- Introducción
- Apuntes históricos del Constitucionalismo y la Democracia
- América Latina, ayer y hoy
- Un camino… otro destino
- Conclusiones
- Bibliografía
Introducción
Pensar en términos de lo que es casi un continente, resulta un tanto arriesgado para hacer una prognosis conjunta. Pero sí es cierto que podemos dar algunas pinceladas al respecto que a buen seguro señalen las características básicas de nuestro futuro inmediato. Lo latino no es tanto una unidad si no una diversidad de realidades políticas, económicas, sociales, culturales e incluso raciales. De esa diversidad es que parte nuestro trabajo que propone una lectura distinta de la realidad en América Latina, haciendo énfasis en su tradición constitucional que su lucha constante por ser autóctona ha sido cercenada cientos de veces, y que en la actualidad está siendo rescatada por algunos gobiernos que promulgan un nuevo constitucionalismo latinoamericano.
El presente estudio parte de un recuento histórico-lógico a fin de establecer los antecedentes, las características, causas y principales corrientes que influyeron durante la evolución de este movimiento constitucional en nuestra región, objeto de forma asidua de los paradigmas euro centristas y norteamericanos desde su propio surgimiento, pero cuyas particularidades garantizan que cualquier investigación en el campo sociopolítico esté dotada de una gran riqueza epistemológica.
Apuntes históricos del Constitucionalismo y la Democracia
Los procesos constituyentes democráticos no son un mecanismo especialmente reciente ni desconocido. Han sido ensayados en diferentes coyunturas, por numerosos pueblos y también con resultados diversos, aunque en todo caso con una importante carga de impulso hacia estados colectivos de evolución más avanzados. Este primer acercamiento al tema pretende exponer de forma sencilla cómo surgió históricamente esta manifestación de la voluntad popular, cómo se ha ido decantando y perfeccionando y, también, cómo se ha visto enfrentada por poderosos enemigos, especialmente en el continente americano.
Con todas las dificultades e imperfecciones de su puesta en práctica, las asambleas constituyentes han logrado conservar en el imaginario colectivo popular una considerable fuerza, actuando como referente emancipador ante el agotamiento de diferentes regímenes.
La consolidación del Estado moderno como forma de organización política y la aparición del poder absoluto en las puertas de la modernidad, principalmente en manos del rey, pero también, en el liberalismo inglés, con la decisiva intervención del parlamento-, requirió de un replanteamiento sobre la naturaleza del poder y la necesidad de su control. Este fue el objeto de preocupación y de ocupación de los teóricos del constitucionalismo: buscar fórmulas tanto en la legitimidad del poder como en su ejercicio que eliminara los temores hacia la concentración del poder del Estado en unas solas manos y la búsqueda, por lo tanto, de un gobierno mixto. Tesis que, desde luego, no eran nuevas, pues hundían sus raíces en varios pensadores de la antigüedad y, más recientemente, en la heterogeneidad medieval de instituciones que incluían una reciprocidad de poderes que de alguna forma se controlaban entre ellos. Pero con la aparición del Estado absoluto, o de su posibilidad, se dio con toda su fuerza el dilema sobre la necesidad de controlar el poder; esto es, el constitucionalismo.
Como es fácil entender, el pensamiento constitucional no parecía ser compatible con la existencia de un poder absoluto. Recordemos que el problema del poder político en el Estado moderno también está directamente relacionado con el de la legitimidad de este poder. El fenómeno de la centralización del poder exigió planteamientos teóricos sobre este proceso que, aunque formado gradualmente a través de la concentración del poder político en los monarcas desde la dispersión medieval, no dejó de requerir definiciones, que se convirtieron en verdaderas propuestas ideológicas.
Una de las más influyentes sería la de soberanía, detectada por Bodino a través de determinados atributos del poder, y que lo distingue de los poderes no soberanos. La súper omnia, como la denominaba Bodino, hacía referencia al poder no dependiente, absoluto y originario, conclusión a la que llega tras el análisis de los atributos del poder, que finalmente acaba poseyendo el rey también por voluntad divina. "Después de Dios, nada hay de mayor poder sobre la tierra que los príncipes soberanos, instituidos por Él como sus lugartenientes para mandar a los demás hombres"(BODINO, J., 2000).Como vemos, el concepto de soberanía surge relacionado con el poder real, aunque a partir de la modernidad cambiará tanto en su concepción como, fundamentalmente, en el sujeto soberano.
A diferencia de Bodino, las doctrinas contractualistas clásicas sí se ocuparían del fundamento del poder, y no tanto de sus atributos. De hecho, el elemento legitimidad reapareció en el pensamiento político occidental con el contractualismo, conectado al Derecho natural racionalista y a las teorías de los derechos naturales, mucho antes de que los acontecimientos revolucionarios que inaugurarían el Estado liberal lo colocaran en fundamento de su actividad.
Cuando los primeros contractualistas, a partir del siglo XVII, propusieron las diferentes teorías del contrato, intentaban conseguir dos objetivos: por un lado, dar una explicación de por qué se construye la sociedad civil (legitimidad del poder), para lo cual desarrollan las condiciones teóricas de cómo vivía la sociedad cuando no existía Estado civil, y cómo éste se construye a través de un acto jurídico y, por lo tanto, vinculante: el contrato.
A la situación inicial se denominaría, en general, estado de naturaleza, y a la sociedad resultado del contrato, estado civil. En segundo lugar, fruto del esquema teórico anterior, fundamentaban las condiciones del poder civil con base en el contrato firmado desde el estado de naturaleza. Se trataba, por lo tanto, de hablar no sólo de la legitimidad del poder, sino también de su cualidad: éste, en esencia, estaba limitado por las estipulaciones contractuales, por lo que podía ser más o menos fuerte, pero nunca absoluto. El contractualismo se conformó, de esta manera, en el fundamento teórico de buena parte de las tesis constitucionalistas.
Las construcciones teóricas del contractualismo clásico más conocidas son las de John Locke y Thomas Hobbes. Hobbes, lo describió claramente: el único modo de erigir un poder común que pueda defender a los hombres de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mismos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfecha, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un solo hombre o, como mal menor, a una asamblea de hombres.
Locke prefirió el acercamiento indirecto, más imperfecto pero también más moderado, de reconocer un estado de naturaleza donde el hombre es libre para disfrutar de placeres inocentes y, además, mantiene dos poderes: el de hacer todo lo que le parezca oportuno para la preservación de sí mismo y de otros, dentro de lo que per-mite la ley de la naturaleza; y el de castigar los crímenes cometidos contra esa ley. "A ambos poderes renuncia el hombre cuando se une a una (…) sociedad política, y se incorpora a un Estado separado del resto de la humanidad".
Pero ambas construcciones del contractualismo clásico, en su búsqueda de la legitimidad del poder, aunque parten de situaciones diferentes llegan a un mismo punto de encuentro: entre el estado de naturaleza y el poder organizado del Estado, sólo existe una manifestación jurídica de voluntad. Como vemos, tanto Locke como Hobbes establecieron el origen del poder político en el Derecho.
A diferencia del contractualismo constitucionalista defendido por los autores anteriores, el fundamento de la legitimidad es diferente en el pensamiento del contractualismo democrático. Una diferencia que se convierte en tensión al poco tiempo, porque el fundamento del radicalismo democrático es que la decisión popular no puede contar con límites para producirse de forma legítima; si algún obstáculo la limitara, ya no podría ser democrática.
Para Rousseau, el primero de los teóricos contractualistas que empleó el argumento contractualista para la fundamentación de la tesis de la dependencia del Estado de Derecho respecto de la democracia, el origen del poder político no era propiamente el Derecho, sino un hecho: la aparición de la sociedad civil una vez reconocida la propiedad, que necesitará ser garantizada colectivamente.
La primera parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombre, se refiere exclusivamente a la forma de vida de este verdadero estado de naturaleza, donde nadie tiene poder sobre nadie y, por lo tanto, no existe la política. La segunda parte, donde explica cómo se forma la sociedad civil, no puede comenzar de otra forma: "El primero que, tras haber cercado un terreno, decidió decir: esto es mío, y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil". De esta forma Rousseau reivindica el origen político del poder político, es decir, la necesidad de un primer motor que legitima el poder y que construye una sociedad, la civil, superior incluso a la natural.
El origen político del poder político parece una obviedad pero, desde luego, no lo ha sido durante siglos. Para Rousseau, el Derecho sirve para ordenar la relación política pero no para legitimarla; el contrato, en este sentido, sólo puede provenir del pacto entre iguales. La condición de igualdad es fundamental para la conclusión del pacto social, para lo que hace falta que la alienación de cada uno hacia todos se efectúe sin restricción alguna.
En ese sentido, como defiende Rousseau, y aprenderá bien la teoría del poder constituyente, sólo un hecho político puede servir de legitimador del poder político. De esta manera, la dimensión política del pacto social es necesariamente anterior a la dimensión jurídica del contrato social. El papel del Derecho, ahora sí, se desarrollará con posterioridad a la decisión política, a través de un contrato social, legitimado y legitimador, que los liberales revolucionarios llamarían Constitución, y que no da paso a la política, sino a la organización de la política.
Cuando Rousseau, comienza su obra sobre el contrato social, en el primer capítulo del Libro segundo se ocupa del elemento legitimador del contrato social: el interés común. "La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado, de acuerdo con la finalidad de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible (…). Sólo en función de ese interés común debe ser gobernada la sociedad".
De ahí las conocidas atribuciones de inalienabilidad, indivisibilidad e irrepresentabilidad de la soberanía como poder democrático absoluto que propugna Rousseau, cuyo aporte consistió en apropiarse en buena medida de los atributos de la soberanía del monarca absoluto para adjudicárselos a otro dueño, el pueblo.
Al establecer las características de la soberanía y el poder ilimitado que surge de ella, y establecer su relación con el contrato y el gobierno, Rousseau ofreció la fórmula para relajar la tensión entre democracia y constitucionalismo, y hacer residir la legitimidad en la dependencia del segundo frente a la primera.
Los liberales revolucionarios, en el siglo XVIII, se apropiarán del concepto incorporando una relación de interdependencia entre el poder constituyente, pre jurídico e ilimitado, y el constituido, jurídico y limitado por la Constitución. El constitucionalismo dará paso, en ese momento, a la Constitución del liberalismo revolucionario, fundamentado en la decisión democrática del pueblo.
La teoría democrática del poder constituyente, que nació, con las particularidades de cada caso, en el marco de las revoluciones liberales que tuvieron lugar en a partir del último tercio del siglo XVIII, es esencialmente una teoría de la legitimidad del poder político organizado. Su función legitimadora, fundamentada en la decisión democrática de la voluntad popular y a su capacidad ilimitada de actuación, ha constituido a lo largo de los tiempos un elemento de emancipación social, fruto de su carácter esencialmente progresista. El poder constituyente surge para constituir: instaurar poder constituido sobre las cenizas de lo anteriormente dado, bajo la premisa de que a su vez lo constituido nace con fecha de caducidad, pues queda en manos del poder constituyente; de ahí el intrínseco carácter revolucionario del poder constituyente, cuya dialéctica progresista funciona como motor para el avance social.
El constitucionalismo democrático como manifestación más perfecta, en su forma articulada y codificada en un texto único que denominamos Constitución, fue producto de las revoluciones liberales norteamericana y francesa que, con apenas unos años de diferencia, tuvieron lugar en el último tercio del siglo XVIII. Aun con notables diferencias más de procedimiento que teóricas, el objetivo de unos y otros fue el mismo: activar un poder absoluto con capacidad creadora cuya función era instaurar un poder limitado a través de una Constitución.
Se consiguió de esta forma crear una organización de nuevo cuño donde la soberanía del pueblo, y la voluntad general se impuso al interés particular de los privilegiados. El constitucionalismo democrático es, en esencia, fruto de la aplicación del principio democrático durante el Estado liberal revolucionario.
Tanto en el caso norteamericano como en el francés, así como en los demás momentos constituyentes del liberalismo revolucionario durante el siglo XIX, europeos y latinoamericanos, la activación del poder constituyente significó una ruptura radical con el pasado; con la dependencia de la metrópoli en Norteamérica, con el fin del Antiguo Régimen en Europa, y con ambos objetivos en América Latina, en lo que se denomina constitucionalismo fundacional, lo que al mismo tiempo, significó un esclarecimiento terminológico y conceptual capaz de definir el inicio de la contemporaneidad.
América Latina, ayer y hoy
En Latinoamérica, y desde la independencia, convivieron cosmovisiones constitucionales muy distintas en este respecto, que obviamente tuvieron expresión en la propuesta de modelos constitucionales también muy diferentes. Bartolomé Herrera, tal vez el más influyente constitucionalista conservador en Perú, durante el siglo XIX, sostuvo, "el pueblo, esto es, la suma de los individuos de toda edad y cuya condición no tiene la capacidad ni el derecho de hacer las leyes. Las leyes son principios eternos fundados en la naturaleza de las cosas, principios que no pueden percibirse con claridad sino por los entendimientos habituados a vencer las dificultades del trabajo mental, y ejercitados en la indagación científica" (ver Basadre, 1949, 217-8). Encontramos allí una clara ilustración del modo en que se correlacionan ciertos presupuestos en torno a las incapacidades de la ciudadanía para actuar colectivamente, con la adopción de soluciones institucionales determinadas, en este caso, relacionadas con fuertes restricciones sobre el sufragio.
