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El sucesor (relato) (página 2)


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"Cuando me vencía el sueño en aquella habitación, y aunque dé lástima decirlo, diré que me sentía como ella".

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La mosca gigante

Comienzo descartado: "El calostro enduresío vihilaba los regomellos de las muheres. Arguien aguerrío, que paresía er hefe, avansaba por los pasillos, hasiendo ver que en cuarquié igtante asumía er riejgo de mottrar que la satisfacsión estaba en medio".

En el laboratorio no había demasiadas florituras. A la vuelta del microscopio había una estantería con algún matraz y algunas cajas con cápsulas catalogando muestras. Si me hubieran dicho que dentro de algún cuaderno había una fórmula importante, me hubiera dado igual, pues jamás me atrajo lo que no es mío. Algo así obligaría a sortear mentiras, soportando un peso excesivo de conocimientos ajenos, cargando con dos identidades, la verdadera y la mendaz, y por lo tanto con un enemigo más grande socavando la autoestima.

-Si te pones a explicar el nivel celular de la mosca -me dijo-, te puedes ver en la necesidad de explicar toda la química celular. Después, si en algún momento lo dejaras, quizá te notaras sonado.

-Ni que fuera la novia.

Junto al edificio había un jardín recoleto al que acudían a merendar los científicos, aunque en invierno el almuerzo transcurría dentro, en una habitación acogedora para veinte personas que usaban para beber una máquina de refrescos en la que necesariamente había que introducir una moneda. Nítida de sensualidad bajo la bata, se agachó una vez la doctora Klauser y por un instante la acuñación quiso ser otra. Luego comentó que la investigación con animales había estimulado desde siempre las fábulas de terror.

"Frankestein, de Meri Chelli -, pensé yo por mi cuenta-. El Dortó Yekil y Míster Jey, de Estívenson…".

Guardaban relación con espectaculares experimentos y conflictos de conciencia.

-Es posible fabricar una mosca gigante -terció la doctora Klauser, llena de fragante misterio-. Sin embargo luego es complicado matarla. Puede morir el encargado del experimento, es decir, quien ponga su cabeza al servicio de una cosa tan grande.

-Menudo jolgorio hacer el amor ante algo así -, dijo la otra.

No obstante estaba claro que el animal era el que tenía menos valor que quienes lo manejaban.

"Una mogca higante haría penzá en la espada", dije yo.

Alguna vez, aunque sin deleite, miré al microscopio, aunque en general me aburría. Alguna vez flirteé con la doctora, mas ella era una profesional y prefería aplazar esas cosas para más tarde.

"Hases mu bien -le dije con una mirada-. Yo tampoco me sentiría cómodo metiéndole a la célula un sutto".

Solía irme a la azotea para fumar, pasándome el rato estudiando el lugar más seguro para disfrutar el arado sexual. Me rodeaban, tomando el tentempié bajo el sol, los científicos del Centro, puede que haciéndose preguntas acerca de mi presencia: un melenudo de opereta de evidente aspecto perdulario parecía recién llegado de Saturno, trayendo cosas nuevas al Centro, como Hermes Trimegisto. Según la doctora la mosca no metabolizaba bien la célula humana. Cuando regresé hizo un gesto con el dedo añadiendo que de asumirla probablemente muriera, dándose la vuelta panza arriba. Se podía abandonar una en su camino, confiando en que por sí misma la absorbiera, mas la muerte también era probable, perdiendo antes las patas, como dijo girando de nuevo el dedo. De colocar estroncio se quedaría quieta, aunque al parecer retirándolo súbitamente se hacía gigante. El estroncio era un mineral metálico en grano con isótopos radioactivos de frecuente uso en pirotecnia y pruebas nucleares. Sin embargo se encontraba también en la alimentación, de un modo natural y en mínima cantidad, en los cereales, la caña de azúcar y el yogur. Su exceso era tóxico, provocaba cáncer y problemas óseos, la zona de habitual acumulación. Supuse que era una broma. No obstante, había una mosca gigantesca en el apartamento, adornando la pared de la cama, si bien nunca me interesó saber si su apariencia metálica respiraba.

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Macho combativo afirma

que sexo ser medicina

"Se mire como se mire, el sexo es sumamente memorable y satisfactorio cuando las cosas van bien -, dijo una vez la bióloga norteamericana Helen Fisher-. Y aquellos que manejan con habilidad los aspectos sexuales de una relación cuentan con una baza importante para estimular el amor romántico".

Un prepucio acantonado desde la mañana en la habitación esperaba hasta el anochecer para recibir a la doctora. El hombre oyó entonces un murmullo afuera, pareciendo una reunión de carlotas en la puerta. Quizá se estaba despidiendo de sus amigas. A continuación cerró y oyóse la carpeta sobre el sofá. Apenas abrió la puerta de la habitación el acercamiento comenzó con la vista. Entonces el tálamo comenzó a retransmitir la situación al hipotálamo, que interpretó enseguida la intención de las caricias, descifrando el impulso eléctrico que recorría los cuerpos, desde los corpúsculos cutáneos hasta la columna vertebral. Hubo una liberación espléndida de hormonas gonadotrópicas cuando ocurría el estímulo en el ventrículo supraóptico. Las hormonas estaban circulando por el infundíbulo de la neurohipófisis, donde a su vez empezó la liberación de oxitocina, la hormona adecuada para seguir con la ternura. La percepción confirmaba la intención. Rápidamente habían sido descifradas la intensidad, la duración y el calor del arrumaco, que se alinearon tan velozmente como veloz y natural la mirada hacia el dedo gordo del pie.

Ella recibió el influjo en las células de la teca de la vagina, con emisión de aromatasa. Los macrófagos, en marcha, propagaban óxido nítrico y prostaglandinas, vasodilatando las arterias, siendo una la que llenaba de sangre la saca cavernosa del pene. El potencial eléctrico de los susurros, que estimulaba al hipocampo, rescató de la memoria placeres precedentes, activando así la la mejor programación. Las hormonas se desplazaban en la albúmina, una proteína semejante a un autobús de línea transportando nutrientes. El sistema límbico se olvidaba de cualquier deuda ulterior, colaborando con el repertorio emotivo de gemidos.

La doctora estaba siendo sacudida en la zona noble por la progesterona. La bulba estaba enaltecida por los nervios y arterias pudendas. Más arriba, en la boca, las glándulas hipoglosas y sublinguales, así como las parótidas maxilares, emitían grandes cantidades de saliva. Los labios aumentaron de tamaño, mostrando en la ruidiva trompona una pigmentación característica, la del deseo. Ella expresaba que en virtud de la liberación de estrógenos estaban mejorando sus huesos, pues se había pasado todo el día en pie y estaba dolida. El sistema rankl del osteoclasto, el encargado de destruir el hueso, quedó paralizado. En ese instante tenía de sobra para quedar suspendido por meses. De lo contrario se hubiera hablando de hipercalcemia, y al mismo tiempo del calcio en la sangre, y también en los nervios, es decir, que para su evacuación hubiera tenido el cuerpo que emplear, del modo más inoportuno, los canales habituales del fluido, es decir, el de la orina, cuyo uso en aquel instante necesitaba estar atento a una actividad mejor. Desde luego un exceso cálcico causaría el endurecimiento de la piel, obligando al uso de bifosfonatos y vitamina d, y además hubiera provocado la intervención del páncreas, queriendo allegar somatostina para aquietar el malentendido. Sin embargo la piel lucía espléndida, tersa en los sollozos de riachuelo de las caricias y gemidos.

Cualquier problema así no era más que una broma. Los huesos en realidad andaban locos de contentos. No obstante, había hombres queriendo convencer a las mujeres para el sexo echando mano a cosas así, comentando con picardía las cosas de los huesos o bien que en el glande -mof-había sustancias que protegían la boca de las fechorías de las bacterias. El ruido social de la vagina con el miembro viril era satisfactorio, haciendo saltar chispas veloces. La osteoporosis, debilitadora de las osteonas y trabéculas del hueso blando, carecía de esperanza allí. Por el esqueleto dignamente, y de modo similar a la caricia epidérmica, se desplazaron las cosquillas del amor. El periostio, estimulado con sus propios corpúsculos del tacto, acentuaban la sensación en virtud de las fibras de Sharpey, así como de las venas perforantes de los muslos, que proporcionaban la pertinente fluidez alimentaria.

