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Descartes (página 8)


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También Descartes se refiere a la voluntad y al querer como potencia esencial, pero no atribuida a la Naturaleza en general ni al hombre en particular, sino sólo referida al dios cristiano, que sería voluntad infinita no sometida a nada, ni siquiera al principio de contradicción ni a valores morales anteriores por los que debiera guiarse. Dios sería voluntad y libertad absoluta y creadora, y su querer sería el origen de todo ser, de todo valor y de toda verdad.

En una carta a la reina Cristina de Suecia le dice que la libertad del hombre es su cualidad más noble y la que más le hace asemejarse a Dios[328]y en Las pasiones del alma escribe:

"la voluntad es por naturaleza tan libre que jamás puede ser constreñida; y [sus acciones] están en su poder absolutamente y sólo indirectamente pueden ser modifi-cadas por el cuerpo"[329].

Sin embargo, esta forma de entender la voluntad humana no tendría nada que ver con la libertad en ninguna de las acepciones con que se utiliza normalmente este término, pues o bien se entiende como capacidad para realizar lo que se ha decidido, entendiendo a la vez que la propia decisión depende de objetivos que se presentan al ser humano de manera atractiva y que por lo tanto determinan la voluntad en cuanto no haya otros objetivos que la motiven con mayor intensidad, o bien, desde una perspectiva mítico-religiosa se la intenta presentar como una absurda capacidad de elegir entre el bien y el mal, lo cual convertiría al hombre en un "agente moral", "responsable" de sus actos, "bueno" o "malo" según que sus elecciones "libres" se encaminasen hacia el primero o hacia el segundo, y "laudable" o "condenable" como consecuencia de sus actos "libres". En el caso del anterior punto de vista de Descartes habría que decir simplemente que cualquier decisión de la voluntad que no dependiera de nada más que de sí misma, sin objetivos que de algún modo la encauzasen, al margen de su carácter absurdo, no debería recibir otro nombre que el de azar.

c) Desde otro punto de vista, Descartes entiende la libertad como sinónimo de espontaneidad, considerando que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino en favor de aquello que apetece. En este sentido afirma:

-"lo libre y espontáneo y voluntario son completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu"[330], y

-"hacer libremente una cosa o hacerla gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas más razones me impulsaban"[331].

Esta forma de entender la libertad es acertada y, por ello, resulta perfectamente comprensible, pues se dice que uno actúa libremente no cuando obra sin motivo alguno sino cuando siente que actúa sin que nada le impida hacer lo que ha decidido y cuando sus decisiones se corresponden con sus motivos, necesidades o deseos. Tal concepto de libertad es el único coherente con la simultánea aceptación cartesiana del intelectualismo socrático, en las ocasiones en que tal acep-tación se produce. Por ello, como luego se verá, al pensador francés se le plantea un problema cuando, desde la perspec-tiva de la jerarquía católica, cuyas bendiciones tanto le importaban, en ocasiones no le queda más remedio que negar la doctrina del intelectualismo socrático para defender otra más coherente con la ortodoxia católica y con sus diversas categorías morales, entendidas en un sentido absoluto.

d) Como adhesión voluntaria, pero igualmente necesa-ria, al bien presentado por el entendimiento, doctrina deter-minista en la que consiste el intelectualismo socrático. De acuerdo con esta doctrina, en diversas ocasiones Descartes entiende el comportamiento libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y como lo presenta el entendimiento. En este sentido escribe:

-"como nuestra voluntad no se determina a seguir o a huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también lo mejor que se pueda"[332].

-"Si yo conociera siempre claramente lo que es verda-dero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué elección hacer, y de ese modo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente"[333].

-"si [lo malo] lo viéramos claramente nos sería imposi-ble pecar mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans (todo el que peca ignora)"[334].

Acerca de esta nueva perspectiva tiene especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de su amigo en la que éste juzgaba que el intelectualismo socrático, de carácter determinista, conduciría a la negación de la responsabilidad moral, en cuanto la voluntad siempre se vería forzada a actuar desde la consideración del bien. En dicha carta, de mayo de 1637, Descartes se defiende de la crítica de su amigo Mersenne amparándose en "la doctrina ordinaria de la escuela" según la cual

"la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo representa bajo alguna razón de bien […] de manera que si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar en su elección"[335].

Pero, a continuación y con su frivolidad habitual, añadió a esta consideración acertada la de que el entendimiento presentaba a la voluntad "diversas cosas al mismo tiempo", de forma que los "espíritus débiles" llegarían a confundir el auténtico bien con otro de carácter inferior. Pero esta justificación, además de no ser original en absoluto, pues ya había sido adoptada por Tomás de Aquino cuando escribió "voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed, quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum"[336], era asombrosamente simplista y desde luego no solucionaba el problema planteado por Mersenne, pues seguía dando una explicación determinista de los casos de comportamiento en los que sólo aparentemente se dejaba de actuar de acuerdo con la elección del bien mayor al indicar que la causa del error en la elección se encontraba no en la existencia de una libertad para elegir o dejar de elegir cualquier objetivo sino en que "los espíritus débiles" confundían el bien auténtico con otro. Lo que Descartes no pareció haber comprendido es que esa interpretación conti-nuaba anclada en el determinismo, en cuanto era esa confu-sión lo que determinaba una elección equivocada, y, por ello, el ser humano no podía ser responsable de tales decisiones, ya que no eran el resultado de una decisión consciente de obrar mal sino la consecuencia de una simple confusión entre el bien auténtico y un bien inferior.

En este punto Descartes no llegó a plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles en su Ética Nicomáquea había presentado dos mil años antes acerca del fenómeno de la akrasía. Es evidente, por otra parte, que el pensador francés no podía estar especialmente motivado para esta tarea, que habría podido conducirle a la defensa de un planteamiento determinista, teniendo en cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo con el mayor bien y que los fenómenos de akrasía o falta de autodominio, que llevaban a actuar a partir de la confusión producida por la atracción del placer y en contra de lo mejor en un sentido más pleno, tenían una explicación psicológica según la cual lo que sucedía era que el último juicio práctico antes de la decisión era consecuencia no de un planteamiento estrictamente racio-nal sino de otro en el que el deseo interfería de modo inevi-table en las deliberaciones de la mente, de manera que la conclusión de dicho juicio dejaba de ser estrictamente racio-nal en la medida en que el sujeto no se encontrase en pose-sión de la phrónesis o sabiduría práctica para no ser arras-trado por la búsqueda ciega del placer y para elegir así el bien más auténtico.

La presión psicológica procedente de su ámbito cultural y de su círculo de amistades clericales, entre las que gozaba de notable prestigio, las observaciones de su amigo el padre Mersenne y el temor del pensador francés a que la alta jerarquía católica pudiera condenar sus doctrinas debieron de conducirle a alejarse de estos planteamientos, neutralizando su defensa del intelectualismo socrático con una contradic-toria crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así, en la carta a Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo siguiente:

"Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien para actuar bien; y, sin embargo, me parece que la doctrina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni repraesentatur ab intellectu (la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es ignorante); de manera que, si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección. Pero a menudo se le representan diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo) que es para los espíritus débiles…"[337].

Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina tradicional católica, que preserva la libertad de la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la tesis socrática, la total subordinación de la voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento; pero, cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado por su carácter determinista, entonces recurre a la misma solución adoptada por Tomás de Aquino según la cual, como los bienes presentados por el entendimiento a la voluntad son diversos, la voluntad puede equivocarse y no elegir necesa-riamente el bien mayor.

Y por ello, a fin de escapar a cualquier posible acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la ortodoxia católica, Descartes cita a Ovidio ("video meliora proboque, deteriora sequor"[338]) –igual que podía haber citado a Pablo de Tarso cuando escribió "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero"[339]-. No obstante, su autodefensa podía haber sido objeto de réplica por parte de su amigo, quien podía haberle criticado que con su respuesta según la cual "si el entendi-miento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección" seguía afirmando la dependencia absoluta de la voluntad respecto al entendimiento -en cuanto, si la voluntad elegía una determinada acción, era porque el entendimiento se la había presentado como buena- y se mantenía instalado en el determinismo del intelectualismo socrático.

No obstante, esta defensa del intelectualismo socrático no estuvo acompañada en Descartes de una defensa explícita y coherente del determinismo –pues muy difícilmente habría podido ser de otra manera teniendo en cuenta su total sumisión a las doctrinas de la jerarquía católica, con su enorme poder político y social, y las creencias del círculo de sus amistades-, pero es evidente que la doctrina socrática implicaba un determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia de su instinto especial para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador francés tal vez no llegase a ser consciente de ello.

Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la vez el libre albedrío y el intelectualismo ético, conviene tener en cuenta que, mientras el intelectualismo ético tiene carácter determinista, el concepto de "libre albedrío", al margen de su carácter esencialmente confuso, va unido a la idea de que la voluntad humana no estaría sometida necesariamente a la elección del bien[340]y, por ello, implica la negación del intelectualismo socrático y la doctrina de que se puede elegir el mal a conciencia.

Sin embargo, esta doctrina implica una contradicción en cuanto se entienda que los conceptos de bien y de mal no tienen un valor absoluto sino relativo, de manera que sólo adquieren sentido cuando se indica en relación con qué un determinado objeto puede ser considerado como bueno o malo, lo cual equivale a decir que no existe algo así como el bien o el mal en sí, sino el bien y el mal como conceptos relativos, es decir, relacionados con aquello que provoca bienestar o dolor, dicha o malestar, de manera que en último término, tal como indicó Spinoza, tales conceptos de "bueno" y "malo" se refieren respectivamente a "aquello que se desea" o a "aquello hacia lo que se siente aversión". En este mismo sentido el planteamiento aristotélico, al definir el bien como "aquello a lo que todo tiende"[341], era acertado, y, de acuerdo con tal definición, no era posible elegir el mal por el mal sino sólo en cuanto apareciera como bien.

Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el concep-to de libertad no está reñido necesariamente con el de deter-minismo, ya que, aunque desde el determinismo socrático se defiende la relación necesaria entre la deliberación y la decisión[342]se sigue considerando que las acciones humanas necesarias son a la vez voluntarias, en cuanto proceden de las propias decisiones, y no son causadas por una realidad ajena a la del hombre, como Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta cuando no tiene en cuenta las conse-cuencias de tal doctrina, contrarias a las que se relacionan con el "libre albedrío", ni los ataques y condenas de todo tipo que podría haber recibido de la jerarquía católica, ni en general el desprecio en que podía convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades del clero católico.

Es posible que por este motivo, cuando posteriormente, en mayo de 1644, escribió una carta al padre Mesland en la que trataba de esta cuestión, intentase profundizar en el tema para encontrar un argumento por el que pudiera defender a un tiempo el intelectualismo socrático y el "libre albedrío". En esta carta comienza por aceptar el intelectualismo socrático cuando dice que

"viendo muy claramente que una cosa nos es propia, es difícil, e incluso creo imposible, mientras se permanezca en este pensamiento, detener el curso de nuestro deseo"[343].

A continuación, trató de explicar por qué no siempre se elige el bien que "nos es propio" pretendiendo así introducir la libertad frente a tal bien. Sin embargo, su argumentación no escapó al determinismo, pues lo único que consiguió fue señalar la peculiaridad de la mente humana que le impedía estar atenta de manera continuada a las razones que conducen a la voluntad a elegir determinada acción, de manera que por esa constante variación del pensamiento podría presentarse un nuevo juicio que condujese a una decisión distinta de la mejor:

"Pero puesto que la naturaleza del alma es tal que no puede estar más que un momento atenta a una misma cosa, tan pronto como nuestra atención se vuelve de las razones que nos hacen conocer que esta cosa nos es propia y que sólo retenemos en nuestra memoria que nos ha parecido deseable, podemos representar a nuestro espíritu alguna otra razón que nos haga dudar de ella y así suspender nuestro juicio e incluso también acaso formar uno contrario"[344].

Y, por ello, tal argumentación no implicaba una auténtica refutación del intelectualismo socrático que pudiese dejar libre el paso a una doctrina como la de que se pudiera "elegir el mal voluntariamente", sino sólo a una explicación de alguna de las causas que podrían impedir que la voluntad se decidiese por el bien mayor, lo cual, aunque impediría que ésta estuviera determinada por dicho bien, no impediría que siguiera estando determinada por aquel bien secundario que apareciese con mayor atractivo ante la mente en el momento de la decisión. Sin embargo, aunque en esta carta el pensador francés siguió defendiendo el intelectualismo socrático, de manera incoherente y frívola, olvidando lo que había defen-dido en otras ocasiones, consideró que se podía elegir el mal voluntariamente, tal como se muestra a continuación.

e) La libertad como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir el bien presentado por el entendimiento.

En efecto, a pesar de estar en contradicción con su anterior defensa del intelectualismo socrático, puede obser-varse cómo en otros momentos, con su frivolidad habitual Descartes rechaza la doctrina socrática para defender la contraria con la mayor naturalidad del mundo, sin dar expli-caciones acerca de los motivos de su cambio de perspectiva y como si hubiera olvidado la serie de ocasiones en que había defendido el planteamiento socrático. Así sucede, por ejem-plo, cuando en otra carta al padre Mersenne, escrita cuatro años después de aquella en la que había defendido el inte-lectualismo socrático, le dice en contradicción con aquel punto de vista:

"siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío"[345].

Sin hacer una referencia directa al filósofo francés, aunque quizá teniéndola en cuenta, un planteamiento como éste fue posteriormente criticado con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de mostrar "la libertad de nuestro arbitrio" se convertiría en tales casos en la causa determinante que conduciría a la elección de una acción diferente a la que se habría elegido si ese deseo de demostrar la existencia del "libre albedrío" no hubiese interferido. Escribe Hume en este sentido: "La mayor parte de las veces experimentamos que nuestras acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos experimentar tam-bién que la voluntad misma no está sometida a nada [pero] por caprichosa e irregular que sea la acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las ligaduras de la necesidad"[346].

Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que sus acciones sean consecuencia de motivación alguna, pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar esa absurda libertad sería el motivo que les estaría determinando para actuar del modo según el cual lo hicieran. Téngase en cuenta, además, que la ausencia de motivos sólo podría salvar del determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de una motivación anterior, pero no por ello conduciría al inefable reino del "libre albedrío", sino, todo lo más y en cuanto ello tuviera algún sentido, al del azar irracional.

En una afirmación similar, que se encuentra en una carta a Mesland (?), de 9 de febrero de 1645, Descartes proclama de nuevo de manera incomprensible y en contradicción con las ocasiones en que había defendido la tesis socrática que

"la mayor libertad consiste […] en un uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas peores aunque veamos las mejores"[347].

Esta interpretación de la libertad, más acorde con la doctrina católica, según le había recordado su amigo Mersenne, es la que le permite defender la doctrina del libre albedrío como aquella forma de libertad por la que se podría elegir "libre-mente" entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre sería responsable de sus actos y éstos serían laudables o condenables, al margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase igualmente la absurda doctrina de que la salvación o la condena del hombre no fueran conse-cuencia de sus actos sino de la predestinación divina. En este punto además, parece que, preocupado por las posibles censuras eclesiásticas, en su carta a Mersenne de mayo de 1637 había señalado que

"el actuar bien de que hablo no puede entenderse en términos de Teología, en donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de filosofía moral y natural, en donde no se considera de ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede acusar por esto del error de los pelagianos"[348],

que defendían que el hombre se salvaba por sus méritos y no por la gracia divina. Sin embargo, aunque a través de estas palabras se curaba en salud ante cualquier posible represalia de la jerarquía católica, Descartes, al hacer referencia a la gracia divina, aceptaba con su frivolidad acostumbrada la doctrina averroísta de la "doble verdad", una de carácter filosófico y otra de carácter teológico, de manera que lo que desde una perspectiva era falso desde la otra podía ser verdadero y viceversa.

En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en cuenta que desde el protestantismo se hacía especial hincapié en la doctrina de la predestinación divina, claramente contra-ria a la del libre albedrío, Descartes quiso, al parecer, inten-sificar sus manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a la defensa del libre albedrío, proclamando que éste

"es de suyo la cosa más noble que pueda haber en noso-tros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece exi-mirnos de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso es el más grande de todos nuestros bienes"[349].

Puede observarse que en este texto Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz teológico al afirmar que "el libre albedrío […] parece eximirnos de estar sujetos a él [ = a Dios]". Por suerte o por cautela la expresión utilizada no fue muy precisa en el sentido de negar el poder divino sobre las decisiones de la voluntad humana y eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una carta particular, le libró de la peligrosa acusación de la herejía consistente en negar la predeterminación divina y la correspondiente subordinación de las decisiones humanas a la voluntad divina, tal como enseñó Tomás de Aquino y tal como se afirma en diversos pasajes de la Biblia.

Por otra parte y en relación con la carta a Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es el punto de vista que defiende, contradictorio con el intelectualismo socrático, sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas líneas más abajo, el pensador francés no desaproveche la ocasión de abandonarse a una nueva contradicción al considerar, por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas peores, mientras que sólo unas líneas más abajo afirmaba justamente lo contrario:

"me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu"[350].

Pero, en coherencia con la moral católica Descartes no puede evitar tener que defender a continuación la respon-sabilidad del hombre en cuanto

"es el autor de sus acciones y se hace merecedor de elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque realizan exactamente todos los movimientos para los que han sido fabricados, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que se alaba a su constructor"[351].

En una consideración de esta clase es donde puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo socrático, pues desde esta última doctrina es perfectamente compatible la defensa de la necesidad de las acciones voluntarias con la de su carácter libre en cuanto, si no hay obstáculos que lo impidan, las acciones proceden de la propia voluntad y en ese sentido son libres, mientras que se las debe considerar igualmente como necesarias en cuanto no tiene sentido considerar como posible que se pueda intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de hacer algo es lo que demuestra cuál es el mayor deseo en el preciso instante de la decisión. Por este motivo, desde el intelec-tualismo socrático no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de mérito ni de culpa, pues, siendo cierto que las actua-ciones de cada uno son manifestaciones de su naturaleza, también lo es que nadie elige tener la naturaleza que tiene. Esa misma consideración fue la que llevó a Aristóteles a defender la doctrina socrática de modo explícito, así como a afirmar la total relación de causalidad entre la deliberación, la decisión y la elección material de lo decidido, afirmando en este sentido: "se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación"[352].

f) La libertad como capacidad para elegir volunta-riamente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario.

La tradición cristiana en general se había planteado desde hacía muchos siglos el problema de la compatibilidad entre la predeterminación divina y la libertad humana sin llegar a una solución ni mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rotterdam contra Martín Lutero, ni mediante la discusión entre el dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de Molina, ni mediante las discusiones entre los calvinistas F. Gomar y J. Arminio a comienzos del siglo XVII en la Universidad de Leiden (Holanda), donde J. Arminio había defen-dido la doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar ha-bía defendido la predeterminación divina sin que se llegase a un acuerdo, porque, en definitiva, los conceptos de predeter-minación divina y libre albedrío del hombre eran realmente incompatibles, motivo por el cual mientras el papa Clemente VIII condenó como herética la solución de Molina, que de-fendía de manera especial la libertad humana, Pablo V aceptó que dominicos y jesuitas tuviesen sus respectivos puntos de vista, rechazando que pudiera considerarse herético cualquie-ra de ellos y considerando tal cuestión como un "misterio"[353].

Para comprender mejor la dificultad insuperable para solucionar este problema tiene interés reflejar los puntos de vista de Tomás de Aquino y de Orígenes, en cuanto repre-sentan los polos opuestos en el intento de encontrar una solución a esta cuestión.

Cuando Tomás de Aquino (1225-1274) trató el tema de la omnipotencia divina, a pesar de que hubiera deseado salvar también el libre albedrío humano, defendió un planteamiento absolutamente determinista y así, criticando a Orígenes (185-254), defendió la tesis de que Dios no sólo era la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino tam-bién la causa de las elecciones y decisiones concretas de di-cha voluntad. En este sentido escribe: "Algunos, no enten-diendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello […] De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones [de la voluntad], sino que se refiere a los sucesos exteriores […] Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. […] Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación"[354].

