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Descartes (página 6)


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Jean de Mirecourt plantea igualmente una cuestión que también aparece en Descartes, pero mientras el primero le dio una solución, el segundo le dio la contraria: Según Jean de Mirecourt, la omnipotencia divina hubiera podido hacer que lo que ya ha existido al mismo tiempo no haya existido, mientras que Descartes rechaza tal posibilidad. Paradóji-camente y por lo que se refiere al principio de contradicción, mientras Jean de Mirecourt lo considera necesariamente verdadero, Descartes considera que el poder de Dios está por encima de dicho principio. Pero lo más absurdo del caso es que desde la perspectiva cartesiana, que acepta la subordi-nación del principio de contradicción a la omnipotencia divina, se debería haber concluido que para él era posible hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados serían simplemente contradictorios de forma que su valor estaría sometido a la omnipotencia divina, en cuanto dicho principio lo estaba, mientras que Mirecourt, que sí aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción, para ser consecuente con él debería haber rechazado la contradicción consistente en afirmar que Dios pudiera hacer que un mismo hecho hubiera sucedido y, al mismo tiempo, no hubiera sucedido. En cualquier caso, el hecho de que Descartes reflexionase acerca de estas cuestiones es un indicio muy importante en favor de la existencia de una influencia de Jean de Mirecourt sobre él.

Por lo que se refiere a la consideración del cogito como una evidencia incondicional, el planteamiento de Jean de Mi-recourt fue más acertado que el de Descartes, quien –como ya se ha comentado- no supo ver la dependencia del "cogito" respecto al principio de contradicción, y lo presentó como una verdad absoluta, no derivada de la aplicación de ningún principio previo, y, a continuación, lo vio como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de que al final de sus discusiones acerca del fundamento del "cogito" reconoció de facto su origen en dicha regla, mientras que, a su vez, el principio de contradicción era el fundamento directo de la regla de la evidencia, en cuanto ésta se aplicase rigurosa-mente, e indirecto de la verdad del cogito, pues el cogito aparecía como verdad porque era evidente y era evidente porque su negación implicaba una contradicción. No obstante y en cuanto la evidencia era una impresión, tenía carácter subjetivo, de manera que podía incluir tanto auténticas verda-des, descubiertas a partir de la aplicación correcta del prin-cipio de contradicción, como simples ilusiones, que nada tenían que ver con la verdad. Por su parte, Jean de Mirecourt entendió que la verdad del "cogito" no era sólo un ejemplo de "evidentia naturalis" sino que se trataba igualmente de una "evidentia potissima", es decir, "una evidencia muy podero-sa", en cuanto, a pesar de ser una verdad relacionada con la experiencia, se basaba igualmente en el principio de contradicción[248]

c) Por su parte, a mediados del siglo XVI, el español Gómez Pereira había escrito "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum", frase que adopta forma silogística y en la que el conocimiento aparece necesaria y deductivamente asociado a la existencia. La forma cartesiana del "cogito" se parecía en su estructura más a la agustiniana que a la de Gómez Pereira: Ambas eran entimemas donde estaba implícita la premisa que subsumía el concepto de pensar en el de existir. Sin embargo, en Gómez Pereira la premisa "quidquid noscit, est" expresa el contenido latente del cogito cartesiano y del fallor agustiniano. El interés de esta diferencia radica en que en Gómez Pereira se muestra claramente el carácter deductivo de esta verdad, que presupone la aplicación implícita del principio de contradic-ción, mientras que Descartes pretendió darle un carácter intuitivo. Además, el planteamiento de Gómez Pereira deja clara la prioridad del principio de contradicción sobre el propio cogito y sobre la regla de la evidencia.

d) Finalmente, Jean Silhon, amigo de Descartes, había escrito una obra, Las dos verdades, publicada en 1626, once años antes que el Discurso del método, en la que exponía esta misma consideración acerca de la unión necesaria entre el pensamiento y la existencia, y es más que probable que Descartes la conociera, por lo que igualmente por este medio pudo haber llegado a su decisión de adoptar el "cogito" como primera verdad de su filosofía, tanto para su método como para su sistema[249]

3.3. A. Arnauld: Su objeción a la demostración de la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia

a) La necesidad de fundamentar la regla de la evidencia.- Como ya se ha dicho, Descartes consideró en principio que la claridad y distinción con que se le había presentado la verdad de la propia existencia podía ser la clave para distinguir los auténticos conocimientos de aquellos que no ofrecían garantías suficientes de serlo, pero pensó también que debía justificar esta regla antes de aplicarla de forma generalizada a los demás conocimientos, pues su utilidad en las Matemáticas no era una garantía de su valor para obtener otros resultados igualmente seguros en el resto de contenidos filosóficos o científicos, de manera que el proceso para la recuperación de los conocimientos sometidos a la duda no consistió en afirmar sin más la verdad de todo lo que se presentase con una evidencia similar a la del cogito, sino en tratar de justificar además el derecho a aplicar esa regla a esos otros conocimientos sometidos a la duda. Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas, jugando a llevar su afán crítico a un extremo hiperbólico –como el propio Descartes lo calificó-, se planteó la posibilidad de que un genio maligno o de un dios tan poderoso como engañador le hiciera ver como evidentes "conocimientos" que en realidad fueran simples engaños, de manera que a partir de esta hipótesis la duda acerca de la existencia de un mundo externo o acerca de los conocimientos matemáticos quedaba afianzada con mucho mayor motivo hasta el punto de que, siendo coherente con tal supuesto, el pensador francés no hubiera podido escapar del solipsismo escéptico. Esta hipótesis había sido planteada en el siglo XIV por Ockham, pero Jean de Mirecourt apenas le concedió valor, y consideró por ello que la "evidentia naturalis", relacionada con la experiencia, aunque no tenía un valor tan absoluto como el derivado del principio de contradicción, que era el fundamento de las verdades matemáticas, sin embargo tenía fuerza suficiente como para justificar los conocimientos relacionados con la experiencia.

Por su parte, en las Meditaciones metafísicas el pensador francés había planteado la hipótesis de la existencia de un dios engañador escribiendo:

"siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande […] Pero para poder eliminarla [ = la razón para dudar] debo examinar si existe un Dios […]; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"[250].

Una consideración de este tipo debía haberle conducido a comprender que la regla de la evidencia no era fiable a la hora de fundamentar cualquier conocimiento, de manera que, en cuanto esto era así, debía haber abandonado tal criterio de verdad, basado simplemente en una impresión subjetiva co-mo ésa, tan variable incluso en una misma persona a lo largo del tiempo, según reconoció el propio pensador al escribir:

"me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y certeza, dado principalmente que me acuer-do de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas"[251].