El hombre, armado por completo de testosterona, estaba tarzanizando la cama. Por ahora era necesaria toda el agua. El centro de cultivo de la hormona estaba localizado en la próstata, y de no intervenir ahí la oxitocina, las acuaporinas de las nefronas estarían facilitando el paso de agua al cáliz pélvico, llenando la vejiga antes de tiempo. De ese modo el uréter quedaba liberado para eyacular. La acetilcolina agitaba la musculatura, teniendo por precursora a la dopamina, actuando como agente artístico a las puertas de cada sinapsis presentando al otro neurotransmisor. Les acompañaban, gracias a la hipófisis, una hormona más, la folículo estimulante, cuya misión era que ambos cuerpos se encontraran a gusto juntos. En el imperio de la sangre, por la arteria aórtica descendente bajaba la sangre al estómago, llegando a la altura de las vías mesentéricas, desviándose hacia la línea ilíaca inguinal. Los respectivos endotelios del músculo liso arterial y venoso, segregando moléculas de endotelina y óxido nítrico, facilitaban al ensancharse la producción de glóbulos rojos valientes en el sistema hematopoyético. Los pulmones reciclaban cuanto dióxido de carbono hubiera, cuya presencia en exceso hubiera malograría la respiración, siendo señal de cansando extraño en el tejido celular. De faltar oxígeno, el dióxido hubiera ocupado la célula, buscando su ascenso por la vena cava para ser resuelto en el aparato respiratorio. Dicha vena entraba al nódulo cardíaco de la válvula bicúspide, y a continuación proseguía hacia la vena pulmonar, donde los glóbulos rojos recibían la adecuada carga, concretamente en los acinos alveolares, prosiguiendo después hacia la válvula mitral, donde hacían un giro borbollónico antes de ascender a la válvula aorta. La sangre volteaba entonces la circunvalación del arco aórtico y describía tres direcciones, una de ascenso hacia al tronco basilar del cerebro por la carótida izquierda, la siguiente de índole transversal hacia la subclavia en los hombros, y la tercera hacia el abdomen por la aorta descendente. En el abdomen el sistema vascular tomaba dos desvíos más, uno de los cuales bajaba hacia las piernas, irrigando el intestino mediante las arterias mesentéricas superior e inferior. Después tomó desvio a izquierda y derecha de los arcos cólicos, influyendo de un lado en el transverso del intestino grueso y de otro en la gastroepiploica estomacal. En el omento mayor, la zona grasa que protege las vísceras, el estímulo llegaba a los adipocitos, que continuamente liberaban la lectina, en cantidad adecuada a la quema lógica de grasa, avisando por doquier a los músculos esqueléticos, animando el fragor del ejercicio. A la vuelta de la línea inguinal, en el muslo interno de la mujer, la vena safena hacía aún más sensible la caricia. Las ingles naufragaban en una actividad intensa.

La mosca metálica en la pared era testigo mudo del hecho. Cuando los hombres quieren secarle el entendimiento a las mujeres hablando de sexo, a veces son muy torpes. Hay quienes comentan con picardía absurdos matices acerca de la trombosis, acerca de lo cual cabía decir que la génesis del megacariocito jamás provocaría un susto mediante falsos avisos en la célula matriz de excedentes de vitamina k, la vitamina de la lechuga. En ese momento las plaquetas debían estar siendo atropelladas para dejar paso al huracán sanguíneo.

En la cabeza, el imperio de los pensamientos procaces, todo funcionaba mejor. El cabaleo eléctrico del glutamato allegaba el impulso nervioso a la piamadre, haciéndola creer a ella en el algarrobo verídico. En la columna vertebral el epéndimo de la sustancia gris conducía hacia arriba, a gran velocidad, el placentero mensaje, con desvíos naturales a todas las terminaciones del encéfalo. Las células fusiformes del ganglio, localizado en el atlas cervical, emitían indubitables aferencias al cerebelo, y este, en colaboración con los oídos, hacía la lectura precisa del equilibrio motriz. Al final de la columna, en su descenso, la vuelta del mensaje estimulaba la parte coccígea, junto al culo, donde ella puso los pies. En el sacro asimismo ungía la sinartrosis, facilitando adecuadamente la sensación perineal. De un momento a otro el hombre propulsaría el bólido seminal. Estaba ayudándose como suele ser habitual, con la musculatura de las piernas, especialmente con el gastrocnemio, haciendo tracción atrás, en las sábanas, quizá echando de menos un pedal de apoyo. La tracción criminal del metatarso permitía el cómodo vaivén, con más regularidad que urgencia, como suele gustarles a ellas. Las fascias laterales de los muslos gobernaban la tensión desde la cadera a las rodillas. Los músculos agónicos dorsales del muslo, así como los antagónicos del bíceps sural, se contraían una y otra vez. El semitendinoso y el semimembranoso estaban necesariamente crispados. Ella zozobraba de placer porque sus músculos abductores mayor y menor, situados junto al grácil, se ajustaban a la querencia. Las cápsulas sinoviales de la rótula del hombre realizaban una tarea de mambeo en la que colaboraban claramente el músculo glúteo superior y los oblicuos abdominales, así como la fascia del cóndilo lateral de la rodilla. Desde luego los sinoviocitos estaban alimentando las articulaciones, renovando el colágeno con ácido hialurónico y sulfato de condroitina, ahorrando insistencia al menisco.

Era posible que no hubiera que lamentar incidentes, puede que desgarros ligamentosos por culpa de la mala tracción. El plantar delgado tampoco se agarrotaba, y el poplíteo dorsal, así como los tibiales posteriores, tampoco, evitando malgastar un grito en vez de un gemido. Ella, durante un instante, emitió uno muy profundo, de placer intenso, que enseguida fue sofocado por un beso: de haber sido hambre hubiera muerto. Ella deseándole, giraba con suavidad el maléolo del pie sobre la fascia lumbar del amado, que estaba percutiendo incansablemente, como un tontorrón, estimulando al mismo tiempo diversas vías de comunicación táctil en las nalgas. Ella insistió con la caricia del pie, girándolos una y otra vez en varo y valgo, girando el astrágalo con ayuda de los flexores situados bajo el gemelo, ceñidas al tobillo por el retináculo superior, que era una especie de venda de colágeno rodeando la sindesmosis que formaban la tibia y el peroné en su encuentro con la base calcánea. En el calcáneo, y por su fosa lateral, los ligamentos y vainas sinoviales extensoras y flexoras de los músculos lumbricales de los metatarsianos se deslizaban mejor que nunca. En el sistema esquelético, sumamente versátil, estaba activa la corriente que permitía la fluencia armoniosa del cataclismo. Al alzar la doctora los muslos, la oquedad cotiloide del trocante mayor, situada en la cadera, respondió, favoreciendo la elevación del fémur para componer en la pelvis, bajo el músculo piramidal, una recepción extraordinaria. En el vértice vaginal la sensación tenía a su servicio dos músculos importantes, el psoas mayor y el psoas menor, ambos con agarre en la segunda vértebra lumbar. El fémur moduló el ligamento pélvico que cruzaba el arco de Scarpa, acalorando los abductores que se agarraban desde la metáfisis medial del fémur a la tuberosidad de la sínfisis. El nervio mayor de la zona, que era el ciático, salía por el foramen del sacro con éxito, por los huecos que dejaban al efecto las aponeurosis que envuelven el hueso, permitiendo así que por toda la pierna, sobre todo por su parte dorsal, hubiera una sensación rectilínea informando a la parte alta del éxito mundial del asunto. Se supo arriba que las neuronas se concatenaban mediante sinapsis veloces transmitiendo al tálamo un desenlace extraordinario, ella como potrera caballar y él como fiel vasallo del combate. Durante un instante, y puede que por mala postura en la cama deshecha, el ciático peroneo de la chica quedó protruido. Sin embargo, por fortuna, había un carril auxiliar, detrás del glúteo, el de siempre, el nervio obturatriz, evitando entristecer la conexión eléctrica con un berrido. La quema de grasas estaba siendo insoportable, aunque cordial a la vez. El sarcolema del miocito muscular todavía podía gastar más energías, así como glucosas y proteínas a todo pasto, evidentemente debido a la buena alimentación habitual. Al contrario, de quedar solamente grasas en el cuerpo, el músculo hubiera producido amonio, susceptible de secretar urea y ácido acético. Producto de la intensa contienda, dicha escasez energética hubiera provocado un derrame de mioglobina, como síntoma de posible radmiólisis. En lo tocante al hígado, lograba mantener la constante, ofreciendo en el circuito hepático la glucogénesis óptima. La respiración solamente se cortaba con besos, es decir, que por un lado ciertamente había hipoxia, pero por otro el riñón aprovechaba, urgiendo a la médula, para fabricar más glóbulos rojos, lo cual evitaba desfallecer. No hubo ahogos desmesurados ni se podía decir que una alergia de última hora estaba al acecho, intentando colaborar con la asfixia, pretendiendo activar la alarma en la población eosinófila de la nariz. Un arco de luz de tónica acelerada con oxígeno recién inspirado recorría la carina pulmonar y el neumocito se restablecía en cada resuello. La calidad del oxígeno permitía el ahorro de antioxidantes. Las reservas de glutatión, catalasa y glutatión aminotranspeptidasa estaban a nivel aceptable. La pleura seguía rozando el tórax con amabilidad, como de costumbre, deslizándose como el jabón, como se suele decir. La membrana, que albergaba los pulmones, conservaba pese al fragor su forma, en todas las posturas, y además también igual se comportaba el pericardio, la envuelta membranosa del corazón, un músculo impagable que lo estaba llevando todo a cuestas. Pese a la presión de ambos cuerpos los órganos prosiguieron elásticos, y la eyaculación era inminente.

