta los orígenes mismos de su ciudad, para asistir al momento de su fundación mítica, cuando " el río era azulejo entonces como oriundo del cielo con su estrellita roja para marcar el sitio en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron".

Como toda ciudad, Buenos Aires es paraje cernido, percolado, sometido a los mitos y prejuicios de quien la recuerda y rememora: es tarde y crepúsculo, noche, patio, aurora, amigos, amores, calles y sucesos, sueño y, en ocasiones, pesadilla. La Buenos Aires de Borges no escapa a esta circunstancia, el poeta la evoca desde su más recóndita condición de ciudadano, se adentra en las evidencias de lo físico y en la inmaterialidad de las esencias, la recorre con la mirada y con el pensamiento, la describe con la simplicidad de lo contemplado directamente, sin tamices, y con la complejidad de lo que se refleja oblicuamente desde unos espejos donde habita la oscuridad y la ceguera.

Buenos Aires, en la poesía de Borges, es el orgullo del barrio, el sentido de pertenencia a un ámbito que trasciende lo geográfico para adquirir un carácter propio que lo diferencia y distingue de aquellos otros barrios que compiten con él por ser el mejor, el más distinguido, la encarnación de la hombría, del fútbol, del tango, la milonga, o de las más bellas y decididas mujeres. Palermo, Barrio Norte, el Paseo de Julio, dejan de ser nomenclatura urbana, dirección de vecindad o terminal de tranvía, metro o autobús para transmutarse en lealtad, en amistad, en pesadilla lúcida, en olvido preservado, en resignación, en fin, en todas aquellas emociones experimentadas por un poeta que diferencia su patria grande de la chica, su país, su ciudad, de su barrio.

Barrios disímiles, amados y despreciados, aceptados y rechazados: uno repudiado, al que el poeta le reclama "sufres de caos, adoleces de irrealidad, te empeñas en jugar con naipes raspados por la vida"; otro protegido, que Borges preserva del olvido que es el "modo más pobre del misterio". Barrios de barrios, como Barrio Norte que alguna vez fue "un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas del amor", o como Palermo, ese barrio poseedor "de unas cuantas milongas para hacerte valiente y una baraja criolla para tapar la vida y unas albas eternas para saber la muerte". Barrios de Buenos Aires trazados con "vaivén de recuerdo" y que se van diluyendo "en la muerte chica de los olvidos".

Si la vida tiene asidero en la Buenos Aires de Borges, la muerte no oculta su vigencia: La Chacarita y la Recoleta son convocados desde lágrimas, deudos y entierros para sumarse al variado espectro de los lugares que protagonizan la paradójica vida urbana. El poeta convive a lo largo de toda su poesía con la muerte, la hace suya, la convierte en compañera insustituible, incluso, en fuente de vida, en otro mar, en otra flecha "que nos libra del sol y de la luna y del amor". De allí que sea impensable que Borges no le cante a los cementerios de Buenos Aires, a esos dos camposantos extremos, contradictorios, donde las lápidas sustituyen a las partidas de nacimiento y a los carnés de identidad. La Chacarita es, a los ojos de Borges, "un conventillo de ánimas", "una montonera clandestina de huesos", allí "la muerte, es incolora, hueca, numérica, se disminuye a fechas y a nombres, muertes de la palabra". La Recoleta es otra cosa, "aquí es pundonorosa la muerte", "bellos son los sepulcros, el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, la conjunción del mármol y la flor". Sin embargo, en ambos, en el anónimo y en el conocido, en el de todos y en el exclusivo, en cualquiera de ellos "siempre las flores vigilaron la muerte, porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos que su existir dormido y gracioso es el que mejor puede acompañar a los que murieron".

Buenos Aires es un fervor de calles, patios, balcones, arrabales, aldabas, portones y zaguanes que Borges recupera de su anonimato para incorporarlos a una eternidad personal que se nutre de los detalles de una ciudad vista en dos tiempos: en los de la juventud cuando "buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha", y en el de la madurez cuando, por el contrario, se conformaba con "las mañanas, el centro y la serenidad". Ese fervor del poeta se expresa en el peculiar homenaje que le prodiga a las calles de Buenos Aires, a esas que "ya son mi entraña", y que pueden revestir infinitas características y variedades: "ávidas, incomodas de turba y ajetreo, desganadas, enternecidas de penumbra y de ocaso, reales como un verso perdido y recuperado, abatidas de agua y de sombra, taciturnas, grandes y sufridas"; heridas abiertas de su ciudad que le permiten decir a Borges con absoluta satisfacción que "hoy he sido rico en calles".

Borges tampoco puede prescindir de los patios de su ciudad, de esos "patios cóncavos como cántaros", "cielo encauzado", declives por los cuales "se derrama el cielo" en casas y jardines. Patios de Buenos Aires que conviven con "la amistad oscura de un zaguán" y con los jardines que son como "un día de fiesta". Protagonistas fundamentales de una manera de vivir, de consolidar el hábito de morar en la casa de siempre, esa que incorpora al patio una caterva de cielos y quebradizas lunas nuevas, infundiéndole al jardín su ternura; mientras el poniente se acuesta en la hondura de la calle del poeta.

Buenos Aires, en la perspectiva de Borges, es también la plaza de Mayo, la Dársena Sur, una esquina de la calle Perú, un arco de la calle Bolívar, la vereda de Quintana, una puerta numerada, la pieza contigua y el infaltable espejo que repite y reproduce a los hombres sin cesar. Es igualmente, la otra calle, el enemigo, "un plano de mis humillaciones y fracasos", la creadora de laberintos urbanos y personales que genera certidumbres autobiográficas que conducen al reconocimiento de que con la ciudad, con Buenos Aires, "no nos une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto".