De esta manera, la perspectiva de Tomás de Aquino, aunque en teoría pretendía defender tanto la omnipotencia divina como la libertad humana, conseguía salvar la primera, pero no la segunda, en cuanto defendió que las supuestas de-cisiones libres del hombre estaban predeterminadas por Dios.

edu.rededu.redInsistiendo en esta misma doctrina, Tomás de Aquino escribe poco más adelante: "Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer". Y en el capítulo siguiente concluye así: "Por consiguiente, como Él es la cau-sa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras eleccio-nes y voliciones están sujetas a la divina providencia"[355].

edu.redDesde una perspectiva contraria, sin embargo, el punto de vista de teólogos como Orígenes acerca del acto volun-tario salvaba la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina en cuanto Orígenes consideraba que las decisiones humanas no estarían sometidas a la voluntad divina.

edu.rededu.redDescartes, aun sin tener especial interés en tratar esa oscura cuestión teológica y aunque avisa de que

"podemos enredarnos en grandes dificultades si intentá-ramos conciliar esta preordenación de Dios con la libertad de nuestro arbitrio y comprender simultá-neamente una y la otra"[356],

se atreve a examinarla, y en Los Principios de la Filosofía defiende de modo explícito la doctrina católica, aceptando por fe que las acciones libres del hombre han sido preor-denadas por Dios, aunque esto

"no lo comprendemos bastante como para ver de qué modo deje indeterminadas las libres acciones de los hombres"[357].

Cuando Descartes dice "no lo comprendemos bastante" utiliza una expresión ambigua, pero que responde a su mendacidad: En lugar de reconocer que no lo comprende, dice "no lo comprendemos bastante" como si un problema pudiera comprenderse más o menos, cuando en realidad o se comprende o no se comprende, especialmente cuando, como sucedía en este caso, no podía comprenderlo en absoluto por tratarse de una contradicción. En cualquier caso, Descartes se atreve a reconocer aquí que "no lo comprendemos bastante" y considera que sería absurdo que por el hecho de no com-prender este misterio se dejase de aceptar algo que sí comprendía [?], como sería la existencia de Dios. Pero la verdad es que no sucede simplemente que no se comprenda de modo suficiente la compatibilidad entre el "libre albedrío" y la predeterminación divina de los actos humanos sino que se comprende perfectamente su carácter absurdo, y eso im-plica que, si se quiere ser coherente con tal comprensión, hay que rechazar todo lo que de algún modo conduce a tal absur-do, del mismo modo que en Lógica se considera falsa cual-quier argumentación de la que se deduzca una contradicción.

Sin proporcionar argumentos de ningún tipo Descartes siguió defendiendo esta misma doctrina de la teología cristiana en una carta del año 1645 a la princesa Elisabeth, en la que tuvo la osadía de decirle:

"todas las razones que prueban la existencia de Dios, y que él es la causa primera e inmutable de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres, prueban de la misma manera, me parece, que él es también la causa de todos los que dependen de dicho albedrío. Pues sólo es posible demostrar que existe considerando que es un ser soberanamente perfecto; y no sería soberanamente perfecto si pudiera suceder cosa alguna en el mundo que no procediera de él[358]

Sin embargo, más adelante, en respuesta al problema que la princesa le había planteado respecto a esta cuestión, le escribió una nueva carta en la que defendió una tesis distinta, más próxima a la solución del jesuita Luís de Molina. Se trata de un texto especialmente importante porque a través de un ejemplo Descartes explica de un modo exhaustivo su intento infructuoso y absurdo de solucionar un problema que o bien él sabía que no tenía solución, en cuanto se trataba de una contradicción, y eso habría sido una prueba más de su mendacidad, o bien no lo sabía, y eso habría sido un indicio de su limitada capacidad para el análisis de problemas que no tuvieran carácter meramente matemático o físico.

Por su interés para esclarecer esta cuestión se expone a continuación y de manera detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés en su carta a la princesa Elisabeth con un comentario crítico. Escribe Descartes:

"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades diferentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente[359][…] y así pueden ser castigados justamente […]"; [Dios] "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto todas las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de voluntad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distin-guen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes"[360] .

Hasta aquí la "genialidad" del autor francés para embro-llar las cosas a fin de confundir a la princesa, pues resulta difícil aceptar que el "teólogo" francés no fuera consciente de que la cuestión que "pretendía" resolver era una simple contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que preten-diera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, tuvo la osadía de aparentar conocer la solución del "pro-blema" en lugar de aceptar que se trataba de una contra-dicción -o al menos, según la jerga católica, de un "mis-terio"-. También hay que reconocer que este problema había sido objeto tradicional y reciente de diversas discusiones, co-mo la de arminianos y gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar su grano de arena a esta discusión podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su orgullo, su deseo de satisfacer las inquietudes intelectuales de la princesa y de resguardar sus relaciones con el clero católico le llevaron a intentar encontrar una argu-mentación que explicase lo inexplicable, en lugar de optar por declarar humildemente a la princesa que su inteligencia no era tan alta como para explicar una contradicción o que esa cuestión era un dogma de la fe católica, reconociendo así su propia incapacidad para dar razón de lo irracional.

El primer error en este ejemplo consiste en el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con el dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey sólo podría saber –y sólo hasta cierto punto- qué harían sus hidalgos, al dios cristiano no sólo se le supone omnis-ciente sino además omnipotente, lo cual implica que no sólo conoce las acciones que los seres humanos han realizado, realizan y realizarán en el futuro, sino que él mismo les ha predeterminado para que quieran realizarlas, para que deci-dan realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada podría impedir que [los hidalgos] se batieran si se encontraran", puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de sus súbditos siguieran siendo voluntarias.

Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras ocasio-nes lo reconoce, parece olvidar que el dios católico, además de tener la cualidad de la presciencia, tendría igualmente la de la predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo más absurdo del planteamiento cartesiano es la afirmación de que, habiéndose batido tales hidalgos, pueden "ser castigados con toda justicia". Es decir, parece incomprensible -y, por ello mismo, difícilmente creíble- que Descartes, constante defen-sor de la omnipotencia divina a la que nada podía escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que producirse nece-sariamente, era absurdo considerar culpables a quienes sólo eran objeto pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con la predeterminación de sus actos "voluntarios", en cuanto esa misma "voluntariedad" habría sido programada por Dios.

Cuando Descartes escribe que Dios "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad", que "él mismo [fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa" en ese momento comete un desliz "teológico" que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su utilización del término "inclinations"[361] es muy sintomático respecto a su predisposición en favor de una solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haberse servido de un término mucho más claro, como el de "decisiones", para precisar que, de acuerdo con la teología católica, Dios no sólo causa las inclinaciones sino también las decisiones del hombre. El hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucio-nar esta cuestión, pues sigue sin afirmar de forma clara que, además, Dios puso también en el hombre las decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera independiente y autónoma. Y, aunque pudiera seguir aceptándose que las decisiones del hombre serían voluntarias en cuanto el hombre desconociera la programación divina y no sintiera coacción externa alguna que le determinase a tomarlas, es un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran "ser castigados justamente"[362].