El pene, que de inicio tenía un aro vibrátil en el rafe escrotal, excitó como asomo de moneda el clítoris de la mujer, buscándolo con ahínco, una y otra vez, atento al desgarriate culminante para un reparto mutuo del placer. Se incrementaron los suspiros ansiosos, las miradas y vidamías de entrega mayestática, intentando ambos la continuidad unida hacia el mismo olvido. En el epéndimo de la bolsa escrotal ya estaba madura la descarga de espermatozoides, que entonces ascendieron, raudos por el canal deferente, girando en la rotonda prostática, bajando después de vuelta por la uretra, hasta que al fin llegaron al meato del glande, entrando finalmente en la vagina protegidos por las prostaglandinas, el cultivo gelatinoso característico de la deposición.

Aludir de ese modo al cataclismo sexual haría pensar en ocasiones en que a alguien le van a asestar una puñalada. Después los cuerpos languidecieron. Suspiró satisfecha. Con la cabeza apoyada en la almohada parecía el mejor músculo del varón. Aunque por un instante alguien llamó a la puerta, ninguno quiso abrir. En la vagina las células de la teca desactivaron la carga gonadotrópica que liberó la hipófisis. Partiendo también de ahí la orden, aumentó la glicina en las células de Leyden inguinales del varón, así como en el contorno muscular adyacente. El resto de la desactivación circulaba por la columna vertebral, por el canal medular del líquido subaracnoideo del epéndimo, por el canal de Magendi y por el cuarto ventrículo hacia el bulbo del mensencéfalo, desde donde poco después llegarían dormidas otras conclusiones. La primera era el cese de la acetilcolina y la segunda la actividad del ácido gaba, relajando el sistema nervioso central. El apagón de las vías glutamaérgicas, obligaba ya a dormir sin pensar en nada. La glándula suprarrenal, tras la quema constante de gasolina glucosilada, cesaba la emergencia de adrenalina, cediendo turno a la anulante vía noradrenérgica. De la comisura de las habénulas, lugar de la glándula pineal, llegaba la melatonina. La retina había observó escasa luz y el tálamo, cesando la retransmisión, ejecutó la serenidad comatosa definitiva.

Durante el sueño las papilas de las raíces de los folículos capilares trabajaban acordes a sus vénulas, allegando la queratina, una especie de colágeno que hacía más brillante el pelo. Efectivamente, al día siguiente sería obvio. Los forámenes de las metáfisis óseas allegaban la nutrición generosa de los canales de Havers. Las osteonas y los osteoblastos de las lagunas de Howship eran felices. El estómago insuflaba serotonina, la hormona optimista de la sicología.

"La localización en el estómago de la serotonina es la que hace pensar a los antropólogos que la mujer señaliza el deseo cuando se lo acaricia".

Por la mañana el pulvinar del tálamo aminoraba el nivel del ruido callejero, descartando fácilmente el innecesario. Permitía fijar mejor la atención, hacer movimientos más precisos y ver más vivos los colores, como los de la flor junto a los churros. Hubiera sido distinto de empeñarse el pulvinar en el recuerdo del acontecimiento reciente, cuando los pezones erectos de la hembra acariciaban la armadura del varón. Las articulaciones confirmaban un garbo pausado y la musculatura una turgencia más firme, y la piel mostraba matices rozagantes. Los melanocitos del sustrato dérmico afloraban con la medida de cobre exacta. Tomando el café junto a ventana, la broma consistió en decir que tras la lectura de un libro que hablara así el libro pariera un lector. Todo era luminoso bajo la luz de aquel sábado.

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La luz y el sonido

No es lo mismo la luz del día que la luz bañando los objetos. Es distinta la luz de la mañana que la pobre difracción de un plástico. Es diferente la reflexión recta de la luz a través del cristal que la misma luz pulverizada con agua. La ranura de una puerta y el foco de una linterna son diferentes, pero en común tienen que carecen de dirección. La luz del día es como un polvo de arroz esparcido en el vacío. El cielo es azul porque el sol esparce moléculas donde predomina ese color, polarizándolas por dispersión, del mismo modo que ocurre con el color blanco de la clorofila de las plantas. El sonido, por otro lado, se desplazaba en paralelo a la luz. No lo hacía como onda, sino como sucesión de esferas concatenadas. Hubiera luz o no, el sonido continuaría.

Era la música de Richard Strauss. No era igual la luz de un metal que la luz de la noche. La diferencia aparejaba diversas categorías ópticas y algunas curiosidades lumínicas. Una de ellas era el electromagnetismo, definido como la influencia de un cable pelado ionizando una estancia. Una de las palabras del fenómeno eléctrico era el electrón, consecuencia de la influencia griega. Herón, Euclides, Pitágoras, Demócrito, Tales de Mileto y toda esa gente comprendían que algo invisible en la lógica diaria era al mismo tiempo una certeza. Frotaron metales, tejidos y ámbar hasta que al fin advirtieron cosas como la chispa en el cabello, y también que dos superficies con cargas distintas, al juntarse, se repelían, sin que nadie siquiera acercara un dedo.

En el siglo XIX las categorías lumínicas, además de la solar, eran la magnética y la eléctrica, y había una más para el sonido. Desde entonces la progresión de conocimientos fue imparable. Alejandro Volta inventó la pila eléctrica y Tomás Edison, experimentando con filamentos de wolframio, la bombilla. Este hombre dijo una vez antes los periodistas que toda la información del acontecimiento vagaría por el aire dentro de una partícula, para que la descifrara con detalle algún día quien la atrapara. Habían pasado muchos años desde que los antiguos sabios, estudiando la óptica, creyeran que los ojos tenían rayos atrayentes capaces de acercar los objetos, y que los objetos mismos, al ser mirados, sugerían, como si tuvieran vida, demorar su contemplación. La luz y el sonido, cada uno desplazándose por su propia vía, convivían en el mismo plano, y la música de Strauss de nuevo estaba haciendo oír al zorro.

Ella oía un viejo cántico. Le dije que el músico llegó a pensar que su hijo era un asesino. Lo que sucedía era que el hombre, tras enviudar, tuvo relación con varias mujeres, que iban desapareciendo periódicamente, dando lugar así a la absurda creencia de su padre. El sonido de Strauss mambeaba con placer en adelante, en una sola dirección. Yo, al contrario que la burbuja, iba en la dirección apetecida acarreando el tiempo, cruzando entre las partículas como una de esas proteínas que se desplazan por la sangre pareciendo una albóndiga con un cartel pegado buscando compañía.

"Voy de un sitio a otro sin saber por qué".

