Descargar

Descartes (página 10)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

El pensador francés puntualiza además, aunque sólo sea por una simple convención lingüística, que, a pesar de su definición del concepto de sustancia como "una cosa exis-tente que no requiere más que de sí misma para existir", sin embargo juzgó que podía seguir hablando de sustancia extensa y de sustancia pensante en cuanto eran realidades que para existir sólo requerían del "concurso divino". En cual-quier caso, como consecuencia del concepto teológico de "conservación", ni la "res cogitans" ni la "res extensa" serían autosuficientes en ningún momento, ya que en todo instante dependerían de esa creación continuada efectuada por Dios. Pero, además, en contra de la ligera interpretación de Rodis-Lewis, este concepto teológico de "conservación" implica que, en cuanto no haya una continuidad independiente en la existencia de las cosas sino sólo una creación continuada, no podría existir influencia causal de unos fenómenos en otros, sino sólo la apariencia de dicha relación. Ningún fenómeno se produciría como consecuencia de otro u otros anteriores sino siempre por la acción de Dios, quien le conferiría su existencia a lo largo de cada uno de los instantes que él quisiera y las diversas modificaciones con que fuera apare-ciendo en los instantes sucesivos en que Dios lo quisiera conservar. En este sentido, del mismo modo que, cuando se está viendo una película, se tiene la impresión de que existe una relación causal entre las diversas imágenes que aparecen en la pantalla hasta que se repara en que la película está formada por toda una serie de imágenes independientes entre sí y sin otra relación que la de la sucesión en su aparición, igualmente Descartes considera el Universo como una reali-dad cuya existencia depende de Dios en cada uno de sus instantes, haciéndolo existir en cada momento con las diver-sas diferencias con que va apareciendo. Tal interpretación implica la negación de la relación de causalidad entre los distintos fenómenos del Universo en un instante y en el siguiente con sus diferencias respecto al anterior, de manera que tales diferencias se deben exclusivamente a la acción de Dios en cada acto de esa creación continuada y no a una relación de causalidad entre el Universo en un instante y en el siguiente. Sin embargo, es cierto que, a efectos prácticos Descartes entendió su mecanicismo desde la idea de una acción causal de las diversas formaciones materiales, y que, por ello mismo, existe una contradicción entre estos dos puntos de vista, pues la creación del Universo a cada instante es incompatible con la acción causal del Universo en un instante dado sobre el propio Universo en el siguiente. Por ello y a pesar del mítico recurso de Malebranche a su doctrina del "ocasionalismo", su punto de vista, según el cual negaba la existencia de una influencia causal entre los distintos fenómenos, era al menos más coherente que la del pensador francés. Este problema tenía una doble vertiente, la relacio-nada con la "res extensa" –a la que se ha hecho referencia- y la relacionada con la "res cogitans", consistente en que la propia continuidad del alma y del ser humano a lo largo del tiempo sería un simple espejismo, pues, al ser creado por Dios a cada instante, no existiría tampoco relación causal alguna entre cada uno de los instantes de la supuesta vida unitaria de la "res cogitans" y el siguiente.

La concepción del Universo desde la perspectiva de la teología católica y desde la científica son enteramente dis-tintas, pues el científico considera que todos los fenómenos a lo largo del tiempo están causalmente relacionados, mientras que el teólogo, mediante este concepto de "conservación", tiene que considerar que todo depende causalmente de su dios en cualquier momento del tiempo, por lo que, en realidad, no puede existir una relación de causalidad entre los diversos aspectos del Universo en momentos sucesivos. Sin embargo, el científico, olvidando la "verdad teológica", puede seguir trabajando como si existiera esa relación de causalidad entre los diversos fenómenos del Universo, aunque tal relación sea un espejismo, y algo semejante a esto es lo que hizo Descartes, aunque posiblemente sin haber tomado conciencia de este problema. Por otra parte y aunque en sus plan-teamientos acerca de esta misma cuestión Malebranche pudo haber llegado a sus conclusiones de modo independiente respecto al planteamiento cartesiano, es lógico suponer que extrajera esta fácil consecuencia a partir de esa idea sobre la conservación del mundo, que coincidía plenamente con la de los teólogos católicos, como no podía ser de otra manera. Así, cuando Malebranche propuso su doctrina del ocasionalismo para explicar la aparente relación causal entre las diversas realidades del Universo, consideró que las cosas no podían influir causalmente entre sí y que sólo Dios era la causa de su aparente relación en cuanto causar equivalía a producir algo que anteriormente no existía y, en consecuencia, equi-valía a crear. Por ello y teniendo en cuenta que sólo Dios podía crear, sólo Dios podía causar, mientras que las cosas eran sólo la ocasión para la intervención de Dios.

5.4. Otros aspectos de la obra cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia.

A lo largo de estas páginas no se ha pretendido hacer una apología de Descartes ni de su obra, sino explicar los diversos aspectos de su obra desde una perspectiva crítica. En este sentido y junto a los aspectos negativos reseñados, en la labor cartesiana hubo una serie de resultados relevantes para el desarrollo de la Ciencia y la Filosofía, que sirvieron para su liberación del lastre del pensamiento antiguo y medieval, especialmente mediatizado por las doctrinas de la jerarquía católica, guiada por intereses ajenos a los del progreso del pensamiento libre y de la búsqueda de la verdad.

Hay que reconocer por ello que, a pesar de su servilismo interesado con respecto a las doctrinas de la jerarquía cató-lica, la crítica de Descartes a la tradición de la escolástica y su intento –teórico al menos- de conseguir un pensamiento más independiente, crítico y riguroso tuvieron una importante repercusión en el pensamiento posterior, tanto en la corriente racionalista que él inició como en la filosofía en general. Por ello y a pesar de las críticas realizadas a su enfoque acerca del método y a sus incoherentes razonamientos filosóficos y científicos, hay que reconocer la importancia de su esfuerzo por convertir la Filosofía en un conocimiento riguroso.

En relación con tales aspectos positivos de la labor cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia, que, sin embargo, en muchas ocasiones van acompañados de graves errores, hay que hacer referencia a los siguientes:

a) La idea de que, en la búsqueda de un auténtico conocimiento, era necesario hacer abstracción de todas las doctrinas del pasado, aceptadas de modo acrítico, ponién-dolas en duda y tratando de encontrar un método seguro para no aceptar como verdad aquello que no ofreciera las más estrictas garantías de serlo.

Sin embargo y como ya se ha dicho, en este punto Descartes no fue consecuente con los propósitos anunciados, al aceptar, sin el requisito de la superación de la duda metó-dica, las doctrinas o "prejuicios" religiosos de la iglesia cató-lica en los que había sido adoctrinado a lo largo de su infan-cia y de su juventud. Igualmente, se equivocó cuando defendió que la razón por sí sola podía alcanzar conoci-mientos que fueran más allá de los meramente lógicos, mate-máticos o analíticos, y, como consecuencia de este racio-nalismo dogmático, defendió teorías absurdas y contrarias a la experiencia.

Igualmente fue especialmente negativa, aunque acorde con sus intereses personales, su arrogante pretensión de construir un sistema científico deductivo fundamentado en el supuesto dios del cristianismo.

Por otra parte, aunque su intento de construir un método seguro para el avance del conocimiento, poniendo entre paréntesis las doctrinas y prejuicios del pasado, fue realmente decisivo para un cambio de enfoque en el estudio de los problemas filosóficos, su mayor fracaso en el terreno de la metodología fue haber adoptado como criterio de conoci-miento la regla de la evidencia, no comprendiendo que, a pesar de su utilidad para las Matemáticas, donde la utilizó junto con el conjunto de reglas de su método con un éxito innegable, era manifiestamente insuficiente en cuanto, a pesar de estar basada en el principio de contradicción, no servía para alcanzar el conocimiento de las ciencias relacionadas con un contenido material o empírico. Además, en cuanto no aceptó que la regla de la evidencia estuviera fundamentada en el principio de contradicción, dicha regla se convertía en una simple "impresión de evidencia", que en consecuencia sólo podía tener un valor subjetivo, de manera que, sin la ayuda inexcusable de la experiencia era un instrumento totalmente insuficiente para la obtención de conocimientos empíricos. En algunos momentos Descartes fue consciente de esta dificultad, reconociendo que en diversas ocasiones había tenido evidencias que posteriormente había visto como erróneas, y, por ello, trató de fundamentar el valor de esta regla en la veracidad divina, incurriendo en un círculo vicioso, en cuanto para afirmar la existencia de un dios veraz y garante de la verdad de los "conocimientos evidentes" debía basarse ya en la regla de la evidencia, cuyo valor todavía no estaba fundamentado.