En el extremo contrario, encontramos proyectos constitucionales de orientación radical, como el de Apaztingán fundado en la voluntad inerrante de la ciudadanía, al decir de uno de sus mentores, Ignacio Rayón o el defendido por Francisco Bilbao, a mediados de siglo, inspirados en una ideología rousseauniana. Ambos ejemplos nos hablan de la existencia, en Latinoamérica, de una filosofía igualitaria, propuesta en su momento como base para organizar las nuevas instituciones.
Sin embargo pese a esa multiplicidad de proyectos existente, el hecho es que la enorme mayoría de las Constituciones latinoamericanas que trascendieron al siglo XX, aparecieron "vaciadas en el molde" de un modelo particular: el de la Constitución de los Estados Unidos cuyas instituciones estaban claramente apoyadas en una filosofía particular, bien sintetizada en los papeles de El Federalista.(ver White 1978, 1987). Dicha filosofía era liberal y elitista, es decir, respetuosa de las decisiones personales individuales, y a la vez extremadamente escéptica frente a las capacidades de la ciudadanía para actuar concertadamente. Como dijera Madison en El Federalistan.55, en las asambleas colectivas "la pasión nunca deja de arrebatarle su cetro a la razón."
La Constitución que emergió en los Estados Unidos, en 1787, promulgaba una estructura de poderes en donde el sistema representativo estaba diseñado para separar de modo extremo a ciudadanos y representantes, un rasgo que sin dudas va ha permear el contexto político y constitucional latinoamericano caracterizado por la filosofía del trasplante de principios y fundamentos teóricos precedentes.
En América Latina, la polémica sobre las instituciones "importadas" fue la más habitual en la materia pero, cabría decirlo también, ella fue, desde un principio, una polémica muy poco atractiva. Ello así, en parte, y por un lado, porque la importación de instituciones es inevitable: qué institución latinoamericana no deriva, en mayor o menos medida, de una institución extranjera? Pero por otro lado, y sobre todo, porque dicha discusión que tuvo una extraordinaria relevancia política aparecía cargada de hipocresía. Bolívar, por ejemplo, repudiaba, como tantos, la fascinación de sus opositores con las "máximas exageradas de los derechos del hombre" máximas a las que descalificaba por ser importadas de Francia (Bolívar 1976, 12). Sin embargo, su reivindicación de lo local no llegaba demasiado lejos: todos los proyectos constitucionales bolivarianos se basaron ya sea en el constitucionalismo conservador inglés, ya sea en el constitucionalismo autoritario napoleónico.
De modo similar, Miguel Antonio Caro, y Ospina Rodríguez, en Colombia, repudiaban también la importación de ideas francesas, en nombre de lo nacional. Sin embargo, sus reivindicaciones de lo local aparecían apoyadas en el hispanismo reaccionario y católico. En definitiva, se trataba de una disputa menos teórica que de política coyuntural, destinada a descalificar a –antes que discutir con- la propuesta del adversario.
Sin embargo, para pensar sobre las potencialidades y límites del constitucionalismo regional pues en Latinoamérica debemos partir de reconocer que aquí, se enfrentaron al menos tres proyectos constitucionales muy distintos uno conservador (políticamente elitista y moralmente perfeccionista); otro liberal (antiestatista, defensor de los "frenos y contrapesos" y la neutralidad moral); y otro radical (mayoritarista en política, populista en términos de moralidad); luego, es dable esperar que muchas de las "cruzas" imaginables entre unos y otros proyectos estuvieran destinadas al fracaso, o exigieran el desplazamiento de uno de los proyectos en nombre del otro.
Liberales y conservadores, por caso, lograron pactar y colaborar en la redacción de las nuevas Constituciones de mediados del siglo XIX, gracias al enorme espacio de coincidencias existente entre ambos proyectos? ambos repudiaban el mayoritarismo político; ambos proponían una defensa firme del derecho de propiedad; ambos coincidieron sin mayores dificultades en la implementación de políticas económicas anti-estatistas pero sin embargo tuvieron que limar largamente sus diferencias, en todo lo relacionado con la religión. Convenciones constituyentes enteras, como la Argentina de 1853, estuvieron dedicadas casi exclusivamente a ello, no obstante sus coincidentes intereses a fines con la clase en el poder en detrimento de las que no los poseían en la practica resultaron para los americanos en una perpetuidad del infernal sistema de dominación reinstituido con la independencia.