Sin embargo y como ya se ha dicho, a pesar de la sensatez de esta reflexión Descartes no renunció a considerar la regla de la evidencia como talismán del conocimiento sino que trató de encontrarle una garantía para su aplicación segura, más allá de la propia subjetividad, y pretendió haberla encontrado en el dios veraz de la religión católica. Pero, como a continuación se verá, esta "solución" sólo representó una incoherencia más en las argumentaciones cartesianas.

b) Dios como fundamento de la regla de la evidencia y de la verdad de los conocimientos evidentes.- Para conseguir esta justificación de la regla de la evidencia y con ella la de la verdad de los conocimientos que se le mostrasen con absoluta claridad y distinción, según exigía esta regla general, Descar-tes consideró necesario demostrar la existencia de un dios veraz que garantizase que lo que se le presentaba como evi-dente no fuera en realidad producto de un espejismo, de una evidencia puramente subjetiva o del engaño de un genio maligno, de un dios engañador o del propio dios católico, sino que se correspondiera con una auténtica verdad. Una vez demostrada la existencia de ese dios, caracterizado entre otras infinitas perfecciones por la de la veracidad, podría consi-derarlo como firme garantía del valor de la regla de la evi-dencia y de todos los conocimientos que se obtuvieran por su mediación. Así lo indicó en el Discurso del método al escribir:

"Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él"[252].

Por ello, una vez demostrada –al menos supuestamente- la existencia de ese dios, el "teólogo" francés defendió la doctrina de que la práctica totalidad de las verdades dependía de él en el sentido de que no eran verdades por ellas mismas sino sólo como resultado de su libre decisión, tal como lo afirmó en su correspondencia con el padre Mersenne, en la que dijo:

-"las verdades matemáticas, que usted llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de él, lo mismo que todo el resto de las criaturas. En efecto, decir que estas verdades son independientes de él es hablar de Dios como de un Júpiter o Saturno y someterlo a la estigia y a los destinos"[253], y

-"la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás"[254].

Y, en consecuencia, Descartes juzgó que las verdades aparentemente evidentes no se justificaban por su propia evidencia sino en el propio dios del cristianismo que él creyó poder demostrar.

Sin embargo y en contradicción con esta doctrina, en algún momento Descartes defendió igualmente la existencia de verdades evidentes que valían por sí mismas, no estando subordinadas a Dios. Y fue precisamente esta tesis la que utilizó para responder a la objeción acertada de A. Arnauld, a pesar de que la doctrina cartesiana general era, como se acaba de mostrar, aquella según la cual todas las verdades procedían de Dios.

En efecto, Arnauld consideró acertadamente que los intentos cartesianos por demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia implicaban un círculo vicioso, en cuanto el "teólogo" francés, a pesar de haber considerado que debía fundamentar la regla de la evidencia en Dios, sin embargo la utilizó para demostrar la existencia de Dios sin haberla fundamentado previamente, lo cual era evidentemente un frívolo círculo vicioso.

c) La objeción de A. Arnauld.- Como indicó A. Arnauld (1612-1694), Descartes, en su intento de justificar la regla de la evidencia incurrió en un círculo vicioso del que no podía escapar sin romper con su propio método y con las reglas de la Lógica, pues pretender demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia y fundamentar a continua-ción el valor de la regla de la evidencia a partir de Dios era precisamente eso.

En este sentido, en sus objeciones a las Meditaciones Metafísicas, Arnauld había objetado con total claridad: "Sólo un escrúpulo me resta, y es saber cómo [el señor Descartes] puede pretender no haber cometido círculo vicioso cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción"[255].

Como ya se ha dicho, la respuesta de Descartes a esta objeción fue decepcionante, como no podía ser de otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta crítica, se defendió de ella mediante una burda artimaña, diciendo que, por lo que se refería al valor de la evidencia había hecho una distinción

"entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy clara-mente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, esta-mos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa para estar seguros de que es cierta: y no bastaría con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos"[256],

de manera que las verdades actualmente evidentes no reque-rirían de la garantía divina, mientras que las últimas sí.

Esta respuesta a la objeción de Arnauld era rotunda y absolutamente falsa y en contradicción con la práctica tota-lidad de los textos en que Descartes se refería a esta misma cuestión, en los que defendió constantemente la subordi-nación permanente a Dios del valor de todas las evidencias con la excepción de la del cogito[257]El argumento de Descartes para defenderse de la crítica de Arnauld era tan absurdo que, si hubiera tenido algún sentido, todo aquel proceso relacionado con la duda metódica, por el que tanto los conocimientos referidos al mundo sensible como en especial los de carácter matemático quedaban puestos en suspenso mientras su verdad no quedase garantizada por la existencia de un Dios veraz que confirmase que el valor de la regla de la evidencia no habría sido sino una simple comedia –como, por otros motivos, parece que lo fue-.

¿Qué sentido tenía la afirmación cartesiana de la autosu-ficiencia de evidencias como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su valor? Conviene insistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ninguna base sólida a partir de la cual demostrar la existencia de Dios, pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una falsa evidencia provocada por el genio maligno.

Además, como puede comprobarse mediante la lectura de las obras del pensador francés y como se mostrará a continuación, aunque en las Reglas para la dirección del espíritu había defendido el carácter de verdad absoluta de algunas evidencias, como las de carácter matemático, poste-riormente defendió de modo insistente la subordinación de toda evidencia y de toda verdad a Dios, hasta el punto de llegar a considerar que el mismo principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina[258]

Por otra parte y en relación con esta cuestión, resulta francamente sorprendente que una objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld sólo diera lugar a una respuesta tan escueta como la que le dio Descartes. Parece que el motivo de tal brevedad se relaciona con la aparente intención del pensador francés de minimizar la importancia de la seria objeción a la que se enfrentaba, tratando de que pasara lo más desapercibida posible, precisamente porque debió de ser consciente de que, en cuanto la objeción era acertada, su sistema deductivo quedaba cortado de raíz.

Como prueba en favor de la crítica de Arnauld respecto al valor condicionado de las diversas evidencias, tiene interés mostrar algunos textos en los que Descartes proclama la subordinación a Dios de cualquier verdad y de que en definitiva las supuestas verdades evidentes sólo tuvieron un valor independiente de Dios en las Reglas, pero no después, en cuanto el francés las presentó como dependientes de la divinidad:

c1) Así puede verse en primer lugar en las citas del punto 3.3.b, y especialmente en la última, en la que se dice que "la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás"[259], y así puede comprobarse en el Discurso del método, donde, como ya se ha podido mostrar, Descartes había hecho referencia a Dios como garantía de toda evidencia y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado de estar presentes en la conciencia, escribiendo en este sentido:

"si no supiéramos que todo lo que en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no tendría-mos ninguna razón que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas"[260].

Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la evidencia por sí misma sería insuficiente para estar seguros de nada mientras no se dispusiera del conocimiento de la existencia de un Dios del que dependería la verdad de tales evidencias.

A partir de esta consideración la objeción que Arnauld le planteó, relacionada con la imposibilidad de alcanzar el conocimiento de ese ser perfecto mientras la verdad de las evidencias que pudieran conducir hasta él no hubiese sido fundamentada por ese mismo ser, era absolutamente clara, indiscutible y concluyente, de manera que el argumento cartesiano constituía un círculo vicioso.

c2) Éste siguió apareciendo en diversos lugares de las Meditaciones Metafísicas, obra en la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el "teólogo" francés, en clara contradicción con su respuesta a Arnauld, había escrito:

– "la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios"[261]

– "reconozco muy claramente que la certeza y la verdad de toda ciencia depende únicamente del conocimiento del verdadero Dios, de modo que antes de conocerlo no podía saber perfectamente ninguna otra cosa"[262].

– "no niego que un ateo pueda conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos; sólo sostengo que no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta, pues ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] y no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios"[263].