Ciudad irrenunciable, patria cierta de un poeta que acepta sin remilgos que "los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires" porque "Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas".

Caracas y Rafael Arráiz Lucca

Al fin termino por entender

que yo amo esta ciudad hasta la rabia.

Caracas es una ciudad evocada, vive en permanente cambio, se alimenta de un pasado efímero que gobernantes y constructores se empeñan en conculcar con rapidez y, sobre todo, con avidez. Esa Caracas nostálgica es permanente fuente de inspiración para aquellos que buscan preservarla del olvido, transformándola en música, copla, canción o verso que se torna en recuerdo inconculcable. Rafael Arráiz Lucca no esconde su condición de ciudadano militante, de habitante sensible de una ciudad que le sirve de inspiración para que su poesía funja de aliada de esa Caracas suya y nuestra que la modernidad y un mal entendido progreso han convertido en "tierra y abono para la nostalgia".

Nuestro poeta no se contenta con ser chofer, consumidor, transeúnte, empleado, porque sabe que la ciudadanía conlleva una alta dosis de orgullo, de reclamo, de aspiración – "los caraqueños regresan a sus casas / o salen en busca de felicidad: / cómo saber dónde el alma encuentra sosiego / y el espíritu se extiende como una mesa servida" – que el escritor vuelca en sus versos, a fin de que Caracas, a pesar de ser "un forzoso ejercicio del recuerdo", se reconcilie con sus ancestrales rasgos, sus gestos, sus accidentes físicos e incluso con su presente de arterias de concreto permanentemente obstruidas y a punto de estallar.

El escritor reivindica – temprana y tardíamente – al caraqueño cerro Ávila, a ese cerro que a fuer de mirado dejó de ser visto para adquirir carácter de rutina sensorial, de mampara urbana, de gimnasio al aire libre, donde unos agotados citadinos aspiran recomponer los equilibrios del cuerpo, pensando que así aseguran también los del alma. El Ávila, cuya silueta en verano "permanece velada por la incandescencia", es reconocido por Arráiz de manera remota e indirecta. El poeta, en versos más tardíos, así lo reconoce: "El cerro cobra toda su magnitud ante el estupor de mis oídos, / tengo ahora la sensación de haber vivido al margen / de su largura, su grandeza, su ritmo, su imperio".

Arráiz Lucca se valió entonces, en su momento, de Manuel Cabré, el pintor por antonomasia del Ávila, para hacernos ver de nuevo los colores, los accidentes y las sombras de una montaña que había perdido su identidad, debido a tanto uso repetido, automático y cotidiano. El pintor es bendecido por el poeta, quien recientemente se declara "…feligrés de sus perfiles vespertinos / y un sirviente de sus amaneceres solventes", y alaba la paciencia del artista plástico, esa que le permitió "vivir noventa y cuatro años haciendo lo mismo sin otro hallazgo que la noble rutina de retocar tu invento". Con especial sarcasmo, Arráiz Lucca le agradece a su "muy querido Manuel Cabré" la mudanza del Ávila a las paredes de las casas porque nosotros no habíamos tenido tiempo de volverlo a ver, "ocupados en cosas más importantes".

Arráiz Lucca ama la Caracas que fue, la que es y la que está siendo, aquella que emergiendo de los planos de arquitectos e ingenieros, se transforma en zonificación y permiso de construcción para darle vía franca a unos constructores, a unos paisajistas, a unos urbanistas que no dejan que "nada se acerque a la eternidad", propiciando que la ciudad del poeta no la conozcan sus hijos, debido a que nunca rodarán por la misma calle ni obtendrán descanso y reposo en bancos y plazas ya desaparecidos. El escritor se erige a sí mismo en testigo privilegiado de esa ciudad que está siendo por efecto de máquinas que engullen, tragan, devoran, insaciables una naturaleza perdedora que antes se denominaba cerro, paisaje, quebrada, bosque o laguna; así, decidido, tajante, cínico, desafiante, y sin ningún asomo de duda afirma que "donde haya un movimiento de tierra estaré yo, mirando los tractores".

Caracas sucumbe y renace de sus propias entrañas, para darle paso a edificios de propiedad común, algunos extremadamente lujosos, imponentes y premiados, protegidos con garita y vigilante; orgullosos saben que no compiten con aquellos otros, cada vez los más, donde el sudor de la frente se trocó en edificación de segunda, en conjunto prefabricado, en cerámica china de segunda en vez de mármol italiano, para ser habitados por los sufridos y cotidianos usuarios del metro, el autobús y del por puesto. Sin embargo, en ambas construcciones, independientemente del lujo visible que recubre cabillas, tubos, cemento y ladrillos, existe para proteger el interés común – "la paz no está en nosotros como si lo está la guerra" – una infaltable junta de condominio, emuladora de los foros romanos, de las asambleas revolucionarias, de las sesiones justicieras de diferente cuño que inevitablemente "viven de sus víctimas", requiriendo del concurso de señoras y maridos para identificar al malhechor, quien deja de tener nombre y apellido para convertirse en nomenclatura de apartamento, en número y letra, 4A, 5C, que identifica piso y torre, culpable y víctima.