Para el próximo siglo nuevas transformaciones se operarían en al cuerpo operativo de todas las Constituciones latinoamericanas quienes en la primera oleada del reformismo constitucional aparecida comenzarían a ser modificadas a los fines de incorporar instituciones que eran propias del modelo constitucional antes desplazado, en particular, derechos sociales: derechos de los trabajadores; respaldo a las organizaciones sindicales; protecciones para los más pobres, etc.
El drama histórico de América Latina en el siglo XX seguirá siendo el atraso que genera la desigualdad y la pobreza existentes. Diversos proyectos modernizadores trataron de enfrentar este problema fracasando todos hasta el momento. Los intentos de una modernización precaria, casi o sin industrialización, resultaron en una urbanización muy pobre y en algunos casos miserables. La consecuencia política de la misma; una masa de desocupados e informales a disposición de quien sea capaz de movilizarlos, difícilmente para promover un encausamiento inmediato a su solución.
Por si fuera poco una oleada de dictaduras plagaron este siglo en América Latina instauradas después de un Golpe de Estado, como un pronunciamiento militar cuya misión primordial fue la de decapitar y eliminar a una izquierda que no se resignaba al modo de producción capitalista, sino que apuntaba directamente a un socialismo que lo trascendía.
Su función esencial, primordial fue la de traumatizar al a sociedad civil en su conjunto con una dosis de terror suficiente para asegurarse de que no habría ninguna tentación ulterior de reincidir en desafíos revolucionarios contra el orden social vigente; para romper cualquier aspiración o idea de un cambio social cualitativo desde abajo; para eliminar permanentemente, en suma, el socialismo integrado a la agenda política nacional a raíz del triunfo de la Revolución Socialista de Octubre.
Al mismo tiempo, su vocación secundaria fue la de restaurar las condiciones de una acumulación viable, disciplinando la mano de obra con represión, bajos salarios y deflación, promoviendo al mismo tiempo la capacidad exportadora y asegurando nuevos niveles de inversión externa, para que pudiera desarrollarse el crecimiento sin interrupciones redistributivas o escasez de capitales: esa fue la idea.
Y aunque en principio como alternativa a la situación que se gestaba a lo interno de las naciones americanas, la ideología nacionalista preconizada por las dictaduras en pro de la libertad y los intereses de la nación como salvaguardia de ella frente a cualquier invasión extranjera, ganan incluso adeptos dentro de las masas, la mayor garantía de su triunfo en el poder fue el haber sabido aprovechar el espacio heredado de algo más que diferencias sociales de la etapa oligárquica a las sociedad latinoamericanas.
Una sociedad jerarquizada, que asume y acepta el paternalismo benefactor de la clase gubernamental y el autoritarismo militar prusiano. Una sociedad que hereda también el desprecio hacia el indígena, que si bien se mantuvo siempre en lucha constante por el acceso a la tierra, frente a la autoridad gubernamental usurpadora, fueron las dictaduras quienes reprimieron más fuertemente las comunidades existentes.
Como consecuencia de ello entre los años 1964 y 1984, casi todos los países latinoamericanos estaban sumidos en dictaduras militares, que representaron una continuidad de orden oligárquico construido en el siglo XIX, interrumpieron la ampliación de los derechos de los ciudadanos propuestos por los movimientos sociales, en varios países del continente, y buscaron transformar económica y políticamente las sociedades en las cuales se produjeron.
Pero ni aun el relativo signo de progreso legado por estas maquinarias devoradoras de hombres, pudieron enmascarar lo pernicioso de sus resultados, baste ver el caso de pueblos como Chile, Argentina, El Salvador, Nicaragua, etc, que aun hoy están sufriendo por las catastróficas, genocidas y exfoliadoras políticas dictatoriales que sin ningún tipo de consenso, ni respaldo constitucional condujeron América Latina a la peor crisis estructural que haya existido a la historia de la humanidad luego de la conquista y colonización del continente.
Una tragedia continental, que sin dudas contribuye a la progresiva erosión de la legitimidad del Estado, la creencia de la población de que los que mandan tienen el derecho a hacerlo, y la identificación básica de la población con él estado, dificultando su constitución como Estados nación. Este problema de legitimidad se agrava con la falta de acceso a la justicia, mecanismo fundamental del Estado de Derecho y con la existencia de varias legalidades en un territorio determinado.
En América Latina, las posibilidades del Estado de organizar la legalidad son de carácter desigual generándose lo que denomina las "zonas marrones" del Estado en la región pues más allá de la legalidad del Estado central, existen por lo menos otros tres tipos de legalidad, la legalidad informal, la legalidad patrimonial y la legalidad mafiosa. La primera, ligada a la pobreza, a la falta de acceso a la economía moderna y a los servicios públicos básicos. La segunda, a la propiedad terrateniente y a los caciques locales. Y la tercera al crimen organizado. Todo esto lo lleva a señalar la existencia de una "legalidad trunca" en América Latina.