En todas estas consideraciones existen diversos atenta-dos contra la Lógica que conviene comentar. Así el primero y el segundo texto se encuentran en contradicción con el hecho de que no existe incompatibilidad alguna en ser ateo e intuir como evidentes las verdades matemáticas. De hecho el propio autor francés consideró de manera asombrosa y contradictoria en esta misma obra que las evidencias matemáticas eran verdaderas por encima incluso del capricho de un Dios que se empeñase en engañarle, y en este sentido escribió:

"engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo"[264].

Igualmente en estos textos Descartes se contradijo con su propia respuesta a Arnauld, en la que le decía que las verdades evidentes valían por sí mismas y que, por ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de Dios, a pesar de que el propio pensador francés había proclamado que la regla de la evidencia, por la que podían aceptarse como verdaderos aquellos contenidos que se mostrasen como evi-dentes, sólo era válida en cuanto la veracidad divina garan-tizase su valor.

En el tercer texto el "teólogo" francés sorprende nueva-mente por la inconsistencia de sus planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la evidencia tenía un valor absoluto e independiente, no podía afirmar que el ateo "no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] si no reconoce previamente que hay Dios", pues tal afirmación es contradictoria con el punto de vista defendido en el texto anterior y, además, Descartes incurre en una nueva contradicción conceptual en cuanto considera que el ateo puede intuir como "evidentísimo" algo de lo que al mismo tiempo "no puede estar seguro", pues el concepto de evidencia es incompatible con el de cualquier inseguridad o duda respecto a la verdad de aquello que aparece como evidente.

Este último texto tiene además la particularidad –que aparece también en otros momentos- de que en él se defiende el prejuicio según el cual "ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia", es decir que sólo puede considerarse científico el conocimiento que sea absolutamente seguro. Sin embargo, este punto de vista es erróneo, aunque el pensador francés pudo haberlo defendido porque desde Aristóteles la ciencia se había entendido como "conocimiento de lo necesario" y porque la dedicación de Descartes a una ciencia formal como las Matemáticas, cuyos conocimientos son efectivamente necesa-rios por ser tautológicos, pudo haberle llevado a creer que esa misma necesidad era igualmente exigible y podía obtenerse en toda clase de ciencias, viendo en su dios la única garantía de la verdad objetiva de aquellas evidencias que debían conducir a ese conocimiento de lo necesario. Pero en la actualidad nadie duda de que los conocimientos científicos de carácter empírico sólo tienen un valor aproximativo y no el carácter necesario que Descartes pretendía que tuvieran.

Y, para finalizar, Descartes, llevado de su frivolidad tan habitual, incurre en una nueva contradicción en los términos en el último texto citado al afirmar que "un ateo [puede] conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos", proclamando a continuación que "no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta", pues, si en el texto citado se parte del supuesto de que el ateo conoce con claridad, en tal caso su conocimiento debe calificarse como verdadero y, por ello mismo, como científico.

La respuesta cartesiana a esta crítica es la de que, como toda verdad dependería de Dios, la seguridad del ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto desconociese o negase la existencia de ese ser de quien procedería toda verdad. Pero esta respuesta es una falacia desde el momento en que en el texto anterior Descartes partía del supuesto de que un ateo puede "conocer con claridad", de manera que, en cuanto esto sea así, no tiene sentido afirmar a continuación que no "conoce mediante una ciencia verdadera y cierta [y que] no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios"[265], pues en tal caso se estaría rechazando el supuesto de que el ateo "conozca con claridad". Pero, además, esta respuesta de carácter teológico tiene el interés de servir para mostrar, una vez más, la contradicción existente entre este punto de vista y el expresado en la respuesta a Arnauld, a quien había replicado que los conocimientos evidentes eran verdaderos con inde-pendencia de la divinidad y que precisamente por eso a partir de ellos podía demostrar la existencia de Dios.

c3) En un sentido muy similar el "teólogo" francés escribió más adelante:

"dije que los escépticos no habrían dudado acerca de las verdades geométricas si hubiesen conocido a Dios como se debe, porque como estas verdades de la geometría son sumamente claras, no habrían tenido ninguna ocasión de dudar de ellas si hubiesen sabido que todas las que se entienden claramente son verdaderas; pero esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios y esto mismo es un medio que no estaba a su alcance"[266].

Descartes defiende aquí que "todas las [proposiciones de la Geometría[267]que se entienden claramente son verdaderas" en cuanto "esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios", situando nuevamente a Dios como garante de la verdad de cualquier evidencia, de forma que sin el previo conocimiento de Dios cualquier supuesto conocimiento sería siempre dudoso, incurriendo nuevamente en la contradicción de defenderse de la crítica de Arnauld afirmando a un tiempo la existencia de verdades evidentes con independencia de Dios, y negando que tales verdades pudieran alcanzarse si no estuvieran garantizadas por Dios.

c4) Y finalmente en los Principios de la Filosofía comentó:

"cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve que duda justificadamente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al autor de su origen"[268].

En este último texto Descartes insiste en que la única forma de conseguir una "ciencia cierta" –que, según el propio pensador, sería la única digna de tal nombre-, es necesario el conocimiento de un Dios, en cuanto éste sería la única garantía de la verdad absoluta de lo que se pudiera intuir como evidente, pues, si el ser humano fuera una simple obra de la Naturaleza, sus evidencias podrían ser una consecuencia caprichosa de tal Naturaleza y no podría estar seguro de su correspondencia con la verdad, mientras que el conocimiento de que su autor es un dios veraz le asegura la correspondencia entre sus evidencias y la verdad.

Sin embargo y aunque en teoría pudiera ser que la existencia de un "dios veraz" fuera la mejor garantía de la verdad de las propias evidencias, Descartes se había cerrado el camino para demostrar la existencia de ese dios desde el momento en que no disponía de ninguna premisa segura para demostrarlo, pues tal seguridad sólo podía proporcionarla aquel ser cuya existencia estaba por demostrar.

Por otra parte, parece que la obsesión cartesiana por situar a Dios como garantía de la verdad de cualquier eviden-cia provevía de los dos siguientes motivos:

-En primer lugar, de que, de modo más o menos consciente, debió de sospechar que la regla de la evidencia no era un criterio seguro para la obtención del conocimiento en cuanto, como ya se ha comentado, la evidencia era sólo una impresión, muy variable en cada persona, lo cual demostraba que no era fiable como garantía segura de ninguna verdad, y por ello, pretendió reforzar su valor recurriendo a la divinidad mediante una serie de procesos deductivos inevitablemente incorrectos desde el momento en que partían de premisas "condicionadamente evidentes", es decir de premisas cuya verdad dependía de ese dios veraz, cuya existencia había que demostrar, por lo que, como indicó Arnauld, pretender demostrar la existencia de Dios mediante tales premisas era incurrir en un círculo vicioso.

El problema principal de Descartes en relación con esta cuestión era, por una parte, que había llegado a desconfiar del valor intrínseco del principio de contradicción, subordinán-dolo a la omnipotencia divina, y, por otra, que, a diferencia de lo que sucedía en los planteamientos metodológicos de Galileo, como consecuencia de la aplicación de la duda metódica, había despreciado el valor de la experiencia y por ello no podía servirse de un método como el de Galileo.