Una ciudad vive también de los encuentros furtivos, de ese amor confundido con el sexo que las más de las veces termina siendo masturbación a dúo, pura y simple, refrescada con la saliva y el sudor de una pareja cada vez menos entusiasta que, poco a poco, va reconociendo que el futuro no pretende convocarlos para que lo compartan en conjunto. Arráiz Lucca sabe que Caracas es ella y sus aledaños, la Panamericana, la carretera hacia el Junquito, la vía hacia Mariches, donde variados moteles de paso, de comida rápida, se alimentan de jadeos y premuras que imponen una alta y muy bienvenida rotación. Hoteles paradójicos a los que se arriba con energizados bríos y urgencias contenidas para salir de ellos, arrepentidos, desencantados, confirmando la añeja historia "de creer que estamos juntos, el antiguo simulacro en el que pierde la tristeza". Paradores sexuales en los que se ejerce una parodia de amor en medio de una vergüenza propia, acompañada de perfumes baratos, paños breves y jabones sin gracia ni abolengo.

Caracas despojada de aventuras, rutinaria, cotidiana, prodigadora de ciudadanos comunes, de "seres abyectos" que salen todas las mañanas "en busca del destino". Esa ciudad de fracasos, aburrida, es protagonizada por esos oficinistas, empleados, analistas que se miran en el espejo para "confirmar sus virtudes" y comparten su almuerzo "con otros que aseguran, como él, que la felicidad asalta de improviso y sólo se trata de esperarla". Ciudad de los alienados en la esperanza que Arráiz rechaza, repudia, implorando "que no venza la abulia y mucho menos esa fuerza que nos hace dejar el mundo inmaculado".

Frente a esa Caracas de todos los días, del mismo recorrido y a la misma hora, el escritor reivindica esa otra urbe en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo "para actividades distintas del sueño". Ciudad alegre, sonriente, que desobediente deja de lado la tristeza, la rutina, la resignación y que Arráiz asimila con sus amigos, "entre quienes se cuentan las almas menos ruines, más esplendorosas". Caracas posible que en los versos del poeta también puede ser una afrenta, un reto, una alegría previsible, un futuro conquistable. Así como hay una Caracas de la amistad, una ciudad viable, solidaria, asentada sobre las bases de un afecto que trasciende el beso protocolar y el apretón de manos, para el escritor existe también una ciudad concebida para el amor, para el reconocimiento del otro, de ese ser amado, necesario, infaltable, que debe acompañarlo incluso en esos días tristes, de "capota gris", en los que va llover, y ni siquiera tiene a su compañera, a su pareja soberana para "nadar en la autopista". Caracas amada y hecha para el amor donde "sólo es permanente lo que falta y lo que fue" y el cuerpo de la amada es también "una vuelta a empezar todas las noches".

Ciudad difícil, en la que conviven la vida y la muerte, la tranquilidad y la amenaza, la inocencia y el crimen, la fiesta y el luto, donde una cultura de la muerte televisiva e importada hace de las suyas, y el atraco, el arrebatón, el asalto, el secuestro express o el asesinato acechan en esquinas y avenidas, los viernes y fines de semana, haciendo que el poeta se reconforte porque "superamos un día sin saber si nuestra foto aparece mañana en la última página del "periódico con sus hechos de sangre".

Caracas de todos nosotros, revivida, reivindicada, por la emoción de un poeta que es capaz de prescindir del pesimismo y las traiciones para devolverle la identidad a una ciudad que vive de la nostalgia, aunque se empeña, sin embargo, en vencerla para no ser sólo un territorio del pasado y del recuerdo, porque también hace falta "llorar de futuro aunque no llegue."

Caracas y José Pulido

Este país ha repartido mal

se lo digo yo en esta acera

sacándole el cuerpo

a la sayona de la mendicidad

José Pulido devela el lado oscuro de Caracas: el de la malvivencia, el de la ciudadanía de segunda, el de hombres y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que se traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar, ocultar la marginalidad, la exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos. Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se vive al instante y por cuotas: "barras, / música de vidrios y alcohol, / asesinatos rústicos, / sexo agrio, / la madrugada culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas oxidándose / en los barrancos del sentir, / almas sin mantenimiento, / suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana de heroísmos / vestida de horóscopos farsantes".

En medio de inclementes recuerdos por lo dejado atrás en el tiempo y en el espacio: "…un pueblo sin asfalto y sin cemento / de pura tierra el pueblo / ventorrillos y humo", el poeta rememora su llegada a la ciudad para convertirse en ciudadano de una vez y para siempre: "…Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba llegando a la ciudad / El autobús marchó sin altibajos / La parada final me despertó / Y el hervidero de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibía / Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el sueño y la vida".

Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidia que a muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por donde sale el sol, le es ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad repudiada y malquerida confiesa: "Me mordió la avenida Baralt / la tarde del viernes / culebra atragantada / de buhoneros y carros / mujeres sin milagros / buscando templos / en el infierno de la bisutería".

En la poesía de Pulido, Caracas es redescubierta más allá de los clichés y lugares comunes de la elegía poética y del impresionismo pictórico; el poeta la representa en esa otra dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros comerciales de moda o con los paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma que nosotros desvivimos, "hay bullicios de panadería / una mujer recién bañada / baja la calle cantando / alguien rompe una botella contra la acera / en lo más profundo de la intimidad y de la sabiduría filosófica / nada puede superar la combinación de sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la dorada carne de la ciudad / el espíritu bisutero de la urbe / saltan como un cohete de fiesta patronal".

El poeta sufre la ciudad como también la soportan sus malhadados habitantes, comparte el infortunio y la frustración de buena parte de sus congéneres, de aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la ilusión renovada de que mañana, por efecto del azar, del milagro o de una decisión administrativa, en fin, de la rueda de la fortuna, de la infinita bondad de Dios o de las políticas clientelares del gobierno de turno, todo va a ser diametralmente distinto.

Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos patitos, el 22, en los números que revelan los sueños alocados, en el infinito poder del Señor, y, sobre todo, en los ilimitados recursos de un omnipotente Presidente de la República en permanente campaña política quien, afectuoso – cerro, sudor y escalinatas arriba – estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia, aseguraba, a sirios y troyanos, a los habitantes de Río Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las electorales.

En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta, contento y esperanzado como un comprador de sueños más, acude, optimista, al quiosco de lotería: "Voy a comprar el cero cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte / la lotería está obligada / a ceder / de tin marín", para escuchar, atónito y confuso, la fría respuesta del inmutable vendedor de ilusiones, quien, sin alzar vista y cara, responde, impertérrito, que no queda ninguno de esos números que amparaban ansiadas prosperidades, apetecidos y ahora imposibles bienestares.

Nuestro poeta tiene plena conciencia de las falencias, de las precariedades que supone una existencia minusválida, siempre al borde, en el límite de la subsistencia, signada por la carencia de lo fundamental e inscrita en una doble alienación: la de la esperanza de que pronto llegará una vida mejor, o la del consuelo de que se vive tan peor como los demás lo hacen.

A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso de esa existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la celda para los castigos por el solo delito de habitar en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se revuelve: "No hay idiosincrasia en el andén / no hay país en la butaca del cinematógrafo / amo el café como si fuese la materia prima de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el rocío / de los pajonales inventados y soñados / a través de la ventana de mi baño / que posee cielo propio, una montaña un avión / una acumulación de polvo, de años y años / un pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de arañas".

Cielos y aviones inventados por la imaginación del poeta enjaulado, acompañan a una montaña que perdió lentamente su lozanía y su verdor: sus árboles, sus quebradas, su flora y sus animales, para pasar a ser el sostén físico de esas inestables y crecientes existencias que configuran la marginalidad urbana. Una realidad de ranchos, de viviendas precarias, de estrechas callejuelas, de servicios públicos inexistentes e interminables escalones que no conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: "el autobús de medianoche se vacía en la parada / un hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y extensos / no hay rocío / olvídate de las frutas silvestres / no hay peces ni tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante / hago un esfuerzo al besarte con el alma".

Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido: todos los días la gitana del destino te echa las cartas, te tira los dados. La existencia de aquellos marginados que son fácilmente reconocibles por sus "ojos de traicionado, boca de chofer, / castrado de la tierra / colilla destripada" es una osada aventura que fácilmente se convierte en su contrario: "Una desventura baja en ascensor / y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi perfil pasa / sobre un cementerio de aborígenes y españoles / soy un peregrino de vidriera".

Ese peregrino que habita en la inagotable imaginación del escritor reconoce, en sus enardecidos versos – genuino reproche ciudadano – que, a pesar de todas sus andanzas callejeras, de sus emociones urbanas, de sus circunvalaciones citadinas: "Este no es mi lugar / soy una raza extraviada ", aunque "el faro rojo de la patrulla policial gira / en el cuarto / todo el tiempo ".

Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos protagonista de una marginalidad que se traduce en encierro, en acuartelamiento por razones de dinero, en prisión perpetua por motivos económicos. El poeta se rebela en contra de una realidad impuesta por las circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta: "¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé que eres demasiado / bien nacida y fresca para estar tendida / en un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir / los brazos quemados por aceite de cocina? / ¡Ay la diosa hermosa / encerrada en una vivienda prefabricada! / un lugar donde el sol es polvoriento, donde las flores son de plástico y los sueños pesadillas económicas / la diosa hermosa allí / como una música retenida / y el hombre que la mira / y que la ama de este lado / muerto de tanto mirar / muerto de tanto fracasar / muerto de tanta política. / Muerto de amar caro / con un corazón tan barato".

Los relegados de siempre, los condenados de este valle, los rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa legión de recogelatas – como si el aluminio fuese el oro de este siglo -, los salario-mínimo, los cesta ticket, son exaltados a vivo verso en la poesía de Pulido, mientras los temerosos pobladores de la otra ciudad – la luminosa, distante y flemática – rechazan con fingida indiferencia, tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis, Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas que, viernes y sábados, quince y último, toman por asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su algarabía, una libertad que sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña a la multitud; Pulido se hace uno con ella: "A veces amo la carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de la muchedumbre".

Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de la marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que navega decidido en el asfalto de la poesía de Pulido, quien aterrorizado confiesa: "Es un barco enorme / lo siento pasar / pegado a los edificios". Ese navío fantasma, eslorado y al garete, es "una masa de silencio / las olas lo golpean en la madrugada" y los perros se asustan tanto como el escritor, quien, al paso del "escualo del odio", gime, se enrolla, tiembla, tirita de miedo y asombro y se aferra, incrédulo, al único lugar que ofrece una pasajera seguridad: el pasamanos de la escalera de su edificio.

El poeta registra para la historia de una ciudad en permanente movimiento, el violento pasaje de esa embarcación que hiede – como el mismo odio – a capitán eterno, a sobacos de océano, a descomposición de amores. Luego del amargo tránsito del barco del resentimiento queda "a babor un muerto a estribor un muerto".

En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota en la calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los enfermos desatendidos en clínicas y hospitales por no tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de oficio y por día, de los embolsadores del auto-mercado, de los asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de los sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en morgues y hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo verso de alerta: "La ciudad exige un perdón y un latigazo".

Carora y Guillermo Morón

Esta ciudad de Carora toca al oriente, por donde nace el sol,

en el preciso lugar donde se encuentra el sitio denominado

El Yabito, porque de antiguo ha crecido allí un árbol de Yabo,

un árbol ceniciento, macilento, de hojas pequeñas comestibles

para los rebaños de cabras que existen en estas comarcas

carorenses.

La villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora es la urbe que convoca los recuerdos más sentidos y emotivos de Guillermo Morón, quien en su novela Las Espuelas del Gallo de Oro reitera que esa villa es auténtica patria chica y orgulloso gentilicio estricto. Esa ciudad habitada por "godos grandes carajos, por cara – coloradas hijueputas", fue la que albergó tanto las travesuras juveniles como las lecturas decisivas del narrador, quien a muy temprana edad "estuvo en la tienda de Polo a buscar un libro de Historia, los libros están apilados en la trastienda, sopotocientos libros, impresos en España, impresos en una ciudad que es la más grande de todas las ciudades fundadas por los españoles cuando fundaron también a Carora, llamada Buenos Aires."

Carora se jacta de conservar intactos los mismos linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569, así como de exhibir el linaje de unos apellidos – Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez, Herrera y los que faltan para completar los veinte recogidos por el genealogista de la villa – que se mezclan entre sí, se entrecruzan una y otra vez, para dar origen a ese caroreño blanco, godo, colorado y peculiar, muchas veces genuino pero no legítimo: " de sangre azul conocida, cristianos viejos probados, ni turcos ni negro ni judíos ni indios ni protestantes, Jesús amén, sólo caroreños antiguos y principales " y nunca a los otros, los ilegítimos, los pecaminosos, "los hijos naturales ni los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar por honorables y blancos eran todos negros, descendientes de esclavos, que las familias les permitían usar sus nombres y apellidos."

En fin, ese caroreño genuino, blanco y legítimo, también se caracteriza por proferir palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas palabras, aunque sí gritadas: "como si tiraran pedrugones con la lengua." En efecto, recuerda el escritor: "cuando un Álvarez habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda que tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se escucha el escándalo en Carora y en los pueblos vecinos, no necesitan usar el teléfono ni mandar recados para los peones, se ponen a gritar y todo el mundo se entera de que no llueve en la hacienda, que los pozos de agua están secos, de que esos carajos peones son unos perezosos, que si no aumenta el precio de la leche a esto se lo llevó el diablo, que cómo va a ser eso de dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio Nuevo, Carora se acabó, no puede ser, entonces nos tendremos que ir de aquí, los vozarrones de los Álvarez aumentan el calor de la ciudad, ah buena vaina, carajo."

Carora es sinónimo de agobiante e inclemente calor – "continuo, día y noche, desde enero a diciembre, apenas bate el viento por la tarde, con cierto ruido de borrasca" – sólo comparable con el de los desiertos más inclementes del planeta: el conocido Sahara, el inquieto Sahel o el más lejano Gobi: "Porque lo que pasa lo sabe todo el mundo, aquí abajo en esta maldita tierra y allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito, que no hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro oficio, como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno." Francisco ha sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr por su pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz, dotado de "unas nalgas poco atractivas, más bien flacas, los huesos se adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne magra, como un firulí el cuerpo pequeño de Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la nariz, te pareces a Simón Bolívar le dijo la maestra Teresa Molero y desde ese día sus compañeros le pusieron chapa de oro con el está bien, Bolivita, hola Bolivita, Francisco tuvo que agarrarse de nuevo cuatro horas en El Pajón con Amorfiel Martínez para quitarse la chapa de encima."

Un calor permanente y un río agazapado caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles, de tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de una acera a la otra, a pleno sol o en la cómplice oscuridad de las sombras, volando ligero: "tomé la decisión de mirar desde arriba todas las casas, en vuelo despacio, no como los pájaros, sino agachado, agarradas las piernas con las dos manos. Pero la mano derecha, suelta para pasar por encima de las maporas de la plaza y más alto que la torre de San Juan", en fin, vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y que puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas de nuevo con la imaginación como si estuviera consultando un preciosista portulano o las vías mostradas en pantalla por el más eficiente buscador satelital. Rememora Francisco las calles de la ciudad de poniente a naciente: "la calle Bolívar, la Zamora, la Torres, la Carabobo (…) la calle de La Paz, la Miranda, la Democracia que le cambiaron el nombre, la Libertad que también le pusieron otro nombre por si acaso y no se alcen los caroreños son todos gobierneros, por eso hay que mudar los nombres federales de las calles transversales, la Calle Falcón, ¡quién ha visto! que es la primera cerca del río, paralela claro está a la calle del Comercio las dos capillas en sus puntas, luego la calle real y principal, que es la de San Juan, toda hecha con casas sagradas (…) la calle Bruzual quién será ése, la Sucre más arriba que no le han cambiado el nombre al Mariscal de Ayacucho, Monagas cuál de los dos será, debe ser el libertador de los esclavos, que nos echó ese tronco e vaina de dejarnos sin esclavos, la calle Federación ésa sí ya dejó de llamarse así (…), y la última que era la calle Independencia, porque de ahí para arriba ya es el trasandino y la carretera trasandina de tierra…."

Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus habitantes y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas de particular estilo que le otorgan especial identidad a Carora, verdaderas casas sagradas que el escritor visita con ánimo de urbanista del espíritu, de antropólogo de la historia caroreña. Siempre dispuesto a trasladarnos vivazmente a la villa de sus afectos a través de sus emotivas evocaciones, Morón explica minucioso, detallista, reparón, que una casa sagrada caroreña tiene: "portón y anteportón, con lo cual se da existencia de presente al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad, donde viven los godos, tienen todas zaguán (…) todas las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada entre el portón que es la puerta principal de la morada y el contra – portón o segundo portón que es la puerta con acceso final hacia el interior sagrado de la casa (…) en Carora hay como mil casas, unas doscientas serán casi sagradas, donde viven los blancos de la plaza, las diversas clases de godos, que unos son llamados Chuios y otros son llamados Chuaos, eso no quiere decir gran cosa sino que unos son más godos que otros, no es que sean más blancos ni más caracolorás, sino que lo hacen para pelear los puestos públicos."

