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Presencia e Influencia Británicas en la Independencia del Río de la Plata (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4

2) Que durante la reunión del Congreso y la consiguiente erección de un gobierno federativo permanente, que actuaría en nombre del Rey Católico, Inglaterra deberá prestarle toda su protección y asistencia mediante una declaración pública, pero, sino lo hiciera, por los inconvenientes que esta actitud le acarrearía, bastaría una secreta convención, recibiendo Gran Bretaña como justo precio de esta amistad, todo el beneficio o favor que la gratitud nacional quisiera ofrecerle o se le pidiera al gobierno por sus comerciantes. Espero que me perdone SS. que mencione este acuerdo que me propuso: de que esos compromisos fueran concluidos en Río de Janeiro por medio de una persona delegada del Congreso y por el Ministro de SM. en esta corte, en quien los principales miembros de esa Junta han depositado sus confidencias.

3) Que el gobierno británico debe proveerles de un socorro en armas consignadas al ministro de S.M. al comandante en jefe de Río de Janeiro, pero si este procedimiento fuese incompatible con la política presente de Gran Bretaña hacia España, no habría inconveniente en utilizar personas privadas, para conducir el armamento a Sud América.

4) Que el ministro de S.M. ante esta corte debe utilizar todos los medios posibles para prevenir al gobierno brasileño se abstenga de realizar movimientos militares en la frontera española, con el fin de no crear recelo alguno en el pensamiento de los nativos.

S.S. debe fácilmente comprender la incomodidad que el suscripto sentía, de realizar esta conferencia con una persona desconocida que actuaba como delegado de un gobierno que mi corte no ha reconocido. Pensé, sin embargo, que nada se ganaba con la espera de la legitimación de este gobierno, problema que implicaría como es natural, una larga correspondencia y que, por otra parte, ya era imposible remediar lo sucedido y, por lo tanto, era más útil que conferenciara francamente y sin reservas con esta persona, aclarando que mis sentimientos debían ser considerados con un carácter meramente privado, por cuanto no tenía ninguna autorización oficial para hablar en nombre del gobierno de S.M.

Hecha esta aclaración respondí a la primera proposición, expresando mi creencia de que Gran Bretaña nunca emplearía su poderío para obligar a un país lejano a recibir determinada forma de gobierno que le fuera desagradable o perjudicial y, mi convicción personal, de que tampoco consideraba sus relaciones nacionales tan estrechas con España, como para tener la obligación de adherirse a sus hostilidades con sus colonias. En respuesta a su segunda proposición observé que sería recibido con gran beneplácito el proyecto de abolir las restricciones coloniales sobre el comercio y de acordar a Gran Bretaña los beneficios que se podrían derivar de una íntima conexión con Hispano América; sin embargo, solamente podría considerar a esta proposición ad referéndum, lo cual no tardaría en comunicarlo a mi corte, esforzándome en presentarlo bajo el aspecto más favorable y tan pronto, como recibiera alguna seguridad se aplicarían estas decisiones con la mayor rapidez. Este propósito alejaría toda clase de dificultades en esta materia e incrementaría el comercio de los súbditos británicos en las colonias españolas.

Con respecto a las armas, expresé mi opinión  que por diversos problemas sería inconveniente para el gobierno de S.M. fletar cargamentos de ese carácter en los momentos actuales y le aconsejé cordialmente que podía adquirirlas por intermedio de los comerciantes particulares. Mediante esta respuesta el gobierno de S.M., me parece, se ahorraría el inconveniente de la solicitación, a la cual, posiblemente no podría acceder.

En cuanto a los temores sobre las actitudes hostiles por parte de esta corte (la de Portugal en Brasil), le declaré, que no existía ninguna razón para pensar en ellas y, le aseguré, que me esforzaría en inducir al Príncipe Regente a respetar la tranquilidad de sus vecinos hispano americanos, mientras conservaran la autoridad de su legítimo soberano, absteniéndose de realizar actos que provocaran la suspicacia o alarma de esta corte.

Había terminado esta conversación- continuaba Lord Strangford- cuando recibí una invitación del Príncipe Regente a palacio. Su Alteza Real se había enterado también de la noticia procedente de Buenos Aires y, por cierto, no parecía muy alarmado o afectado por ello. Me aseguró que su conducta respecto a los hispano-americanos estaría totalmente guiada por la de S.M. Británica, a cuya política estaba determinado seguir estricta y escrupulosamente en todas las vicisitudes.

El  lenguaje del conde de Linhares (a quien vi luego) fue enteramente distinto. Me pareció regocijado por la oportunidad que le brindaba el nuevo instante político, para concretar ahora sus antiguos proyectos de extender las fronteras portuguesas a la margen norte del Río de la Plata y al Paraguay. Me expresó reiteradamente la alarma que el Príncipe Regente había sentido como consecuencia del proceso revolucionario de las colonias españolas y su determinación de justipreciar él mismo la oportunidad de restaurar los antiguos límites de los dominios en esta parte del mundo y su intención de dirigirle una nota sobre el tema para ser presentada ante el gobierno de Su Majestad por la absoluta y urgente necesidad de interponer una fuerte y natural barrera entre los Estados del Brasil; sus vecinos democráticos. Y así fue, en efecto, pues de acuerdo con sus deseos la noche pasada recibí la anunciada nota, cuyo texto tengo el honor de incluir en el presente despacho.

S.S. probablemente no esté enterado que la idea de extender la frontera brasileña al Plata y Paraguay ha sido desde hace tiempo el proyecto favorito de la Casa de Souza y que, el conde de Linhares en particular ha actuado esforzadamente para procurar este propósito.

A la influencia de estos principios es que requiero de S.S. aprecie las exageradas declaraciones de la nota del conde de Linhares sobre los recelos del Príncipe Regente, como consecuencia de los últimos acontecimientos de Buenos Aires. Puedo asegurar a S.S., que estos recelos no son de la amplitud descripta y, estoy seguro, que al presente no hay causa aparente de alarma.

Probablemente pase mucho tiempo antes que Montevideo y los distritos que de él dependen y los intermedios entre el Río de la Plata y la frontera brasileña sean inducidos a sumarse al proceso de Buenos Aires y, por cierto, pasará mucho más, antes que este gobierno rompa toda alianza con Fernando VII y establezca un sistema enteramente independiente, por lo tanto, no existe razón atendible para suponer una propagación inmediata de los principios revolucionarios en los territorios brasileños.

Temo, además, que S.S. se vea expuesto a cierta presión por el caballero de Souza que, indudablemente, se esforzará por todos los medios posibles para inducir al gobierno de S.M. a secundar este proyecto tan adicto al sentimiento de sus hermanos.

S.S. podría, mientras tanto, ayudarme en mis esfuerzos para prevenir a esta corte de realizar cualquier acto en este sentido hasta que se me dé a conocer los deseos de S.M. en este asunto.

Tan pronto como recibí del Príncipe Regente la seguridad de sus intenciones pacíficas hacia el gobierno de Buenos Aires, procedí a contestar la carta que he recibido de esa ciudad. Tengo el honor de incluir  una copia de mi respuesta y confío que S.S. no verá en ella ningún giro o expresión reprochable. Está fundada  en los mismos principios que dictaron mi opinión con el agente diplomático. Creí necesario hacer constar en ella una expresión muy clara de mi pensamiento sobre el francés Liniers, tan inmerecidamente popular en Buenos Aires. Esa carta fue enviada en un transporte con destino al Río de la Plata.

No puedo concluir este despacho sin mencionar a S.S. que la partida de los buques de SM. Presidente y Bedford, ha reducido la fuerza naval en esta costa a un solo barco de batalla y a un sloop de guerra, que está estacionado en el Río de la Plata. Es asunto de gobierno de S.M. decidir el momento que estas costas requieran aumentar su protección y hasta dónde; el desagrado expresado por el Príncipe Regente puede ser tenido en consideración para llamar a la escuadrilla. Pero me apresuro a aconsejar a S.S. que en las presentes circunstancias por las que atraviesan las colonias españolas hacen importuna una demostración de fuerza naval en esta parte del mundo. Y, también deseo observar a S.S. que en este momento estoy desprovisto de medios de comunicación con el gobierno de S.M. y con el Río de la Plata y esto, en un instante tan cargado de importantes acontecimientos y que puede acarrear los más serios inconvenientes, agravado por el tráfico escaso de paquebotes a este lugar. Espero que SS tendrá en consideración el enviar un o dos cutters a esta estación con el propósito de facilitar la correspondencia oficial del Ministro de SM.

Tengo el honor de saludar a SS con el mayor respeto. Su más obediente y humilde servidor. [62]

La Revolución de Mayo en el relato de Alexander Mackinnon

Alexander Mackinnon, comerciante inglés residente temporario de Buenos Aires escribía a su vez al secretario de Estado del Departamento de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, informándole sobre lo que ocurría en Buenos Aires; de lo que extractamos lo siguiente:

La carta es interesante, por los puntos de vista que se expresan, además de la asumida función de informante no oficial del servicio exterior inglés, por parte de quien aparentemente solo era un comerciante; no obstante como muchos de sus colegas, parte interesada en los procesos que en definitiva aseguraban el predominio británico en el Río de la Plata.

Buenos Aires, 1º de junio de 1810.

 El pueblo de esta ciudad (Buenos Aires) está perfectamente informado de los reveses de España y convencido que su fin está decidido.