Y, en segundo lugar, porque el prejuicio del autor fran-cés en su consideración de que toda ciencia debía tener carác-ter necesario, le obsesionó hasta el punto de buscar en Dios el fundamento de tal necesidad, sin ser capaz de entender que, como sucede en la actualidad, la ciencia no es un conoci-miento de lo necesario ni un conocimiento necesario, sino que se constituye perfectamente a base de aproximaciones que, aunque no representen un reflejo exacto de la realidad, proporcionan un acercamiento progresivo a la comprensión de las leyes que regulan sus manifestaciones, de manera que son los aciertos en las predicciones y experimentos los que sirven para ir afinando en la aproximación de las teorías a los hechos, al margen de que el científico sea ateo o creyente.

d) Textos ambiguos acerca de la correlación entre evidencia y verdad.- Junto a estos textos que demuestran que Arnauld había interpretado de manera acertada la teoría cartesiana respecto al valor condicionado de la evidencia, en las Meditaciones metafísicas aparecen otros en los que Descartes plantea esta cuestión de un modo más ambiguo y que requiere, por ello mismo, de algún comentario:

d1) Dice en el primero, ya citado:

"engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o me-nos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo"[269].

Consideradas de forma aislada, estas palabras podrían contemplarse al menos como una prueba de que la defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se correspondía con lo afirmado en algún texto de las Meditaciones. Sin embargo, además del texto, hay que tener en cuenta el contexto en el que estas consideraciones se producen. Por ello, conviene atender a lo que el autor dice antes y después de las palabras citadas; y así, escribe unas líneas antes:

"si después he juzgado que se podía dudar de estas cosas [de las verdades matemáticas], no fue por ninguna otra razón, sino porque se me ocurría que quizá un Dios po-día haberme dado una naturaleza tal que me equivocase incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande"[270].

Esta página de las Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en ella Descartes parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos contradictorios que le venían a la mente, tanto los que se relacionaban con la idea de que cualquier verdad estaría subordinada a Dios como los que se relacionaban con la idea de que habría verdades absolutas e independientes de la omnipotencia divina. Pero, a continuación de los textos anteriores, Descartes presenta una aparente solución a tal contradicción, según la cual:

"puesto que no tengo ninguna razón para creer que existe algún Dios engañador, e incluso que no he considerado aún las que prueban que existe un Dios, la razón para dudar [de la verdad de las evidencias antes afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder eliminarla por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engaña-dor; pues, sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"[271].

Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer texto como verdaderas las evidencias de carácter matemático –además de la del cogito y la de la imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya sucedido-, ahora, al reconocer que debe "examinar […] si existe un Dios" y "examinar también si puede ser engañador" –ya que sin el conocimiento de esas dos verdades no ve "que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"-, eso le lleva finalmente a negar que tales intuiciones tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la existencia de un Dios veraz.

Y, por ello, de forma inexorable, Descartes incurre en el círculo vicioso que le objetó Arnauld, pues, si no podía estar seguro de nada hasta que demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ningún fundamento sólido para demos-trar su existencia. Por otra parte, además, las últimas líneas del texto citado representan una nueva prueba en contra del valor de la respuesta cartesiana a la crítica de Arnauld en cuanto indican con absoluta claridad que sin el conocimiento de la existencia de un dios veraz no podía "estar seguro de cosa alguna".

d2) A continuación hay otros textos en los que se plantea nuevamente la misma cuestión con cierta ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior, se resuelven en favor de la subordinación del valor de cualquier evidencia a la omnipotencia y a la veracidad de Dios. En el primero se dice:

"aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy tam-bién de tal naturaleza que no puedo mantener el espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de considerar las razones que me han obli-gado a juzgarla así, puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones que me hagan cambiar fácil-mente de opinión, si ignorara que hay un Dios. Y así jamás poseería una ciencia verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e inconstantes"[272].

Conviene llamar la atención acerca de que en este texto Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente sea verdadera, sino sólo que no puede dejar de creerla verdadera, pero que sólo el cono-cimiento de la existencia de un Dios veraz puede propor-cionarle la seguridad de que lo es, pues, como señala en otros lugares, si hubiera sido producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no podría estar seguro acerca de la corres-pondencia de sus propias evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se olvida aquí de las ocasiones en que había reconocido que en el pasado había tenido ciertas evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y de que la supuesta existencia de Dios no le había servido de garantía –a él ni a nadie- respecto a la verdad de aquellas falsas evidencias.

Por otra parte, tiene especial interés señalar que la respuesta cartesiana a la objeción de Arnauld se basó en una consideración de esta clase: Para salir del apuro que suponía esta objeción, a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las evidencias demostradas eran independientes de Dios y que Dios era sólo la garantía de la verdad de las "evidencias olvidadas", es decir, de aquellas evidencias cuyo proceso deductivo no se encontraba actualmente presente en la propia mente, de manera que esa garantía divina serviría para no tener que estar demostrando continuamente la serie de evidencias cuyo proceso deductivo se hubiera olvidado, en cuanto su recuerdo podía ser un simple espejismo si no se contaba con la garantía de un dios veraz que garantizase la correspondencia entre tales evidencias olvidadas y la verdad.

Pero evidentemente esta respuesta fue una simple argu-cia lamentable que Descartes urdió en cuanto su egolatría era incompatible con la admisión de un error tan frívolo.

En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos errores, afirmando de modo explícito que sabe que los ángu-los de un triángulo equivalen a dos rectos mientras está atento a la demostración, pero que nuevamente necesita saber que Dios existe para estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera siso creado por la naturaleza, no podría estar seguro de que sus "evidencias olvidadas" fueran verdaderas:

"cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido clara-mente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo con-vencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal ma-nera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas"[273].

La consideración de Dios como garante de las "eviden-cias olvidadas" podía tener algún sentido siempre que se dis-pusiera de un argumento que demostrase su existencia, pero en cuanto el francés había considerado que el valor de la evidencia estaba condicionado a la existencia de Dios, la objeción de Arnauld seguía siendo válida: No podía demos-trar la existencia de Dios a partir de evidencias cuya verdad sólo podía estar garantizada por ese dios cuya existencia debía demostrar.

Conviene recordar, además, en contra de esta tesis en favor de la existencia de evidencias independientes de Dios, la serie de ocasiones en que a propósito de las verdades matemáticas, a propósito de la verdad del principio de contra-dicción y a propósito de toda verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia divina, proclama que todas ellas son verdades no por su propia consistencia sino sólo porque Dios así lo ha querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad.

Además, Descartes incurre en una nueva incoherencia cuando considera que Dios debe ser veraz, considerando la veracidad como un valor en sí mismo y olvidando que la omnipotencia divina era el fundamento de todo valor. Y precisamente como consecuencia de tal omnipotencia, el creyente tendría mayores motivos que el ateo para desconfiar de la verdad de sus evidencias, en cuanto fuera consciente de que su dios omnipotente podría sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna, mientras que el ateo contaría con principios lógicos como el de contradicción para las Matemáticas y el contacto con la experiencia para confir-mar o falsar sus diversas teorías acerca de la realidad empí-rica. Descartes no parece darse cuenta de que la certeza, en cuanto sea posible en las ciencias empíricas, viene proporcionada por la aplicación de la metodología científica, que es la clave para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución de cualquier hipótesis o teoría en cuanto sea o no coherente con la experiencia. Igualmente, el pensador francés hubiera podido recordar que la aplicación de la cuarta regla de su método servía precisamente para conseguir que los resultados obtenidos en una investigación fueran más segu-ros, sin necesidad de recurrir al argumento mágico de una divinidad necesariamente veraz.

