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La reserva del dominio. La visión de España-Alemania (página 5)


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Esta pretensión al habere de la cosa, invocada en los juicios vindicatorios más primigenios a través de la locución "…meum esse aio…" no se verá reflejada en un término preciso –domari[333] > dominus > dominium[334]– hasta tiempos de Cicerón, finales de la república[335].

La originaria distinción conceptual entre habere y dominium nos parece tan natural y lógica que podemos presumir un desarrollo común a todas las tradiciones jurídicas. El hecho de que no hayan concurrido todavía las condiciones para hablar de derechos sobre cosa ajena permite, además, que las fronteras entre habere y dominium se aprecien con mayor nitidez. De hecho, el concepto de dominio como la pretensión a la perpetua tenencia de la cosa sólo precisará -desde el punto de vista del Derecho privado- una ulterior matización que comprenda la titularidad de derechos limitadores del dominio de otro. Por su parte, que el concepto de derecho limitativo de la propiedad es posterior al concepto de propiedad es una evidencia que se justifica por sí misma.

A diferencia de la etapa anterior -única existencia de un concepto de detentación- en la fase caracterizada por la protección del detentador despojado coexisten como máximo tres posiciones jurídicas diferentes[336]: i) la del propietario-tenedor[337] (o pleno), ii) la del ladrón-tenedor y, como reverso de la anterior, iii) la del propietario despojado con expectativa recuperadora: propietario-no tenedor (nudo propietario)-, en cuyo caso el tenedor habría de serlo necesariamente sin derecho alguno sobre la cosa (ladrón o causahabiente del ladrón), pues no cabría todavía la titularidad de un derecho limitativo de la propiedad ajena que le atribuya el habere o tenere en virtud de otra causa. Esta es precisamente la siguiente fase de la evolución, que se da como consecuencia de la segunda deficiencia que habíamos observado a la única existencia del concepto de tenencia (habere o tenere): la infrautilización de los recursos.

2.1.3. La posesión y los derechos sobre cosa ajena

El concepto de iura in re aliena -formulación medieval- se va perfilando paulatinamente con la individualización de los mecanismos procesales que garantizan su tutela y que dan lugar a que eclosione su reflejo sustantivo, derecho -limitado- que así se desgaja de ese haz compacto de facultades que originariamente se invocaban con el …meum esse… en el marco de la vindicatio[338].

 Por ejemplo, en una primera etapa aquél que tenía interés en pasar por un fundo ajeno lo esgrimía en juicio a través de la vindicatio rei y en la medida en que demostrara el interés económico que le reportara el fundo sobre el que transcurría la senda[339]. Sólo con el refinamiento de las medidas procesales para aducir tal interés en particular (en este caso la aparición de la vindicatio servitutis como una desmembración de la genérica vindicatio[340]) se refleja tal distinción procesal en el campo de lo sustantivo y se empieza a considerar que quien pasa por la senda tiene más bien un derecho sobre una cosa ajena, pues ya no le corresponde para la tutela de su interés la vindicatio rei sino otro remedio cualitativamente diferente y de menor alcance[341]. Un desarrollo paralelo puede apreciarse en cuanto al usufructo[342].

A partir de este momento la detentación de una cosa ajena no habría de ser necesariamente antijurídica (iniusta, viciosa), pues alguien podría tener algo de otro con su connivencia, de lo que se deriva la distinción entre un habere propio nomine y otro alieno nomine. Además se introduce -por influencia de la filosofía griega[343]- la necesidad de atender al fuero interno del poseedor, ya que la facultad de ejercer derechos sobre cosa ajena introduce a su vez la posibilidad del ejercicio de buena fe de un derecho que no corresponde ejercer. Estas variantes combinadas hacen que el concepto de posesión, una vez extrapolado al ámbito del Derecho privado, se ramifique y se distinga entre tres subtipos atendiendo a presupuestos tales como la existencia de causa o de bona fides en el tenedor. En el periodo clásico coexisten possessio, possessio naturalis[344], possessio civilis, y quasi possessio[345].

2.2. La transmisión de la propiedad en el Derecho Romano arcaico

Si una de las elaboraciones más representativas de los clásicos fue la cuidadosa distinción trazada entre los efectos "reales" de la entrega ex iusta causa y los efectos obligacionales de los "negocios jurídicos", lo característico tanto del periodo posclásico como del arcaico es la confusión de tales efectos.

La mancipatio no fue en su origen un negocio jurídico obligacional, sino una compaventa de contado (Barkauf)[346], un trueque en el que el pago y la entrega se observaban a la vez sin que el vendedor asumiera conscientemente una obligación, ya que resulta impensable que en tiempos remotos alguien pudiera "obligarse" sin la pronunciación solemne y religiosa de una fórmula[347]. De acuerdo con nuestro conocimiento del ritual de la mancipatio, el mancipio dans no pronunciaba palabra alguna[348], sino que meramente se allanaba ante el acto de aprehensión (capere) del accipiens[349] y la simultánea proclamación de pertenencia (…meum esse…).

No obstante, por más que resulte ajeno al pensamiento romano decir que el mancipio dans viene obligado a procurar la propiedad, desde la consideración moderna de "obligación" como aquel elemento inescindiblemente ligado a la "responsabilidad" (Schuld-Haftung)[350] que se afronta como consecuencia del incumplimiento, podemos decir hoy -siempre conscientes de que extrapolamos abstracciones modernas- que tal mancipio dans viene obligado a procurar la propiedad so pena de afrontar la correspondiente responsabilidad[351].

En consecuencia, a) cabe interpretar el ritual originario de la mancipatio de acuerdo con la mentalidad propia de un romano arcaico o b) puede reexplicarse aplicando esquemas modernos:

a)   De acuerdo con la mentalidad arcaica, a través de la mancipatio se celebra un trueque por el que se intercambiaban cosas -en una segunda etapa cosas por bronce acuñado (dinero)- sin la asunción consciente de una obligación. La eventual responsabilidad que afronta el mancipio dans ante la vindicatio satisfactoria de un tercero no es una consecuencia del ritual de la mancipatio, sino del furtum nec manifestum -del precio que su accipiens dio-. Los efectos de la mancipatio ya se agotaron en el intercambio simultáneo de las cosas y que la eventual exigencia de la responsabilidad es algo desconectado que obedece al posterior ejercicio de la actio furti nec manifesti por parte del mancipio accipiens vencido contra su auctor.

b)    Aplicando las estructuras abstractas que hoy la generalidad de la doctrina acepta como válidas (vinculación entre deuda y responsabilidad[352]) podría decirse -entendiendo el acto de la mancipatio y la responsabilidad que afronta el mancipio dansauctor ante la evicción de una manera unitaria- que el mancipio dans viene obligado por la celebración de la mancipatio a procurar la propiedad, puesto que en caso de la vindicatio satisfactoria de un tercero debe indemnizar a su comprador con el duplum. Esta responsabilidad se exigiría en el marco de la otorificación a raíz del fracaso del auctor al "defender la causa"[353].

2.3 El procedimiento recuperatorio y transmisivo de la cosa en el Derecho romano arcaico: la vindicatio

2.3.1. El procedimiento recuperatorio

Vimos cómo el despojo público rompió la regla tácita de la equivalencia entre detentación y propiedad. El ladrón que escapa bajo el escudriñamiento de los miembros del clan del despojado, debidamente advertidos por éste[354], encarna el primer supuesto de casos en que se tiene el habere sin lo que ya las fórmulas más remotas llaman causa -el posclásico titulus-. Esto dará lugar a los primeros procesos vindicatorios, primero en el marco de los hurtos manifiestos y después en el de los no manifiestos a través de la ya mencionada quaere lance et licio. Tanto en unos casos como en otros el demandante que haya identificado al ladrón le persigue escoltado por los miembros de su gens o inspecciona su casa en busca de la cosa hurtada (cfr. Haussuchung). A partir del señalamiento de la cosa o persona (hominem) con la festuca ambos procesos discurren por el mismo cauce: comienzan con una afirmación solemne de la pertenencia de la cosa o persona a través de la fórmula hunc ego hominem ex iure quiritum meum esse aio secundum suam causam…[355], a lo que el demandado respondería con idéntico pronunciamiento. Habida cuenta de que en esta pugna la sospecha de hurto recae sobre el demandado detentador[356], el demandante le emplaza a que manifieste la causa en virtud de la cual vindica la cosa (postulo anne dicas, qua ex causa vindicaveris[357]), requerimiento ante el cual el demandado se le abren principalmente dos opciones: i) hacer comparecer en juicio a aquél que se la hubiera transmitido (augere > auctor) para que le ayude a "defender la causa" (ut causae agendae adesset[358]), iniciando así el procedimiento de la otorificación o ii) aducir la consumación del plazo de la usus auctoritas.

i) Hacer comparecer a un auctor: Se trata de la apelación o anuncio (laudatio auctoris[359], después denuntiatio[360]) al tercero que supuestamente le dio la cosa al demandado para que ocupe su posición y presente a su vez pruebas de una adquisición originaria o, a su vez, llame a un nuevo auctor.