Los patricios y criollos ansiosos de libertarse del estado de opresión y exclusión de cualquier puesto de honor y provecho, que tan injustamente se les impide participar a causa de las intrigas y ser suplantados por personas venidas de España, hallándose excluidos de tratos comerciales con Europa, han tenido varias reuniones secretas desde hace dos semanas atrás y han llegado a la resolución de que estando la madre patria perdida, el superior gobierno de la España monárquica, ha sido disuelto en Sevilla, de modo que la nueva organización, fue un acto compulsivo del pueblo, desconociendo las autoridades nombradas por la junta de Cádiz, como inexistente en este hemisferio.

Los magistrados, comandantes de cuerpos militares y algunos de los principales habitantes se consultaron mutuamente y decidieron que el poder del virrey debía cesar, ellos le comunicaron estas opiniones a él y su excelencia el virrey aceptó esta determinación.

Una reunión compuesta de los principales habitantes y propietarios se reunió en asamblea en el palacio del Cabildo el veintidós de mayo y después de una deliberación de alrededor de doce horas, los votos de una gran mayoría decidieron la disolución del viejo gobierno y que uno nuevo debía formarse constituido por magistrados y la voz del pueblo: durante el curso de la misma noche y el día siguiente, se había elegido al virrey como presidente y otras cuatro personas fueron nombradas para formar una junta provisional en nombre del rey Fernando VII.

Los honores y nombramientos agregados al virrey, debían ser continuados en don Baltazar [Hidalgo] de Cisneros como presidente. Este convenio sin embargo dio un gran y general descontento, por cuanto la elección había sido hecha por los magistrados, sin consultar la opinión de los calificados habitantes.

El descontento que se fermentó entre los criollos patricios, había llegado a un punto serio durante el veintitrés de mayo y toda esa noche, y fue necesario que se recomendara mucha prudencia para evitar que ellos cometieran actos de violencia.

Estas son consecuencias naturales inseparables en las vicisitudes de un violento cambio de gobierno; en todos los cambios populares debe haber una considerable agitación en proporción a la diversidad de opiniones y de intereses afectados y el temperamento de las partes, para allanar este turbulento espíritu y satisfacer la expectativa de los mejores criollos, otra junta ha sido nombrada constituida por las siguientes personas: don Cornelio de Saavedra, como presidente y comandante de las fuerzas; don Juan José Castelli, vocal; don Manuel Belgrano; don Miguel Azcuénaga, don Domingo Matheu, don Juan Larrea, y don Mariano Moreno, como secretario.

La población en general está ahora contenta con este nombramiento, que ha sido publicado por un bando impreso o proclama y otras formalidades. Se declara que éste es un gobierno provisional asumiendo la dirección de los asuntos sin intentar por el momento cambiar o abolir algunas de las leyes fundamentales excepto aquellas que excluyen los patricios o nativos de llenar cargos públicos.

Esta junta debe comunicarse con los demás gobiernos de Sudamérica y consultar juntos qué sistema debía desde ahora en adelante implantar para establecer una confederación general. Ninguna tentativa ha sido hecha por parte alguna para quitar de sí su finalidad a su infortunado monarca Fernando VII; pero los viejos españoles que son poquitos en número y muy impopulares para atentar cualquier oposición, están verdaderamente enojados y mortificados.

Ellos se animaron a manifestar abiertamente su desaprobación con la medida adoptada, y no pocos de ese limitado número estarían dispuestos, aún, a complotarse con Napoleón en términos ventajosos, para poder guardar sus relaciones y mantener el sistema de monopolio exclusivo con la vieja España….

Cuando alguna persona de distinción me ha hecho preguntas y ha pedido mi opinión al respecto, he contestado que el gobierno británico había expuesto ante la faz del mundo que estaba en favor de la causa y confirmado por un manifiesto público y por la más activa cooperación.

Esas solemnes promesas de nuestra nación y la conocida constancia del carácter personal de nuestro Rey son fuertes seguridades de la línea de conducta que Inglaterra proseguirá.

Me satisface poder informarle, para el crédito de nuestros compatriotas, que en medio de estos cambios y conmociones, ninguno de ellos, por lo menos, hasta donde yo he sabido, ha tomado parte en los procedimientos, y en general no han expresado ninguna decisiva opinión al respecto.

Mientras tanto me alegra decir que tenemos seguridades del nuevo gobierno de protección, de amistad y los «privilegios» de los demás habitantes.

Le envío con ésta todos los documentos numerados uno al siete que han sido publicados respecto a estos cambios.

Tengo el honor de ser con el mayor respeto su más obediente y humilde servidor.

Alejandro Mackinnon.

Al secretario de Estado del Departamento de Relaciones Exteriores de su majestad.

[Endosada] Buenos Aires 19 de junio de 1810.

Míster Mackinnon, siete adjuntos. Registrada el 6 de agosto de 1810.[63]

Capítulo 5

Londres, objetivo diplomático del novel gobierno de las Provincias Unidas

"La cosa está hecha; el clavo está puesto, Iberoamérica es libre; y si sabemos dirigir bien el negocio, es inglesa". George Canning

Desde el comienzo del proceso iniciado en 1810, el gobierno de Buenos Aires buscó afanosamente el respaldo de Londres. Así, en el oficio del 28 de mayo de ese año, la Primera Junta le explicó a lord Strangford, ministro británico en Río de Janeiro, los motivos que determinaron su instalación, asegurándole que era su propósito conservar estas posesiones para el rey cautivo Fernando VII contra las ambiciones de Napoleón Bonaparte. Strangford contestó el 16 de junio que apreciaba la declaración de fidelidad a Fernando VII por parte de la Junta porteña.

Strangford añadió (como lo comentamos antes) que debido a esta actitud prudente de Buenos Aires el gobierno británico no tenía inconveniente en relacionarse con la capital del ex virreinato. Al mismo tiempo el diplomático británico aconsejó a la Junta que evitara toda relación con los franceses y que no diera motivos al resentimiento del reino de Portugal de cuyos sentimientos pacíficos respondía.

A partir de este momento las relaciones de la Junta porteña con lord Strangford se hicieron tan cordiales que por varios años éste se constituyó en el consejero confidencial del gobierno de Buenos Aires. Strangford interpuso su influencia en los momentos más críticos, mediando en el conflicto entre el gobierno revolucionario de Buenos Aires y el realista de Montevideo, y posteriormente en el conflicto por la Banda Oriental con Portugal y luego con el Imperio del Brasil, que perjudicaban seriamente los intereses mercantiles británicos. Además Strangford facilitó los viajes de los primeros emisarios de Buenos Aires a Brasil y Londres, a pesar de que éstos todavía no tenían reconocimiento externo. En agradecimiento a tan importantes servicios, el Cabildo de Buenos Aires confirió a lord Strangford el título de Ciudadano de las Provincias Unidas, honor que el británico declinó por considerarlo incompatible con su investidura de ministro extranjero.[64]

Consecuentemente, Gran Bretaña adoptó una actitud prudente respecto de la cuestión del reconocimiento de las Provincias del Río de la Plata. Esta actitud prudente de la diplomacia británica en el tema del reconocimiento y en sus relaciones con España llevó al Foreign Office a desalentar los ambiciosos proyectos abrigados por la Corona portuguesa instalada en Río, en referencia a la anexión del Río de la Plata. Esta actitud de la diplomacia británica de no dañar los intereses españoles (al menos visiblemente) quedó claramente definida en una carta de 1812 enviada por Castlereagh a Strangford. Decía Castlereagh:

"En cualquier comunicación futura que V.E. dirija al Gobierno local de Buenos Ayres, podrá asegurarse que esta línea de conducta ha sido adoptada por S.A.R. el Príncipe Regente, y que al mismo tiempo hace valer su influencia ante la Corte de Brasil a fin de procurar que las tropas portuguesas evacuen los territorios españoles, (…). V.E. les expondrá cuánto más honorable y ventajosa sería esta política -siempre que, como confiadamente lo espera S.A.R, pueda asegurarse a los Españoles Americanos que participarán libremente y sin restricciones de todos los privilegios del pueblo español-, que la política de la separación de la Madre Patria que los dejaría con una independencia nominal, pero dispuestos a ser, tras un largo período de guerras civiles e insurrecciones internas, la presa de sus propias facciones y conciudadanos ambiciosos o de invasores extranjeros".[65]

Otra ilustración de la estrategia británica frente al Río de la Plata y de las consideraciones que la inspiraban es la carta de Strangford a Castlereagh, enviada el 14 de marzo de 1815. Strangford afirmaba que:  

"Estaba seguro que podía aventurarme a decir que si Inglaterra no había desempeñado un papel más activo y decidido en esta cuestión, no era por falta de voluntad o consideración por los intereses de la América del Sur, sino porque todos los principios de la buena fe y del honor nacionales le impedían tomar cualquier acción que pudiera tener el menor aspecto de estimular la separación de las Colonias de la Madre Patria; que no estaba en forma alguna dispuesto a manifestar cuál sería la política que los sucesos futuros aconsejarían adoptar; pero que mientras tanto concebía que el medio más seguro de que el Gobierno de Buenos Ayres se hiciera acreedor, en adelante, a la protección y buenos oficios de Gran Bretaña, en caso de que quisiera o estuviera autorizada para emplearlos, sería perseverar en el mismo sistema de moderación y prudencia que había caracterizado la conducta ejemplar del Director Posadas, y seguir exteriorizando el mismo e invariable deseo de llegar a una reconciliación con España en condiciones justas y honorables".[66]

Varios factores externos e internos confluyeron para que el Foreign Office adoptara una actitud de prudencia en un tema crucial para el gobierno de Buenos Aires. Entre los primeros figuraba a partir de 1813 la cada vez más segura posibilidad de retorno de Fernando VII al trono español, y con su regreso, el envío de expediciones a América para sofocar las revoluciones y restablecer la autoridad hispana en la región. Entre los factores internos que contribuyeron a que Gran Bretaña no se jugase aún a favor del reconocimiento, los más importantes fueron la inestabilidad política del Río de la Plata, y especialmente la falta de control del gobierno porteño sobre el resto del ex virreinato. (6) Esto quedó claramente en evidencia con la pérdida del frente altoperuano por las derrotas sucesivas de las tres campañas de la Junta porteña en Huaqui (1811), Vilcapugio y Ayohuma (1813) y Sipe-Sipe (1815) y por la insurrección de Artigas que en 1815 prácticamente tenía bajo su mando a las provincias del Litoral.