Por ello hay que insistir en que la mayor o menor seguridad de cualquier científico acerca del valor de sus teorías no tiene nada que ver con sus creencias o incredulidades religio-sas, sino con los resultados del uso de una metodología ade-cuada que le permita confirmar o desmentir cualquier teoría.

Y, por cierto, tiene interés también recordar que no han sido las creencias religiosas las que abrieron el camino de la ciencia, sino que, por el contrario, fue precisamente la creen-cia en el dios católico y en las "verdades bíblicas" lo que condujo al mantenimiento a sangre y fuego de teorías erróneas como el geocentrismo, y a la condena de pensadores y científicos como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocentrismo, y fue esa misma creencia religiosa la que de manera asombrosa ha seguido siendo un obstáculo absurdo para la aceptación del evolucionismo defendido por Darwin por su propio valor científico.

En definitiva, la tesis cartesiana según la cual el ateo no podría tener más que opiniones, en cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus evidencias, además de ser absurda, parece un intento más del "teólogo" francés por ganarse los favores de la jerarquía católica al haber situado al dios católico en la cúspide de su sistema y como garantía del valor de su método. Una visión tan teológica de la realidad debía de ser bien vista por la jerarquía católica y, por ello mismo debía de potenciar el prestigio de Descartes como adalid del catolicismo.

Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda utilización que Descartes hizo del dios católico, considerán-dolo como garante de las verdades evidentes en general y de las evidencias olvidadas en particular, sino el hecho de que hubiese criticado la objeción de Arnauld mediante este argu-mento y mediante la complementaria y novedosa doctrina, incompatible con las defendidas en esta misma obra, según la cual las evidencias actuales eran verdaderas por sí mismas, pasando por alto la serie de textos a los que se ha hecho referencia en los cuales el francés insistió en la idea de que Dios era la fuente y el fundamento de toda verdad, tal como le manifestó a su amigo Mersenne.

En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo había criti-cado acertadamente y el pensador francés, como conse-cuencia de su orgullo, aparentó haber olvidado su doctrina esencial acerca de la evidencia, según la cual sólo un dios veraz podía garantizar su valor, y dejó de lado, sin expli-cación de ninguna clase, su hipótesis acerca de la existencia de un genio maligno o de una divinidad embaucadora que pudieran impedir que las evidencias fueran verdaderas.

De manera asombrosamente frívola y contradictoria Descartes pretendió defenderse de la objeción de Arnauld proclamando en esta ocasión que las evidencias eran verdade-ras por sí mismas y que era Arnauld quien se había equivo-cado en la comprensión de esta cuestión. Resulta especial-mente lamentable que, para defenderse de una crítica justa, lo hiciera afirmando que Arnauld no le había entendido bien respecto al valor de las verdades evidentes, en lugar de aceptar que, aunque había concedido a Dios el papel de avalista de las "evidencias olvidadas" –lo cual, por cierto, no tenía ningún sentido-, su papel primordial era el de garantizar el valor de cualquier evidencia y de su correspondencia con la verdad.

e) Crítica a la respuesta cartesiana.- Es difícil creer que Descartes no fuera consciente de que su respuesta era incon-gruente, pero, al parecer, su orgullo le impidió aceptar la crí-tica de Arnauld y, en consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste había interpretado erróneamente el sentido que él daba a la evidencia, alegando que no había negado que ésta tuviera valor por sí misma sino sólo que lo tuviera en aque-llos momentos en que sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin recordar las razones que habían con-ducido a ella, de manera que en esos casos Dios sería la ga-rantía de su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actual-mente presentes a la conciencia tenían valor por sí mismas, podían ser utilizadas para demostrar la existencia de Dios.

Pero, después de haber examinado esta serie de textos relacionados con el valor que Descartes concedió a la eviden-cia, parece claro que su actitud ante la crítica de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se ha podido comprobar, en los textos del Discurso del método, en los de las Medita-ciones metafísicas e incluso en los de los Principios de la Filosofía defendió de un modo claro la subordinación a Dios del valor de cualquier evidencia, con la única excepción de uno de los textos citados, en el que, de modo contradictorio con los otros, considera que las evidencias matemáticas serían verdaderas por sí mismas. Y, por ello mismo, es del todo comprensible que Arnauld, conocedor del valor relativo que Descartes había concedido a la evidencia en el Discurso del método y en las Meditaciones metafísicas, desconociese que en esta última obra Descartes, a la vez que seguía afirmando el anterior valor condicionado de la evidencia, hubiese introducido –posiblemente para defenderse de críti-cas como la de Arnauld[274]un sentido nuevo de dicho con-cepto, defendiendo, al menos en una ocasión, que las verda-des evidentes eran verdaderas por ellas mismas y con inde-pendencia de Dios, y concediendo a Dios sólo el papel secun-dario de garante de la verdad de las "evidencias olvidadas", es decir de aquellas verdades cuya explicación evidente no se encontraba actualmente presente en la propia conciencia.

De este modo, partiendo de que las verdades evidentes no necesitaban de la garantía divina, parecía que aquel círculo vicioso, que le impedía demostrar la existencia del dios católico a partir de la regla de la evidencia, quedaba superado, en cuanto desde evidencias válidas por sí mismas, Descartes podía intentar demostrar dicha existencia, dejando para el mismo Dios el papel secundario de garantizar a posteriori el valor de las evidencias olvidadas, papel innece-sario, por cierto, en cuanto, como el propio pensador ya había tenido en cuenta en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y enumeraciones de las razones que confirmaban el valor de aquellos conocimientos cuya eviden-cia no fuera patente en un determinado momento, o siempre era posible también, como sucedía en la Lógica, en las Matemáticas o en las ciencias experimentales, realizar una nueva demostración o un experimento que confirmase el valor de las evidencias olvidadas en relación con cierto teore-ma o con determinada ley científica.

Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente no entrar en discusiones con una persona tan dogmática y pendenciera como lo era el pensador francés. Además, en el año 1641, en el que se publicaron las Meditaciones metafí-sicas, Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld sólo tenía 29, de manera que el respeto al prestigio de Descartes así como la llamativa amabilidad con que éste le había tratado en su respuesta incluida en las Meditaciones metafísicas pudieron influir en que Arnauld prefiriese no replicarle nuevamente.

