A continuación la reina accedió a invitarle y Descartes se trasladó a Suecia para explicarle su filosofía. Sin embargo, no parece que la reina tuviera especial interés en tales explicaciones –y quizá ése fuera uno de los motivos de que no tuviese ninguna consideración con él, citándole a las cinco de la mañana para recibir sus explicaciones filosóficas-. Además, Descartes tuvo que encargarse de asuntos que nada tenían que ver con tal enseñanza y, a pesar de que en sus cartas no llegase a manifestar un sentimiento de humillación, tales encargos debieron de herir profundamente su amor propio, llevándole a desear regresar a Francia o a cualquier otro lugar en el que pudiera encontrar "tranquilidad y reposo"[155].
En su afán por lograr el interés de la reina hacia su filosofía, le prestó una parte de su correspondencia con la princesa Elisabeth, relacionada con sus reflexiones acerca de las diversas pasiones humanas, y posteriormente redactó para la reina una versión ampliada de Las pasiones del alma, obra que, abreviada, había dedicado a la princesa Elisabeth. Sin embargo, la reina tenía otros intereses, como el aprendizaje del griego y la práctica de la equitación. Prueba clara de este menosprecio hacia el pensador francés fue que se le encar-gase escribir unos estatutos para una academia sueca, lo cual, desde luego, no tenía mucho que ver con la filosofía y, dada la megalomanía de Descartes, debió de sentir ese trato como una profunda humillación, a pesar de que tuvo que tragarse su orgullo, ya que no podía negarse a acceder a tal petición en cuanto, en la última carta citada, anterior a su partida a Sue-cia, le había escrito que cumpliría cualquier cosa que quisiera mandarle[156]En definitiva, parece que la reina se sirvió del francés como un personaje decorativo de la corte. Descartes se sentía muy incómodo y deseaba regresar, pero la muerte le ahorró tener que tomar una decisión acerca de su partida.
c) Su orgullo y su dogmatismo, junto con su afán de brillar y destacar ante los demás, tuvieron que ceder ante su espíritu calculador en cuanto comprendía en diversas ocasio-nes que era más conveniente para sus intereses manifestarse como adulador antes que como un déspota que desde la altura de su egolatría se atreviese a criticar a aquellos de quienes había calculado que podía obtener algún beneficio, como ocurría en el caso de la orden de los jesuitas, en el caso de los "decanos y doctores" de la facultad de teología de la Sorbona, a quienes dedicó su carta de presentación de las Meditaciones Metafísicas con el fin de contar con su amparo y protección, o como en el caso de los cardenales y autoridades políticas a quienes envió ejemplares del Discurso del método con esa misma finalidad de sentirse seguro y respaldado por ellos.
a) En este sentido, como ya se ha dicho antes, Descartes llegó a confiar en la idea de que los jesuitas aceptarían su propia filosofía para sustituir los textos tradicionales, segui-dores de la escolástica y de la filosofía aristotélica. Sin embargo, se había enzarzado en una discusión con el padre Bourdin, un jesuita que había criticado su filosofía y con el cual deseaba polemizar. Pero, como la propia Rodis-Lewis reconoce a pesar de su devoción por su compatriota, éste, deseoso de tener el apoyo de sus antiguos maestros, renunció a tal combate contra el jesuita Bourdin al tomar conciencia de que seguir su impulso natural iría en contra de sus intereses por lo que se refiere a lograr una predisposición favorable por parte de los jesuitas.
b) La índole fría y calculadora de Descartes se hizo igualmente patente en su dedicatoria de las Meditaciones Metafísicas "a los doctores y decanos de la sagrada facultad de teología de París", donde, entre otras cosas y en relación con sus argumentaciones acerca de la existencia de Dios, del alma y de su inmortalidad, les dice de manera calculadamente sumisa y halagadora:
"no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección".
El interés de Descartes al manifestarse de ese modo tan servil con estos teólogos era al menos doble: Por una parte, el de cubrirse las espaldas ante cualquier posible acusación de herejía, al tener el apoyo de los teólogos de la Sorbona, a quienes además pidió su ayuda para corregir cualquier error que pudiera haber cometido en esta obra mediante la cual decía confiar en que
"ya no habrá nadie que se atreva a dudar de la existencia de Dios"[157],
y, por otra, el de utilizar a tales señores doctores y decanos como un trampolín que catapultase su propio prestigio como filósofo.
c) Igualmente, cuando en 1647 se encontró ante fuertes tensiones, acosado por los teólogos holandeses, buscó de manera interesada la ayuda del plenipotenciario Servien en su condición de francés, utilizando para su propio interés un patriotismo fingido, relacionado con el "honor de Francia", que no parecía haber tenido para él ningún interés hasta ese momento, en cuanto curiosamente, cuando se había alistado como voluntario al ejercito, lo había hecho al servicio de Mauricio de Nassau y al de Maximiliano de Baviera, ninguno de los cuales era francés, de manera que sus preocupaciones nunca habían estado relacionadas con ningún tipo de patriotismo. Ahora, sin embargo, manifestaba que se había ofendido el honor de Francia[158]y el suyo propio, porque del mismo modo que los franceses habían derramado su sangre para ayudar "a echar de aquí a la Inquisición de España", también él, como francés, "había llevado […] las armas por la misma causa"[159], alistándose al servicio de Mauricio de Nassau –aunque no hubiese intervenido en batalla alguna-, y, a cambio, el pago que recibía era toda una serie de insultos y de calumnias[160]
Complementariamente y en relación con esta índole calculadora del pensador francés, resulta interesante la observación de R. Watson cuando escribe que "todos los amigos de Descartes [eran] ricos"[161]. Y, aunque esto no sea del todo cierto, podría decirse, aunque también sin genera-lizar, que la mayoría de sus amigos, reales o por simple interés, fueron clérigos, como el padre Étienne Charlet, fami-liar suyo con un cargo importante en el colegio de La Flèche, los padres Mersenne, Arnauld, Mesland, Dinet, Vatier, Gibieuf y Claude Picot –el llamado "cura ateo"-, adminis-trador del dinero de Descartes en Francia-. Procuró también mantener buenas relaciones al menos con los cardenales Bérulle, Richelieu y Bagni, por su poder religioso y político. Gran parte de su correspondencia estuvo dirigida precisa-mente a estas personas y, de modo particular, al padre Mersenne, su mejor amigo, aunque Descartes no tuviese hacia él un sentimiento recíproco, que se tradujese al menos en una auténtica correspondencia afectiva hacia él.
El cobijo y apoyo intelectual, político y social que estas amistades le suponían fue indudablemente un motivo funda-mental de su acercamiento a ellas. Esa búsqueda de apoyo se pone de manifiesto, por ejemplo, en una carta a Mersenne en la que se muestra preocupado por si ha defendido alguna tesis errónea en relación con las doctrinas teológicas ortodoxas[162]
Descartes sentía la necesidad de relacionarse bien con quienes pudiesen ayudarle a sentirse respaldado en su labor intelectual y a no sentir sobre su cabeza la espada de Damo-cles representada por la Jerarquía Católica y su "Santa Inquisición". Además, era consciente de que, sin duda, esas buenas relaciones podían servirle como plataforma para aumentar su prestigio en el ámbito de la Filosofía. Así que si uno se pregunta si fueron esas amistades las que influyeron en la delimitación de sus escritos, en cuanto debían estar orientados y sometidos a las creencias y dogmas teológicos de la Iglesia Católica, o si, por el contrario, fueron ya estos aspectos de su filosofía los que le llevaron a conectar mejor con toda esa serie de clérigos y de personas de talante religioso católico, con quienes mantuvo una correspondencia incomparablemente más importante que con quienes defendieron un pensamiento más independiente y alejado de la dogmática católica, como Hobbes o como Voetius, la res-puesta a esta alternativa parece encontrarse en su primera parte: Tanto la formación cartesiana como su círculo inicial de amistades religiosas determinaron los límites dentro de los cuales podía ejercer su "libre" actividad filosófica y su comodidad a la hora de escribir y de contrastar puntos de vista, que en líneas generales, con alguna excepción como la de Hobbes y al margen de algunas diferencias de opinión con otros pensadores, se mantuvo dentro del círculo de personas que aceptaban y ocupaban algún cargo de cierta relevancia en la organización católica.