Principales misiones diplomáticas enviadas desde de mayo de 1810

Período 1810 – 1813

El objetivo primordial de estas misiones fue el fortalecimiento del nuevo gobierno frente a los ataques del virrey de Lima, Elío y el afán expansionista de la corte lusitana de Río de Janeiro. Sobre todo en busca de la buena voluntad del gobierno británico.

Algunas de estas misiones fueron:

Misión de Matías de Irigoyen: le fue encomendada el 29 de mayo de 1810 para explicar a la Junta de Cádiz la instalación del gobierno de Buenos Aires. Irigoyen sólo llegó hasta Londres en donde gestionó el apoyo del gobierno inglés.

Lord Wellington respondió que Gran Bretaña no podía recibir oficialmente a delegados de las colonias españolas. En Londres hizo contactos con Bolivar y Andrés Bello. Como resultado de su misión compro armas a fábricas privadas inglesas

Misión de Manuel Aniceto Padilla: llegó a Buenos Aires como enviado oficioso de Londres. Luego de escucharlo, la Junta lo envió de regreso con la misión de captar la buena voluntad de la corte inglesa.

Misión de José A. de Aguirre y Tomás Crompton: enviada el 18 de agosto de 1810 a Londres con el fin de comprar armas para el ejército porteño.

Misión de Mariano Moreno: La misión que encabezo Mariano Moreno el 24 de enero de 1811 y tenía como destino Londres se embarcó  junto a su hermano Manuel Moreno y a Tomás Guido, era de impedir el avance portugués en el Río de la Plata. Vieron a Lord Strangford, Juan VI y a Carlota Joaquina, como resultado acordaron unificar acciones con los patriotas venezolanos. En este viaje a  los pocos días de zarpar el barco falleció Mariano Moreno en altamar.

Misión de Juan Pedro Aguirre y Pedro Saavedra: el 6 de junio de 1811 se les encomendó la tarea de viajar a Estados Unidos con el objetivo de obtener apoyo político y el aprovisionamiento de armas y pertrechos. El resultado de esta misión fue el regreso en una fragata estadounidense con una pequeña cantidad de armas 

Misión de Manuel de Sarratea: en noviembre de 1813, la Asamblea envió a Sarratea a Londres con el fin de recoger el apoyo del gobierno inglés a los anhelos de independencia.

Período 1814 – 1816

El retorno de Fernando VII, el establecimiento de la Santa Alianza y su doctrina internacional intervencionista y las derrotas armadas sufridas por los revolucionarios americanos, cambiaron el objetivo de las misiones diplomáticas. Algunas de estas misiones fueron:

Misión Rivadavia – Belgrano: la Asamblea General Constituyente creyó conveniente recurrir a la diplomacia para aventar los graves peligros que enfrentaba el Río de la Plata. Por eso autorizó al Director Posadas para que envíe una misión que negocie con Fernando VII. Para esta tarea fueron encomendados Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano. Primero debían ir a Río de Janeiro a conversar con el embajador inglés, lord Strangford; de allí viajar a Londres y terminar su misión en España. Salieron de Buenos Aires el 18 de diciembre de 1814, llevando consigo instrucciones públicas y reservadas.

De acuerdo a las instrucciones públicas, debían presentarse ante Fernando VII y felicitarlo por su vuelta al trono; también debían culpar a los funcionarios españoles de los males americanos y negociar sobre bases pacíficas y sus resultados debían ser aprobados por la Asamblea.

Entre las instrucciones secretas, Belgrano y Rivadavia sabían que, más allá de la situación de España, el gobierno buscaba la independencia política del continente o al menos la libertad cívica de las provincias. Otra instrucción señalaba que en caso de no obtener resultados positivos con Fernando VII, podrían dirigirse a otras cortes europeas en busca de amparo.

Al llegar a Londres, los comisionados se encontraron con Manuel de Sarratea, que los puso al tanto de que Napoleón estaba nuevamente al frente de Francia. Sarratea aconsejó desconocer a Fernando VII y tratar directamente con el ex rey Carlos IV, que residía en Roma. Belgrano decidió volver a Buenos Aires mientras que Rivadavia se entrevistó con el Ministro de Estado español Pedro de Cevallos. Entonces, Sarratea escribió al gobierno de Buenos Aires alertando contra el accionar de Rivadavia a quien acusó de "impostor". El ministro Cevallos terminó por expulsarlo de la península.

Misión de Manuel José García: una de las primeras disposiciones de Alvear al asumir como Director Supremo, fue enviar al Dr. Manuel José García ante el embajador inglés en Río de Janeiro, Lord Strangford. El comisionado llevaba dos cartas: una para Strangford y la otra para el Primer Ministro británico Castlereagh, a quien se le enviaría por correo diplomático. En ambas cartas, Alvear expresaba su postura de transformar a las provincias unidas en una colonia inglesa. Strangford desalentó la propuesta, entre otras cosas porque el Congreso de Viena no toleraría la intromisión inglesa en los "dominios de Fernando" y porque sabía que ante una expedición armada española, Inglaterra adoptaría una posición neutral.

Capítulo 6

Independencia política al costo de la independencia económica

La independencia política se lograba al precio de la dependencia económica. José M. Rosa

El doble juego de la diplomacia inglesa

A partir de La caída de la Junta de Sevilla y la de su representante en Buenos Aires, el Virrey Cisneros, la población inglesa (había en 1810, 124 comerciantes y factores ingleses con un capital estimado entre 750.000 y 1.000.000 de libras) si bien no intervino en los sucesos de mayo, recibió alborozada el nuevo orden político, que sabrá derivar en mejores ventajas económicas. [67]

El gobierno inglés por su parte seguirá un doble juego ante el hecho de la Revolución. Con mano visible ayudaba a sus aliados españoles a recuperar el dominio peninsular, mientras con otra invisible apoyaba, a los insurrectos. A cargo de ello el almirante Sydney Smith, jefe de la estación naval en Río de Janeiro, y su homónimo Lord Sydney Smythe vizconde de Strangford, embajador en la misma corte, cuyo informe transcribimos antes. En 1815, no obstante la reposición de Fernando VII en el trono de Madrid, la política inglesa siguió su doble juego.

Por un lado Castlereagh, que ocupó desde 1812 la Cancillería inglesa, vendió armas a los rebeldes y facilitó la llegada a sus filas de militares capacitados e instruidos; por el otro, se comprometió con Fernando VII en el tratado del 5 de julio de 1814 a ayudarlo a reprimir la insurrección.

De ambos bandos sacaron provecho; obtuvieron de las nuevas repúblicas la ampliación del libre comercio, y del rey la promesa de hacer lo mismo si llegaba a recuperar América. [68]

La Primera Junta adoptó una política ambigua frente al libre comercio. Pese a que la causa del monopolio era la causa popular y la sostenida por las provincias, por una conveniencia política se mantuvo el régimen, ya que no convenía enemistarse con Inglaterra, a quien necesitaban desesperadamente como aliada y proveedora. 

La ordenanza del virrey Cisneros de 1809 solamente toleraba el comercio con extranjeros, sujetándolo a restricciones que la Primera Junta no creyó oportuno modificar. A su vez la Junta Grande restringió las facilidades al comercio inglés prohibiendo la "introducción de efectos al interior del país, por extranjeros".[69]  

El rol probritánico del Primer Triunvirato y la Asamblea de 1813

Vencida la Junta Grande, que era una representación nacional, por la conjuración bonaerense del 7 de noviembre de 1811, fueron entregados todos los poderes al triunvirato porteño. A éste y a la Asamblea de 1813 les cupo el triste honor de abrir franca y totalmente las puertas a la invasión económica extranjera: nueve días después de su creación, el Triunvirato (todavía existía la Junta), permitió la entrada, libre de derechos, del carbón de piedra europeo, no obstante la industria santafesina de carbón de leña.[70]

Finalmente se derogaron totalmente los derechos de "círculo", que, según la Ordenanza de Cisneros, pagarían los comerciantes extranjeros, así como la consignación obligatoria a comerciantes nacionales. 

