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El sucesor (relato) (página 4)


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Teodorico, viejo y cansado, se olvidó de ella y regresó a Tolosa. Cuando descabalgó del caballo notó los achaques de la edad, que continuaron cuando se sentó en el trono a tomarse un vaso de agua fría. Tan sólo le quedaban fuerzas para la educación de sus hijos, para lo que nombró un profesor. Era Avito, un noble franco que le tenía estima, quedando encargado de la educación de sus cuatro hijos, Turismundo, Teodorico, Eurico y Frederico. Al final, viendo que solo se las apañaba bien, el rey recobró la fatalidad de ser un héroe y reunió a sus soldados para darse otro paseo por la Bética.

Avito a diario se las arreglaba con los muchachos en palacio, explicando el iusnaturalismo y unas cuantas cosas más. Teodorico tenía en cuenta que era yerno de Rechiaro, el controvertido rey el suevo, y que mantuviera relaciones cordiales con los nobles francos. Eso le había ahorrado algún dolor de cabeza y pensó que estaba en deuda con él. El Mediterráneo permitió la conquista de buenas posiciones, como cerros subidos y colinas con luz, oteros apacibles y montículos serranos con árboles de fruto.

Para Avito sin embargo las noticias eran peores. Estaba triste y abatido en la escalera cuando el rey regresó, viéndole alzar la mirada, comunicándole que su país zozobraba ante los hunos. Teodorico, como había prometido, enseguida le pagó declarando una guerra salvaje contra ellos. Estaba eufórico, y enseguida desplegó un mapa ante el profesor, señalando el escenario de la batalla, la Galia, en los campos de Metz. Los preparativos comenzaron al día siguiente y acabó siendo un acontecimiento internacional.

Atila, tras conocer la categoría de la apuesta, hizo una alianza de naciones formada por ostrogodos y escitas, hérulos y gépidos, sármatas e incontables tribus germánicas. Los rumores aseguraban que disponía de ochocientos mil soldados, en tanto los visigodos partían de Tolosa con un millón doscientos mil. Teodorico había logrado una alianza encomiástica incluyendo en su ejército a enemigos que hasta el momento eran irreconciliables entre sí, como alanos y romanos, burgundios y francos, conjurados ante un animal imbatible. Había gente a la que el choque no le parecía para tanto, creyendo que solamente se trataba de una pendencia familiar, cualesquiera de los señores disputando sus feudos.

Se debía a la exageración de la lejanía, tan propia de la época, cuando las noticias las llevaba el aire. En cambio hubo quien vio desfilar al país entero rumbo a Metz, con Avito al frente blandiendo un bardiche danés, bajo una cota de malla que pesaba más que él, con un casco de hierro herrumbroso, unos luchacos a la espalda, una onda de piedras y un puñal en el tobillo, bromeando con la idea de venderlo todo cuando llegara.

En palacio se quedó Turismundo. El hijo de Teodorico estaba seguro de la victoria y preparó la bienvenida. Entonces fue cuando entró una mujer urgiéndole para que marchara. La batalla fue inaugurada con un sartenazo a cara de perro, y enseguida se dieron a catar todos los platos, incluyendo el que cocinaba Gala Placidia con los ingredientes más exquisitos y al mismo tiempo escasos del contorno. Todo bajo el horizonte sucedía como en las antiguas y liberales guerras médicas, cuando a las tropas tan sólo les preocupaba una cosa: curar mejor que el enemigo.

Turismundo llegó cuando el campo de batalla ya era una ensaimada, consecuencia de una quema furibunda de cortisol. El horizonte estaba cubierto de lanzas. Los cadáveres estaban hacinados bajo la calima del combate. De las ramas caían los birlangos de sangre y por todos sitios había soldados haciéndose torniquetes. Clavado contra un madero distinguió entonces a su padre, pensando que él mismo le había dado muerte, poco antes, cuando los rostros y las espadas se confundían en el humo. La buena noticia era que los visigodos parecían los vencedores y la mala no saber si Atila había escapado, perseguido por una mosca.

Turismundo

Tras el entierro fue proclamado rey. Retornó con fiebres altas, pues bebió mala agua en un río. Desde el principio se interesó en el Derecho natural que le había enseñado Avito. El iusnaturalismo era el no escrito, basado en leyes universales, como las llamaban los filósofos griegos, es decir, que si había gente en un río toda comprendía con facilidad que le convenía mantener salubre el agua. El hecho de que la gente tuviera estómago determinaba el vínculo común de la especie, sin necesidad de escribirlo. La ciudad de Tolosa era paso frecuente de viajeros, y las leyendas que venían contando configuraban ese tipo de Derecho.

"Un entomólogo que reúne una valiosa colección de mariposas observa una tarde que una de ellas, la más preciada, emprende el vuelo. Vuela hacia un terreno ajeno y él la persigue, de tal modo que pisa el sembrado de hombre. Entonces se produce el conflicto porque este aprecia este otro valor. Ciertamente la mariposa pudiera valer más que la finca, pero el propietario defiende su posición. Habrá pues una razón para juzgar al coleccionista por allanamiento, y la razón será el estómago. Por mucho que alimente o abrigue una mariposa, nunca lo hará tanto como el terreno con los frutos y la casa. Es lo que determina un comportamiento natural".

En cuanto a multas, el sentido común también acertaba con la ironía.

"En caso de que un individuo, queriéndose alimentar, diera un bocado en una madera, tendrá por sanción la pérdida de un diente, y puede que sea suficiente".

Alguna raíz del iusnaturalismo pertenecía a los relatos clásicos de los griegos, cuando el hombre sospechaba que estaba supeditado a la intervención de los dioses, como ocurría en una obra de Sófocles. Se titulaba Deyanira, una mujer que ante la demora del amante se marchaba por el mundo a buscarlo. La etnia gitana también se regía por costumbres arcaicas, vigentes desde antiguo sin escribirlas.

"Cuando un hombre entra en una barbería significa que quiere rasurarse la barba. El barbero y él comprenden que no hay necesidad de estipularlo por escrito. El recién llegado tomará asiento. El otro dará por consabido el servicio presta. Le afeitará con cuchilla y le peinará con espinas de róbalo, a cambio de lo cual recibirá una cantidad. No hará falta nada más. Esa relación, que es un arrendamiento tácito de servicios, está constituida por un contrato de palabra. Si alguno alegara daño será vinculante, acaso el barbero diciendo que el otro se marchó sin pagar, facultado para sus alegaciones en litigio".

Los jueces iusnaturalistas eran más partidarios del sentido común que del tecnicismo. Tenían por costumbre alargarse escribiendo, papiro tras papiro, dirimiendo la sentencia. El inconveniente era que concedía demasiada ventaja al abogado pilluelo, capaz de ver asomos para progresar con su alegato. Al final la sentencia ofrecía argumentos profesorales que convertían al juez en maestro de su manada.

"Un hombre que alegara daño cargará con la prueba, pues de otro modo todo el mundo sería culpable. Entonces le convendrá decir la verdad, pues de otro modo, inventándose los daños, obligaría a la justicia a un gasto inmerecido para corroborarlos. El mentiroso acabaría mal, abocado a unir a la primera mentira muchas más, así hasta naufragar en un círculo falsario cuya condena sería él mismo, recibiendo con su conducta tan mal pago como exigió".

Los jueces solían reparar en el valor moral compensatorio, especulando con la idea admonitoria de que aquel que se inventara los daños, como un asalto en el transcurso del viaje hasta allí, debía temer a la verdad, pues aunque saliera absuelto, el mal seguía su propio curso y terminaba cobrando. Turismundo en aquel instante combatía a los alanos, episodio durante el cual no recibió ayuda de los romanos. Tenía como objetivo la emancipación del reino godo, y desde esa ocasión tomó brío para continuar solo, como le aclaró al diplomático que envió Roma poco después. Le recibió en un baile de pavones y compartieron una escalibada como último esfuerzo de la fiesta, comunicándole que no quería saber nada más de su imperio. Cuando el diplomático regresó a Roma, el general Aecio mostró su pesar. Era antiguo correligionario de Teodorico, pero en aquel instante creyó conveniente deshacerse de su hijo. En la conspiración, aparte de a muchos nobles revoltosos, Aecio acabó complicando a Frederico y a Teodorico, sus hermanos.

Turismundo sufrió una herida en el estómago cuando tendía los trapos. Desde entonces tuvo ulceraciones con sangrados continuos, exudados purulentos y metástasis internas, quedando postrado en el lecho. Sus hombres trataron de administrar diversas medicinas, sin obtener resultado. Por supuesto no faltó la receta de Escalermo, uno de los sirvientes, que consistió en torcerle el cuello, quebrándole las vértebras oxínticas.