Y de este modo, al basarse en la regla de la evidencia, necesariamente subjetiva, su sistema filosófico y científico fue realmente decepcionante, tanto por lo anteriormente seña-lado como por aquellas otras consideraciones relacionadas con su pretensión de demostrar la existencia de un dios, que, en su caso, coincidía con el dios católico, es decir, un ser omnipotente, inmaterial, trascendente, inmutable, sumamente veraz y creador del Universo, a pesar del círculo vicioso que suponía partir de la regla de la evidencia para llegar hasta ese dios, y partir de ese mismo dios para garantizar el valor de la regla de la evidencia.

b) La consideración de que la Filosofía aristotélica o la Escolástica en general no tenían por qué seguir siendo consi-deradas como la base a partir de la cual reconstruir el edificio de la Filosofía, de manera que había que abordar con espíritu crítico su total reconstrucción partiendo de una duda univer-sal acerca de los supuestos conocimientos anteriores a fin de que sus errores no fueran un freno para el progreso filosófico.

Sin embargo y como ya se ha dicho, también aquí la labor del pensador francés fue inconsecuente con sus propias pretensiones al eximir de esta supuesta duda universal todo lo relativo a las creencias religiosas de la iglesia católica y al seguir utilizando diversas doctrinas de la teología católica y de la filosofía griega, mezcladas con teorías que debían tener carácter científico.

c) La comprensión de la importancia decisiva de la razón para lograr el conocimiento de la realidad.

Sin embargo, este descubrimiento, que había sido cierta-mente el origen de la Filosofía, Descartes lo valoró excesi-vamente en relación con el escaso valor que concedió a la experiencia. Su valoración de la razón fue tan exagerada que le llevó a la convicción de que por su mediación podía llegar a demostrar la existencia del dios del cristianismo y a deducir el conjunto de leyes del Universo, menospreciando la impo-sibilidad de tal empresa, ni siquiera aunque hubiese contado con la mediación ineludible de la experiencia.

Tanto el empirismo de Hume como la filosofía kantiana señalaron que era la experiencia la que debía proporcionar la materia del conocimiento, mientras que el entendimiento debía proporcionar sus principios para poder entender el material proporcionado por las sensaciones. De ahí que fuera Kant quien, desde el punto de vista de la mera reflexión teórica, apoyado especialmente en las aportaciones especula-tivas de Bacon, Galileo, Hume y Newton, corrigiese a Des-cartes y, desde una perspectiva integradora del racionalismo con el empirismo, dijese que "los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, aña-dirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)"[425].

d) Su interpretación mecanicista de la realidad, la cual propició una línea de avance científico muy importante que sólo ha sufrido cierta crisis a partir del siglo XX.

El mecanicismo, defendido un siglo antes por Gómez Pereira en referencia al modo de ser del mundo animal con la única exclusión del ser humano, introdujo la perspectiva de que la Naturaleza funcionaba de acuerdo con leyes estricta-mente deterministas, de manera que todos los fenómenos se producían como consecuencia de causas antecedentes de las que éstos derivaban, que a su vez determinaban la aparición de los sucesivos cambios en la Naturaleza. El conocimiento de la obra de Gómez Pereira pudo ser decisivo para que Descartes asumiese el mecanicismo de forma decidida, aunque procurando dejar a salvo la libertad humana y aunque llegase a considerar que los demás seres vivos carecían de auténticas experiencias psíquicas y sólo eran máquinas muy complejas.

Un mecanicismo mucho más avanzado considera que los animales, aunque se comporten de acuerdo con leyes mecá-nicas, son estructuras materiales organizadas de un modo tan especialmente sofisticado que les permite alcanzar una serie de cualidades psíquicas equiparables a las humanas y cuya existencia Descartes había excluido como consecuencia de que sus creencias religiosas le llevaron a suponer que debía de existir una diferencia radical entre el ser humano y el resto de los seres vivos, de manera que estos últimos serían máqui-nas en definitiva, sin capacidad de sentir. La Ciencia de los últimos tiempos incluye el estudio del ser humano, al menos en la práctica, desde la misma perspectiva que rige en todo el ámbito de la Naturaleza, y no le concede una peculiaridad tan especial como la de poseer un principio misterioso alejado de la materia –el alma-, capaz de interactuar con ella y estando a salvo del determinismo mecanicista. Al mismo tiempo, reco-noce sin dificultad la existencia en el mundo biológico de toda una serie de fenómenos sensitivos, afectivos y cogniti-vos similares a los existentes en el ser humano, al margen de las diferencias, mayores o menores, igualmente constatables.

e) Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas y en el de la Física, de los que se ha hablado antes, fueron especialmente relevantes, pero no se exponen aquí en cuanto no son objeto de este trabajo. La plasmación de los principios de su física fue especialmente brillante, pero sus teorías astronómicas y, en especial, su abandono del heliocentrismo fueron lamentables como consecuencia de su pánico a la jerarquía católica –que le condujo a renunciar al heliocentrismo al enterarse de la condena de Galileo- y también como consecuencia de su continuo olvido de la experiencia. En este punto tiene interés hacer referencia a Beeckman como el amigo que le ayudó a tomar conciencia de importancia de las Matemáticas para la comprensión de las leyes físicas, aunque hay que recordar igualmente que ya Galileo había proclamado que "el Universo está escrito en lenguaje matemático"[426]. Sin embargo, en este campo de la ciencia, el orgullo cartesiano alcanzó límites exagerados cuando, según cuenta R. Watson, Descartes comentó a Beeckman que en Matemáticas había llegado todo lo lejos que podía alcanzar la mente humana[427]Su éxito en este terreno le deslumbró hasta el punto de llegar a confiar de modo exagerado en el valor del método que había aplicado en él, creyendo que sería un instrumento adecuado y suficiente para avanzar en el resto de los conocimientos, a pesar de que ya Galileo había propuesto su método hipotético-deductivo, que combinaba la razón y la experiencia y que tantos pro-gresos científicos ha determinado hasta la actualidad.

f) En relación con la Física y desde una perspectiva racionalista, el pensador francés negó que en sentido estricto existieran átomos, ya que toda partícula de materia debía ser extensa, y, si era extensa, debía ser divisible, aún cuando no se tuvieran los medios de dividirla físicamente.

Sin embargo en su argumentación de los motivos por los que no podían existir átomos Descartes cayó nuevamente en el error de mezclar el espacio de la geometría pura, en el que efectivamente no existe un espacio último indivisible, ya que, por definición, ser espacial implica ser divisible, con el de la geometría física que se refiere a la espacialidad como cualidad de la materia, de una materia de la que no puede afirmarse nada de forma apriórica sino sólo a partir de la experiencia. Por ello, su conclusión era inadecuada por haber sido obtenida a partir de la confusión entre el espacio de la Geometría pura y el espacio como propiedad de la "res extensa": el primero era, en efecto, infinitamente divisible, pero por lo que se refiere al segundo no podía afirmarse nada en cuanto no había experiencia alguna que pudiera confirmar o falsar el valor de cualquier respuesta.