9

El concierto

Era demasiado tarde para perdérselo. El concierto de rock comenzó al anochecer. El grupo de moda Aerosmith compareció en el palacio de la música en un desierto de oscuridad multitudinario y ruidoso. Arriba, en el techo, se electrocutaban los murciélagos con el tronido de las guitarras. Abajo había mujeres moviendo molinos. El líder del grupo se ahogaba bajo la cabellera, berreando con gran pundonor y conocimiento del ritmo. En fecha reciente el médico, que era su gran admirador, le había tomado la tensión y le había dicho que podía seguir zurrándose mucho más. Teniendo en cuenta cómo aterrizó en el escenario, se podía pensar que había gente viéndolo de otro modo. Los médicos al parecer lo que ven son locos, y en aquella ocasión un esqueleto galopando abajo, iluminado por los focos ante la barahúnda circulante. La doctora llevaba el compás a su manera, quizá pensando una canción hablando de órganos y células. En el hueso estaba el osteoblasto y en los dientes el odontoblasto. En el músculo estaba el miocito y en el corazón el cardiomiocito. En el líquido sinovial de las articulaciones estaba el sinoviocito, y en el riñón el podocito. En el hígado estaba el hepatocito, y en los nervios la neurona, y así sucesivamente hasta que cada una se identificó con el tamaño de su órgano propio, como las cuerdas sobre la guitarra.

Se solía decir que si los científicos quisieran escribieran en un periódico demostrando todo su saber, ocuparían la primera página tan solo con la primera letra. Había un trabajo inconcluso tomando como excusa una copa. Me mantuve de pie, impertérrito, reconociendo la calidad del grupo con algún movimiento, aunque no me satisfacía. Los muchachos luchaban con desenfreno por alcanzar el primer puesto de la música rocanrolera. El vocalista, ágil y pundonoroso, estaba ganándose una ducha. Pensé más bien en el apartado fantástico de la ciencia.

Me preguntaba, en virtud del mito literario de Frankenstein, si el hombre podía desarrollarse simplemente en un cubo. En un cubo las células humanas se replicarían y se pegarían a la pared. En el cubo habría que poner un suero fisiológico especial, con nutrientes similares a los de la gestación normal. La muestra crecería y entonces obligaría al traslado a una urna más grande, en la cual habría un reciclador para limpiar el plasma. Al principio las células formarían un bulto del tamaño de un dedo, y a continuación la mano entera, y posteriormente todo lo demás. El uso de una bañera por dos personas también hacía pensar en algo así. La herencia celular, compartiendo ambas el mismo agua, acontecería con normalidad, ahí donde con frecuencia la piel, mediante apoptosis celular o muerte programada, abandona parte de su identidad.

El grupo derrapaba en el escenario y la juventud brincaba bajo el fuego abrasador de la cantata. Yo, pensando en el cubo, pensaba también que alguien cerca me hablaba de ducharnos juntos. La réplica celular seguiría creciendo en el cubo. El dedo se convertiría en algo mucho más gordo, y de él saldrían hebras de piel, inflándose para formar huesos y tejido sanguíneo, flotando apaciblemente en el líquido, dejándose ver con algún pigmento rojo. Sobre los hombros afloraría un bulto informe, redondo y sin facciones, que iría adquiriendo gradualmente, concretando las cuencas oculares y la distribución ósea con sus músculos. El sexo quedaría definido en el último instante. Algún cromosoma se decantaría por uno de ambos en los últimos compases. Finalmente, claro está, el ser, abriendo los ojos, se incorporaría, emergiendo de la bañera, desnudo, tratando de palpar el entorno. Potencialmente tendría una inteligencia normal, como la de cualquier humano, si bien no sabría hablar aún, y durante un tiempo tampoco vería bien los volúmenes. Todo ello podía estar ocurriendo en aquel instante, allá en el Centro, sin que nadie, estando pajareando la multitud, lo supiera. La doctora Klauser, rubicunda y nocheriega, álgida de belleza en la penumbra, me sorprendía con sus ojos pidiendo fuego. El fragor me impedía oírla bien, solamente verla, y entonces acerté con el mechero en el jaleo, procurando acercar con delicadeza la llama. Entonces me topé de súbito con su mirar soñador. Me dio las gracias arrastrando las erres y después no volví a verla más. Estuve pensando un rato en ella como joven moto, en el tono de su nostalgia sentimental, y al mismo tiempo en el nasardo tonal de la mosca. Llegué entonces a la misma conclusión de siempre, llena de lógica elemental. Cualquier ruido, por extraño e increíble que sea, es causado siempre por el individuo, puede que por sugestión e intensa concentración en el estudio. Respecto al cantante, estaba claro que cantaba bien.

Por supuesto pensé que si alguna noche me quedara en el Centro, mi vida correría un extraño peligro. Ululando el búho y becerro el viento, en ese instante algo me hubiera embaucado con facilidad pasmosa en el pasillo. Una voz lúcida al fondo, requiriéndome, me pediría que me bajara los pantalones, impidiéndome la huida. La enigmática y bella doctora Klauser hubiera efectuado el pertinente análisis, teniendo yo que obedecer, abandonándome sobre una camilla maravillosa en calidad de experimento nociceptivo. Ella, ligera de cabellos, y yo como instrumento adecuado, hubiéramos empeñado un diagnóstico, y después, lógicamente, yo me hubiera marchado, dejándola atrás. Ella se hubiera quedado a solas en el pasillo. Yo hubiera recuperado mi ropa. Ella se hubiera dado la vuelta para entrar al laboratorio. Yo, friolento, hubiese cruzado la clandestinidad de los árboles. Ella hubiera cerrado la puerta del laboratorio. Ella estaría cargando fríamente el microscopio con la punta de una uña, sin darle importancia a nada.

La multitud, como si fuera el baile celular, se movía bajo las partículas de luz en todas las direcciones. Fue inevitable la vieja comparación de las notas musicales con el vuelo espectacular de los heminópteros. Respecto a que un hombre pudiera estar en dos sitios a la vez, tampoco dije nada. Hubiera hecho falta concederle importancia al término teletransportación, definido como la réplica atómica de un sujeto en otro sitio. Eso era algo muy complicado, aunque pensé que quizá ocurriera de un modo natural y simple. La teletransportación, como una ducha, sería entonces como una suma de simplezas cotidianas, sencillamente un baño de luz. Sentando en un banco el teletransportable procedería a la teletransportación dejándose impregnar por la infinitesimal caricia solar. El mediodía con su pierna categórica favorecería la diminuta sombra de la célula humana bailando con los fotones lumínicos. El humano y su entorno acaso llevaban así desde hacía miles de años, de un modo permeable y sin advertirlo, como una barra de bar a la que llega y se va la gente, evaluando la sospecha de que solamente pensando en otra persona ocurriera.

Otro tipo de viaje es el que ocurre leyendo, probablemente porque alguna célula del escritor está pasando al lector. Agradado le alojaría en su memoria, obviamente anotando la presencia en alguna de sus células. Hoja tras hoja albergaría la duda de estar siendo ocupado al completo. Un viaje más sería deshacerse del libro, tirándolo a un estanque, que haría ver que la luz exterior es distinta a la propagación lumínica del agua, en cuyo seno el sonido es más rápido.

10

Una caja y un hombre sentado en su interior

"El hombre vive en la imaginación y es al morir cuando vuelve a la realidad".

A mucha gente le encanta que le señalen enseguida un objeto luminoso en el cielo. Lo difícil es aceptar un átomo, cuya asociación configura las cosas, siendo una de ellas el texto. El átomo también es una partícula tan pequeña que para ser vista necesita una máquina. Una letra a su lado pareciera una casa. Si cada átomo fuese equivalente a un dibujo matemático, significaría que cada letra sería el reverso de un número. En la palabra chupóptero, por ejemplo, la letra p podría identificarse con un once, e igual ocurriría con todas las del abecedario. Así pues, si es cierto que cada texto forma parte de la vida con un balance exacto, sucedería igual en todo lo demás.

La rutina del hombre estaría obedeciendo a una secuencia matemática de gestos y acciones, a detalles tan mínimos como las partículas lumínicas que se desplazan por el aire. Llevar una contabilidad de algo así desde luego sería arduo, aunque para imaginarla sería bastante. Ciertamente sería más cómoda la ilusión que la comprobación, pues se ponga como se ponga nadie, la matemática dirá de todas formas lo que tiene que decir. En el ámbito celular hay un número relacionado con la célula, el tres mil cuatrocientos, circuito con la cantidad de aminoácidos de un compuesto, en concreto de una proteína llamada reelina, de uso por las neuronas del colículo inferior. El secreto de ese guarismo anda alojado en un solo gen del impulso auditivo, y la cantidad pareciera enorme en un ámbito tan nimio. Sin embargo, ocurre realmente. No obstante, de no ser así, también bastaría con pensar en ello, tal como se imaginó siempre, creando la ilusión de que todo de todas formas seguirá funcionando.