Bernardino Rivadavia, secretario y verdadero impulsor del Primer Triunvirato, fue el alma de esta política. Y así como el 11 de setiembre consolidaba el colonialismo económico con la derogación de los derechos de "círculo", el 20 de octubre abandonaba a los españoles – por sugestión de Lord Strangford – la Banda Oriental y los pueblos entrerrianos de la margen derecha del Uruguay, provocando con esta actitud la lógica reacción de Artigas y del entrerriano Ramírez. También ese mismo año se produjo, a causa de la actitud del Triunvirato ante las reclamaciones del Dr. Francia, el aislamiento definitivo del Paraguay. 

Finalmente la Asamblea del año XIII, provinciana en apariencia, pero elegida y controlada por porteños, dictaría el 19 de octubre de 1813 la resolución definitiva, dejando nuevamente sin efecto la consignación – establecida el 8 de marzo – que se encontraban obligados a efectuar los comerciantes extranjeros. Desde esa fecha, éstos quedaron admitidos en libre e igual competencia en todas las actividades comerciales. Igualdad que, en la práctica, significaba hegemonía para los de afuera.

  Las medidas del Triunvirato, y sobre todo las de la Asamblea, provocaron la explicable reacción del comercio y la industria locales. En 1815 se reunieron en "Junta General" y publicaron un manifiesto donde criticaron severamente la política liberal de la Asamblea, pidiendo una serie de puntos: 1) que los comerciantes extranjeros emplearan dependientes nativos, 2) que se prohíba la navegación de cabotaje a los buques extranjeros, 3) prohibición de introducir manufacturas que pudieran producirse en el país, entre los más importantes.

El gobierno tenía que desenvolverse entre el conflicto de los intereses económicos nacionales y las conveniencias diplomáticas internacionales; Sacrificando aquellos a éstas, cuando la necesidad urgía; de allí que a nada llegaran los industriales y comerciantes criollos. En la misma política, Venezuela rebajaba los derechos de importación para Estados Unidos e Inglaterra de 17 1/2% al 6 %, que significaba prácticamente entregar la industria local en pago de la ayuda foránea. 

La independencia política se lograba al precio de la dependencia económica. 

Rivadavia y la dependencia económica

Al inclinarse hacía 1820 la guerra de la independencia americana a favor de los insurrectos, Castlereagh pensó seriamente en reconocer el nuevo orden. Debería apresurarse antes de hacerlo Estados Unidos y Francia y sacar de América española los mejores frutos económicos y políticos. Y antes de madurar dos peligros en el nuevo mundo (que en el futuro podían llegar a uno solo); la unidad hispanoamericana sostenida por Bolívar y San Martín que acabaría con la disgregación localista trabajada desde Londres, y la explosión plebeya y nacionalista de las montoneras en el Plata, que amenazaba barrer del gobierno la complaciente clase "bien pensante" de firme mentalidad liberal.[71]

  Para no dejar solo al Reino Unido en esta política, Castlereagh quiso asociarse con Francia, que trabajaba desde 1817 en el establecimiento de monarquías de la Casa Borbón, común a Francia y España, en los nuevos estados americanos. Muy bien podían unirse los propósitos dinásticos y de extensión cultural de Francia con los intereses mercantiles ingleses. Sin embargo, esta política no prosperó debido al suicidio de Castlereagh en 1822.  A mediados de 1823 se hace cargo del Foreign Office, Jorge Cánning. Este no era partidario del establecimiento de monarquías borbónicas; más bien deseaba una serie de repúblicas aristocráticas de nativos, sostenidas contra rebeliones plebeyas por mercenarios pagados por el dinero inglés.

En esta gestión lo ayudó Joseph Planta, antiguo subsecretario de Castlereagh y ahora jefe del negociado de Hispanoamérica en el Foreign Office. Con Planta desenvolvió la política de empréstitos (ya iniciada bajo Castlereagh), a fin de atar con firmeza a las nuevas repúblicas (aún no reconocidas) al dominio de Londres; mandó cónsules generales con abundantes partidas de gastos reservados a fin de manejar discretamente las cosas mientras convencían al Rey Jorge IV y a Wellington a reconocer la independencia de los nuevos estados.[72]

Así se establece el primer cónsul general en Buenos Aires, (por recomendación de Planta de quien era pariente); Sir Woodbine Parish. [73]

La política británica de dominación, con sus fluctuaciones, fue constante en el Plata hasta el gobierno de Rosas y volverá a ser retomada después de la caída del Rosismo; Alcanzó su cúspide en la época de Rivadavia, cuando éste llegó a ser ministro de gobierno de la provincia de Buenos Aires y más tarde, Presidente de la República, (aunque la realidad, nada más que Buenos Aires).

La historia de la reforma rivadaviana es, la de la fracasada tentativa de imponer el coloniaje económico disfrazado de mejor conveniencia institucional. Establecer la "civilización" comercial británica, tras la apariencia de un liberalismo a la europea. 

Mientras tanto, Rivadavia se olvidó de la guerra de independencia, que aún no había terminado, desentendiéndose de San Martín que, falto de recursos, no podía seguir con su expedición al Perú; también cerró los ojos ante la ocupación portuguesa de la Banda Oriental y la segregación del Alto Perú.  Mientras tanto, Buenos Aires vivía una época de prosperidad, traducida en la construcción de escuelas, apertura de avenidas, recorte de ochavas, alumbrado público, calles empedradas y demás obras financiadas con los recursos nacionales, puestos al servicio del adelanto municipal de la ciudad. 

En esa gestión, el imperialismo, mercantil inglés, se transformó en imperialismo financiero. 

El Banco de Buenos Aires 

Debido a la libre extracción de oro y plata de Buenos Aires, en 1821 se llegó a una situación angustiosa: faltaba moneda para las transacciones, con la consiguiente limitación del comercio, y el crédito llegaba al 5 y 6 % mensuales.  A principios de 1823, los ministros Rivadavia y García se reunieron en el edificio del Consulado con los principales comerciantes de Buenos Aires para encontrar una solución al problema. 

Rivadavia propuso la fundación de una institución bancaria que "repatriase el oro" llevado a Inglaterra. García, más versado en la poca posibilidad de traer metal de Inglaterra, entendió que "los capitalistas aportarían su oro a las cajas", antes escondido en sus gavetas al parecer, y así el metal saldría a la luz del sol y circularía nuevamente. Quedó decidida la fundación de un Banco. Como al liberalismo de García y Rivadavia, compartido con todos los presentes, repugnaba una institución fiscal, se resolvió que sería particular "con todo el apoyo del gobierno". 

La idea fue, naturalmente, bien acogida. El Banco emitiría billetes de papel para suplir la carencia de metálico, que circularían sin desconfianza pues serían canjeables a la vista en las ventanillas de la institución. El comercio se reactivaría, no habría más usura y retornaría el florecimiento de antes de la evasión del metálico. Se entendió que un encaje de metálico en el tesoro del banco igual a la sexta parte del papel emitido (como enseñaban los manuales de Economía Política en uso), era suficiente garantía para la circulación del papel. 

El 15 de enero el gobierno presenta a la junta de comerciantes el proyecto de "Banco de Buenos Aires" preparado por el ministro García; el mismo día queda formada la comisión provisoria encabezada por William Carthwright e integrada, entre otros nombres criollos, por Joshua Thwaites, James Brittain y James Barton, comerciantes de exportación. Sus bases legales serían: 1) Capital de un millón de pesos, descompuesto en mil acciones de mil pesos; los accionistas pagarían el 20 % al suscribirlas, otro 20 % a los 60 días, y el resto cuando el banco lo dispusiese; 2) Monopolio bancario por veinte años prorrogables; 3) Emisión de billetes de banco a prestar mediante un interés al comercio. Los billetes serían canjeables en oro a la vista; 4) Aceptación de depósitos particulares al interés fijado por el Directorio; 5) Recibir los depósitos de Tesorería de la Provincia y actuar como agente financiero de ella; 6) Privilegios impositivos y judiciales. Sus acciones y transacciones no estarían sujetos a impuestos, y no correrían en sus ejecuciones los términos comunes. [74]

Al discutirse en la Junta de Representantes (18, 19 y 20 de junio), el ministro García repite que el objeto del Banco era remediar la falta de metálico con una circulación garantizada de moneda de papel. Como algunos diputados observasen que la fuga del metal fue debida precisamente a quienes aparecían ahora como socios directores del Banco, García corrige que la carencia del metal no se debe a su exportación sino a encontrarse cerradas las comunicaciones con el Alto Perú, proveedor de metales, y, sobre todo, a la circunstancia de haber aumentado en la plaza los capitales en giro por la instalación de gran número de casas de comercio extranjeras. 

El 16 de julio se constituye la sociedad "Directores y Accionistas del Banco de Buenos Aires", y el 6 de agosto la institución – comúnmente llamada Banco de Descuentos – abre sus puertas, pese a que la mayor parte de los accionistas habían pagado la primera cuota de sus acciones en pagarés que levantarían después con papel al hacerse otorgar crédito; el restante 80 % seria abonado, también en pagarés. Solamente 289 acciones (menos de la cuarta parte) se pagaron en efectivo y fue el único capital metálico de la institución.[75]  Resultó un negocio magnífico ser accionista del Banco. Como el descuento se fijó en el 9 % anual y el interés de las acciones osciló entre el 19 y 24 % por año, los inversores obtuvieron una ganancia neta del 10 o 15 % de un capital que en ningún momento arriesgaron. Con razón pudo decir Rivadavia en el mensaje de mayo de 1828: "La institución del Banco progresa más allá de toda esperanza: ofrece utilidades muy superiores a su edad".[76]  Los billetes del Banco reemplazaron a los metales en las transacciones de la plaza. Sirvieron para que los comerciantes al exterior pudieran llevarse el poco metálico de la plaza en una cantidad hasta entonces inusitada: en 1822 salieron 1.858.814 pesos oro en fragatas inglesas. Les bastaba cambiar en el Banco su papel por oro a la vista que se iba de Buenos Aires sin causar, por el momento, perjuicios apreciables. 