El sol y el calor de la ciudad son objeto de variadas y sudorosas imágenes que dejan su indeleble mancha sobre las páginas que garrapatea el escritor. Morón advierte con estricta crudeza acerca de las consecuencias fatales que pueden producir los furibundos rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier mortal negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos aconseja: "a las diez aprieta el sol, hay que llevar sombrero aludo porque de lo contrario se achicharra la cabeza y se pueden quedar los huesos pelados entre los tejos de la playa, como huesos de chivo muerto, se mueren de sed, se los comen los zamuros y se quedan los cachos en la cabeza pelada en un sitio, más allacita las costillas y por los lados, todos regados, los huesos de las patas, todos tuyíos, desmigados por el calor, por eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien alón, para que el sol no haga de las suyas y lo convierta a uno en chivo muerto."

Las villas poseen para temor de niños y adultos sus propios espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus fantasmas: El Silbón, La Llorona "que llora inconsolablemente la muerte de su hijo muerto sin haber nacido porque ella misma le dio un gran manotón y el hombrecito (porque era macho, veis) le gritó desde adentro, ¿porqué me matáis antes de tiempo?", el hombre del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador, pero solamente Carora muestra con orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado por Morón, la presencia permanente y libertaria del diablo en la ciudad infernal se debe justamente al calor insoportable que la define y le es consustancial:´"El calor se aposentó en la ciudad, el calor soltó al diablo, el diablo estaba bien amarrado en el solar del convento de Santa Lucía, el convento franciscano; allí lo había dejado tuerto Santa Lucía de un bastonazo que le dio, cuando el diablo entró al oratorio donde estaba la santa dedicada a sus oraciones (…), en el convento estaba amarrado el diablo desde cuando se fundó el convento, tuerto y amarrado con fuertes cadenas en el tronco de un cují seco, con el rabo mocho, un franciscano se lo pisó, cuando Santa Lucía le saltó un ojo de un bastonazo, y entre los frailes lo dominaron a palos, lo amarraron con las cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el solar, amarrado, sin darle de comer, más de doscientos años estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que se soltó y la culpa la tiene el calor, porque el día en que se soltó el diablo en Carora hacía más calor que en el propio infierno, cómo haría de calor que los caroreños, se acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es cuando se duerme la siesta después de almorzar mondongo de chivo, cabeza de ovejo, caraotas caldúas, lomo prensado, longanizas, tajadas fritas, suero, queso raspado, arepas, y un chocolatico caliente, como hacía tanto calor, los caroreños decidieron desayunar como si fuera el almuerzo y todo el mundo se echó en sus chinchorros a dormir la siesta con ese inmenso calorón, todas las barrigas caroreñas repletas de mondongo ocuparon los chinchorros, sin una gota de aire, caliente el sol, despiadado encima de las tejas, implacable en la plaza y en las calles, los árboles se quedaron pasmados de calor, un gran silencio entró a las casas sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el mundo con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño de la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para que el diablo endemoniara el convento, nueve muertos con calor y sudor dejó el diablo en Carora el día que se soltó y ya no lo han vuelto a amarrar, porque el convento se cayó, los godos de Carora expulsaron al último fraile y Santa Lucía se quedó ciega…"

Sin embargo, otros entendidos en el asunto del Diablo de Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez dicen, en boca de Francisco y con los presuntos cachos del diablo bien sujetos en sus manos: "El diablo se soltó de sus cadenas. Y comenzó a realizar acciones heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa Lucía que lo había amarrado en el tronco del cují, en el patio de su convento, comenzó a poner ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente al Padre Francisco Ramos, que era Doctor en cánones, para que no pudiera ver quién era quién y así mandara para el infierno a los inocentes y remitiera en sacos de lona a los culpables para el cielo; luego el diablo confundió a unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí. A unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí, como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios pasaron por las armas al Juez de Comisos y el teniente Justicia de la Compañía de Volante, que también era el Buenaventura, le dio de puñaladas a los presos, de tal manera que se armó la sampablera. Y también el diablo, sólo por fuñir, sin otra intención, comenzó a cogerse a todas las mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon algunos maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por aprovechar. De modo que el convento de la Consolación, fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones en el Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de Dios, santo celo y curiosa preocupación, por el Ilustrísimo Señor Obispo Don Mariano Martí, cuyo capítulo se refiere íntegramente a la ciudad de Carora visitada por el Obispo, inmediatamente después de la fecha en que el diablo se soltó en Carora."

Sea como sea, cuéntese como se cuente, entiéndase como se entienda, nárrese como se narre, desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días en el convento de Santa Lucía, ningún visitante de la villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el distinguido, célebre, famoso y suelto, Diablo de Carora.

Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad donde el diablo continúa suelto: "yo soy estudiante de puros veintes en todo, también en conducta, aunque tengo que pelear en el recreo", más adulto, más persona, más seguro, con la indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en que partió de Cuicas, en el logro de un porvenir diferente, el escritor, al momento de pasar por el Trasandino con destino a Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso divisar la villa de su adolescencia: "no quería ver las casas sagradas, cuando sea rico y doctor volveré, dijo a los catorce años Francisco, camino de la flor amarilla del araguaney, la flor del araguaney es amarilla, florea el árbol todo entero, se caen las hojas y la flor amarilla llena frondosamente las ramas. La flor del araguaney se cae al suelo a los quince días. Sólo quince días dura la flor del araguaney. Francisco no tuvo tiempo de recordar su infancia."