No puede reconstruirse con fehaciencia el procedimiento de la otorificación romana; no obstante, haciendo una extrapolación analógica de la presunta otorificación germánica[361] y atendiendo especialmente a su lógica tendencia -más acusada en estos tiempos- de plegarse literalmente a fórmulas[362], cabe presumir que la cosa se devolvería al auctor, éste repetiría una afirmación de propiedad semajante a la de su defendido (… meum esse aio…) y el demandante pronunciaría una nueva interpelación exigiéndole al auctor, de nuevo, la causa vindicandi.

El proceso se repetiría sucesivamente hasta que algún auctor demostrara la adquisición "originaria" (occupatio o specificatio) o la consumación de los plazos de la usus auctoritas. Si llegado el caso algún auctor no pudiera justificar su habere en ninguna de las formas descritas, perdería la apuesta sacramental y la cosa se le entregaría al demandante[363]. El accipiens vencido ejercitaría contra el auctor que cometió el hurto un remedio penal: la actio furti nec manifesti (después actio auctoritatis[364]), que le haría responder por el duplum, la pena del furtum nec manifestum[365].

ii)             Entender cumplidos los plazos de la usus auctoritas: Ya en las XII tablas se otorgó una ventaja procesal a aquél que demostrara haber estado en el usus de los fundos durante dos años o uno respecto de las demás cosas[366]. No obstante, no cabe identificar el expediente de la usus auctoritas con una supuesta adquisición automática de la propiedad; se trata más bien de una presunción iuris tantum de propiedad, esto es, de que la cosa se tiene en virtud de una sucesión válida de causae. Tal presunción decae ante la demostración del demandante de que la cosa ha sido hurtada[367].

iii)            El demandado puede demostrar que trae causa del demandante[368].

iv)           El demandado puede demostrar que se la hurtó el demandante o alguno de sus auctores[369].

Una vez estudiados sucintamente los originarios procesos vindicatorios podemos apreciar la importancia que la realización del acto de la mancipatio revestía en estas sociedades reducidas en aras a dejar constancia de a quién le es lícito tener (habere licere) la cosa: la mancipatio representa desde el plano procesal una preconstitución de la prueba a la que sin duda se referirá quien en cada momento tenga el habere para defender su causa frente a quien la vindique. De hecho, la mera demostración por parte del demandado de haber llevado a cabo la mancipatio, a pesar de no demostrar todavía un habere jurídicamente inatacable (propiedad) sí excluye definitivamente la sospecha de hurto[370].

2.3.2. El procedimiento transmisivo

Si se compara el ritual de la mancipatio (Gai. 1,119) o in iure cessio (Gai. 2,24) con los originarios procedimientos vindicatorios (Gai. 4,16) se observa que la afirmación de pertenencia del vindicante coincide con la de los accipiens. Ambos (vindicante o adquirente por manciptio o in iure cessio) toman el objeto con la festuca y formulan el …meum esse aio…; sin embargo, mientras que en la vindicatio tal afirmación es inmediatamente contestada por el demandado con idéntica fórmula, en la mancipatio o in iure cessio el dans se allana. Todos son rituales públicos[371].

Resulta más acorde con la mentalidad arcaica pensar que cuando se sintió por vez primera la necesidad de transmitir un bien valioso se adaptaran las solemnidades existentes a la nueva necesidad práctica en vez de crear ex novo un sistema transmisivo de derechos. De ahí que lo que hoy entendemos por "transmisión"[372] se articulara a través de amoldar artificialmente el ritual de la vindicatio a sus nuevas necesidades. Por eso el pronunciamiento solemne es el mismo y se practica en similares circunstancias: el adquirente (¿ad quaere?) recita la fórmula de la vindicatio (…meum esse aio…) con el correspondiente acto de apoderamiento –capere > ac-cipere– y el mancipio dans se allana sin replicar, sin "contravindicar"[373].

Tal afirmación de pertenencia se acompaña de solemnidades que hacen de la mancipatio o de la in iure cessio un ritual diferenciado de la vindicatio, como el hecho de que uno de los testigos –libripens– porte una balanza o de que se introdujeran en la fórmula particularidades propias de este negocio[374]. Tras el apoderamiento de la cosa el accipiens tiene el habere y la causa -la mancipatio-. Si el mancipio dans o alguno de sus causahabientes no había hurtado la cosa, tal accipiens sería ahora el verus dominus.

2.3.3. El concepto de dominio en el Derecho Romano arcaico

¿A quién diríamos que se puede tener por propietario en el Derecho romano arcaico? A aquél que puede fundar su habere en una sucesión de causas, siendo causa=mancipatio o in iure cessio. En un contexto socioeconómico simplificado donde no se pueda tener la cosa en otro concepto que no sea el de dominio y habiendo sólo dos sistemas transmisivos de res mancipi resulta relativamente sencillo cerciorarse de quién es propietario: el rastro que deja la celebración solemne de rituales como la mancipatio -por los testigos que intervienen- o la in iure cessio -la auctoritas hace del magistrado un testigo cualificado- conduciría al prospectivo comprador diligente hasta el verus dominus.

Al abordar el estudio del Derecho clásico examinaremos las implicaciones que acarrea la extrapolación de los interdictos a los procesos vindicatorios del Derecho civil -con la consiguiente aparición en escena del concepto de "derecho en cosa ajena"- o la protección honoraria del que adquiere una res mancipi por traditio como necesidad de adoptar un mecanismo alternativo de transmisión de derechos en pleno auge del comercio interprovincial.

3. Sobre el concepto de dominio y su transmisión en el Derecho Romano clásico 3.1. La evolución del concepto de posesión y su formulación en el Derecho romano clásico

Es indiscutido -la etimología lo corrobora- que el término possessio, en su sentido más estricto, designaba en su origen la detentatión del ager publicus[375]. Denotaba, pues, una posición jurídica definida por el Derecho público y, en consecuencia, su tutela procesal discurría por sus propios cauces: el interdictum uti possidetis.

Mientras, en el ámbito del ius civile los juristas se referían a la tenencia de la cosa in commercio con los términos de habere[376] y tenere -sinónimos de una fiabilidad absoluta- o usus,uti, frui, que tomarían un significado particular -aludir a las facultades de los recién concebidos iura in re aliena– con el paso del témino possessio a la esfera del Derecho civil. La extrapolación del presupuesto del interdicto a la órbita del Derecho privado constituye un punto de inflexión en la evolución del Derecho. Cambia el proceso y, en consecuencia, algunos conceptos.

No nos consta que se hayan utilizado jamás los términos habere o tenere en un sentido impropio para aludir a la posición jurídica de quien ha perdido algo en contra de su voluntad. El que ha dejado de tener no tiene, aunque albergue la pretensión de volver a tener. Quien perdió la cosa con ella perdió el habere. El ladrón tiene la cosa en su haber, aunque la tenga sin causa y por ello deba res-tituirla. Tenere yhabere son dos términos para un mismo concepto. 

No puede decirse lo mismo de possessio. De todos es sabido que la possessio es la pesadilla del purista[377]: el poseedor desposeído es "poseedor". Se puede poseer sin tener y tener sin poseer, cosas o derechos, en nombre propio o ajeno, inmediata o mediatamente. Caben todas las posibilidades. Se habla incluso de posesiones civilísimas -la del heredero- y servidores de la posesión de otro (traducción literal de Besitz/diener –§ 855 BGB[378]-). No extraña que SAVIGNY afirmara que "[h]ay casos en los cuales es necesario ya conceder los derechos de la posesión donde el hecho no existe, y negarlos donde existe[379]".

Possessio se refirió originariamente al asentamiento en suelo provincial. No obstante, a diferencia del modo de proceder en el Derecho privado, en el ámbito del Derecho público todavía se le sigue considerando possessor a quien hubiera sido expulsado del ager publicus con violencia. Esta utilización impropia del término possessio para aludir a la posición del desposeído -sobre cuyas razones sólo podemos conjeturar[380]- da lugar a una primera distinción por la que possessio se desdobla en dos acepciones: i) una propia: possessio como equivalente a habere o tenere y ii) otra impropia (noción jurídica): possessio como presupuesto para el ejercicio del interdictum a efectos de recuperar el corpus[381]).

Una segunda etapa en la ramificación del concepto se explica por la posibilidad de poseer en un concepto diferente del de dueño -corolario de la introducción del concepto de iura in re aliena– lo que a su vez implica la posibilidad de poseer la cosa en nombre propio o ajeno, de buena o de mala fe. Esto da lugar a dos distorsiones: i) el animus rem sibi habendi pierde el significado originario de "ser consciente de la propia tenencia (intellecto possessionis (D.41,2,1,9) o affectio tenendi (D.41,2,1,3))" para pasar a referirse a tener la cosa en concepto de dueño; ii) se desatiende la originaria función del interdicto, pues los que tienen las cosas en virtud de otros conceptos diferentes al de dueño (acreedor pignoraticio, depositario…)[382] no pueden en un principio ejercitarlo a pesar de haberse visto despojados de la cosa por la violencia. Esta distorsión se subsanará con la introducción de la quasi possessio, innecesaria complicación que a la postre -como veremos- hará superfluo el requisito mismo del animus.

Para poner orden en toda esta maraña de construcciones arbitrarias[383] y conceptos y términos que se dilatan hasta la fractura partiremos de la segura distinción entre possessio en su sentido natural y possessio en sentido jurídico. Esta segunda se subdivide, de acuerdo con la aceptada clasificación de RICCOBONO[384] en i) possessio, con el único efecto de la tutela interdictal y ii) possessio civilis, caracterizada por el elemento objetivo de la iusta causa/titulus y el subjetivo de la bona fides. Este subtipo privilegiado de possessio será el presupuesto de la usus-capere > usucapio.

3.1.1. Possessio

Confrontada a la possessio naturalis, la possessio representa un grado intermedio entre el poder de hecho del mero detentador (habere,tenere o usus) y esa expectativa de propiedad que representa la possessio civilis.

Presupuesto nuclear de la possessio es la mera tenencia, desnuda de toda connotación jurídica. Posteriormente se requeriría el animus (rem sibi habendi), en un principio exigido como elemento intelectivo de la propia tenencia y después, como consecuencia de la extrapolación de los interdictos a los juicios vindicatorios y la consiguiente configuración del concepto de derecho en cosa ajena[385], reorientado para hacer referencia a la tenencia en concepto de dueño, algo que en la etapa previa al procedimiento formulario (propiedad relativa) no tenía sentido, pues la cosa no podía tenerse en otro concepto.

El principal efecto jurídico que va anudado a la condición de mero possessor es el ejercicio del interdictum uti possidetis, mecanismo procesal enderezado a recuperar la tenencia física de la cosa. Originariamente el único requisito para el ejercicio del interdictum uti posidetis fue la demostración, por parte de quien pretendiera ejercitarlo, de que "poseía" (había detentado) la cosa nec vi, nec clam, nec precario[386], para cuya demostración bastaba la alegación de la causa: la mancipatio o in iure cessio.

a) El animus rem sibi habendi como elemento intelectivo de la possessio

Dado que hay supuestos en los que resulta a todas luces formalista decir que alguien posee una cosa por el mero hecho de que la tenga físicamente (un preso respecto de los grilletes que lleva -o que le llevan[387]-, un durmiente que sostiene algo que un tercero ha dejado, o un furiosus[388] o pupillus[389]) los jurisconsultos clásicos no se conformaron con esa relación directa e inmediata con la cosa para construir el presupuesto del interdicto, sino que exigieron además la affectio tenendi o intellecto possessionis, lo que a la postre sería el animus[390].

Sin embargo, esta concepción de posesión como yuxtaposición de los dos mencionados elementos y que a priori parece ser tan nítida resulta en verdad bastante disfuncional, pues no es sino la generalización de un requisito construido sobre supuestos excepcionales. De ahí que no podemos encontrar en cuanto al concepto de posesión un criterio coherente en los jurisconsultos clásicos, que parecen amoldar los maleables criterios del corpus y del animus a una solución concebida apriorísticamente, cuando en realidad no debe ser sino la percepción social de la relación de pertenencia el criterio determinante para saber a quién conviene extender los efectos jurídicos de la possessio. Es evidente -y está suficientemente documentado- que la exigencia estricta de la concurrencia de estos dos elementos conduce con frecuencia al absurdo[391].

1) el corpus

No se negaría que quien caza un jabalí en un cepo lo ha adquirido por ocupación[392]; igualmente es poseedor quien persigue a una presa que ha herido (hasta que, en su caso, pierda el rastro[393]) o quien "posee" un animal doméstico -con animus revertendi– aunque de facto no lo tenga en un momento dado[394] (con mayor razón si se trata de un esclavo). De estos ejemplos se desprende la irrelevancia del elemento del corpus para construir el concepto de posesión, ya que en todos ellos falta la relación física con la cosa y sin embargo se afirma la adquisición o continuidad de la posesión -se supone que por el animus[395]-. Por el contrario, hay otros casos -como los citados del preso, del durmiente o del furiosus o pupillus– en los que a pesar de la proximidad física no hay posesión por faltar el animus.

2) el animus

Comencemos con la observación preliminar de que la ausencia de animus suele implicar como consecuencia lógica la falta del corpus, pues el tenedor a quien no le interese tener algo se acabará desprendiendo de la cosa[396], alcanzándose así la debida concordancia entre sus preferencias internas y la apariencia externa de esas preferencias. Esta apreciación reduce el ámbito de aplicación del elemento del animus como criterio decisivo para acreditar la posesión a aquella minoría de casos en los que se verifique la paradoja de que alguien que no tenga el ánimo de tener la cosa para sí siga conservando el corpus.

Incluso en este campo restringido de supuestos la aplicación del elemento del animus adolece de escasa aplicación práctica porque sus efectos quedarán circunscritos al fuero interno de las personas, siendo a la postre el criterio determinante el de la interpretación de un buen paterfamilias acerca del ánimo que el presunto poseedor tiene, pues de alguna manera se habrá de constatar el ánimo para que surta efectos jurídicos; de lo contrario la possessio estaría muy cerca de depender de la mera voluntad del tenedor[397].

Supongamos, p.ej., que Ticio entra en casa de Cayo y ve un jarrón que Cayo no quiere seguir poseyendo. A pesar de que Cayo en puridad haya dejado de ser poseedor del jarrón y cualquiera pudiera ocuparlo lícitamente y hacerse propietario de él, Cayo sigue apareciendo como propietario a pesar de la mutación operada en su ánimo. Si Ticio se apoderara del jarrón, nadie dudaría en calificar como hurto ese acto de apoderamiento a pesar de que objetivamente -o para un observador omnipotente- fuera una ocupación. Si Cayo procediera de mala fe y lo reivindicara, a Ticio le resultaría imposible demostrar el ánimo de Cayo[398].

En el supuesto contrario la disfuncionalidad de este elemento se aprecia con mayor nitidez: supongamos que Ticio encuentra una vasija que Cayo dejó al lado del río y que parece abandonada. El hecho de que no fuera intención de Cayo abandonarla y la retuviera con el animus -si eso fuera propio del Derecho clásico- no importa tanto como la creencia fundada en buena fe de Ticio de que la cosa es una res derelicta. La buena fe de Ticio, basada en el hecho de que cualquier padre de familia la hubiera considerado res sine domino, se sobrepone al animus de Cayo y le hace propietario en un año, pues no hay furtum sin mala fe[399], por lo que Cayo podría valerse de la usucapio en cualquier juicio vindicatorio, porque no la ha hurtado. Como ha podido apreciarse en este ejemplo, el hecho de que Ticio haya cometido o no un hurto depende más de la percepción social del animus de Cayo que del animus mismo.

Ticio sólo la podría recobrar si en el ínterin demuestra que no tuvo intención de abandonarla, y no parece que bastara la mera alegación de su animus -susceptible de arbitraria mutación-, sino que habrá de extraese de indicios.

Por tanto, la cuestión de quién posee no se debe reducir a quién tiene físicamente la cosa o quién quiere tenerla, sino que se define mejor como la percepción intersubjetiva de quién está dispuesto a defender la cosa como suya[400], a ejercer con carácter tendencialmente perpetuo las máximas facultades concebibles sobre una cosa[401]. Esta concepción de posesión como indicio acerca de la voluntad de otro de someter la cosa a su esfera de influencia y la función social que cumple tal apariencia es clave para entender el significado del traslado posesorio de la cosa bajo la explicación "germanista" del proceso por el que se constituye, modifica y extingue un derecho como real[402].

b) El animus rem sibi habendi como criterio determinante de la causa o título de la posesión

Si bien la acepción originaria del animus rem sibi habendi equivalía a la consciencia de la propia tenencia, lo cierto es que la imposición al demandante de la carga de probar una propiedad absoluta -reconstrucción del tracto sucesivo- y la consiguiente modificación del proceso (legis actiones á?º agere per sponsionem á?º formulario… ) trajo consigo la posibilidad de tener las cosas en un concepto distinto del de dueño y la consiguiente acuñación de derechos relativos o limitativos de la propiedad ajena.

 Esto introdujo la paradoja de que los nudos propietarios e incluso el ladrón pudieran ejercitar el interdicto con tal de que tuvieran animus rem sibi habendi -algo dependiente de su mera voluntad- y no los titulares de otros derechos (p.ej., usufructuario[403], acreedor pignoraticio, mandatario, depositario, comodatario[404]), más merecedores de tutela interdictal. Tal contradicción se subsanó con la ficción de considerar que estos titulares de derechos en cosa ajena también poseían (quasi possessor[405]) a pesar de carecer de animus rem sibi habendi; se diría de ellos que "poseen" el derecho.

A partir de este momento todo tenedor tendría animus, bien de tener la cosa para sí o bien de tener el derecho limitado para sí y la cosa en nombre de otro, lo que a la postre haría superfluo el concepto de animus mismo como criterio diferenciador, pues todo tenedor -ya sea en nombre propio o ajeno- vendría defendido por el interdicto, que de esta manera volvería a cumplir por un breve periodo de tiempo con su originario papel de tutelar sumariamente al despojado por la violencia. En el periodo posclásico la generalización de la prueba documental y la introducción de la cognición pretoria harían del interdicto una institución decadente.

3.1.2. Possessio civilis

La possessio civilis es, tras la detentación (habere), la possessio y sólo subordinada al dominium, la mejor posición jurídica que puede concebirse sobre una cosa -o derecho, si se es un quasi possessor-. Se caracteriza, como ya habíamos anticipado, además de por la concurrencia cumulativa del objetivo habere y del subjetivo animus rem o "ius sibi habendi", por los elementos adicionales de la iusta causa o títulus[406] y por la bona fides, esto es, la creencia de que el tracto sucesivo en que se funda la propiedad o el derecho sobre cosa ajena no se ha roto en ninguna instancia[407]. Ni que decir tiene que, como posesión privilegiada respecto de la mera possessio cumple, además de la función de la tutela interdictal, el importante efecto de la usus-capere[408], esto es, la relevación de la prueba del tracto[409].

Siendo la primitiva usus auctoritas una medida procesal que eximía al demandado en el primitivo procedimiento de las legis actiones de probar su mejor derecho al habere de la cosa, basta extrapolar tal función a la posterior institución hermana del "usus-capere"[410]. Se logra así explicar mejor la excepción a la usucapibilidad de las cosas furtivas[411]: no es que la adquisición de la propiedad del que usucape se vea excepcionada por el carácter furtivo de la cosa, sino que la prueba del carácter furtivo de la cosa -por el demandado- enerva la presunción de propiedad que la usucapio representa -para el demandante despojado (todavía possessor civilis)-[412].

3.1.3. La extrapolación de los interdictos a los procesos vindicatorios y su incidencia en la definición de los conceptos sustantivos

Sabemos que possessio se refirió originariamente a la detentación del ager publicus y, en consecuencia, los procedimientos en defensa de tal possessio se enmarcaban, por así decirlo, en el orden jurisdiccional del Derecho público. A diferencia de lo que ocurría con los fundos itálicos, la vindicatio era inapta para recuperar la possessio de un fundo provincial; el mecanismo idóneo era el ejercicio del interdictum uti possidetis[413].

La paulatina privatización del ager publicus, que encuentra un hito representativo hacia finales del S.II a.C[414], y el consiguiente "contagio" de este procedimiento agil y sumario, primero al suelo privado y posteriormente incluso a los bienes muebles -el interdictum utrubi se configura a imagen y semejanza del uti posidetis[415]– va arrinconando paulatinamente al oneroso procedimiento de las legis actiones hasta dejarlo en la completa marginalidad[416]. Este abandono obedece a que el nuevo interdicto aligera la carga probatoria del demandado, pues si éste optaba por la tutela interdictal ya no tendría que alegar la causa de su respectiva vindicación -tal y como le emplazaba el demandante-, sino que le bastaría con la mera demostración de que tiene la cosa nec vi, nec clam, nec precario (que posee), a cuyos efectos le bastaría con la alegación de la última causa o titulus[417], sin necesidad de tener que remontarse a auctores lejanos[418]. Superado este trámite le correspondería al demandante probar su propiedad[419]. Esta inversión paulatina de la carga probatoria supone un cambio de paradigma que nos lleva desde una propiedad relativa a una propiedad absoluta[420], pues no se trata ya de demostrar, como en el procedimiento de las legis actiones, un mejor derecho a la cosa -o a recibir una cierta utilidad sobre la cosa[421]- sino de acreditar completamente el tracto sucesivo.

El hecho de que en la generalidad de los casos el demandado pueda acogerse a la defensa interdictal propiciará que en la práctica se le acabe absolviendo de la carga de la prueba para referírsela al demandante. Probatio incumbet ei, quod affirmat, non ei, quid negat. Se certifica el nacimiento de lo que los comentaristas llamarían la "probatio diabolica"[422].

Los importantes efectos procesales de la aludida conversión del ager publicus en res in commercio tendrán su reflejo también en el plano sustantivo: el término posssessio confluirá en un primer momento con el de usus -en el ámbito del Derecho civil privado- para referirse a la detentación, si bien no milimétricamente, pues ya se distinguía entre una possessio iusta (la ejercida nec vi, nec clam, nec precario) y otra iniusta. La necesidad de demostrar una propiedad absoluta introduce -como contraste- la noción de derecho limitado. Para referirse a estas nuevas facultades sobre cosa ajena se emplean términos arcaicos, pero ahora con un significado renovado[423]. Los términos usus o frui[424] comienzan a utilizarse en su sentido moderno y habere/tenere se consolidan como términos para referirse a la detentación[425] –detinere-. Hay consenso en la doctrina en datar dominium y proprietas[426] en torno a finales de la república, refieriéndose el primero a un habere jurídicamente apuntalado en una causa y el segundo a la nuda propiedad.

3.2. Sobre el concepto de dominio en el Derecho romano clásico y su transmisión (130 a.C-250 d.C. aprox.)[427]

En este capítulo se estudian los mecanismos enderezados a procurar la propiedad de las cosas en el Derecho romano clásico a la vez que se da una respuesta a la importante cuestión de si el vendedor viene obligado a ello. Como presupuesto metodológico resultan necesarias dos matizaciones previas:

1- Parecería que un discurso lógico debiera comenzar con una definición previa del concepto de propiedad para proceder a tratar el tema de su transmisión. Sin embargo, no es posible un análisis riguroso del concepto de propiedad haciendo tabla rasa de las instituciones jurídicas que la afectan directa o indirectamente. Sólo estudiando los mecanismos de adquisición, transmisión y, sobre todo, defensa de la propiedad podremos pasar del círculo vicioso al virtuoso y atisbar paralelamente qué se entiende por ella.

2- Responderemos a la cuestión de si el mancipio dans o el tradens vienen obligados a procurar la propiedad aplicando conceptos modernos. Es decir, nos preguntaremos si los romanos venían obligados a situar al accipiens en tal situación en la que sea inconcebible que contra él prospere una vindicatio rei, en fin, a procurarles el dominium[428],teniendo presente en todo momento la vinculación entre los conceptos de obligación y responsabilidad tal y como se conciben hoy y el concepto de propiedad como el derecho a haber la cosa con carácter perpetuo en tanto no exista el concepto de derecho limitado, o tendencialmente perpetuo en caso contrario.

3.2.1. La transmisión de la propiedad a través de la mancipatio

La mancipatio constituye el ritual a través del cual operan desde muy temprano los intercambios de los factores productivos más relevantes. En su origen escenifica un trueque de una res mancipi por un precio (compraventa de contado). El accipiens se apoderaría de la cosa por sí mismo –ac-capere– en el marco de un ritual público en el que intervienen cinco testigos más el libripens[429], quien pesaba las monedas que se entregaban en contraprestación por i) el habere de la cosa, ii) la asistencia en los juicios por evicción -comparecer como auctor a petición del demandado- y la eventual responsabilidad pecuniaria por el duplum en caso de que se negara a colaborar en el juicio o si su asistencia procesal hubiera resultado infructuosa.

 No extraña que las fuentes insistan en que el comprador sólo se hace propietario de la cosa si el vendedor también lo era[430], pues éste es el único supuesto en el que es impensable que prospere la vindicatio de un tercero y, por ende, el único caso en el que el mancipio dans procura a su contraparte el habere jurídicamente imperturbable -en potencia-, el dominium.

La expansión del Imperio -consolidada en torno al S. II d.C- y el consiguiente desarrollo del comercio hacen que la venta a crédito entre en escena, lo cual implica la adaptación de vieja mancipatio a estas nuevas condiciones. El precio cierto que en la primera fase se pagaba al recibir la cosa ahora se representa, dando lugar así a la mancipatio nummo uno, a la que Gayo se refiere -y esto, junto a algún otro indicio (quasi pretii loco), es de suma utilidad- como imaginaria venditio[431].

El hecho de que la mancipatio -en cualquiera de sus versiones- se celebre en presencia de los cinco testigos y del libripens cumple una función publicitaria evidente, pues permite al prospectivo comprador cerciorarse de la continuación del tracto a efectos de defender la causa en una eventual vindicación -o a la inversa, para preconstituir la prueba de la propiedad a efectos de un potencial ejercicio de la reivindicatio-. De hecho, el rito de la mancipatio cobra su mayor auge en la etapa preclásica del Derecho romano y, por tanto, se celebra en el marco de sociedades reducidas en las que esta forma de publicidad resulta efectiva[432].

Es evidente el interés del potencial adquirente de una res mancipi en reconstruir mínimamente la historia jurídica de la cosa con vistas a fortalecer su posición en un eventual proceso vindicatorio[433]. A tales efectos preguntaría al enajenante i) de quién trae causa y ii) quiénes fueron los testigos que intervinieron en su mancipatio. Sólo preguntando a los testigos -o al magistrado, en caso de in iure cessio[434]– podrá cerciorarse de que su vendedor no hurtó la cosa, lo cual no demuestra todavía que tal vendedor fuera propietario. Para cerciorarse de tal condición jurídica habría de constatar, a su vez, que el auctor de su vendedor adquirió igualmente por mancipatio o in iure cessio, preguntando para ello a los testigos o magistrados que intervinieron, y así sucesivamente. El prospectivo adquirente -nunca mejor dicho, pues quaere=preguntar- habría de repetir este proceso hasta llegar, en el mejor de los casos, al "adquirente originario", lo que debería probar también mediante el testimonio de terceros; sólo así tendría tal potencial comprador -si hubiera seguido bien la pista- la certeza de adquirir el dominio, pues sería inconcebible que un tercero pudiera privarle a perpetuidad de la potencial tenencia de la cosa.

Una segunda alternativa sería la de contabilizar los plazos de la usucapión (la originaria usus auctoritas). En caso de que la suma de su posesión y las respectivas de sus predecesores[435] excediera del plazo prescrito podría apoyarse en la usucapión para invertir así la carga de la prueba en perjuicio del demandado, quien sólo podría enervarla probando el carácter furtivo de la cosa. La alegación de la usucapio es, de acuerdo con la función procesal que se le atribuye, una medida que en la mayoría de los casos conduciría a una propiedad -por así decirlo- de facto, esto es, a un habere cuya perpetuidad se sostiene más en la dificultad de la prueba del presunto verus dominus que en una sucesión de causas bien acreditada[436]. Ni que decir tiene que quien se parapeta en la usucapio no tiene la misma certeza sobre el carácter absoluto de su derecho de propiedad que quien correctamente había agotado en su totalidad el seguimiento del tracto.

La tercera de las posibilidades es la de que el potencial adquirente no haya llegado a la adquisición originaria por haber perdido la pista de alguna mancipatio o in iure cessio en alguna instancia remota del tracto y tampoco pueda alegar la usucapio, por ejemplo, por no poder acreditar el transcurso del plazo. En este caso tendrá una probabilidad rayana en la certeza -mas no la certeza- de devenir tenedor tendencialmente perpetuo si finalmente accede a comprar la cosa. 

Como vemos, a pesar de todas las cautelas que el comprador de la cosa pueda adoptar para cerciorarse de la imposibilidad de que prospere una vindicatio adversa o minimizar en la medida de lo posible tal eventualidad, existen dos casos en los que se dificulta especialmente esta labor de reconstruir la historia jurídica de la cosa y en las que el prospectivo comprador ha de asumir algún riesgo aun ejerciendo la más esmerada de las diligencias, a saber:

i) El caso de que en la búsqueda del rastro jurídico se llegue a un estadio en que no queden testigos que acrediten la realización de la mancipatio o in iure cessio. Estas pesquisas se agravarán notablemente en el Derecho posclásico con la sustitución de la usucapio por la longi y/o longissima temporis praescriptio[437]-, a partir del cual se le complica al adquirente despojado el basar su acción en la presunción de tracto por la adaptación de los nuevos plazos se adaptan a las dimensiones del imperio: diez años entre presentes y veinte entre ausentes.

ii) El supuesto de que el vendedor hubiera realizado ya la mancipatio a favor de otro y oculte tal circunstancia al segundo accipiens.

1) La incertidumbre del romano que ha carecido de elementos para reconstruir el tracto se zanjan en el periodo clásico por el expediente de la usucapio a favor del adquirente y sus causahabientes, cortafuegos que, siguiendo con la primigenia función de la usus auctoritas, invierte la carga de la prueba en perjuicio del demandado.

2) La segunda situación que analizamos se refiere a la ocultación maliciosa de una mancipatio previa (gráfico 1).

Ticio, adquirente por mancipatio y dominus ex iure quiritum, vende un inmueble a Cayo observando las formas publicitarias de la mancipatio y le constituye en propietario ex iure quiritium. Posteriormente entra de nuevo en la posesión de la cosa -en virtud de cualquier título, incluso aprovechando un periodo de ausencia de Cayo o, sencillamente porque se reservó el usufructo[438]- y se vale de la tenencia y de su antigua causa dominii para vender la cosa de nuevo, mediante mancipatio realizada de acuerdo con todas las formalidades. ¿Puede Cayo reivindicar la cosa a Sempronio? De acuerdo con los dogmas romanos sí. Ticio le había dejado de ser propietario y vendió a Sempronio algo de lo que no era dominus. No deja de resultar inicuo que Sempronio, que se había tomado la molestia de comprobar la corrección del tracto desde A, se vea desposeído por la mala fe de Ticio, que le ocultó la mancipatio a favor de Cayo. La razón de la desposesión pueden explicarse por el carácter público de la mancipatio y que Sempronio y sus causahabientes debieron conocer, si bien no parece que pueda afirmarse que los romanos persiguieran conscientemente la transparencia de las mutaciones jurídicas.

Ni siquiera aprovecharían a Sempronio y sus sucesivos adquirentes las ventajas procesales de la usucapio pues, siendo Ticio el enajenante común, sólo le restaría al Cayo (primer comprador) demostrar a partir de algunos de los cinco testigos que su adquisión fue prior in tempore para que se tenga por potior in iure. De esto se desprendería que Ticio vendió a Sempronio una cosa ajena, lo que en clave romanista equivale a un hurto y, como sabemos, a los compradores de cosas furtivas no les aprovecha su buena fe[439].

Evidentemente, esto no significa que Sempronio (segundo comprador) quede inerme ante el despojo derivado de la vindicatio rei de Cayo, pues ante la pérdida de la cosa siempre le queda el recurso a exigir al vendedor lo que hubieran pactado para el caso de evicción[440] (duplum, triplum, quadruplumPaul. D.21,2,56-) o, en su defecto, el precio de la cosa y el interés (Jav. D.21,2,60). Podemos afirmar que en periodo clásico esta sanción -que ya ha pasado a responder a una lógica indemnizadora del orden civil- se exigía normalmente a través de la actio ex stipulatio[441].

3) Un tercer caso que representamos se enmarca en una época marcada por el florecimiento económico y el comercio interprovincial y, por tanto, de intensa competencia entre la arraigada pero anacrónica mancipatio y la traditio ex iusta causa como un negocio transmisivo que se muestra plenamente propicio para los tiempos que corren (gráfico 2). ¿Quid si Ticio, adquirente por mancipatio -supongámosle dominus-, vende un inmueble a Cayo, se lo entrega ex iusta causa (pro emere) y posteriormente celebra una segunda venta bajo las formalidades de la mancipatio a favor de un tercero de buena fe?. Este conflicto entre las nuevas necesidades y el mantenimiento de lo tradicional dio lugar a la conocida situación de duplex dominium referida por Gayo[442] -contempóraneo a Adriano y Antonino Pío, con quienes el imperio conoció su mayor extensión-. El pretor zanjó el problema mediante la introducción ex novo de un oscuro remedio procesal: la actio publiciana[443].

Si bien el sistema romano, fiel exponente de la máxima nemo dat quod non habet, siempre se ha contrapuesto al paradigma germanista por considerar a este último más protector de la buena fe del adquirente a non domino y de la agilidad de las transmisiones patrimoniales, lo cierto es que también encontramos elementos de la protección de la buena fe en Roma, ya que en este segundo caso, y a diferencia del primero, se le protege frente al primer compador.

El hecho de que las transmisiones fueran públicas cumple con varios cometidos: i) desde un principio enervó la sospecha de hurto que recaía sobre el demandado, ii) recrea las condiciones para que quien tenga algo que alegar en contra de la transmisión lo manifieste[444], pero sobre todo iii) es el eslabón que facilita la prueba del dominio.

De ahí que en los casos en los que la venta se celebra en la clandestinidad el comprador sólo pueda dirigirse contra el vendedor si así lo hubiera pactado expresamente, pues -amén de que así se ha heredado de la tradición[445]- es lógico que quien no rodeó su adquisición de las garantías publicitarias pertinentes no pueda después exigir responsabilidades si se ve privado de la cosa por quien no tuvo oportunidad de oponerse al acto. Sin rogatio no cabe laudatio [auctoris].

Cayo deviene por tanto en el segundo caso un tenedor de peor condición (in bonis esse[446]) por obra del Derecho honorario. Ahora bien, si hubiera comprado con una mancipatio válida y después Ticio -de nuevo con la cosa en su haber- celebrara una nueva mancipatio a favor de Sempronio, Ticio, todavía dominus ex iure quiritum a pesar de las apariencias, la podría reivindicar, pues su adquisición fue pública y Sempronio (el tercero) la debió haber conocido[447].

¿Cómo es previsible que reaccionara el Derecho Romano ante la doble venta, operando la primera a través de la traditio ex iusta causa– y la segunda a través de un ritual como la mancipatio)?.

Lo más prudente y acorde con la mentalidad romana es presumir un cambio de tendencia paulatino que oscilaría desde una protección incondicional del mancipio accipiens a una protección del adquirente por traditio ex iusta causa. La obsolescencia de la mancipatio y la reiterada práctica de pactar a través de la stipulatio duplae una indemnización por evicción a imagen y semejanza de la decadente actio auctoritatis daría lugar a la generalización de la traditio. Finalmente, la reglamentación de los ediles curules en cuanto a las garantías a adoptar en el comercio de esclavos y animales sellaría toda una tendencia que concluiría con el negocio de la emptio-venditio, invariado hasta hoy en sus rasgos generales.

Por último, resta señalar que si bien la mancipatio se empezó a documentar a partir de finales de la república[448], estos documentos no llegaron a restar validez a la propia mancipatio, sino que servían para acreditar la celebración de la misma, que realmente consolidaba la posición jurídica del accipiens. La  publicidad que otorgaba la mancipatio acabó siendo asumida por la protocolización de los documentos en registros públicos, que no se desarrollarían convenientemente[449] -salvo la excepción de los registros egipcios- hasta los tiempos de Diocleciano, en los que se instituyó un sistema registral bastante efectivo –gesta municipalia-.

3.2.2. La transmisión de la propiedad a través de la traditio ex iusta causa

Hasta ahora hemos estudiado el principal mecanismo por el que se transmitía el dominio de las cosas que más importancia revestían desde un punto de vista económico[450]; no obstante, dado que la mancipatio convive con la traditio e incluso llega un momento en que el tráfico de bienes se hace tan frecuente que ésta sustituye a aquélla, no extraña que en sus rasgos generales ya hayamos tenido ocasión de perfilarla, aunque sea como mero elemento de contraste respecto de la mancipatio. Recogeremos en este apartado cuestiones accesorias o de matiz.

De todos es sabido que frente a las res mancipi se contraponen las nec mancipi[451]. éstas representan la mayoría de los bienes in commercio, a pesar de que no sean los de mayor valor ni los gravados con tributos, salvo pocas excepciones. A diferencia de los rigurosas solemnidades que se establecieron para transmitir las res mancipi, para la transmisión del dominio de una res nec mancipi bastaba la entrega fundada en una iusta causa[452]. La concurrencia de justa causa es vital, pues siendo dominus para los romanos aquél que puede apuntalar jurídicamente su habere en una sucesión de causas[453], es claro que quien tiene sin iusta causa es un mero detentador. A lo sumo podrá parapetarse en presunciones procesales como la usucapio o la a.publiciana (ficción de usucapio) aquel detentador (possessor naturalis) que pueda acreditar la última causa en virtud de la que es possessor, mas ello no quiere decir que sea el dominus, sino que goza de la ventaja que el sistama romano arbitró para quien ha tenido los bienes en su haber (in bonis habere/esse) durante un plazo prescrito en virtud de una causa/titulus.

Es presumible que la traditio ex iusta causa se haya utilizado mucho antes de ser recogida en las fuentes, ya que se trata del sistema transmisivo más intuitivo y ágil que puede concebirse (no en vano se la califica como de ius gentium/nautalis ratio[454]). Sin embargo, y a diferencia de la mancipatio, el tradens no respondía de la evicción. Si esto hubiera sido así no se explicaría la posterior práctica de estipular el duplum o la cantidad que fuera para el caso de la vindicación satisfactoria de un tercero. Sí existió la posibilidad de vindicar una res nec mancipi; prueba de ello es que Gayo habla de la usucapión de todo tipo de cosas[455] -lo que concuerda con la vieja usus auctoritas (…ceterum rerum omnium…)-. No parece probable, por el contrario, que se celebrara el ritual de la otorifiación para recuperar estos bienes de escaso valor. De hecho, si no se llamaba a testigos (rogatio) para transmitirla, tampoco parece lógico que las pesquisas llegaran demasiado lejos. En cuanto al transmitente -y a diferencia de la mancipatio-, éste no venía obligado a defender la causa si así no se pactara[456].

4. Sobre el concepto de propiedad en el Derecho romano posclásico y su transmisión (285 d.C.-530 d.C. aprox.)

A los efectos de este trabajo nos bastará una definición de "Derecho posclásico" meramente aproximada: entendemos por tal el cuerpo de normas que se promulgan entre Diocleciano y Justiniano y que coincide básicamente con la última etapa política del Imperio Romano de occidente. Un Derecho ajeno a las cuidadosas clasificaciones y sutilezas clásicas, alejado de las elaboraciones de los jurisconsultos y, sin duda, más legitimado en la potestas del dominus et Deus -esto último a partir de Constantino- que en la auctoritas de los independientes jurisconsultos. Se trata de un Derecho tosco y decadente, burocratizado por el estaticismo de un imperio que agoniza aplastado por su propio peso.

Recordaremos los rasgos que caracterizaban al Derecho romano arcaico, pues reaparecen aquí como consecuencia de esa inercia a regirse por la práctica. Donde antes había Derecho ahora hay hechos: cae en el olvido la consagrada distinción entre efectos "reales" y obligacionales -a ojos de un moderno-, el pago del precio adquiere -sea por influencia griega o por su propio desarrollo- una importancia desorbitada, no se acierta a distinguir la propiedad de la mera tenencia (momentum), desaparece la usucapión a favor de "prescripciones de largo tiempo"[457], y se malinterpreta el significado del traslado posesorio una vez que la constancia documental de los negocios ha adquirido un papel preponderante.

Ya al ocuparnos del periodo arcaico del Derecho Romano habíamos conjeturado que el origen de la propiedad había que verlo en la pretensión del poseedor ilegítimamente desposeído. De acuerdo con esta consideración identificábamos tres posibles situaciones[458]: a) la del tenedor con derecho a seguir teniendo (pleno propietario) ii) la del tenedor ladrón o causahabiente del ladrón y iii) la del poseedor ilegítimamente desposeído (nudo propietario). Identificábamos la propiedad -y así lo apoyábamos en las fuentes y en la doctrina- como el derecho a recobrar el habere, el corpus.

Pues bien, esta misma clasificación puede traerse a colación para el Derecho romano vulgar. La encontramos calcadas en la interpretatio de Paulo:

"Aliqua sunt quae animo et corpore possidemus, aliqua quae tantum animo. Animo et corpore ea possidemus quae en praesenti tenere videmur vel utimur. Animo vero ea possidemus quae in longin quo posita sunt et in nostro iure consistunt et ea proprietati nostrae possumus vindicare »[459] 

La indefinición del concepto jurídico básico de propiedad, fundamento lógico y jurídico de todo Derecho arrastra consigo la correspondiente indefinición de los derechos reales limitados, pues éstos se definen precisamenete en torna a aquélla. No obstante, a pesar del desmoronamiento de la distinción clásica, el concepto de propiedad asoma en las fuentes posclásicas a través de su rasgo de la perpetuidad de la tenencia, del habere, corpus o -tal y como acabamos de ver en el pasaje anterior- tenere, término de significación unívoca[460].

4.1 Los mecanismos para procurar la propiedad en el Derecho romano posclásico

La mancipatio estuvo vigente formalmente  hasta tiempos de Justiniano, pero fue perdiendo vigor y arraigo por la excesiva solemnidad de sus formas[461] y porque ante el auge del comercio y la expansión de las fronteras dejó de ser un mecanismo eficiente de publicidad[462]. Y esto principalmente por la ampliación del conjunto de sujetos legitimados para llevarla a cabo por la progresiva extensión de la ciudadanía, que se inicia con el emperador Vespasiano y culmina en el año 212 con la Constitución antoniniana de Caracalla[463]. La institución de la mancipatio fue cayendo paulatinamente en desuso y con ella se extinguiría el único rastro que evidenciaba la transmisión de la propiedad de las res mancipi. En su lugar, la pujanza del documento fue ocupando, naturalmente, el espacio que tradicionalmente correspondió al rito de la mancipatio e imbuyendo al sistema de constitución y transmisión de derechos -ahora sí- en la tradicional clandestinidad con la que se le suele tachar al Derecho Romano. La transparencia en la constitución, modificación y extinción de derechos reales se iniciará -por razones fiscales- bajo el mandato de Diocleciano y alcanzará el punto álgido -primero para las donaciones y después para las compraventas- de la mano de Constantino: la insinuación y la protocolización de las tablillas en la gesta municipalia.

Una última etapa es la de la intervención de notarios, lo que supone una regresión respecto a los sistemas anteriormente arbitrados, pues tanto la ausencia de vecinos como de un protocolo centralizado no sustituyó con las debidas garantías a los trámites que exigió Constantino.

Detengámonos en un examen de los indicios que ilustran esta tendencia flexibilizadora.

La tendencia a hacer constar por escrito las mutaciones jurídicas es propio de la mentalidad helénica. Ya en el S.III a.C.-época ptolomeica [323-29 a.C]- existió en Egipto un sistema registral[464] –Katagrafe– que garantizaba plenamente la titularidad al comprador y que aseguraba la percepción de tributos al Estado, pues era necesario para la validez de las transmisiones que los encargados del archivo emitieran una certificación de titularidad. Tal sistema fue acogido posteriormente por los romanos (55 d.C.) en esa sola provincia y pervivió con el tiempo pese a la dificultad técnica de su llevanza y la inobservancia generalizada de sus prescripciones.

La decadencia del sistema registral egipcio constituye un ejemplo evidente de cómo un sistema de inscripción constitutiva que imponga la nulidad de las transmisiones e incluso las multe[465] se queda en papel mojado ante la inobservancia e indiferencia de los propietarios o compradores. A pesar de varias intervenciones imperiales por intentar reflotarlo[466], su desplome se hizo evidente con la pujanza del anagrafe, un documento de carácter más notarial que registral y que se impondría por la tendencia que desde finales del periodo clásico se viene observando a favor de la adopción del documento como medio ad probationem -y a veces ad solemnitatem– de las transmisiones[467].

Que el documento estaba generalizado ya a finales de la época clásica se desprende de la lectura del Título XXI del Libro IV del Códex de Justiniano, rubricado precisamente "De la fe de los instrumentos y de la pérdida de los mismos, de las ápocas que han de hacerse, y de lo que se puede hacer sin escritura". Así, la constitución del Emperador Antonino a Septimia Murcia, fechada en el 213 d.C., acredita fehacientemente el extendido uso que del documento se hacía como elemento que preconstituye la prueba de la existencia del derecho a efecto de permitir su ejecución o enforcement[468]. Similares resultan las prescripciones de la Constitución de los emperadores Severo y Antonino a Lucio (210 d.C.), de la que se infiere paladinamente que el otorgamiento del documento ha venido a sustituir a la entrega de la cosa frente a testigos como mecanismo de acreditar fehacientemente la titularidad del derecho[469].

Pero si bien es cierto que el otorgamiento de los contratos en un instrumento privado agiliza el tráfico económico por su mayor flexibilidad -de esto no cabe duda- respecto de la mancipatio, no resulta menos cierto que deja peor constancia de las mutaciones jurídico-reales sobre los bienes inmuebles y dificulta el rastreo del título por parte del comprador. Además, favorece la oportunidad de realizar dobles ventas -o fraudes similares- por la apariencia de propiedad que da la tenencia del título, aun careciendo de la posesión de la cosa, y lo facilita sumamente si además del antiguo título se tiene la posesión en virtud de cualquier título diferente de la propiedad, como paradigmáticamente ocurre en caso de que el donante o vendedor se hubiera reservado el usufructo al transmitir la propiedad por constituto possessorio (CJ.8.53.28 ó CJ.8.53.35)[470]. Esta situación de incertidumbre sólo se ataja a partir de la instauración de un régimen de registro censal, pero la máxima transparencia en lo que a las transmisiones de los bienes inmuebles se refiere sólo se alcanzaría tras la adopción de ciertas medidas protectoras del tracto sucesivo que introduciría Constantino y a las que enseguida haremos referencia. La certeza acerca de la propiedad de los bienes más valiosos es absoluta durante casi un siglo y medio, hasta que el emperador Zenón (año 478 d.C.) considera superflua la intervención de los vecinos por considerar que bastante publicidad otorgan ya "los monumentos públicos" [refiriéndose a la protocolización de los contratos en un archivo generalmente llevado por el magistrado de la provincia] (CJ. 8.53.31), opinión que parece desacertada a la vista de que los mismos bienes se pueden insinuar ante diferentes magistrados, tal y como diecinueve años antes estableció el emperador León (CJ.8.53.30) y que posteriormente comentaremos.

4.1 Los mecanismos de publicidad tras la extinción de la mancipatio: el censo y la insinuatio.

Salvando la excepción de la Provincia de Egipto, es a partir de la reforma fiscal de Diocleciano cuando se instaura un régimen de publicidad para las transmisiones inmobiliarias semejante a un sistema registral en el que se pueden reconocer algunos de sus elementos: sanción de las transmisiones efectuadas al margen del registro, tracto sucesivo, o petición rogada. No resulta difícil vincular la articulación de este sistema de registro de tierras con la crisis política que vive el imperio en esta etapa[471], lo que animaría al citado emperador a acometer reformas orientadas a potenciar la recaudación fiscal.

La  publicidad que los censos conferían disminuyó en gran medida el riesgo de estelionato o mala fe del vendedor que gravitaba sobre los compradores desde que la posesión dejó de ser propiedad. El fraude nunca puede perjudicar a quien confíe en la inscripción en el censo, pues:

i) A quien adquiere de titular diferente del inscrito en el censo le es imputable su propia irresponsabilidad y se arriesga a perder la cosa con toda seguridad[472],[473]. 

ii) Quien adquiere de titular inscrito y no inscribe se somete voluntariamente a que el titular inscrito vuelva a vender y este segundo adquirente le oponga su mejor derecho[474]

No obstante, a pesar de lo estricto de la regulación imperial del censo, no dejaron de sucederse diversos fraudes y artimañas para soslayar la satisfacción del tributo asociado a las transmisiones, lo cual redundaba, no sólo en la inseguridad sobre la titularidad dominical y en el peligro de doble venta, sino principalmente -y esta era la mayor preocupación de los altos funcionarios- a los intereses fiscales del imperio. De ahí que se arbitraran diversas medidas para paliar esta situación[475]. Es por obra de Constantino cuando se apuntalaría este régimen de publicidad, pues la obligación de respetar el tracto sucesivo se iba a garantizar a través de un mecanismo publicitario infalible que, a la par, evitara el estelionato: la comparecencia de los vecinos en las transmisiones inmobiliarias[476]. Estos se erigirían en garantes de la titularidad del transmitente o de la ausencia de cargas  a la vez que colateralmente protegerían los intereses fiscales del imperio.

4.1. La insinuatio como medio de publicidad

Originariamente, la insinuatio comienza siendo una institución circunscrita al ámbito de las donaciones, cuyo régimen jurídico sólo posteriormente -por obra de emperadores posteriores a Constantino- se extendería a las ventas. La insinuatio incorpora como novedad la obligación de inscribir en un registro público instituido al efecto ciertos datos referidos a las donaciones de bienes inmuebles que excedieran de cierta cuantía[477]. Se sabe con certeza que la institución de la donación siempre fue vista con recelo en el mundo romano, pues se creía sospechosa de camuflar ventas fraudulentas, de ahí que se empezaran a regular muy tardíamente -quizá por influencia cristiana- con el fin de permitirlas hasta un cierto límite y bajo unos requisitos muy estrictos para conjurar el peligro de múltiples donaciones de un mismo bien y, secundariamente, para advertir al donante de la trascendencia de sus actos.

Si bien no nos queda claro cuál fue el momento de adquisición de la propiedad por parte del donatario, todo hace pensar que éste fuera el de la toma de posesión de la cosa, pues en caso de que ésta no se le entregara por el donante, carecería el donatario de acción para exigirla[478] -a diferencia de lo que ocurre en la venta-. El procedimiento para adquirir la propiedad de lo donado se desenvolvía, entonces, en tres fases: i) otorgamiento de la escritura de donación frente a los vecinos ii) insinuación, o sea, registro ante la autoridad competente y iii) Traslado de la posesión o -lo que es lo mismo-, traditio.

Como señala SOZA, de haber estado esta regulación enderezada exclusivamente a proteger los intereses del fisco, no se entendería por qué Constantino la contempla específicamente para la donación y no la extiende a la compraventa. Más bien parece, siguiendo a la citada autora, que lo hacía por razones puramente publicitarias[479], en fin, para garantizar al donatario la adquisición efectiva de la propiedad y evitar ulteriores donaciones sobre la misma cosa[480],[481].