En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando la predeterminación, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática católica, lo cual, por otra parte, era inevitable en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas predeter-minadas por Dios pudieran seguir siendo consideradas libres en cuanto voluntarias, no podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como mere-cedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en cuanto habría sido el propio Dios quien le habría programado para querer obrar de ese modo y para tomar las decisiones correspondientes.

En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere a "dos diferentes grados de voluntad" –en lugar de hablar de "dos formas contradictorias de voluntad"-, emplea un eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la contra-dicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que ese rey o el propio Dios "ha querido que estos hidalgos se batieran"[363] y afirmar después que "no lo ha querido"[364] es una contradicción evidente, por más que el francés intentase disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la expresión "dos grados diferentes de voluntad"[365]. Además, cuando afirma al mismo tiempo que Dios

"supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo"[366].

se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas expresiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el hecho de que quiera obligarla, ya que el término "obligarla" no es otra cosa que una redundancia respecto al simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la quiere, la "obliga", es decir, la encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara de cumplirse porque el libre albedrío humano no hubiese quedado "obligado" al querer de Dios? ¿Qué clase de omnipotencia sería ésa?

Y, cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que "quiere que todas las cosas sucedan como suceden" y de una voluntad relativa por la que "quiere que se obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas ocasiones no sucedería-, incurre de nuevo en un sofisma en cuanto consi-dera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que sucede", se corresponde con el querer de Dios, que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la libertad del hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos ya estaba enamorado. Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer [de Dios] deja de cumplirse como consecuencia de una desobediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello implicaría una negación de la omnipotencia y de la prede-terminación divinas. Dicho de forma esquemática:

Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como él quiere, y puede hacer todo lo que quiere (porque es omni-potente), entonces puede hacer que todas las cosas sucedan como él quiere; y, en cuanto puede hacer que todas las cosas sucedan como él quiere y quiere que así sucedan, entonces, todas las cosas suceden como él quiere[367]y, si todas las cosas sucedan como él quiere, y quiere que se cumplan sus leyes, entonces sus leyes se cumplen

Por ello, sería una contradicción en relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacio-nados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes, escapando a la predeterminación divina.

Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su propia voluntad, implica efectivamente una negación de la omnipotencia de Dios en cuanto a ella escaparían los actos debidos exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la dogmática católica no sólo se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de la voluntad divina omnipo-tente, sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.

La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta.

Al margen de tal contradicción, el intento cartesiano de solución de este problema según este ejemplo se parece al del jesuita español Luís de Molina, quien mediante su concepto de "ciencia media" hacía hincapié de modo especial en el conocimiento divino de lo que el hombre haría libremente, pasando por alto la predeterminación divina de la voluntad, según la había explicado Tomás de Aquino, para quien Dios no sólo conoce qué hará el hombre en cada circunstancia sino que le predetermina a obrar de esa cierta manera. En efecto, por lo que se refiere esta cuestión, Tomás de Aquino refleja de modo muy claro la doctrina católica cuando escribe: "Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad […] tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos"[368], o cuando igualmente, refiriéndose a la predestinación, considera que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina dependa de los méritos del hombre: "Y como se ha demos-trado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría […], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió […] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, […] porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas"[369].

En conclusión, parece que Descartes no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa Elisabeth confesándole al menos, si no se atrevía a manifestarle que la solución tradi-cional era contradictoria, que el tema que estaban tratando era simplemente un dogma de fe del cristianismo, cuya compren-sión no estaba al alcance de la razón humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se había atrevido a defender la doctrina católica respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipotencia divina y la libertad humana. Por otra parte, era evidente que Descartes se encontraba ante un problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues la omnipotencia del dios católico implica que todo está sometido a su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay acciones que no están sometidas a la voluntad de ese dios sino que dependen exclusivamente de la voluntad humana.

Tiene interés reflejar finalmente que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide en su núcleo fundamental con el de la carta a la reina Cristina de Suecia antes citada, en la cual decía que en cierto modo el libre albedrío

"nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él"[370].

En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir "parece eximirnos" sin atre-verse a afirmar que, en efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos hace semejantes a Dios", que habría sido la frase coherente con la anterior en cuanto sólo si el hombre es dueño absoluto de sus actos, tendría sentido afirmar que en ese sentido sería semejante a ese dios.

5.3. El "racionalismo" teológico y la res extensa

A partir de aquella primera verdad, "cogito, ergo sum", y a partir de la supuesta demostración de la existencia de Dios, Descartes pasa a deducir la existencia de la realidad material o res extensa. Indica que existe en su yo una facultad pasiva de recibir ideas de cosas sensibles de forma que no parece que sea el yo quien las produzca, pues aparecen sin su intervención e incluso contra su voluntad. Por ello, considera que deben estar causadas por una realidad distinta, la cual no puede ser más que una realidad externa o el mismo Dios. Pero, desde la tesis de que Dios no es engañador y en cuanto le ha dado una intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de realidades externas independientes, deduce finalmente que existe una sustancia extensa (res extensa) causante de tales ideas, distinta del yo o sustancia pensante.

Sin embargo conviene recordar que, aunque en líneas generales Descartes considera que Dios no puede ser enga-ñador –pues dice que la "luz natural" le enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto[371]en alguna oca-sión, siendo más coherente con la tesis de la omnipotencia di-vina, había aceptado la posibilidad de que también Dios -y no sólo un "genio maligno" ni tampoco un extraño dios men-tiroso-, fuera engañador, tal como ha podido verse en la ter-cera de las Meditaciones Metafísicas, citada en el punto 3.3.

Como puede observarse, Descartes planteó la hipótesis de que, como consecuencia de su omnipotencia, Dios podría mentir y, de hecho, tal posibilidad era una consecuencia perfectamente lógica derivada de su omnipotencia. Sin em-bargo, a pesar de los diversos momentos en que afirmó tal posibilidad, luego discutió y se enfadó furiosamente con Voetius porque éste le acusó de haberla defendido, a pesar de que tal hipótesis no implicaba contradicción alguna en cuanto nada podía estar por encima del poder divino y nada –ni la misma veracidad- podía tener valor por sí mismo con inde-pendencia de la voluntad divina.

Por ello y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente con los motivos que justificaban la duda metódica y especial-mente la hipotética existencia de un genio maligno o de un dios engañador, desde tales planteamientos era imposible demostrar el valor supuestamente objetivo de las "eviden-cias" cartesianas en favor de

1) la existencia de un Dios auténtico;

2) la tesis según la cual mentir sería un defecto que en ningún caso podría estar en Dios;

3) la existencia de un mundo material; y

4) todo lo que pretendiera deducir a partir de ese dios cuya existencia era indemostrable.