En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de Descartes a la objeción de Arnauld representó un falsea-miento de su propia doctrina en cuanto efectivamente, como acaba de mostrarse, él había comprendido que, mientras no se descartase la posibilidad de la existencia de un genio maligno o de una divinidad engañosa que provocase la existencia de las aparentes evidencias, y mientras no se demostrase la exis-tencia de un Dios veraz, que sirviera como garantía del valor de cualquier evidencia, más allá de la verdad del cogito no podía avanzar un sólo paso en el conocimiento. Y, por cierto, resulta especialmente sintomático de que Descartes llegó a ser consciente del callejón sin salida en que se había introducido el hecho de que en su obra posterior, los Principios de la Filosofía, síntesis última de su pensamiento, el genio maligno dejase de aparecer, sin que, al igual que sucedió con otras cuestiones, el pensador francés se tomase la molestia de explicar los motivos de su desaparición, al margen de que cualquiera puede sospechar, con muchas probabilidades de acertar, que el "teólogo" francés había comprendido que aquella hipótesis convertía en imposible la tarea de escapar del solipsismo y que por ello decidió ignorarla finalmente, sin dar ninguna explicación acerca del motivo de su ausencia.

g) Finalmente y como ya se ha comentado, Descartes no comprendió –o no se atrevió a aceptar- que el dios católico podía ser infinitamente más engañador que el genio maligno, por lo que no tenía sentido tratar de fundamentar en él la regla de la evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia dependiera de él.

Por lo que se refiere a ese dios, en el pensamiento teológico tradicional había una contradicción interna que en apariencia podía servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en realidad sólo servía para afirmarlo: Por su omnipotencia, podía ser engañador; por su veracidad y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia, enton-ces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios fuera la causa de falsas evidencias o de cualquier mentira era un sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rector de la universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología de Leyden, y otros teólogos protestantes acusaron a Descartes, a pesar de que él negó haber defendido tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en citas anteriores, aunque Descartes afirmó en algún caso tal posibilidad, en general la negó, quizá por el temor a las represalias de la jerarquía católica ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente porque necesi-taba contar con un dios veraz para que su sistema tuviera cierta coherencia. Sin embargo, no hay duda de que Descartes llegó a admitir claramente la posibilidad de que Dios fuera la causa de los propios errores, como puede comprobarse en un texto citado antes pero que se incluye de nuevo por la conveniencia de recordarlo:

"hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él [= Dios] haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aún más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permite"[275].

Pero, a continuación y de forma categórica, aunque sin argu-mentar ni decir nada en contra de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirmación de que el dios cristiano pudiera engañar, rechazó tal posibilidad a partir de la consideración contradictoria de que la veracidad era un aspecto de la perfección divina.

El texto cartesiano citado más arriba es en cierto modo equívoco, pues al principio dice que "puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque", es decir, que no existiría contradicción alguna en la idea de un Dios engañador; pero luego añade que "puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado, pues es soberanamente bueno" y con ese "puede ser"[276] está reconociendo la posibilidad, aunque no la necesidad, de que Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas contradicción alguna con la esencia divi-na. Sin embargo, cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el engaño, incurre en una contradicción tanto con el texto en el que dice "puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque", como también con su anterior defensa de la omnipotencia divina, según la cual no existen valores por encima de su voluntad, de manera que el hecho de que Dios fuera veraz o no, no dependería de que la veracidad fuera valiosa en sí misma de forma que Dios debiera someter su actuación a ella, ya que, en cuanto la acción de Dios quedase sometida a supuestos valores inde-pendientes de su voluntad, no sería omnipotente, tal como reconoció el "teólogo" francés en las Meditaciones metafí-sicas al escribir:

"Cuando se considera con atención la inmensidad de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él dependen […] Pues si algún criterio de bondad hubiera precedido a su preordenación, le hubiese determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario: que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el mundo, por esa razón […] son muy buenas: es decir, que la razón de que sean buenas depende de que las ha querido así"[277].

En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la doctrina cartesiana acerca de cualquier valor es la de que dependen de Dios, hasta el punto de que, desde la conside-ración de su omnipotencia, ese dios podría ser engañador y, por ello, su existencia no representaría ninguna garantía en favor de que las evidencias que uno tuviera se correspon-dieran con auténticas verdades, sino que, por el contrario, ese supuesto dios hubiera podido ser causa de los errores huma-nos sin que tal actitud implicase defecto alguno en su ser, al igual que por lo mismo hubiera podido establecer otros valores morales.

Sin embargo y a fin de evitarse problemas con la jerar-quía católica, dijo igualmente, de un modo sospechosamente servil y acorde con las doctri-nas de la Iglesia Católica pero contradictorio con su anterior afirmación, según la cual

"la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [Dios] las ha querido así"[278],

y que

"la luz natural nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto[279]

sin detenerse a pensar que, desde el momento en que consi-deró que Dios era omnipotente, dejaba de tener sentido cual-quier referencia a la veracidad como un valor en sí mismo al que Dios debiera someterse, en cuanto todo valor dependía de su voluntad omnipotente, y, en consecuencia, el hecho de que Dios debiera ser necesariamente veraz representaría un límite a tal omnipotencia. Pero Descartes, sometiéndose a la doc-trina más cómoda de la teología católica y sin preocuparse por su frívola contradicción, volvió a defender que

"el primero de sus atributos que parece que ha de ser considerado aquí consiste en que [Dios] es veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que repugna en absoluto que nos engañe"[280],

pasando por alto que tal afirmación era contradictoria con la simultánea afirmación de su omnipotencia, la cual debía situar a Dios por encima de cualquier valor moral ajeno a las decisiones de su voluntad hasta el punto de que el funda-mento de todo valor moral se encontraba en su voluntad omnipotente .

3.4. Francisco Sánchez, "despertador de Descartes".

En relación con los antecedentes que muy probable-mente influyeron en la búsqueda y en la elaboración por parte de Descartes de un método para la reconstrucción de la Filosofía –o de la Ciencia-, tiene especial interés hacer referencia a Francisco Sánchez (1551-1623), médico español –o portugués- que fue profesor en la universidad de Tou-louse, que escribió en primera persona, como después el propio Descartes, y con alguna frase que tanto por su tono como por su contenido, en el que se hace referencia a la duda metódica universal, lleva de modo natural a recordar otra que después escribiría el filósofo francés. Pues, efectivamente, Francisco Sánchez escribió en 1580: "Entonces me encerré dentro de mí mismo, y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho jamás nada, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo"[281].

Por su parte, en el Discurso del método Descartes escribió más adelante:

"después que hube empleado algunos años en estudiar así el libro del mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir"[282]

La semejanza del punto de vista de Sánchez con el de Descartes consiste en que ambos consideraron que para alcanzar un conocimiento seguro debían comenzar por "po-nerlo todo en duda" para reconstruir el edificio del conoci-miento en la medida en que fuera posible. La diferencia entre ellos consiste en que Descartes llevó la duda hasta un nivel tan extremo que quedó atrapado en la propia subjetividad y luego le resultó imposible escapar de ella sin cometer una multitud de atentados contra la Lógica. Sin embargo, Sánchez, sin la exagerada osadía de Descartes, se conformó con dejar de lado el lastre de las diversas opiniones para "examinar las cosas en sí mismas", frase que recuerda el lema de la Fenomenología "zu den Sachen selbst!"[283] y que sugiere una clara tendencia a estudiar los diversos fenómenos desde una perspectiva empírica, a diferencia del camino seguido por Descartes, consistente en partir de la propia subjetividad para deducir a partir de ella el conjunto de la realidad.

