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La reserva del dominio. La visión de España-Alemania (página 4)


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Trazaremos la necesaria distinción previa y examinaremos la oponibilidad del derecho de servidumbre en función de si el predio está o no registrado, pues para lo primero rigen las disposiciones de la ley Hipotecaria y, para lo segundo, lo que la exposición de motivos de la ley de 1861 llamaba "el derecho antiguo", esto es, las disposiciones del Código Civil referidas a la creación, modificación y extinción de derechos reales; normas que  encuentran su nudo principal -para los bienes inmuebles- en el art. 1473.

Por lo que se refiere a los fundos registrados, sólo las servidumbres inscritas otorgarán a su titular la facultad de ejercitar erga omnes el contenido de su derecho, por lo que, en buena lógica, sólo a partir de la inscripción tal derecho será real[218]. Si no se inscribiera, ésta sólo se opondría a los terceros que la conocieran, pues no estarían de buena fe a efectos del artículo 34 LH -conocen la servidumbre a pesar de que no figure en el registro-.

En caso de que el inmueble no estuviera registrado, se aplicarían las reglas del art. 1473, que prevé la oponibilidad erga omnes del derecho cuya posesión se adquiera prior in tempore y de buena fe. Para entender que la servidumbre puede oponerse a todos -y, por tanto, sea tenida por derecho real- es necesario i) que el adquirente de la servidumbre ignore cualquier contrato anterior incompatible con su título ii) que entre en posesión del fundo y ejercite las facultades que su derecho de servidumbre le confieren, esto es, que tome posesión de la servidumbre (el modo)[219],[220], pues sólo a través de esa posesión desvirtuará la buena fe que permitiría a otro tercero adquirir el fundo sirviente sin el gravamen de la servidumbre.

En fin, vemos que tampoco puede afirmarse que las servidumbres se oponen a todos en todo caso porque son derechos reales, sino que conviene matizar entre lo inscrito y lo no inscrito y concluir que la inscripción permite la oponibilidad del derecho frente a todos si el fundo está registrado y que, respecto de los fundos no inscritos, la posesión del fundo en concepto de titular de servidumbre (si ésta es aparente), y siempre que se ignoren relaciones de crédito anteriores y contradictorias, constituye una suerte de salvaguarda a favor del titular del derecho de servidumbre y en perjuicio de los potenciales terceros adquirentes del mismo derecho, que al percibir la posesión del fundo a título de servidumbre, deberán abstenerse por su propio bien de contratar con el dueño del fundo sirviente ese mismo derecho que parece que se está ejerciendo[221].

d) El derecho de superficie, de vuelo, o de construir en el subsuelo no oponible

Los arts. 157-161 de la Ley del Suelo y el art. 16 RH prevén un derecho de nuevo cuño que se entiende forma parte de la lista de derechos reales. No discutimos que reúna el rasgo de la inmediación, puesto que el titular de tal derecho puede, aunque sólo en parte, ejercer el contenido del derecho por sí mismo y sobre la cosa ajena. Ahora bien, en cuanto a la oponibilidad del derecho habrá que distinguir, de nuevo, entre si el titular lo ha escrito en el Registro de la propiedad o no. En el primer caso será oponible erga omnes, pues no estará de buena fe quien adquiera la propiedad o un derecho limitado sobre el fundo pretendiendo desconocer la previa existencia de un derecho de superficie inscrito.

En caso de que tal derecho no se haya inscrito, no resulta oponible a los terceros que no debieron conocerlo. Y para valorar si los terceros debieron conocerlo o no, resulta de especial interés atender al hecho de si el titular del derecho de superficie empezó a ejercitarlo o no; es decir, si empezó a construir, pues en caso de que así sea, habrá dado, al menos, un indicio de la existencia de su derecho que, desde la interpretación de algunos autores[222], desvirtuaría la buena fe del tercero que confía, por la certificación registral, en la ausencia de esa carga. Sin embargo, en el caso de que ni siquiera hubiera empezado a construir, carecería su titular incluso de la oportunidad de explorar esta vía -alegar la mala fe del posterior adquirente-, y el derecho decaería frente a la buena fe, en este caso intachable, del tercero que ni siquiera dispuso de un indicio que contradijera la información que el registro publicaba[223].

Recapitulando, hemos hecho un repaso de algunos de los derechos reales más incontrovertidos y hemos demostrado que la oponibilidad de los mismos no es un rasgo inherente al derecho y, desde luego, no concurre en todas las circunstancias, sino que más bien depende de si se han adoptado medidas para darlo a conocer a un bajo coste para permitir así su posterior oponibilidad sin dar lugar a las desagradables sorpresas que los terceros de buena fe se llevan en sistemas opacos que permiten la oponibilidad de derechos desconocidos.

Nos corresponde ahora analizar el rasgo de la oponibilidad desde la perspectiva contraria y hablar de ciertos derechos que nunca se han considerado reales y que, sin embargo, se oponen erga omnes como consecuencia de su publicidad.

2.2.3. Derechos de crédito oponibles

a) El arrendamiento oponible

Habiendo estudiado ya en otro apartado el elemento de la inmediación, corresponde ahora analizar el de la oponibilidad erga omnes del arrendamiento, algo que de acuerdo con la vigente ley de arrendamientos urbanos resulta tan evidente que ni siquiera los que defienden el carácter netamente personalista de la relación arrendaticia lo discuten[224].

En efecto, el derecho del arrendatario a seguir gozando de la cosa, se opone, al menos, durante cinco años, de acuerdo con el art. 14 de la ley 29/1994 de 24 de noviembre[225], incluso en el caso de que el nuevo propietario ignorara que el inmueble estaba dado en arrendamiento y a pesar de que reuniera los requisitos que el art. 34 LH prevé para la inoponibilidad de lo no inscrito[226].

b) La anotación preventiva del embargo fundada en un derecho de crédito

Una de las reglas más esenciales del Derecho civil patrimonial es la de la responsabilidad patrimonial universal -prevista en el art. 1911-, que hace responder al obligado civilmente del cumplimiento de sus obligaciones con todos sus bienes presentes y futuros. Es lógica la finalidad dinamizadora del tráfico económico que caracteriza a esta regla de Derecho, pues nadie daría crédito si no fuera con una garantía sólida como la de poder dirigirse en caso de impago, no sólo contra los bienes de los que disponía el deudor en el momento de contraer la obligación, sino incluso contra los que adquiera en un futuro.

En caso de que el deudor no pague la deuda voluntariamente, el procedimiento que se articula para exigir la ejecución forzosa de sus bienes es el del embargo, que equivale a una suerte de expropiación judicial de ciertos bienes del deudor en la medida suficiente como para atender al pago de sus obligaciones. No obstante, como el hecho de que un bien se encuentre embargado no impide per se que el embargado enajene o grave el bien del que todavía puede aparecer como propietario -por tener el bien registrado a su nombre y no constar la anotación de embargo o por conservar la posesión sobre el mismo si el bien no está registrado- a un tercero que confíe en tal apariencia[227], es necesario tomar la cautela de desvirtuar tal apariencia de propiedad libre por medio de la anotación del embargo en el registro. Sólo después de la adopción de esta medida vendrá obligado el tercer adquirente de la propiedad o de un derecho sobre la cosa embargada a estar a las resultas del embargo[228].

Puede advertirse, por tanto, la semejanza en la solidez de la posición jurídica en la que se encuentra el embargante (aunque el embargo lo sea por un derecho de crédito) y la situación del acreedor hipotecario: ambos sujetan frente a todos un determinado bien al cumplimiento de una obligación[229]. Desde la perspectiva de la oponibilidad erga omnes no hay diferencia entre el derecho de hipoteca -oponible a todos desde su inscripción- y el derecho del embargante -oponible desde la inscripción del embargo-. Y no sólo no hay diferencia desde el punto de vista de la oponibilidad erga omnes; tampoco la hay desde el contenido de las facultades que ambos derechos otorgan a sus respectivos titulares[230].

c) Las condiciones inscritas

La exigibilidad de una prestación puede subordinarse -en virtud de lo dispuesto en los arts. 1113 y ss. del Código Civil- a la verificación de un suceso futuro e incierto o que pasado, fuera desconocido para los interesados. A través de este instrumento jurídico las partes pueden condicionar la consumación o la resolución del contrato -exigibilidad de la recíproca devolución de la prestación o prestaciones– a que se verifiquen o no ciertas expectativas de las que depende su intención última de contratar y que en el momento de celebrar el contrato les son inciertas[231].

Sin embargo, los efectos de la concurrencia de una condición no se ciñen necesariamente a la esfera de las partes contratantes, sino que, en determinados circunstancias, éstas pueden surtir efectos frente a terceros o incluso erga omnes, en cuyo caso éstos habrán de estar a las resultas del eventual acaecimiento de la condición.

