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El sucesor (relato) (página 3)


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La célula NK es otra variedad inmunológica. Es contundente, como si detectara a un navajero en un edificio y decidiera derribarlo. Una más es el monocito, que convive en el cultivo con las demás con carácter pluripotente, es decir, transformándose en la conveniente en un momento dado. De hacerlo en un macrófago, seguiría recibiendo nuevos nombres dependiendo del órgano donde desempeñe su función, célula de Kupffer en el hígado o célula Langherman si está en la piel.

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El astrocito

Dentro del parque de atracciones cerebral está el astrocito, perteneciente al tejido neuroglial, que sirve de sostén a las vías nerviosas. Vive adosado a la neurona y realiza tareas semejantes a las del macrófago, proveyendo alimento o limpiando partículas extrañas para ofrecer la buena conductancia de los neurotransmisores, que son los vehículos móviles de las vías nerviosas.

Los neurotransmisores entran a las neuronas mediante receptores. Cuando termina, regresan a su núcleo génesico o bien quedan guardados en las neuronas que hay por el camino hasta que sea necesario ejecutar la tarea otra vez. El glutamato es uno de ellos y actúa elaborando los pensamientos. Sus receptores específicos son tres, es decir, que solamente le permiten el paso a él. Hay uno llamado kainato activo cuando el glutamato pasa por el hipocampo. Otro es el receptor AMPA, que es de naturaleza ianotrópica, es decir, eléctrico y liberador de iones. Es impermeable al calcio salvo si en la vía lo detecta junto a la arginina, un aminoácido. El receptor denominado NMDA tiene como particularidad que permite el acceso si hay glicina. Hay un receptor denominado metabotrópico cuyo significado es que la célula lo usa para su funcionamiento interno, sin compromisos exteriores. Se trata de la proteína G, que sondea la membrana por su cara interior, esperando a que asome el ingrediente, como una persona en una terminal de aeropuerto oteando por encima de las cabezas. La proteína G estimulará una conversación interna de segundos mensajeros para dar una respuesta más amplia y duradera en la vía nerviosa, acaso mientras se está estudiando o realizando labor de similar concentración.

Cuando se dice que el médico es capaz de ver al virus como a un amigo, quiere decir que su habilidad le permite detectar el flanco preciso por donde colar el antibiótico exacto, cosa que en la cabeza suele plantear pocos problemas. Se debe a que la barrera hematoencefálica es inexpugnable y hace innecesario su empleo. Se diría que allí no entraría un virus ni poniendo una bomba. La dificultad es de tal naturaleza que también resulta difícil la entrada del antibiótico. Teniendo en cuenta esa atmósfera invivible, una de las preguntas sería porqué la sangre no está hecha igual, de líquido cefalorraquídeo. La respuesta sería que la sangre en realidad es peor. Tan lejos de la zona delicada, se puede permitir el lujo de jugar un rato con el virus, atontándolo antes de zampárselo, dejando que los macrófagos compartan el banquete del mantecado sobrenatural.

El astrocito tiene dificultades si hay escaso oxígeno en las vénulas que irrigan la zona, como ocurre en una habitación cerrada viciada por la respiración o el humo. Regulará la homeostasis de la vía y evitará los excedentes en el potencial eléctrico. Posteriormente, acabada la agitación, irá eliminando diversas sustancias, incluyendo el neurotransmisor. Si el glutamato excediera la cantidad adecuada, lucharía por evitar algún problema nervioso, puede que la epilepsia, guardándolo en forma de glutamina hasta que vuelva a ser necesario.

La escasez de un neurotransmisor quizá es consecuencia de una mala génesis en el núcleo originario. La del glutamato está situada en el puente vertebral, cerca de los colículos inferiores y superiores. Durante su generación asciende volteando el tálamo, describiendo diversas rutas hacia la corteza cerebral. El riesgo de que abunde es la toxicidad, capaz de pervertir la vía como un tren que quiere chocar, confundiendo a los demás neurotransmisores que circulen en ese instante. Uno de ellos puede ser la acetilcolina, cuya fábrica central está cerca de la glutamaérgica. Durante esa economía simple operativa el astrocito elaborará lactato, a la espera de que llegue la gran agitación. La mitocondria producirá una cantidad extra de oxígeno y glucosa. A su vez reciclará deshechos internos, moléculas viejas, agua mala y fundamentalmente dióxido de carbono.

El modo en que el astrocito se relaciona con la neurona y la vénula sanguínea se parece a un hombre andando por un pasillo en contacto con las paredes. Los intermediarios entrambos lados son los seudópodos. Los posa de un lado a otro, en la vénula sobre las fenestraciones, haciendo un trabajo de precisión. Cuando posa la pata dendrítica se encuentra una medida exacta. Aguarda un poco a la partícula circulante, y a continuación la imanta, trasladándola al otro lado. Los seudópodos pueden concatenarse con toda la neuroglia, alargándose hacia sus colegas, como una fila de hombres alargando ladrillos. Eso les permite compartir la información, el cariz de cada análisis y sus eventuales apuestas. La célula emplea piruvato en esa circunstancia y la molécula que hace posible la circulación noticiera es la piruvatocarboxilasa. Si la respuesta fuese falta de vigilancia en algún sector, emitiría con rapidez un factor de crecimiento para reparar la falla. Acaso el impulso que está a punto de llegar es glutamaérgico, y al mismo tiempo se espera puntualidad. El sistema, emitiendo piruvato, informará que necesita expedita la vía, para que otros neurotransmisores se aparten. Si el viaje tardara, el intercambio de moléculas movilizaría la paciencia necesaria, insistiendo a cuantos sostienen la vía para que resistan, haciendo ver que la constante existe por una razón. Mediante un repaso relámpago querrán saber si la tardanza se debe a una vía obstruida, acaso por tardanza de un ducto contrario a la puntualidad.

Para la fabricación de las moléculas de piruvato la neuroglia emplea varias proteínas. Se llaman dineína, cinesina y trombospondina, que de aparecer en un análisis localizarían con exactitud la deficiencia. Los ingredientes habituales son los de costumbre, el potasio y el sodio, que cimbrearán la vía avisando con certeza de la fiesta. Se alternan entrando o saliendo de la neurona, que usa una bomba para el intercambio rápido. Cuando acaba la transmisión la célula evalúa cuánto potasio o sodio queda, para la evacuación por los seudópodos al epitelio perivascular, permitiendo que el individuo siga triste en la normalidad. Un arma más es el ácido araquidónico, una sustancia que sirve para acuciar la evacuación, funcionando como el óxido nítrico que ensancha una vena. El ácido araquidónico evita la acidez causada por la quema constante de oxígeno, desalojando el dióxido de carbono que suele provocar el dolor de cabeza, que es el motivo habitual de ese tipo de circunstancias, y que intenta ver en la aspirina el mismo remedio.

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Hay días extraños en la vida del científico

Si el sol tiene una sombra es la noche. Si hay una pequeña luz, su noche es la pequeña sombra. En ocasiones el científico se intenta mentalizar así mirando al microscopio, como queriendo estar un instante en la nimiedad celular que ilumina el foco. A veces la abulia recoge el laboratorio en un espacio sin tiempo lleno silencio. Alguna vez se ven por los pasillos científicos asomados a las ventanas embargados por la apatía, preguntándose qué hago aquí. Hay conciencia colectiva de que lo de afuera es un planeta distinto. Alguno, como el doctor Tomás, afirmaba que si ellos tratasen a la gente como trataban a las muestras, no quedaría de la civilización ni una sola coma. La presión en el Centro era como estar en Neptuno, debido a lo cual a la salida eran frecuentes los dolores de cabeza, cuando el peso que faltaba en el cuerpo se recuperaba afuera.