Kant consideró esta cuestión como una de las antinomias de la Razón Pura, en cuanto se trataba de un problema que admitía tanto una solución positiva como una negativa, lo cual significaba que no se le podía dar una auténtica solución, pues desde la Ciencia siempre se debe investigar suponiendo, como afirma Descartes, que todo cuerpo, en cuanto modo de la res extensa, sea divisible por el hecho de ser espacial. Pero, en cuanto las ciencias empíricas no trabajan con meros con-ceptos, como sucede con las ciencias formales, el plantea-miento cartesiano carecía de relevancia científica en cuanto la misma experiencia es incompatible con una demostración del carácter infinitamente divisible de la res extensa. Dicho de otro modo: Si se parte del concepto de materia como realidad extensa y del concepto de lo extenso como realidad infini-tamente divisible, en tal caso el punto de vista cartesiano sería formalmente verdadero por definición, es decir, por tratarse de una verdad analítica, que nada diría acerca de la experiencia. Pero, si se pretende hacer referencia al carácter infinitamente divisible de la materia desde una perspectiva empírica, nos encontramos ante una afirmación indemos-trable, porque a partir de la experiencia es imposible demos-trar la supuesta divisibilidad infinita de la materia.

No obstante, este problema admite una solución clara y además desde una perspectiva simplemente racionalista, como lo fue la de Parménides respecto a su idea del Ser. Y así, del mismo modo que Parménides proclamó que el Ser no podía ser divisible porque sólo el No-Ser podría hacerlo, pero el No-Ser no existía, igualmente Descartes hubiera podido decir que ni el Universo ni parte alguna de él podía ser divisible, en cuanto ello sólo era posible en cuanto el vacío (= el No-Ser) se interpusiera entre las diversas partes del ser, pero como la existencia del vacío era una contradicción, ni el Universo ni átomo alguno podría ser dividido.

g) Otro mérito indiscutible en la labor cartesiana fue el de su anticipación a Paulov en más de dos siglos en el descu-brimiento de los reflejos condicionados. En 1630, en una carta a Mersenne le decía que, después de azotar a un perro varias veces al son de un violín, el perro temblaría de miedo al escuchar su sonido. Esta observación representa un aspecto francamente positivo de su perspicacia que no ha sido sufícientemente valorado, pues en los manuales de Psicología se sigue atribuyendo este descubrimiento a Paulov y nada se dice de Descartes.

5.5. "No hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado"

Para finalizar esta parte tiene cierto interés mencionar unas afirmaciones especialmente sorprendentes que se suman a la serie de incoherencias y absurdos a que se ha hecho referencia en otros momentos. Estas afirmaciones apenas requie-ren de comentario alguno, pues se califican por sí mismas. Pero lo extraño del caso es que no suelen mencionarse en los estudios acerca de la filosofía de Descartes, a pesar de representar una confirmación especialmente significativa del valor de las críticas realizadas en estas páginas a una parte importante de sus planteamientos.

Efectivamente, en Los Principios de la Filosofía afirma Descartes que

"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado"[428],

y poco después, en este mismo capítulo, añade:

"he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado"[429]

Es decir, Descartes afirma que el conjunto de todo lo explicado por él es una exposición completa de todos los fenómenos naturales. O lo que es lo mismo, si un supuesto fenómeno es real, en tal caso ha sido explicado por él, y, si él da una explicación de algo, esa explicación coincide con la descripción racional de un fenómeno real, mientras que, si no la da, es porque no existe.

Verdaderamente hay que reconocer que estas afirmacio-nes tan atrevidas encajan perfectamente con la serie de inco-herencias, errores y círculos viciosos antes señalados, aunque superando a todas por su osadía, y encajan plenamente con aquel orgullo característico de la personalidad cartesiana y con el resto de peculiaridades de su carácter.

Esta serie de planteamientos nos muestran al "padre del racionalismo" como un pensador ególatra, osado, orgulloso y frívolo, merecedor de un estudio más extenso y profundo acerca de su personalidad y de las causas que influyeron en sus delirios tan asombrosos. La dedicación del filósofo francés a la búsqueda del conocimiento, tanto en el ámbito de la Filosofía como en el de la Ciencia, hubiera sido incompa-rablemente más productiva si sus circunstancias personales y sociales hubieran sido más favorables, pues los factores seña-lados en la segunda parte de este trabajo fueron especial-mente negativos y se convirtieron en un obstáculo insalvable que impidió que su capacidad para el pensamiento filosófico fructificase a una altura similar a la que había alcanzado en el terreno de las Matemáticas.

"Philosophia, ancilla theologiae"

6.1. La subordinación de la razón a la fe.

A pesar de su decepción por la formación recibida, Descartes en ningún momento pareció dudar del valor de la fe, de las Sagradas Escrituras y de la teología católica, manifestando en sus escritos su respeto y sumisión a las doctrinas de la iglesia católica y construyendo su filosofía desde su acatamiento a ellas.

Así, en las Reglas para la dirección del espíritu, escrita mucho antes que el Discurso del método, escribe:

"todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento"[430].

Posteriormente, en el Discurso del Método, a fin de evitarse problemas con la iglesia católica en relación con las supuestas verdades de la teología, manifiesta su incapacidad para opinar sobre ellas diciendo:

"no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos"[431],

y, en este mismo sentido, en las Meditaciones metafísicas, desde una asombrosa frivolidad y sin preocuparse de si cum-plía o no con las reglas de la Lógica, proclama igualmente:

"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios"[432].

Resulta sorprendente constatar cómo, en este último texto, Descartes incurre de modo inexplicable en un irracio-nalismo fideísta absurdo, cayendo además en un círculo vicioso incomprensible, tal como puede verse comparando ambas afirmaciones tan próximas en el texto, observando que cada una de ellas se justifica mediante la otra, con lo cual ninguna de ellas queda justificada, y comprobando igual-mente que incurre en un absurdo razonamiento fideísta, al proclamar que se debe creer en Dios a partir del enunciado meramente dogmático según el cual

"como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que existe"[433].

Sorprende que el pensador francés incurriese en errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta todavía más sorprendente que éstos no fueran los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya muchos más del mismo calibre que incitan a pensar que, dada su indudable capacidad intelectual, era casi imposible que no fuera consciente de ellos, siendo tan evidentes[434]Teniendo Descartes una capacidad tan extra-ordinaria para el razonamiento matemático, resulta difícil explicar sus errores tan ingenuos en estas argumentaciones, así como aquellos en los que incurrió igualmente a la hora de fundamentar su método.

Sea cual sea la explicación, en cualquier caso parece que una parte importante de ella se encuentra en la frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos relacionados con su propia formación religiosa así como el ambiente clerical que le rodeaba, y su calculado interés en contar con el apoyo de la jerarquía católica para incrementar su prestigio como filósofo pudieron determinar que no se preocupase excesivamente por el rigor de sus razonamientos, relacionados con unas creencias de cuya verdad partía de antemano sin una previa crítica.

Es posible que Descartes no pretendiera tomar el pelo a sus lectores o a los doctores de la facultad de Teología, al menos de forma consciente, pero, por ello mismo y dada su capacidad para el rigor matemático, resulta mayormente difícil comprender que no se diese cuenta de las incohe-rencias en que incurría con tanta frecuencia y, por ello, en muchos de estos casos parece que el pensador francés actuó con la frivolidad de quien escribe aquello que considera que va a tener una buena acogida, al margen de que nada tenga que ver con una argumentación auténtica, porque lo que más le interesaba era que nadie dudase de su incondicional lealtad y defensa de las doctrinas católicas y que tal confianza en su fidelidad le permitiera luego tomarse la libertad de pensar más libremente sobre cuestiones algo delicadas sin tener que estar especialmente obsesionado respecto a cuál iba a ser la actitud de la jerarquía católica. En este sentido además y en relación con el último texto citado, es posible que Descartes, siendo consciente de que iba dirigido a los doctores de una facultad de Teología, se despreocupase del círculo vicioso en que incurría y alcanzase ese nivel tan asombroso de frivolidad, al suponer que ningún teólogo pondría objeciones a sus "pequeñas" incoherencias relacionadas con unos puntos de vista tan fieles a las doctrinas de la jerarquía católica.

En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a la hora de analizar críticamente el valor de la Teología por su temor a la Inquisición y a las altas jerarquías católicas, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese las garantías más estrictas acerca de su verdad a fin de alcanzar un conocimiento sólido de todo lo que la mente humana pudiera lograr.