Y, como consecuencia de esta imposibilidad lógica de fundamentar el valor de la regla de la evidencia, el yo debería haber permanecido encerrado en los límites del solipsismo representado por la res cogitans. Sin embargo, Descartes cerró los ojos a esta imposibilidad lógica e insistió en sus planteamientos teológico-irracionales hasta un punto asom-brosamente absurdo, pues, a pesar de estas dificultades insal-vables, siguió mostrando una confianza absurda en los funda-mentos teológicos de su "racionalismo" y en su doctrina del innatismo, pretendiendo haber deducido las diversas leyes de la Física así como la existencia de los diversos tipos de materia y los astros del Universo basándose para esto, al menos, según dijo, "nada más que en Dios, que lo ha creado", y pretendiendo haberlas extraído "de ciertas semillas de verdades que están en nuestras almas", tal como escribe de manera asombrosamente superficial y jactanciosa, diciendo:

"primero he tratado de encontrar en general los prin-cipios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de estas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire y fuego, minerales y algunas otras cosas"[372].

Hacía falta ser frívolo, osado, megalómano, jactancioso y mentiroso para afirmar tales doctrinas como evidentes cuando, si las vio así, no fue porque en verdad lo fueran sino porque o bien se trataba de doctrinas generalmente aceptadas, o bien de observaciones empíricas al alcance de cualquiera o bien de doctrinas procedentes de la filosofía griega, relacio-nadas con la búsqueda del arkhé, doctrinas que él debió de conocer por su formación, pero cuyo valor en cualquier caso no era ni mucho menos el resultado de una deducción racional derivada de la consideración de la esencia divina ni de la toma de conciencia de supuestas ideas innatas que le hubieran conducido al descubrimiento de tales doctrinas, muchas de las cuales además eran falsas.

5.3.1. Las Matemáticas y la Física

Una vez "demostrada" la existencia del dios cristiano -al menos según las frívolas evidencias cartesianas-, el pensador francés consideró que tanto los conocimientos matemáticos como la existencia de una realidad externa podían aceptarse ya como seguros, no por ser evidentes sin más, sino porque su evidencia no era fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio Dios[373]

Sin embargo, Descartes se contradijo con su frivolidad acostumbrada desde el momento en que afirmó que las verdades matemáticas no eran verdaderas por ellas mismas sino sólo porque Dios así lo había querido, pues esta doctrina planteaba la siguiente cuestión: Suponiendo que la perfección divina hubiera sido incompatible con el engaño, Descartes no podía proclamar que la verdad de los contenidos de las Matemáticas dependía de Dios y que no fueran verdaderos por su propio carácter tautológico, en cuanto esta propiedad era la que les había hecho aparecer como evidentes; ni podía manifestar al mismo tiempo que, si tales contenidos eran evidentes, entonces eran verdaderos, si a la vez consideraba que, si eran verdaderos, lo eran porque Dios así lo había querido y no porque fueran evidentes. La evidencia no parecía tener valor alguno en cuanto la verdad de cualquier aspecto de la realidad sólo dependía de la voluntad divina y no de una correspondencia entre la propia evidencia y el modo de ser de la realidad que se mostraba como evidente; la impresión de evidencia no podía tener ningún valor en cuanto los contenidos a los que se refería hubieran podido ser falsos si Dios así lo hubiera querido. Pero, además, habría sido contrario a la supuesta veracidad divina provocar evidencias acerca de verdades cuyo valor no fuera intrínseco y absoluto sino sólo derivado de su voluntad. Pues, en principio, el sentido de la evidencia no era el de conducir a la convicción de que Dios había decidido que determinada verdad lo fuera de manera condicionada a su voluntad sino el de asegurar que la realidad con que se relacionaba dicha impresión de evi-dencia debía corresponderse con ella, con independencia de la voluntad divina. La regla de la evidencia, según la defini-ción cartesiana, hacía referencia a la aceptación como verdad de "lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espí-ritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda"[374], de manera que si esa claridad y distinción no se corres-pondían con una auténtica verdad objetiva, en cuanto ésta dependiera de la voluntad divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias no relacionadas con verdades obje-tivas habría sido una forma de engaño. Habría sido absurdo que Dios hubiera suscitado en él evidencias acerca de "verda-des" que sólo lo fueran porque el propio Dios así lo hubiera decidido, en lugar de serlo respecto a contenidos que fueran verdaderos por su propia consistencia, por su propia "claridad y distinción" o por corresponderse con auténticas realidades con las que se correspondieran. Es decir, si uno comprendía con evidencia que los radios de una circunferencia debían ser iguales, esa impresión no le serviría de nada en cuanto luego tuviera que asumir que tal evidencia no provenía de que en realidad dichos radios fueran iguales, sino de que Dios había establecido libremente que

1) los radios fueran iguales, y

2) que él tuviera la impresión de que eso era una verdad "clara y distinta" pero sólo porque Dios había querido que tuviera tal impresión.

En este sentido además hay que tener en cuenta que, en cuanto Descartes había llegado finalmente a recuperar como conocimiento la existencia de la res extensa a partir de la consideración de que Dios no podía ser engañador y de que, puesto que la existencia de la realidad externa se manifestaba como evidente a partir del supuesto de la veracidad divina, había que aceptar que realmente existía, por lo mismo debía haber aceptado que las evidencias relacionadas con los cono-cimientos matemáticos se relacionaban igualmente con verdades objetivas, ya que, en caso contrario, estaría afirmando que Dios proporcionaba falsas evidencias en cuanto, por ejemplo, la evidencia de que 1+1 fuera igual a 2 no proven-dría de que efectivamente 1+1 fuera igual a 2, sino de que la voluntad divina lo habría establecido así de acuerdo con su omnipotencia y su libertad absoluta del mismo modo que hubiera podido establecer otra cosa, y, en consecuencia, tal evidencia –al igual que cualquier otra de carácter empírico- no tendría valor por ella misma sino sólo en cuanto Dios la hubiese querido así.

Por otra parte y a partir de la subordinación de cualquier verdad a la omnipotencia divina y, en consecuencia, de su carácter arbitrario, Descartes se contradijo de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al afirmar que

"aunque Dios hubiera creado muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser observadas"[375],

pues tal suposición estaría en contradicción con la omnipo-tencia divina, al restringir el poder de Dios a la plasmación de unas mismas leyes para cualquier Universo que hubiera querido crear en lugar de aceptar que, de acuerdo con su omnipotencia, hubiera podido crear no sólo infinitos univer-sos sino infinitas leyes diversas para cada uno de ellos.

Al mismo tiempo, su consideración de que las leyes del Universo tenían un carácter matemático[376]junto con su afirmación según la cual las verdades matemáticas no eran absolutas, ya que Dios hubiera podido hacer

"que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales"[377],

daba un carácter contingente a tales verdades, a pesar de ser analíticas, y, por ello mismo, resultaba incoherente con su pretensión de deducir las leyes del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que destaca en el texto anterior.

Este planteamiento representa un absurdo total, aunque Descartes dio como explicación que, como todo, incluido el principio de contradicción, dependía de Dios, había que aceptar que las mismas verdades matemáticas, ¡a pesar de ser tautológicas!, eran verdades porque Dios así lo había querido, y, por eso, llegó a afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos o que los radios de una circunferencia no fuesen iguales entre sí:

"La dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite"[378].