Un día comenté que mucho tiempo atrás yo también tuve mi propio día extraño. Me encontraba en casa con un pincel punteando un cuaderno, mojándolo en una tinta que me había fabricado con café. Me salió un palimpsesto abigarrado de diminutos puntos, alguno de los cuales me pareció la figura de un zorro, cuyo perfil aclaré con un bolígrafo. Quería saber qué significaban los palimpsestos. Al final me vi haciendo uno para adivinar la quiniela, por si la vibración manual, a modo de sensor, adelantaba los resultados. Rodeé alguna figurita con bolígrafo, alguna que se pareciera a un futbolista tocando el balón. Me iba diciendo que si golpeaba con la derecha era una equis, y de haber una melé una goleada, así como un empate si la pelota estaba en el suelo. Apareció un zorro en un planeta con dos lunas, y también un hombre con levita merodeando con escopeta junto a una cueva. Apareció también un chino a las puertas de un jardín dándole la bienvenida a alguien. Entonces, punteando de nuevo en el mar de mis dudas, vi una bruja, una bruja diminuta. La rodeé con el bolígrafo para destacarla en la página de al lado, queriendo ver si era un personaje interesante. Durante un rato la dejé ir por una extensión de césped en la que había un monolito, ante el que se iba parando de vez en cuando, mirando signos parecidos a los del palimpsesto. Me estaba aburriendo como una ostra cuando decidí ocuparme de la simbología, como si la conclusión esta vez debiera ser que cada dibujo se correspondía con objetos del exterior, es decir, una fuente de vino con una visita, una cama con una llamada de teléfono o un río con el dinero. Me entretuve estudiando el origen de algunas letras. Una de ellas era china y podía ser la simplificación de un hombre que algún día corrió debajo de un pájaro, así como la y griega un río desviado. Por último diseñé la hache aspirada de los andaluces, tras de lo cual abandoné el cuaderno en una estantería.

Un año después un amigo me invitó a una casa solariega aislada en mitad de una llanura, a pocos kilómetros de un poblado. Me dijo en el vestíbulo apenas entré que no conocía al dueño. Más bien parecía uno de esos castillos donde el dueño es la armadura. Me instalé en una habitación de la planta superior, fresca y soleada, y luego entré al baño para lavarme los dientes. Entonces la vi, detrás de la puerta, en un rincón, reflejándose en el espejo. Era la bruja que pinté, con el clásico vestido oscuro de las brujas, así como un viejo sombrero cónico del que salía una mata de pelo blanco. Supuse que era una bruja de adorno y me lavé los dientes con tranquilidad, mas supongo que también la hubiera tenido en la confianza de que cualquier duda habría quedado despejada dejándola en cueros de un tortazo. En los días siguientes, conforme llegaban otros invitados, iba siendo trasladada de cuarto. A veces, viéndola de espaldas en el pasillo, provocaba ante las puertas, la paradoja de estar viva. Un día apareció en el vestíbulo y me fijé más en sus ojos vitriólicos, y luego me dije que si en algún momento a mi amigo le hubiera dado por moverle un poco la mandíbula, hubiera dado esa sensación. No obstante, pensé con la lógica habitual, teniendo en cuenta la discreción de las mujeres ante ciertas cuestiones de amor. La bruja era la excusa perfecta para una noche prohibida, echándole la culpa de la visita madruguera.

Cuando regresé a mi casa un mes después rescaté el cuaderno. No recordaba que la había dibujado un año antes, en un jardín como aquel. Los palimpsestos con sus punteos quizá se correspondían con el grande marco de cristal que había en el vestíbulo, hecho con ceniceros biselados entre dos columnas hasta el techo, produciendo por la mañana una luz distinta matizando la penumbra. La lógica sin embargo imperó de nuevo, pues tuve en cuenta que si acerté en eso, cierto era que había fallado en todo lo demás. Nunca me fue fácil dejarme llevar por cosas que sin explicación serían verdad.

Nunca tuve interés por comentarlo. Una vez me planteé que un marco así permitía el experimento. Supuse que las visitas de la casa, sentadas debajo por la mañana escribiendo cualquier cosa, podían compartir un cuaderno, por si la transparencia lumínica provocara coincidencias, cosa que sería más creíble si entre sí no se conocieran. De coincidir al menos en el nombre del dueño, el experimento alzaría el vuelo, y en vez de un simple agasajo cordial, sería algo más serio. A favor de la iniciativa podía decirse que por alguna razón desde antiguo las catedrales tenían vitrales policromados en las ventanas, tal vez presagiando al trasluz la fibra óptica que luego sustituyó al clásico filamento de cobre de la transmisión eléctrica.

La doctora KIauser, que venía echando humo de su pleito, reiteró con mala cara que eran demasiados los proyectos que recibía el Centro. Además debían estar muy bien escritos para validarlos. El resto era mejor dejarlo en manos de la gente que miraba complacida los escaparates. Desde luego cualquier experimento podía tener como base la cosa más simple del hogar, acaso contabilizando la de veces que uno se la había metido a alguien dejando el recuerdo grato de la visita y la magia del saber hacer. No obstante también dijo que pese a la desestimación, el experto podía acudir a la empresa privada, también dada a la investigación. De tratarse de una empresa de televisión, valorando el interés de un marco de cristal con ceniceros, asimismo estaría en su derecho de desestimarla, para no hacerse tontamente la competencia.

La mosca planteaba por su parte otro enigma. Hacía un rato que daba extraños saltitos. Caía de un mueble a otro y aterrizaba con sequedad. Si era necesario algún símil con naves extraterrestres y fuselajes de platino, un material más podía ser aquel, cuya velocidad era súbita. Los pájaros, por supuesto, también podían llevar en el pico un número de teléfono, como tú puedes comprender.

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La cortisona

La cortisona es una hormona natural de la glándula suprarrenal, pero en ocasiones, como en el trasplante de órganos, la cantidad no da abasto. El sistema, tratando de defenderse, lucharía con denuedo por comprender la naturaleza del nuevo órgano, obligando al uso de heparina para estabilizar la mortandad celular masiva. Sin embargo, aunque no haya trasplante, el cuerpo puede reaccionar igual. Significaría que alguna célula, programada de un modo erróneo por cualquier razón, comenzó a modificar el paisaje interno, dando lugar a un ataque autoinmune. El hígado, confundido por las verificaciones inexactas, agravaría el malentendido lanzando a la sangre la correspondiente proteína C reactiva, tratando de avisar urgentemente al sistema. El leucocito, por ejemplo, interpretando una inflamación inexistente, comenzaría a emitir interferones a todo pasto, de tal suerte que los macrófagos, convocados por el error, abandonarían un sector para acudir a otro, creyendo oportuna la dilatación en él. Si la gravedad persiste, la forma usual de zanjarla es la cortisona antibiótica, capaz de matar a medio cuerpo con tal de salvarlo, provocando una apoptosis celular abusiva, que a su vez puede cursar con una proteinuria, provocando una anemia con depauperación, debiéndose quedar el enfermo soportando una debilidad flagelante. La ausencia de defensas facilitaría la progresión de enfermedades que normalmente son insignificantes.

La habilidad del médico para ver a la célula como a un amigo le permitirá torcer a favor la circunstancia patológica, identificándola con el genotipo exacto y acudiendo al flanco mínimo con la certeza. De alguien así se pensaría que de ser un abogado el espectáculo sería impagable, haciendo pensar que la victoria es posible mirando al oponente simplemente a la cara, acertándole el diagnóstico mucho antes de que comience todo, es decir, provocando en la sala el estupor del público creyendo un poco más en adivinos y patas de conejo.

-¿¡¡Pero, bueno, cómo sabe este tío esto!!?

-Muy fácil, señoría. Se debe a que su cuerpo me habla como si hablara con un tatuador.

-¿¡¡Pero, bueno, cómo sabe este hombre que tengo un tatuaje!!?

-Créame, esta vez es casualidad. En cambio, acerca de lo otro, permítame decirle que anteriormente coincidimos en el ascensor y le palpé. Ese lenguaje, que es hermético y distinguido, no me es ajeno y ha querido comunicarse conmigo.

Observando tan sólo el color de la piel, el brillo del pelo o cómo las pezuñas forman un espolón en el zapato, un abogado de tamaña categoría, alzando el dedo simplemente, señalaría sin dificultad el lugar exacto de un problema. El clamoreo de los susurros atraparía la sala en el estupor sorpresivo, facilitando después, cuando todo termine, que el cachondeo continúe en el bar.

-Es un problema que lamento, señoras y señores, porque yo estaba tranquilamente en casa preparando mermelada. He sido importunado por ese asunto de la cortisona, teniéndome que ver en la necesidad de venir aquí.