El crédito en manos de los exportadores, es comprensible que favoreciera principalmente al comercio de exportación inglés. Esa preferencia no fue, con todo, lo más censurable; hubo cosas más graves: el crédito se empleó contra los intereses nacionales como lo denunciaría Nicolás Anchorena. "Cuando (en 1828) los patriotas de Montevideo prevaliéndose o aprovechando de la división que había entre las tropas portuguesas, obligaron al general Lecor a salir fuera de la plaza, esperando por ese medio recuperar su independencia, es decir, su adhesión a Buenos Aires: entonces una casa extranjera que no existe ya en Buenos Aires se comprometió con el general Lecor a darle una suma mensual en onzas de oro. ¿Y de dónde creerán ustedes, señores representantes y compatriotas de la barra, que se sacaba?… Del Banco de Descuentos: descontando letras allí, tomando billetes y después cambiando los billetes por onzas de oro.

Los directores del Banco contribuían de este modo indirecto, a continuar nuestra esclavitud y la de nuestros hermanos. ¿Y qué contestaban?… Nosotros no tenemos nada que ver con la política; a nosotros nos traen letras con buenas firmas y no tenemos más que descontar". No resultaron los directores ingleses los peores. No le era tan fácil a Parish Robertson (verdadera alma de la institución) manejar al honorable míster Carthwright, presidente nominal, como a los anglófilos Lezica y Castro. Por eso se procuraba rellenar con nombres criollos los puestos del directorio, desde luego que vinculados al comercio de exportación británico. 

Esos extranjeros fueron en un principio, comerciantes radicados en el país y ligados a los beneficios del puerto. Pero desde 1825 la mayoría de las acciones no están ya en manos de residentes: el 9 de enero de 1826, sobre un total de 885 acciones presentes en la asamblea, 484, más de la mitad, son de titulares con domicilio en el extranjero, representados por Mr. Amostrong; 185 tienen Robertson, Brittain, Fair, Robinson, etc., y 280 los criollos (Lezica, etc.).

Esta emigración es denunciada por García en el Congreso Nacional; no con indignación patriótica ni para quitarle al Banco sus exorbitantes privilegios, ni siquiera para poner freno a la constante salida del oro que el Banco, lejos de impedir, parecía favorecer Lo hace para que los diputados obraran con discreción en las cosas del Banco y no se metieran a crearle dificultades pues "el país necesita de Inglaterra". "La mayor parte de las acciones – dijo en la sesión del 25 de enero de 1826 – no pertenece ni a los extranjeros residentes aquí, ni a los naturales del país, sino a capitalistas muy distantes de este teatro". Sus palabras ni extrañaron ni fueron replicadas. Es cierto que Dorrego no se había incorporado aún al Congreso. 

En 1826, pese al 11 1/2 % repartido a los accionistas, el Banco estaba expuesto a cerrar sus puertas por la enorme masa de billetes en circulación sin respaldo metálico. 

La angustia por la falta de metal en las transacciones corrientes se hizo sentir a mediados de 1825; el gobierno necesitó metálico para el Ejército de Observación acuartelado en Concepción del Uruguay ante la previsible guerra con Brasil, y el Banco no pudo dárselo. Era inútil que Las Heras pidiera a Baring la remisión en oro del escaso remanente del empréstito, pues los banqueros de Londres no pudieron, o no quisieron, mandarle más de 11.000 onzas. Como lo hicieron por intermedio del Banco, éste resolvió quedarse con el metal aduciendo que su existencia de oro disminuía y debía consolidarla. En noviembre – vísperas de la declaración de guerra a Brasil – se ha retirado por particulares tanto oro que la institución está al borde de la bancarrota mientras el gobierno no tenía ni onzas de plata ni chirolas de cobre para pagar al ejército. El director Fragueiro sugiere un remedio heroico: "resellar los pesos fuertes (de plata) dándoles un aumento para impedir su exportación"; la idea hubiera detenido la exportación de plata, pero el directorio la rechaza: en cambio sugiere al gobierno el expediente de otro empréstito en Londres "en remesas de oro sellado" por 1.200.000 pesos. Para nada parecía servir la experiencia de Baring. El ministro García se limitó a decir que "estaba proyectando arbitrios para suplir la falta de metálico"; los arbitrios, se supo luego, eran llevar al Banco los fondos que quedaban del empréstito y autorizarle a emitir billetes en gran cantidad. De metálico, nada.

En enero de 1826 se llegó al estado de falencia. La difícil estabilidad de la institución con tres millones de papel en circulación respaldados solamente por 250 mil en metálico, no iba a resistir el cimbronazo de la declaración de guerra a Brasil. El pánico se inició el 9 de enero (al empezar el bloqueo) y no se tradujo en corridas de depositantes que sacan sus depósitos, sino de tenedores de billetes que iniciaron una carrera para extraer todo el oro posible.

El directorio se vio obligado a pedir al gobierno el curso forzoso, es decir la inconvertibilidad de los billetes de papel. Así se hizo el mismo día, cuando quedaban en el tesoro apenas 14 mil onzas de oro (224.000 pesos) y 17 mil macuquinas de plata (17.000 pesos).

Para no dar una sensación de desaliento, pese al curso forzoso, los accionistas se votaron un eufónico dividendo de 11 1/2 % % en la asamblea semestral de febrero. Con su ejemplo daban fe que el Banco andaba viento en popa y eso del "curso forzoso" había sido un expediente inevitable en una guerra.

  El 28 de enero de 1825, el general Las Heras, gobernador de Buenos Aires, había sido investido por la Ley Fundamental dictada Por el Congreso Nacional del Poder Ejecutivo Provisorio con facultades de preparar un ejército y un tesoro nacionales a fin de llevar a cabo la guerra con Brasil.

Las Heras era un patriota y sus propósitos eran sanos, pero lo asesoraba un "perito" en economía como su ministro de Hacienda, Manuel José García y todo debía irse al traste. Las Heras quería crear con el remanente del empréstito una entidad fiscal nacional para sustituir al Banco inglés en el manejo financiero. Pero la mayoría del Congreso no creía en la acción del Estado.

El 5 de enero de 1826 se presentó a estudio del directorio del Banco, la formación e un banco mixto incorporando el dinero del empréstito como aporte fiscal. El capital de la nueva institución sería (en el primitivo proyecto) de tres millones de pesos: los dos del empréstito y un millón que se reconocería a la existencia del Banco de Buenos Aires, aunque su efectivo apenas pasaba de 260.000 pesos. No fue aceptada. 

No obstante el Congreso vota el 28 la Ley de Banco Nacional que modificaba el primitivo proyecto, sin haberse aprobado todavía el traspaso. El 7 de febrero Rivadavia reemplaza a Las Heras en el Ejecutivo Nacional, y solamente entonces – 8 de febrero – los accionistas aceptan la integración del Banco, pero debiendo tomarse sus acciones al 140 % del valor escrito: por cada título de mil pesos de la vieja institución recibirían siete acciones de doscientos pesos de la nueva. Como el papel circulante del Banco antiguo alcanzaba a tres millones como hemos dicho, y su existencia en efectivo apenas a 250.000 pesos, quería decir en buen castellano, que el nuevo Banco compraba en 1.400.000 pesos una deuda de 2.175.000. ¡Negocio redondísimo! El Banco "Nacional" 

La Ley del Banco Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata establecía un capital ilusorio de diez millones de pesos a cubrirse: a) Con "los tres millones del empréstito" (que en realidad eran poco más de dos y debieron suplirse con letras de tesorería y 20 mil pesos en metálico extraídos a la exhausta Tesorera Nacional); b) Con el millón del Banco de Descuentos (en realidad una deuda de dos millones setecientos cincuenta mil pesos); c) Con seis millones en acciones a suscribirse (se cubrirían sola-mente 600 mil pesos).

  Todo era ilusorio: el capital real del nuevo Banco eran sola-mente los dos millones de papeles de comercio del empréstito, las 14 mil onzas y 85 mil macuquinas de la caja del Banco de Buenos Aires, y los 20 mil pesos plata y 900 mil en certificados de la Tesoreria de la Provincia. Con eso debería responder a una circulación de tres millones de billetes del extinguido Banco, e iniciarse en nuevas operaciones de crédito. Y además financiar la guerra con el Brasil. 

Por supuesto debería recurrirse a nuevas emisiones. Aunque provisoriamente el gobierno prohíbe (por decreto del 18 de marzo, 1826) "poner en circulación billetes de cantidad mayor que la de los valores reales que posea", como estos valores reales eran difíciles de establecer resultó letra muerta en la práctica.  Para un capital de cinco millones nominales podría suponerse que los tres de aporte fiscal pesarían decididamente. No era el pensamiento de los unitarios (Las Heras aparte), partidarios de la libre empresa y enemigos del intervencionismo estatal. Una tramoya ideada tal vez por García (redactor de la ley) puso la dirección en exclusivas manos de los accionistas particulares. El artículo 17 estableció la representación en las asambleas: el tenedor de una acción tendría un voto; de dos hasta diez, un voto cada dos; de diez a treinta, un voto cada cuatro; de treinta a sesenta, un voto cada seis; de sesenta a cien, un voto cada ocho; de cien arriba, un voto cada diez.