El supuesto más evidente es el de la inscripción de las condiciones en el registro de la propiedad. Fijémonos en el art. 11 LH, que prevé que la constancia registral del aplazamiento del pago no afectará a los terceros "a menos que se garantice aquél con hipoteca o se dé a la falta de pago el carácter de condición resolutoria explícita"[232]. En este precepto se equipara                                   -impropiamente- la hipoteca a la condición resolutoria en cuanto a sus efectos frente a terceros[233] y, siendo las condiciones un instrumento que modula la eficacia de las relaciones de crédito, podemos concluir que, en los casos en los que una condición accede al registro y es conocida por todos, sus efectos dejan de estar limitados a la esfera de las partes contratantes para proyectarse también al exterior, logrando la oponibilidad de relaciones de crédito a terceros que no son parte en esa relación[234].

d) El crédito refaccionario anotado

Si ya intuíamos la semejanza de facultades de un embargante y de un acreedor hipotecario, en el caso del crédito refaccionario anotado, la ley nos indica expresamente esa semejanza o identidad de efectos -93 II LH[235]-.

El acreedor refaccionario es aquél que ha hecho una obra de mejora en una propiedad ajena. El legislador considera especialmente injusto el impago de este crédito y otorga al comitente el derecho a cobrarse con cargo a la cosa y con preferencia a otros acreedores. Además, de esta manera se incentiva que se lleven a cabo obras de mejora en los inmuebles. No en vano, es previsible que los contratantes hubieran pactado una hipoteca y, por tanto, la previsión legal ahorre costes de transacción en este caso.

Lo que sí resulta necesario es la publicación del derecho del acreedor refaccionario en el registro para su oponibilidad a los acreedores posteriores que tengan derechos sobre la misma cosa[236]. Por tanto, como en el caso anterior, el titular de este derecho de refacción puede oponerlo a terceros, esto es, puede ejecutar los bienes erga omnes como si tuviera un derecho de hipoteca, a pesar de que inicialmente sólo tuviera una anotación preventiva en vistas a la expectativa de derecho de crédito que tras la finalización de la obra sería exigible.

Si la exigibilidad del crédito garantizado por la refacción hubiese quedado pospuesta en el tiempo por el aplazamiento de la obligación del pago, el art. 93 de la Ley Hipotecaria le otorga al acreedor la facultad de convertir la anotación preventiva en hipoteca, sin perjuicio de que, de estar ya vencido el crédito, la anotación surta "todos los efectos de la hipoteca", como dice el art. 1113, "desde luego".

e) Los créditos privilegiados ex lege

Valga lo dicho en el apartado anterior para todos los créditos a los que la ley les conceda cualquier tipo de privilegio, que serán oponibles a cualquier tercero. Estos no pueden alegar el desconocimiento del privilegio, pues éstos vienen asignados directamente por la ley. Algo común a todos los créditos que gozan ex lege del privilegio de afectar a ciertos inmuebles es que no resulta difícil calcular su cuantía que, en todo caso, no puede ser muy elevada. Es por esto por lo que la prioridad de la que gozan sus titulares apenas resulta molesta para los demás acreedores desplazados[237]. Dado que todas estas facultades de cobrar con preferencia con cargo a una cosa ajena son ejercitables erga omnes -contra quienquiera que se subrogue en la titularidad del inmueble afectado-, se trata de derechos reales.

3 Específicamente sobre el derecho real de propiedad

Hemos dedicado el apartado anterior a precisar, desde el punto de vista de la doctrina clásica, los conceptos de inmediación y de oponibilidad erga omnes y a corroborar si éstos concurren en los derechos que siempre se han tenido por reales y si se encuentran ausentes en los derechos que siempre se han considerado de crédito. Las conclusiones a las que hemos llegado han confirmado la hipótesis de que esto no es siempre así: ni en los derechos clásicamente reales concurren los dos elementos ni en los derechos de crédito están ambos ausentes necesariamente.

Corresponde ahora pasar el "test de la realidad" -siempre desde una perspectiva clásica[238]- al derecho de propiedad, que, por fuerza, hubo de ser uno de los derechos que principalmente se tomaron en cuenta cuando se fraguaron los conceptos abstractos de derecho real y de crédito.

3.1. La inmediación en la propiedad

El primer artículo del Capítulo I del Título II del Libro II del Código Civil se aventura a hacer lo que los romanos nunca hicieron por considerarlo "peligroso": definir la propiedad. Y es que, si en Derecho todas las definiciones son peligrosas, el intento de definir la propiedad habría de revestir una peligrosidad extrema, pues, no en vano, se trata del único derecho ilimitado en el que, a su vez, encuentran su fundamento jurídico y económico todos los derechos que la restringen. Siendo un empeño tan difícil y arriesgado, quizá sea dispensable que el Código Civil no atine al decir que la propiedad consiste -entre otras facultades- en gozar de la cosa (art. 348).

Si el propietario siempre gozara de la cosa podríamos decir que la propiedad lleva siempre inherente el elemento de la inmediación -si obviamos la apreciación de que sólo Robinson ejerce por sí mismo las facultades en que  sus derechos consisten[239]-. Pero es claro que no sólo los propietarios gozan de la cosa, sino también -ya lo hemos visto pormenorizadamente- el usufructuario, el usuario, el titular de un derecho de habitación, el comodatario, el arrendatario o el ladrón. Así mismo -visto desde la perspectiva contraria-, al propietario le puede faltar en un momento dado el goce de la cosa. De hecho, por cada titular de los derechos que acabamos de aludir ha de haber necesariamente un nudo propietario.

Dado que el goce de la cosa es el presupuesto de la inmediación -de hecho, es muy probable que este concepto abstracto se haya obtenido pensando exclusivamente en los derechos de goce-, en los casos en los que el propietario no goce de la cosa habremos de concluir que no dispone de inmediación sobre la misma, pues ya hemos visto que la inmediación presupone una relación de hecho, de lo contrario el titular del derecho no podría ejercer por sí mismo las facultades que el derecho le otorga.

3.2. ¿La propiedad no oponible?

Hablar de la oponibilidad erga omnes de la propiedad resulta extremadamente resbaladizo por la indefinición de ambos conceptos. Cierto que ya hemos hablado de la oponibildad o inoponibilidad de ciertos derechos como la hipoteca, las servidumbres o la opción. Sin embargo, el hecho de que  conociéramos de manera precisa en qué consisten esos derechos limitados nos permitía cerrar el análisis con una mera intuición de lo que es la oponibilidad. Sin embargo, dado que a estas alturas del trabajo no hemos dado todavía una definición de propiedad, no creemos posible llegar a conclusiones sólidas si partimos meramente de dos intuiciones acerca de dos conceptos jurídicos indeterminados. Permítasenos, por lo tanto, que por razones sistemáticas respondamos definitivamente a esta pregunta una vez esclarecidos los conceptos previos de propiedad y de oponibilidad.

Lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que, a veces, y como resultado de un sistema registral avanzado, al propietario de una cosa se le priva de su derecho a favor de alguien que, se dice, adquiere el mismo u otro derecho contradictorio a non domino[240]. Esta protección del tercero en perjuicio del propietario revela que, en ocasiones, el derecho de propiedad no reviste la solidez característica que se predica de los derechos reales (oponibles erga omnes), sino que más bien se parece a la propiedad in bonis a la que hace referencia Gayo[241], un derecho de propiedad que, a pesar de estar correctamente constituido con arreglo a las normas del derecho sustantivo, entra en pugna con el sistema de publicidad que se haya arbitrado en el tráfico económico y que lo sacrifica en atención a intereses de más meritoria tutela -la protección del tráfico-.

Por tanto, prestaremos especial atención al indagar acerca del concepto de propiedad el hecho de que, en determinadas situaciones, ésta se desdobla y da lugar a dos posiciones jurídicas que no se identifican en ningún caso con una propiedad plena. El fenómeno del duplex dominium se recoge tanto en textos antiguos[242] como en los de la doctrina moderna[243]. Tanto en nuestro derecho patrio[244] como en Derechos foráneos[245].

4. La reformulación de la distinción en Giorgianni como exponente de las teorías eclécticas. Valoración crítica

Tras evidenciar las definitivas insuficiencias que achacan a la tradicional teoría diferenciadora entre derechos reales y de crédito, el autor se ve en el deber de formular una teoría alternativa que redefina lo que se entiende por un derecho real o de crédito, si es que todavía considera conveniente mantener tal distinción.

El autor sugiere que las tradicionales relaciones reales y de crédito se contemplen ahora desde una doble perspectiva: i) "desde la estructura del poder concedido al titular"[246], en cuyo caso, y sin que ésta sea una clasificación cerrada, pueden distinguirse entre 1) obligaciones 2) derechos de disfrute, 3) derechos de garantía o 4) potestativos; ii) "inherencia del poder del titular respecto de una cosa","lo cual se verifica cuando el Ordenamiento jurídico atribuye a la descrita ligazón funcional entre el poder y la cosa la virtud de hacer posible la satisfacción de su interés, cualquiera que sea la esencia de las relaciones jurídicas o de hecho que envuelvan la cosa"[247].

En fin, el autor hace tabla rasa de los tradicionales criterios de distinción entre derechos reales y de crédito para pasar a examinar lo siguiente: i) si el titular del derecho obtiene el interés que tal derecho le otorga por sí mismo o a través de otro sujeto obligado a observar un determinado comportamiento; ii) si ese poder le otorga inherencia sobre la cosa, es decir, si puede obtener su interés con cargo a la cosa[248]. Ahora bien, la novedad radica en que estas dos vertientes pasan a ser independientes y ya no es necesaria la concurrencia cumulativa de ambas -obtención del interés por sí mismo (inmediación) e inherencia- para decir que un derecho sea real, sino que bastará con la concurrencia del elemento de la inherencia[249].