Teodorico II

El trono godo designó a Teodorico II, que tardó muy poco en congraciarse con Aecio. En el transcurso de la reunión, el general se hartó de vino y acabó dando lástima, debelando que la decadencia romana era inminente. El propio césar, Valentiniano, andaba entregado al hedonismo en palacio, celebrando cada vez que secuestraban a la madre, Gala Placidia.

Desde aquel momento ambos imperios sumaron fuerzas para combatir al mismo enemigo. Se trataba de las bagaudas de campesinos famélicos descontentos, sumándose al saqueo. Roma estaba perdiendo ricas posesiones en África, Britania y Galia, y además varios puertos importantes del Mediterráneo, como el de Cerdeña. Sicilia estaba siendo saqueada por la flota alana, al mando de su nuevo rey, Genserico, que había convertido a la tribu germánica rural en una sobredimensión marítima, y del mismo modo actuaban los vándalos, a los que además se sumó el temible Atila.

Atila invadió Roma varias veces con facilidad, y conminó a Valentiniano a entregarle como esposa a Honoria, su hermanastra. Además le obligó a refugiarse en Rávena, donde acabó como Honorio una temporada, esperando que el azar resolviera el aciago destino del horno. Había muerto la esperanza en Roma por el descontento tributario, provocando inmensa presencia de hambrientos en las calles. La voracidad del imperio carecía de límites queriendo sufragar las necesidades bélicas y el saqueo continuado provocaba la desconfianza general. El general Aecio intentó controlar a las tropas sin éxito, pese a lo cual Valentiniano, interpretándolo como ambición, creyó necesario liquidarle.

Valentiniano salió entonces de Rávena con una tropa montaraz para localizarle. Sin duda Aecio ambicionaba el cesariato. El césar, con las lorigas de la armadura embrolladas como si viniera de otra guerra, parecía un desconocido, y la gente al verle pensó que era el jefe de los vándalos, liándose entonces una buena gresca, durante la cual se comentó que su disputa tenía origen en una reyerta familiar, dado que Aecio y él eran consuegros desde que la hija mayor del uno se casara con el hijo menor del otro. Desde el principio ambos habían desconfiado mutuamente, soportándose en palacio hasta que las impertinencias fueron expresas, con flechas y pepinacos volando. Arriba, por riscos y valles, seguían las bagaudas de famélicos pendencieros, robando papas dulces, coliflores y nosecuantos pimientos, así como buitres preñados y cabras de buen ver. Por añadidura desapareció Gala Placidia.

El drama bagauda también sucedía en Hispania, donde Valentiniano se puso en contacto con Teodorico, queriendo compartir el mismo final. Por un lado esa alianza le permitía ganar tiempo para conservar el cargo, siquiera hasta ver muerto a Aecio. Además la presencia de sus guarniciones podían recuperar antañones laureles, cuando siglos atrás sus legiones mantenían otro calibre en la península. La relación podía garantizar un exilio cómodo, por si debía abandonar Roma con urgencia. Teodorico y él se reunían a menudo, planeando emboscadas en torno a la tortilla de papas. Era un hombre tez lívida y llegó a ponerse moreno. Juntos, a caballo por las colinas buscando a la bagaudas, podían sobrevivir a la pesadez digestiva de su esperanza. Parecía inexperto manejando las armas y sobre todo apesadumbrado, como si no hubiera acabado aún de dejado atrás sus malas experiencias, cuando fue confundido con Genserico, recibiendo un castañazo de toma y no te menées.

En la bronca general, como le informaron un día en el campamento, había cada vez más senadores queriendo ser césares. Le aclaró a Teodorico que uno de ellos era Petronio Máximo, que había sido siempre una perra cabizbaja. Ahora en cambio iba por las calles envalentonado, bajo las ramas de los árboles abatidas por el fuego, planteando abiertamente su liquidación. Tras algún empalamiento por las colinas, ambos solían pernoctar en los remontes en compañía de sus hombres, cenando jabalíes a la luz de la fogata. La última vez hubo tres empalamientos muy buenos. Sin embargo, pese al éxito, Valentiniano terminaba las noches dándose la vuelta en el catre, regresando en sueños a la decadencia, cuando fue confundido con Atila cuando se espercojaba con el culo en pompa en un río. Amargado estaba porque simplemente era un hombre sencillo, tan solo el hijo limpio de Gala Placidia.

Cada mañana salía de la tienda con un cerro de dudas en compañía de Teodorico, pero procuraba mantener un temperamento cómodo. Quería quedarse en la península, pues le consideraba un hermano. Una vez le regaló un arco de bambú con empuñadura de marfil y Valentiniano se pasó la mañana en el campamento acertando en un tronco. No era precisamente Filóctetes, el mito griego de las dianas certeras, pero se sentía muy feliz. En aquel instante había detrás de las breñas dos bárbaros escitas al acecho, ambos relacionados con el asesinado Aecio y el alano Genserico. Permanecieron un rato mirándole, oyendo atentamente la gota periódica de plomo de cada impacto en el tronco. Vieron que el césar estaba solo en el campamento, y cuando estuvieron seguros ambos escitas salieron raudos a por él, golpeándole con una cachiporra de girasoles pipíferos, dejándole medio muerto. Valentiniano, malherido, oyó sus pisadas alejándose y notó que las abejas disfrutaban su sangre. En aquel instante tuvo la alucinación de que a lo lejos ya gritaba de júbilo el senador Petronio Máximo proclamándose el sucesor. Durante el estertor agónico la ciudad entre las ramas le saludaba. Petronio no había parado de ahorrar para gastárselo en sobornos al ejército. Entonces fue cuando apareció Teodorico, corriendo por el campamento en su ayuda, poniéndose una sandalia y luego la otra, lavándose la cara a toda velocidad en un tonel de agua. Cuando llegó, Valentiniano por desgracia había dejado de respirar y en el horizonte no se veían culpables.

A Teodorico no le quedó más remedio que pensar en Avito como sustituto. Aun no le había localizado. Por a buscarle por varias ciudades, hasta que se lo encontró en una calle de Tolosa. Avito parecía un anciano acabado, pero al rey le pareció que era el hombre adecuado, pese a que ramoneaba sin ilusión, buscando una sombra como si se hubiera quedado viudo de sí mismo. Teodorico iba a dar la sorpresa en Roma proponiéndole como emperador. Hicieron juntos un viaje lleno de sueños. Avito literalmente iba en el carromato muerto de miedo por no despertar. En la pesadilla estaba en su casa, oyendo a un pajarito. Nada más entrar a Roma notó la inquietud, y tuvo ganas de darse la vuelta. Al parecer había sido confundido con alguien, pero enseguida su amigo el rey dejó claro que si había alguien allí era él, así como que él al mismo tiempo era alguien. Avito no oía nada en la calle enfurecida, cuando su amigo le abría paso hasta el trono, calmándole diciendo que tal ruido era una fiesta en su honor.

-Llevan borrachos desde el amanecer -le aclaró-. A Atila no le gusta el vino.

Avito estaba sin duda en la boca del lobo. Para le gente era sin duda alguien relacionado con nadie, aunque al final se aclaró todo: nadie le confundió con alguien. Gala Placidia le saludó con un aspaviento jovial, como si le llevara esperando en sus sueños desde siempre. La mujer informó que Petronio Máximo había muerto de una tragantada dos días antes, aspecto por el cual no debía preocuparse. Los otros senadores estaban de jarana con las mujeres. Petronio, en efecto, había sido vilmente asesinado por un senador, abanicándole con el veneno de su aliento diciendo tómame. Lo oportuno por supuesto ahora debía ser que alguien de la categoría del anciano se sentara en aquel sitio cómodo.

Pocos días después Avito se quedó solo, oyendo afuera el estallido callejero, tirándolo todo abajo, escombros y puertas, torres altas y almocafres. El nuevo hombre del trono pensó que le habían metido en un lío y que quizá su respuesta debía ser marcharse, marcharse cuanto antes. Merodeaba por las estancias oyendo esa expresión nada más, embargado por la llamada de su corazón, sin ganas de hacer nada más. Le habían hecho un laurel de plata tomándole las medidas con una cacerola y la llevaba en la mano como si fueran estrebes de lumbre. Alguna vez se giraba de súbito, hacia la gran puerta, logrando una lágrima de jamelgo, cayéndosele la baba con la idea, pensando con placer que ya decía adiós, adiós para siempre. Sin embargo no acababa de decidirse por esta expresión, pues con la otra tenía suficiente. Pudo hacerlo saliendo lentamente un día con un caballo, ocultándose detrás, pero temía que le dieran el alto enseguida y que lo echaran a los cocodrilos. Teodorico le había metido en un fregado monumental y sudaba como hielo mirado con odio, sin ver el modo de evaporarse por completo.