Existía el derecho de representación para todos menos para el Estado. Por lo tanto, las diez mil acciones de doscientos pesos cada una del "capital" particular de un millón podían presentarse fraccionadas en la asamblea para lograr 10.000 votos contra los 1.500 de las quince mil acciones que representaban los tres millones del Estado. Los particulares controlarían el 85 % de las asambleas: podían elegir los directores que les pluguiese y tomar las medidas que quisiesen. Para mayor seguridad todos los directores (que eran dieciséis) deberían ser accionistas particulares con no menos de veinte acciones; el Estado no podía estar representado; solamente tenía el derecho de "darles la venia". Con razón Julián Segundo de Agüero (futuro ministro de Rivadavia) para quitar escrúpulos contra el Banco mixto a los partidarios de la libre empresa, pudo decir en el Congreso: "Aunque el Estado compre (acciones) no podrá ejercer perjuicio alguno a los accionistas. 

Con los mismos privilegios del Banco de Descuentos (monopolio bancario por diez años, facultad de emisión, exenciones impositivas y judiciales), ahora extendidas a toda la nación, el Banco "nacional" inició sus operaciones el 11 de febrero de 1826. 

Al abrir sus puertas tenía el pequeño encaje metálico que perteneció al Banco de Descuentos (14.000 onzas de oro y 87 mil macuquinas de plata), y los veinte mil de plata aportados por el gobierno. El curso forzoso (declarado el 8 del mes anterior), fue eufóricamente levantado, permitiéndose el cambio del papel circulante que era el emitido por el Banco anterior, en las ventanillas de la nueva entidad. Con una modificación en el tipo "para evitar la exportación": el peso – tanto de plata como de papel – valdría la 18ª parte de una onza de oro en vez de la 17ª. Fue la primera desvalorización legal. 

Pese a esa desvalorización y al bloqueo brasileño que impedía la exportación de oro, los tenedores de papel se aglomeraron en ventanillas. Algunos obtuvieron créditos del mismo Banco que inmediatamente cambiaron por oro. Levantar el curso forzoso en plena guerra – y en plena crisis – podría calificarse de desatino si no fuera un negocio para los que podían exportar el oro pese al bloqueo brasileño. Que eran solamente quienes podían valerse de la valija diplomática británica facilitada generosamente por Parish, no obstante las protestas del almirante bloqueador. 

Naturalmente a los veinte días de reanudado el cambio libre del oro, se agotaron las existencias del Banco. El Directorio, para mantener el canje libre, dispuso comprar pastas y barras en las provincias y en Chile, entregando en pago las letras del empréstito. Algo se consiguió, pagándose la onza a 19 y 20 pesos, insuficiente para la crecida demanda de ventanillas donde se canjeaba a 18. Era la ruina a corto plazo, pero permitía a la presidencia de la república alabarse de "mantener el valor del peso" en plena guerra. ¡Ni Inglaterra había mantenido la libre venta de oro en tiempos de guerra!  En abril se toca fondo, al parecer definitivamente: quedaban en el Tesoro solamente 820 onzas y cinco mil macuquinas. El 12 debe cerrarse la ventanilla "ínterin el Congreso delibera sobre las medidas para garantir el valor de los billetes". No se la llamó curso forzoso, para no dar una sensación desagradable a quienes no habían retirado oro porque no lo podían exportar en la valija diplomática inglesa. La inconversión fue disimulada el 5 de mayo con una chistosa ley llamada de Lingotes (que valiera al joven ministro de Hacienda, Salvador María del Carril, el remoquete de "Doctor Lingotes") permitiendo a los tenedores de papel cambiarlo no ya en simples monedas de oro y plata, sino – nada menos – en lingotes de ley y peso purísimos.

Pero como deberían prepararse para "eliminar sus impurezas" y esta operación requería un tiempo, se "suspendía hasta el 25 de noviembre la conversión en oro". Por supuesto nadie creyó en los lingotes, ni esperó al 25 de noviembre: en junio se paga en el mercado libre una onza a 22 1/2 pesos, en octubre a 46 %. Llega el 25 de noviembre y como no hay lingotes de oro ni plata, el curso forzoso debe declararse (7 de diciembre): el peso está a 50 3/4, había subido un 800 % en seis meses. Los soldados que en febrero del año siguiente triunfarían en Ituzaingó, recibirían su paga (con retraso que llegará al año) en "certificados de la deuda" que nadie quería recibir en Río Grande. Debieron pitarse filosóficamente el papel y seguir combatiendo por la patria que nada les daba. [77]

El Banco inició sus operaciones con liberalidad: al instalarse en febrero de 1826 hubo créditos por 2.145.986 pesos, en abril por 8.599.266, no obstante la prohibición de emitir más papel que su existencia de efectivo en caja.  Como a causa del bloqueo brasileño se habían encarecido las mercaderías extranjeras, se presentó la oportunidad de dar impulso a la industria nativa. Los ingleses vieron con recelo esta posibilidad: "En algunas provincias – informa Parish a Cánning el 80-5-26 – han sido compradas grandes cantidades de mercaderías nativas para ser vendidas a altos precios en Buenos Aires". [78]

Rivadavia "en vista de la situación" facultó al directorio en julio a restringir los créditos prestándose solamente a los accionistas. Los créditos se restringen: en agosto quedan reducidos a la mitad ($ 1. 568.000). Los accionistas, solos beneficiados, sacan dinero pretextando las empresas más ilusorias: granjas en Santa Fe, compañías de construcciones, exportación de yerba mate a Liverpool, que dejan sospechar una finalidad de agiotaje.

  El gobierno también sacaba dinero con facilidad: es comprensible que lo hiciera, pues se estaba en guerra con Brasil, pero sólo en mínima parte se empleó el dinero en la guerra internacional. No se modernizaron los armamentos, ni se renovó la escuadra y no pasó de medio millón la cantidad girada al ejército que, no obstante, no pudo pagar los sueldos atrasados de un año en junio de 1827.

La mayor parte fue gastada en proyectos de obras públicas: el canal entre los Andes y Buenos Aires, alumbrado público en San Nicolás, ensanche de las calles de la capital, canal en San Fernando, instalación de una fuente de bronce en la plaza de la Victoria, jardín botánico, etc., o fundaciones de prescindible urgencia como escuelas de niñas en la campaña, provisión de útiles y creación de nuevas cátedras en la Universidad, un museo de "geología y aves del país", etc. Poco de eso pasó de proyecto, pero los pesos sacados del Banco no se devolvieron.

En realidad iban al Ejército Presidencial que impondría al partido unitario en las provincias federales. Como los "adelantos" del Banco eran a interés compuesto, Rivadavia dejó en julio de 1826 la presidencia con una deuda sideral: más de diez millones de pesos, dos veces el capital nominal del Banco. 

No obstante el saqueo al Banco, las asambleas de accionistas seguían votándose jugosos dividendos. El primer ejercicio distribuyó el 12 %. Claro que sólo se dio a los accionistas particulares, pues los beneficios correspondientes al gobierno eran descargados en su cuenta: "Sin esta ficción de pago no habrían podido cobrar los accionistas (particulares) las cuotas declaradas por una razón simple: la falta de fondos".[79] 

Los créditos facilitaron numerosas operaciones de agio. Era un negocio dejar un pagaré en la ventanilla de descuentos, recibir billetes de papel en la de pagos y cambiarlos por oro en la de conversiones. En primer lugar para los que podían exportar oro a Londres valiéndose de la valija diplomática del complaciente Cónsul General inglés. Y también para quienes estuvieran en el secreto de la inevitable inconversión, lo guardaran en su casa para revenderlo a los tres meses cuadruplicando su valor en pesos, levantaran el pagaré embolsándose la diferencia entre el valor de compra y el valor de venta del metal.

Fue el negocio por excelencia de los amigos del gobierno y del Banco. Y como el oro tendría que subir cada vez más, el negocio podría continuarse aun comprando el oro a mayor precio en el mercado libre, que siempre se revendría en ganancia. Todo estaba en la influencia para obtener crédito, que acabó otorgándose solamente a los accionistas. Y si alguna vez se producía una inesperada baja del metal (como ocurrió en febrero de 1827 por las también inesperadas victorias argentinas de Juncal e Ituzaingó); siempre quedaba el recurso de presentarse en convocatoria y obtener del Banco acreedor la carta de pago mediante quitas y esperas autorizadas por la ley. 

La institución fue un instrumento dócil en manos de Ponsonby, como no podía menos de serlo. Por su intermedio la guerra con Brasil se concluyó como quería Inglaterra. En 1828 Dorrego (Encargado de las relaciones exteriores desde el año anterior) no encontró apoyo en el directorio para seguir la guerra y estuvo obligado a la paz. Ponsonby pudo escribir a Lord Dudley aquellas palabras famosas: "No vacilo en manifestar a Ud. que yo creo que Dorrego está ahora obrando sinceramente en favor de la paz… a ello está forzado…. por la negativa de proporcionársele recursos salvo para pagos mensuales de pequeñas sumas". [80]

Dorrego quería seguir la guerra con Brasil, pero Ponsonby era el dueño del Banco. Escribe a Dudley el 1-1-28: "… mi propósito es conseguir los medios de impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir en la continuación de la guerra". Pero Dorrego se tienía popularidad. El 9 de marzo de 1828 Ponsonby escribe nuevamente a Dudley: "es necesario que yo proceda sin demora a obligar a Dorrego a hacer la paz con el emperador… no sea que esta república democrática en la cual por su esencia no puede haber cosas semejantes al honor, suponga que puede hallar medios de servir su avaricia y su ambición".