2.2.7. Mendacidad
Por lo que se refiere a la tendencia de Descartes a men-tir, un aspecto más de su tendencia a la fabulación, o vice-versa, e igualmente un aspecto más de su manipulación de personas, puede observarse en diversas ocasiones de su vida:
a) Así, en relación con la teoría heliocéntrica por una parte reconoció estar de acuerdo con Galileo, pero por otra luego lo negó sin reparo alguno. Su afirmación del heliocen-trismo se produjo en las ocasiones en que escribió a Mersenne diciéndole que no podía publicar su obra El mundo porque en ella defendía la doctrina sustentada por Galileo y rechazada por la jerarquía católica[163]Pero, frente a esa postura tan claramente favorable al heliocentrismo y aunque renunciase a ella por someterse a la autoridad de la iglesia católica, en el Discurso del método no tuvo reparos en dar a entender que no había compartido la tesis de Galileo, escribiendo en este sentido:
"Hace tres años que llegué al término del tratado […], cuando supe que unas personas por las que siento defe-rencia […] habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro [= Galileo]; no quiero decir que yo fuera de esa opinión sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar que fuera perjudicial a la religión ni al estado […] esto me hizo temer que no fuera a haber tam-bién alguna en las mías en la que me hubiese engañado, pese al gran cuidado que siempre he tenido"[164].
Pero una de ambas posiciones era falsa, ya que estaba en contradicción con la otra, y eso decía muy poco en favor de la integridad intelectual de Descartes, en cuanto ni siquiera necesitaba haber sido especialmente sincero para evitar la mentira: Hubiera podido evitarla simplemente si en el Discurso del método no hubiese dicho nada acerca de su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su miedo a la jerarquía católica era tan grande que prefirió declarar –o dar a entender- gratui-tamente que él "no era de esa opinión" antes que no pronunciarse acerca de ella, a pesar de que en varias cartas a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.
Por otra parte y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior "teoría de los torbellinos" que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha organización religiosa, presentando una doctrina ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la Iglesia de Roma, asumiendo que los planetas no se movían por ellos mismos alrededor del Sol, aunque eran movidos por la corriente de la materia celeste circundante[165]
También llama la atención que aquí, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, considerando que se abstuvo de hacerlo por su temor a la Inquisición, Descartes afirmase que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, como si le importasen tales instituciones hasta ese punto y no por el beneficio o el perjuicio que pudiera obtener de ellas. El mismo lema "larvatus prodeo" -"avanzo enmascarado"-, utilizado en su cuaderno secreto de 1619, implica una actitud comprensible en una sociedad controlada y oprimida por la jerarquía católica y su "santa Inquisición", pero representa un indicio claro de que para comprenderle había que ir más allá de esa máscara con la que quiso protegerse de manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de la jerarquía católica suponía un serio riesgo para la integridad física, social y moral de quienes pretendieran ejercer la libertad de pensamiento y expresión de sus ideas[166]Por ello también, la simulación no podía ser en él una actitud esporádica sino conscientemente asumida, tanto para evitar el peligro repre-sentado por la jerarquía católica francesa, que en aquellos momentos gozaba de bastante independencia respecto a la romana, como también a fin de aprovecharse de ella para el aumento de su prestigio como filósofo, presentándose como un fervoroso católico al afirmar de manera inequívoca:
"yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad de la Iglesia"[167],
o también:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios"[168],
a pesar del burdo círculo vicioso que había en este último párrafo de su carta, incluida en el comienzo de sus Medita-ciones Metafísicas y dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología de París como un salvoconducto para el caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra pudiera merecer la condena de la jerarquía católica. Y me atrevo a escribir "burdo círculo vicioso" porque encaja más con su personalidad y, desde luego, con su capacidad lógica haberse servido de él, consciente de que lo era, que imaginar que lo hubiera hecho de manera inadvertida. Y, si realmente no tuvo reparos en incurrir en este círculo vicioso de manera cons-ciente, podría plantearse la pregunta de por qué lo hizo. La respuesta parece clara en el sentido de que lo hizo preci-samente para aparecer ante la jerarquía católica como un católico muy ferviente y devoto, tanto para evitar que pudie-ran acusarle de cualquier herejía, como había sucedido con Galileo, como para encontrar el apoyo de la jerarquía católica en su ambicioso deseo de aumentar su prestigio como filó-sofo dentro del círculo de la ortodoxia católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía católica conviene indicar que el hecho de que en el año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de manera súbita sugiere que pudo ser la entrevista con el cardenal Bérulle, a la que se refirió Baillet en su biografía sobre Descartes, con alguna amenaza velada o explícita, lo que llevó al pensador francés a tomar aquella decisión. Y su preocupación por evitar que se conociera su dirección, por lo menos durante el tiempo en que pudo creer que su vida corría peligro, pudo estar motivada precisamente por esa misma causa, es decir, no por los motivos indicados por Baillet relacionados con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su tarea filo-sófica, sino por otro muy distinto como lo era el temor a ser detenido y a padecer una suerte parecida a la de J. Fontanier o a la de G. C. Vanini. Como se ha indicado antes, hay que tener en cuenta que Descartes marchó a Holanda a finales de 1628, que el cardenal Bérulle murió el 2 de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de ese mismo año, abandonando "su buscada soledad", el filósofo francés se trasladó por fin a Amsterdam, una ciudad especialmente importante, en la que era mucho más fácil localizarle. Por otra parte y en línea con esta hipótesis se encuentra la carta que el propio Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre en el año 1640 diciéndoles expresamente que su marcha a Holanda había obedecido precisamente a este motivo. Watson apoya una interpretación similar a ésta cuando escribe: "Sabiendo cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única salida"[169].
c) Al margen de la manipulación de personas, Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y nada sincera cuando renunció a incluir la religión en su teórica duda metó-dica universal, renuncia que representaba una actitud contra-dictoria con respecto a la universalidad de dicha duda y que fue consecuencia de la aplicación de un frío cálculo por el que comprendió que no le convenía extenderla hasta la reli-gión, aunque sólo lo hubiera hecho de manera convéncional y ficticia y por cumplir con las exigencias de su propio método, al margen de que en realidad dudase o no de la verdad de sus contenidos doctrinales. Ciertamente, Descartes se encontraba ante un dilema difícil de resolver: Su método le exigía poner en duda las doctrinas religiosas, pero el hacerlo implicaba un considerable peligro no sólo para su futuro como filósofo y científico sino incluso para su integridad física. En conse-cuencia, optó por excluir de la duda las doctrinas religiosas porque era consciente de ese peligro, pero tal decisión le condujo a ser incoherente con su pretensión teórica de conce-der un carácter universal a dicha duda, y también a mentir a la hora de explicar los motivos por los que eximía a la religión de la prueba de la duda metódica.