Fue informado que su amigo Teodorico andaba revuelto en la península combatiendo a Rechiaro, el temible rey suevo. Rechiaro al parecer se creía el dueño de todo y andaba molestando en demasía, disfrutando de una vida de placer en las regiones indiscutibles del reino, como la cartaginesa y la tarraconense, donde le consideraban incluso el rey, y lo mismo sucedía en la región bética, allí donde normalmente mandaba el vándalo Genserico, que al parecer había tornado sus simpatías para debilitarle. Teodorico sumaba apoyos, como el de los burgundios, cuya fama de eficaces le sugestionó. Sabía que Rechiaro les detestaba y poco después que le detenían durante una contienda, en el río Órbigo, donde Teodorico finalmente le ejecutó. Después le sustituyó por Agiulfo, al que encomendó la misión de unir a las tribus cántabras y vasconas que habían sobrevivido a la batalla. Sin embargo Agiulfo no lo lograría, y las tribus siguieron asesinando a los godos a placer. Agiulfo acabó complicado aún más contra Ricimero, el valeroso bélico emergente, que se lo cargó con una ballesta, largando el cuerpo tras un árbol.

Parecía mentira que Ricimero hubiera sido amigo de los godos toda la vida, pero por sorpresa se lo encontraron en el otro bando, ambicionando el trono. Ricimero anteriormente se había granjeado la amistad de Avito combatiendo a su favor contra los vándalos. Sin embargo, un día el emperador se llevó un susto. Acababa de llegar a palacio de la calle. Atravesó la gran puerta de palacio sonriendo con timidez. Saludó como de costumbre a Gala Placidia, que estaba en la cocina desplumando una gallina para el cocido, y después se sentó en el trono a barajar los dedos. Le habían dicho que la cosa tenía que ser así. Detrás, sorprendentemente, había alguien mirándole, alguien a quien creía su amigo. Avito tranquilamente miró la cachiporra de palmitos, y se dio cuenta de que estaba allí para matarle. Avito no se movió pese a todo, resignado a que a su edad todo diera igual. Con voz meliflua trató de hablar un poco, preguntando por la salud y todo eso, emitiendo un bisbiseo inaudible, sin dejar de mirar de reojo la cachiporra. Hizo un gesto queriéndole decir a Ricimero que podía ponerla como adorno en un rincón. Al mismo tiempo lamentaba que hubiera llegado en plena decadencia romana. El lío monstruoso y no tenía nada para picar. Incluso presentó a Gala Placidia como si fuera su cuñada. Nunca debió aceptar aquel encargo en definitiva. Cuando todo parecía perdido, y cuando la plática amenazaba con alargarse ad eternum, Ricimero con un golpe acabó con él, dejándole en el asiento descompuesto, con la boca de la sorpresa, siendo retirado al anochecer por los folclóricos de turno.

Teodorico fue informado del asesinato libremente, y a su vez de la fiesta que había después, una bacanal con uvas de verdad. Lo primero que pensó era que el trono imperial quedaba libre. Temía que Ricimero se adelantara proponiendo un candidato, motivo por el que trató de buscar otro por las calles. Cualquiera podía valer, un anciano, una trompeta, una vieja, pues lo importante era llegar cuanto antes. En las calles de Roma había hambrientos en gran número, desvencijados de tristeza, con las tripas vueltas en el estómago, haciendo más ruido que una feria. Gala Placidia pedía calma pensando cómo aliviar tantísimo mal con ayuda de las combativas damas de turno. Estaba en palacio Ricimero, que por su parte encaramaba al trono a Julio Mayoriano, frustrando la opción de Teodorico, que traía un enano a hombros.

-Queabentonces -, murmuró.

Teodorico, de regreso a la península, reunió a sus tropas para ordenar el lanzamiento de la muerte. Cuando fue así, Mayoriano anduvo listo, esquivando con claridad una flecha tras otra y por último una jabalina con contera enorme que quedó vibrando en el respaldo. El nuevo césar romano sí tenía claridad de ideas, como se le veía en los pies, sacudiéndose la nuca con las suelas durante la huida hasta el jardín. Luego de esquivar un ataque en las calles, con gran diligencia Mayoriano contestó al godo invitando a todos los hambrientos de Roma a comerse Tolosa.

Teodorico se temió una matanza tras otra. De regreso a Tolosa, también quería huir de palacio. Los hambrientos habían llegado a la ciudad en un periquete, en gran número, y merodeaban con peligro por los cerros, observándoles como si los godos fuesen el pan horneado del amanecer. Durante un tiempo se vieron hordas de famélicos de semblante demacrado afilando sus colmillos en las colinas. A cada instante los especialistas en tonterías famélicas andaban deseando comentarlas, unas veces diciendo que los romanos tenían más hambre que un perro ahorcado y otras que lo pasaban peor que un caracol en una higuera. Los chascarrillos y retruécanos facilones circulaban por todos sitios, haciendo más patente la mordida. Había en la oscuridad de las colinas una presencia oscura y misteriosa, bicheando sobre el paisaje con truculencia, hasta que un día descendieron a las calles en tropel, como si fueran muertos que regresan en silencio. Las viejas con perro parecían bocadillos. El romántico ahora necesitaba comerse después alguna que otra rosca. Circularon insistentes rumores de que los hambrientos habían logrado tenedores. Los visigodos lo intentaron todo en el aspecto diplomático, pero la defensa de Tolosa parecía imposible, a menos que pusieran bandejas con patos salvajes bien cocinados. Los especialistas en tonterías famélicas pensaron que aquella gente sería capaz de comerse a su padre, y en efecto los visigodos, interpretando que era cierto, añadieron a las bandejas alguna que otra pata.

Teodorico logró desviar el conflicto a Arlés, pero al poco temió una nueva matanza, durante la cual él mismo temió acabar en el plato. Había tenedores en Arlés a porrillo, todos ellos a una cuarta de la garganta, así como botillos con carne macerada con hierbas, pavos llenos de maldades, pinchos morunos peligrosamente juntos, pasteles puestos donde podía verlos la gente, muchos tobillos hinchados por la impaciencia, cuchillos bien afilados ante el objetivo, yendo y viniendo ante sus propios ojos, del plato a la boca, de la boca al plato, hasta que finalmente Teodorico estuvo obligado a firmar la paz pagando la cuenta. Después todo consistió en lo mismo, en más matanzas, aflojando así la guita constantemente. Además Teodorico tuvo noticias de Ricimero, que aparte de suertudo jefe suevo, era también gran jefe militar de Roma, con una cachiporra nueva recién hecha por Gala Placidia.

Teodorico, amargado vilmente, pensó que el imperio contagiaba con facilidad su decadencia. La Galia por añadidura proclamaba como rey de los francos al temible general Egidio, el asesino de su hermano Frederico. Egidio enseguida sacudió toda la franja del Loira y el rey se temió una circunstancia sin retorno, motivo por el que se avino con Ricimero, buscándole para una reunión amistosa, con Chustanvisca y las hermanas del Pompillo. En vísperas de la reunión sospechaba el rey que todo el mundo ya deseaba asesinarle. Durante el encuentro, que fue cordial, nada más ver a Ricimero se dijo que parecía más rey que él. El suevo manifestó que tenía importantes acuerdos con la aristocracia romana y peninsular, de tal modo que podía permitirse alguna que otra petulancia, como esa de hacer crujir los nudillos. Una más fue cuando dijo que podía permitirse lujos fuera de su alcance, como el hecho de poner palmeras en su casa, aunque sobre la importancia era nombrar al césar. En ese instante llegaron noticias de Roma. Julio Mayoriano, durante una revuelta en la calle, cayó abatido por un rayo, dejando súbitamente de ser alguien. Así pues, como dijo alguien, el nuevo césar sería Libio Severo.

Eurico

Al final los nobles godos, viendo que Teodorico era débil, decidieron abandonarle, confiando el mando a su hermano Eurico tras afilarle la daga en el estómago. Eran las calendas nonas del año 466 y hacía un sol de higos podridos. Eurico no comprendía que Hispania a esas alturas tuviera que seguir agachando la cabeza ante un imperio en decadencia. No obstante se dedicó al Derecho, elaborando unas normas que no denotaban totalmente su animadversión, sino que permitían las convivencia de ambos pueblos.

Eurico se casó con Ragnagilda, la hija de Meroveo, el rey de los francos, que a su vez esperaba el pronto derrumbe de la estructura romana. Meroveo era un hombre angustioso aún para las mujeres, ágil y de buen arreón por detrás. Tomaba cada día doce huevos confitados con aceitunas estepeñas, así como una cántara de vino. Hacía unos ejercicios ansiones abatiendo las ramas de los árboles, hasta que un día se dio un leñazo que le partió la mandíbula. El doctor le pasó una cánula para que tomara algo, pero le dio un bocado. Era muy fiero.