La avaricia y ambición consistían en proceder con sentido nacional. Y el 5 de mayo del mismo año puede informó a Dudley que habría paz, como dijimos, pues Dorrego estaba forzado por la "negativa de facilitarle recursos, salvo para pagos mensuales de pequeñas sumas". No obstante, preparó las cosas para voltear a Dorrego, aunque por tener que irse de Buenos Aires en agosto no podrá asistir a su caída y fusilamiento, logrados gracias a la ayuda del Banco que adelantó los sueldos del ejército de línea. 

Mr. Planta y la casa Baring

En sus acuerdos con Chateaubriand entre 1818 y 1822, Castlereagh habría ofertado el dinero británico para consolidar, contra una reacción de los nativos, las monarquías borbónicas que el gobierno de Luis XVIII establecería en los nuevos estados de Hispanoamérica. Pero, al mismo tiempo, los agentes británicos diseminados en el Nuevo Mundo ofrecían dinero a las repúblicas "serias" recientemente creadas para terminar la guerra con España. Ese dinero se conseguiría por la colocación de empréstitos en Londres con un interés que atrajera inversionistas y, previas sólidas garantías, que gravasen sus aduanas y rentas fiscales, hipotecasen la tierra pública, o en casos extremos (como entre nosotros) prendasen "todo el territorio" a fin de asegurar los créditos. 

A principios de 1822 los hábiles agentes de Mr. J. Planta en Méjico, Lima, Bogotá, Guatemala, Santiago de Chile y Buenos Aires habían conseguido que los seis estados votasen leyes de empréstitos curiosamente semejantes en sus montos – entre uno y dos millones de libras -, tipos de colocación – al 70 ó 75 % – y cuantía de interés – entre el 5 y 6 % – aunque diferirían en el objeto de sus inversiones

En total los seis estados hispanoamericanos quedaron obligados entre 1822 y 1824 por 18 millones de libras esterlinas (exactamente 18.542.000 libras), debiendo cubrir anualmente intereses por un millón de libras a cuyo servicio hipotecaban los producidos de sus rentas y en algunos casos (Buenos Aires) su "tierra pública y territorio". 

Castlereagh no podía hacerse ilusiones sobre el pago regular de los intereses y amortizaciones de los préstamos. Bien debía saber, por los inteligentes informantes de Mr. Planta, la insolvencia presente o futura de los deudores. Pero el objeto de los empréstitos no era terminar la guerra con España (ni un penique se gastó en ello), ni levantar fortificaciones, ni construir obras públicas; menos aún que los ahorristas ingleses gozaran de una renta segura del 5 ó 6 % en sus inversiones. Poco le interesaban los ahorristas londinenses al tory Castlereagh, cuya clientela electoral se reclutaba exclusivamente en los propietarios de tierras. El objeto, como lo demostraría el tiempo, era solamente atar a los pequeños estados hispanoamericanos al dominio británico mediante un firme lazo. Si no pagaban (que no podían hacerlo), mejor.[81] 

Entre 1822 y 1827, casi toda Hispanoamérica se había convertido en deudora morosa de Inglaterra por 85 millones de libras: 18 por empréstitos impagos y el resto por deudas con empresas exportadoras de sus riquezas naturales. Al decir de Chateaubriand "Resulta de este hecho, que en el momento de su emancipación las colonias españolas se volvieron una especie de colonias inglesas".[82]

Por ley de la Junta de Representantes de Buenos Aires del 19 de agosto de 1822 se facultó al gobierno de la provincia a negociar "dentro o fuera del país" un empréstito de "tres a cuatro millones de pesos", para nada menos que: a) construir un puerto en Buenos Aires, b) fundar tres ciudades sobre la costa que sirvieran de puertos al exterior, c) levantar algunos pueblos sobre la nueva frontera de indios, y d) proveer de aguas corrientes a la ciudad de Buenos Aires.

Otra ley posterior (del 28 de noviembre del mismo año) especificaba que el empréstito "no podrá circular sino en los mercados extranjeros", sería por cinco millones y la base mínima de su colocación sería el tipo de 70. En el proyecto originario se fijaba un 6 % de interés anual y 1/2 % de amortización, estableciéndose que habría en el presupuesto una partida anual de 825.000 pesos para atender los intereses y amortizaciones. 

Se fijaron como "garantías" las mismas seguridades que a "los fondos y rentas públicas": es decir, la hipoteca sobre la tierra pública de la provincia.  En Buenos Aires el agente negociador del empréstito fue John Parish Robertson, también agente del Foreign, y quien por la misma época gestionaba un empréstito parecido para el Perú (por 1.800.000 libras). El empréstito en primera instancia fue gestionado ante Nadan Rothschild, iniciador de los empréstitos extranjeros en Londres y, sin disputa, el primer banquero de la City.

Pero sea por las exigencias de los hermanos Robertson, o porque Rothschild fuera demasiado celoso del buen nombre de su banco para mezclarlo con bonos de solvencia insegura, o por un atávico horror semita hacia todo lo relacionado con lo español, lo cierto es que su casa no contrataría ninguno de los empréstitos hispanoamericanos.

En cambio Alexander Baring, lord Ashburton, jefe de la banca Baring Brothers de 8 Bishopgate en la City londinense, se mostró más tratable: no solamente aceptó lanzar el emprésito de Buenos Aires, sino que se mostró dispuesto a repartir amigablemente con los hermanos Robertson y sus asociados argentinos la diferencia entre las 700.000 libras a entregarse a Buenos Aires (si el gobierno fijaba como tipo normal el de 70 por cada bono de 100 establecido como Mínimo en la ley), y las 850.000 que produciría realmente su lanzamiento en Bolsa, pues la cotización de las obligaciones sudamericanas del 6 % estaba a 86.[83] 

Con la aceptación todavía informal de la Casa Baring, los hermanos Robertson (John en Inglaterra y William en Buenos Aires) se lanzan a captar el negocio. El 7 de diciembre William interesa a Rivadavia en la formación de un "consorcio" para la colocación del empréstito en Londres "al tipo de 70" (no ya el mínimo de 70). El "consorcio" estaría formado por: William Parish Roberton por sí y su hermano ausente John, Félix Castro, Braulio Costa, Miguel Riglos, y Juan Pablo Sáenz Valiente; la mayoría directores y todos accionistas del Banco de Descuentos. En las sesiones del 24 y 31 de diciembre, la Junta de Representantes aprueba la gestión. 

El 16 de enero de 1824 el Ministro de Hacienda sustituye la autorización que le daba la ley a John Parish Robertson y Félix Castro, debiendo este último embarcarse de inmediato a Londres con los documentos y autorizaciones pertinentes. Nada se decía sobre si la entrega de las escuálidas 700.000 libras sería en oro como había sido el objeto de la ley de 1822. 

El empréstito se colocaría al "tipo de 70"; la diferencia entre el tipo de 70 y la cotización real del empréstito sería repartida amigablemente entre banqueros y "consorcio". Como la cotización se lanzó al tipo de 85, el empréstito se dividió de la siguiente manera: 

Gobierno de Buenos Aires 700.000  – Casa Baring 80.000 – Consorcio 120.000 ——————— Total: 850.000 

Castro se encontró a su llegada a Londres con una operación realizada. Se limitó a asegurar la parte del "consorcio" en la diferencia entre la cantidad recaudada y la suma a girarse al gobierno de Buenos Aires (garantizando que el gobierno estaba de acuerdo) y a aventar los escrúpulos de Baring asegurándole un mínimo de 40.000 libras de ganancia por diferencia de tipo, además de su cuantiosa comisión bancaria. 

Debería elevarse a escritura pública el contrato con Baring y así se hizo el 1º de julio. Se dispuso en el Bono general de esa fecha: 

1) Los intereses (en total 60 mil libras anuales) serían pagados semestralmente con vencimiento el 12 de enero y 12 de julio de cada año; la Casa Baring quedaba encargada de hacerlo a nombre de Buenos Aires mediante una comisión del 1 %. La amortización (5 mil libras) anual se haría de la misma manera. El gobierno de Buenos Aires tendría esas sumas a disposición de Baring, por lo menos seis meses antes de los vencimientos. 

2) El Estado de Buenos Aires "empeñaba todos sus efectos, bienes, rentas y tierras, hipotecándolas al pago exacto y fiel de la dicha suma de 1.000.000 de libras esterlinas y su interés. 

El 26 de julio se completaba el Bono general estableciéndose la participación de los socios en la operación: 

1) Baring retendría 200 mil títulos debiendo por ellos acreditar a Buenos Aires 140.000 libras (es decir los tomaba al tipo de 70) y disponiendo para sí del excedente de su venta. 