Y, así, no sólo las verdades concretas de las Matemáticas sino en general el principio supremo de la Lógica, el princi-pio de contradicción, quedaba igualmente subordinado a la voluntad divina, a pesar de que, de modo paradójico, tal principio fue el fundamento último del que se había servido, aunque sin reconocerlo de modo explícito, para justificar el valor de la regla de la evidencia.

Por ello este punto de vista le condujo a un nuevo círculo vicioso en cuanto la verdad del cogito servía de fundamento, aunque no absoluto, para la regla de la eviden-cia, la regla de la evidencia servía de fundamento para demostrar la existencia de Dios, y a partir de la existencia de Dios se justificaba el principio de contradicción, el cual a su vez servía para alcanzar la verdad del cogito, con lo que el razonamiento en círculo quedaba completado, tal como puede verse en el siguiente esquema:

edu.red

En definitiva, si la evidencia por sí misma era incapaz de conducir a la verdad, en cuanto toda verdad provenía de Dios, en tal caso no tenía sentido pretender demostrar la existencia de Dios mediante la utilización de esta regla cuyo valor dependía de la existencia de aquel ser cuya existencia se pretendía demostrar mediante dicha regla.

Por otra parte, el "teólogo" francés afirma de manera inequívoca que

"la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios"[379],

lo cual implicaría, según su punto de vista, que los ateos o los agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de tales proposiciones en cuanto para ellos no sería suficiente la dudosa certidumbre [?] proporcionada por el principio de contradicción o por la misma evidencia de tales propo-siciones.

Pero, claro, si esa dudosa certidumbre, basada en el principio de contradicción, era la que supuestamente había permitido a Descartes alcanzar la demostración de la exis-tencia de Dios, en tal caso el resultado venía a ser el mismo: El fundamento últimos de los conocimientos asumidos por los creyentes era el mismo que el de los ateos, el principio de contradicción, y, en consecuencia el nivel de certeza de sus conocimientos sería idéntico.

Resulta sorprendente además que, mientras el pensador francés hace depender de la omnipotencia de Dios el valor de las verdades matemáticas, sin embargo, por lo que se refiere a las verdades físicas, las haga depender de su inmutabilidad, la cual supondría una limitación contradictoria de su omnipotencia, en cuanto su inmutabilidad habría sido un obstáculo para crear el Universo y, por la misma razón, para crearlo de otro modo y con otras leyes que las que dispuso en el momento de la creación.

Por otra parte, en cuanto subordinó los principios de la Física a los de las Matemáticas cuando afirmó:

"no admito en Física principios no admitidos también en Matemáticas para poder probar por demostración todo lo que de ellas deduzca, y […] estos principios bastan, puesto que por ellos pueden ser explicados todos los fenómenos de la Naturaleza",

y en cuanto las principios de las Matemáticas dependían de la omnipotencia divina, en tal caso los principios de la Física tenían que ser tan arbitrarios y tan subordinados a la omnipo-tencia divina como los de las Matemáticas.

edu.redPor ello, la consideración de que las leyes del Universo debían deducirse a partir de la inmutabilidad divina era contradictoria con respecto a su derivación de la omnipo-tencia, según la cual Dios hubiera podido crear el Universo de cualquier modo que hubiera deseado. Es cierto, por otra parte, que un teólogo católico podría argumentar que, aunque desde una perspectiva humana las cualidades divinas de la omnipotencia y la bondad se ven como distintas, en Dios son una misma cosa. Sin embargo, conviene tener en cuenta igualmente que, cuando Descartes distingue entre estas cuali-dades, es porque él las está considerando como distintas. Además, asumiendo tal argumentación, podría plantearse el problema de cómo hacer compatible que desde su inmuta-bilidad Dios no hubiera podido crear el Universo de acuerdo con otras leyes que las que éste tiene, y que desde su omni-potencia sí hubiera podido hacer todo aquello que hubiera querido, como el propio Descartes reconoce, defendiendo incluso que tanto las Matemáticas como el valor del principio de contradicción dependían de Dios.

edu.red

En cualquier caso, Descartes debería haber renunciado a extender la omnipotencia divina hasta el absurdo de conside-rar que el valor del principio de contradicción estaba some-tido a ella, entre otros motivos porque para demostrar la exis-tencia de Dios se había basado en la regla de la evidencia, la cual, a su vez, se basaba en el principio de contradicción, por lo que sería absurdo valorar de forma absoluta tal principio antes de dicha demostración para relativizarlo después, una vez que por su mediación se hubiera demostrado la existencia de Dios. Además y sin duda de ninguna clase, no debía haber caído en la insensatez de considerar que las verdades mate-máticas dependían de Dios en cuanto eran simples tautologías y, por ello mismo, se deducían de aquel principio, aunque hubiese considerado que las verdades de la Física fueran una consecuencia de la omnipotencia divina, que habría podido crear el mundo de muy diversas maneras de acuerdo con su voluntad y libertad absolutas.

Su solución, sin embargo, fue contradictoria en cuanto, al reducir las posibilidades de Dios a la hora de crear el mundo de acuerdo con un único modelo derivado de su inmutabilidad, de hecho estaba negando su omnipotencia, según la cual habría podido crear infinitos universos de acuerdo con infinitas leyes diversas si así lo hubiese querido.

Por otra parte, siguiendo una especie de mística mate-mática, que ya había sido sustentada por los pitagóricos y por Platón en la antigüedad, y modernamente por el mismo Kepler, Descartes defendió igualmente que todos los fenóme-nos naturales podían deducirse de ciertos principios que tenían carácter matemático. Pero esta defensa del carácter matemático de las leyes naturales fue contradictoria con la justificación de tales leyes naturales en el propio Dios en cuanto tal justificación implicaba la aceptación de la exis-tencia de aspectos del universo cuyo modo de ser no se deduciría de ningún principio matemático sino que serían una consecuencia arbitraria de la omnipotencia divina. Es decir, a pesar de que Descartes juzgaba que, -en general, aunque no en todos los casos- las leyes del Universo dependían de la inmutabilidad divina y que, por ello mismo, tenían carácter matematizable, esta pretensión era contradictoria en cuanto el valor de las verdades matemáticas dependía de la libre omnipotencia divina.