Hay pues una inteligencia malvada aficionada a los detalles insignificantes, y no es otra que el cuerpo. Hay una música envolvente en el torrente sanguíneo que ordena sin fallos la convivencia de millones de datos. El cuerpo, que funciona toda la vida, demuestra así que es la máquina fundamental, superior a todas, haciendo pensar que el ordenador es un antepasado. Superior pese a que acerca de tal máquina apenas el individuo conozca datos aproximados, debido a lo cual todo conocimiento es relativo cuando alguien dice que conoce al vecino. La sabiduría, que puede durar todo el día, consistiría solamente en observarle cenando. Un científico en cambio estaría mirando el plato sin delatar nunca la sencillez de su interrogación racionalista, buscando en su intimidad las razones químicas indubitables. En torno a quien observa el plato, como siempre estará la luz con sus fotones, electrones y todo eso.

Una sombra sobre el plato, acaso sobre una almendra, y aunque fuese la de un dedo, implicaría una operación matemática tan grande como pequeño sea. El hombre vive así a diario con el gigante mundial, sin plantearse cómo su estómago se ocupa de la almendra. Respecto a la luz, sentado en un banco, el hombre pensaría que le rodea su pensamiento. Eso significaría que estaría imaginándose, y que la imaginación implicaría una combinación matemática más, sin lugar a dudas porque existe un orden químico en el aire acordando la producción de imágenes. La luz del día sobre el banco sería el acercamiento que establece su propia razón. De algún modo el sujeto se estará acercando a su recuerdo. Aparte de en el banco, se imaginará o recordará en todos los demás escenarios, en casa casi siempre y en ella a la gente que conoció. Entonces, cuando vuelva a quedarse solo, llegará a la conclusión de que la imaginación no existe, en tanto todo cuanto imagina, como las habitaciones por las que deambula, están basadas en las mismas proporciones geométricas que las reales.

Siguiendo con la metáfora de un banco, el hombre sentado en él estaría muerto, es decir, pasándose la vida recordándose desde el claro del día. Al igual que dentro de la cabeza existe un acercamiento de índole química, su equivalencia en la vida sería un acercamiento de índole lumínica, y dicha luz estaría acompañándole por la ciudad. Cada día, como dentro de su cabeza, la luz establecerá su acercamiento. La cabeza es la invocación de su recuerdo. El día y la mente serán equivalentes. Si la cabeza fuera el mundo, la química cerebral sería la luz. Por otro lado, cada recuerdo estaría contenido en una célula, pues de otro modo estaría contenido fuera. Así pues cada célula del hipocampo tendría datos archivados. Siendo así, dos recuerdos acercándose serían dos células estudiando su contacto, tal como lo harían en el exterior dos partículas que bailan en el flujo lumínico. Dos partículas, con una matemática equivalente, procederían al contacto mental cósmico, la una en un banco y la otra llegando.

Si una persona quisiera modificar el pasado, dos células suyas se mezclarían. El modo de retrotraerse al pasado acaso quepa en un mínimo corpúsculo que circula por el aire buscándole, todo ello aunque no despierte. Si una célula es capaz de tener una secuencia ordenada de tres mil aminoácidos, en la luz habría semejantes consecuencias complejas. Incluso sería increíble que una célula tuviera menos ingredientes, tanto como increíble es la mengua de luz al atardecer, dejando que el hombre llegue a su casa.

La playa suele ser un lugar exacto para el recuerdo grato. Hay en ella una luz amplia sin sombra de edificios. Toda es el ámbito químico del interior craneal. El litoral con sus rocas estuvo intacto desde siempre, con exactitud metamórfica desde hace miles de años, desgastándose un poco con la erosión. En una foto estaría todo eso, y en ella una figura lejana. Alguien al fondo, cruzando bajo la arena, tendrá un significado curioso: está en una cabeza pensando. El hombre, observando en la foto su insignificancia lejana, en un escenario inmenso cruza por el azul. De no ser porque el invento fotográfico es actual, la visión pertenecería a cualquier época, una extensión marítima, un plano inmenso tachonado de gaviotas.

La imaginación, al anochecer, situará el foco sobre el recuerdo. Alguien entonces atraviesó la luz sobre la arena. Tumbado en casa apaciblemente el hombre suele analizar esas cosas. Todo pudo ocurrir igual hace muchísimo tiempo, y pudiera desear que una partícula, enviada a voluntad, acudiese a buscarse en ese momento. Se dirá que la noche dispone de una partícula de luz que llega a tiempo. En el banco pensará que la luz de arriba, al ser la de la cabeza, le pertenece y le secunda al más mínimo movimiento. Hará alguna broma respecto a los espíritus de los muertos que vuelan a placer en el firmamento. Los muertos a su vez pensarán que alguien abajo, observado en un banco, también está arriba, puede que haciéndoles a todos un razonamiento espectacular, engañándoles membrillamente. Estar arriba y abajo a la vez es algo muy difícil, abajo tomando el sol y fumando, y arriba mirándoles a la par vivamente, haciéndoles creer que hay una vida terrena.

El muerto se pasará la vida bajo la luz, siguiéndose a sí mismo desde arriba, bañándose en la playa, regresando por una vereda en compañía la alargada sombra arbolada. Se verá por las calles yendo al en el supermercado, parando con un amigo, asistiendo a sus conversaciones, así como a oportunidades agradables para decir mejor alguna frase. Recordará sus juegos infantiles y sus años de Universidad con sus exámenes complicados. Recordará el día que conoció a su esposa y una mala discusión y algún viaje. En el sofá, fumándose un cigarro, regresará, descubriéndose sus piernas tranquilamente, primero los pies, luego las rodillas. Se estuvo preguntando, perdido en la niebla, cómo en virtud de un átomo lumínico ponerse en contacto con el pasado. Devaluará el tiempo en cada escena y evaluará la modificación de ciertos traumas, actuando como si hubiera un billete al pasado. Románticamente cómo regresar será la pregunta, regresar a un momento concreto para disponerlo a su antojo. Una partícula urgente a su servicio estaba deseando que diera esa orden, para acudir por el aire entonces, aportando un dato providencial a la hora oportuna, en el último momento de un día remoto que quizá fue demasiado complicado. Tras la modificación, el recuerdo será suministrado de nuevo de un modo más alegre, como si en efecto dos células de la cámara cerebral se hubieran mezclado en el aire.

El individuo, yendo por la calle, confía en que la luz vuelva a otorgarle el privilegio de las partículas precisas. Puede que haya una que viaje en el tiempo. En cuanto a la célula genealógica que desde siempre viajó así, también estará en su mano iluminada con el cigarro. Cuando el individuo nace despliega su vida entera, y a continuación vuelve a la cuna, cuando muere, a toda velocidad aunque no se dé cuenta, y desde entonces vive recordando. Acaso sea necesario decirse ese tipo de cosas para que el cerebro sufrague el apartado verosímil y al mismo tiempo increíble. El individuo, oyendo su voz, haría pensar en un réquiem o bien en una dispensa testamentaria, volando con la luz desde el comienzo de sus primeros pasos. Bajo la luz verá la primera vez que masticó. Bajo la luz, cuando aprendió a correr, todo como un acontecimiento matemático de dimensión inabarcable, desplazándose desde siempre por el aire.

En cierto modo la característica atemporal de la luz es semejante a la carencia de rigor cronológico de la memoria recordando. Durante una sucesión de recuerdos -acaso dos escenas parecidas a un montaje cinematográfico- alguna vez el individuo observó la curiosidad: de repente tenía veinte años y enseguida apareció con cuarenta.

"¿Cómo yo -se preguntaría- aparezco ese día comprándole chucherías a los niños y segundos después me viene a la cabeza un escenario tan distinto, una finca?".

Es como si la coherencia cronológica fuese menos importante que la comunicación temática. Parece además que el hombre, en virtud de un guión desordenado hecho en otra vida, está experimentando vidas paralelas. Al ser incoherentes y sucesivos los recuerdos, dudará con la nueva conclusión, que será la teoría del muerto imposible, según la cual una persona usa tantas calles en su vida como descarta. En alguna de ellas pudieron haberle dado por muerto, concediéndole así la oportunidad de regresar dando sustos y alegrías por los portales. Quizá en la calle de atrás un día se cagó, sin escrúpulos, en cuyo caso sería tenido por un virtuoso asno. En otra calle en cambio pudo haber curado a alguien, en cuyo caso en ella sería tenido por un hombre de valor. En ninguno de ambos sitios, pese a ser la misma persona, los argumentos serán coincidentes. En otra calle pudo haber sido el mejor amigo del mundo, y en otra más el mejor amante de siempre. El individuo, reflexionando el tema en su sofá, pensará que de visitar una u otra calle pudiera retomar el argumento en el punto justo donde lo abandonó, dejando que historias por diversas vías y en sentidos contrarios del tiempo le encuentren.