2) Baring, "por cuenta del consorcio", y al 1 % de comisión, vendería en Bolsa – en realidad ya había vendido – las 800.000 libras restantes al precio de 85, acreditando a Buenos Aires solamente 70 y poniendo a la disposición del "consorcio" el remanente de 15 cada título de cien. Si el precio fuese mayor de 75 el "consorcio" reconocería a Baring una comisión adicional del 1/2 % por su cuenta.

3) En toda suma a entregarse en lo futuro por Buenos Aires, en concepto de intereses y amortizaciones, Baring cargaría un l % de comisión a cuenta del gobierno. [84] No paró allí el aprovechamiento. La Casa Baring, al terminar de lanzar el empréstito en abril, tenía en su caja, por lo menos, la respetable cantidad de 850.000 libras, si hubiera colocado los bonos a 85, y de 981.000 si hubiese aprovechado el mejor momento.

De ella, 700.000 solamente serían acreditadas a Buenos Aires, 120.000 al "consorcio" (o más si su parte hubiera sido retenida hasta obtener mejor precio) y 80.000, por lo menos, a los banqueros. No obstante este pillaje, sobre los 700.000 dejados a Buenos Aires se lanzaron ávidos "consorcios" y banqueros para mejorar aún más sus ganancias. El primero fue Hullet, que a nombre de Rivadavia, que renunció a su ministerio y se embarcó para, Londres el 26 de junio, sacó el 20 de julio antes de llegar el ilustre viajero 6.000 libras esterlinas para gastos de su estadía en Londres por "su carácter diplomático", aunque el viaje de Rivadavia era por asuntos personales y el puesto diplomático vendría después. 

Robertson y Castro aceptan que se dé a Rivadavia esa parte de los fondos del gobierno, y aprovechan la ocasión para hacerse reconocer de paso, sobre los mismos, 7 mil libras de "comisión" y 8 mil de "gastos" no obstante no permitirles sus instrucciones se cargasen comisiones a cuenta del gobierno. Baring también acepta dar libras a ellos y al agente de Rivadavia, pero obtiene se le permitiera cargar 131.300 libras por "cuatro servicios adelantados de intereses y amortizaciones", más una comisión del l % sobre los mismos (120.000 de intereses, 10 mil de amortizaciones y 1.800 de comisión). 

Con esas "extracciones" el empréstito del millón de libras había quedado reducido a 552.700 netas antes de finalizar el mes de julio. Era comprensible se mandase de inmediato a Buenos Aires y en oro, aunque nada decían sobre esto último las instrucciones. Pero desde el 2 de julio, el día siguiente de firmarse el Bono General, Baring informaba a Buenos Aires no convenir "por prudencia" mandar oro a tanta distancia, y proponía que el remanente – salvo 60.000 libras (exactamente 64.041.1; £ 62 mil en letras y lo restante en doblones de oro); que creyó prudente remitir a Buenos Aires para que por lo menos le tomasen el olor – quedase depositado en su Banco londinense abonándose al gobierno porteño "un interés del 4 % anual, que es todo lo que podemos dar".

  Las Heras, gobernador de Buenos Aires desde mayo, insistía en que se le mandase el remanente y en oro. No le parecía buen negocio pagar 60.000 libras anuales de interés para sacar un promedio de 15.000 dejándolo en Londres. Necesitaba el oro, no solamente por las angustias del comercio porteño, sino en previsión de la inminente guerra con Brasil. Ante la insistencia de Las Heras, Baring adquiere once mil onzas selladas (exactamente 10.991) y las manda a Buenos Aires en dos remesas; importaban 57.400 libras sin contar el uno y medio por seguro y flete cargados al gobierno. Más metálico no pudo o no quiso mandar, no obstante las súplicas angustiosas de Las Heras que carecía de moneda sonante para pagar el ejército nacional acampado en Concepción. 

El resto (alrededor de 450 mil libras) llegaría espaciado a Buenos Aires a lo largo de 1826 en paquetes de letras de cambio firmadas en su mayor parte por comerciantes de Buenos Aires para pagos en Inglaterra. Nos volvía de Londres, prestado a alto interés, nuestro propio crédito. ¿Qué se hicieron esos papeles? Con ellos no se construyó el muelle, ni se fundó un pueblo en la costa ni en la frontera, ni se instaló una cañería de agua corriente. Tampoco se empleó en los preparativos de la guerra con Brasil. Ni siquiera las 11 mil onzas de oro que Baring había enviado a consignación del Banco de Descuentos y este, con la aprobación del ministro García, reservó para sus necesidades. 

En primer lugar debieron reembolsarse al "consorcio" los 250.000 pesos adelantados, más su considerable interés. El remanente (poco más de dos millones de pesos) junto con otro millón de letras de Tesorería se dispuso que fueran provisoriamente administrados por una Junta para "entretenerlos productivamente" prestándolos (pese al monopolio crediticio del Banco de Descuentos), al comercio de la plaza; es decir a los integrantes del "consorcio"; los más favorecidos fueron Braulio Costa y John Robertson que recibieron juntos, 878.750 pesos; William Robertson 262.840, y Miguel Riglos, 100 mil pesos.

En total la Junta Administradora prestó 2.0 14.284 pesos hasta el 24 de abril de 1825 en que traspasó su cartera al recientemente creado Banco Nacional. Allí los descuentos no se cancelaban por regla y renovándose a medida que la cotización del peso bajaba, o se finiquitaban por el sistema de "quitas" en vigencia, y las "ganancias" se distribuían en beneficios del 14 y 15 % a los accionistas particulares (el Estado no cobraba dividendos por sus acciones), votados en asambleas que, a decir de Rosas en 1836 al incautarse del Banco "eran verdaderas fiestas en que hacía el gasto los millones de pesos del empréstito de Londres". 

Como Baring previsoramente había retenido cuatro servicios de intereses y amortizaciones, los vencimientos por intereses y amortizaciones solamente empezarían el 12 de enero de 1827. Seis meses antes de esa fecha, según los términos del contrato, deberían girarse 30.300 libras (30 mil de intereses y 300 de comisión) que en julio de 1826 en Buenos Aires no había materialmente de donde sacarlos por la desastrosa situación financiera de la presidencia con una guerra internacional y otra civil, y bloqueado el puerto por los brasileños. No obstante, Rivadavia "no quiso aceptar que por culpa de la aflígete situación económica llegase a sufrir menoscabo el prestigio de la república". [85]

Quiso pagar la deuda y en oro sonante, porque otra cosa desmerecería el prestigio de la república. Lo malo es que las onzas, que antes de la guerra estaban a 17, ahora habían subido. Eso llenaba de angustia a Baring que menudeaba sus cartas a Rivadavia, mientras los títulos del empréstito bajaban en la bolsa de Londres de 90 a 58 1/4. Pero Rivadavia pagó y en oro de buena ley. No cobraron el ejército, ni la escuadra ni los acreedores del Estado, pero sí los acreedores ingleses.

Conclusión

"… las cosas y asuntos de la América Meridional valen infinitamente más para nosotros que los de Europa, y que si ahora no aprovechamos, corremos el riesgo de perder una ocasión que pudiera no repetirse" George Cannig

Después de conquistada su independencia política y disueltos los lazos coloniales con España, los países de la región del Río de la Plata ya no estuvieron sometidos en su historia al dominio de un imperio formal. Sin embargo, está muy difundida la idea de que desde principios del siglo XIX la región estuvo bajo la órbita del imperio informal de Gran Bretaña, (de hecho lo estuvo) la potencia mundial con mejores condiciones para reivindicar en aquel entonces una posición de supremacía global.

Desde el punto de vista británico, América Latina era un área periférica extra imperio donde los dilemas de la influencia política, expansión económica y relevancia estratégica se planteaban no en el sentido colonial clásico, sino en el marco de ciertas reglas internacionales, muchas de ellas no escritas, aplicables a las relaciones entre los estados soberanos de un sistema westfaliano aún sin organizaciones multilaterales permanentes, y sin restricciones legales al unilateralismo discrecional de las potencias en la cima de la jerarquía del poder mundial.[86]

Pocos días después que el Congreso de Tucumán de 1816 declaró solemnemente la ruptura de "los violentos vínculos" que unían las "Provincias del Sud América" a la corona española, los comerciantes ingleses residentes en Buenos Aires decidieron reconocer de hecho la independencia del Río de la Plata nombrando un representante ante el nuevo Estado americano. Seis años atrás los barcos de guerra británicos que se hallaban estacionados en el Río de la Plata habían saludado entusiastamente, con una salva de cañonazos, la destitución del virrey y el establecimiento del gobierno revolucionario. Ambos hechos pusieron de manifiesto el no oculto interés de los sectores mercantiles y políticos de Gran Bretaña por el proceso emancipador de América.

Desde los últimos decenios del siglo XVIII el gobierno británico había demostrado gran preocupación por los asuntos políticos de la América Hispana, deseoso de romper las barreras legales que el orden colonial había impuesto al comercio. Los círculos mercantiles y financieros de Londres y Liverpool presionaron constantemente sobre el Foreign Office para que llevara adelante una política tendiente a abrir los mercados americanos a la producción manufacturera de Inglaterra y Gales.

Las posibilidades abiertas por el contrabando y, posteriormente, por las reformas liberales de los Borbones pronto se mostraron insuficientes ante la constante expansión industrial de Gran Bretaña. Por otra parte, la emancipación de las colonias americanas y las conquistas europeas de Napoleón habían reducido considerablemente la capacidad consumidora de sus mercados tradicionales.

Partes: 1, 2, 3, 4
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