Esta situación nos hace ver la endeblez de la ciudadanía en la región donde existe una democracia electoral que brinda ciertos derechos políticos y algunos derechos civiles pero pocos derechos sociales, con el agravante de una retórica heredada del neoliberalismo, contraria a los últimos.
Esta situación es resultado de toda la secuencia de hechos enunciados anteriormente que aunque no siguen un patrón causal y ordenado plasman la desigualdad existente en los distintos regímenes actuales en la formación de la aun incipiente ciudadanía, principalmente civil y política, como la que contamos hoy.
En este proceso la pregunta clave ha sido siempre en torno al papel que le cabe a la política y especialmente a la democracia para superar el atraso generado por las creencias en las últimas dos décadas del siglo XX de que la combinación de transiciones a la democracia y ajustes neoliberales eran la primera alternativa para cerrar más las brechas de la desigualdad.
El neoliberalismo, luego de una primera etapa como política económica de las dictaduras del Cono Sur, pretendió emparejado a las transiciones que dando algunos derechos civiles y políticos a la población y restringiendo drásticamente los derechos sociales, en los ajustes propiciados por el FMI y el Banco Mundial, alentaría la iniciativa individual y encontraría progreso. El resultado para estos, ante la desprotección social generalizada, fue la profundización de la pobreza y la desocupación y el aumento de la desigualdad, con los resultados conocidos de movimientos sociales y políticos contestatarios determinantes del actual giro a la izquierda de los gobiernos de la región.
La represión a los opositores de los gobiernos militares de América del Sur favoreció un movimiento de opinión que proponía un regreso a sistemas democráticos. En un ambiente de mejoras económicas, de una mayor estabilidad, con el término de la Guerra Fría, y la caída de los regímenes totalitarios, la sociedad comienza a exigir una mayor participación en la política. Se inicia, tanto por presiones internas de los diferentes actores sociales, como externas de países democráticos, un proceso de redemocratización de los gobiernos americanos.
A través de diferentes medios, en general electorales, llegan al poder nuevos gobiernos que serán caracterizados como de "transición". En ellos recae la obligación de dar al país una nueva institucionalidad democrática y el desmantelamiento de la institucionalidad del régimen autoritario anterior para, así, conducir a los estados a un clima de paz entre los distintos actores sociales involucrados.
En ese contexto el denominado populismo o proyecto nacional popular surgido de entre las cenizas de la dictadura, promotores en parte del conocido nuevo constitucionalismo latinoamericano, comienza sus ardua tarea, reformulando su teoría desde sus conceptos y principios de acción entorno a la soberanía dándole vital importancia algo que para las oligarquías y los neoliberales fue una cuestión irrelevante.
De esta forma el populismo en su objetivo nacionalizador, identificaba a la sociedad con el Estado para hacer países viables, sin prescindir en su programa de un proyecto modernizador, sino mas bien deviniendo como atajo hacia el progreso por la vía de la política, con efectos tanto democráticos como autoritarios, sin constituir esta vez, regímenes representativos como los modelados hasta el momento y que habían condenado a toda la sociedad latinoamericana a una completa enajenación apolítica.
Para los artífices de estos proyectos las desfasadas fórmulas neoliberales concervaduristas no fueron óbice en la implementación de la nueva política de intervención del Estado en la vida social que mediante la movilización de las masas logra integrar a su seno sectores antes excluidos de la sociedad, erigiéndolos como nuevos actores políticos. Creando así la nueva ciudadanía social instrumentada a partir de elementos de empoderamiento popular sobre los que sería difícil volver atrás.
Un camino… otro destino
Una nueva situación política se iba conformando como paladín de una recomposición del campo de fuerzas, se comienzan a establecer los límites de lo posible y necesario en este ciclo democratizador que nace y recrea las esperanzas de avanzar a un nuevo proyecto democrático para las mayorías.
Esta nueva tendencia, al menos parcialmente, parece ser la opuesta a todas sus anteriores. La resistencia ofrecida por diferentes movimientos populares a las dictaduras militares, a los regímenes representativos excluyentes y a las políticas neoliberales de las últimas décadas, ha generado procesos que han enriquecido en términos igualitarios y democráticos los contenidos del constitucionalismo en la región.