Una explicación más tendría que ver con el baile celular en sociedad, es decir, con el abandono de grupos a medida que la persona evoluciona. Le han sustituido en ellos asignándole a otro el valor que algún día simbolizó, probablemente por tener características parecidas. Dicha observación acerca de la dimensión callejera le hartará, pero servirá para conjugar su individualidad con el hábitat, con la naturalidad de un ser civilizado. El cuerpo, tire por la calle que tire, a la postre ha sido el mismo.

Mientras envejece convocará fiestas privadas en su mente para ver que la luz del día existe más allá del humo del cigarro. El viejo luego irá por las calles con más lentitud, acarreando la información lumínica como siempre. Fue eso lo que expliqué en Grecia veinticinco siglos atrás, cuando por entonces la luz mañanera era una presencia repentina y no gradual, cuando la gente se sorprendía de que el aire moviera las palmeras. Me expliqué así aquel día en el teatro, tomando como excusa una caja de luz en el escenario. Había treinta mil personas alrededor y doscientas mil más agolpadas por los alrededores oyendo una fantasía arrolladora. La gente se sintió gigantesca y salió después de estampía, avanzando por las calles para ir a contarlo en todos sitios. La caja fue como una gota de antimateria detonó una onda sísmica. Los enemigos de Grecia retrocedieron enseguida por la creencia de que en verdad las nubes que acechaban eran suelas. Los persas huyeron despavoridos, y los macedonios se fueron detrás, así como los espartanos se replegaron a la costa iliria, y los egipcios quietos ante un avance incontenible, que prosiguió más allá de Etruria y de Hesperia, hasta volcar el mundo. En poco tiempo la aventura influyó en ciento treinta millones de criaturas. La gente salía del puerto de El Pireo rumbo a todas partes. Llegaban con la erubescencia infantil de quien entra a ver a los chiquillos, derramando las lágrimas de modo aterrador, diciendo que con ellos estaba el rey del mundo. Los literatos, tratando de solapar la verdad, se pasarían después la vida contando enredos diversos y guerras de mentira. Todo ocurrió bajo la luz de cada día.

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Lagrange

"En su nueva novela Jhony Thumberlake nos habla de su hermana enfrentándose a todos los calibres".

Jhosep Louis Lagrange fue físico, matemático y astrónomo. Mirando sus piernas, un día pensó en paralelas. Era su modo de dominar el espacio en el siglo XVII. Sobre un papel trazó dos líneas y dedujo que acabarían encontrándose. Cabía deducirlo aunque nadie, dándole la vuelta al mundo, lo confirmara. La simple paralela de papel le estaba haciendo pensar demasiado. Significaba que había una persona haciéndola, es decir, que si una paralela implicaba dos personas, cada una frente a la otra estaba haciendo la suya. La simpleza matemática de Lagrange sirvió incluso como principio elemental de la economía. Cualquiera en un bar podía darse cuenta de que estaba a un lado y la barra al otro. En un lado estarían las monedas que faltaban en el otro. En un lado habría menos bebida que en el otro, y así sucesivamente hasta complicar más las cosas comentando las paralelas de la puerta o cómo seguían viéndose en las aceras y también en las casas, y en alguna de ellas varias mujeres larguiruchas chupando tres terribles piruletas.

La cosa sirvió también para explicar la célula. Cien personas de gran parecido físico configurarían una recta. Enfrente estaría delineada otra, compuesta por personas de gran parecido físico también, yéndose después las unas a por las otras, pareciendo las moléculas que pasan a través de los agujeritos, insertándose para formar un compuesto de cien o de miles de unidades. La fila llegaría al aparato de Golgi, el departamento encargado de añadirle la glucosa. Ultimado el compuesto, la célula procedería a su exocitosis, expulsándolo por la membrana, pendiendo de la superficie un rato, acaso para formar una matriz que alrededor contribuya a la sujeción con las demás. Dentro ocurriendo el trasiego, diversas filas de moléculas seguirían formando compuestos, quizá un largo aminoácido esta vez. El proceso avanzaría por los retículos con sus paralelas, como si las moléculas fueran personas que se unen en una nueva recta. Habrá moléculas de calcio junto a las de fósforo y a su vez junto a las de hierro u oxígeno, y así sucesivamente. El núcleo, controlando el acceso exterior de las partículas necesarias, dispararía a cada instante la orden pertinente a la cadena de montaje mediante un nucleótido, funcionando como hijo de la célula viendo cómo funciona mejor su progenitora, combinando guanina, guanosina, adenina y timina, y quizá uracilo para decir que está mala.

El funcionamiento suele compararse además a unos grandes almacenes. La memoria, archivadas anteriores secuencias, facilitará la celeridad, esta vez quizá para una proteína artificial de tres mil compuestos. Las perchas, mientras la gente se va probando ropa, simbolizarán el intercambio molecular, así como la escalera mecánica el flujo de la información. La membrana lanzará el producto final a la sangre, que en el ejemplo fue la calle. El producto llevará en la terminación un remite secreto que sólo se corresponderá con una célula concreta, quizá yendo un par de calles más arriba, como queriendo probar un sombrero. Varias combinaciones adelante todo seguirá pareciendo mentira, ocurriendo todo con una tardanza que no supera a veces la centésima de segundo. El organismo, que a menudo se compara con un planeta, haría pensar, como pensaron los griegos, que todo lo de fuera está sucediendo dentro, arrojando millones de operaciones diarias sin que el individuo sepa si el páncreas se corresponde con un barrio o la memoria con un descampado. La célula dará lugar también a su réplica, creando tal vez complejos especializados en sustancias adhesivas, como la fibronectina, la vitronectina o la elastina, permitiéndole la cohesión tisular, acaso en la piel o en el revestimiento de los órganos, donde fraguarían con los miocitos musculares, que a su vez, gracias a las fibras de actina y miosina que los forman, facilitarán la reacción durante la conexión del neurotransmisor nervioso, intentando avisar si el órgano reacciona.

La Historia de la medicina pudo comenzar chupándose las heridas. Quizá alguien se planteó una paralela, abriendo un ojo y cerrando el otro, con sus dudas cayendo como lágrimas de un mismo rostro. Desde el principio el hombre se encaprichó comprobando su habilidad binocular, viendo tanto la larga como la corta distancia, hasta que al fin obtuvo su conclusión, es decir, que lo cercano a veces parece más rápido que lo lejano. La Historia médica, con sus paralelas de doctores y enfermos, acaso comenzó en la cocina, cuando el estómago determinó el estudio de los alimentos, aunque tan sólo fuese una sartenada de papas. Pudo ocurrir estudiando tranquilamente los hinojos y las carnes en pepitoria de la bruja de turno. Sólo cabría mencionar en este apartado a todo el mundo, como Alcmeón de Crotona y Herófilo de Halicarnaso. Agnódice fue la primera mujer que estudió medicina, pero estaba prohibido y tuvo que ponerse barba para ir a clase. Poncio e Hipócrates en Atenas, y sus discípulos persas Avicena y Razhé, así como los romanos Celso y Galeno, Copérnico y Vesalio, Leonardo Da Vinci y Miguel Servet, Paracelso y Maimónides, Averroes y Dioscórides, Linneo, Louis Pasteur, Robert Koch o Ramón y Cajal cerrarían la lista, no sin antes incluir en ella al egipcio Imnhotep, que mucho antes que nadie desecó un cadáver para poderle ver las judías verdes. Hábilmente además Imnhotep hizo creer en el rejuvenecimiento, para lo cual puso a la venta unos cuantos peluquines y mascarillas faciales. También fundó la primera planta de especialistas, en estómagos, en resfriados, en pediatría, y por supuesto de embalsamamiento, que consistía en introducir hierros curvos en la nariz para llenar el cerebro de drogas al objeto de que todo fuera bien. Muchísimos años después de Asclepio y de Los Papiros de las Heridas de Tebas y del Canon de Avicena, el hombre, gracias a Robert Koch detectando un bacilo en el pulmón, comprendió la tuberculosis.