El suegro le ayudó a que avanzara por la Galia, donde recuperó los territorios de Arlés y Auvernia, así como importantes vías fluviales, como el Loira, el Ródano y el oeste del Rin. De regreso a la península combatió a los suevos, cuyo dominio abarcaba ya Galicia y una franja del litoral portugués. En cuanto a los insurgentes cántabros y vascones, amenazaban el Cantábrico, pero Eurico no les dio importancia y se fue a sitiar Pamplona, Zaragoza y Tarraco. Después fue cuando se dedicó a las leyes, elaborando una obra magna.

Era El Código de Eurico, que se haría tan célebre. Contó con la ayuda de un jurista de prestigio llamado Leo, con quien compartía la misma ambición, la de significar algo en el mundillo balompédico de la judicatura. Leo aprovechó las historias de los viajeros que llegaban a la península contando las costumbres y fueros de otros sitios, aunque dijo de un modo taxativo que la norma principal debía consistir en que simplemente al llegar todo el mundo debía saludar a Eurico como rey indiscutible. El código acabó aludiendo a cuantos conflictos de interés afectaron siempre a las personas. Habló con acierto de matrimonios ilegales y de comercio marítimo, de manumisión de esclavos y propiedad privada. Meroveo, el suegro de Eurico, quedó gratamente sorprendido con aquel ejemplar de regalo. Tras una atenta lectura, se marchó raudo a la Galia con varios ejemplares, para que lo supiera la gente, y ante todo para que lo estudiaran los jurisconsultos. Al poco tiempo la influencia del texto en la zona se dejó sentir, sirviendo posteriormente como inspiración de muchos textos europeos, como Los Capítulos Gaudenzianos, que eran pequeños fragmentos con casos prácticos.

"Llega un hombre a una plaza con una orza de carne. Entonces pregunta de viva voz de quién es. Al no obtener respuesta, de viva voz también añade: "Supongo entonces que es mía". A continuación se marcha con la orza. Significa que sería bueno averiguar si del mismo modo fácil en que la tiene, otro llevándosela demostraría ser también el propietario. De ocurrir así, el dueño verdadero se vería obligado a recuperarla explicándole al juez alguna particularidad del recipiente, quizá una muesca solamente por él conocida".

El Código de Eurico pasmaba cada vez más a la gente con luces. Regulaba además la violación de sepulcros y el plagio, el rapto de vírgenes y viudas, el adulterio y el daño a los árboles, así como a los cerdos. Comentaba la sucesión y la donación y por supuesto el tratamiento que debían dispensar los médicos a las criaturas. Tan sólo un doctor había visitado a Eurico en toda su vida, y fue para certificar su muerte, veinte años después de haber comenzado todo. Estaba en su mejor momento, henchido de prestigio por todas partes. Preparaba una marcha triunfal sobre Roma para deponer a Odoacro, el nuevo césar.

Pasaron también veinte años para la iglesia. Durante el entierro se comentó que nadie en ella le quería, pues se negó siempre a nombrar sacerdotes. Por lo tanto fue al infierno a cocerse sutilmente en la hoguera.

Alarico

Su sucesor completaría el legado con su propia medalla, bajo el título de El Breviario de Alarico. La diferencia con el texto precedente era que tenía más en cuenta a la población romana. Respecto al tema territorial, Alarico acabó rivalizando con los francos en Vouillè, durante una visita de cortesía. Pretendía tan sólo explicar su libro. Acababa de nacer su hijo Amalarico y estaba pletórico, pero nada más aparecer en la reunión aquella gente, con el gobernador Aniano al fondo, le ofendió.

El día de su regreso llegó ahorcado de calor. Su esposa, Teogonda, le notó muy raro. Hablaron poco durante la cena y después, sin probar bocado, se acostó. Más tarde, de madrugada, entró ella, oyéndole murmurar en la distancia durante una pesadilla revuelta en las sábanas. Parecía que El Breviario, acaso obligado por una fuerza intemperante, quería comenzar de otro modo.

"¡Ay, qué malo estoy! -balbuceaba el rey-. He llegado del reino franco hace un rato. Viendo aquel horrible folladero me puse a gritar. "¡Dejadme pasar!", exclamé. Tuvimos nuestros más y nuestros menos con un tal Aniano. En su opinión yo debía añadir su nombre a mi extraordinario Breviario de leyes y consultas jurídicas. "¡Apartaos, mujeres!", gritaba yo intentando explicarlo. Por cierto, ¿qué digo yo aquí acerca del atuendo de gala adecuado para recibir a un monarca? "¿Deben ser paños de corderos?", pregunté enojado. Nunca me pregunté cómo debían haber llevado las mujeres la ropa, pero lo cierto era que estaban así, y me pareció de muy mal tono, pese a los broches relucientes en los tirantes. La flor carnal no lucía para que una persona buena y distinguida, en calidad de visitante apresurado y afanoso, tuviera como descanso un solaz mejor después, y no un debate con asnos, durante el cual aquel gobernador insistió con su impertinente petulancia, como si en verdad allí el importante fuese él. Me tomo pues mi zumo de miel con limón lejos de allí. He regresado a casa. He vencido y dormiré. "Mañana será otro día", eso me diré. No digo nada de los pedos que se tiraron, como pretendiendo que los hiciera yo oficiales. Firmo en el año 506 según los romanos, no yo. Por respeto. Por respeto a mí y a la gente, y por supuesto a Vilvana".

Pocos días después Teogonda le partió en dos un saquito floral de estameña. A continuación Alarico moría decentemente en la hoguera, mientras en palacio los nobles proclamaban rey a Gesaleico.

Gesaleico

El nombramiento de Gesaleico fue en detrimento del hijo de Teogonda. El pequeño Amalarico era demasiado joven. Los nobles le prefirieron porque podía ir a Vouillé a cobrar el agravio. Después sucumbió en la batalla, cediendo dos plazas importantes, las de Auvernia y Tolosa. En previsión de incidentes, trasladó la sede real a Carcasona, pero cuando llegó se encontró con los francos de Clodoveo, que acababan de conquistar Burdeos, invitándole a proseguir con la mudanza hasta Narbona, donde al llegar fue informado de que el mapa estaba cambiando con demasiada celeridad, es decir, que el reino menguaba cada vez más y que posiblemente haría falta otro traslado. Era como una medalla que unas veces subía y otras bajaba, sin que aún hubiera ahorcado a nadie.

El siguiente fue a Barcelona, donde al fin creyó estar seguro. Había perdido la mitad de los muebles, así como una antorcha, con la que le hubiera pegado fuego a cualquiera. La ciudad tenía alrededor setenta mil árboles y se decía que el hombre que los contó, cuando llegó a su casa, se acostó. Amaneció en el palacete bromeando con que estuviera formado por dos casas, separadas una frente a otra por veinte metros de jardín. Manifestó que se había sentido no un rey, sino el hombre de las mudanzas, yendo por los cerros como un trapero sin norte. Pasó unos días soñando planes amplios junto al conde Goiarico, su fiel vasallo, que viéndole jugar así con los mapas le aplaudía con fervor, e incluso por las noches despertándolo en el cuarto.

En ocasiones Goiarico miraba el mapa con temor a ser el mejor, pero enseguida se daba cuenta de que no, pues faltaba Gesaleico, que estaba en el cobertizo soñando con los ostrogodos, sin cuya participación era muy difícil cualquier iniciativa militar. Un día decidió combatir en la Septimania, recibiendo allí cooperación ostrogoda. Aparecieron más de quinientos, todos ellos con un sable. Cuando regresó a Barcelona se sentía un hombre desahogado, yendo libremente a por leña al campo. Por fin tenía tiempo de sonreír y de quedarse tirado en la playa. Recibía parabienes constantes de los sectores más pudientes de la ciudad, que veían en él un marchamo vencedor.

Un día, de súbito, Gesaleico debió huir. Nadie sabía dónde se había metido. Alguien al parecer le perseguía. Ocurrió justo cuando acababa de encargarle una mesita a un carpintero, que se quedó plantado en la puerta, viendo a los vecinos señalar el horizonte. Al parecer se había ido a Narbona. El carpintero supuso que tardaría poco, pero debió esperarle diez meses. Cundo el monarca llegó la mesita estaba carcomida de termitas. El rey le pagó con una bolsa que llevaba, ganada en un naipe del camino. Como comentó, ocurrió en un animado tugurio de sobresalientes tahúres. Añadió que tenía asumido que el reino estuviera en la ruina perra. Las monedas eran de madera y el carpintero, derramándolas en la mano, se dio que era imposible que alguien perdiera su tiempo así.