Ciudad de México y Carlos Fuentes

En México no hay tragedia:

todo se vuelve afrenta.

Una ciudad no se define sólo por sus accidentes geográficos o por su infraestructura física, por más bellos e incomparables que éstos sean. Más allá de lagos, ríos, valles, volcanes o montañas, de interminables avenidas o estrechas callejuelas, de imponentes monumentos, plazas, catedrales, de prudentes casas dotadas, paradójicamente, de balcones curiosos que emergen del recuerdo para darle permanencia al pasado, una ciudad, una verdadera, requiere conformarse también con olores, sabores, aromas, con una peculiar manera de salir o de ponerse el sol, de ver caer la lluvia o de conculcar el día para convertirlo en noche intransferible e inajenable. También es ciudad por su gente, por esa variopinta realidad humana que transita sus calles, habita en sus moradas, labora en sus oficinas y despachos, que goza y sufre lo cotidiano, se desespera y se entusiasma con la cambiante realidad, así como confiada y luego engañada, repudia a sus líderes y dirigentes.

Carlos Fuentes así lo sabe y así lo expresa en su novela La Región más transparente, cuya única y fundamental protagonista, independientemente de innumerables personajes y de urdidas tramas, es Ciudad de México, esa urbe plural y polisémica, hecha de mentiras y verdades, de pasados negados y presentes cuestionados en la que, sincréticamente, el águila y el nopal conviven con el cordero y la cruz, en una tensión no resuelta que todavía clama por identidades que un pasado de sojuzgamiento y un presente de revoluciones institucionalizadas, parecen no otorgarle.

Ciudad de México, en la perspectiva del escritor, es un compendio de gentes y situaciones, de fenómenos físicos y realizaciones del hombre, de olores y colores propios, de una historia que aún deja sentir su peso, de linajes derogados, sustituidos prontamente por súbitos ascensos económicos y sociales de aquellos revolucionarios que abogaban por la justicia y la igualdad. De allí que en virtud de tantas tensiones inmanentes y no resueltas, "la región más transparente del aire" es un espacio donde inevitablemente "se cruzan nuestros olores de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas."

Ciudad controversial que olvidó tempranamente los ideales de solidaridad y justicia esgrimidos por Zapata y Pancho Villa, para, renunciando a principios y preceptos, convertirse en la "ciudad del hedor torcido, de la derrota violada, perra, famélica, lepra y cólera hundida"; en fin, en ciudad a la que se le pueden aplicar todos los epítetos del reproche, todos los calificativos provenientes de la ira de un novelista convencido de que los "héroes no regresarán" y que, por eso, es necesario recobrar "la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible en el momento del organillo callejero, cuando pareciera que todas tus memorias se hicieran más claras". Urbe que acusa el repudio, el reproche por las utopías fallidas, el reclamo vehemente de toda una generación frustrada que contempló como la perennidad de su revolución se diluyó, se esfumó para darle continuidad y vigencia a un partido que la oficializó, convirtiendo en dirigencia, burocracia y gobierno a la oposición, la anarquía y la montonera.

Habida cuenta de su carácter plural y diverso, Ciudad de México se define también por sus realidades físicas, materiales, construidas por el hombre y alimentadas por la historia. Su Zócalo no puede ser puesto de lado, negado a la hora de confirmar rasgos y signos específicos de identidad. El emplazamiento del Zócalo, ese corazón palpitante de una ciudad que nació sobre las ruinas de otra, la de Tenochtizlan en la meseta de Anáhuac, puede ser contemplado con ojos violentos que transcienden la evidencia palpable y constatable para ubicar "en el sur, el flujo de un canal oscuro, poblado de túnicas blancas; en el norte una esquina en la cual la piedra se rompía en signos de bastiones ardientes, cráneos rojos y mariposas rígidas: muralla de serpientes bajo los techos gemelos de la lluvia y el fuego; en el oeste, el palacio secreto de albinos y jorobados, colas de pavorreal y cabezas de águila desecada… sólo el cielo, sólo el escudo de luz, permanecía igual".

Cielo inamovible, sinónimo de infinitos y eternidades, contemplado por igual por conquistados y conquistadores, por el indio y el español, por la raza de bronce y la que llegó en carabelas y bergantines, del cual se desprenden lluvias caudalosas que como timbal del propio cielo, hacen que cabezas gachas, plenas de agua y vaselina, se adosen a los muros como arquetípicos y reiterados condenados al paredón de la revolución y del gobierno, esperando, resignados, "la fusilada que no llega". Lluvia contagiada de aromas que convierte a la ciudad en "nube teñida, en olores viejos de piel y vello, de garnachas y toldos verdes".

Megalópolis "deforme y escrufulosa, llena de jorobas de cemento e hinchazones secretas" habitada por aristócratas venidos a menos que rememoran, nostálgicos, aquella otra ciudad "pequeña y hecha de colores pastel, donde no era difícil conocerse y los sectores estaban bien marcados". Ciudad de putas y secretarias, de obreros y ruleteros, de políticos y burócratas, de intelectuales y extranjeros, de mariachis y artistas de cabaret, de espaldas mojadas que regresan frustrados al no haber podido concretar sus ilusiones en el gran país del norte. Urbe "chata y asfixiada" que va "extendiéndose cada vez más como una tiña irrespetuosa" en la que conviven millones de personas que paren "con una mueca cerrada, la luz de cada día, la oscuridad de cada noche, sin solución, en un parto repetido con el ejercicio doloroso de la premura".