La neoplasia, exagerada por una posible leucocitosis, provocaría un colapso de linfocitos en los ganglios. Una presunta distrofia sería origen productivo de una población de células de escaso tamaño y de mala calidad. De haber atrofia, habría escasa cantidad y de tamaño exagerado, tal vez a consecuencia de una leucopenia. Mirando en conjunto una sala parecería entonces que todo el mundo es un enfermo potencial. Habría muchas verdades como puños en cada cuerpo, demasiado evidentes en ellas para negarlo, queriendo provocar una alerta exigiendo vacunas. No obstante, quizá nadie haga caso, dejando que la tardanza provoque un diagnóstico fatal y calamitoso, puede que con síntomas de linfoma, y al mismo tiempo dicho linfoma presagio de metástasis, como tan a menudo ocurre en las zonas axilares y concretamente en las inervadas por las arterias mamarias. Lo mismo cabría decir de las génesis ganglionares de la zona pélvica del fémur y de la presencia de malvados enemigos como la enfermedad de Paget o el Mal de Hopkins.

-¡Aquí concretamente, señorías y estimado público!

Mientras tanto el juez, analítico y callado, aunque procurando mantener la compostura observaría desde su posición que todo el mundo se va volviendo loco. Acaso el hombre que alza el dedo enfatizando una gravedad es un benefactor, girándolo sesgado junto al cuello, intentando declarar que el oponente, por algún extraño motivo, se endiña de vez en cuando un buen lingotazo de cortisona espirituosa.

-¿Ven mi dedo? ¡Podríamos hablar de accidente y la vez de obesidad!

Con el dedo alzado, al mismo tiempo que descifra en la visual la romería corporal de su vecino, se sentirá en la obligación de señalar, como final de un tomograma, la localización de la fea, triste y maloliente veracidad patológica.

-Esa que solo sirve, señoras y señores, para estar aquí oyendo cómo se hacen las cosas.

Pudiera ser una deficiencia en el flujo del hilio renal con contracción negativa de las válvulas venosas que impelen la sangre, tratando de insistir en el reciclaje sin resultado, provocando la necesidad de un suertudo diagnóstico diferencial en el sector hepático para concretar la etiología, la raíz del mal, el origen de la ponzoña y en definitiva la hierbabuena tributaria de la muerte.

-Algún virus ha podido ser propagado por algún alimento, señoras y señores, y puede estar aquí, entre nosotros, oliendo divinamente a algalia con chicoleos de alhelí.

La boca, como etiología frecuente de la mayoría de patologías, estaría favoreciendo el diagnóstico. La virulencia bajaría al estómago y después proseguiría a otras zonas, tan delicadas o más que esa. Poco a poco, insospechadamente, el virus se iría instalando en órganos alejados, quizá en el pulmón, aunque la distancia en principio desmintiera la posibilidad. Dentro de la oquedad bucal se apelotonaría a la desesperada la población leucocitaria cercana, como en una revolución. Los ganglios palatofaríngeos entrarían en juego, y las amígdalas situadas en el arco que flanquea la úvula quedarían activadas.

-Aquí, amigos míos.

De sobrepasar el virus la línea fatal, abatiría al sujeto, dejándole a su merced, si bien todavía quedaría la esperanza de que actuaran las adenoides, situadas poco después, vigilando la nasofaringe con su natural inocencia.

-Aquí también, señoras y señores.

Los mastocitos liberarían demasiada histamina, empercudiendo el tránsito respiratorio. Las células basófilas y eusinófilas, acarreando lisozima en abundancia, de inmediato se sumarían al conflicto con su viscosidad. El número de anticuerpos saturaría la sangre y pervertiría su ph. Lo haría hasta el punto de que el hígado se viera obligado a lanzar la tasa del complemento, intentando evacuarla con diligencia, tristemente excedentes descontrolados y susceptibles de rebelarse con la peor intención, matando a quien sea. Las glándulas de Meibonio palpebrales, situadas en los ojos, secretarían de un modo feroz y detestable sustancias demasiadas densas y mohosas, anublando la vista y llevando al individuo a darse un golpe contra la puerta.

-Es algo rechazable, señoría, y es por ello que quiero hablar un poco más del agua.

La esperanza seguiría estando en la parte alta, en el cerebro. Cierto que sería el lugar donde más crudo lo tendría el virus. Sería de nuevo probable que la consistencia de presión de la cámara aguantase, que mantuviera la distancia prudencial con el oprobio, sellando eficazmente el paso. Sin embargo, la cosa podría cambiar de un momento a otro, en cualquier instante, de modo caprichoso, arbitrario y deleznable. Del cerebro Ramón Gómez de la Serna, el eminente literato, dijo en cierta ocasión que parecía un paquete arrugado de ideas.

-Sirva la alusión literaria para que se advierta que aquí estamos para algo más, señorías.

El líquido subaracnoideo circularía con dudas por la paralela que forman la duramadre craneal y la piamadre. Algo perverso, sin apariencia negativa, estaría ocurriendo en diversos sectores, en el cuarto ventrículo, en el septo pelúcido o en el canal de Magendi, cuando no en el agujero de Monroe, quedando todo entonces al albur del azar, sujeto a la eventualidad de un diagnóstico tardío, provocando con ello que el cerebelo acabe como un lamevidas, como un sacacuartos, como un petimetre, como un idiota, como un majadero y un tontolaba, como la madre que lo parió, en cuyo caso significaría que un abstracto ilocalizable, haciendo perder el equilibrio al sujeto, le llevaría por la vida haciendo el tonto.

-Es todo cuanto puedo decir, respetable, magna, admirada e ilustrísima señoría.

Es cierto que la piamadre es la membrana con cisuras que permite el agarre del cerebro al cráneo, debido a lo cual puede amortiguar un golpe, seco y aflictivo, si bien alguno, lamentablemente, pudiera ser definitivo. Ese tipo de contactos desencadenarían difíciles paradojas inmunitarias, paradojas que alumbrarían en el cerebro una solución confusa, y que después, desgraciadamente, abocarían a un contrato inminente y facilón con el suspiro fatídico.

-¡¡Con la muerte, señoras y señores!!

Abajo, en el intestino, detrás del abdomen, pudiera suceder algo similar. Es donde conviven las células buenas con los parásitos, en una paradoja cotidiana que permite que el sujeto pueda seguir a salvo de contingencias anales definitivas. Una vez más cabría la esperanza de que la agresividad viral no encuentre eco, es decir, que la convivencia entre ambas partes, la buena y la mala, la defensa y el virus, fuese más buena que mala. La parte buena del intestino estaría formada por las células entéricas de costumbre y la mala por la fauna probiótica.

-Y ambas, por suerte, se acabarían necesitando.

Dicha fauna, formada por los helmintos y los protozoos, en principio daría la sensación de agusanado pueblo de principios nocivos, de necias presencias necesitando incordiar. No obstante, huelga decir que su ataque al sistema es sinónimo de colaboración, fabricando en conjunto fermentos y jugos que de otro modo nunca existirían. Así es como en definitiva contribuyen ambas partes a que las haustras del tracto colónico mantengan su control, impeliendo con facilidad los residuos digestivos, desplazándolos con vigorosos espasmos hacia la cuenca anal para un efecto demoledor en el descampado de sacrificios habitual.

-Quiero hablar del agua, señoría, y además quiero hablar de lo buena que es.

En cuanto a las paralelas de Lagrange, ciertamente hay mundos que no chocan, siendo uno de ellos, naturalmente, el del embarazo, que tan parecido es al trasplante de un órgano. Sin duda supone un cataclismo hormonal de extrema exaltación. La hembra, ante la carga de testosterona de quien ha sido su amigo durante un rato en la cama, estará necesitada de un flujo hormonal gonadotrópico para contrarrestarlo, es decir, para conservar su identidad femenina. De ser al contrario acabaría naufragando en su propio sistema, con barba cerrada al refugio de un mal de amores inmunológico, arriesgando así, con un desahogo prematuro, el producto de su vientre, a todas luces un bebé, un bebé susceptible de desafecto como nuevo órgano, rechazado como hueso de aceituna después de haber simbolizado, durante una etapa dulce, la unión del hombre con la mujer.

-Un bebé, señoras y señores, que pudiera ser un abogado.

Desde siempre hubo filósofos divirtiéndose con eso, con los paralelismos. Incluso puede que más de cuatro músicos se hayan planteado alguna vez componer una canción. Algún filósofo estuvo durante una buena temporada entretenido con que algo misterioso e inescrutable, que sin ser la política ni la guerra, controlaba el mundo. Finalmente observó, con lógica irremediable, que tan sólo se trataba del dinero que llevaba en el bolsillo, dinero que por otro lado suele ser tan útil para cometer el deleznable delito de cohecho. Algún sicólogo también, manteniéndose en esa tesitura de las paralelas, especuló distinguiendo dos cerebros en el mismo cuerpo, es decir, el cerebro que ordena del cerebro que desordena, cosa que quizá se basaba en que la persona que ensucia es la razón de que limpie.