Amalarico, el aspirante al trono, estaba creciendo, y podía arrebatárselo en cualquier momento. Teodorico El Grande, su abuelo, le estaba entrenando en Marsella. La última batalla la observó Gesaleico desde una colina, comprobando la categoría de sus apoyos. Días después estuvo detrás de un árbol en Arlés, durante el siguiente asedio. La tropa, formada por aguerridas tropas francas y borgoñonas, era imponente. El abuelo le facilitó un nuevo triunfo poco después, apartándose a un lado del Ródano, dejándole que a placer se luciera de nuevo.

Amalarico

Fue aclamado por las muchedumbres y el trono era inminente. Gesaleico se negó a creer que la facción ostrogoda del ejército visigodo estuviera saludándole a él. Supo que además de al abuelo, a Amalarico le apoyaba un influyente noble católico, el duque Ibba, al que encargó la misión definitiva.

Consistía en darle caza a Gesaleico. El duque de Ibba tenía diez hombres que se movían rápido. Cuando estaban en un sitio, de repente aparecían en otro, como si tuviera veinte. Al parecer todos tenían talento para reconocer los atajos. Había treinta en torno a Gesaleico y en los treinta había un hombre de Ibba preparado para matarle. Entonces se dijo que era urgente la huida, pues en cuarenta sitios le esperaban repente cuarenta asesinos. La presencia del duque era ubicua. Amalarico además se unió en alguna ocasión a la libertina cacería, como si no tuviera bastante con perseguir zorros en los descansos del campamento. Por añadidura, estaba Clodoveo, a la sazón el célebre rey franco, el tercero de la incursión.

Gesaleico tenía que desaparecer cuanto antes y lo mejor era correr. Cuando llegó al bosque, se desvió a Carcasona, pero allí estaba Amalarico con el ejército, merendando en el campo tras una batalla de conquista. Gesaleico ya no sabía dónde meterse y entonces regresó a las montañas, sin tener en cuenta nada más, quedando bajo la vigilancia de setenta mil árboles. El duque de Ibba le seguía con cincuenta y siete hombres a caballo desde el anochecer. Por la mañana le perdían el rastro, pero por la tarde lo tenían. Le perdieron la pista durante un par de semanas, estando Gesaleico detrás de un solo árbol, alimentándose con lo que le traía el pájaro. Al día siguiente se encontró sin querer con el enemigo. Empezó a defraudar a la lógica persiguiéndose solo yendo con la sombra en la hojarasca, monte arriba. Con el sol dando vueltas al amanecer, tan nervioso estaba que la última suya fue dentro del palacete, en una de ambas casas, con un águila imperial esperándole en la puerta. Cuando se tranquilizó empezó a buscar por las estancias una respiración extraña. Se encontró en el cobertizo con el conde Goiarico, jugando al naipe con unos amigos, contándose las hazañas de Amalarico. El rey acusó a todo el mundo de conspiración, es decir, de filtrar sus mejores planes, y le asestó una espada, dejándole quieto aplaudiendo por última vez.

Amalarico era feliz y dormía más. Gesaleico en cambio contrataba al carpintero como vigilante nocturno del palacete, y sobre todo del águila, que tomó por costumbre aparecer a mediodía. Las casas le permitían despistarle con veloces zorrerías, por si los captores estaban al acecho. De repente estaba en una y luego estaba en otra. El carpintero, que era un hombre anhelante de emociones, le desveló que en aquel instante doscientos mil godos dominaban cómodamente la península, nada menos que ante siete millones de hispanorromanos, y que dicho privilegio le pertenecía. Gesaleico se dio cuenta de que era cierto y se armó de valor, y con sus nervios cabreados se arrastrando al bosque, viéndose de repente rodeado por los seiscientos sesenta mil árboles del duque de Ibba.

Un mes más tarde de nuevo estaba en el palacete. En uno de sus ardites veloces él mismo acabo fingiéndose el carpintero, haciéndose una mesita de noche primorosa, y además cargándola a la otra casa, temiendo que los captores andaran cerca, debiendo llamar incluso a la puerta pidiendo cobrarla. No había modo de sacarlo del encanto obsesivo de la persecución. Un día le abrió la puerta el propio duque de Ibba, sonriente, que desde hacía un arto estaba dentro registrando. Sin embargo no le reconoció y pasaron juntos hasta el cobertizo.

-¡Sal, cerdo! -gritó Gesaleico, como queriendo hacerle ver al duque que allí dentro estaba el hombre que buscaba.

Ibba entró. Él entonces atrancó un madero en la puerta, dándose a la fuga después.

-¡Petrimetre! -, oyó gritar al duque.

La persecución no tardó en continuar. Gesaleico, en calidad de leñero de la taberna, andaba buscando yesca por el monte. Cuando regresó todo parecía normal. Le dio tiempo en la taberna a inventar el flan y los pitracos de pimientos rellenos de carne. Entonces fue reconocido por el contumaz perseguidor, que en ese instante estaba en una mesa inflándose de vino. Después salieron ambos a la calle, corriendo gran distancia. Gesaleico, con suma habilidad, se dio a la fuga sobre una vaca, pero la mala suerte quiso que un mosquito la desinflara, malogrando así la maniobra y obligándole a huir a pie. No tardó en ser acorralado en las montañas por el duque de Ibba. Como sólo tenía dos papas, se las dio y salió corriendo.

Se supo que se fue a África, quedando bajo la protección de las tropas vándalas de Trasamundo, con las cuales, un año después, hizo una incursión por Aquitania, donde se quedó oculto una temporada. Sin embargo fue reconocido por Clodoveo, aunque en vez de acabar con él, quiso ser su amigo. Gesaleico sospechó que su afecto era mentira, es decir, que Clodoveo en realidad quería utilizarle para combatir en Carcasona, donde hacía poco había perdido. En la batalla venció Gesaleico, pero enseguida volvió a ser perseguido. Cuando empezó estaba celebrando el triunfo con los soldados en una merienda campestre.

El duque de Ibba recorría el campo al mando de sus diez forajidos destemplados, observando su maniobra. Se diría que quería regresar a Barcelona. Gesaleico sospechaba que la sombra que le seguía era Clodoveo, huyendo también por los cerros, tras el repentino resurgir carcasonista. Ambos hicieron un trecho juntos, agredidos por los mosquitos y acezando por el hambre. Las opciones eran ir a la Galia o a Barcelona. Al final repartieron la suerte. El anciano se decidió por Barcelona, mientras él por la Galia. Clodoveo llegó al palacete y aprendió las mismas argucias, haciendo también alguna que otra mesita, yendo de una casa a otra a venderla, y al mismo tiempo haciendo un flan en la taberna. Sin embargo, apenas probó el pimiento, fue descubierto por un borracho, un hombre del duque de Ibba que le miraba desde hacía un rato. La vaca apareció y se dio a la fuga. Gesaleico, entretanto, estaba realmente en el almacén, oyendo el tropel.

Dos jinetes trataron de apresarles a ambos, uno para cada uno. Gesaleico en principio se salvó, escapando en un oportuno caballo salvaje, con el que huyó a grandes saltos, saltando troncos y arroyos, hasta que se deslomó, cuando hacía equilibrismo cruzando un río, obligando así al jinete a su regreso a pie. Tras varios éxitos soñados despistando a sus captores, la guardia de Amalarico apareció en lontananza. Le dieron caza, pero de nuevo la fortuna le rescató, esta vez un águila, que tras darle varios chapuzones en el mar, le dejó en otro bosque, donde había un río, por cuya ribera cabalgaba un malhechor ojizaíno. Lanzó el caballo arriba y a su vez una red, capturando al infausto rey. Clodoveo en ese instante corría por el bosque, una de cuyas sombras era el duque de Ibba. Se habían pasado el último día sin chocar. El duque blandía ahora la espada, con ánimo de ejecutarle. Gesaleico, preso y asustado, agitaba nerviosamente la cabeza bajo la red, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Entonces observó que al lado, detrás de un árbol, caía preso Clodoveo. Ambos de rodillas esperaron la espada, exhaustos, pareciendo pedir el final. Juntos, llorando, imploraron el perdón. Al instante dos pájaros encima de los árboles aplaudieron vivamente la llegada de sus cabezas.