Ciudad de la vida y de la muerte que a 2240 metros de altitud se acerca al cielo para solicitar indulgencias y bendiciones que exorcicen el pecado de no tener memoria, de no contar con héroes vivos, de portar una máscara anónima e imperturbable detrás de la cual se esconden "nombres densos y graves, nombres que se pueden amasar en oro y sangre, nombres redondos y filosos como la luz del pico de la estrella, nombres embalsamados en pluma". En fin, aquí nos tocó manito. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.

Florencia y Sinclair Lewis

La belleza resiste todo incluso

a los turistas norteamericanos

Florencia resume, quizás como ninguna urbe del planeta, lo que una ciudad ideal ha debido ser: bellas edificaciones, buen vino, artistas inigualables, gobernantes universales, manjares inimitables, pensadores originales, colores y aromas incomparables, incluyendo su buena dosis de intrigas palaciegas, de chismes de vecindad, de envidias derivadas del talento, de rivalidades ancestrales, en fin, de todo aquello que le da carácter a una ciudad para que cualquiera que la visite no pueda renunciar a intentar convertirse también en protagonista de las aventuras de diferente sino que, en su momento, inmortalizaron a los Medici, los Pazzi, los Bardi, los Rucellai, los Cavalcanti, sin dejar de lado a Miguel Angel, Da Vinci, Savonarola, Cellini, Fra Angélico y Fra Bartolomeo.

Hayden Chart, arquitecto, hombre de bien, viudo deprimido intentando reponerse de la muerte accidental de su insoportable esposa en un accidente de tránsito, producto de su propia impericia al conducir, norteamericano promedio nativo de New Life, Colorado, es el personaje central de la novela póstuma de Sinclair Lewis, el primer Premio Nóbel estadounidense, Este Inmenso Mundo, quien luego de una larga convalecencia, experimentó la necesidad de "renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos y su madera, para vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos". Este arquitecto al que "le reventaban los tétricos bloques de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez", luego de un largo periplo por Europa, se topó con Florencia para deslumbrarse con "el formidable poder de sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos, el monte Fiesole".

Poder de sugestión variado, ejercido por una ciudad a la que nada le falta, porque puede esgrimir ante el visitante un pasado de edificaciones civiles y religiosas, de príncipes, papas, intelectuales, artistas, al más inflexible y estructurado de los turistas, exhibiéndolo incluso ante esos infaltables norteamericanos, provistos de guía y cámara, cargados de sus novedades pasajeras (una estrella de cine, un avión a reacción, el último escándalo sexual de su Presidente, los asesinatos en serie, el sermón del predicador de moda) que, sin embargo, demuestran "una reverencia provinciana ante la cultura europea", mientras procuran, en su encuentro con ciudades como Florencia, "ver la misma elevada ambición en las catedrales góticas que en los himnos góticos y la misma gracia y luminosidad en los palacios y en las villas del renacimiento que en las esculturas y en las canciones de la época".

Florencia inasible que eleva al cielo, orgullosa, las innumerables torres de sus palacios e iglesias para no pasar inadvertida ante los habitantes de la tierra y mucho menos ante los que habitan las alturas. Cúpulas majestuosas como la de la Catedral de Santa María dei Fiori, torres marfileñas como el campanario de Giotto o como la del Palazzo Vecchio que "domina al mundo mejor que un rascacielos de cien pisos de hormigón armado", sirven para testimoniar la majestad de una ciudad "mil años más joven que Roma" que por efecto de sus "rojos y amarillos medievales y por sus sombríos pasadizos parece, sin embargo, más vieja" que la capital del imperio de los imperios.

Este inmenso mundo es el recuento de la titánica tarea de un arquitecto estupefacto, decidido a romper con sus tradiciones pacatas, asépticas e ingenuas, para enfrentarse tanto a aprender el italiano, "un idioma que para los indocumentados sólo consiste en melodías y tra-la-la y damas nobiles y pregones de helado", como a descubrir la sabiduría medieval escondida, oculta, intrínseca a la ciudad, esa sabiduría que hay que cultivar "por amor a ella misma y no por las supuestas ventajas que le atribuyamos".

Hayden recorrió Florencia y sus alrededores, se trasladó al sorprendente San Gimigniano con sus antiguas y numerosas torres, a Siena con su combativa Piazza donde se desarrollaron palios y batallas bajo la atenta mirada de una torre inaudita que remeda a la más espigada montaña, para volver siempre a Florencia, la sinigual ciudad "llena de antiguas resonancias y moderada energía con sus viejísimos pasajes, retorcidos y misteriosos, cubiertos con arcos de piedra sobre los que había grabados escudos nobiliarios".

Ciudad medieval, estirpe del Renacimiento, inevitable a los ojos de un arquitecto que ve más allá de piedras, cemento y cabillas para enfrentarse a la fábula de unos caballeros andantes desafiando peligros en forma de lanza, ballesta y armadura para conquistar un precioso galardón que ofrecerá solicito a una princesa inocente, rosada de rubor. Plazas jubilosas donde aún palpita el jolgorio, la barahúnda, el bullicio de hombres y mujeres que se acercan desde el Valle de Arno para ofrecer, en ferias coloridas y vistosas, los más frescos y variopintos productos de la tierra toscana. Calles florentinas en las que es posible ver surgir, a la vuelta de una esquina o de un recóndito patio: "alguna dama con un puntiagudo tocado acompañada por un galanteador vestido de satén con un halcón al puño".

Partes: 1, 2, 3, 4
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