-¿Es cierto que hay un cerebro que ordena y otro que desordena?

-No lo sé, señoría, pregúntele usted al cerebro que contesta.

Un matemático afamado, Leibniz, también tuvo en cierta ocasión esa veleidad. Un día, mirando absorto los pájaros del jardín, pensó en las mónadas. No pensó que podían ser las casas con la gente dentro, e incluso su cabeza circulando entre las demás, a su propio ritmo. Hubo personas asimismo que tomando las paralelas por el rábano se divirtieron comentando que había otra dimensión, es decir, misterios al alcance de la mano.

-Alargando la mano cualquiera puede saber de lo que hablo.

La explicación sin embargo no dejaba de ser lógica, y nuevamente tenía que ver con la simpleza del imaginario casero. La causa real de la dimensión paralela estriba en que el individuo no se recuerda de joven, cuando tenía más pelo, cuando bajaba con más energía las escaleras, cuando la vida aún no había curtido la voz. Contribuiría también la soledad excesiva, impidiéndole ver que quizá hay una persona viviendo con él, compartiendo las mismas habitaciones en horarios distintos. El propio Lagrange, durante la fiesta espacial que se montó, quizá pensó de verdad en el asunto cuando se gastó la pluma, advirtiendo de repente que el bolígrafo de repuesto estaba en la otra mano.

Sin duda suelen ser gratos los paralelismos de la arquitectura. Es una verdad reflexiva que a menudo ofrece gratas evocaciones. Acudirán las rectas al panorama, así como otras categorías de la forma, siendo una de ellas la superposición de planos, que es la característica habitual de las viviendas con dos plantas, ambas propiciando el paseo unido por la vertical imaginaria. Una de las preguntas trataría de contestar si el hombre de arriba pesa más que estando abajo. El interesado en dimensiones distintas pensaría que la sutil variación en virtud de la distancia, a su vez las escaleras, sería advertida únicamente por la sensibilidad cerebral, llevándole a la sospecha de no estar solo.

-Alguien más aquí sí es cierto.

Sin embargo de nuevo imperará la lógica, que suele ser más divertida que dar por hecho el absurdo. Ambas plantas, unidas por la vertical durante ambos paseos, implicarían que el intermedio será el descenso por las escaleras. Al ser así, andando o aprisa, el individuo perderá algunas calorías, diferencia que confirmará de un modo indiscutible que ambos momentos son distintos, es decir, que su sensibilidad cerebral, conociendo la sutileza, advertirá que alguien allí pesó antes algunos gramos más. El paralelismo de los filósofos que basaron su ontología solamente en las sencillas escaleras -cosa de mérito teniendo en cuenta que es fácil ir al bulto- alguna vez provocó la gnosis incendiaria, sobre todo cuando se trataba de la doxa, que es cuando el filósofo naufraga creyendo que un personaje trasciende y le ocupa. En este sentido la conclusión se parece a la pelotita que va y viene a la pared. Lo que ocurre realmente no es eso, sino tan solo un contacto amistoso e íntimo consigo mismo, deviniendo así la lógica final, es decir, que al pensar en las cualidades del personaje ideado, en definitiva las descarga en sí mismo cuando llega abajo.

Por supuesto, como nuevo paralelismo, también se pudiera comentar la mancha negra, que al parecer es un fenómeno que acontece recién despierto. Se han dado casos de personas que en ese instante han creído ver algo suspendido a su lado, pareciéndose a su difunta abuela de luto o al mítico agujero negro del tiempo. Sin embargo, es antes probable que obedezca a una sintomatología, a la alta tensión en la cámara anterior del ojo, cursando con un glaucoma del cristalino. La reducción del campo visual estaría propiciada por el insuficiente drenaje del ducto de Scheiws, intentando fluir hacia la membrana coroides, a la par situada junto al músculo ciliar, concretamente en la zónula de Zinn, cerca de la ora serrata.

-Aquí exactamente, amigos nuestros.

Si no a glaucoma, pudiera deberse a epirretinismo macular, desencadenando un anublado molesto por ausencia de alguna proteína imprescindible en el humor vítreo, cosa que por otro lado se solucionaría fácilmente con una buena zanahoria.

-Solicito su opinión, señoría.

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Severo

Comenté en el pasillo con la doctora Klauser que nunca me interesó saber lo que había detrás de las puertas. De un lugar así, lleno de habitaciones, se pensaría que debía tener algún secreto. Sin embargo a mí me daban lo mismo. Desde siempre opiné que cualquier misterio estaba a la vista. Respecto a las huellas dactilares del ser que apareció tras la luneta de la puerta, pensé lo de siempre, es decir, que la falangina carecía del estrato córneo habitual de la epidermis normal, y que las crestas papilares se dividían en perennes, inmutables y diversiformes. Tanto el pelo como la uña, hechos de queratina, se diferenciaban en la densidad, si bien la uña estaba catalogada más bien como variedad de piel. Su transparencia era debida a los enlaces de cistina y al sulfato de coindrotina del colágeno, segregados por la matriz en el tegumentoso lecho ungueal. Había quien se entretenía con menos en el microscopio, incluso analizando una legaña pordiosera. En la azotea había un enorme cilindro metálico, pero tampoco me interesó saber qué era. Yo fumaba simplemente. Parecía una cápsula espacial, aunque por el deslucido aspecto del metal parecía una letrina. Me aclararon que era una atención técnica al edificio, una bomba de metilo para desinfectar el interior.

El ujier de la puerta, que se estaba tomando un tentempié, decía que llevaba doce años leyendo el mismo libro porque cada vez que lo hacía descubría cosas nuevas. Me dije entonces que si alguien, pretendiendo husmear en el edificio, franquease la entrada, a él le bastaría con mover un dedo para activar el mensaje de advertencias electrónicas, haciéndole creer, mediante los correspondientes rayos láser y ondas sonoras, que es otoño, provocándole una mutación y un hórrilor de cabeza, dejándole finalmente convertido en un guante pegado a la pared.

Solía merodear por el Centro de Investigaciones Científicas un anciano que jamás se atrevía a eso. Recordé haberle visto en una ocasión, desde la ventana del laboratorio, acercándose al jardín como si fuera renuente a pisarlo. La doctora Lorente me aclaró su nombre, Severo. Cuando llegaba se quedaba quieto tras el cristal de la puerta de entrada, mirando las cosas como poseído por su lado infantil. La doctora y yo tratábamos de contestar aquel día a la gran pregunta de la sicología. Un hombre eterno, harto de vivir, carecería de interés por meterse en demasiados problemas. Harto de fracasos y escándalos, de alegrías e ideales, desestimaría la pelea convencida. Pensaría que cada discusión es banal, y despacharía la rutina con sosiego, sin tener en cuenta el reloj, hablando cosas muy simples, con sinceridad e inocencia, aunque a los demás les sonaran violentas y crudas. Tomamos el ascensor para ir a estirar las piernas y al llegar abajo le vimos. Severo, con voz queda, preguntaba en ese momento si estaba allí su hijo.

-Sí, aquí está -, le contestó alguien.

A continuación apareció un ser grandote. Eso fue lo que ocurrió, y me dije que de tratarse de algo extraño el diálogo hubiera sido el mismo.

"Sí, aquí está".

Ambos se alejaron más allá de la explanada. Presentaciones así, elementales en la rutina del cadadía, ocurrían por doquier, en la barra del bar, a la salida del metro atestado, entrando al teatro un sábado, en cualquier cita laboral.

"Sí, aquí está".

Pasado el tiempo comentaron, sin darle demasiada importancia, que el anciano había muerto. Entendí que existían secretos y que incluso yo mismo podía ser uno de ellos. No obstante, tampoco quise saber si detrás de las puertas había algún extraviado científico esperando conocerme. Mi aportación clave hasta el momento tan sólo consistía en desollar un poco la vagina de aquella pobre mujer.