Teodorico El Grande

Según su abuelo, Amalarico liberaba bien la bisoñez y se hacía ducho en materia política gobernando un pequeño territorio, donde le dejó hacer. Teodorico estuvo de regente, siguiendo a diario las evoluciones del futuro rey. Crecía muy rápido, debido a lo cual tenía que estar cerca, por si al darse la vuelta le daban el cambiazo. Al fin Amalarico le dejaría descansar tras su coronación. El abuelo le legó algunas posesiones en la Provenza, de cuya vigilancia se encargaba por ahora Atalarico, su primo. Esa confianza le ahorraba estar pendiente de todo de un modo prematuro. Después le ayudaría combatiendo a diversas tribus molestas.

Amalarico contrajo matrimonio con Clotilde, la hija del difunto Clodoveo. El pajarito del amor reinó sobre el matrimonio durante una temporada. La confianza se instaló a diario en el hogar y los paseos por el horizonte eran augustos y almibarados, poéticos y consonantes. Sin embargo un día el rey comenzó a propinarle a unas palizas demoníacas. Se sabía que era católica y que quizá malinterpretó ciertas creencias arrianas, según las cuales era otro y no él quien en persona merodeaba por las estancias como un dios.

Clodoveo, su padre, tras ser decapitado ya no estaba allí para socorrerla. La cabeza que había en la ventana era distinta, al parecer de un franco queriéndola ayudar, y que acabó conociendo el fragor hogareño. Después se asomaron más a la ventana del dormitorio, observando que la cantidad de hematomas que lucía la pobre mujer era evidente, momento en el cual decidieron invadir la península, queriéndole dar caza al marido, que en ese momento, en una casa distinta, estaba sonriéndole a otra, bajando y subiendo la cabeza como un tontolaba juvenil. Le pusieron en fuga y huyó a Narbona, donde notó enseguida que el ambiente estaba enrarecido. El descontento de la población narbonense era general, resistiendo el pago de impuestos a los exactores. Nadie tampoco sabía adónde iba el trigo. La chusma se dio al estraperlo al descubrir que se distribuía por Roma antes que por Hispania. El comercio de fronteras era restringido y el pago de aduanas caprichoso, causa por la que se daban más asaltos y homicidios. La acuñación de una moneda incrementó la tensión, pues de repente, en gran cantidad, aparecieron por doquier de todos los países, sin que nadie supiera si los mismos tremises eran acuñados en las cecas de Hispania o si eran imitaciones francas o borgoñonas. Los francos dejaron a Clotilde una temporada a salvo, pero después quisieron llevarla a invadir Narbona. Amalarico estaba en la sede real cuando les vio venir con ella, precipitando la mudanza, como su antecesor, saliendo raudo a Barcelona, donde resolvieron la captura. Tan le dio tiempo de conocer al carpintero. Cuando parecía que moriría como Gesaleico, así fue. El asesino le cortó el cuello de un tajo, dejándole de pie buscando suelto en los bolsillos para sobornarle.

Teudis

Los ostrogodos consideraron que uno de los suyos tenía que ser el sucesor. Se llamaba Teudis, un hombre apacible, que salió del envite aceptándolo. Lo primero que pidió fue una mesa amplia en palacio. Hasta el momento había sido el maestro de todos y pretendía reformas legales en el ámbito procesal. Quizá fuese mejor diversión que la guerra. Desde hacía tiempo observaba que las indemnizaciones de los pleitos eran desproporcionadas con arreglo a los delitos. Creó entonces la figura de las costas, a cuyo cobro tenía derecho la parte vencedora, como en un pierde y paga, cosa que impedía que la gente buscara al juez para un capricho. El perdedor, pagando el esfuerzo del reino poniendo en marcha la justicia, así lo comprendía mejor. Los jueces en sus sentencias tenían obligación de escribir el nombre del pagador. Teudis amplió el asunto hasta que de nuevo el ordenamiento tuvo doce libros, que parecía el guarismo mágico de la tradición jurídica. Una de sus preocupaciones también fueron los judíos, a quienes dedicó varias apostillas. Manifestó que su presencia llamaba demasiado la atención en la península, siendo acusados a menudo de cambalache.

"Si tengo una moneda puedo comprar caramelos -razonaban a título moralizante-. Si no compro los caramelos, sigo teniendo una moneda. Teniendo en cuenta que los caramelos no son necesarios, puedo conservar la moneda para cuando sí lo sea".

Esa forma de razonar era sospechosa, una cantinela engañosa, y pese a su sencillez seguramente escondía una trampa, no ya por llevarse los caramelos sin pagar o envenenarlos. Había oído decir que solían hacerlo mejor con las puntas de los libros, como aquellos cuyas hojas pasaban los juristas. Así pues reiteró que no los quería ni aunque se los regalaran. Reguló la compraventa, comentando como opción el pago en especies, es decir, que el adquirente resolviera el trato pagando con cabras o bien con otra cosa, siendo una más el trabajo.

Eran muchos los aficionados godos a la lógica legal. Con ellos el rey solía mantener reuniones hogareñas, tomando la manzanilla, interpretando casos prácticos, que se parecían a pequeñas novelas de suspense. Ponían y quitaban escenificando la situación, como en el teatro, parte que por otro lado contribuyó al progreso de la escena. Aquel material acabó formando la Ley Gótica, que jamás llegó a ser oficial, aunque tuvo utilidad muchas veces para tapar los vacíos legales.

Cierto día pareció que el rey quería ser el protagonista activo de un caso práctico. Se supo que hacía tiempo le había dado por la caza, que salía con los amigos de montería al campo, lanzando el arco a los cervatillos. Se rumoreó que lanzó una piedra una vez, dándole a uno, y que estaba en la cárcel. Se dijo que llegó a la celda resignado a su suerte, quizá harto de ser el rey, queriendo desaparecer tras dejar como legado aquel pastel jurídico. Nunca aceptó las trifulcas del ejército y de ninguna manera que históricamente la vida de los monarcas tuviera que acabar con la daga. En la celda comenzó a tener problemas con el frenillo, como si quisiera llamarse de otro modo, como oía el carcelero, del cual acabó haciéndose amigo. Se esforzaba de un modo pueril en quedarse, malmentando su identidad. Se rumoreaba que estaba con un manto de armiño, creyéndose un conejo. El carcelero un día se apiadó de él viéndole sufrir de aquella manera la claustrofobia de su soledad. Quizá no era Teudis, sino otro, pero por si acaso le quiso ayudar al suicidio, dándole un veneno. A la mañana siguiente, viendo lo que había hecho, el carcelero acudió arrepentido a la celda, queriéndole socorrer. Sin embargo los efectos del hongo alucinatorio fluctuando en el cuerpo eran notorios. Según los tertulianos, el rey se puso a dar tumbos, viendo que la puerta se abría. A los pocos pasos cayó por un acantilado. Nunca antes Teudis había reparado en la mala idea de tener ubicada allí la cárcel. Cuando encontraron su calavera estaba despernancada en las ramas de un pino. A lo lejos los nobles proclamaban sucesor a Teudiselo.

Teudiselo

Teudiselo reinó solamente un año, durante el cual tuvo tiempo de ser conocido por su otro nombre, Theudisclo. Libró una batalla en Valcarlos, en campo navarro, interceptando a los generales francos Childeberto y Clotario. Después de la victoria se marchó con ellos y abandonó la península, confundido entre las tropas a las que se había enfrentado. Teudiselo caminaba abatido diciendo que quería regresar con ellos allí donde la luz irresistible de la nostalgia le llamaba, a la sazón al reino franco. Dijo que se había sentido un extraño en Hispania y que aquel horizonte suponía una oportunidad magnífica para recuperar viejos recuerdos. Le rodeaban los perdularios rostros de la derrota, y alguna vez durante la marcha pensó que podían devolvérsela con sangre.

Se dijo que había puesto en la Galia una tienda al por mayor. Estuvo muchos años ausente, hasta que un día regresó a la península. En Sevilla pretendía recuperar viejas amistades femeninas que alguna vez conoció en la Galia. Una de ellas le citó allí para una romántica cena, pero al final acabó de parranda con varios hombres bebidos, entre los cuales se encontraba Agila, el célebre vigía de la pureza goda. Teudiselo trasegaba con alegría, sin sospechar que la amenaza estaba cerca. Comentó algunos recuerdos entrañables, y alzaba la mano saludando con normalidad a la gente. Estaban presentes también los maridos ultrajados por sus devaneos. La noche quiso huir, pero Teudiselo no. Antes de que se hiciera de día empezaron a apagar los candelabros, diciendo Agila que no aceptaba la autoridad ostrogoda que él simbolizaba. A continuación a oscuras comenzó la tracamundana de estacazos y puñaladas, hasta que acabaron con su vida. Después encendieron las velas, queriendo hacer creer que allí no había pasado nada, sino un accidente. En su defecto, de haber estado allí el juez, hubiera sido un delito de riña tumultuaria, aspecto legal que de existir entonces sería un mal menor para los culpables, dado que la pena preventiva sería muy inferior en tanto no se diera con el autor concreto, cosa que parecía imposible, pues había mucha gente. El cadáver de Teudiselo fue liado en una alfombra y llevado posteriormente al hoyo del patio.