En esta misma línea de frivolidad llama la atención el hecho de que en el Discurso del Método, al hablar de la religión, Descartes dijera que "enseña a ganar el cielo", pues tal afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de consi-derar que "ganar el cielo" dependa de "determinadas ense-ñanzas"[435], y, en segundo lugar, el de aceptar de manera ingenua y dogmática que tales enseñanzas eran verdaderas, al margen de que en principio sólo las hubiera asumido de manera provisional, ya que la puesta en práctica de su método le exigía dudar de todo para comenzar la búsqueda de una primera verdad evidente. Una prueba de esta cómoda frivo-lidad la da el propio Descartes cuando poco después reco-noce, sin necesidad de rectificar el texto anterior, que eso de ganar el cielo no depende de tales enseñanzas.

Un poco más adelante se refiere nuevamente a la Teología mostrando de nuevo una frivolidad argumentativa asombrosa al afirmar que

"las verdades reveladas […] están por encima de nuestra inteligencia"[436],

sin habérsele ocurrido tratar de explicar cómo podía haber conocido la autenticidad de aquellas verdades supuestamente reveladas, pues el argumento según el cual una supuesta "verdad" podía aceptarse por haber sido revelada sólo habría sido aceptable si hubiera venido acompañada de una explica-ción mediante la que aclarase cómo y cuándo se había produ-cido tal revelación, quién la había revelado y, en su caso, qué doctrinas habían sido reveladas.

También es verdad, por otra parte, que estas últimas palabras del francés, podrían haber sido escritas dándoles un sentido especial que, pasando desapercibido, en el fondo pudieran resultar perfectamente aceptables, aunque vacías de contenido. Descartes hubiera podido estar diciendo, "supo-niendo que Dios haya revelado algo y suponiendo que lo que Dios revela sea siempre verdadero porque Dios es veracícimo y su inteligencia y poder son incomprensible para el ser humano, en tal caso, las verdades reveladas […] están por encima de nuestra inteligencia. Es decir, según esta interpretación, Descartes ni siquiera estaría afirmando que Dios hubiera revelado nada.

Sin embargo, esta interpretación de las intenciones del francés es demasiado especulativa y sólo puede presentarse como una posibilidad puramente lógica, pues en ningún momento sucedió –ni podía suceder- que Descartes hiciera referencia a las tales revelaciones divinas ni al modo según el cual se habían producido.

Pero, además, teniendo en cuenta que a partir del propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la existencia de un dios muy poderoso o de un "genio maligno" que podría haber determinado que las evi-dencias más claras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en la propia mente por tales seres, la misma pretensión de argumentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades reveladas podía ser ya uno de los engaños de aquel "genio maligno" o de aquella divinidad engañosa.

Además, la consideración según la cual la razón humana era un instrumento insuficiente para analizar críticamente las verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en cuanto por esa misma insuficiencia tampoco dispondría de capacidad para decidir acerca de la verdad de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una incoherencia.

Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la nece-sidad de seguir las reglas del método, Descartes no sólo no se tomó la molestia de aplicar la duda, parte esencial del méto-do, a sus creencias religiosas[437]sino que, además, consideró que Dios, cuya existencia pretendió demostrar aunque de modo absurdo, era la última y necesaria justificación del método en general, de la regla de la evidencia en particular y de la misma verdad de los conocimientos evidentes, en cuanto, a pesar de la evidencia con que se presentasen a la mente, podrían ser falsos si no estuvieran respaldados por la propia veracidad divina.

Sin embargo, de nuevo la hipótesis de la existencia de aquel genio maligno impedía la superación de la duda acerca de la existencia del mundo sensible, por más que la veracidad divina fuera incompatible con el engaño de hacerle creer en dicha existencia, pues la hipótesis de la existencia del genio maligno era un obstáculo insalvable para poder demostrar la existencia del dios católico o la de cualquier otro cuya existencia hubiera podido impedir los engaños de aquel genio maligno.

Por otra parte, Descartes no se conformó con subordinar su razón respecto a los contenidos de la fe católica de un modo puramente teorético sino que de forma explícita pro-clamó en diversas ocasiones la sumisión de su pensamiento y de sus escritos a la autoridad de la Iglesia, es decir, a la de sus altas jerarquías.

Y así, en relación con la alternativa de defender o no la teoría del heliocentrismo, que en principio compartió con Galileo, en el Discurso del método escribe que dejó de publicar un trabajo anterior –El mundo- por miedo a que pudiera ser perjudicial para la religión o para el Estado:

"Hace tres años que llegué al término del tratado que contiene todas estas cosas y empezaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando supe que unas personas [= la jerarquía católica] por las que siento deferencia y cuya autoridad es tan poderosa sobre mis acciones como mi propia razón sobre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar que fuera perjudicial a la religión ni al Estado […] y esto me hizo temer que no fuera a haber también alguna en las mías en la que me hubiese engañado […] Pues aunque fueran muy fuertes las razones por las cuales la había adoptado antes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar el oficio de hacer libros, me dio en seguida otras para excusarme"[438]

Un aspecto especialmente significativo de la mendacidad y falta de escrúpulos del pensador francés es el hecho de que en esta misma página negase haber defendido la tesis helio-céntrica, teniendo en cuenta que en sus cartas a Mersenne le había comunicado explícitamente que había renunciado a publicar su trabajo porque en él defendía la misma tesis que Galileo. Está claro que Descartes mentía en el Discurso del método, donde negó que él hubiera sido de esa misma opinión, a pesar de sus confidencias a su amigo Mersenne en diversas cartas. Además en otra carta mostró su preocupación por la opinión del cardenal Bagni respecto a su filosofía, manifestando nuevamente su opinión en favor del heliocen-trismo, pero declarándose su "servidor" y pidiendo a Mer-senne que comunicase al cardenal a través de su médico su sometimiento a la Iglesia y a su infalibilidad y su sentimiento de "inmenso respeto por todos sus adalides":

"Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi filosofía excep-to la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides. No añadiré que no deseo ponerme a merced de la censura, pues creyendo con firmeza en la infalibilidad de la Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una verdad contradiga la otra"[439].

El interés de esta carta para conocer hasta qué punto llegaba el servilismo y el temor de Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor todavía si se lo compara con la serie de escritos en los que el pensador francés muestra su despre-cio insultante contra quienes, no perteneciendo al selecto grupo de dicha jerarquía, se atrevían a criticar algún aspecto de lo que él escribía.

Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus mani-festaciones serviles de acatamiento a las enseñanzas de la jerarquía católica, comunicó igualmente al padre Mersenne que había decidido no publicar su escrito El mundo a fin de prestar total obediencia a la Iglesia, que había proscrito la opinión de que la Tierra se movía:

"El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta a creer que tendríais mejor opinión de mí al ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años, con la finalidad de prestar total obediencia a la Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada solo por la Congregación de Cardenales constituida para censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado para que sea artículo de fe"[440].

En esta carta llama especialmente la atención la mentira según la cual Descartes dice a Mersenne que ha decidido "perder casi todo mi trabajo de cuatro años", pues eviden-temente el hecho de que renunciase a defender el helio-centrismo nada tenía que ver con el resto de investigaciones que no se relacionaban con la teoría copernicana y, de hecho, las fue publicando de manera separada y especialmente en sus Principios de la Filosofía.

Igualmente en las Meditaciones metafísicas pide humil-demente a los decanos y doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En este caso la motivación que parecía guiarle era doble:

-en primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener problemas con la jerarquía católica, en cuanto sometía su escrito a la revisión de ese importante colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la precaución de buscar; y

-en segundo lugar, la de la consideración de que ese mismo apoyo podría servirle para aumentar su prestigio ante la misma jerarquía católica, al mostrar su respeto incon-dicional a sus doctrinas teológicas:

"Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección"[441].

Sin embargo y a pesar de estas muestras de servilismo rastrero, Descartes no consiguió que las Meditaciones metafí-sicas se publicasen con la aprobación de los doctores de la Sorbona.