Formarían todos una larguísima línea dándole la vuelta al mundo, transmitiéndose síntomas y diagnósticos, y alguna vez acusándose los unos a los otros, mediante escritos bienintencionados, de usar la daga en vez del bisturí. Una paralela más estaría formada por quienes designaron con su nombre los descubrimientos, como Varolio y Silvio en el cerebro o Auerbach en la musculatura estomacal. Por último habría una fila compuesta por los inventores del instrumental, como aquel microscopio 200HPlumber-Douglas de Ana Lorente. La doctora comentaba en aquel instante que en el Centro se recibían miles de proyectos. Llegaban desde todo el mundo, como era lógico. Lo era teniendo en cuenta de qué planeta se trataba: de aquel, como podía verse desde la ventana. Durante el almuerzo, poco después, la doctora Klauser regresó con el tema, diciendo que el Centro tan sólo se quedaba con cuatro o cinco proyectos y que el resto era mejor dejarlo en manos de los viandantes que miraban los escaparates. El hombre de la calle había investigado desde siempre, a cualquier hora del día, en todas partes, con la mínima excusa y con la misma chimenea cerebral, con la naturalidad propia del aburrimiento, para el cual no había fronteras. De ahí que el anecdotario fuese abundante.

-A mí me contaron una vez la historia de un hombre con un burro -dijo la doctora Lorente-. El hombre se encontró un día con un sicólogo que andaba estudiando el estímulo del trabajo, y que le convenció de que el burro era de Sirio. Al parecer la relación cambió. Ambos se comprendían y el hombre llegó a obtener informaciones realmente privilegiadas.

El primer chiste de la medicina probablemente tuvo como protagonista a un estudiante poniéndose enfermo de tanto estudiarla. Alguna vez el médico, evaluando síntomas, pudo creer que los tenía todos. En cuanto al experimentador quizá alguna vez, invitado por la sugestión, se dio la vuelta creyendo ser él mismo el experimento, siguiéndole por todos sitios como el perfume al cabello.

"Puedo amaestrar un mono con premios y castigos, y por ello el gobierno me premiará. Así pues yo mismo puedo ser amaestrado. Todo es una cosa complicada".

En ocasiones experimentos que no existían daban lugar a la casualidad necesaria, como cuando Arquímedes se metió en la bañera o como cuando Alexander Fleming, tirando dos papas fritas al cubo de la basura, observó el fermento que daba lugar a la penicilina y posteriormente a las burbujas de la orina delatando la proteinuria. Había gente que incluso era capaz de demostrar, durante un desayuno, que alguna célula suya se manifestaba con un signo en la mesa, disponiendo los objetos. La variante eran los garbanzos, como aliciente para estar todo el día en el horizonte hogareño sospechando nuevas sutilezas, moviendo las sillas, soplando una hoja, crepitando la leña, moviendo un pestillo. Había quien mantenía en total secreto que tres gomas tensas, en virtud de alguna característica atómica, podían crear un campo magnético en una habitación cerrada permitiendo la sensación de un traslado espacial. Respecto a la ventana del laboratorio, yo permanecía observando a un anciano que parecía renuente a entrar al jardín.

"Hoy, aunque parezca que cuento con ventaja por tener ventana, me ocupo de algo significativo".

Hice el comentario de viva voz sin darme cuenta, y noté que atrás se despepitaban de risa. Era difícil desde luego imaginarse a los enfermos amargándose la vida con ese tipo de carcajadas. Sin embargo servirían para comentar la musculatura de la boca. Al girarme, a la doctora por ejemplo, y quizá de deseo, le titilaba el músculo depresor del labio, y a la doctora Klauser, amarga de belleza, le titilaba el canino facial derecho, quizá de rabia por el pleito que ponía en peligro su moto. Saturno, como comenté, era un imán de superficie agrietada, como un líquido sólido de aspecto metálico. Júpiter en cambio era una superficie lisa con un laberinto, sobre el que palpitaba un remolino.

Para mí en realidad estos temas carecían de interés. La medicina era más proclive al planeta interior, evitándose ese tipo de cansinas monsergas y facilonas disquisiciones que atraen a demasiada gente. A gente que incluso, intentando hacerlas verdad, termina molestando. Las calles estaban llenas de personas convencidas de que jamás atraparían totalmente el asunto. Las criaturas, yendo de un lado a otro, sin saciar su curiosidad al respecto con algún dato arrogante, contribuían con la incógnita a seguir en vilo alegremente. Venus, por su parte, tenía el aspecto de una boca con labios, y albergaba en su interior una oscuridad de apariencia vacía. Sin embargo, cuando en Venus había luz, era posible ver agua, como un paraíso derramándose por las paredes. Alguna leyenda afirmaba que allí había incluso gente. Los aparatos terrícolas que lo exploraron alguna vez captaron detalles inequívocos, al parecer luces blancas delatando complejos urbanos habitados por seres parecidos, seres a los que les eran familiares sus aparatos desde hacía miles de años.

Miles de desgraciados iban por las calles del mundo sin saber lo que ocurría, pero si era cierto que en el espacio había albóndigas más sabrosas que aquellas, parecía menos interesante que el repertorio orgánico. Venus, con su humedad y sus supuestas urbanizaciones blancas, hacía pensar antes en una broma relacionada con los dientes. Después estaba el esófago, el tubo de músculos circulares y longitudinales que a diario, secretando sustancias lábiles, deslizaban hacia el estómago el bolo alimenticio. Marte en cambio era distinto. Al parecer se trataba de una superficie de color rojo donde solamente había montañas. En cierta ocasión, a raíz de las fotos de un papifeño galáctico, el comentario ilusionado era que junto a una cueva había una figura verde. Para los propensos al clima espacial era un indicio de vida, restos de un fuselaje, acaso de cobre, cuyo óxido en efecto es de ese color. En cambio la medicina prefería pensar que era la punta de una lechuga. Una vez que era digerida, pasaba del estómago al yeyuno. De ahí, haciendo unas cuantas eses, pasaba al duodeno, y luego, haciendo más, llegaba a la válvula cecal, desembocando en el colon ascendente. Sus haustras impulsaban arriba, hacia el colon transverso, el residuo, cuyo descenso era al colon sigmoides, desembocando finalmente en el ciego, es decir, en la cuenca anal. Después los resultados de alcantarilla permitían valorar la ferocidad del organismo. En cuanto a secretos de Estado, tan inducidos con frecuencia por la normalidad de Centros así, desde luego uno de ellos no era el esfínter, es decir, el músculo contráctil tan difícil de observar que cierra el cuerpo abajo. La última paralela del día era el hombre caminando junto a otros completamente a gusto.

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Paralelas del cuerpo

Lógicamente dos paralelas pueden tener dos autores, y significa que una sola línea tiene solamente uno. No obstante, aunque tan sólo haya una línea, seguirá habiendo dos partes, un principio y un final. La línea, dando la vuelta al mundo, quedaría unida. Si cada línea equivale a dos personas andando, ambas pueden optar también por despedirse, cada una emprendiendo su propio rumbo. En cierta ocasión Lagrange, mojando su pluma en la tinta, decidió sobre el papel que las personas podían circular por donde quisieran. Aquel proyecto, exquisita muestra de dominio espacial, ponía de manifiesto la virtud universal del talento humano. Se hartó de garabatear, y al final descubrió que podía decorar pulseras, diseñando geometrías entrambas paralelas. Era un detalle que quizá serviría a los antropólogos para elucidar si tanto la decoración como el número de pulseras en las mujeres delataban, sutilmente, sus íntimos deseos de hocicarse en el varón, regresando a su origen más sincero y natural. Lagrange acabó elucidando muchos paralelismos de esa categoría, siendo otros el formado por ambos hemisferios cerebrales, el de cada ojo con su oreja, así como cada mitad del cuerpo, dejando en medio la columna vertebral.