Agila I

Agila I, tras dejar el candelabro en su sitio, fue proclamado sucesor. En cuanto a traslados de la sede real, quiso hacer uno a Barcelona, pero viendo que le convenía la región Bética, se quedó en Toledo, pues desde ahí podía lanzar mejor el ataque. Explicó que la prioridad militar era solamente esa. Su rival era Atanagildo, un noble cordobés regordete que vivía en Sevilla.

Atanagildo era aficionado a la floricultura y por el momento carecía de interés en nada más. Sin embargo, sus queridos amigos los nobles, con los cuales departía con frecuencia, insistían en que era el mejor.

"A las flores hay que cuidarlas -escribió un día-. Hay que estar cerca de ellas. Si no es así, se van, dejando tan sólo una apariencia marchita. Yo también".

Aparte de con flores, se pasaba el día encuadernando las leyes vulgatas, y también haciendo trampas con la madera. Desde que se aficionó a la carpintería no paraba de fabricar cucharas a medida, cualidad que también le granjeó el afecto de sus conciudadanos, hartos de utilizar las de gran tamaño. Además sabía cómo engrasar puertas, sin bien una de ellas, la del cuarto de los ratones, era imposible, pues tenía una herrumbre difícil. Intentó abrirla muchas veces y lo único que consiguió fue adelgazar, convirtiéndose finalmente en un atleta con el uso de pesas en el jardín, cosa que también sorprendió los nobles. Tenía dos hijas, Galsvinta y Brunequilda, fruto de su matrimonio con BadRina antes de que muriera en una pelea.

Eran dos gordas granujientas difíciles de soliviantar. Un día se quedaron atrapadas en el cuarto de los ratones y cuando aparecieron le preguntaron quién realmente era el rey de los visigodos. Por el momento estaba claro que era Agila, pero de pronto él pensó que podía serlo también. Los nobles dejaron ir rumores apostando por ello, y alguno más aventurando que sería Agila quien provocara la pelea. Se habló de visita en diversos sitios, de concordia y paz, pero los campesinos eran más pesimistas y hablaron de plan de asedio.

Las barcas cruzaron el Guadalquivir y las mozuelas arriscadas gritaban en los alcores sin saber porqué. Los soldados de Agila registraron la ciudad. Prescindió del respeto que en general los arrianos les dispensaban a los católicos y ordenó a los soldados que profanaran sus tumbas, una de las cuales era del mártir Asciclo, que era muy querido por la gente. Fue suficiente para detonar el saco de verduras que los católicos sevillanos tenían preparado para él. La batalla se prolongaría durante un mes, salvo en el campo, el lugar de la munición. Agila acabó perdiendo a un hijo de un melonazo, y su ejército quedó ostensiblemente diezmado. Galsvinta y Brunequilda le vieron huir desde la torre alta, poniendo su ruina a salvo. Agila había sido sorprendido una ferocidad defensiva insólita y marchaba por los cerros en llamas.

-Se refugió en Mérida -, informaron un día en el palacete.

Mientras se recuperaba allí, Atanagildo reunió a sus fuerzas, confirmando el interés por cimbrear del todo la estructura. A su palacete llegaron los primeros apoyos, entre los cuales se hallaban los amigos que algún día tuvo Teudiselo. Uno de ellos era el hombre de la alfombra en la noche de los candelabros. Habló durante un momento, asegurando sentirse alegre por estar ante el más fuerte. Atanagildo, envanecido por el halago, le dejó proseguir con una curiosa leyenda. El hombre, con gran ventura etílica, añadió que la noche del asesinato Teudiselo fue visto saliendo del hoyo en aroma de dondiegos. Por supuesto a la alianza se unió el cómplice vecinal que lo negó todo ante el juez, y también el hombre que tapó el hoyo convenientemente, dejando como pista falsa un rábano frito. Fue el que lo llevó a Córdoba para seguir buscando apoyos. En el exterior del palacete las risas indicaban el optimismo de la apuesta. Nadie se reiría tanto de no tener guardada una buena carta. No obstante, el mejor de todos fue el del emperador bizantino Justiniano.

Dijo que quería la cabeza de Agila. Sin embargo, en secreto el apoyo se debía a su propia ambición monárquica. Agila, durante un tiempo, dejó de poner énfasis en la ciudad, porque al parecer debía combatir en otros puntos a enemigos más complicados, como los vascones y los cántrabros, así como las tribus astures, empeñadas enconadamente en su independencia. Parecía que eso les permitiría conocerse mejor. Sin embargo en el año 552 el enemigo reiteró su oferta en Sevilla.

Atanagildo tuvo tiempo de prepararse con tantos apoyos como los suyos, como podía verse en el desfile que aplaudió la muchedumbre. Sin embargo, diversos estrategas tenían la corazonada de que el choque decisivo ocurriría lejos de allí. Se supo que Atanagildo había diseñado un plan con una emboscada en el valle del Ebro. El día de la batalla había una brisa fresca en las colinas y la garúa del río bañaba el rostro del emperador bizantino, hierático sobre la montura, mirando abajo. Justiniano se limitaba a observar creyendo que Atanagildo se bastaría solo. Estaba en un caballo negro reluciente, encerrado en un rogatorio íntimo de dudas. Abajo, sobre el caballo más bravo, Atanagildo ponía en aprietos al otro. Agila respondía al quiebro, como en un baile ecuestre. En algún instante parecía acabado, enajenado por la calentura, como pidiendo morir. El caballo, al oír murmurar al bizantino, movía las orejas con sentimiento humano, como queriéndose enterar de algo.

La idea de Justiniano carecía de interés. Estaba siendo cada vez más absurda. Pensaba que debía apoyar a los dos, o lo que es lo mismo, en deshacerse de ambos. Era una simpleza, pero por alguna razón le mantenía quieto. En algún instante Atanagildo, urgente en su montura, miraba arriba a boca de aliento, sin comprender bien qué tipo de apoyo era aquel. Junto a Justiniano, a lomos de un corcel bermejo bruñido por el rayo solar, estaba Liberio, su lugarteniente. Liberio había sido mesonero en Roma y se decía que cuando se ajumaba cerraba el mesón y ensayaba su repertorio, imaginándose delante del hombre al que tanto admiraba. Por eso en ese instante, al tenerle delante, pensó que estaba borracho. Estuvo un instante atendiendo al rogatorio, aunque finalmente se entretuvo con sus propias cosas, alzando el dedo lentamente.

Liberio era un tonto cuyo único talento estaba en que sabía detectar al tonto rival. Justiniano, mirándole de reojo, parecía incómodo viendo el dedo. Se quiso acomodar mejor en la montura, como si la brisa le quisiera. Aquel modo de fruncir el entrecejo tal vez significaba que había acabado de pensar, que imperaría en él su honestidad jurídica, olvidándose de cualquier traición a cualquiera de ellos. Había logrado demasiado prestigio ya en su vida de jurista, tras la compilación del célebre Digesto. En definitiva, quería tener más en cuenta a Atanagildo, que en aquel instante, ágilmente en una loma, evitaba la mortaja articulando a tiempo un quiebro ante un grande hacha, usando posteriormente, tras descabalgar de un salto, lo que parecía ser una enorme cuchara, de la que salió un bolaño incendiado. Liberio bajaba el dedo diciendo que era una catapulta.

-Muy buena -, musitó.

Efectivamente, según Liberio, Atanagildo había atinado. Un hombre descalabrado caía de un árbol sobre un charco lleno de sapos. Después, perseguido por los aromas de la tarde, alguien recuperó un caballo, huyendo con rápidos quiebros, ágil ante un asesino defendiendo la posición con verdadera saña pocilguera. La colina, en cambio, olía a limpieza. Pasmado el pajarito en el lomo del caballo negro, la única inquietud era saber cuándo echaría a volar. Por un instante pareció que Justiniano y su lugarteniente compartían confidencias y liviandades poéticas, así como el dedo señalándolo. El emperador trataba de decirle algo muy sencillo a Liberio, es decir, que en Hispania había tres bandos en juego. Después se envaró y miró a lo lejos, avizorando el vientre del horizonte atardeciendo. Estaba pensando en la distancia que les separaba de Sevilla, y fue cuando murmuró con melancolía.

-Sevilla -dijo- se ha quedado sola.

-Vámonos para allá -, dijo resuelto Liberio viendo pasar una gumía dando vueltas.

Justiniano murmuró que podía apoyar a ambos, o mejor dicho que podía apoyar al uno sin que lo supiera el otro.