Pero, al margen de las semejanzas y diferencias entre estos textos, cualquiera puede observar las similitudes espe-cialmente llamativas entre los puntos de vista de ambos pensadores, ya que tanto uno como otro

1) consideraron que debían encerrarse dentro de sí mismos y debían ponerlo todo en duda como único camino para llegar a "saber algo",

2) manifestaron su deseo de construir una nueva ciencia más segura, y

3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un nuevo método basado en la razón para conseguir este fin.

En este sentido Francisco Sánchez había escrito: "Yo […] propondré en otro libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana fragilidad"[284]

Sin embargo, Descartes en ningún momento mencionó al filósofo español, como si no hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante extraño si se tienen en cuenta las llamativas coincidencias entre ambos pensadores, y el hecho de que el español ejerció como profesor en la universidad francesa de Toulouse. Por ello, la semejanza entre el pro-grama de Francisco Sánchez y su desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar que tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en realidad hubo una auténtica in-fluencia del español sobre el francés, al margen de que éste no tuviera especial interés en mencionarla. Quizá pensó que referirse a los escritos de Sánchez redactados en primera per-sona y manifestando la necesidad de dudar de todo y de bus-car un método racional para avanzar en el descubrimiento de la verdad podía arrebatarle ante los demás la "originalidad" de sus ideas, lo cual no habría sido muy coherente con su vanidad[285]Por otra parte además, en la obra de Sánchez había una crítica a algunos aspectos del catolicismo y eso pu-do contribuir a que Descartes considerase más prudente que no se le relacionase con él, al margen de que de hecho nunca hiciese referencia a las fuentes en que pudiera haberse inspirado.

La existencia del Dios del cristianismo

Como ya se ha dicho, el papel que jugó la regla de la evidencia como punto de partida para demostrar la existencia del dios católico y la utilización posterior de tal supuesta realidad para justificar el valor de la regla de la evidencia determinó que Descartes incurriese en un círculo vicioso que fue incapaz de reconocer porque su interés en recuperar el valor de los conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo esencial que o bien le impidió tomar conciencia de la imposibilidad de escapar desde aquellas bases más allá de la propia subjetividad, o bien, a pesar de ser consciente de tal imposibilidad, su orgullo le condujo a no reconocerla e incluso a tratar de disimularla, tal como parece que sucedió en su respuesta a la objeción de Arnauld. Por ello, a partir de la consideración según la cual era necesario fundamentar el valor de la regla de la evidencia para asegurar el valor de cualquier supuesto conocimiento, y a partir de la conside-ración errónea de que sólo Dios podía proporcionar tal garantía, la consecuencia inevitable fue la de la imposi-bilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la demostración de la existencia de tal divinidad quedaba imposibilitada desde el momento en que la regla de la evidencia sólo podía utilizarse a partir del momento en que ese dios, cuya existencia había que demostrar, hubiera garantizado su valor.

No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad, explicada posteriormente de manera especial por Hume y por Kant, la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para intentar tal demostración fue realmente desafortunada como consecuencia de haber empleado unos argumentos que, además de estar radicalmente alejados de la evidencia, en ocasiones sólo hubieran podido servir para demostrar lo contrario de lo que el filósofo francés se había propuesto.

Y así, por lo que se refiere a esta problemática, Descartes no contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera proposición considerada como verdadera, "pienso, luego existo", junto con el de la regla de la evidencia, aunque utilizándola de manera ilegítima según las propias exigencias cartesianas, en cuanto ésta no había quedado fundamentada de acuerdo con los propios requerí-mientos metodológicos del pensador francés.

Esa primera verdad del cogito le condujo a definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que tenía ideas. Respecto a tales ideas, señaló que existían diferencias entre ellas respecto al modo de presentarse: Unas podían considerarse como innatas, en cuanto las encontraba en sí mismo; otras debía considerarlas adventicias, en cuanto pare-cían proceder de algo distinto del propio ser; y finalmente había otras, las llamadas facticias, que las construía él mismo combinando distintas ideas.

En cuanto la afirmación de la existencia de una realidad externa había quedado en suspenso por la aplicación de la duda metódica, Descartes sólo contaba con esa serie de ideas como base para intentar demostrar la existencia de Dios. Con este fin utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales podía ser concluyente porque, al margen de la imposibilidad intrínseca para el logro de tal objetivo, los planteamientos cartesianos contribuyeron todavía más si cabe a reforzar el carácter quimérico de tal hazaña.

Como a continuación puede verse, los argumentos carte-sianos en favor de la existencia de Dios son tan absurdos que sugieren como explicación fundamental de su adopción por parte de Descartes su perseverante interés en mostrarse ante la jerarquía católica como su fiel vasallo, no sólo para asumir sus doctrinas de manera incondicional sino también para contribuir personalmente a justificar su valor, aunque fuera mediante argumentaciones absurdas.

a) Así en las Meditaciones Metafísicas utilizó un argu-mento similar al tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien, partiendo del movimiento, de la causalidad o de la contingencia, consideraba que en el conjunto de seres movidos, causados o contingentes no era posible remontarse al infinito sino que era necesario suponer la existencia de un primer motor inmóvil, una primera causa incausada o un ser necesario que explicasen respectivamente la existencia de realidades movidas, causadas o contingentes.

Ahora bien, como Descartes no podía contar para sus argumentaciones con un punto de partida basado en la rea-lidad externa, en cuanto su existencia había quedado puesta entre paréntesis como consecuencia de la aplicación de la duda metódica a dicha realidad, sólo le quedaban las ideas existentes en la "res cogitans". Y así, utilizando un procedimiento similar al de Tomás de Aquino pero referido exclusi-vamente a tales ideas, estimó en primer lugar que éstas de-bían estar causalmente relacionadas de tal modo que había de existir una idea primera de la que las demás dependían, y, en segundo lugar, que la causa de dicha idea debía ser una reali-dad correspondiente a ella, en la que existiría realmente la perfección que en las ideas sólo estaba por "representación":

"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito, sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya causa sea como un patrón o un original, en la que se halle contenida formal y efectivamente toda la realidad o perfección que se encuentra sólo objeti-vamente o por representación en estas ideas"[286].

Este argumento casi parecía una burla a causa de su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la falsa premisa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas entre sí de forma que la intuición de una debiera conducir necesariamente hasta otra anterior y así hasta llegar a una primera idea de la que las demás dependerían, lo cual resulta realmente llamativo si se tiene en cuenta que a nadie más se le ha ocurrido utilizar un argumento tan fantástico y estrafa-lario. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo con diversas leyes del psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre defender que exista una relación de causalidad entre una idea y cualquier otra, a no ser que se esté haciendo referencia a las leyes de la percepción como asociación de percepciones o a las leyes de asociación de ideas en el sentido psicoanalítico, relacionado con el funcionamiento del psiquis-mo subconsciente e inconsciente. En segundo lugar, porque el hecho de que Descartes considere que la causa de esa idea primera deba ser una realidad que posea en sí la perfección existente en ella por representación es una falacia, pues si el pensador francés había puesto en duda la existencia de un mundo externo como causa de las sensaciones, parecía al menos igual de lógico que se abstuviese de considerar que cualquiera de las ideas debiera tener un origen que estuviera más allá de la propia subjetividad. Además, podría haber comprendido que nadie se encuentra en posesión de una "idea primera", que, en el caso de que la tuviera, no existiera por sí misma –como idea- y que tuviese que remitir necesariamente a una realidad que dejase de ser una idea.

b) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas había una que tenía un carácter muy especial cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio ser. Se trataba de la idea de dios, y, en el Discurso del Método señala que, en cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello

"mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que conocer era una perfección superior a dudar, quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta"[287].

Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los argumentos empleados, éste era también asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio, especialmente si se tenía en cuenta la diferente vara de medir empleada por Descartes a la hora de presentar sus demostraciones de la existencia de Dios y a la hora de aplicar la duda metódica con aquel rigor que le llevó a dejar en suspenso el valor de las verdades matemá-ticas o la misma existencia del propio cuerpo.

Cuando escribe "quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo" parece no querer entender que la misma comparación utilizada, según la cual entendía que conocer era más perfecto que dudar, a partir de ella podía tratar de imaginar un ser que fuera máximamente perfecto en cualquier cualidad, sin que tal realidad imaginada exigiese afirmarla como existente con independencia de la propia imaginación. Y así, del mismo modo que la fantasía crea conceptos como el de "Superman" o como los de los dioses de las múltiples religiones, por el mismo procedi-miento se creó el concepto de un ser como aquel al que hace referencia el dios del cristianismo. Pero además se trata de una demostración contradictoria en cuanto el reconocimiento de que "mi ser no era completamente perfecto" no podía conducir a la conclusión de la existencia de un "ser perfecto", pues del mismo modo que "el obrar sigue al ser", un ser perfecto no crearía seres imperfectos. Simplemente no crea-ría, precisamente por ser perfecto, es decir, porque, por definición, un ser perfecto sería aquel que no careciera de ningún bien, por lo que, en consecuencia, al no faltarle nada, nada desearía y nada crearía.

c) A continuación y como un nuevo argumento Descar-tes indica que, si él hubiera sido causa de sí mismo, se habría dado las perfecciones que conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y que, por ello, era evidente que había debido crearle un ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él poseía. En este sentido escribe:

"si hubiese estado solo e independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones que podía advertir que estaban en Dios"[288].

Pero al utilizar este argumento Descartes incurrió en el mismo error del anterior al no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de ese dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese ser, a pesar de su omnipotencia y de su bondad infinita, le había dotado de una naturaleza muy inferior respecto a la que él mismo se habría dado si hubiera podido hacerlo, ya que se habría dotado de todas las perfecciones que conocía y no se habría conformado con su simple conocimiento.

De nuevo y frente a esta "demostración", tan fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la frivolidad con que Descartes llega a considerar "evidente" un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su argumentación, más bien debería haber concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia imperfección sería una prueba en contra de la existencia de dios como ser perfecto, pues, de acuerdo con el adagio "operari sequitur esse", las obras de ese supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a proporcionar todas las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no habría actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder infinitos al haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por ello, la propia existencia del pensador francés, que conocía perfec-ciones que no tenía, constituía una clara demostración de la inexistencia de aquel supuesto ser perfecto meramente pensado al que se refería con la palabra "dios".

Conviene recordar a este respecto que una de las críticas de Hume al argumento físico-teleológico de Tomás de Aqui-no se basaba precisamente en el hecho de que la considera-ción del mundo, como imperfecto y limitado que era, no per-mitía concluir de manera válida en la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo sería el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y limitada como el propio mundo.

Parece que en algún momento Descartes llegó a ser consciente de esta dificultad, pero igualmente parece que trató de resolverla mediante un argumento realmente insoste-nible. Así, en las Meditaciones metafísicas había escrito:

"habría sido mucho más perfecto de lo que soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara jamás"[289],

pero a continuación y como justificación de la actuación de Dios, aparentemente incompatible al menos con su omnipo-tencia e infinita bondad, se atreve a escribir:

"Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que algunas de las partes de todo el Universo no estén exen-tas de defectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales"[290].

El absurdo de esta justificación de la actuación divina a la hora de considerar que el Universo sea más perfecto con imperfecciones que sin ellas se advierte muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta misma justificación a la propia esencia divina: ¿Aceptarían los teólogos católicos la doctrina de que Dios, además de poseer perfecciones, posee imper-fecciones porque de ese modo es más perfecto? Por otra parte, la doctrina cartesiana sería similar a la de quien consi-derase que la suma de lo que tiene y de lo que debe le hace más rico que si no tuviera deudas.

Por otra parte, esta doctrina no era del todo nueva, pues en la antigüedad griega ya Heráclito había escrito que "la armonía oculta es superior a la manifiesta", refiriéndose con esas palabras a la propia realidad del Universo entendido de un modo panteísta como realidad divina que tendría toda una serie de aspectos diversos y contrapuestos. Que Heráclito hablase en esos términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto no pretendía hablar de otra cosa que de aquella Naturaleza que se le ofrecía mediante la experiencia, pero que Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad del Universo, supuestamente creado por el dios cristiano, no tenía ningún sentido lógico, aunque sí el de escapar a la persecución de la jerarquía católica como se le hubiera ocurrido decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en cuanto su creación tenía imperfecciones, como en especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la de gran cantidad de seres vivos: ¿Tenía algún sentido la afirmación de que el Universo fuera más perfecto con sus imperfecciones que sin ellas? ¿Tiene algún sentido, más allá del sadismo, considerar que la humanidad es más perfecta con todo el sufrimiento que contiene que si no contuviera toda esa serie de aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia divina no era tan grande como para crear un mundo sin dolor? El pensador francés en ningún momento llegó a plantearse estas consideraciones, pretendiendo haber solucionado el problema de la incompatibilidad entre la perfección divina y la imperfección del Universo, claramente patente en la existencia del sufrimiento. No obstante, parece sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final del párrafo citado, referido a los aparentes defectos de la Naturaleza, Descartes escribiera el término "semblables"[291], como si no se hubiera atrevido a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo ser consciente de que con tal expresión habría puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la imperfección pudiera ser tan perfecta como la perfección.

4) Descartes utilizó también una variación del argu-mento ontológico de Anselmo de Canterbury, y en este sentido escribió:

"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba compren-dida en ella de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos"[292].

Una exposición similar de este argumento, aunque más breve pero igualmente criticable, aparece en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:

"como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo tanto, que existe verdaderamente"[293].

Resulta chocante que una de las críticas que pueden presentarse contra este argumento, que ya había sido criticado por el mismo Tomás de Aquino, la proporcionase el propio Descartes de manera involuntaria, pues, del mismo modo que consideró que Dios hubiera podido hacer que los radios de una circunferencia no midieran lo mismo y que la suma de los ángulos de un triángulo no equivaliesen a dos rectos, si el argumento que concluye en la afirmación de la existencia de Dios se basa en la semejanza existente entre la afirmación de que en Dios su existencia está contenida en su esencia "de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos", en tal caso y en cuanto Descartes había considerado en otros momentos que esa verdad relacionada con el triángulo no tenía un carácter absoluto sino que dependía de la voluntad divina, por lo mismo el argumento ontológico tendría igualmente un valor relativo y subordinado también a la condición de que Dios existiera, y así, de acuerdo con dicho ejemplo, sólo habría podido afirmar que en el caso de que Dios existiera, su existencia estaría contenida en su esencia.

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