Esa misma actitud servil fue la que siguió manteniendo en los Principios de la Filosofía, en donde, regresando al oscurantismo más patético de la Edad Media y en contra-dicción con su prometedor mensaje del Discurso del método, relacionado con la liberación de la Filosofía respecto a cualquier dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras cosas especialmente deplorables escribió:

"Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Iglesia"[442].

6.1.1. Irracionalismo fideísta

Además de lo anterior y aunque no es totalmente seguro que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus propias palabras, hay que recordar que en su enumeración de los grados de sabiduría coloca, en un grado infinitamente superior a todos, la revelación divina, de la cual dice que

"nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible"[443].

Afirma igualmente, haciendo una apología de la fe, tan alta o más que las de Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, que

"se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance"[444],

y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en el tes-timonio de su fe para evitar cualquier posible polémica con la jerarquía católica, en la carta a los decanos y doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París, citada anteriormente, no sólo incurría en un círculo vicioso al decir que Dios existía porque lo decían las Sagradas Escrituras y que las Sagradas Escrituras eran ciertas porque provenían de Dios sino en un irracionalismo fideísta aparentemente cándido, que ponía en evidencia su falta escrúpulos y una enorme frivolidad que pudo impedirle tomar conciencia de sus graves incoherencias. Tal vez esta candidez pudo ser aparente y no tan ingenua, pues la carta en que aparecían estas "deducciones" tan espe-ciales iba dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología, ninguno de los cuales iba a ponerles objeción algu-na tan fácilmente asumibles desde el punto de vista católico.

Es probable que Descartes fuera consciente de lo absur-do de sus afirmaciones, aunque cabe también la remota posi-bilidad de que no lo fuera. En el primer caso, ¿qué expli-cación tendría su falta de escrúpulos para plantear como evi-dente lo que sólo era un evidente círculo vicioso? Parece que la explicación de tal actitud se relacionaría con las ansias del pensador francés por contar a cualquier precio con el respaldo que podía darle ante las altas jerarquías católicas la aproba-ción de sus escritos por los doctores en de la Facultad de Teología de París. Y, en el segundo caso, ¿qué explicación tendría que, a pesar de su sobrada capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de la existencia de un error tan mani-fiesto en su argumentación?

Resulta difícil encontrar una justificación para esta segunda parte de la disyuntiva. Quizá se podría considerar que sus creencias cristianas, asumidas desde su infancia, pudieron influir muy negativamente en su capacidad para tratar estas cuestiones religiosas desde un planteamiento crítico. De acuerdo con esta posibilidad y en la misma línea que en el anterior planteamiento, sería en cierto modo explicable que en la primera parte de los Principios de la Filosofía, al hablar de las relaciones entre razón y fe, escribiera en un sentido similar al de Tomás de Aquino:

"se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema la de que deberán creerse, como las más ciertas de todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun cuando acaso la luz de la razón […] pareciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina más que a nuestro propio juicio"[445].

Una tercera posibilidad –quizá la más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al defender tales argumentaciones tan absurdas pudo deberse a una mezcla de todos esos motivos, y especialmente a su deseo de contar con la apro-bación de los teólogos doctores como un apoyo ante cual-quier posible desautorización de la jerarquía católica, y a su deseo de contar con la aprobación de estos mismos doctores de la facultad de Teología como una plataforma para aumen-tar su prestigio como filósofo.

En cualquier caso, diversos puntos de vista como los que se acaban de mostrar conducen a la conclusión incuestionable de que si, en teoría, Descartes fue el padre del racionalismo moderno por haber defendido la independencia de la razón frente a la autoridad de la filosofía anterior, y por haber pretendido encontrar un método seguro para el progreso de la Filosofía hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la práctica siguió siendo un hijo póstumo del fideísmo medieval por su falta de decisión para poner entre paréntesis no sólo los conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra ciencia, sino también sus creencias religiosas a la hora de reconstruir la Filosofía, creencias que, por el contrario, situó por encima de la misma razón, la cual en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el derecho de juzgarlas.

En definitiva, después de haber estado buscando un método para fundamentar con el máximo rigor todo el conocimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a nada que no se le hubiera manifestado con absoluta eviden-cia, con absoluta claridad y distinción, finalmente Descartes defendió una postura sorprendentemente contraria al propio racionalismo por el que se le conoce, al concluir que el mayor conocimiento es el que se obtiene mediante la fe en las verdades reveladas por Dios, lo cual podría parecer una broma de mal gusto en cuanto el "teólogo" francés no intentó demostrar en ningún momento cómo había podido asegurarse acerca del valor de aquellas supuestas verdades, aceptadas simplemente por fe, es decir, sin fundamento alguno, ni racional ni empírico.

Es verdad, por otra parte, que el "teólogo" francés intentó demostrar la existencia del dios de su religión a la vez que hablaba de la Revelación, pero, al margen de que eviden-temente era imposible que la demostrase, no presentó argu-mento alguno por el cual hubiese que aceptar que ese dios hubiera revelado algo, que se hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus "misterios" a la Iglesia Católica. Y así, si en el Discurso del Método se exigió el mayor rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento, de manera que finalmente sólo la verdad "cogito, ergo sum" superaba la prueba de la duda, este aparente rigor se mantuvo incoherente y asombrosamente unido a unas supuestas verdades de fe que no tenían otra justificación que la de haberlas recibido como tales durante su infancia, hasta el punto de que ni siquiera la regla de la evidencia constituyó para él un principio seguro en su búsqueda del conocimiento, en cuanto no fue la evi-dencia lo que le condujo a defender las "verdades" de su fe religiosa, sino que fue su fe lo que le llevó a defender tales supuestas verdades como superiores a los conocimientos racionales.

Conviene recordar en este sentido que el cisma protes-tante se había producido en el mismo siglo del nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la jerarquía católica siguió utilizando todas las armas a su alcance para evitar cualquier forma de pensamiento que pudiera debilitar su poder, tanto religioso como especialmente político y social. De hecho, ese poder era muy fuerte desde hacía ya mucho tiempo, pero además hacía pocos años que de manera implacable y cruel se había manifestado condenando a la hoguera a Giordano Bruno en el año 1600, a Giulio Caesare Vanini en el año 1619, a Jean Fontanier en el año 1622, a Galileo Galilei, a quien se condenó a un arresto domiciliario de por vida en el año 1633, y, de manera especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1628 Luís XIII y el cardenal Riche-lieu asediaron con sus tropas a los protestantes de La Rochelle, causando la muerte de 22.000 personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes, pudiendo haber sido Descar-tes –al menos, según cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además, el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal Richelieu, había decretado en 1624 la prohibición bajo pena de muerte de enseñar cualquier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates públi-cos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.

Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz de todos estos hechos, presentes en la memoria del pensador francés, éste no se atreviera a publicar su obra El mundo y que en definitiva no se atreviera a publicar nada que pudiera poner en peligro su integridad física o su prestigio filosófico y, por eso, resulta explicable que en 1637, cuando publicó el Discurso del Método, optase por excluir de la duda metódica todo lo concerniente a las "verdades" de la religión católica.

Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente un teólogo, aunque no llegase a serlo al estilo de Tomás de Aquino, en cuanto no se conformó con realizar escritos teoló-gicos sino que tuvo la osada ambición de estructurar y siste-matizar la totalidad del conocimiento, y porque, a pesar de haber realizado aquellos continuos panegíricos de la Revela-ción y de la iglesia católica, a excepción de sus incursiones en el problema de la demostración de la existencia de Dios, no realizó deducción de ninguna clase para demostrar los contenidos relacionados con la fe en la que había sido educado, siendo por el contrario su creencia en el dios católico y sus cualidades el punto de partida no demostrado, a pesar de los vanos intentos del pensador francés, para todas sus deducciones posteriores, que convertían su sistema en un gigante aparentemente hercúleo pero con los pies de barro y enormemente dañado en la casi totalidad de su estructura.

Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un teólogo disfrazado, con mayor razón podría haber dicho que Descar-tes era un teólogo sin disfraz en cuanto intentó deducir el árbol de la Filosofía a partir de unas raíces teológicas que siempre aceptó, al considerar que la supuesta revelación divina "nos eleva de un solo golpe a una creencia infa-lible"[446], sin haberla sometido a la prueba de la duda, a pesar de que en diversos momentos "jugó a demostrar" aquello que previamente había aceptado sin otras bases que las de las creencias recibidas, de las que afirmó que tenían un valor absoluto sin investigar si era posible justificarlas racional-mente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas.

En este sentido ya en las Reglas para la dirección del espíritu no tuvo ningún reparo en hablar de "un poder superior" como origen de "creencias infalibles" sin aclarar el origen de su supuesto conocimiento de tal poder superior, y afirmando del modo más irracional imaginable y absolu-tamente inconciliable con lo que debería haber sido la actitud propia del llamado "padre del racionalismo" que

"componen por impulso sus juicios acerca de las cosas aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo, sin estar convencidos por ninguna razón, y sí sólo determinados por algún poder superior, por la propia libertad o por una disposición de la fantasía: la primera influencia nunca engaña"[447],

es decir, ¡una "influencia" que provendría de aquel "poder superior"! Y quien escribió esto fue ¡"el padre del raciona-lismo"! ¿Qué genio le otorgó ese título?

6.1.2. El valor de la fe

De manera complementaria con lo señalado en el apartado anterior, para intentar comprender el pensamiento cartesiano tiene interés comentar algunos textos que reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada en sí misma o en su relación con el conocimiento.

a) Así, en las Reglas para la dirección del espíritu defendió, al igual que Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, la supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta el punto de llegar a escribir:

"Todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene fundamentos en el entendimiento, éstos pueden y deben ser descubiertos principalmente por una de las dos vías ya indicadas [intuición y deducción], como quizás algún día mostraremos con mayor amplitud"[448].

Estas palabras resultan especialmente sorprendentes porque dan por hecho

1) que el dios de la iglesia católica existe,

2) que ha revelado algo,

3) que la fe se refiere a cosas oscuras,

4) que es un acto de la voluntad, y

5) que podría tener fundamentos en el entendimiento,

A continuación se pasa a realizar el análisis de tales afirmaciones:

1) Por lo que se refiere a la simple afirmación de la existencia del dios católico ya se han comentado en otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador francés por demostrar la existencia de tal supuesta realidad. Aquí su simple afirmación se presenta como una declaración dogmá-tica basada en el adoctrinamiento recibido por Descartes, que posteriormente no se atrevió a someter a la duda metódica por el temor al enorme poder de la Iglesia católica sobre la vida y la muerte de quienes se atrevían a criticar cualquiera de sus doctrinas y porque el propio pensador francés optó por la solución vital más fácil: La de ser un fiel lacayo de quienes en aquellos momentos detentaban de modo implacable el poder religioso, político y social.

2) Respecto a la cuestión de si el dios católico había revelado algo o no, ya se ha hecho referencia al lamentable círculo vicioso en que incurrió el "teólogo" francés cuando escribió que había que creer en las sagradas Escrituras porque provenían de Dios y que había que creer en Dios porque así constaba en las Sagradas Escrituras, inspiradas por él. Aquí se muestra un nuevo dilema: O Descartes era consciente del círculo vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, o bien demostraba que no tenía escrúpulos para decir lo que creía que sentaría bien a la jerarquía católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes de la Lógica, porque en cualquier caso creía en aquellas doctrinas religiosas al margen de su incoherencia lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su frivolidad era realmente asombrosa en cuanto pretendiese aparecer ante la jerarquía católica como defensor de sus doctrinas.

3) La afirmación de que la fe se refiera a "cosas oscuras" plantea el problema de por qué habría que afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de la suficiente evidencia respecto a su verdad o falsedad. Conviene recordar a este respecto que, según indicaba en las cuartas Meditaciones metafísicas una actuación de la voluntad pronunciándose acerca de cuestiones en relación con las cuales el enten-dimiento no hubiese proporcionado suficiente claridad y distinción implicaba un uso moralmente incorrecto del libre albedrío, y eso era lo que en este caso sucedía. Pero, al pare-cer, en esos momentos a Descartes no le interesó ser cohe-rente con su propia doctrina acerca de las causas del error.

4) La consideración de que la fe sea un acto de la voluntad era realmente una herejía respecto a la dogmática católica, según la cual la fe es una "virtud teologal", es decir, una virtud que el hombre no adquiere por sus propios esfuer-zos, como sucedería con las llamadas "virtudes cardinales", sino que recibiría de Dios como un don gratuito. El hecho de que Descartes la considere además como un acto de la voluntad no introduce novedad alguna en su pensamiento en cuanto para él cualquier juicio se forma mediante un acto de la voluntad mediante el cual se afirma o se niega determinada relación entre conceptos. Por ello es una incongruencia el hecho de que cuando se trata de actos de la voluntad referidos a los contenidos oscuros de la doctrina católica Descartes los considere meritorios a pesar de que, de acuerdo con sus propias consideraciones, tales pronunciamientos de la voluntad serían moralmente condenables.

5) Plantear la posibilidad de que la fe tenga fundamentos en el entendimiento está en contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto ésta se refiere por definición a doc-trinas incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moral-mente incorrecto desde la perspectiva cartesiana, en cuanto la actitud de la voluntad debería ser la de afirmar o negar tales contenido sólo cuando el entendimiento dispusiera de razones objetivas suficientes para hacerlo, y abstenerse de juicio mientras tales razones fueran incompletas, tanto para afirmar como para negar. Pero además, si existieran fundamentos en el entendimiento en relación con los contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la fe equivaldría a conocimiento, o bien no lo serían y en tal caso la fe, entendida como acto de la voluntad, implicaría un mal uso del libre albedrío.

En las Meditaciones metafísicas Descartes retoma sus reflexiones acerca de la fe y trata de encontrar una solución al problema que plantea el hecho de que se refiera a "cosas oscuras" en relación con las cuales la voluntad no tendría ningún derecho a pronunciarse. El "teólogo" francés respon-de a esta dificultad diciendo que

"aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, di-cha razón formal consiste en cierta luz interior con la que Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han sido reveladas por Él, siendo entera-mente imposible que mienta y nos engañe: lo cual es más seguro que cualquier otra luz natural, y hasta, a me-nudo, más evidente, a causa de la luz de la gracia"[449].

Esta respuesta era sorprendentemente lamentable. Descartes parecía haberse confundido de público, de manera que en lugar de escribir meditaciones filosóficas estuviera escribiendo meditaciones teológicas y místicas, pues esa referencia a lo "sobrenatural" y a la "luz de la gracia" podría resultar muy poético y sugerente, pero se encontraba a millones de años luz de lo que hubiera podido considerarse como un discurso racional. Por otra parte, era igualmente deplorable, por cuanto incurría en un nuevo círculo vicioso, proclamar que la razón formal por la que se podían afirmar los contenidos oscuros de la fe consistía en que "Dios nos ilumina de un modo sobrenatural" para que tales contenidos pudieran ser afirmados, pues el "teólogo" francés no explicó qué proceso místico le condujo a tal iluminación sobrenatural o cómo consiguió el conocimiento de que otros hubieran llegado a ella, pues, si eso hubiera sucedido, la voluntad habría tenido bases suficientes para pronunciarse sin nece-sidad de recurrir a la fe.

Pero ya se sabe que en el terreno de las creencias reli-giosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo, al fanatismo y a la intolerancia contra quienes intentan alcanzar algo de claridad acerca de estos asuntos pretendidamente sobrenaturales a los que solo unos pocos escogidos tendrían un privilegiado acceso.

En los Principios de la Filosofía Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente dogmático, que para nada se corresponde con lo que debería ser la actitud de un filósofo, sino sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo, como lo fue en muchas ocasiones el "teólogo" francés cuando defendió que

"Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance"[450].

En otros momentos se pronuncia en un sentido idéntico al del texto anterior e idéntico al de Tomás de Aquino cuando escribe:

"que sea evidentísimo que las cosas reveladas por Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o asombro para nadie que verdaderamente tenga fe católica"[451].