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Veinticinco siglos atrás

Como he dicho antes, durante una temporada expliqué en Atenas temas muy interesantes de la medicina y el arte, del teatro y la filosofía. La gente solía acudir de vez en cuando al Partenón, que era donde yo vivía. Alguna vez me asomaba para mirar, sentándome en el estilóbato. En cierta ocasión tomé un cubo de agua y lo derramé sobre el césped, haciendo ver que las ráfagas brillantes eran impresiones fotográficas conduciendo el instante hacia la luz solar, volando para un viaje intemporal. Muchos habían estado en el teatro Apolo el día que conté la historia de Trasíbulo, el rey de Mileto queriendo ser mi caballo. La caja, a solas en aquel escenario, fue el asunto más serio de la sesión. Después la multitud del recinto, presa de un júbilo infantil, se lanzó por el mundo, como si hubieran oído literalmente que las cien millones de neuronas del cerebro daban lugar a tantas combinaciones sinápticas como número de átomos en el universo. En la expansión ateniense participaron incluso las viejas, tirando más cubos de agua en las plazas.

La cifra de galeras en el puerto fue doblada. De doscientas que había se pasó a cuatrocientas en poco tiempo. La ciudad se iba convirtiendo en el banco central del mundo y su gente cruzaba los confines. Llegaban visitas de todos sitios contando otra vez las cosas a su manera. Después se produjo una peste a consecuencia de la cual desaparecieron miles de personas. Sin embargo, fue mentira, pues lo que realmente ocurría era que la gente, con lo que sabía, era rica en otro sitio y no deseaba volver. La supuesta pandemia acabó siendo una aljamía inmensa de mercaderes por las calles, con todos los joyeros persas, babilónicos y egipcios reunidos. Muchos desaparecidos estaban en ese instante comprando el Peloponeso mientras su ciudad se hacía rica. La expansión, que no tuvo precedentes, haría pequeño después el concepto que se tuvo de tal civilización. Las guerras cruentas eran a la inversa. Más bien suponían la diversión local de los iniciados, quienes sabían realmente qué ocurría. Historiadores como Tucídides o Herodoto, gobernando las informaciones lejanas, divertían inventando sus crónicas. No había lugar para las guerras porque la superioridad era manifiesta, y si había alguna no pasaba de cuatro tortazos. En la ciudad se abrieron numerosas escuelas. Los filósofos, aprisa, con gran aparato de gestos, explicaban por doquier todas las ciencias. El pueblo, como si fueran tesoros, escondía en los cobertizos los dibujos del momento. Fue entonces necesario despistar con aquel incendio de la biblioteca de Alejandría, que permitió que la biblioteca real quedara a salvo. En los mercados y plazas, atestados a diario, se vendían incluso elefantes, así como novedades de ingeniería y circos musicales. Familias enteras protagonizaban traslados masivos viniendo de cualquier lugar. El escaparate social mostraba a diario un turismo floreciente, cuyo gozo consistía simplemente en ver la estructura de la ciudad. Todas las calles estaban señalizadas de un modo colorista, y había casas de mármol y edificios altos con pasamanería y escaleras de madera. Las mujeres lucían más sus cosméticos y disfrutaban de la moda más atrevida. Iban tan ligeras, tan contentas y desinhibidas que el amor era irresistible, y podía ocurrir en cualquier sitio, como en la noche del teatro Apolo, amando en la penumbra de los cerros.

Durante la algarabía anduve por las calles envuelto en los efluvios del alcohol. La gente, echada en cualquier sitio, celebraba la primacía mundial de su imperio. Ascendí por una ladera buscando un lugar para aliviar la vejiga, dejando atrás a las orquestas de címbalos, caramillos y tutiflanes. Entonces oriné en una fosa, y a continuación, volviéndome, pensé que debía marcharme de allí. Anduve un par de días compartiendo el contento, pero la urgencia de irme era cada vez mayor. Entonces llegó a la ciudad el código de Hanmurabí y tuve que quedarme un poco más. Los jurisconsultos me llamaron en el último instante para echarle una ojeada. Los propios egipcios, que eran sus propietarios, no lo comprendían. Era una piedra de basalto negra con veinte siglos de antigüedad, brillando al sol tras una concienzuda friega de cera de carnauba que hizo restallar las hileras jeroglíficas diminutas. Los jurisconsultos pensaron entonces que era una transmisión de verdades necesarias. Cada hilera parecía corresponderse con los haces lumínicos que entraban por la ventana de la sala reunida. Había una civilización extraña se comunicaba así y me puse yo mismo a dibujar en la pizarra. Después, tras darme la vuelta, tuve claro el juego. Tras un rato observándoles dije que el primero de cada fila debía susurrar al oído del compañero el nombre de Hanmurabí. Alternativamente, de una fila a la otra, aquello pareció un oleaje llevando un rumor, que al final quedó pervertido por la falsedad auditiva, pues hubo quien en vez de Hanmurabí oyó la mula de Rabí. Acaso la piedra comenzaba hablando de eso y aquel ritual debelaba el código, produciéndose igual que veinte siglos atrás. Los jinetes por entonces cruzaban a caballo los confines, portando salvoconductos, plácemes o misivas por las fronteras, viviendo diversas vicisitudes. Era oportuno hablar de su responsabilidad. El debate coincidió con que en ese instante un caballo al galope cruzaba la plaza.

"El jinete tiene obligación de entregar el mensaje, aunque si lo pierde debe regresar con uno que diga lo mismo, pero si no es el mismo será sancionado con la pérdida del caballo".

19

La comitiva

Finalmente dejé a los jurisconsultos conteniendo un pantano de palabras. Poco después una comitiva de tres mil personas me acompañó. Era la que durante mi estancia me seguía muchas veces, la última vez en Creta, donde Hipócrates me presentó a su discípulo Avicena, el hombre que por entonces más sabía del agua. El agua que había durante el adiós parecía la misma en el llanto colectivo. De la multitud salieron entonces mis cien hijos, y además sus madres, esposas y otros hombres. Un trozo de tela, con mi rostro dibujado una vez más, se posó en mi hombro como parte del adiós. Desde ese instante los literatos de la ciudad hablarían del gigante Zeus, el dios romántico de las tragedias casado con tantas mujeres.

A bordo de camellos y elefantes, ramoneando lentamente, emprendimos rumbo al Golfo de Patrás. Días después vimos pasar al jinete, que tras una maniobra se acercó a la comitiva, dejando atrás el chorro de humo. Estuvo con nosotros un par de días, y aprovechó para seducir a una de mis hijas, con la cual se fue al día siguiente para recorrer una gran distancia. Al parecer ella iba encantada encima del caballo pidiéndole que le dijera qué mensaje portaba. El jinete la sorprendió después, cuando en el último instante, ante un señor, le dijo que el mensaje era ella misma. La abandonó y desapareció. De vuelta, dos días después, le vimos venir. La mano no había parado de crecerme desde el primer instante, y lo estampé en el suelo, donde agonizando dijo dónde estaba. Dijo que estaba casi llegando al Golfo de Patrás y luego murió. Faltaba poco.

Cuando llegué partí en dos de un sablazo al hombre. Por entonces parecía extraño que las leyes no mencionaran la legítima defensa, que hubiera sido el arma con que me hubiera defendido. Además lo hubiera hecho alegando fuerza mayor para evitar un mal peor. Sin embargo, no fui juzgado y me marché sin contratiempos, emplazando a mi familia en varias galeras dispuestas para nosotros por el gobierno. El avance continuaba hacia Iliria. Bordeamos el mar Adriático, en paralelo a la península italiana, que quedaba justo enfrente. Alguna vez Platón estuvo allá, cuando fue a venderle a Dionisio de Siracusa sus sueños arquitectónicos con delfines alados y grandes perspectivas euclidianas. Los viajeros llegaban contando que además, tanto Siracusa como Agrigento, la tierra natal del doctor Empédocles, estaban bajo dominio griego. Después de Iliria la comitiva pasó al reino franco, y allí fue donde mi familia se disgregó, marchándose a fundar por el continente sus propias dinastías y empresas.

Fui viviendo y muriendo en varios lugares, siendo unas veces diestro y otras zocato, hasta que en el siglo II, estando Roma preparando sus guarniciones para invadirla, emprendí rumbo a Iberia. La comitiva llegó al levante mirando el mar y las bandas de conejos en los cerros. En los pueblos la gente se asomaba para vernos. Hubo pocos problemas porque se veía claramente que traíamos un mensaje demasiado importante. El dinero nunca escaseó y el boato siempre fue sencillo y alegre. Por los caminos podían verse a los mercaderes vendiéndoles a los hombres ricos las primeras reliquias del imperio que algún día quedó atrás. El recibimiento era distinguido en todos sitios, mas era necesario proseguir sin llamar tanto la atención. Se comentaba algo de unas bagaudas, y proseguimos en el rumor silencioso.

Llegamos a Ilíberis cayendo el agua, bajo un brillo laentano que con sosiego cruzaba el cielo. Motril, donde pretendía instalarme, era una villa marítima con ocho mil habitantes dedicados a la pesca y a la agricultura. Me dije, recién estrenada mi casa, que había llegado la hora de pasar completamente desapercibido. Estaba harto de ser el rey del mundo, una cosa que probablemente a cualquiera hubiera hartado desde el primer día. Los simpáticos nativos, sin embargo, me requirieron, y acabé un día haciendo de juez. Vinieron explicándome que había un árbol situado en medio de dos terrenos y que cada uno tenía un propietario. El árbol, como pude ver, en efecto dejaba caer las peras por el lado equivocado. El problema, como recordé, guardaba similitud con la famosa gallina de Perilampo. Fue objeto de debate tiempo atrás en la asamblea ateniense. La gallina escapó de una granja y puso el huevo en otra, y los arcontes decidieron que a menos que el huevo estuviera abierto, pertenecía al granjero. Dije que si en vez de peras hubiera un ahorcado, no habría que buscar tanto al propietario, y a continuación regresé. Observé mi ropa oscura y pensé que mi barba también podía ser la de cualquiera, de tal modo que la identidad se marchara por otro carril.

Una Historia Española

Los romanos

Teutones y bávaros se pasaban la sandía. Normandos, ligures y bretones se rozaban los mofletes. En Iberia andaban reunidas sus tribus. Por aquellos días el mapa un instante desértico con cuatro casas, debido a lo cual el contacto entre los pueblos era escaso todavía. Había un hombre que tenía un hoyo y que se llamaba Neto, aunque en realidad se trataba de una pequeña escultura. Había llegado procedente de Grecia a la cordillera cántabra a bordo de una barca de fenicios y desde entonces comenzaron a adorarle como a un dios, sobre cuando repentinamente el hoyo apareció tapado. Después, aquellos que promovieron las creencias, viéndose por todas partes, con tal de mantenerlas, obligados a seguir tapando hoyos, se dieron cuenta de era demasiado trabajo.

Un día en el horizonte destacó la presencia ingente de las legiones romanas. Los nativos pensaron que eran suficientes para haber llegado a la península con la rodilla. Llevaban las espadas cogidas al cinto y armaduras broncíneas con crevites de latón abrochando el cuero de la capa. En los morriones, hechos de metal y puntas de crin, estaban fundidas con parrilla las leyendas latinas del imperio. El general que al inicio apareció agitando un pendón y cuando descabalgó lo clavó en el sitio, indicando que la zona era suya.

-Obligatio est iuris vinculum -dijo-, quo neccesitate adstringimur alicuis rei solvendae secundum iura nostrae civitatis

Los ibéricos pensaron que les gustaba lucir mucho la joya, y que tratándose de presuntuosos había que tomárselos a chacota. Por eso les permitieron ocupar un rato la poltrona, confiando en que de todas formas controlaban el poder. No obstante, en previsión de que algún día se negaran al desalojo, Frosualdo, uno de los jefes ibéricos, envió al continente a varios hombres para que pusieran la circunstancia en conocimiento de alguna tribu escandinava. Entretanto se dieron a la construcción, sobre los altozanos elevados alzando murallas de pirca, demostrando respetable talento manejando los sillares de piedra que iban encajados en los ángulos de los baluartes de las esquinas. Los romanos entretanto estudiaban las mejoras, y para ello comenzaron hablando con Derecho, materia que al parecer se les daba bien.

Los primeros delitos ocurrieron dentro de las casas. Por supuesto los íberos eran duchos haciéndolas, normalmente de una sola planta. A medida que llegaban las legiones romanas, se iban degollando en su interior los unos a los otros. Los íberos les dejaban pasar con amabilidad y luego les enterraban en el patio. Ocurría mismo cuando los romanos les recibían en las suyas. Pensaban que cada vez les resultaba más difícil convivir en el idioma de aquella gente y que la solución tenía que ser violenta. No obstante, la mayor parte de las veces la mezcla étnica ocurrió por el método tradicional, es decir, enamorándose con calma los unos de los otros y celebrando muchos matrimonios.

-Si intestato moritur, tui suus heres necescit, agnatus proximus familiam habeto, si agnatus nec escit, gentile familiam habeto.

De todas formas, aunque faltara gente, aún había de sobra para construir aquellas largas vías pavimentadas que servían a las legiones para ir grandes distancias. Los romanos emprendieron obras de canalización fluvial, cuyo alarde majestuoso fue un acueducto situado en Segovia, con treinta metros de altitud, uniendo dos sierras separadas por quince kilómetros, con cuarenta y ocho arcadas dobles de piedra y seis metros de cimientos. La progresión romana lograba el éxito además en la faceta jurídica, que iba deparando cada vez más número de expresiones latinas, dotando al Derecho de su particular idiosincrasia. Iuris tantum, que aludía al transcurso del juicio, fue de las primeras. Una más era sensu contrario, que significaba en sentido contrario. Carecían de efectividad pero le conferían respetabilidad a la materia. El caudal de expresiones era tan abundante como en medicina con los griegos. Sobre todo fueron de grande interés algunas disquisiciones en el ámbito penal acerca de la buena fe, tratando de evaluar con qué intención el hombre aludía a sus semejantes.

-Bonae fidei possessor suos facit fructus consumptos

El hecho punible era descrito con expresiones tales como ánimus iocandi o ánimus iuriandi, alusivas al calibre de la susodicha buena fe. En cierta ocasión un hombre fue insultado y se comprobó claramente su utilidad. Le llamaron perro y enseguida se pensó que el infractor había incurrido en delito. Sin embargo, la suerte estuvo no estaba de su parte, pues la cosa ocurrió en un lugar cuya costumbre era distinta.

"En esta zona llamar Perro a un hombre no es delito, señoría, porque así se llama un filántropo muy conocido".

Resultaba que Perro era un probado benefactor y dueño de un gran terreno. Perro igualmente era nombre de hijos y parientes, e incluso el apodo de un galán del cancionero que iba por los pueblos, y a quien sus propios compañeros jaleaban así, queriendo indicar que tenía un ruiseñor en la garganta emocionando la copla.

-¡¡Ole, Perro, el perro que mejor canta del mundo!!

Fue de las pocas veces en que un insulto al mismo tiempo era un halago. Aquel tipo de disquisiciones jurídicas acabaron entreteniendo mucho las tardes. La gente estudiaba el diverso tono de las palabras.

-¿Qué ocurriría si con gran ira llamasen balate a un señor?

Las pláticas de los nobles a mediodía no versaban de otra cosa y los escribanos compilaban los dilemas en grandes colecciones, que acabaron siendo útiles a los jueces como reservorio de apoyo a las sentencias. En algunas reuniones era divertido escuchar a quien actuando como juez daba revueltas constantes con un argumento mediocre, que al cabo de un momento daba la vuelta, pillando por sorpresa a todos. A medida que peroraba se iba complicando más, explicándolo adelante y atrás con indiscutible sensatez, razonando una y otra vez con magisterio virtuoso, sin incurrir jamás en una contradicción, como un sofista excelso dándole la razón a uno con el mismo argumento con que se la quitaba, torciendo cada maravilla con inquietante habilidad, embargando a la gente de asombro una vez tras otra, sin que de ningún modo, así se alargara catorce días, hubiera forma de verle el fallo. Al final quedaba claro que de haber allí alguien peligroso, sería él, gozando la palabrada incluso a solas, cuando todos se marchaban o se quedaban dormidos, oyéndole murmurar queriendo darle la vuelta a todo, cambiando de orden las mismas frases, quitando y poniendo una por encima y otra por debajo, yendo y viniendo desde el principio al final, avanzando hasta el jardín para torrarse bajo el sol a gusto, hasta caer redondo al suelo víctima de una borrachera de órdago.

"Si perro es insulto, ¿por qué no lo va a ser ruiseñor?".

Sigerico y los visigodos

Ibéricos y romanos acabaron teniendo hijos y parecían ser aquellos, yendo a caballo por las lomas. De repente en la península hubo un idioma más, el de los visigodos. Diversas tribus europeas, originarias de los países escandinavos y germánicos, se presentaban para disfrutar del clima.