El pensamiento del autor se capta definitivamente a través de los ejemplos que propone: "… puede ocurrir que una relación que sobre la base de la primera valoración puede situarse entre los derechos de goce, pertenezca, además con base en la segunda valoración a los derechos reales, y puede ocurrir también que una relación, que con base en la primera valoración se sitúa entre los derechos de crédito, pertenezca también con base en la segunda a los derechos reales. Efectivamente, el usufructo, que es un derecho de goce (primera valoración), es un derecho real (segunda valoración), cuando el título constitutivo ha sido inscrito; por el contrario, la servidumbre negativa, en la cual, como nos hemos esforzado en demostrar, el interés del titular se logra mediante una relación obligatoria, es una obligación (primera valoración) y es además un derecho real (segunda valoración) cuando el título constitutivo ha sido inscrito…"

Nótese, dicho sea de paso, cómo el autor se refiere en todo caso a la inscripción del título constitutivo para que el usufructo y la servidumbre sean oponibles a los terceros y, por tanto, confieran inherencia al derecho del titular, y es que el autor considera -acertadamente- que la publicidad es presupuesto de la inherencia y, por tanto, del carácter real de un derecho[250].

Valoración crítica de la teoría de Giorgianni

Empezaré destacando un importante punto de coincidencia entre la tesis del profesor italiano y la concepción de derecho real que en este trabajo se defiende. A pesar de aquí no concebimos la inherencia como el rasgo fundamental de los derechos reales, sino su oponibilidad erga omnes, no conviene tampoco hablar de discordancia de pareceres meramente por el hecho de que usemos términos distintos si lo que está detrás es la misma idea de fondo. Cuando Giorgianni habla de inherencia, tal concepto presupone ya la idea de oponibilidad erga omnes, pues si el titular del derecho puede satisfacer su interés con cargo a la cosa en todo momento, lo hace evidentemente contra el interés que el poseedor de turno de la cosa tenga en sobre ella en el momento en que el beneficiario de la inherencia ejercita sobre la cosa su interés, oponiendo su derecho, por tanto, al poseedor. Evidentemente, tal oposición no se funda en la inherencia -lo cual equivaldría a decir que se opone porque sí-, sino en la previa publicidad que el titular del derecho le ha dado -el que avisa no es traidor- para que los terceros poseedores valoren convenientemente los derechos que adquieren sobre una cosa sujeta a satisfacer un interés de otro y no paguen por ellos más de lo debido -el autor mismo así lo reconoce, v. nota 233 de este trabajo-. Ya hemos insistido varias veces en esto: decir que tal oposición está fundada en la inherencia o reipersecutoriedad (o ius persequendi) es perderse en las palabras y desatender la verdadera causa: la publicidad que se ha dado del derecho[251].

Se ha expresado el punto de coincidencia. Pasemos ahora a exponer algunas críticas a la elaboración del autor:

1) No creemos, a diferencia de lo que piensa el autor, que falte necesariamente la inherencia en los derechos sobre bienes inmateriales -sobre los que, sin embargo, sí admite que haya absolutividad-[252]. Un ejemplo de ello viene representado por las garantías sobre acciones anotadas en cuentas de valores, sobre las que sí es posible la constitución de derechos como la prenda, dada la identificabilidad de tales valores. En el caso de la prenda sobre valores anotados en cuenta, el acreedor pignoraticio siempre podrá cobrar su crédito con cargo a tales ciertas acciones independientemente de que se hubieran transmitido, pues el adquirente las habría adquirido con la carga debidamente publicada con anterioridad a la adquisición. Prueba contundente de que caben tales garantías sobre bienes incorporales es que el UNIDROIT está trabajando en una guía en la que se pretende clarificar y homogeneizar precisamente el régimen jurídico de tales garantías. Tampoco hay que pensar que falte la inherencia a la cosa porque haya dejado de haber una cosa en sentido material, pues basta que lo sea en sentido jurídico, y un paquete de acciones anotadas en cuenta o una participación en un fondo de inversión son cosas en sentido jurídico -en muchos casos de mayor valor patrimonial que muchas cosas físicas-, por lo que no faltará la inherencia en la medida en que sean identificables, y evidentemente lo son en virtud del sistema de compensación y liquidación de los mercados de valores.

2) El autor entiende la absolutividad -o la capacidad de oponer un derecho erga omnes[253]- como algo diferenciado de la inherencia. Para nosotros estos dos términos tendrían un significado coincidente, porque en definitiva no son sino dos maneras diferentes de explicar la preferencia que revisten ciertos derechos frente a otros [v. Cap. II.2.1.5.]. Ni siquiera consideramos que el de "inherencia" sea el término más adecuado para referirse a este efecto de la prioridad. ¿Por qué es inherente un derecho a una cosa si no es por la facultad de exigir a los terceros poseedores o titulares de derechos contradictorios sobre la cosa el respeto del derecho real del titular?. De nada le valdría al titular la inherencia si no fuera porque el derecho es oponible erga omnes en virtud de la publicidad, como él mismo reconoce al exigir la inscripción en el registro del título constitutivo de una servidumbre negativa o de un usufructo[254].

3) Tampoco se observa -y esta es la crítica de mayor calado- que los criterios en los que se basa la primera clasificación sean muy nítidos, pues lo que empieza siendo una distinción trazada en base a la estructura del poder que el titular del derecho ejerce sobre la cosa -si obtiene el interés él mismo o través de la colaboración de un tercero- acaba por difuminarse y deviene en una distinción basada en el contenido de cada derecho que se estima oponible erga omnes. A mi juicio, bastaría con la originaria distinción que el autor hace entre derechos obligacionales o de disfrute, entendiendo que pertenecen a la primera de las categorías los derechos cuya utilidad obtiene el titular a través de la colaboración activa de otra persona -su deudor[255]- y, de disfrute, aquellos en los que el titular puede satisfacer su interés mediante el ejercicio autónomo de su derecho[256]. Esta es una clasificación arbitraria como cualquier otra, que se refiere a cómo obtiene el titular la utilidad de su derecho y que, por tanto, nada tiene que ver con el carácter real de un derecho, pues como el autor ya ha dado por sentado -y nosotros lo suscribimos, con los matices que ya hemos apuntado-, lo que define a un derecho como real es su inherencia respecto de la cosa. Ahora bien, esta clasificación, que en su formulación bimembre ya resulta criticable[257], cuando se bifurca -para diferenciar dentro de los derechos de disfrute entre aquéllos en los que este disfrute recae sobre cosa propia y el que lo hace sobre cosa ajena (derechos de disfrute y de garantía)- y amplía -para incluir a los derechos de garantía y potestativos[258]- deviene del todo inútil para clasificar el hecho de si el titular obtiene el interés por sí mismo o con la colaboración de otro, para lo cual sólo se habrían necesitado dos categorías (sí /no = derechos de disfrute/derechos obligacionales)[259]. La clasificación pasa a convertirse en un intento de clasificar, no ya gracias a quién se obtiene el interés, sino en qué consiste este interés. Y como cada derecho otorga un interés diferente, tal clasificación carece de interés científico, pues sería como crear una especie para cada animal concreto. Bastaría, por tanto, con la identificación del derecho real por su inherencia -o, como nosotros creemos más acertado, oponibilidad erga omnes-, sin perjuicio de que puedan desarrollarse clasificaciones referidas al contenido o función de los derechos.

5. Numerus clausus/apertus de derechos reales.

Una disputa tradicional que ha dividido a la doctrina en el ámbito de los derechos reales ha sido la de si nuestro sistema registral los concibe de manera tasada o la lista confeccionada en los artículos 2 LH, 9 LH o 7 RH los contempla con carácter de numerus apertus[260]. La distinción es una de las más trascendentes a efectos prácticos y teóricos, pues de la adopción de una u otra postura dependerá el que las facultades que las partes recíprocamente se atribuyen a través de contratos puedan afectar a todos los terceros que adquieran con posterioridad un derecho incompatible.

A pesar de que se afirme generalmente que los países pertenecientes a la tradición del Civil law -o como usualmente lo denominan los comparatistas anglosajones: feudales– contemplan rígidamente en sus Códigos de Derecho como un dogma un menú cerrado de derechos reales, a diferencia de los pertenecientes a la órbita del commom law en la que, libres de tal grillete, las partes crearían nuevas relaciones jurídico-reales a su antojo, tal afirmación, que en términos generales tiene sentido, ha de ser matizada por lo que respecta a cada una de las dos tradiciones.

Así, por lo que se refiere a los países integrados en la órbita de la tradición jurídica continental, la pretendida rigidez que los anglosajones ven en nuestros Códigos no es tal[261], pues por lo que se refiere a decantarse por un sistema de numerus clausus o apertus, los códigos -al menos el español– no se pronuncian expresamente y lo dejan al albur de toda clase de interpretaciones. Así mismo, por lo que se refiere al sistema del common law, nuestros compañeros anglosajones, tras exponer el recelo con el que habitualmente miran una rígida estandarización de derechos[262], nos dan cuenta de que la teoría del numerus clausus impregna de hecho el proceder de los abogados y se erige tácitamente en una norma que los tribunales nunca pierden de vista a la hora de interpretar contratos[263].