La metodología de Galileo, a pesar de conceder un valor especialmente importante a las Matemáticas al afirmar que "el Universo está escrito en lenguaje matemático", en la práctica no fue tan drástica a la hora de buscar subsumir cualquier fenómeno observado en una determinada fórmula matemática sino que fueron muy numerosas las ocasiones en las que Galileo se conformó con descubrir y describir diver-sos fenómenos, en especial los de carácter astronómico, sin dar excesiva importancia al hecho de no encontrar una fór-mula matemática que los explicase. El mismo método de Galileo se basaba inicialmente en la mera observación y descripción de fenómenos, la cual venía seguida de la cons-trucción de hipótesis explicativas acerca de las relaciones matemáticas que pudiera encontrar entre ellos, para pasar después a establecer las diversas deducciones que derivarían de tales hipótesis y para idear a continuación experimentos que pusieran a prueba tales deducciones derivadas de tales hipótesis. Sin duda ninguna, este método iba acompañado de una valoración fundamental de las Matemáticas como un instrumento sin cuyo conocimiento era imposible avanzar un solo paso en la comprensión de los fenómenos de la natura-leza, pero mientras para Descartes un conocimiento mera-mente descriptivo de fenómenos naturales sin la comprensión de las leyes necesarias de las que se deducían no podía consi-derarse conocimiento, la actitud de Galileo fue mucho más humilde, a la vez que útil a la hora de valorar los fenómenos naturales por ellos mismos, al margen de que pudiera encon-trar o no una ley matemática que los explicase en su relación con otros fenómenos. Por otra parte, el hecho de prejuzgar que cualquier conjunto de fenómenos físicos deba relacio-narse con una fórmula matemática con la que encaje puede ser un postulado científico -o un principio del entendimiento puro, como diría Kant-, pero no una verdad absolutamente demostrada, y, desde luego, no tendría por qué implicar una negación o rechazo de aquellos fenómenos para los que ini-cialmente no se encontrase la fórmula matemática según la cual se relacionasen con otros. En este sentido conviene considerar que el hecho de la simple existencia del Universo no parece que pueda ser explicado a partir de ninguna fórmu-la matemática: El científico se encuentra con su existencia bruta simplemente, y a partir de ella trata de encontrar las fórmulas matemática mediante las cuales sus diversas mani-festaciones se relacionan entre sí, sirviéndose especialmente para ello del método experimental. Pero el hecho de que se ignore si su existencia es o no un hecho bruto del que hay que partir no conduce al investigador a buscar desesperadamente una justificación matemática ni mística de su existencia. El empirismo, más respetuoso con los fenómenos que el racio-nalismo, no desprecia los hechos no "matematizados", por mucho que se tenga la convicción de que debe de existir una fórmula matemática que los describa y por la que se puedan ir descubriendo otras nuevas relaciones. Además, hay muchas ciencias que tienen, al menos inicialmente, un carácter descriptivo y que no por eso dejan de estudiarse, al margen de la dificultad que pueda haber en encontrar una fórmula matemática de sus contenidos. Pensemos en la misma Astronomía, en la Geografía, en la Historia, en la Sociología y en tantas otras ciencias que inicialmente se abordan a partir de una simple descripción de los fenómenos correspondientes y a los que sólo con posterioridad se encuentra una expli-cación matemática, estadística o probabilista.

Sin embargo y a pesar de que desde el racionalismo cartesiano el valor de las Matemáticas y de la Lógica estaba subordinado a la voluntad divina, la pretensión de construir un sistema científico universal fundamentado en Dios fue tan atrevida que Descartes tuvo la osadía de criticar a Galileo porque

"sin haber considerado las primeras causas de la natu-raleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento"[380].

Mediante esta crítica el pensador francés puso de mani-fiesto que aquello que él ambicionaba alegremente, aquello de lo que se creía capaz y aquello de lo que en definitiva tuvo la osadía de presumir era de haber creado un sistema cientí-fico deductivo fundamentado en el propio Dios y en sus infinitas perfecciones, en el que todos los fenómenos habían sido explicados. Pretendía reconstruir la Filosofía, entendida como ciencia universal, y, por eso, criticó a Galileo por no haber "considerado las primeras causas de la naturaleza" y por haber "construido sin fundamento", de manera que, desde su patológico orgullo, nunca llegó a pensar ni de lejos que los conocimientos científicos iban a incrementarse de modo extraordinario gracias al método de aquél a quien criticaba: No desde un fundamento metafísico relacionado con un su-puesto dios, a partir de cuyas cualidades pudieran deducirse las diversas leyes de la Física y las de las demás ciencias, sino a partir del estudio de los fenómenos más concretos hasta las teorías más complejas, sin necesidad alguna de comenzar desde el dios católico o de llegar hasta él para ir deduciendo a partir de sus cualidades el conjunto de las leyes de la Naturaleza, tal como pretendió Descartes, quien incluso llegó a la absurda osadía de afirmar haber culminado este conocimiento universal, cuando en los Principios de la Filo-sofía, llevado de su megalomanía y de su frivolidad, tuvo la increíble pretensión y el atrevimiento asombroso de escribir:

"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado"[381].

5.3.2. Formación y "límites" del Universo. La teoría de los "torbellinos"

Por lo que se refiere a la formación y al movimiento del Universo, el filósofo francés consideró que Dios lo creó con una cantidad invariable de movimiento. Junto con esta doc-trina y, aunque en diversas cartas al padre Mersenne le había comunicado que opinaba de un modo similar al de Galileo respecto al movimiento de la Tierra, después de renunciar a esta teoría por temor a una represalia similar por parte de la jerarquía católica, introdujo una atrevida y errónea tesis según la cual los cuerpos celestes se encontrarían flotando en medio de una "materia celeste", una especie de fluido imper-ceptible a los sentidos que se movería en una serie de torbe-llinos principales y secundarios, similares a los remolinos que forma el agua en los ríos o en los alrededores de un desagüe. Estos torbellinos arrastrarían consigo los diversos planetas y estrellas fijas "en el gran torbellino de materia celeste cuyo centro es el Sol"[382]. De acuerdo con esta teoría, la Tierra, en sentido propio, no se movería; lo que se movería sería el fluido celeste que la rodeaba, del mismo modo que un barco en reposo en medio del mar es movido por la corriente del agua[383]El movimiento de la Luna alrededor de la Tierra estaría causado por un torbellino secundario de materia celeste en cuyo centro se encontraría la Tierra, el cual además provocaría el movimiento de rotación de ésta[384]mientras que el movimiento de este torbellino estaría subordinado a su vez al movimiento del torbellino mayor en cuyo centro se encon-traría el Sol, en torno al cual giraría toda la materia celeste y, en consecuencia, todos los astros, incluidas las llamadas "estrellas fijas", que muy poco tenían que ver con el sistema solar –y cuya velocidad de traslación alrededor del Sol, dando una vuelta completa cada día, sería asombrosamente vertiginosa-.

Por lo que se refiere a la explicación de los aparentes movimientos de la Tierra y del resto de los astros a partir de la teoría de los torbellinos celestes, Descartes hubiera podido presentarla como una simple hipótesis, que tendría, entre otras, la dificultad especial de explicar qué clase de materia era ésa de que hablaba en cuanto no era perceptible, pero en ningún caso podía ser aceptable que la presentase como una doctrina "evidente", cuando además era falsa y cuando además ya Copérnico, Kepler, Galileo y el mismo fraile M. Mersenne, amigo de Descartes, habían defendido la explica-ción correcta, renunciando Descartes a ella por temor a la jerarquía católica y para dar un hipócrita ejemplo de fidelidad a las doctrinas defendidas por dicha jerarquía.

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