Diversas señales dan cuenta del cambio en la situación política, que supone y exige a la vez de una nueva política. Es decir, quienes han creído que las cosas pueden seguir como antes se equivocan, pues se evaporan velozmente las certezas sociales sobre el orden que se ha intentado erigir. Basta con mirar los hechos de los últimos días para concordar en la inminencia del cambio que tiene lugar:,
El movimiento popular bastante hastiado de esperar por el cambio, se aferran a una última esperanza de futuro, y cual crónica de una muerte anunciada del orden neoliberal aun imperante en la región, exige hacerse parte del nuevo constitucionalismo del que es testigo en Ecuador, Bolivia y Venezuela.
Desde los años noventa nuevas fuerzas políticas han tomado el poder en diferentes países latinoamericanos. Si bien no se trata de un mismo tipo de gobierno, existen puntos convergentes que permiten plantear un debate más amplio sobre los desafíos democráticos en la región.
Procesos auténticos que han estado marcados, entre otros elementos, por la irrupción de actores constituyentes como movimientos campesinos, indígenas, organizaciones de mujeres y feministas, sindicatos nuevos y antiguos, movimientos de desocupados, pobres urbanos y afrodescendientes, organismos de derechos humanos forzando la inclusión de nuevos temas en la agenda político constitucional, y con ello, la delimitación de un modelo con perfiles propios.
Entre los elementos comunes que, con énfasis, diferentes según el país, podrían vincularse a este nuevo modelo constitucional, figuran: a) el reconocimiento individual y colectivo de un vasto elenco de derechos, no sólo civiles y políticos, sino también sociales, culturales y ambientales; b) la delimitación de su contenido a partir de los estándares más avanzados del derecho internacional de los derechos humanos; c) el perfeccionamiento del sistema de garantías de dichos derechos, incluidas las jurisdiccionales; d) la previsión de nuevos instrumentos de participación, tanto en las instituciones como fuera de ellas, en la vida económica y comunitaria; e) la consagración de instrumentos de control público estatal y/o social de recursos productivos, financieros y energéticos claves; f) el reforzamiento de la unidad latinoamericana y de la autonomía en las relaciones internacionales como elemento de garantía del contenido global de la constitución.
Estos movimientos fuera de los esquemas tradicionales partieron en su mayoría de políticos independientes ya que los partidos tradicionales mientras estuvieron en el poder, lejos de dar respuesta a los desafíos que la globalización y el neoliberalismo impusieron en estas sociedades terminaron creando una obra bastante cuestionable en materia de efectividad. Frente a estos grandes cambios, tomó fuerza la idea que en América latina se está reconfigurando la matriz sociopolítica que articula al Estado, el sistema de representación y la sociedad civil tras una década de políticas privatizadoras y de ajuste justificada en nombre de la lucha contra la inflación o de la necesidad de modernizar el aparato estatal.
Comenzó a ganar espacio un nuevo sentido común centrado en la necesidad de una mayor participación ciudadana, la atención de los colectivos en mayor situación de exclusión y el cuestionamiento de algunos de los grandes temas que el neoliberalismo había convertido en tabú, como el gobierno público de la economía.
En los países donde existe una mayor fortaleza institucional no hay una crisis abierta del sistema de representación pero si existe una pérdida de identificación partidista. Desde el caso mexicano y chileno, se habla de una sociedad apolítica o despolitizada. Mientras la crisis del sistema de representación ha dado lugar a configuraciones diferentes.
Por un lado iniciado por movimientos sociales, en Bolivia las elecciones presidenciales de diciembre del 2005 fueron ganadas con una mayoría absoluta por Evo Morales, líder del partido MAS (Movimiento al Socialismo). De origen indígena, este presidente había creado su capital político como líder del movimiento cocalero del Chapare. Desde sus inicios, el gobierno del MAS se propuso la nacionalización de los hidrocarburos, la distribución de tierras, importantes políticas sociales y un proyecto de Asamblea Nacional Constituyente que fue llevado a cabo en el 2007. El MAS, compuesto por varias federaciones de productores de coca, federaciones de mujeres campesinas, sindicatos urbanos, transportistas, sindicatos de maestros rurales y el sector de las ONG es igualmente el único movimiento indígena que ha llegado a un gobierno en América latina.
En Ecuador, el presidente Rafael Correa, llegó igualmente al poder con la propuesta de crear una Asamblea Nacional Constituyente, vinculando además al movimiento Pachakutik ecuatoriano que también ésta compuesto por varios sectores sociales con predominancia de grupos indígenas, pero que no tiene una estructura centralizada y burocratizada como en el caso boliviano, no obstante también ha trazado políticas orientadas hacia una mayor inversión social en diferentes campos.