Visto que la cuestión de si el elenco de derechos reales que provén las leyes constituye un sistema de numerus clausus o apertus no es un problema exclusivo de la tradición jurídica continental, resulta justificado e incluso recomendable el estudio de las posiciones de los juristas del common law al respecto para complementar así el exhaustivo estudio que acerca de esta cuestión -ya clásica- ha elaborado la doctrina de nuestro país[264].

Por de pronto, en nuestro sistema registral como conjunto, -de bienes  inmuebles, pero sobre todo de bienes muebles vendidos a plazos[265]- acceden de facto toda una suerte de posiciones jurídicas cuyos titulares pretenden oponer frente a terceros, particularmente para garantizar sus créditos presentes o futuros. En muchos casos se permite el acceso al registro de figuras de nuevo cuño que no hacen sino reduplicar la función que tradicionalmente han venido cumpliendo nuestras garantías más típicas y consolidadas, introduciendo con su aparición en escena toda una constelación de antinomias y problemas referidos principalmente a su naturaleza y prioridad. 

Es por esto por lo que conviene realizar un análisis económico de la conveniencia de tener uno u otro sistema. Como trataremos de demostrar, la eficiencia se alcanza con el establecimiento de un régimen rígido de numerus clausus de derechos reales, pues los costes que un sistema de numerus apertus acarrearía para los terceros (que por definición, tienden a infinito) superarían los beneficios de los titulares de los nuevos derechos reales.[266]. No obstante, es imposible determinar a priori el número idóneo de derechos reales que puede soportar una economía sin que la sobrecarga de información para los terceros supere los beneficios de la innovación. Entre estos costes y beneficios se esconde el punto de equilibrio que a los juristas corresponde hallar, punto de equilibrio que -fiel a su naturaleza- variará en función de lo que varíen las demás variables, como por ejemplo, la aplicación de las nuevas tecnologías en el acceso al registro o la formación de los ciudadanos. A analizar y comparar los costes y beneficios que generan la creación de nuevos derechos reales dedicamos el siguiente apartado.

La teoría de la óptima estandarización de Merril y Smith.

De acuerdo con estos autores, la creación de cualquier derecho real origina una externalidad negativa que sólo es internalizada por los titulares del interés a oponer y los sucesivos adquirentes[267], ya que éstos cuentan con ellas y las reflejan en el precio del derecho que crean. Sin embargo, las personas ajenas a ese círculo privado y que, por tanto, no están en condiciones de hacer una correcta valoración económica del derecho que adquieren sobre el bien gravado, sufren en toda su crudeza el efecto de las asimetrías informativas, hasta tal punto que el coste de la valoración económica de su derecho superaría el beneficio económico que eventualmente adquirirían de celebrar el contrato, lo cual les lleva inexorablemente a abstenerse de contratar.

Imaginemos un mercado con 100 relojes y 100 propietarios, correspondiendo un reloj a cada propietario. Cada propietario podría, evidentemente, transmitir la propiedad del reloj o darlo en prenda o comodato, pero imaginemos que el propietario A quisiera constituir un derecho real ex novo que consistiera en ceder a otro el uso y disfrute del reloj, pero sólo los lunes. Como contrato con efectos inter partes, estaría perfectamente amparado en la autonomía de la voluntad de las partes contratantes, pero… ¿qué ocurriría si se les permitiera dotar de efectos reales a ese contrato?. En primer lugar, se empezaría a correr el rumor de que alguien ha constituido un derecho de usa-en-lunes con un régimen jurídico incierto sobre un reloj, pero no sobre qué reloj concreto de los cien se ha constituido, lo que decidicamente pondrá en alerta a los potenciales adquierentes de relojes, que a partir de ese momento comprarán relojes -o adquirirán derehos sobre relojes- con mayor recelo.

Por otra parte, cuando A quisiera vender su reloj, tendría que explicarle a su contraparte -y eso si está de buena fe- que no lo podrá usar los lunes, lo cual, evidentemente, lo haría menos atractivo y lo abarataría. Sin embargo, esa es una circunstancia que no sorprendería a A y que ya habría tenido en cuenta a la hora de fijar el valor del derecho usa-en-lunes, por lo que en términos económicos no sufre ningún perjuicio. ¿Qué les ocurrirá, sin embargo, a cada uno de los otros noventa y nueve propietarios cuando intenten vender el reloj o un derecho sobre sus relojes? Se encontrarán con compradores reticentes que ofrecen menos dinero por el reloj o que ya no están dispuestos a adquirir ningún derecho ante la eventualidad de no poder usarlo los lunes por el desconocimiento de la eventual existencia de un titular preferente de un derecho sobre el reloj y del exacto régimen jurídico de tal derecho. E incluso en el caso de que haya asumido el coste de la investigación acerca de la existencia o no de tal titular preferente y del funcionamiento del nuevo derecho, o haya contratado garantías, descontará del precio de reserva[268] el coste de valoración y/o de transacción -para la formalización de las garantías- que ha tenido que asumir. Como vemos, A ha creado una externalidad negativa que se traduce en un coste que recae sobre los demás vendedores y el resto de los potenciales compradores de relojes y de la que no responde[269].

Llegados a este punto, conviene distinguir entre tres clases de individuos que pudieran estar afectados por la creación de este interés en cosa ajena: i) Los mismos  creadores del interés, ii) Los que se subrogan sucesivamente en la titularidad del interés, y iii) las demás personas que no intervienen activamente en estas relaciones jurídico-reales e integran la parte pasiva que simplemente estaría llamada a soportarlos.

i) Por lo que se refiere a los primeros, no es imaginable ningún tipo de externalidad que no hayan podido tener en cuenta a la hora de contratar y, por ende, pudieran haber descontado al fijar el precio del nuevo derecho real cuya creación convienen con el adquirente. Así, si A constituye un derecho de usa-en-lunes en favor de B, el hecho de que B pudiera, a su vez, transmitir ese derecho o constituir otros derechos sobre su titularidad en favor de otras personas degradaría el valor de los restantes derechos que A conservara en el reloj[270]. De la misma forma, A puede hacer disminuir el valor de los derechos de B constituyendo otros derechos en favor de terceros. No obstante, dado que los contratantes directos de estos derechos están en condiciones de internalizar el riesgo en el precio, no podemos decir que sufran externalidades. Por lo que a estos individuos se refiere, no hay necesidad de prohibir la transacción.

ii) Por lo que se refiere al grupo de los que se subrogan en la titularidad de esos intereses, tampoco los costes representan una externalidad. Si el nuevo derecho real rebaja el precio que un futuro comprador pagará por un derecho en el reloj sobre el que A y B han negociado, las dificultades que afrontará el futuro subrogado que pueda estar interesado en adquirir un interés en el reloj le llevarán a pagar un precio menor que el que hubiera pagado por un reloj libre de cargas.

iii) La verdadera externalidad se genera respecto de los terceros que incluso potencialmente estarían dispuestos a adquirir un derecho sobre el reloj. Además, este coste que sufren los terceros intervinientes en el tráfico rara vez se compensa con los beneficios que obtiene el titular del derecho real. Supongamos que el valor que para A representa la creación de un derecho de usa-en-lunes es de 10 $, pero disminuye en 1 $ el valor de los relojes de los otros noventa y nueve propietarios. Tenemos que el beneficio neto para A es de 9$, pero a un coste social de 90$. A juicio de MERRIL & SMITH, sólo una obligatoria estandarización de los derechos disminuiría los costes asociados a la falta de conocimiento de su régimen jurídico. De su existencia en el caso concreto darán cuenta los sistemas de publicidad que se arbitren, como el registro de la propiedad, sin perjuicio de que la articulación de sistemas de publicidad convivan -o mejor, compitan- con un régimen de seguro de títulos[271].

Como consecuencia, en términos agregados, la viabilidad de la creación de un nuevo derecho real se reduce a hacer una comparación entre el beneficio marginal que los titulares obtienen de la existencia de un nuevo vehículo jurídico para satisfacer sus necesidades económicas y el coste marginal de tener que dar la necesaria publicidad de su régimen jurídico y de la existencia del nuevo gravamen en un caso concreto del tráfico, si su titular quiere hacerlo efectivo frente a terceros[272]. No cabe duda de que, en vez de en los extremos (autonomía de la voluntad en la creación de derechos reales frente a ausencia de derechos reales), hay que buscarla en el equilibrio entre los costes en juego[273].

 

La interesante aportación de los autores que acabamos de comentar ha sido objeto, dos años después, de una vigorosa réplica por parte de Hansman y Kraakman, que tras exponer las objeciones que encuentran a la elaboración de  Merril y Smith, presentan la teoría de las reglas de verificación, que podría resumirse como la exigencia de diferentes grados de publicidad en función de los rasgos de cada derecho real para su enforcement u oponibilidad.