-Pienso que eso puede ser muy difícil -, dijo Liberio mirando el horizonte, como si ya se hubiera ido su dedo.

Justiniano pretendía mantener una doble amistad, aunque bien era cierto que algo así hubiera requerido un talento diplomático demasiado inhóspito, es decir, noches en vela dando vueltas por la mala conciencia, cálculos insensatos, mentiras inacabables y por último salir huyendo de la deslealtad. La primera amistad sería la de Agila, ofreciéndole una tropa de ayuda, y la segunda la de Atanagildo, permitiéndole a continuación ahogarle allí mismo.

-Poético, sin duda, pero ineficaz, señor -, dijo Liberio viendo pasar otra gumía.

Bajo la lluvia que caía la gente se estaba matando con libertad. Liberio alzaba la mano como si le estorbara, fijando la vista abajo con extraña mueca, tratando de calcular una confitería de papas ensangrentadas.

-Vamos a ver, ¿qué hacemos aquí? -, preguntó-. ¿Me quiere usted contestar, Braulio?

Le habían dicho en Roma, antes de alistarse, que si llamaba así a un superior jamás le acusarían ante un tribunal militar.

-Vámonos ya -urgió moviéndole con el codo-, que está refrescando, señor.

En Sevilla circulaban rumores contradictorios. Media ciudad decía que Atanagildo había muerto y la otra media que Justiniano finalmente le socorrió. La cosa era que varios días más tarde apareció, Atanagildo en persona, ante la multitud, como si no hubiera ocurrido nada. Un aplauso cerrado le llevó volando al palacete, donde descabalgó finalmente. Después dijo que se llevaran a la ducha al caballo, pues él estaba demasiado cansado para eso. Por la mañana se comentaba en la ciudad que su hija, Brunesquilda, se llevó el caballo a cuestas a la cuadra, y allí descubrió que era una cabra, heróica desde el Ebro. De noche Atanagildo durmiendo parecía un vivo más, pero en algún instante parecía descalabrarse en un barranco de ronquidos, pidiendo socorro con la mano alzando la pesadilla. Soñaba que avanzaba en un tiempo remoto sin luz, sin nadie, lleno de paz. Durante el desayuno, manifestó su temor de que la próxima batalla ocurriera más cerca.

Agila estaba en Toledo agitando el mapa cada vez que pronunciaba la palabra venganza, como si pensara por su cuenta. Atanagildo, en cambio, recogía su pequeño caballo para darse un garbeo hasta el Guadalquivir. Las mujeres jóvenes vivían alegremente con los mozos. Los porteadores de grano distribuían la molienda. Era verdad el aire soleado con aroma de azahar, invitando a pasear al trote. Agila en Toledo casualmente pensaba en lo mismo y estuvo dando revueltas toda la tarde alrededor de un conejo. Entonces Atanagildo notó un rumor larvado por los espías de la ciudad.

Estuvo pensando en ello durante días, mientras se iba poniendo cebado de tanto comer. Cada día desayunaba varios huevos con arenques y dos platos de potaje. De repente oyó a la gente corriendo por la calle. Subió a la torre alta y vio que las colinas ardían. Agila, que había pernoctado en lontananza, desencadenó con sus un hombres una pelea furibunda. Luego, en la pelotera, se ensalzó todo el mundo, rodando primero por las calles, y luego por los cerros, bajando por los valles, tomando impulso en las crestas para continuar por doquier, de izquierda a derecha, a un lado y otro. A los pocos días la pelotera llegó a la región cartaginesa, bajando por una cuesta a toda velocidad, arramplando con los platos y las mesas de la gente merendando, con las viejas y con los niños jugando, y por último espantando la duermevela en la orilla del baño al que andaba entregada toda la población. Justiniano esta vez se quiso sumar al conflicto, dado que la región era suya. Atanagildo, al verle, se dio la vuelta con un moretón para agradecérselo con un solo ojo. Estaba muriendo todo el mundo menos el otro. El combate, como pronosticaba el público, atento en la colina, era peor allí que en ningún sitio. Agila demostraba gran fuerza bruta y el otro pundonor. La contienda estaba igualada y nadie con certeza era capaz de pronosticar a favor de ninguno. Era cierto que Agila tenía bazas a su favor, siendo una de ellas que los disidentes suevos y francos estaban neutrales, permitiéndole concentrar a toda su gente en el mismo sitio, luchando a brazo partido contra los langostinos y mucha gente más. Fueron muchos los que pensaron que finalmente el combate sería cosa de dos, ambos a tortazos como los púgiles, con las apuesta de rigor comentadas por la afición.

Atanagildo finalmente logró salvar la cara y regresó a Sevilla en brazos de Galsvinta. Sólo había recibido un golpe de consideración. El chichón parecía un melón bajo el umbral de la puerta, si bien Brunesquilda, bromeando, quiso ver otra cosa. Después se comentó que había perdido la chola. Traía además una oreja tapándole un ojo. Desde ese día, pese a haber vencido, se refugió en el palacete para seguir los acontecimientos desde la cama, como un derrotado. Sus amigos nobiliarios, que le fueron a visitar los primeros días, decían que ya era el rey, mas él quiso apaciguar los ánimos. Una mañana se presentó en el palacete un hombre extraño, Severiano, a la sazón el lugarteniente cartaginés de Justiniano. Llegó contando que había estado veinte días cabalgando y que tenía tanta hambre como su caballo.

-Soy capaz de darle un bocado a esa pared y atragantarme -, le dijo.

-¿De veras? -dijo su anfitrión-. Pues tenga cuidado, no sea que haya un tesoro.

Desayunaron juntos cada mañana, como dos amigos de toda la vida. Atanagildo recuperó su una afición culinaria olvidado, preparando deliciosos platos, en tanto el otro hablaba de la tostada peninsular. Abundaban sustanciosas viandas de carne y volatinería asada confitada con dulces. Aún era pronto para ser el rey. Un día entró a palacio un alguacil para avisarle de que su nuevo amigo, Severiano a la sazón, tenía fama en el ejército cartaginés de tener poderes sobrenaturales. Después, efectivamente, le vio haciendo una prestidigitación prodigiosa con una mano, que consistió en abrir y cerrar la puerta de la herrumbre con mucha facilidad. Al mismo tiempo dejó rodar un melón por el suelo, como si hablara de la cabeza de Agila.

-Así acabará, querido amigo Atanagildo-, dijo masticando.

Se hizo el silencio entre ambos. Atanagildo pensó que estaba dando cobijo a un sonado. Sin embargo, en atención a su edad, le disculpó, diciéndose que tan sólo era un desgraciado acabado de tanto batallar. Al día siguiente Severiano le sorprendió en el desayuno, diciendo que había pasado hambre culebrera toda su vida, desde chico, y que por eso cada vez que alguien le pedía que abriera la boca, se le derramaban dos lágrimas como el puño. Atanagildo entonces comenzó a tenerle lástima y le dejó estar en el zaguán con sus hijas, tocando el laúd y declamando poemas picantones. Entregadas con agrado al toma y daca habitual, le sonreían con picardía cada dos por tres, como deseando enseñar el guayabo. Atanagildo prefería encerrarse en la cocina, ajeno a las carcajadas, y pensando de un modo fugaz que una extraña fuerza maligna quizá se estaba apoderando del lugar. Un día, al verle venir por la puerta, pensó que Severiano, tan harto de comer, había crecido más de lo normal. Era llamativa curiosidad a tan avanzada edad. Al día siguiente dejó de acudir al zaguán, y al poco supo Atanagildo que había desaparecido del palacete, cerrando por última vez la puerta, como explicó el alguacil varias veces, dando la sensación de que abrió y cerró varias veces. Galsvinta salió del cuarto de los ratones, llorando, mustia de angustia. Después, en el zaguán comenzó a gimotear, de súbito, con hondones suspiros, rememorando sus deliquios. Le había cantado varias veces y la había mirado de modo poco amistoso, mas ahora debía quedarse sola, tan solo haciendo dos bolas enormes de croché.

Severiano regresó un día, es decir, al día siguiente. Apareció en la cocina, detrás de él, con las tripas pidiendo auxilio. Él, queriendo salvar su alianza con los bizantinos, tampoco quiso echarlo esta vez. Severiano, masticando pan duro y una loncha de jamón más dura que una suela, dijo que había estado dando una vuelta, pasando dos días de hambre absoluta, andando de un lado a otro sin dar con una cuchara decente en ningún lugar del mundo. Después, arrasado por las lágrimas, trató de dar más pena aún contando que estaba recién casado y que le pesaba tener tirada a la mujer en un barranco.

-Por eso mi preocupación -añadió- alcanza a verse en el reflejo de esa olla.

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