Lo más coherente desde un punto de vista lógico habría sido que, siendo consecuente con su pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese incluido en ésta todo lo relacionado con la religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada tenían que ver con la auténtica causa de su exclusión de la religión de la prueba de la duda, pues no sólo dijo que tenía la religión de su rey y de su nodriza como un pretexto para excluirla de sus investigaciones acerca del conocimiento, sino que más adelante tuvo incluso la osadía de pretender explicar algún dogma de la religión católica, como el de la transus-tanciación, que precisamente por tratarse de un "dogma" debía encontrarse por definición más allá de cualquier demostración. Es cierto que habría sido una temeridad que Descartes afirmase que excluía la religión de la duda metódi-ca por temor a las represalias de la jerarquía de la iglesia católica, pues esa misma justificación habría provocado las iras de dicha jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión que suscita la lectura de las obras del pensador francés es, como ya observó Pascal, que su Dios –a excepción del de sus últimos años en alguna de sus cartas a la princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la reina Cristina- tenía muy poco que ver con el Dios de la religión y sólo se había servido de él para los fines de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera ateo, parece que su interés por mantener excelentes relaciones con la jerarquía católica fue lo que le guió especialmente para crear un sistema filosófico en el que la religión siguiera jugando un papel tan primordial como el que había tenido en la filosofía medieval, al margen de que, en cuanto le resultó posible, el pensador francés introdujo ideas realmente nuevas y valiosas para el desarrollo de la Filosofía, como el de la búsqueda de un método seguro para su progreso –aunque no su hallazgo- y alguna teoría innovadora para el desarrollo de la Ciencia, como lo fueron los principios de su Física y, hasta cierto punto, su mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le llevó en algún caso a la defensa de algún planteamiento plenamente acertado, aun-que de un modo nada conveniente para sus intereses en su relación con la jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el tema de la oración consideró que no se debía rezar a Dios para pedirle nada, a no ser el cumplimiento de su voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber entendido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido pedirle otra cosa que el cumplimiento de su voluntad. También es verdad que Descartes no se atrevió a dar un último paso en este punto, pues no quiso o no supo ver o no se atrevió a manifestar que esta última forma de oración era igualmente absurda, pues implicaba admitir que la petición de que se cumpliera la voluntad de Dios podía influir positivamente en dicho cum-plimiento, como si el poder de Dios fuera incapaz por sí mismo para cumplir su propia voluntad al margen de la intensidad que pudieran tener las peticiones humanas. Por ello, cuando Descartes insiste en tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de cuestiones de Teología lo que sucede es que teme que su capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas demasiado coherentes y sensatas, que, pre-cisamente por ello, podrían crearle problemas, por ser opues-tas a las defendidas desde la ortodoxia católica. De hecho y como consecuencia de su capacidad para un pensamiento lógico riguroso, según indica Watson, Descartes llegó a negar algún dogma de la iglesia católica, como el del pecado ori-ginal, dogma efectivamente absurdo e incompatible con el del supuesto amor y misericordia infinita de Dios y con algunos otros cuyo comentario no es éste el momento de realizar.
d) Otra muestra más de su mendacidad es la de su atrevimiento a la hora de explicar a la princesa Elisabeth de Bohemia la teoría aristotélica acerca de la felicidad de un modo erróneo, sin incidir en la idea esencial de la auténtica doctrina aristotélica, confiado, al parecer, en que la princesa no sabría nada de ella, y en que podría presumir de su "erudición" a este respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de 1645 le dice que para Aristóteles la felicidad "consta de todas las perfecciones tanto del cuerpo como del espíritu"[170] sin mencionar para nada la idea esencial aristoté-lica según la cual la felicidad consiste en la vida teorética, como actividad de la razón considerada como la esencia pro-pia del hombre, siendo las demás perfecciones de que habló Descartes a la princesa sólo condiciones para tal ejercicio.
2.2.7.1. Mitomanía
La mendacidad cartesiana se expresó igualmente a lo largo de la creación de una serie de doctrinas pretendida-mente filosóficas y científicas que sólo fueron una muestra de la osadía del francés para afirmar de un modo pseudocien-tífico lo que sólo era un producto de su fantasía, en cuanto tales doctrinas o bien eran absurdas por sí mismas o bien lo eran en el sentido al menos de que las afirmaciones en que se basaban eran imposibles de verificar. Descartes, inducido por su megalomanía, utilizó en bastantes momentos esta manera de escribir, tan aparentemente seria y meticulosa, como si, en relación con cuestiones como la de la conexión entre el alma y el cuerpo y con algunas otras, hubiera realizado investi-gaciones con un microscopio electrónico de precisión infinita, que le hubieran conducido a la obtención de tan asombrosos descubrimientos.
Efectivamente, así sucedió en muy diversas ocasiones, como cuando escribió acerca de
a) la interacción de alma y cuerpo,
b) la causa de la circulación sanguínea,
d) los modos de dilatación del corazón,
c) los "espíritus animales", y
e) los cuatro elementos de Empédocles.
a) Resulta difícilmente creíble que, al considerar que una realidad material como la glándula pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo material y el alma, supuesta-mente inmaterial, Descartes no entendiera que el problema de la relación entre estas sustancias, teóricamente heterogéneas, lejos de solucionarse, se desplazaba al de tener que explicar a continuación cómo se relacionaba el alma con la glándula pineal, que también era material. Sin embargo, el francés tuvo la incomprensible osadía de presentar su teoría de forma minuciosamente detallada, con la intención, aparente al menos, de presentar una descripción auténticamente cientí-fica, como si realmente creyese en la verdad de lo que estaba diciendo. Y así, como si se tratase de la expresión de meticulosas observaciones, escribió:
"la pequeña glándula, sede principal del alma, está sus-pendida de tal modo entre las cavidades que contienen esos espíritus que puede ser movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias sensibles hay en los objetos; pero que puede también ser diversamente movida por el alma, la cual es de tal naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir, tiene tantas percepciones distintas como diversos movimientos se producen en esta glándula; así también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta glándula es diversamente movida por el alma o por cualquier otra causa por la que pueda serlo, impulsa a los espíritus que la rodean hacia los poros del cerebro y éstos los conducen a través de los nervios hasta los músculos, mediante lo cual les hace mover los miembros"[171].
En relación con toda esta serie de disparates del "teó-logo" francés, resulta chocante y ridículo en sumo grado el comentario de Rodis-Lewis, "hagiógrafa" actual de Des-cartes, cuando escribe: "la reflexión cartesiana sobre la unión del alma y el cuerpo no deja de enriquecerse en el periodo siguiente [a éste del año 1638]"[172]. El chovinismo y la falta de sentido crítico de Rodis-Lewis se muestran de forma asombrosa cuando se atreve a formular esta afirmación. Resulta difícil de entender cómo pudo escribir una necedad como ésa, o cómo pudo hablar del enriquecimiento de la reflexión cartesiana acerca de la unión entre al alma y el cuerpo, cuando, incluso aunque hubiera tenido algún sentido afirmar algo así como la existencia de esa "res cogitans" inmaterial, habría sido absurdo pretender dar un solo paso en la localización de su sede, puesto que en teoría se trataba de una sustancia inmaterial y por lo tanto sin localización espacial alguna, y en la investigación de su supuesta, aunque imposible, interacción con la "res extensa".