Son varias las objeciones que estos autores encuentran a la teoría antecitada. Nosotros recogeremos algunas que creemos fundadas y rechazaremos otras que, o bien no creemos que desvirtúen las alegaciones de los anteriores, o creemos que son fruto de una malinterpretación. No obstante, y a pesar de las manifiestas discrepancias entre estos dos estudios, los hemos encontrado coincidentes en varios aspectos básicos: i) Se vuelve a incidir en la semejanza de comportamiento de las dos tradiciones jurídicas ante el dilema numerus clausus/apertus, lo cual nos permite buscar ideas sugerentes en los trabajos de los académicos de ultramar por la posibilidad de extrapolar algunas de sus ideas en este aspecto a nuestro sistema jurídico continental y, ii) se hace una misma caracterización de los derechos reales, en la que el rasgo más saliente es la oponibilidad de los mismos a terceros, fundada en la necesaria notificación (give notice) que de los mismos ha de darse a los terceros -lo que nos pone en la órbita de un sistema transparente de constitución y transmisión de derechos reales-[274].

1. La teoría de la óptima estandarización no explica por qué el derecho de cosas es más restrictivo que el derecho de obligaciones y contratos. Si debe haber un número óptimo y finito de derechos reales estandarizados, ¿por qué no rige lo mismo para los derechos de crédito? Los autores señalan que por lo que se refiere a los derechos de crédito, la utilidad de la legítima proliferación de nuevos contratos no afecta a la certeza ni eleva los costes de transacción[275].

Esta primera objeción, que parece más una negación de las conclusiones a las que llega la teoría de la óptima estandarización y que nosotros creemos suficientemente justificada y explicada tiene una respuesta sencilla y que además responde a una lógica básica: los derechos de crédito sólo surten efectos frente a la contraparte, que se supone que ha entendido y aceptado los términos del contrato y se somete a sus dictados –pacta sunt servanda– y frente a los terceros que conozcan el interés        -deudores extracontractuales-, que responderán de su lesión dolosa o imprudente.

Por el contrario, los derechos reales se definen precisamente por su eficacia erga omnes y, por tanto, exigen para su válida constitución que se desarrollen medidas previas destinadas a proveer a los terceros de un conocimiento exacto del régimen jurídico de tal derecho y de la concreta existencia del derecho preferente que haya de respetarse, esto es, medidas que constituyan la presunción iuris et de iure de que ha intervenido un consentimiento válido por parte de todos aquellos que potencialmente pueden adquirir un derecho contradictorio. No puede exigirse una responsabilidad por incumplimiento a quien no expresó su consentimiento para obligarse[276], y es precisamente para lograr este consentimiento informado por parte de todos para lo que es necesaria la intervención del legislador, que estandariza el régimen jurídico de los derechos reales, y del registro o sistemas equivalentes, que informan de la existencia de los derechos reales, que adquieren precisamente tal carácter real a través de la inscripción. El coste de desarrollar un régimen jurídico estandarizado para el nuevo derecho real, de dar publicidad a los derechos reales que en cada caso se constituyan y, en última instancia, el coste que al propio operador económico le supone entender o asesorarse acerca del régimen jurídico del derecho real en cuestión y pedir la correspondiente certificación registral son los costes de transacción vinculados a la creación de un nuevo derecho real[277].

Por el contrario -y siguiendo con la respuesta a su interrogante- si un aumento de las modalidades contractuales no aumenta el coste de valoración de los derechos que otros adquieren (lo que Merril y Smith llaman measurement cost) es sencillamente porque los efectos jurídicos de estos nuevos contratos se circunscriben exclusivamente a la esfera de las partes contratantes y no afectan a los terceros, salvo que éstos interfieran en la relación de crédito y frustren dolosa o imprudentemente el interés del acreedor (tortious interference with the contract). Estos son los terceros a los que nosotros hemos llamado "deudores extracontractuales", en atención a que la obligación que a éstos compete de no lesionar los intereses de los demás constituye una obligación civil.

2. El número de derechos reales que la ley defina o esté preparada para oponer afecta poco a los costes de información. En tanto los derechos reales más necesitados gocen de una clara categorización y definición, la posibilidad de que las partes lleven a cabo sus transacciones en esos términos no se verá comprometida por la disponibilidad de formas adicionales. Nadie necesita utilizar esos nuevos derechos reales, después de todo, o incluso pronunciar sus nombres[278].

En primer lugar, aunque las partes hagan caso omiso del nuevo derecho real y no piensen adoptarlo en sus relaciones comerciales, están obligados a respetarlo caso de que grave de manera incompatible un derecho en el que estén interesados[279], por lo que no es del todo cierto que los intervinientes en el tráfico jurídico puedan sencillamente dar la espalda a derechos reales de nueva configuración.

En segundo lugar, la posibilidad de que las partes alcancen sus complejos fines económicos a través de la combinación de instrumentos legales clásicos no es óbice para intentar buscar nuevas formas que satisfagan directamente estos intereses -siempre que el saldo que arroje la comparación de los costes y beneficios sea positivo-. El coste asociado a la ingeniería jurídica -o combinación de diferentes figuras jurídicas para alcanzar un resultado económico peculiar- es bien conocido: i) Hay que incurrir en el coste de asesoría para diseñar y estar en condiciones de entender lo que a la italiana se da en llamar un "collegamento negociale" ad hoc ii) Dado el carácter atípico del contrato, y en caso de incumplimiento o controversias en cuanto a su alcance, hay que tener en cuenta los costes derivados de la interpretación en sede judicial y de lo costoso de determinar la voluntad real de las partes contratantes a través de las reglas de interpretación de contratos.(1281  y ss). Por ello, si en vez de acudir constantemente a la combinación de diferentes figuras jurídicas para alcanzar una finalidad económina se establece por el legislador un nuevo derecho ecuyo régimen jurídico aparezca estandarizado en la ley, se dejará de incurri en los costes referidos.

Entre las muchas aportaciones de Hansman y Kraakman por lo que al análisis económico de los derechos reales se refiere, resaltaría dos observaciones especialmente interesantes que ahora enumeramos y pasamos a desarrollar a continuación: i) Lo que podríamos denominar economías de escala o efectos de red del registro de la propiedad -que quizá pudiera ser aplicada a otros sistemas de publicidad- ii) el hecho de que la tesis de Merril y Smith sólo se aplique por departamentos estancos de derechos reales que afecten sólo a un conjunto determinado de bienes. Comentemos en particular cada una de las objeciones:

i) Si se utilizan las mismas reglas de verificación[280] para servidumbres como para hipotecas-digamos que en ambas la inscripción fuera constitutiva- entonces el coste de determinar si la finca está sujeta a una servidumbre tiene visos de ser mucho menor si la ley ya había previsto la hipoteca como constitutiva[281], pues ya se habría incurrido en los costes de la creación del registro y el prospectivo comprador, que hubiera previsiblemente buscado hipotecas en cualquier caso, se topará con las servidumbres en el curso de su búsqueda sin incurrir apenas en un esfuerzo adicional.

Parece que la afirmación es correcta y, por tanto, convendría corregir o adaptar la teoría de la máxima optimización a esta apreciación. Así, si bien es cierto que Merril y Smith tienen en cuenta el sistema registral como el principal mecanismo para abaratar los costes de valoración                     (measurement costs), no parecen reflejar en el gráfico los costes que el propio sistema registral introduce -quizá lo hayan tenido en cuenta al reflejarlo gráficamente-. No obstante, y a pesar de que hubieran tenido en cuenta este coste -lo cual hay que presumir dada la meticulosidad que emplean en su trabajo-, no parecen tener en cuenta que la introducción de un sistema registral sólo haría descender los costes asociados a la búsqueda de cargas si la inscripción de las mismas fuera en todo caso constitutiva, pues en la medida en que sea posible constituir un derecho real sin necesidad de dar publicidad a través del registro -por ejemplo, porque tratándose de un derecho real aparente se puede tener consciencia de él a través de medios extrarregistrales[282]- se estaría obligando al tercero a acudir a la finca y verificar in situ la ausencia de gravámenes, por lo que no siempre sería cierto que el registro rebaja los costes de transacción.

No obstante, cuando MERRIL y SMITH presentan el registro de la propiedad como instrumento central destinado a evitar costes, lo hacen bajo el presupuesto de que no resultan oponibles erga omnes derechos no registrados -o cuya publicidad no mane de la ley-, pues de ser esto así, el registro perdería toda fiabilidad.

ii) La teoría de la óptima estandarización tiene poco sentido cuando se aplica al nivel de las categorías [derechos reales sobre i) bienes raíces ii) propiedad intelectual iii) sociedades] . Los costes de procesar la información y los costes de valoración que alguien que está considerando una compra de un bien inmueble afronta por el hecho de que la misma puede estar afectada -por ejemplo- por una servidumbre, no aumentan por el hecho de que la ley también permita otros derechos reales en otro tipo de bienes, tales como los derechos de garantía sobre bienes muebles o patentes en invenciones.

En consecuencia, la introducción de derechos reales que afectan a una categoría de bienes no tiene ningún efecto sobre el coste de valoración de derechos reales que recaigan sobre un bien de otra naturaleza. Parece que aciertan de nuevo Hansmann y Kraakman con esta apreciación, que definitivamente condenaría a la teoría de Merril y Smith a ceñirse exclusivamente a cada tipo de activo subyacente, por lo que pasaría de ser una teoría global a una teoría que se aplique sectorialmente a cada categoría de derechos[283]. 