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Llegaron hablando así varias tribus más, suevas, alanas y vándalas, mostrando por las colinas el nuevo vestuario. Salían de las playas en tropel luciendo cabezas pelonas de zorro puestas, botas zahoneras atadas al macho de los pantalones, hechos con vueltas de vaca, así como pestilentes mantos de rebeco cuando no de armiño maniatado. Poco después, luchando por la primacía, entre ellos mismos se comenzaron a pelear. En el seno de la tribu visigoda, que parecía la dominante, hubo una conjura mutua entre el visigodo Ataúlfo y el general romano Sarus, queriéndose asesinar. Finalmente un hermano de Ataúlfo llamado Sigerico impuso el orden visigodo. El nuevo rey libró después una batalla contra los propios herederos de Ataúlfo, uno de los cuales era Walia, pero Sigerico también le venció. Desde entonces estuvo seis días en el trono, que aprovechó para asesinar a sus seis hermanos, a uno por día. Después hubo una batalla más en Barcelona, y esta vez Sigerico hizo prisionera a una romana, a la esposa de Ataúlfo, a Gala Placidia, una mujer ardiente llamada a ser influyente. Gala Placidia anduvo todo el rato a pie, delante del caballo de Sigerico, a la espera del sacrificio a las afueras de la ciudad. El emperador romano Honorio, que era hermano de la mujer, se lanzó entonces a su rescate, aunque al final tuvo que renunciar sin lograr su objetivo.

Walia

Al final fue Walia de dos cabezazos quien le arrebató la corona a Sigerico, convirtiéndose en el rey de los visigodos. En aquel momento había en la península al menos veinte casas, y la tribu comenzó a aclarar el mapa. El emperador romano Honorio declaró que le detestaba, pues creyó que su hermana Gala se había marchado con él. Se enteró de que Walia planeaba expandir el reino a África, y fue allí donde fue a buscarle.

Cien caballos de un lado y cien de otro se dieron cita para el enfrentamiento. Después, tras la voraz embestida romana, Walia debió firmar la paz, reuniéndose con Honorio en una tienda de campaña. En el trato iba incluido el rescate de su hermana. Honorio, para tener más presencia en la península, le obligó además a concederle permiso de entrada. Gala Placidia, presente en la reunión, dijo que había sido vejada, aunque Walia no se disculpó, y luego, a solas con sus hombres, se estuvo riendo de ella, comentando otro tipo de barbaridades, enarcando la mano una cuarta, aclarando que una barbaridad en sí misma tenía aquella medida. Respecto a Honorio comentó que guardaba el miedo de Roma en un cojín puesto en el trasero.

El rey visigodo planeó la venganza, aunque al principio descargó su ira contra una tribu distinta, la más cercana que tenía. Los vándalos eran sus fieros rivales de la península, y aunque eran tan sólo cuatro, conseguían el asombro. La lucha acontecía en la región bética, y del mismo modo en la lusitana, donde los vándalos aún eran más fuertes. Sin embargo Walia venció y además, poco después, a los alanos. Honorio estaba al tanto de todo. Sin duda aquel hombre le servía para mantener la paz general en las zonas que no podía cubrir, y entonces decidió apoyarle en lo sucesivo, acerca de lo cual el visigodo manifestó su embarazo. En cierta frontera comentó que Honorio, antes que un emperador, parecía más bien un panadero triste, pues su apoyo sólo consistía en ingentes cantidades de trigo.

De ese modo nunca faltó pan durante las guerras. Las leyendas incluso hablaban de batallas intensas lanzándose pan duro. Sin embargo, con los suevos no hubo suficiente. Esta vez Walia no pudo con ellos, y acabó llevándose la guerra a otra zona, a Aquitania concretamente, donde pretendía instalar de una vez la sede real. Apenas llegó tampoco pudo estar, y tuvo que hacerlo en Tolosa, donde plantearía un modo digno de seguir gastando el tiempo, es decir, batallando más, quizá contra los francos a panazos.

Walia se casó con una hija del rey Ricomero y no hizo falta, pues prefirió entretenerse acorralándola contra la almohada, a resultas de lo cual tuvieron una hija. La hija a vez se casaría años después con Requila, el montaraz rey suevo, logrando así la concordia entre ambos reinos. El tiempo pasó rápido también para Honorio, convertido en un viejo recuerdo. Las últimas informaciones que Walia tuvo señalaban el declive romano. Al parecer Honorio permanecía en Roma escondido, ilusionado con marcharse a Rávena, donde pensaba instalar la sede cesariana, así como un discreto horno de moliendas y verdaderas joyas de harina.

Teodorico I y Alarico

Alarico era un godo con una tropa. Roma en aquel momento se hundía y quería tenerle de aliado. Honorio le comentó una vez que le profesaba respeto desde siempre, mas no logró seducirle. Alarico desestimó acompañarle y en su lugar envió a Teodorico, su yerno, aduciendo que prefería vigilar la península.

Sin embargo pronto la abandonó. A Alarico le encantaban las guerras de fronteras y aquella perspectiva en Esparta parecía una aventura interesante. Se alió con Estilicón, un poderoso hombre de armas que le concedió muchas tierras. Le quería porque su hermano Arcadio era un hombre incordioso que de vez en cuando merodeaba por allí. Estilicó le apoyó además durante su avance en Macedonia, donde asediaron Constantinopla. Para que no se fuera le comentó que era par de Roma y que allí tenía mucha influencia. Como es lógico suponer cuando Arcadio aparecía se liaban a estacazos. Para mantener la alianza Estilicón le cedió muchas más tierras en Iliria, y el héroe peninsular hubiera tenido más de tener más ejército. Sin embargo, poco después, decidía irse, alegando que sus hombres quedaron desengañados por la mala calidad de las tierras.

Cuando avanzaba de regreso por el Adriático decidió cambiar de planes y puso el ojo en Roma, recordando que su amigo tenía influencia. Cruzó el mar en galeras incontables y una vez en la ciudad supo que su yerno Teodorico andaba harto de hacerse calderilla las manos trabajando en la extraña panadería de Honorio en Rávena. Alarico entonces procedió a la invasión decidida, pero en el transcurso resultó detenido, así como confinado en una celda. Un día entró un hombre con una barba espesa, proponiéndole un acuerdo muy favorable. Honorio, irreconocible, a cambio de la libertad le pidió que combatiera a su favor, concretamente contra los vándalos, que tenían amargado el país con un pavoroso cerco. El emperador, antes de marcharse, lamentó en tono mísero que hubieran llegado incluso a proclamarse césares, sin pudor ninguno, como queriendo formar un gobierno paralelo de Roma.

El acuerdo se mantuvo durante unos meses, pero al final fue un fiasco. A Honorio le parecía que las tropas de Alarico no actuaban a satisfacción. Estilicón, recién llegado con sus hombres, tenía menos interés aún, y entonces les incriminó diciendo que habían confabulado con los vándalos, facilitándoles el paso a zonas vitales. Finalmente ordenó la expatriación de Alarico, quedándose a solas contra todos los bárbaros. Gala Placidia, sin embargo, continuaba pensando en Alarico. El héroe peninsular la había impresionado y se dijo que podía estar aún en las cumbres, viendo cómo iba la cosa.

En efecto, su instinto asesino de hembra camera estuvo en lo cierto. Alarico y sus tropas andaban sin disimulo por las colinas aledañas, viendo a los vándalos bebidos. Eran cuatro nada más, pero ubicuos y ruidosos, pareciendo miles, trotando alrededor del mismo sitio con asiduidad, el uno detrás del otro, ululando a grito pelado como si fueran más. Gala Placidia consideró que a su hermano le faltaba poco para hundirse. Su estructura, según sus cálculos sentimentales, era demasiado flácida. El temible cerco vándalo la mantuvo refugiada en Rávena, pero presumía que todo finalizaría pronto. Era imposible que el imperio hiciera frente a tal concurrencia de gente, pues cada vez pasaban más vándalos. De repente supo que Alarico se había tenido que aliar con ellos, rugiendo como ellos y vaharando a zarzaparrilla, luciendo cabezas de lobo, pretendiendo el asedio definitivo.