Al parecer la forma culminante de enriquecimiento de la psicología cartesiana se produjo unos años después cuando en una carta a Regius le comunicó –redescubriendo a Aristóteles a sus 46 años-, que "el alma es realmente forma sustancial del hombre"[173], punto de vista que, por cierto no conducía a la conclusión de que el alma fuera inmortal sino, por el contrario, tan mortal como el cuerpo, al menos desde la perspectiva aristotélica.
b) Así sucedió también, cuando, tratando de presentar una explicación del movimiento del corazón, criticó la de Harvey, que era la correcta, y presentó la suya como "necesariamente" [!] verdadera, escribiendo en este sentido:
"este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por expe-riencia, como el movimiento del reloj se sigue de la fuerza"[174].
Pero la verdad es que, cuando se observa la descripción de todas esas falsedades como si fueran de verdades eviden-tes, se tiene la impresión de que o bien el autor era un incom-petente muy osado o bien era un cínico sin escrúpulos con una ambición desmedida por ganar prestigio como cien-tífico, confiado en que nadie comprobaría sus investigaciones y, en consecuencia, nadie se atrevería a refutarlas. Y, en cuanto se sabe que Descartes no era precisamente un incom-petente, parece que la explicación más lógica de su actitud se encuentra en la segunda parte de la alternativa presentada.
c) La frivolidad y la mendacidad del "teólogo" francés se muestran igualmente en aquellos otros lugares en los que tiende a sustituir los razonamientos y las experiencias riguro-sas por frases y discursos teatrales y pretendidamente eru-ditos, pero asombrosamente absurdos. Esta actitud aparece especialmente en Las Pasiones del alma, en donde Descartes escribió de manera dogmática y con aparente seguridad y minuciosidad absoluta acerca de cuestiones simplemente ab-surdas, como la referente a las diversas formas de dilatación del corazón, en cuanto se basaban en el falso supuesto de que la sangre procedente de cada una de las diversas partes del cuerpo se mantendría separada de la del resto a la hora de pasar por el corazón, de manera que, según de donde proce-diera, provocaría diferencias apreciables en la forma en que éste se dilatase, y que además el propio pensador francés lo hubiera observado personalmente, tal como se desprende de la siguiente "descripción":
"la sangre que procede de la parte inferior del hígado, donde está la bilis, se dilata en el corazón de modo distinto de la que proviene del bazo y esta última (se dilata) de modo diferente a la que procede de las venas de los brazos o de las piernas, y finalmente, ésta (se dilata) muy diferentemente que el jugo de los alimentos cuando, al salir nuevamente del estómago y de las tripas, pasa rápidamente por el hígado hasta el corazón"[175].
En este texto el pensador francés no sólo tuvo la desver-güenza de afirmar, de acuerdo con su fantasiosa teoría acerca de la circulación de la sangre, que ésta se dilataba al entrar en el corazón sino que tuvo la osadía de hablar de diversas formas de dilatación según cuál fuera el lugar de procedencia de la sangre, pretendiendo haber averiguado además de dónde procedía cada partícula de sangre que llegaba al corazón. ¿Es posible que el filósofo francés creyese de verdad lo que escribía?
d) Otro planteamiento similar puede observarse cuando, al hablar de los "espíritus animales", a pesar de tratarse de un concepto confuso y casi metafísico, lo hizo con la misma seguridad –aparente al menos- que si los estuviera viendo moverse de un sitio para otro con su microscopio de máxima resolución:
"…justamente estas partes muy sutiles de sangre com-ponen los espíritus animales, para lo cual no necesitan experimentar ningún otro cambio en el cerebro, sino que en él quedan separadas de las partes de la sangre menos sutiles, pues lo que aquí llamo espíritus no son sino cuer-pos y no tienen otra propiedad que la de ser cuerpos muy pequeños y que se mueven muy rápidamente […] De manera que no se detienen en ningún sitio y que, a medida que algunos de ellos entran en la cavidad del cerebro, salen también algunos otros por los poros que hay en su sustancia, los cuales los conducen a los nervios y desde aquí a los músculos, lo que les permite mover el cuerpo de las distintas maneras en que puede ser movido"[176].
Y aquí, de nuevo, la misma pregunta de antes: ¿Cómo pudo identificar esos "espíritus animales", siendo tan pe-queños y moviéndose tan rápidamente como él decía? ¿Real-mente sabía lo que decía o era un producto de su fantasía? ¿Realmente escribía con sinceridad o pretendía tomar el pelo al personal, haciéndose pasar por un auténtico científico?
e) De un modo igualmente escandaloso esta manera de escribir, tan aparentemente seria, meticulosa y científica, aun-que llena de falsedades, aparece en los Principios de la Filo-sofía en general y en su cuarta parte en particular, donde, entre otras cosas, habla de forma detallada de cada uno de los cuatro elementos de Empédocles como si se tratase de los más recientes y revolucionarios descubrimientos de la Física. Es posible que su mitomanía, impulsada por su megalomanía, pudiera llevarle a crear y a creer después las absurdas expli-caciones que daba, para las cuales no tenía otro procedi-miento de verificación que el de su propia fantasía, pero, en cualquier caso, no deja de ser asombrosa tanto su actitud como la de la serie de críticos a quienes no se les ha ocurrido denunciar esta serie de osadas fantasías absurdas del pensador francés.
2.2.7.2. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas fuentes que en bastantes casos debieron de servirle de inspiración, tanto para la elaboración de su filosofía como de sus teorías científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de la proposición "cogito, ergo sum" como verdad absoluta, Des-cartes no hizo referencia alguna a Agustín de Hipona (s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a Gómez Pereira (s. XVI), ni a su contemporáneo y "amigo" Jean Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un sentido no muy alejado del que tuvo en los escritos cartesianos y que, por lo menos en algún caso, debió de ser conocida por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del "genio maligno" o de un dios como causa de las propias intuiciones, tampoco hizo referencia a Guillermo de Ockham, quien ya había sugerido en el siglo XIV que el propio Dios podía hacer que las intuiciones humanas no se correspondieran con realidades existentes en sí mismas sino que fueran directa-mente causadas por la acción de Dios.
c) Así mismo y en relación con la utilización de la regla de la evidencia, tampoco mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt, quienes ya se habían servido de ella, aunque desde una perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de inercia, tampoco mencionó ni a Guillermo de Ockham, ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían intuido de un modo muy aproximado este principio, aunque dando los dos últi-mos al movimiento inercial un carácter circular y no rectilí-neo, no alcanzando la comprensión y precisión que logró Descartes en su enunciado de dicho principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del mecanicismo, tampoco mencionó al médico y filósofo español Gómez Pereira, quien ya defendió esa teoría en el siglo XVI aplicán-dola al mundo animal.
f) El uso del francés como lengua culta en su Discurso del método parecía una innovación original, pero ya Nicole d"Oresme la había utilizado en el siglo XIV, M. Montaigne había escrito sus Ensayos en francés en la segunda mitad del siglo XVI, y Pierre Charron la había utilizado en su obra Sobre la sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima moral relacionada con seguir las leyes y costumbres del país en que uno se encuentre, tampoco mencionó a Pierre Charron, que ya antes había valorado positivamente esa adaptación a las costumbres de cada lugar. Se trataba, por cierto, de una máxima que hasta cierto punto podía ser prudente, pero que, llevada al extremo, habría sido una muestra de cobardía, pues no por estar en una sociedad de caníbales habría que practicar el canibalismo, ni por estar entre nazis habría que perseguir a los judíos. Descartes la aplicó, por cierto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada por las supersticiones de la jerarquía católica, procurando no ser simplemente un católico más, sino aparecer como máximo paladín del catolicismo.