¿ Qué conclusión debemos sacar de las apreciaciones económicas de MERRIL & SMITH y de las matizaciones de las que ha sido objeto? Principalmente, que resulta igualmente perjudicial una regulación totalmente apertus de los derechos reales como la hipotética situación de que sólo estuviesen disponibles uno o dos derechos reales, vg. usufructo e hipoteca. En otras palabras, tan antieconómico es un extremo como el otro, siendo lo verdaderamente deseable encontrar un punto de equilibrio entre los costes y beneficios que se derivan de la creación de nuevos derechos reales. Cuántos, es imposible saberlo a priori. Le corresponde al legislador y a los operadores jurídicos ponderar si el sistema registral está saturado de derechos reales o por el contrario, podría acoger más. Y este no es un juicio que se deba hacer una vez para dejar la cuestión definitivamente zanjada, sino que se trata de un análisis que se ha de estar haciendo constantemente, pues los puntos de equilibrio, por definición, están continuamente en movimiento.

Es por esto último por lo que no parece aconsejable la opción de quienes propugnan la apertura del registro de la propiedad a todos los derechos de crédito para lograr así su oponibilidad frente a terceros[284] -la oponibilidad de aquellos que sean idóneos para tener este efecto, que no lo son todos, obviamente[285] -. Sin duda, es completamente cierto que la existencia de asimetrías informativas entre los intervinientes en el tráfico jurídico constituye un semillero de sorpresas, litigios, y demás costes -principalmente referidos a debatir en los tribunales acerca de la mala o buena fe del tercero respecto de una relación jurídica que podría oponérsele-, pero eso no nos tiene que llevar a desequilibrar la balanza en sentido contrario -esto es, abriendo los registros a todos los derechos de crédito-, pues intentando conjurar un coste podemos incurrir en otro (el coste de informarse minuciosamente sobre las relaciones de crédito que recaen sobre un bien registrado y que habrá que soportar en caso de adquirir sobre él un derecho contradictorio –measurement costs– sería prohibitivo).

Al registro de la propiedad acceden derechos reales que gozan de un régimen jurídico definido, regulado en el Código Civil, la legislación hipotecaria (art. 2.2 LH) y, respecto de algunos registros, incluso en legislación sectorial dispersa -superficie, vuelo, derecho de aprovechamiento por turnos…-. Se presume que los intervinientes en el tráfico económico conocen perfectamente las consecuencias jurídicas básicas de adoptar uno u otro derecho real de los que aparecen en el catálogo -lo cual en ocasiones ya es mucho presumir- para realizar de manera expedita sus intereses económicos. Así, si alguien está interesado en adquirir la propiedad de una finca que aparece en el registro como hipotecada, no tendrá que incurrir en altos costes de transacción para asesorarse acerca de lo que ello significa, pues es uno de los derechos estándar cuyo régimen jurídico se encuentra minuciosamente regulado en la ley. Si esa misma finca estuviera dada en arrendamiento, el potencial adquirente habrá de preguntarse para valorar racionalmente su potencial derecho si la eventual ejecución cancelaría el arrendamiento o éste persistiría, para lo cual habrá de consultar, además de la Ley hipotecaria, la LAU -amén de tener en cuenta también la jurisprudencia al respecto-. La cosa se complica si existe un titular de un derecho de opción que pugnaría con los derechos reconocidos al arrendatario, etc.

Se ve que a pesar de que todos estos derechos tengan un régimen jurídico estandarizado y, por tanto, fácil de asimilar, la interpretación de las reglas de conflicto que resuelven colisiones entre los mismos -o incluso el mero hecho de saber si hay una colisión- generan grandes costes para las transacciones.

Si esto es así para los derechos estándar, sobre cuyo régimen jurídico casi nada hay que explicar a los comerciantes, ¿Qué decir sobre un contrato, que, en tanto no vulnere la ley, la moral o el orden público -que tampoco son conceptos claros-, puede estipular cualquier cosa? Si con una docena de derechos reales, el tráfico sobre bienes registrados se torna a veces en un caos … ¿ sería sostenible la publicación en anexos al registro de los contratos sobre cosas registradas que las partes quieran hacer oponibles erga omnes en virtud de la publicidad que da el registro? Incluso empezaría a ser frecuente que el potencial adquirente de un derecho sobre una cosa registrada encontraría en el registro un asiento que le remitiría a un contrato -o varios- protocolizado/s en una/s notaría/s. O quizá el registrador habría de leérselos y extractar las cláusulas a las que las partes quisieran dar efectos reales. En cualquier caso el coste es ingente y más vale -creo yo- seguir como estamos e imponer sobre aquéllos que tengan un especial interés en hacer oponibles sus relaciones el coste de publicarlas a través de uno de los derechos que ofrece nuestra Ley hipotecaria, por ejemplo, a través de flexible figura de la anotación preventiva[286].

6. Sobre el concepto de oponibilidad y su relación con la publicidad

Corresponde ocuparnos ahora de precisar con nitidez un concepto de oponibilidad que sea compatible y coherente, por supuesto, con la explicación obligacionista de los derechos reales que en este trabajo se mantiene. Empezaremos dando una definición abstracta con el menor grado de vaguedad posible para después ir precisando uno por uno sus elementos.

Entendemos por oponibilidad la prevalencia de una posición jurídica sobre otra que se proyecta sobre un mismo derecho o sobre un derecho incompatible[287]. El conflicto se plantea típicamente entre dos o más partes con pretensiones incompatibles que no han tenido oportunidad de negociar directamente las reglas de preferencia de sus derechos sobre ciertos bienes escasos. Ante esta tesitura, le corresponde al Estado arbitrar las reglas de prioridad de derechos cuando las partes afectadas por el conflicto de intereses no las hayan podido negociar. Como casos paradigmáticos de colisiones de derechos citaremos la doble venta o las situaciones de insolvencia. Nos referiremos a la relación que vincula a las dos partes titulares de pretensiones contradictorias sobre una misma cosa o derecho con el giro de "relación de oponibilidad".

i) Requisito sine qua non para la existencia de una relación de oponibilidad es, por tanto, que estén en juego los intereses de, al menos, tres partes. En el fondo, el punto de partida es siempre la constitución de diferentes derechos incompatibles a favor de diferentes personas por un mismo titular de un derecho. Nunca diríamos, por tanto, que un propietario opone su derecho de propiedad frente al usufructuario incumplidor (deudor originario). Tampoco puede decirse que tal propietario oponga su derecho de propiedad al tercero que causa desperfectos en su inmueble (deudor extracontractual)[288]. Sí diríamos que el propietario opone su derecho de propiedad, por ejemplo, al comprador de su usufructuario o que éste se lo opone a aquél -el comprador del usufructuario al propietario-.¿Cual es la diferencia entre este tercero comprador y el deudor extracontractual que viene obligado por el Código Civil con carácter general a no lesionar los intereses del nudo propietario? Esta pregunta nos lleva al segundo elemento.

ii) Las dos partes entre las que se plantea el conflicto han de haber celebrado un contrato o negocio jurídico que les otorgue ciertas facultades incompatibles sobre la misma cosa o derecho. Y esto es precisamente lo que caracteriza al comprador del usufructuario: ha celebrado un contrato válido que le confiere el derecho subjetivo -entre otras cosas- a la entrega de la cosa. El contenido de este derecho subjetivo contradice el contenido del derecho del propietario. Tenemos, pues, el segundo elemento que caracteriza a las relaciones de oponibilidad: dos o más partes titulares de sendas pretensiones irreconciliables sobre la misma cosa que dimanan de sendos derechos subjetivos válidamente constituidos.

Otro ejemplo típico es el de la constitución de diversos gravámenes sobre una cosa a favor de diversos titulares. Imaginemos que alguien constituye tres hipotecas y una opción de compra a favor de cuatro personas distintas. Para introducir elementos de diferenciación entre las posiciones jurídicas de los acreedores hipotecarios supongamos que uno ellos no ha inscrito la hipoteca[289]. Pues bien, en esta situación nos encontraríamos a cinco personas en una relación de oponibilidad: al propietario, a los dos acreedores hipotecarios con derecho de hipoteca inscritos, al acreedor hipotecario con derecho de hipoteca no inscrito y al titular del derecho de adquisición preferente. Todos estos derechos, que otorgan a sus titulares diferentes facultades sobre una misma cosa, están válidamente constituidos[290] y recaen sobre el mismo objeto de manera incompatible, porque tales derechos no pueden ejercitarse simultáneamente sin restarse valor los unos a los otros[291],[292].

iii) El tercer elemento se refiere al objeto sobre el que se proyecta el contenido de los derechos contradictorios. Este objeto ha de ser por necesidad una cosa material o un derecho registrado, nunca una prestación puramente personal, pues dada la incoercibilidad de las prestaciones personales no cabe hablar de una prioridad sobre una prestación que en modo alguno puede ser objeto de ejecución forzosa. Aunque dijéramos que el derecho de una persona a recibir tal prestación fuera prioritario frente al de otras personas -que puede decirse- lo cierto es que nunca podría hacerse efectivo in natura.

Si A se vincula a través de un contrato de exclusiva a prestar un determinado servicio a favor de B y C, que conoce el pacto, celebra con la misma persona un contrato incompatible que vulnera el derecho de exclusiva, A no tendría mecanismos legales para evitar que su deudor realice la prestación a favor de su "segundo acreedor", sino que a lo sumo dispondría de una pretensión indemnizatoria contra ambos por el perjuicio causado. A no puede evitar, por tanto, un incumplimiento in natura de su deudor. La razón la encontramos en la incoercibilidad de las prestaciones personales.

Hay dos clases de oponibilidad: la oponibilidad in natura (o "regla de propiedad"[293]) o la oponibilidad por equivalente pecuniario (o regla de responsabilidad). Decimos que alguien opone "in natura" un derecho cuando el juez finalmente protege el derecho de su titular y se lo niega al tercero que pugnaba con él. En estos casos se dice que el derecho está protegido con una regla de propiedad. Sin embargo, decimos que alguien opone un derecho por equivalente pecuniario cuando el juez decide finalmente otorgar el derecho al tercero pero obliga a éste a indemnizar a su titular, pagándole una compensación. En estos casos se dice que el derecho del titular está protegido por una regla de responsabilidad.

Tal y como hemos dicho, el origen de las relaciones de oponibilidad siempre se encuentra en la celebración de negocios contradictorios por parte del propietario de una cosa o titular de un derecho y a favor de diferentes personas. Pero hay una diferencia fundamental entre si tal comportamiento se observa en un contexto opaco de constitución de derechos reales o en uno transparente. El primer supuesto es el típico de las sociedades que no han desarrollado sistemas fiables de acreditación de derechos, en las que, por tanto, el riesgo de estelionato es alto (p.ej., venta de cosa hipotecada sin advertir al comprador de la hipoteca). De estas sociedades prerregistrales es característico el recelo de los adquirentes de bienes, temerosos de tener que soportar arbitrariamente cargas que les eran ocultas, y como consecuencia, la obstaculización del comercio y la disminución del precio que los comerciantes pagan por las cosas.

Por el contrario, en una sociedad jurídica y técnicamente desarrollada que sí disponga de estos mecanismos de acreditación de los derechos erga omnes, en las que conocimiento por parte de los posteriores contratantes de derechos anteriores no dependa de la buena o mala fe del transmitente sino que venga garantizado a un bajo coste, los adquierentes de derechos sobre las cosas habrán tenido siempre en cuenta la existencia de tal derecho anterior independientemente del comportamiento de sus contrapartes, por lo que no les sorprenderá su preferencia u oponibilidad, que se basa precisamente en el conocimiento que de los derechos anteriores tienen los demás intervinientes en el tráfico.

La regla más importante que jamás se haya arbitrado para jerarquizar derechos contradictorios sobre una misma cosa es bien intuitiva: la de dar preferencia a aquél cuyo derecho se haya constituido con anterioridad, regla que se conoce por el aforismo prior in tempore, potior in iure y que ha alcanzado un grado de consagración tal que hoy preside el emblema del colegio de registradores. Mas esta regla, que en un mundo ideal en el que todos los intervinientes gozaran de toda la información acerca de las relaciones jurídicas constituidas funcionaría a las mil maravillas, en nuestro mundo imperfecto de asimetrías informativas se torna antieconómica e injusta, por lo que conviene restringir su ámbito de aplicación y referirla únicamente a aquellos derechos a los que se les haya dado la suficiente publicidad para que, al menos, puedan ser conocidos desplegando una normal diligencia.

No hay nada más entorpecedor para el tráfico que oponer al titular de un derecho otro que no tuvo oportunidad de conocer o sólo la hubiera tenido a costa de desplegar un esfuerzo que en términos económicos sobrepasara el que le supondría a su verdadero titular -el verus dominus– hacérselo saber.

Vamos a bifurcar nuestro razonamiento para contemplar las dos posibilidades que representan los polos opuestos dentro del amplio abanico de medidas a adoptar: exigir o no el conocimiento por parte del tercero de la existencia del derecho real que se le pretende oponer, o cuanto menos, que este tercero debiera conocerlo.

Si optamos por lo primero -oponibilidad a los que lo conozcan o debieran haberlo conocido-, habremos de preguntarnos cuál es el grado de publicidad que estimamos suficiente para dar al tercero por notificado, pues en la medida en la que la fiabilidad y difusión alcanzada por los medios de publicidad sea mayor, mayor será así mismo la seguridad del tráfico y, por ende, el valor económico de las titularidades[294]. Por el contrario, si el regulador se conforma con un medio de publicidad ineficaz que provea poca o nula difusión de los derechos a oponer, el sistema se aproximará a aquél en que no se exige notificación del derecho.

La segunda posibilidad es la de permitir la oponibilidad de los derechos que se demuestren. Este es el sistema que, con excepciones, rigió para el Derecho Romano.

La diferencia entre la primera y la segunda línea es clara: Mientras en el primero la carga para poder oponer el derecho recae sobre su titular, que ha de preocuparse de que alcance la publicidad que se estime suficiente para poder ser opuesto a un tercero, en el segundo caso el derecho se opone -siempre y cuando el titular demuestre su existencia[295]- al tercero independientemente de que éste hubiera podido llegar a conocerlo, por lo que corresponde al tercero cerciorarse de que adquiere un derecho de su verdadero titular, no bastándole la buena fe.

Como claro exponente de la primera de las opciones, los sistemas registrales representan el más perfeccionado mecanismo de publicidad[296]. Como ejemplo de la opción -a todas luces menos recomendable- de oponer los derechos pretendidamente reales a todos los titulares de derechos que entren en contradicción con la titularidad real y a pesar de que éstos no hubieran podido conocerlo, podemos referirnos al Derecho Romano si hacemos especial salvedad de los puntuales momentos en que se veló por la certeza de las titularidades y que pasamos a desarrollar a continuación.

PARTE II

Sobre el concepto de dominio y su transmisión

CAPÍTULO I: 

El concepto de dominio y su transmisión en las diferentes etapas del Derecho Romano

1. El concepto de dominio en el Derecho Romano arcaico (754-451 a.C) 1.1  Introducción

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la aproximación a este periodo de formación del Derecho aporta elementos decisivos para entender la génesis y evolución de conceptos jurídicos fundamentales, como el concepto de propiedad. A ello contribuirá, de una parte, la simplicidad de la organización política -y, por tanto, jurídica- de estas sociedades y, de otra, el hecho de que los estudios de la doctrina romanista sobre esta época puedan ser complementados por las reflexiones que sobre el origen de estos mismos conceptos se han ensayado desde una perspectiva filosófica, por representar estas sociedades un ejemplo de ese "estado de naturaleza" previo a la consolidación del Estado[297].

Al hilo, pues, de la exposición del originario y omnicomprensivo concepto de detentación, de los mecanismos para recobrar la cosa de cuya detentación alguien se ha visto privado sin su consentimiento (y por tanto, de cómo se desprende de la detentación un nuevo concepto –dominium-), o finalmente, de cómo se introduce paulatinamente la abstracta noción de "derecho limitado o limitativo" iremos saliendo de la penumbra para adentrarnos, ya con más firmeza, en el estudio del Derecho romano clásico, núcleo duro de esta segunda parte, de cuyo estudio obtendremos las claves que guiarán la interpretación -al menos romanista- de las instituciones centrales del Derecho privado de nuestra tradición jurídica.

Antes de iniciarnos en el estudio del Derecho romano debe hacerse una precisión metodológica: a lo largo de la exposición utilizaremos en la medida de lo posible los mismos términos que aparecen en las fuentes, evitando contaminar la exposición con la indebida extrapolación de concepciones modernas. Cuando sea del todo necesario utilizar un término moderno se señalará expresamente.

1.2. Sobre el origen del concepto de dominio

De acuerdo con la unanimidad de la doctrina, los dos términos que aparecen en el estadio más remoto del Derecho Romano y que agotarían todos los bienes susceptibles de usus por parte del paterfamilias y de las personas libres sometidas a su potestad son los de familia y pecunia[298].

Las fuentes arrojan indicios para pensar que los bienes pasaron paulatinamente de pertenecer al nucleo familiar en su conjunto a ser objeto del poder unitario que de hecho ejercía sobre ellos el paterfamilias, si bien la disposición sobre tales bienes pareció estar restringida por los usos sociales para evitar una administración irresponsable[299]. El poder unitario del paterfamilias sobre las personas y cosas que representaban una utilidad económica en el marco de una economía autárquica se conoce como mancipium[300], giro que desde muy temprano se ramifica para dar lugar a términos diferentes (manus, potestas[301]) referidos respectivamente a la mujer y los filiusfamiliae, mientras que mancipium se reserva un significado restringido a ciertos bienes que revestían especial importancia para la explotación económica de las tierras y demás factores productivos al servicio del núcleo familiar[302].

Esta segregación del originario y omnicomprensivo mancipium discurre paralela a la adopción de  determinadas formalidades que rompen la uniformidad del ritual al que se recurría para transmitir ese poder de hecho[303].

No obstante, no creemos que el embrión del concepto de propiedad haya de buscarse en la contraposición familia/pecunia, sino más bien en la locución "… meum esse aio"[304], utilizada desde los tiempos más remotos para manifestar la pretensión de recuperar indistintamente una cosa o persona, incluidos los hijos sometidos a la potestad del pater[305]. No extraña que la formulación originaria del concepto de pertenencia se haga a través del artículo posesivo o del caso genitivo; de hecho, esta elemental manera de referirse a lo que "es de uno" se encuentra más frecuentemente en las fuentes que los tardorepublicanos términos de dominium y proprietas, con los que convive[306].