En Venezuela, por otro lado, desde 1999 un líder carismático ha ejercido el gobierno. Hugo Chávez, precursor del denominado "socialismo del siglo XXI" con su ideología "bolivariana" ha llevado a cabo una gran cantidad de reformas anti-neoliberales y democráticas, quien desde una socialización masiva de la constitución potenció una mayor identificación y legitimación del sistema generando grandes controversias a lo interior de la sociedad y la política venezolana.
Dichos procesos constitucionales, aunque muestran un carácter polisémico, consecuencia de la gran variedad de experiencias vividas en América latina, pero también de las aprehendidas y legadas del resto del mundo comparten características similares basando su poder en una relación directa entre gobernantes y gobernados, privilegiando la emoción de un lado y la fusión comunitaria del otro, como parte de un proceso de inclusión donde el pueblo, pasa a ser un sujeto político constituido por todo lo que no representa a las elites, y por tanto las mayorías.
Pero sin duda, el debate más importante frente a estas nuevas formas de gobierno o de reconfiguración del matriz sociopolítica es su relación con la democracia, donde la discusión sobre su futuro no es tanto determinar la orientación populista, neo populista, de izquierda o de derecha de los nuevos gobiernos sino saber cómo lograr que esta se erija como la opción más viable para ellos en este, el siglo XXI.
Donde aún permanece las resistencias y luchas campesinas y de los pueblos indígenas, hay un decaimiento de la movilización obrera, en el marco de un deterioro, difícil de revertir, de las condiciones de los trabajadores asalariados. Se advierte, un mayor acceso de las mujeres a la educación y al mercado de trabajo y a las responsabilidades públicas, asimismo legislaciones inclusivas pero que aunque son mejorías, no van acompañadas de transformaciones sustanciales de la dominación patriarcal. Jóvenes y estudiantes sufren un deterioro de sus posibilidades democratizadoras, en cuanto movimiento social, debido a su desagregación interna a causa del propio sistema, ya que el acceso a la educación de calidad, y también tendencialmente a la salud, han pasado a estar determinadas por el mercado.
El carácter transnacionalizado del poder político, la lejanía humana de los políticos profesionales y tecnócratas son parte del legado que ofrece a la América de hoy el fracasado sistema regente que insiste en carecer de alternativa, y que no está dispuesto a ceder ni un paso hacia atrás.
Dentro de este contexto de crisis la pregunta que viene a imponerse frente a estos gobiernos alternativos y su nuevo constitucionalismo latinoamericano, es de si su proyecto busca realmente una reconstrucción de la nación desde una perspectiva incluyente y democratizante que articula nuevas formas de participación en pos del progreso social o por el contrario solo moviliza a la sociedad de forma plebiscitaria, bajo consignas demagógicas e intereses autocráticos.
Muchas son las dudas e interrogantes que genera este fenómeno, que no por tener su basamento en fórmulas anteriormente fracasadas lo vuelve predecible e inmutable, el desafío democrático de este movimiento y su legitimidad dependerán de su capacidad de respuesta frente a las demandas crecientes de participación por parte de la sociedad, considerando que estas aumentarán en los tiempos de recesión económica y de acentuación de las desigualdades sociales, como reflejo del redimensionamiento del papel que en los asuntos políticos, sociales, económicos y comunicológicos está teniendo la decisión el otro en favor de una horizontalidad en el ejercicio del poder.
Conclusiones
El fantasma del constitucionalismo nominal o semántico, carente de garantías eficaces, ha sobrevolado la historia de América Latina durante buena parte de los siglos XIX y XX. Ni las desiguales estructuras sociales coloniales, ni la combinación entre legado jurídico ibérico, tradiciones autóctonas y una importación no siempre consistente de categorías jurídicas estadounidenses o francesas, favorecieron el afianzamiento de una tradición constitucional garantista y democrática. Esto hizo frecuente la contraposición entre un constitucionalismo de países "avanzados", normativos y vinculantes, y un constitucionalismo de países "subdesarrollados", plagado de grandilocuencia pero de nula o escasa efectividad.
Esta imagen encierra elementos de verdad aunque también numerosos prejuicios. A menudo, por ejemplo, ha llevado a atribuir la fragilidad constitucional del continente a la pervivencia de una supuesta "estructura mental" hispánica, criolla, indígena, africana, atrasada y proclive a la anomia, a la intolerancia o al caudillismo. Pero ha dejado de lado o como mínimo ha subestimado el peso de otros elementos decisivos como la desigual distribución de poder político, económico, cultural y territorial, la exclusión y negación de minorías y a veces mayorías étnicas, o la vulnerabilidad de la región frente a injerencias externas arbitrarias.
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