Conviene recordar a este respecto su lema de juventud "Larvatus prodeo" o sus palabras, dirigidas en una carta a su amigo el padre Mersenne, en las que en relación con la condena de Galileo por su defensa del heliocentrismo y con el consiguiente peligro para él mismo por su defensa de un punto de vista similar, le expresa una confidencia muy significativa: "Para vivir bien debes ser invisible"[177], máxima que, según parece, procuró seguir a lo largo de toda su vida, no sólo evitando defender puntos de vista contrarios a los de la iglesia católica, sino incluso llegando a defender doctrinas absurdas en cuanto pensó que podían ser del agrado de esa organización.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de coincidencias, casi al pie de la letra, que había entre los proyectos esquemáticos del filósofo y médico español –o portugués- Francisco Sánchez, cuya obra escéptica Quod nihil scitur había aparecido en 1581, y los suyos, que, cierta-mente, significaron un desarrollo de lo que en Francisco Sánchez, conocido como "el despertador de Descartes", fue un esquema de trabajo, tal como puede comprobarse en la parte correspondiente del presente estudio[178]
2.2.7.3. Tendencia a la fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del pensador francés a la mentira hay que hacer referencia igualmente a su tendencia a la fabulación, que aparece igualmente en diversos momentos a lo largo de su vida.
a) En este sentido hay que aludir a la muy probable fabulación de los sueños de 1919 en Alemania, a los que Descartes hizo referencia en el Discurso del método, que aunque pudieron tener una base real, una parte importante de sus contenidos, tan detalladamente elaborados, parece haber sido enriquecida con toda una serie de detalles que convertían a esos sueños en algo realmente misterioso y fantástico. En tal elaboración también pudo haber participado su parte el propio biógrafo A. Baillet. Por otra parte y aunque Descartes en ningún momento hizo mención del libro Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz de Johan Valentín Andreae, esta obra había aparecido en 1616 y en ella hay una serie de detalles que coinciden de manera tan sorprendente con los de los "sueños" cartesianos que tal coincidencia lleva a pensar que en una importante medida sus visiones no fueron otra cosa que invenciones conscientes o la síntesis de una base real onírica enriquecida con tales invenciones inspiradas en esa obra, con la finalidad –normal hasta cierto punto en un joven de veintitrés años- de llamar la atención sobre su persona. En esos sueños se le planteaba la cuestión acerca de qué camino debía seguir en la vida ("Quod vitae sectabor iter") y se le indicaba, según la interpretación del soñador, que debía dedicarla a la búsqueda de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta hipótesis acerca de la falsedad o tergiversación de tales sueños es el de que habría sido muy incoherente y extraño que, si tales sueños hubieran sido reales y así los hubiera interpretado el pensador francés, no hubiera tomado de inmediato la corres-pondiente decisión de seguir el camino que en ellos se le mostraba, pues todavía tardó bastantes años en tomar una resolución en ese sentido, ya que, en primer lugar, todavía en 1625 –es decir, seis años después de los supuestos sueños- se planteaba si compraría o no el cargo de "comisionado general" de Châtellerault, lo cual le habría alejado definiti-vamente de aquella "llamada divina", supuestamente recibida en sus sueños; en segundo lugar, en el año 1628, teniendo ya 32 años, todavía se encontraba en Francia y, aunque había destacado como un extraordinario matemático, seguía sin tener claro a qué dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el año 1629, ya en Holanda, todavía se puso en contacto con J. Ferrier para animarle a asociarse con él a fin de construir una lente hiperbólica, lo cual tampoco estaba especialmente cerca de aquella investigación de la Verdad, que en teoría debía haber recibido una respuesta inmediata en cuanto Descartes la hubiera considerado auténticamente significativa, y que se demoró hasta finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del Método escribió de modo fabulador que se había alistado en el ejército con la intención de conocer la forma de pensar y las costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que había sucedido fue que, como consecuencia de haberse alistado como voluntario en el ejército, había llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento en el ejército parece haber tenido como explicación la relacionada con la simple frivolidad de haber considerado que tal ocupación era la más adecuada para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a plantearse si las guerras en que habría podido participar estaban o no justificadas.
c) La unión de su tendencia a la fabulación junto a su ingenua megalomanía puede explicar igualmente sus delirios relacionados con la idea de que los jesuitas suprimiesen sus tradicionales libros de textos de carácter escolástico para sustituirlos por otros con su propia filosofía. Y esa misma unión de ambos aspectos de su personalidad explicaría también la facilidad con que el pensador francés llegó a afirmar que en sus escritos se explicaban todos los fenómenos de la Naturaleza o que en la Geometría había llegado tan lejos como la mente humana podía llegar o que iba a realizar unos estudios médicos tales que permitirían que la media de edad de la vida humana alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó haber escogido la soledad para dedicarse más enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en Holanda, a excepción del primer año, no se caracterizó por la tranquilidad y el trabajo silencioso, sino por todo lo contrario. Como señala Watson, sólo al principio Descartes procuró mantener en secreto su domicilio, pero no parece que lo hiciera por aquel supuesto afán de soledad, sino por el temor a ser perseguido por las autoridades religiosas como consecuencia de sus actividades en París durante los años anteriores o por algún suceso puntual desconocido que fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha dicho, un año después de su partida y coincidiendo con la muerte de Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se trasladó a Amsterdam, lugar donde era perfectamente visible. Durante los años siguientes a la muerte de Bérulle asistió a diversas universidades holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque muestra una faceta simplemente humana del pensador francés, no encaja con aquel supuesto interés por la soledad. Además, durante la serie de años pasados en Holanda se vio envuelto en diversas polémicas con diversos pensadores y científicos como Beeckman, Fermat, Beau-grand, Roberval, Petit, Hobbes, Gassendi y Voetius, polé-micas que no debieron de contribuir precisamente a propor-cionarle la tranquilidad ni la soledad que decía buscar.
2.2.8. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes acerca de la mujer hay que señalar que es el resultado de diferentes fac-tores, sin que el de su egocentrismo, que parece haber influí-do mucho en las anteriores características de su personalidad, haya tenido aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual –con la excepción de las pertenecientes a la "nobleza", como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficiencias que hubieran debido tener por el hecho de ser mujeres-, de forma que el pensador francés juzgó que no estaban capacitadas para la comprensión de las cuestiones filosóficas o teológicas, según lo expuso en una carta en la que, refiriéndose a determinados pensamientos relacionados con sus "demostraciones" de la existencia de Dios, dijo al padre Vatier:
"estos pensamientos no me han parecido apropiados para incluirlos en un libro [= Discurso del Método], en el que he querido que incluso las mujeres pudieran entender alguna cosa"[179].
Quizá esta misma valoración negativa de la capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su admiración por la princesa Elisabeth, que habría sido una excepción extraordi-naria, tanto por su capacidad intelectual, que era realmente excelente, como por su pertenencia a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un valor muy importante. De hecho, por lo que se refiere a su admiración por la reina Cristina, en una gran medida estuvo inconscientemente pro-vocada por su valoración de la nobleza en sí misma, admi-ración que en este caso le deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla más próxima a la divinidad que a la humani-dad, aunque también pudo haber sucedido que el interés de Descartes, más o menos consciente por conseguir recibir de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un pues-to en la corte o una pensión que le sirviera como solución de sus dificultades económicas, le hubiese conducido a expresar de manera calculadamente servil una intensidad emotiva mucho mayor que la que podía corresponderse con los valo-res objetivos de la reina y con los auténticos sentimientos del pensador francés. En cualquier caso, tal admiración se fue apagando muy pronto, a medida que Descartes comprendió que la reina le mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar sus lecciones de filosofía.
La infravaloración intelectual de la mujer aparece en esta frase de modo inequívoco, pero no parece ser un punto de vista particular del filósofo francés sino la cómoda aceptación de un prejuicio de muy larga tradición, tanto bíblica como de la misma cultura griega, pues, a pesar de que Platón lo había superado en La República, Aristóteles volvió a asumirlo con-siderando a la mujer como una especie de varón imperfecto o inacabado. La ideología cristiana, con su doctrina de la mujer como la introductora del pecado, no hizo nada positivo para superarlo, y Pablo de Tarso defendió ideas absurdas como la de que "la cabeza de la mujer es el varón"[180] y la de que, en cuanto la mujer fue creada por causa del varón, "debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción"[181]
De este modo, habiéndose educado y habiendo vivido en medio de un ambiente tan absurdamente machista como ése, lo difícil hubiera sido que Descartes hubiese podido llegar a tener acerca de la mujer un pensamiento distinto.
2.2.9. Dificultades en su relación con las mujeres
Por lo que se refiere de manera específica a su relación con las mujeres parece que el pensador francés pudo haber tenido una dificultad especial para tratar con ellas como consecuencia de diversos aspectos de su personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo cual pudo haberle mante-nido a cierta distancia del mundo femenino hasta el punto de que su dificultad para relacionarse con él pudo llevarle a considerar su trato con las mujeres como la del zorro de la fábula, que, aunque apetecía las uvas, al no poderlas alcanzar, se conformó imaginando que no estaban maduras. En este sentido puede haber un fondo de verdad en la anécdota según la cual Descartes había comentado que nunca había conocido a ninguna mujer más hermosa que la verdad, aunque el motivo auténtico de una afirmación como ésa pudo encon-trarse más bien en el hecho de que tuviera dificultades para relacionarse con el mundo femenino, al margen de que con el paso del tiempo hubiese sublimado hasta cierto punto sus inclinaciones, encauzándolas de manera más plena hacia el ámbito del conocimiento y al de la búsqueda de prestigio como científico y como filósofo.
Quizá por ello, la única relación afectiva que le condujo a una relación sexual, al menos conocida, fue la que tuvo con Helena Jans, una sirvienta de uno de los domicilios holande-ses en que estuvo hospedado, de la que tuvo una hija. La otra relación, la que tuvo con la princesa Elisabeth, fue mera-mente epistolar, y, dadas las diferencias, tanto de clase social como de edad, Descartes la aceptó en principio con gran sa-tisfacción y sin plantearse siquiera la posibilidad de que su admiración y progresivo enamoramiento pudiera llegar a ser correspondido. Sin embargo, posteriormente se sintió tan atraído por ella en momentos tan delicados como lo fueron los que precedieron a su decisión de marchar a Suecia que se atrevió a comunicar su enamoramiento a la princesa de mane-ra evidente, aunque sin utilizar la palabra más directa para nombrar ese sentimiento que no era otro que el de un apa-sionado amor. En esos momentos su enamoramiento era tan real que pudo con su orgullo y con su propia egolatría, hasta el punto de manifestar a la princesa que sería capaz de vivir en cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder serle útil en cualquier cosa que pudiera necesitar. Así que, en este caso al menos, la anécdota acerca de la superioridad de la belleza de la verdad sobre la mujer habría resultado inadecuada.
2.2.9.1. Helena Jans y Elisabeth de Bohemia
A continuación y por su importancia para comprender mejor la personalidad del pensador francés, se expone de un modo más extenso su relación con estas dos mujeres, que tuvieron una influencia especial en su vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado. De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar que debió de tener con ella cierta relación afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto parece que no han quedado apenas referencias. De su hija, Francine, sólo pudo disfrutar durante cinco años, entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente importantes en el plano afectivo de la vida de Descartes. Se sabe que Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una hija en común, sino que Descartes procuró que ella viviese cerca de él e incluso que trabajase de sirvienta en el mismo domicilio en el que él se hospedó por un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá porque las diferencias de clases entre ellos repercu-tieron en que para el pensador francés resultase poco menos que imposible la simple idea de presentarla en sociedad como "su mujer" o simplemente porque, dado su orgullo y su ambición por el triunfo social, valorase más su propia posi-ción y prestigio que el mantenimiento de una relación que podía crearle problemas en la proyección social de su egolatría. En cualquier caso y aunque no parece que sus rela-ciones con Helena fueran mucho más lejos, llegó a existir una correspondencia escrita entre ellos.
Los biógrafos de Descartes más conocidos no dicen nada de Helena Jans más allá del año 1640, pero, según la reciente biografía escrita por Desmond M. Clarke, Helena se casó en 1644, Descartes actúo como testigo de su boda y le regaló una cantidad considerable de florines para que pudiera vivir con desahogo; posteriormente enviudó, se volvió a casar y tuvo tres hijos de su segundo marido[182]
¿Por qué los biógrafos silenciaron lo sucedido con Hele-na después de la muerte de Francine? Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se plantearon la pregunta de qué pudo suce-derle después de la muerte de su hija quizá porque entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la pista, o quizá para así dejar libre a Descartes de cualquier respon-sabilidad moral ulterior relacionada con la suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta última parte de la vida de Helena Jans tiene una base sólida y ayuda a tener una visión más completa de la conducta de Descartes por lo que se refie-re a su relación con la única mujer de quien tuvo una hija.
b) Pero, al margen de esta relación, lo que es evidente es que el amor más auténtico y apasionado de Descartes fue el que sintió por la princesa Elisabeth de Bohemia, que tenía 22 años menos que él, que conoció en el año 1642 y cuya rela-ción epistolar mantuvo hasta su muerte. Su admiración hacia la princesa parece, como luego se verá, un enamoramiento inevitablemente sublimado, dadas las diferencias de clase social, de edad y de atractivo físico[183]que determinaban de manera casi inevitable que su relación sólo pudiera tener un carácter intelectual y "afectivo-paternal" por parte de Descartes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos años de su relación el pensador francés no pudo seguir manteniendo reprimida la comunicación de su enamora-miento, tal como la expresa en su correspondencia con la princesa, en la que destacan diversos párrafos especialmente llamativos por la admiración y por el apasionado afecto, implícito y explícito, que reflejan, tal como puede verse en textos como el siguiente:
"El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado hacién-dome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando estuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiese estado encantado del mismo modo que, me parece, deben estarlo los que llegando de la tierra acaban de entrar en el Cielo"[184].
Para una interpretación lo más correcta de algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial interés hacer referencia a una larga epístola que escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con la calculada finalidad de intimar con él y ganarse su amistad para que fuera su valedor ante la reina Cristina, le expresa unas reflexiones que parecen una confidencia impersonal de algo que muy probablemente le estaba sucediendo en su relación epistolar con la princesa. Escribe en este sentido:
"Cierto es también que ni los usos del habla ni la urba-nidad permiten que digamos a quienes son de condición mucho más alta que la nuestra que nos inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar que lo ofendemos al considerarnos su igual"[185].
Cualquiera que se fije en la correspondencia de Descar-tes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en lugar de las expresiones en que tales términos podrían ser sustituidos por la palabra "amor" y otras similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de carácter inte-lectual, se transformó muy pronto en un apasionado enamo-ramiento hacia ella, aunque intentó presentar este sentimiento como "respeto", "honra", "estima", "devoción" y "voluntad de servirla", términos que, como el propio Descartes escribe en una carta a Chanut, eran una manera de expresar su amor sin que ella tuviera que darse por enterada. Sin embargo, también utilizó frases elogiosas más explícitas relacionadas con su enamoramiento, como la que le dirigió diciéndole:
"considero que Vuestra Alteza posee el alma más noble y elevada que me haya sido dado conocer"[186].
Parece evidente que la princesa Elisabeth no podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que tal senti-miento, lejos de molestarla, le agradaba hasta el punto de que en su respuesta a esta última carta quiso ser especialmente amable manifestándole cuán necesitada estaba de su amistad, a la vez que sutilmente le señalaba los límites dentro de los cuales podía seguir recibiendo su afecto como expresión de ella. En este sentido le escribió:
"Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante sa-bios para sospechar la parte que correspondía al alma en los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos, en la seguridad de que el candoroso relato de mis defectos no me privará de la amistad que me profesáis, sino que la acrecentará tanto más cuanto veréis, al percataros de ellos, cuán necesitada estoy de esa amistad"[187].
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por otra, al utilizar la expresión "cuán necesitada estoy…" refiriéndola a esa amistad, la frase tenía su agridulce veneno, pues, mien-tras es normal unir los conceptos de necesidad y amor, que es un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los con-ceptos de necesidad y amistad, que parece referirse a un sen-timiento menos intenso que el del amor y, por ello mismo en escasas ocasiones aparece asociado con la intensidad que re-flejaría la expresión utilizada por la princesa "cuán necesitada estoy de esa amistad". Si un varón escribiese a otro expre-sándole cuán necesitado estaba de su amistad, seguramente eso sería un motivo suficiente para que el segundo se pregun-tase cuáles eran los auténticos sentimientos del primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo a Descartes de modo tácito era que le hacía muy feliz sentirse tan querida por él, pero, de modo expreso, sólo lo mucho que necesitaba su amistad. Era su manera de mantener las distancias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera más explícita Descartes declara su amor por la princesa, puede verse el siguiente:
"nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto pueda, el más humilde y obediente servidor de Vuestra Alteza"[188].
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe la princesa:
"Le he prestado vuestros Principios [a un médico llamado Weis], y me ha prometido referirme las objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las enviaré para que podáis formaros un juicio de la capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo será de estimaros más de lo que os estima vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[189].
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí justamente ese mismo tipo de términos ("estima", "devota amiga", "servidora") que Descartes consideraba que se utili-zaban cuando no era socialmente correcto mencionar la pala-bra "amor". No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes siguiente le respondió:
"Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos por su regreso, por más que me cueste mucho no desearlo, y muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […] Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que tendrán siempre más poder sobre mi persona que cualquier otra cosa en el mundo"[190].
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el enamo-ramiento apasionado de Descartes de un modo que difícil-mente hubiera podido ser más claro sin utilizar la fórmula ritual empleada para la expresión de tal sentimiento es la ya citada en la primera parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador francés le expresa que viviría feliz toda su vida en cualquier lugar en el que ella estuviera:
"no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto de comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en él, y yo pudiera servirle de alguna manera"[191].
Es en verdad difícil encontrar una declaración de amor que, sin utilizar este término, sea más evidente y clara, y, por ello mismo, resulta sorprendente que sólo algunos críticos hayan aceptado que Descartes estuviera enamorado de la princesa, mientras que otros han opinado que se trataría de un "amor platónico", cuando lo único que tenía de "platónico" fue que la princesa no tenía por él un sentimiento recíproco y por eso su relación no pudo ir más allá de aquella corres-pondencia escrita y de las ocasiones en que Descartes pudo extasiarse contemplándola personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta, tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente colocada casi al final de la carta, tiene el interés añadido de que Descartes la escribe cuando la decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera determinado a cambiar de planes. Por eso, cuando los críticos se preguntan por los motivos de la marcha de Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a sus problemas económicos y a la hostilidad que le estaban manifestando los teólogos holandeses, habría que añadir su necesidad de esca-par de esta situación en la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse correspondido por la princesa le llevaron a inten-tar un cambio radical en su vida que determinó incluso que al poco tiempo tratase de desplazar sus sentimientos por la princesa hacia una ciega admiración por la reina Cristina. Pues, efectivamente, una vez en la corte sueca, sus senti-mientos por la princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le escribió hablándole con admiración de las extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella además
"una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a entregarse con devoción a su servicio"[192].
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa, igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo bien que le estaba hablando de la reina:
"no temí que sintiera envidia[193]alguna, de la misma forma que tengo la seguridad de que Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le refiera sin rodeos lo que de esta reina opino"[194].
Parece que la intención con que escribió estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de forma velada, que había superado aquella dependencia afectiva tan absoluta que en los últimos tiempos había sentido por ella, pues había encontrado a otra persona cuyos méritos eran similares o tal vez superiores a los suyos. Pero, en cualquier caso, Descartes logró mantener una actitud de entereza ante la princesa, aunque cediendo un poco a la tentación de una pequeña venganza al referirse a la posibilidad de que la princesa pudiera sentir celos por la admiración que Descartes decía sentir hacia la reina Cristina. No obstante y a pesar de la expresión de tal admiración hacia la reina, hacia el final de la carta Descartes manifiesta a la princesa:
"Bien considerado, y aunque siento la mayor veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que pueda retenerme en este país más allá del próximo verano"[195].
Por su parte, dos meses más tarde la princesa, que se había percatado de la intención de su enamorado admirador desengañado, lo único que hizo fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le dijo:
"No creáis en forma alguna que tan halagüeña descrip-ción [de la reina Cristina] me da motivo de celos"[196],
dándole a entender con tales palabras que sus sentimientos hacia él no tenían nada que ver con el amor. Hacia el final de su carta y en referencia al comentario de Descartes acerca de su regreso de Suecia, la princesa aprovechó la ocasión para contestarle igualmente con cierta ironía:
"Creo […] que peco en contra de su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese país este invierno, espero que lo hagáis en compañía del señor Kleist, pues así os será más fácil proporcionar la dicha de volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[197].
¿Qué sentido tenía esa petición de Descartes a la princesa de que no sintiera celos por su valoración tan positi-va de la reina Cristina? ¿Qué sentido tenía también la aclara-ción de la princesa de que no sentía celos por esa descripción de las virtudes de la reina? Es evidente que un comentario de este tipo, realizado en una correspondencia entre dos perso-nas entre las cuales sólo hubiera habido una simple relación de amistad –como, por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-, no habría requerido la precaución de que una de ellas pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase habría sido realmente insólita y sorprendente, pues la referen-cia a los celos surge normalmente cuando el comentario posi-tivo acerca de una tercera persona –en este caso, acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe una relación afectiva de carácter similar, como suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento recíproco por parte de ella. La princesa sentía con agrado el "amor cortés" de Descartes en cuanto éste no le exigiera a cambio un sentimiento similar, conformándose con un sentimiento de amistad mucho menos intenso y mucho más libre. Descartes debía conformarse con expresarle su amor de manera más o menos encubierta o descubierta, que pudo disfrazar hasta cierto punto como cariño de padre y maestro, y tal relación le permitía contar al menos con la amistad de la princesa. Pero ahí se encontraba el límite afectivo que ella ponía a sus relaciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a Descartes: "Me siento culpable de una falta contra su servicio [a la reina] al congratularme sobremanera de que la gran veneración que por ella sentís no os obligará a permanecer en Suecia"[198]. Es decir, que lo que de manera velada parece decirle es que esa veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por Descartes, le parecía bastante fingida, en cuanto era incapaz de retenerle en la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones tan llenas de apasionado sentimiento hacia la princesa Elisa-beth, se puede afirmar que Descartes concedió a la reina Cris-tina, al menos de manera idealizada, cuando todavía no la conocía en persona –ni conocía su lesbianismo o sus "cos-tumbres varoniles"-, un afecto y una admiración similar al que había sentido por la princesa, aunque este sentimiento es-tuviera motivado por un espejismo momentáneo, provocado por el vacío producido en él como consecuencia de su decepción ante la falta de respuesta de la princesa a su declaración de amor, velada en apariencia, pero muy clara en realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes sentía hacia la "nobleza de sangre" y en este sentido parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes una admiración similar a la que le había causado la princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a Chanut fechada cuatro días después de la escrita a Elisabeth hablándole de la reina Cristina y siendo Descartes casi con seguridad astuta-mente consciente de que Chanut no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina, le había dicho:
"creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina] está hecha más a imagen y semejanza de Dios que el resto de los hombres"[199].
Y justo en esa misma fecha y en relación con la carta que la reina le había escrito, le respondió de un modo exageradamente fascinado –en la forma al menos-:
"Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la hubiera visto descender de las nubes, no habría estado más sorprendido, ni la habría recibido con mayor respeto y veneración de los que he sentido al recibir aquella que vuestra majestad ha consentido escribirme"[200].
Párrafos como éste son, por otra parte, una clara prueba de que no era precisamente la reina la más interesada en la visita de Descartes sino que, por el contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación entre Descartes y la princesa Elisabeth no tuvo un carácter exclusi-vamente afectivo sino que fue especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en cuanto fue un incentivo impor-tante que impulsó al pensador francés a tratar de profundizar en el estudio de diversas cuestiones filosóficas, como las que dieron lugar a la obra dedicada a ella, Los principios de la Filosofía, su escrito Las pasiones del alma, posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y teológicas en las que la princesa mostró especial interés, como la de la unión entre el alma y el cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que Descartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de tales cuestiones.
Método y sistema
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inade-cuada fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios observados en la formación recibida en el colegio de La Flèche, pero también en una medida importante para superar las críticas de los escépticos del siglo XVI, Descartes com-prendió que era necesario elaborar un método riguroso que le sirviera de guía en la búsqueda de la verdad. Complemen-tariamente, juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los conocimientos recibidos, poniéndolos en duda en cuanto no ofrecieran garantías absolutamente seguras acerca de su ver-dad. La misma aplicación de la duda a tales conocimientos representó ya una aplicación de la primera regla del método construido para este fin, el cual, habiendo tenido una primera formulación en las Reglas para la dirección del espíritu, inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año 1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del método, escri-to como prólogo de su obra El mundo, que dejó sin publicar a raíz de la condena de Galileo en el año 1633. El Discurso del método fue finalmente publicado como obra independiente en el año 1637.
Mientras en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había enunciado veintiuna reglas, en el Discurso del método las redujo a cuatro. De ellas y con radical diferencia la más importante era la primera, la regla de la evidencia, pues, mientras las demás tenían un carácter auxi-liar, como medios para alcanzar intuiciones evidentes, sólo la aplicación de la regla de la evidencia podía conducir, según Descartes, a la intuición de auténticos conocimientos. Las reglas del método cartesiano estaban inspiradas en las Mate-máticas, donde le habían resultado especialmente útiles para resolver problemas de este tipo. La primera regla, la regla de la evidencia, era la que mostraba la verdad de una intuición por la claridad y distinción con que aparecía a la mente; las demás reglas tenían un valor auxiliar y subordinado respecto a la primera, sirviendo de preparación para alcanzar las intui-ciones evidentes, desmenuzando la complejidad de cualquier problema en sus partes más simples mediante la regla del análisis, ayudando a la razón, mediante la regla de la síntesis, en su deducción progresiva y segura de nuevos conoci-mientos evidentes a partir de conocimientos igualmente evidentes, y confirmando, mediante la regla de la enumera-ción, que todo el proceso se realizaba con absoluta correc-ción, realizando las enumeraciones, revisiones y pruebas necesarias para asegurar el valor de los resultados.
La regla de la evidencia consistía en
"no admitir jamás cosa alguna como verdadera en tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda"[201].
Sin embargo, la utilización de la regla de la evidencia, que tan buenos resultados había dado al pensador francés en las Matemáticas, implicaba dificultades insuperables para ser aplicada a fin de garantizar la verdad de los conocimientos de carácter no matemático, pues mientras en las Matemáticas su aplicación iba unida de forma implícita o explícita al princi-pio de contradicción, que era –como luego se verá- el que en definitiva podía confirmar el valor objetivo de la vivencia subjetiva de la evidencia, en el caso de las proposiciones relacionadas con las ciencias empíricas, la regla de la evi-dencia era insuficiente por lo mismo que lo era el principio de contradicción, en cuanto las proposiciones empíricas te-nían un carácter meramente consistente, pero no necesario ni contradictorio por sí mismas. Es decir, tales proposiciones podían ser verdaderas o falsas, pero no en virtud de su propia estructura interna, como sucedía con las proposiciones mate-máticas, sino en cuanto estuvieran de acuerdo o no con lo que sucedía en la realidad empírica; además, la propia evidencia era sólo una vivencia necesariamente subjetiva, por lo que su aplicación como criterio de verdad objetiva no estaba justifi-cada. Es posible que la comprensión de este problema fuese el motivo que condujo a Descartes a tratar de fundamentar el valor de la propia evidencia a fin de llevar al límite la exi-gencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo llegar a ser consciente de que no podía afirmar de modo apriórico y seguro que la evidencia fuera un criterio suficiente para la obtención de conocimientos plenamente objetivos relacio-nados con la experiencia.
Su intento de justificación de esta regla fue un fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad, "pienso, luego existo", y consideró que, en cuanto advertía que dicha verdad se le mostraba por la absoluta claridad y distinción con que aparecía a su mente, en adelante podría considerar igualmente como verdaderas todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la verdad del cogito se funda-mentaba en el principio de contradicción, que, por lo tanto, era un principio anterior al del cogito, y tampoco comprendió que dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para fundamentar el valor de aquellos conocimientos que no tuvieran un valor simplemente analítico, como el de las Matemáticas, sino sintético, como el relacionado con la experiencia. Además, sus consideraciones acerca del cogito le condujeron al círculo vicioso de considerar que el cogito era verdadero por ser evidente a la vez que juzgaba que la regla de la evidencia quedaba fundamentada a partir del cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los plantea-mientos cartesianos no terminó aquí, pues, comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo frívolamente en el nuevo círculo vicioso según el cual primero se apoyaba en la regla de la evidencia para alcanzar la demostración de la existencia de Dios, y luego se apoyaba en la existencia de Dios para fundamentar la regla de la evidencia, considerando que la veracidad de Dios impediría la aparición de evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna.
3.1. La duda metódica
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