Por su parte, la vindicatio constituye precisamente el marco solemne en el que se escenifica tal declaración; es la acción de pronunciar la fórmula[307].

Se afirma con razón que el jurista moderno que se aproxima al estudio del concepto de propiedad en esta etapa primitiva yerra sistemáticamente porque extrapola la concepción moderna de propiedad sobre una sociedad en la que no se daban los factores que determinan el modo en que hoy la concebimos[308]. Dado que las relaciones familiares y económicas (del paterfamilias con hijos, objetos, animales y esclavos) no estaban en un principio nítidamente diferenciadas, no cabe atribuir un significado autónomo a conceptos tales como mancipium, potestas o manus, pues tanto cosas como hijos o esclavos representan para el paterfamilias -como administrador único de la unidad familiar- un factor de producción y satisfacen una misma función económica[309].

Incluso, cuando esta triada de poderes se desligan y pasan a aludir al poder de manera particularizada en función de las personas o cosas sobre las que recae y del procedimiento que se utiliza para constituirlo o extinguirlo tampoco cabría identificar la propiedad con tales relaciones de poder concretas, pues mientras el poder es una relación de hecho bilateral (persona-cosa o persona), el concepto de propiedad denota la parte activa de una relación triangular (persona que disputa el habere sobre cosa o persona a otra persona) y participa por tanto de cierto dinamismo ausente en el poder. El concepto de propiedad nace precisamente en la pretensión de recuperar tal poder de hecho, y no cabe duda de que su originaria conceptualización se reconoce mejor en el …meum esse… de la vindicatio que en la potestas, la manus o el mancipium[310].

2.1 La relación entre la posesión y propiedad[311]

Los conceptos de posesión y de propiedad mantienen una relación genética y funcional tan estrecha que no podemos asistir al nacimiento del concepto de propiedad sin contemplar un concepto lógicamente previo: el de mera detentación (habere, tenere)[312]; igualmente, resultaría difícil captar el concepto de propiedad en toda su completitud si no se estudia simultáneamente la evolución del concepto de possessio y se entienden las razones de su posterior hipertrofia[313].

Al hilo de la exposición de la evolucion del concepto de possessio determinaremos la función de aquellos conceptos que aparecen inescindiblemente ligados a ella, bien porque constituyen su presupuesto (el llamado animus rem sibi habendi -giro medieval-), bien porque hacen de ella una possessio cualificada (la iusta causa y la bona fides).

Entre la origninaria situación de mera detentación (usus, uti, habere, tenere[314]) propia del régimen arcaico de autotutela (o, más bien, tutela asistida por los miembros de la gens[315]) hasta la ramificación trimembre del término possessio puede observarse una secuencia lógica jalonada por las siguientes tres etapas:

 1) Única existencia del concepto de habere/tenere como equivalente a lo que hoy entendemos como detentación o tenencia[316].

2) Nacimiento del concepto de propiedad -no todavía del término- por la necesidad de explicar la pretensión recuperadora del detentador despojado sin su consentimiento.

3) Extrapolación del término possessio -y del procedimiento interdictal- al ámbito del Derecho privado. Necesidad de un concepto absoluto de propiedad y -como contraposición- del concepto de ius in re aliena -no es terminología clásica[317]-.

2.1.1. La posesión de las cosas como hecho: usus/habere/tenere.

Es una evidencia que en las sociedades políticamente fragmentadas sólo puede hablarse de detentación –habere[318], ya que la atribución de efectos jurídicos a la tenencia de una cosa y la consiguiente acuñación de un signifado técnico-jurídico de "posesión" presuponen, si bien no necesariamente el establecimiento de un Estado, sí al menos un cierto grado de organización social, pues la estabilidad política es condicio sine qua non para la sustanciación de un procedimiento tendente a restituir al despojado[319]. De hecho, es sabido que la protección de la situación posesoria frente a despojos ilegítimos obedece más a la tutela del statu quo, esto es, a la necesidad práctica de reafirmar el monopolio coercitivo del Estado, que a la protección de los intereses privados del detentador. Estos motivos se aprecian todavía más acentuados en la esfera de Derecho público en cuanto a la función del interdicto.

Dado que en esta etapa arcaica resulta inconcebible que alguien abrigue una pretensión -un mejor derecho- a la cosa que aquél que la tiene en su haber, en esta fase incipiente de organización social sólo caben dos posiciones antagónicas sobre las cosas: ser detentador o no serlo[320].

Sin embargo, es lógico intuir en el detentador una natural expectativa o pretensión -extrajurídica- a beneficiarse así del valor económico que representa indefinidamente a través de su usus y/o fructus, máxime si ha puesto algo suyo en la cosa -como su trabajo, diría LOCKE-. Y es igualmente lógico, dada la naturaleza empática del ser humano, que todos aquellos que aprecien esta relación directa entre la persona y la cosa sientan una inclinación natural a respetar al detentador en el habere de la misma[321]. Puede decirse que vienen obligados por normas extrajurídicas a respetar al detentador en el disfrute (frui) de lo que tiene por la sanción -la generalidad de los juristas la calificarían de moral, aunque es más preciso llamarla fisiológica– que se desencadena del hecho de obrar de manera dañina[322].

Si el hombre no fuera empático y gregario seguiría muy posiblemente sumido en la anarquía y el desorden inherente a ese "estado de naturaleza" de detentadores y no detentadores. No obstante, como parece ser empático y colaboracionista -no en vano, la empatía redunda en última instancia en beneficio de sus propios intereses- no extraña entonces que se llamaran a gritos -ya fueran germanos[323] o romanos[324]- tan pronto se viera alguno privado de la detentación que le corresponde. En la institucionalización de esta íntima pretensión a la restitución de la cosa aflorará el concepto de propiedad.

Un sistema económico basado simplemente en el concepto de detentación ofrece sin duda una ventaja fundamental: que la publicidad sobre la pertenencia de las cosas es perfecta. Sin embargo, plantea dos importantes inconvenientes que neutralizan la importante ventaja aludida:

i) La protección incondicional del detentador incentiva el hurto.

ii) La consideración del tenedor como titular de un poder unitario e ilimitado sobre la cosa obstaculiza el crecimiento económico, pues tal concepción resulta incompatible con la explotación de la cosa ajena.

Como consecuencia del primero de los inconvenientes señalados y a la égida de la consolidación del Estado se da el tránsito a la segunda etapa mencionada: la protección del detentador despojado. La segunda deficiencia aludida se colmará con la paulatina privatización del ager publicus y la consiguiente aparición de remedios procesales que darían lugar a derechos limitativos de la propiedad ajena.

2.1.2. El origen del concepto de propiedad en la pretensión restitutoria del detentador despojado

No parece que tal situación anárquica de detentadores y no detentadores de la que partimos se prolongara mucho en el tiempo. El despojo arbitrario hiere de tal manera el común instinto de justicia (algo explicable en términos biológicos) que la protección del detentador despojado no tardaría en perfilarse. ésta sería en primera instancia la del hurto cometido in fraganti (furtum manifestum o Verfahren um handhafte Tat) por lo cercano y público del despojo[325]. Como derivación natural, a este apresamiento flagrante se le sumarían a continuación aquellos en los que, no siendo flagrante la sustracción, sí queda de la misma un rastro que es licíto seguir para apresar al ladrón (Verfahren der Spurfolge). Los romanos también reconocieron como dominus a quien sigue el rastro de una bestia herida -a pesar de no haberla detentado- como un derecho común a todos los hombres que deriva de la naturalis ratioius gentium-, si bien se discutió por los jurisconsultos hasta qué punto[326].   

Por último, es muy probable que el furtum nec manifestum[327]también en sus modalidades de conceptum y oblatum– apareciera con posterioridad y se definiera negativamente como mera contraposición a lo manifestum[328]. La generalización de este segundo tipo de delitos y el correspondiente ritual a través del cual se busca la cosa e interpela al detentador (quaerere lance et licio[329] o Haussuchung) exige un mayor grado de concentración del poder político, pues no es lo mismo perseguir a quien comete un hurto flagrante que amparar la búsqueda de una cosa que se presume en casa o en poder de otro.

La consolidación del poder en torno a las familias más influyentes y el consiguiente nacimiento del Estado -y del Derecho- dio lugar a una mayor complejidad de las relaciones sociales y de las normas -ahora jurídicas-. Es precisamente al abrigo de este nuevo orden, en el que el ejercicio organizado de la coacción permite satisfacer pretensiones antes inasequibles para familias o clanes más o menos organizados donde la excepción -la subsistencia de una pretensión recuperadora de la cosa- se torna, si no en regla, en algo bastante común, entre otras cosas porque al recién implantado Estado le conviene así mismo legitimarse en su eficacia. Se impone entonces la distinción entre dos conceptos[330]: el de detentación (usus, habere o tenere; en la etapa más remota tambiénuti o frui), que agota su contenido en la mera tenencia física de la cosa, y el de propiedad, que se identifica con el derecho al habere[331], al corpus; lo que los posclásicos llamarían el ius possessionis[332].

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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