Es verdad, por otra parte, que, si se analizan estos textos de manera algo minuciosa, podría considerarse en sentido estricto que no dicen nada criticable en cuanto simplemente proclaman que "las cosas reveladas por Dios deben ser creídas", sin especificar si realmente hay cosas reveladas por Dios. Y, si con esta puntualización no es suficiente, hay que tener en cuenta que se refiere a quien "tenga la fe católica", cuyas implicaciones estarían reflejadas en las palabras ante-riores. Ahora bien, en cuanto Descartes esté afirmando de forma dogmática, como así parece, que en efecto hay un dios, el dios católico, que ha revelado determinadas doctrinas, en tal caso incurre en un dogmatismo fideísta simplemente irracional, lógicamente motivado por el temor a la jerarquía católica y por su deseo de servir fielmente a los intereses de esa jerarquía en espera de reciprocidad.

Más adelante, en una carta al marqués de Newcastle, Descartes vuelve a tratar del tema de la fe desde una pers-pectiva que pretende aproximar la fe al conocimiento, aunque evidentemente sin conseguirlo, y aceptando la existencia de una "incertidumbre" final como resultado de este proceso:

"todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin milagro en esta vida descienden del razonamiento y del progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las nociones naturales que hay en nosotros, que, por claras que sean, son groseras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva, en primer término, las tinieblas de que fue sacado y, además, la incertidumbre que experimentamos en todos nuestros razonamientos"[452].

Lo más llamativo de este escrito es que en él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para la aceptación de cualquier doctrina de fe como auténtico conocimiento, acepta la existencia de un problema que impediría que la fe pudiera equipararse al conocimiento. Pues, cuando dice que el "pro-greso de nuestro discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios de la fe, que es oscura", reconoce que por muy exactas y perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales "principios de la fe", en cuanto ésta es "oscura", las implicaciones últimas de tales principios serán tan oscuras como lo eran esos principios. Y así lo reconoce el propio pensador cuando escribe a continuación que "el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva […] las tinieblas de que fue sacado". La pregunta que surge por ello es: ¿Cómo se puede seguir hablando de "conocimiento" en relación con unos contenidos de los que se considera que su fundamento es "oscuro" y que "conserva […] las tinieblas de que fue sacado?

A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos avanzados de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el fondo su actitud respecto a estas "verdades de fe" fue la misma que había tenido desde el principio, aunque pudo intensificarse en esos últimos años de su vida como conse-cuencia de su relación con diversos representantes del clero católico y como consecuencia de otros factores personales, relacionados, por ejemplo, con el amargo final de sus discu-siones con los teólogos protestantes holandeses.

6.2. La perspectiva sobre la Religión

Desde un punto de vista teórico Descartes pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía católica y, en líneas generales, lo fue hasta el punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un modo más independiente y eso le condujo a defender doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la herejía.

6.2.1. Ortodoxia

Por lo que se refiere a la dogmática católica, inundada de tantos absurdos, resulta sorprendente que Descartes la acep-tase con tanta facilidad y sin plantear apenas objeciones. La única explicación de este hecho parece que se relaciona con una actitud de sumisión instintiva al inmenso poder de la jerarquía católica ejercido cruelmente contra toda forma de pensamiento que pudiera ser discordante respecto a sus doctrinas. Y, como a Descartes le importó más su propio prestigio en la sociedad en que le tocó vivir que la búsqueda de la verdad en un terreno tan peligroso como el religioso, ello determinó posiblemente que estableciese los límites dentro de los cuales poder pensar, discutir y escribir libremente, dejando al margen de dichos límites todo –o casi todo- lo concerniente a la religión, como el propio pensador declaró en el Discurso del método.

A pesar de todo, más que el hecho de que Descartes no discutiera la absurda dogmática católica, en cuanto hacerlo era realmente peligroso, lo que llama la atención es que llega-se a defender de un modo explícito doctrinas realmente incoherentes y en ningún caso asumibles desde la raciona-lidad. Además, en cuanto es difícil aceptar que Descartes no alcanzase a comprender la contradicción de tantas doctrinas del cristianismo, una explicación de su actitud, como ya se ha indicado, consiste en que, llevado de su propio instinto de conservación, renunciase a sumergirse en el terreno peligroso del análisis crítico de las doctrinas teológicas y decidiese construir su propio pensamiento, partiendo de su aceptación acrítica.

Tal actitud no era la más propia de un auténtico buscador de la verdad, pero tanto su vida como su producción filosófica son plenamente congruentes con esta explicación. A esto hay que añadir que la actitud cartesiana en torno a las doctrinas de la iglesia católica en algunas ocasiones fue más allá de la aceptación de sus doctrinas y no se conformó con ser prudente sometiendo sus ideas a la autoridad de la Iglesia en lo que pudiera estar equivocado, sino que llegó a inter-narse en este terreno de modo innecesario en apoyo de estas doctrinas y lo hizo de un modo tan deplorable que su actitud conduce a pensar que este "teólogo", en lugar de ser consi-derado como "el padre de la filosofía moderna", con mayor motivo debería haber sido considerado, en cierto modo al menos, como un hijo póstumo del fideísmo medieval.

En este sentido y como ejemplo de esta actitud sumisa a la jerarquía católica, Descartes habló de dogmas de fe con toda la naturalidad del mundo, como si fueran verdades evidentes. Así, por lo que se refiere al tema de la creación, trató de justificar el dogma correspondiente a partir de la omnipotencia divina preguntando:

"¿de qué serviría la infinita potencia de ese imaginario infinito, si nunca pudiera crear nada?"[453].

Su pereza mental y su rendición incondicional a la dogmática católica le impidió plantearse otra pregunta: ¿qué necesidad podía tener un ser infinito y perfecto en todos los sentidos de crear nada? Alguien podría quizá contestar: "No creó el Universo porque lo necesitase, sino porque quiso". Pero igualmente se le podría responder: "Necesitar y querer son el fondo una misma cosa, pues sólo se quiere lo que se echa en falta, algo de lo que se carece, algo de lo que de algún modo se siente una necesidad, pero, por definición, un ser perfecto no carece de nada, y, por ello mismo, no puede querer nada, por lo que suponer que haya querido crear el mundo sólo tiene sentido desde una visión antropomórfica de lo que podría ser un dios, pero ni siquiera desde lo que sería una consecuencia de aquel constitutivo formal de dios, como "ipsum esse subsistens", del que hablaba Tomás de Aquino, pues un ser infinito y perfecto en todos los sentidos sería tan autosuficiente que no haría absolutamente nada, a pesar de que Descartes opone que, dado su poder infinito, sería muy extraño que no lo utilizase… Sí, muy extraño, pero mucho más extraño es que un dios que todo lo programa y todo lo controla, juzgue, premie, castigue a "sus juguetes teledi-rigidos" como si fueran responsables de los actos para los que él mismo les habría programado, y que además realice la comedia de encarnarse en un hombre para sufrir y morir a fin de conseguir que su padre renuncie a la venganza del castigo y perdone al hombre sus pecados, como si, al margen de esa comedia, su supuesta misericordia infinita fuera insuficiente para la concesión del perdón –si hubiera habido algo que perdonar-.

En relación con esta cuestión, Descartes acepta igual-mente sin discusión de ninguna clase el dogma de la "Encar-nación", dogma central del cristianismo según el cual Dios se hizo hombre para ser sacrificado en una cruz y pagar de ese modo por el pecado original del que, por cierto, no se dice ni una sola palabra en el Antiguo Testamento, por lo que representa uno de los inventos originales del cristianismo. El pensador francés menciona ese dogma en una carta a Chanut, haciendo referencia al amor que el hombre debe sentir hacia ese Dios por el hecho de que Dios se haya hecho uno más con nosotros y haya pagado por los pecados del hombre con el sacrificio de su muerte. Escribe el "teólogo" francés:

"no me asombra que algunos filósofos estén convén-cidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encar-nación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros"[454].