Por lo que hace a la venta, no fueron tantas las garantías que se exigieron porque la emptiovenditio gozaba ya de un régimen jurídico propio que otorgaba acción al comprador para la entrega de la cosa. No obstante, la percepción de impuestos quedaría doblemente garantizada por la toma de razón de los intervinientes.

Parece que en este caso el proceso de transmisión de la propiedad de bienes inmuebles  por contrato de compraventa se articulaba en dos fases: i) Celebración del contrato con la intervención de los vecinos -que, si bien no estaban obligados a documentarlo, era práctica normal que sí se formalizara el contrato- y ii) entrega material de la cosa. iii) Inscripción del contrato en el registro del magistrado de la provincia (sin perjuicio de que también se pudiera depositar ante otros funcionarios, lo que plantea la posibilidad de fraude que ahora analizaremos)

Tras la tendencia flexibilizadora de la publicidad de las relaciones contractuales sobre bienes inmuebles que imperaba al inicio del periodo posclásico, lo cierto es que la labor de Diocleciano y Constantino reintrodujo -consciente o inconscientemente, sea por intereses públicos o privados- el necesario elemento de la publicidad en las transmisiones de derechos reales sobre inmuebles[482]. No cabe duda de que bajo la regulación Constantiniana de la insinuatio nos encontramos, seguramente, ante una de las fases de mayor transparencia en lo referido al tráfico económico de este tipo de bienes de mayor importancia.

No hemos de desaprovechar, por tanto, este punto de inflexión en los mecanismos de publicidad para reflexionar sobre el sentido que la traditio -entendida siempre como entrega material de la cosa- tendría bajo esta regulación. No puede decirse aquí que cumpla la función de dar publicidad a la mutación jurídico-real que se ha producido, pues si bien la posesión siempre constituye un primer indicio de propiedad, tal indicio vendría definitivamente reafirmado o refutado por la declaración de los vecinos y, fundamentalmente, por la constancia pública del título en los archivos correspondientes. Como vemos, poca publicidad puede otorgar la posesión de un inmueble en un momento histórico en el que esa función parece haber sido asumida por dos medios mucho más fidedignos que la posesión, como la inscripción precedida de la declaración de los vecinos, personas que por su posición privilegiada suelen estar al corriente de los negocios jurídicos que recaen sobre el fundo contiguo, y lo estarán siempre si, además, vienen legalmente obligados a ello.

Habiendo rechazado la función publicitadora de la posesión, el único sentido que se nos alcanza que cumpla al entenderse que la transmisión de la posesión sea requisito sine qua non para la transmisión de la propiedad es el de que otorga la inmediación que se suele predicar de los derechos reales. En otras palabras: si una de las principales facultades -por no decir la principal- de ese haz en las que consiste la propiedad es el uso y disfrute de la cosa, poco parece que podría usar y gozar quien no tuviera la posesión de la misma. Tan es así que al propietario que no posee no se le denomina propietario, sino nudo propietario[483]. Por todo esto, parece que si el traslado posesorio constituye al derecho de propiedad no es porque la haga oponible erga omnes en virtud de la apariencia de propiedad que esa posesión otorgaría -lo cual sería totalmente extraño al sistema transmisivo romano-, sino que lo hace porque, sin la posesión, al derecho real de propiedad le faltaría una de sus facultades esenciales y no sería tal (la posesión otorga la inmediatividad)[484].

Pero la publicidad de las transmisiones y titularidades de las que se disfruta en este periodo decaería paulatinamente como consecuencia de la flexibilización del requisito de presentar vecinos, siendo el punto de inflexión la Constitución del emperador Zenón, de 478 d.C., a la que antes nos hemos referido y que ahora pasamos a comentar. C.8.54.31:

"En las donaciones que se insinúan en actuaciones juzgamos que no es necesario presentar vecinos u  otros testigos, porque es superfluo el testimonio privado, cuando sean suficientes los monumentos públicos. Pero mandamos que sean válidas aun sin la firma de testigos también las donaciones que no es necesario sujetar a actuaciones, si acaso fueran escritas por notario o por otro, con tal que, sin embargo, el mismo donador u otro por voluntad de él las hubiere firmado en la forma acostumbrada; teniendo su vigor conforme a la Constitución de Teodosio y Valentiniano .. [mi énfasis]."

Dos aspectos importantes hemos de comentar por lo que se refiere a esta Constitución:

i) No es extraño que aparezca una referencia explícita a la figura del notario, pues es precisamente en esta época, y fundamentalmente bajo el mandato de Justiniano, donde el cuerpo de notarios va a alcanzar el máximo auge como fedatarios privilegiados de los negocios jurídico-privados, si bien la función que desempeñan no alcanza, evidentemente, a dar la necesaria protección que daban los vecinos ante cualquier género de evicción.

ii) ¿De verdad es superfluo el testimonio de los vecinos ante la publicidad otorgada por "monumentos públicos"? La respuesta sería rotundamente afirmativa si el registro estuviera centralizado o fuera obligatorio insinuar los bienes siempre ante el mismo magistrado para que éste hiciera la pertinente calificación jurídica del instrumento y siguiera el tracto (v.gr., el magistrado de la circunscripción en la que se encuentre el inmueble). De esta manera se evitaría el fraude de celebrar el mismo negocio transmisivo (o diferentes negocios incompatibles entre sí) dos o más veces, ante dos o más magistrados competentes. ¿Evitaba el sistema estos fraudes? A nosotros no nos lo parece, a la vista de la Constitución otorgada por el emperador León diecinueve años antes. Veamos, pues, la Constitución recogida en C.8.54.30:

"Las donaciones hechas en esta sacratísima ciudad [Constantinopla] de bienes sitos en cualquier parte, insinúense ante el maestre del censo. Pero en las demás ciudades, ora esté ausente, ora presente, el gobernador de la provincia, ora tenga, ora no tenga, magistrados la misma ciudad o en ella  haya solamente defensor, tenga el donador libre facultad para publicar las donaciones de sus propios bienes en cualquier parte sitos o ante el gobernador de cualquier provincia, o ante los magistrados, o ante el defensor de cualquier ciudad, según lo prefiere: y como la misma donación reside en la voluntad del donante, séale del mismo modo lícito insinuar su donación ante cualquiera de los mencionados que él quisiere- Y alcancen inconcusa y perpetua validez estas donaciones, que en las diversas provincias y ciudades hubieren sido publicadas ante cualquiera de los antes mencionados. [mis cursivas]"

Como el lector habrá podido percibir fácilmente, el sistema de los censos está muy lejos de dar la publicidad que pretende ["libre facultad para publicar las donaciones de sus propios bienes (mi cursiva)"] y, mucho menos, de sustituir a la intervención de los vecinos como garantes ante la posible evicción, ya que la insinuación de los instrumentos se limita a dar fe de la celebración del acto, la identidad de las personas, la fecha y las cláusulas particulares y modales que las partes tuvieran a bien establecer[485]. Nada impediría, entonces, que quien vendió o donó algo volviera a realizar actos de gravamen o de disposición sobre la misma cosa en perjuicio de tercero en otra provincia, otra ciudad, o ante otro magistrado, sin perjuicio de que también pudiera insinuarlas en Constantinopla independientemente de la ubicación de la cosa.

4.2. Posibilidades de fraude que deja abiertas la supresión del testimonio de los vecinos

Nos corresponde ahora examinar las posibilidades de fraude que deja abiertas la presente ordenación, y vamos a dividir para ello la exposición en función de si el doble vendedor dispone también de la posesión de la cosa o no en el momento de cometer el fraude. En el caso de que no disponga de la posesión quizá podría imputársele en alguna medida al comprador la pérdida de la cosa frente al verus dominus, puesto que sólo ha basado su confianza en la apariencia de propiedad que el título le otorgaba -lo cual ya bastaría, a mi juicio, para no tacharle de negligente-. Mas lo verdaderamente inicuo se plantea en los casos en los que un ex-titular que entra en la posesión de la cosa la vuelva a vender o gravar, en cuyo caso no existiría ningún indicio que le inclinara al comprador a sospechar de su verdadera titularidad, cuando en verdad, el que le vende no sería un propietario:

i) El hecho de que el vendedor no disponga de la posesión de la cosa no es óbice para que éste pudiera transmitir la propiedad[486], o al menos, la nuda propiedad, dado que las formas ficticias o abreviadas de la tradición estaban al orden del día, y estas operaban a través del documento. Hablando con propiedad diríamos que no habría tradición en sentido estricto, puesto que la posesión de las cosas dejó tiempo atrás de ser presunción iuris tantum de propiedad y la tenencia del documento-título venía a sustituir a la posesión de la cosa como la máxima garantía de la solidez de su posición jurídica.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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