Era la vertical que unía la cabeza con la rabadilla, en cuya pelvis encajaba con movilidad. De ahí hacia arriba había cinco o seis vértebras coccígeas, pareciendo el vestigio de una cola animal, así como cinco vértebras sacras, cinco lumbares, doce dorsales y siete cervicales, entrando en el agujero magno para su contacto con la cámara cerebral. Cada vértebra estaba unida a la otra mediante un disco de colágeno de índole fibrosa, adecuada para aguantar mejor el peso. La mayoría, salvo las lumbares, disponían de apófisis transversas y espinales destacadas, y desde ellas salían los nervios que rodeaban el tórax, denervando en fases ventrales y dorsales. En el interior, como hilo que ensarta rodajas, estaba la sustancia gris, de índole gelatinosa, acogiendo varias vías neuronales para impulsos eléctricos simultáneos. Una paralela más estaba formada por la arteria aorta descendente y la vena cava. Una más, situada en el pecho, era el esternón, separado de la espalda por la caja torácica que protegía el corazón. De ahí partían doce costillas describiendo un arco que se unía atrás con la osamenta vertebral. En la garganta estaba la epiglotis, una membrana de tejido hialino que impedía que se desviara el alimento al carril de la respiración. El tejido hialino era dúctil, parecido al de las orejas, compuestas a su vez de colágeno elástico, un material similar al contenido en la cápsula sinovial de las rodillas, si bien en este último caso el material es fibroso, para aguantar mejor el desgaste condilar de la articulación.

El esófago, en su descenso paredaño al pulmón izquierdo, tenía acomodo en un surco. Descendía atravesando el diafragma respiratorio por un hiato y se instalaba finalmente en el cardias, a la entrada del estómago, quedando cerrado por un anillo contráctil evitando el reflujo del alimento regresando y la consiguiente acidez peristálgica. Durante la digestión el provecho de las moléculas circulaba por diversas vías, siendo la principal el hilio hepático del tronco celíaco, denominación de la gran encrucijada sanguínea del abdomen. Posteriormente el hígado, ayudado por la vena porta, gobernaba la distribución de las proteínas y carbohidratos, de lípidos y glucosas, lanzando a la sangre compuestos organizados, como la transferrina o la haptoglobina para los transbordos de hierro y oxígeno. Aparte del estómago intervienen un par de órganos más, como el páncreas y la vesícula biliar.

El primero actúa en la primera porción del duodeno, donde se derrama por el esfínter de Odi, canal que comparte con la vesícula, que se derramada por el conducto colédoco. El páncreas allega cimógenos a las células parietales, rodando hasta que se abren para el fermento del ácido clorhídrico, que es el corrosivo ante alimentos duros. La vesícula biliar segrega una abundancia de lípidos, entre los cuales hay una hormona llamada colecistoquinina, que actúa en el duodeno con quebrantos de bicarbonato y secretina. La colecistoquina actúa además por la vía nerviosa como neurotransmisor, informando arriba, en el núcleo arcuato, de cómo va el proceso, por si quedara hambre por satisfacer.

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Ganglios linfáticos

La red de ganglios linfáticos es distinta. Se extienden como las luminarias de un abeto navideño. El ganglio no es más grande que la cabeza de un alfiler, como puede verse durante una alergia, aflorando en la piel. Está lleno de linfocitos, que son células preparadas frente a los virus. Drenan la sangre cuando se filtra desde las arterias al estroma, depurándola y devolviéndola al cauce. Uno de sus núcleos principales está en el timo, una glándula situada en la garganta, adosada en su cartílago cricoides, donde mismo la glándula tiroides. Dispone el timo de un linfocito normal que se diferencia de los otros en que su nombre obedece a la demarcación. Su particularidad reside en que ayuda a madurar a los correligionarios que pasan por allí.

Cuando el linfocito advierte la presencia del virus se acerca y acarrea la partícula al ganglio, donde le da una paliza. También en el caudal sanguíneo estarán destacados los macrófagos, que son unas células parecidas. Por opsonización el macrófago recoge muestras sospechosas, pareciendo un chicle inflado, atrapándolas para meterlas dentro, en su fagosoma, donde las hierve para quedarse con sus ingredientes. El linfocito B se encargará de fabricar una pequeña vacuna llamada anticuerpo. Con el virus a la vista desplegará un complejo de histocompatibilidad, algo que se asemeja a una ruedecita girando en la membrana, con espículas como si fueran llaves, probando la cerradura acertada del antígeno. Debe hacerlo antes de que el virus cobre ventaja, porque de invadirle le programaría como huésped contra su propio sistema.

Durante la operación el linfocito B revisa sus archivos de memoria, por si le resultara familiar, por visitas anteriores, el genotipo viral, en cuyo caso acelerará la fabricación del anticuerpo. Su encanto estriba en que ataca un punto específico. Un linfocito auxiliar, el linfocito T, consumará la tarea internándose con la vacuna en el virus, inyectándola y desarmándole. Debido a los caprichos del antígeno, puede que se erróneo, en cuyo caso se acumularía en la sangre en tanto se van fabricando los acertados. Alguna vez es el órgano, bien el riñón o cualquier otro, el que obliga al empleo de un anticuerpo claramente. Tenerlo en cuenta permite verificar, si apareciera en la orina durante un análisis, en qué sector del cuerpo está exactamente localizado el daño.

Aparte del linfocito y el macrófago, una variante aliada a la defensa inmunológica está formada por los mastocitos, que actúan en la alergia nasal. Su anticuerpo es la histamina, cuya presencia en las mucosas atrae a células colaboradoras, como los eusinófilos y basófilos, provocando abundantes secreciones de lisozima y mucina. De ser muy grave el daño, tanto por eso como por otro motivo, el hígado actuaría con urgencia, emitiendo la proteína c reactiva transportándola por la sangre en globulinas, proveyendo la energía para el combate con proteínas y minerales.

Un ataque viral puede provocar la muerte de muchas células. La catástrofe, conocida como apoptosis no es programada, sino distinta a la normal del cuerpo renovándose a conciencia periódicamente, unas veces en sus huesos y otras en la piel, abandonando la camisa como si fuera una culebra. De tener éxito el anticuerpo, desprogramará el núcleo del oponente, abocándole a la consunción. Normalmente los ingredientes que hacen fuerte al enemigo son el hierro y el oxígeno, cuya abundancia estimula su agresividad. El linfocito debe arrebatárselos, así como conservarlos después o lanzarlos a la sangre por tener reservas suficientes, dejando que los recojan las transportadoras enviadas por el hígado, para que regresen al almacén de la materia prima. Después de la recepción y clasificación irá dispensando uno u otro donde haga falta.

La hematopoyesis es la producción de sangre nueva. Significa que es urgente que haya leucocitos, glóbulos rojos y plaquetas. A la médula en este caso le interesa fabricar los primeros. La fábrica está repartida en varios puntos, sobre todo en el cartílago de crecimiento y el interior blando de los grandes huesos, como el fémur, el sacro o el manubrio del esternón. El hierro contribuirá a la fabricación del hematocrito del glóbulo rojo, otorgando a la sangre un equilibrio de color con hematíes y una proporción de oxígeno precisa, llamada hemoglobina. La hematopoyesis es una acción de necesidad rutinaria, es decir, que ocurre con normalidad, mediante una hormona que llega desde el riñón o el bazo, haciendo ver la demanda. En cuanto al origen del linfocito, la producción alumbra primero un embrión llamado leucoblasto, que a su vez dará origen al leucocito, y este al posterior linfocito. Del leucocito derivará también una nueva variedad, el neutrófilo, que suele estar apostado en las paredes vasculares siguiendo la naturaleza del torrente sanguíneo. El neutrófilo es un agente poco recomendable para el enemigo, sobre todo en caso de herida cutánea, dado que acude para suicidarse. Cruza el cuerpo sin permiso, sin tener en cuenta las fronteras, atravesando la pared vascular por diapédesis, es decir, provocando que los pericitos abran las fenestraciones de las venas, progresando el avance en la densidad de fibroblastos del estroma. Dicha acción recibe un nombre, la quimiotaxi, y en el transcurso hay citocinas e interleucinas que van señalizando la zona de interés, como una avanzadilla, que a su llegada acordona la zona sin dejar paso a nadie, evitando la propagación del mal. Las interleucinas van pidiendo refuerzos, posiblemente a los macrófagos más cercanos al sector, sobre todo si hay inflamación, pues estos pueden emitir óxido nítrico para dilatar la vía, al objeto de no provocar una trombosis plaquetaria que protruya la sangre. Los leucocitos estudiarán la declaración del llamado factor de proliferación de colonias, para fabricar la defensa in situ, es decir, la replicación inmediata, sin necesidad de insistir a la médula para que allegue unidades. Puede declarar la zona catastrófica y decidir la emisión del factor de necrosis tumoral, facilitando con eso el aislamiento, una apoptosis masiva y una pupa seca provocada por el fibrinógeno de las plaquetas.

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