Durante la invasión Honorio acabó siendo localizado. Su hermana estaba presente en la panadería el día que el rocoso Alarico franqueó la puerta. Honorio se tapó el rostro con una hogaza de pan lastimera, oyendo la voz rauca del godo conminándole a que le nombrara gran jefe militar del imperio. Trémula la mano, Honorio obedeció, confiando en que tarde o temprano moriría de hambre, pues los saqueos no habían dejado ni un litro de vino. Los vándalos, bajo sus capas de armiño, ululaban por las calles en mayor número que nunca. Eran al menos doce y armaban un jaleo extraordinario, logrando conquistar las posiciones más importantes de Cerdeña y Sicilia. Alarico retrocedió sobre sus pasos para marcharse, si bien antes pasó por el horno y rescató a Gala Placidia malditasea, para vivir juntos un amor idílico.

Emprendieron rumbo a África llenos de romanticismo anhelante. Ella iba soñando encima del caballo que era libre. Alarico sabía que para ella vivir consistía en estar todo el día en la cama. Sin embargo por el momento solamente había un caballo estremeciendo el paso. Sin embargo, al llegar a la costa cambió la cosa. Brisos solanos, amor de lumbre en la playa, el sueño parecía limpio y cantaban los pajaritos, abanicando las palmeras el fresco aroma salino del Mediterráneo. Sin embargo un día Alarico vio venir a sus hombres pidiéndole con urgencia una conflagración contra quien fuera. Nunca supo de dónde salieron tantas galeras de repente, pero estaban allí, ante él, después de una noche bien dormida asando papas en la fogata. Después se echó al mar, y a continuación naufragó debido al mal manejo de timones y velámenes. El agua inundaba las embarcaciones, y parecía imposible la salvación. No obstante, el héroe peninsular, en un arrebato categórico, se movió con habilidad y la salvó a ella de morir completamente asfixiada.

Gala Placidia no era la única que estaba en apuros en aquel momento. Al otro lado del mapa Walia era sacudido por el ejército romano en Tolosa. Alarico, que emprendió el regreso, fue informado de que incluso le echaban de la sede real de Toloso, ofreciéndole como pobre consuelo el exilio en la Galia. Pocos días después Teodorico acabó con Walia, al verlo venir al trote en su caballo blanco, asestándole una daga y derribándole. El animal se alejó solo a unos riscos, y entonces volcó la testuz para recoger a una mujer cariacontecida, Gala Placidia a la sazón, queriendo regresar a Roma.

Teodorico II

Era obvia aún la falta de orden dinástico en el reino visigodo, dado que en las guerras sucedía todo. Teodorico en la Galia comprendió que Hispania era un reino, pero también que en diversos sectores aún había tribus creyendo que no. Pese a todo, logró mantenerse sin conflictos una temporada, que la aprovechó para indagar en el Derecho, ocupándose primero de los propietarios y después del derecho de quienes sembraban, y también de los que recogían la cosecha mientras todos comían lo mismo.

"A cambio de tal servicio -dijo- será posible conceder vivienda en tal zona".

Había todavía demasiados clanes familiares exentos de pago, así como consejos vecinales sin localizar. Diversos señores gobernaban su propia jurisdicción a su libre antojo, impartiendo justicia por sí mismos, reclutando a su propio ejército. Había demasiada gente sin tener en cuenta dónde estaba, explotando tierras a su arbitrio, pagando algún impuesto al primer pícaro que pasaba con apariencia de enviado real.

"En este predio que yo presido, a cambio de ese estipendio, dejo cultivar mi terreno", podía llevar escrito en el papiro de turno.

La situación permitía que la temperatura bélica se mantuviera al alza. Por entonces había en la península al menos cincuenta casas. Teodorico sin embargo quiso gobernarlas con el Derecho antes que con las armas, ajustando mejor el pago de tributos, para cuyo respeto mostró su nueva daga, recién pulida por un espadachín orfebre amigo íntimo de la familia. Con ella, desde un cerro algo más bajo que el caballo, amenazó al sol con grandes bramidos, inútilmente porque en la sombra nadie le creyó. En cuanto al Derecho, los tontos también debían tributar y cada uno de los tributos debía un tener un nombre, como el mochante para los pozos. Por atravesar puentes, ríos y terrenos colindantes había que pagar, así como por el arrendamiento de tierras y servicios. En definitiva, la necesidad de aclarar por escrito todas aquellas horribles dificultades jurídicas fue haciendo a los visigodos más duchos en la materia. Hubo además contratos, bien para repartir ganado o para satisfacer compromisos agrícolas. En cuanto a la daga, el contrato consistía en una firma de herrumbre, que delató que la plata no era verdadera, debido a lo cual mató al espadachín orfebre en un campeonato de aburrimiento que consistió en dejarle sin trabajo, o lo que es lo mismo en llevarse su talento para hacer plata más falsa aún.

Respecto a la sucesión, comenzó a pensar en ella cada vez más. La firma relativa a esa clase de contratos aún estaba al albur de la imaginación. Teodorico, en virtud del derecho de familia, en principio comprendía las herencias y usufructos. Un día la daga desapareció de palacio, y como la tenía por símbolo de lealtad, creyó que significaba una conjura infausta para deponerle. Aun no se le había ocurrido ningún epígrafe moliente garantizando nada respecto a la sucesión. Entretanto observó que detrás de las cortinas había algo más que gansos, holgazanes y mujeres gordas, conviviendo clandestinamente, como si estuvieran en Roma. La atmósfera empezó a estar cada vez más enrarecida y las ventanas del suspense se abrían solas.

Se le podía ver en el campo ante los becerros sorteando la suerte final. Los conjurados podían estar ocultos en cualquier recodo, detrás de la maleza o un árbol. El miedo se subió al arbusto y detrás del arbusto el rey alguna vez regresó a palacio, desnudo tras la becerrada. Los tapices en palacio parecían diseñados para estampar como ornamento las tripas de algún desgraciado, que quizá era él. Fue desapareciendo su alegría, así como gente a diario a su alrededor, aunque siguió disimulando su zozobra pese a la evidente soledad, cantando a diario vivaracho por el campo, para que le vieran todos, es decir, los sospechosos árboles. Diríase que estaban a punto de ocurrir hechos delicados. Cada vez le costaba más escribir bien el Derecho.

"Por favor, yo, el rey, que firmo y promulgo este edicto sucesorio, espero salir de aquí con mis propias ruinas a cuestas. Por lo tanto, hagan ustedes el favor de marcharse, estén donde estén y sean quienes sean, y por supuesto hagan lo posible por envainar sus dagas, cerrando a continuación la puerta. Invito pues a una rebanada de mantequilla".

Entonces regresó a la guerra y cambió su suerte. Estaba tan desesperado que fue como ir a una verbena. Manifestó una vez ante los nobles una baladronada, haciendo ver que había gente viva soñando a menudo con morir, buscándole a él para una gloria perdurable. Solicitó ayuda a quienes mejor conocían el fiambre, a los romanos, junto a los cuales se lanzó al mar de la Bética. Hacía tiempo andaban combatiendo por playas y secanos a diversas tribus revoltosas. Los romanos dominaban bien la galera, con su indómito velamen y la meteorología de la muerte. Se dijo que serían capaces de someter el litoral con una vela nada más. Sin embargo, poco después, tras un desembarco bajo las palmeras, un romano le comunicó que tenían que irse. Teodorico se quedó sorprendido, justo cuando estaba preparando con máxima ilusión la primera moraga de sardinas para entregarse a gusto a la muerte. Los romanos dijeron que tenían que concentrar toda su flota en su país, al objeto de combatir a los hunos, el temible animal escandinavo que saqueaba la ciudad.

-¿No os quedáis para el almuerzo, es lo que me queréis decir?

-Sí, así es. Le deseamos suerte.

Teodorico se dio la vuelta y vio que había una mujer entre las palmeras, asomando la nalga. Se dio cuenta de que el abandono dejaba sin vigilancia la Bética, es decir, que podía conquistarla él solo, frunciendo el seño y alzando un poco la voz. Allá en Roma entretanto sucedía la hecatombe, hordas hunas como fieras dirigidas por Atila la saqueaban una y otra vez, vilmente. En uno de los combates Honorio murió desollado como una perra. Las informaciones que circulaban por la corte visigoda confirmaron que el poder del césar ya se lo repartían todos sus generales, amenazando con la trifulca general. Sin embargo Teodorico no había regresado aún. La decadencia del imperio era una certeza, pero él prefería la otra. Los francos se habían sumado a los hunos para el desvalijamiento totalitario de Roma, pues andaban descontentos desde que el emperador les denegara permiso para ocupar algún territorio propio. Entonces acudieron a la alianza con menos piedad, obligando a la flota romana a continuas claudicaciones.

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