Como era comprensible hasta cierto punto, Descartes no se detuvo a analizar si tenía algún sentido la idea de un dios que se hiciera hombre, qué sentido tenía decir que dios se rebajaba al hacerse hombre, qué sentido tenía que tuviera que sacrificarse en una cruz, que tal sacrificio fuera el instrumento necesario para perdonar al hombre, que hubiera algo de lo que tuviera que perdonar a los hombres, y, en su caso, que el dios católico no pudiera perdonar sin necesidad de ninguna tragicomedia especial como la de su encarnación y muerte para "pagar por los pecados del hombre", como si tuviera algún sentido un perdón que no fuera gratuito y no a cambio de una muerte.

Toda esa serie de ideas absurdas se podían rebatir con la simple consideración de que un ser omnipotente puede lograr directamente y sin mediación de nada todo aquello que pueda conseguirse a través de la mediación de cualquier instru-mento. Y, en este sentido, la idea de un Dios que se hacía hombre a fin de sacrificarse y obtener así el perdón para los demás hombres no era otra cosa que un mito sádico relacionado con la Ley del Talión, que dejaba de tener sentido desde el momento en que se considerase que una conse-cuencia de la supuesta misericordia infinita de ese dios sería la de que concedería su perdón al hombre –si es que tenía algo de qué perdonarle- sin necesidad de tanta historia.

La referencia de Descartes a la importante doctrina cató-lica relacionada con el amor a Dios por parte del hombre, a pesar de ser una doctrina muy importante en el cristianismo, tampoco parece tener otro sentido que el que le da el hecho de que quienes practican esa religión tienen un concepto antropomórfico de ese dios y consideran que su amor a él será correspondido hasta el punto de que será compensado con la eterna felicidad en una vida igualmente eterna.

Pero, por añadir una ligera crítica a esta doctrina, es ciertamente difícil entender la idea de un dios, amor infinito, que mantenga al ser humano en unas condiciones de vida tan lamentables, sometido al dolor y a todo tipo de enfermedades, hambre y sufrimientos, hasta que llegue el momento en que se le ocurra permitirle gozar de esa felicidad prometida. ¿Tendría sentido que un padre mantuviera encerrado a su hijo sin comer y pasando toda clase de penalidades hasta que finalmente se le ocurriera dejarle disfrutar de la vida? ¿Qué otra cosa es la vida humana terrena en comparación con esa otra vida en la que todo sería felicidad sin mezcla de sufri-miento alguno? Desde la doctrina católica, cuando no se dispone de respuestas para estas preguntas tan simples, siempre se recurre a la idea de que se trata de un "misterio" y de que hay que ser humilde y someter la propia razón a los dogmas que la jerarquía católica establece, por muy contra-dictorios que sean.

Estos dogmas y creencias, tan irracionales y antropo-mórficos, fueron los que ocuparon la mente y la pluma del pensador francés para ganarse los favores de la jerarquía católica y para poder sobrevivir con cierto sentimiento de sosiego en aquellos tiempos en los que el poder de la iglesia católica no se limitaba al de las simples excomuniones sino que trataba de colaborar para el cumplimiento de los desig-nios de su dios, enviándole con diligencia a los herejes para que los juzgase y condenase al fuego eterno… o, mejor, para que no entorpeciesen su fabuloso negocio.

6.2.2. Heterodoxia

A pesar de la preocupación cartesiana por mantenerse fiel a la ortodoxia católica, en algunas ocasiones la tendencia espontánea de su discurso racional le llevó a defender alguna doctrina que se alejaba de esa línea de pensamiento. En este sentido tiene interés reflejar su punto de vista acerca de la oración y su pretensión de demostrar algunos dogmas de fe, lo cual era contradictorio con los conceptos de dogma o de misterio.

Finalmente, hay que señalar que en algunos casos su racionalidad le condujo al rechazo de algún dogma de la fe católica, aunque manteniendo sus opiniones de manera privada.

a) Críticas al sentido tradicional de la oración

Por lo que se refiere al tema de la oración, Descartes, siendo coherente en líneas generales con el concepto católico de dios, criticó el sentido que tradicionalmente ha tenido y sigue teniendo la oración en el cristianismo como petición a Dios de determinados bienes. En este punto, la jerarquía católica ha sabido encontrar en la oración un enorme filón económico para seguir llenando de manera compulsiva las arcas del Vaticano, las de sus múltiples sucursales distri-buidas por los diversos lugares del planeta y las de los comerciantes que instalan sus negocios en torno a los "lugares santos", como Jerusalén, Lourdes, Fátima, Roma o Santiago de Compostela, adonde acuden los fieles confiando en que su dios o alguno de sus más allegados, como María o algún otro personaje, bíblico o moderno, les concederán sus peticiones como satisfacción por sus peregrinaciones, donativos y oraciones.

En relación con esta cuestión Descartes escribió:

"cuando [la teología] nos obliga a orar a Dios no es para que le enseñemos cuáles son nuestras necesidades ni para que tratemos de impetrarle que cambie algo en el orden establecido desde toda la eternidad por su providencia: una y otra conducta sería reprensible, sino sólo para que obtengamos lo que ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias"[455].

El "teólogo" francés tenía razón en sus críticas a estas formas de oración, pero no la tenía en la defensa de que la oración pudiera tener algún sentido, como lo sería el de que "obtengamos lo que [Dios] ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias", lo cual seguía siendo ridículo en cuanto Descartes olvidaba aquí que

1) en cuanto ese dios, como consecuencia de su omnipotencia y de su infinita bondad, siempre haría lo mejor, no tenía sentido la actitud antropomórfica de pretender recordarle o pedirle que lo hiciera; y

2) en cuanto tenía mucho menos sentido pedirle que hiciera algo distinto de lo mejor.

Era muy difícil que Descartes llevase a sus últimas consecuencias la idea de que, habiendo predeterminado ese dios la marcha del Universo hasta en sus detalles ínfimos, la oración pudiera tener sentido alguno. Y considerar que la oración pudiera servir para que ese dios concediera al hombre lo que había decidido concederle como consecuencia de sus oraciones era una solución absurda que hacía depender las decisiones divinas de las oraciones del hombre, pues si ese dios siempre hacía lo mejor, el hecho de que algo fuera lo mejor no podía depender de que el hombre lo pidiera o lo dejara de pedir, y, por ello, las acciones divinas debían ser las mismas, con independencia de que el hombre se las pidiera o no. Es decir, en cuanto ese dios hacía siempre lo mejor, la oración no podía determinar que hiciera algo distinto de lo que tenía planificado, como si el hecho de que el hombre se lo pidiera pudiera determinar que aquello que no era lo mejor se convirtiera en lo mejor como consecuencia de las peticiones humanas. La oración tendría un carácter tan antropomórfico como lo tendría la actitud de quien entendiera a ese dios como un padre que espera a que su hijo le suplique la comida para dársela, olvidando que, en cuanto la comida fuera buena para el hijo, el padre se la daría sin condición de ninguna clase, y que, en cuanto no lo fuera, aunque se la pidiera, no se la daría.

No obstante, a pesar de que desde un punto de vista simplemente teórico no parecía nada difícil llegar a com-prender el carácter meramente antropomórfico de la oración, teniendo en cuenta las graves consecuencias que habrían derivado de que Descartes hubiera defendido públicamente un punto de vista como éste, resulta comprensible que no tratase de profundizar mucho más en esta cuestión.

En relación con este punto, Descartes hace referencia en otro momento a la doctrina católica particular en que se habla la "gloria" de su dios y por la que se le rinde pleitesía, como si se tratase al menos de un faraón egipcio. Sin embargo, Descartes no se atreve o no se plantea profundizar en el tema sino que sólo lo menciona de pasada, aceptando la doctrina de que "todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios", pero defendiendo, que ese dios debió de tener otro fin al crear el Universo, tal como lo indica cuando escribe:

"aunque es verdadero […] que todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios sería, sin embargo, pueril y absurdo si alguien afirmara en Metafísica que Dios, como un hombre muy soberbio, no ha tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres"[456]

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente