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Descartes (página 7)


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Una segunda crítica a este argumento deriva también del propio planteamiento, en el cual, de acuerdo con su frivoli-dad, Descartes habla de "la idea que yo tenía de un ser per-fecto", añadiendo que "la existencia estaba comprendida en ella", es decir, que en esta argumentación Descartes ni siquie-ra llega a hablar de la existencia de "Dios" sino sólo de "la existencia de la idea de Dios", idea que, aun cuando pudiera existir en la mente de un modo más o menos confuso, en nin-gún caso sería equivalente al propio Dios como realidad supuestamente denotada por ella. Es decir, afirmar que la existencia está contenida en la idea de un ser perfecto no equivale a demostrar la existencia de un ser perfecto sino sólo a señalar que la idea de un ser perfecto estaría asociada con la idea de existencia o incluso con la existencia de dicha idea, pero a partir de tal premisa es simplemente absurdo concluir que, además de tal idea, exista una realidad trascendente supuestamente perfecta que se corresponda con la mencio-nada idea.

Pero, al margen de estas críticas, ya en la época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este argumento, surgieron otras igualmente acertadas. Así, el fraile Gaunilon indicó que, siguiendo la argumentación anselmiana, igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas, en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas se pueda deducir la existencia de realidades trascen-dentes que se correspondan con tales ideas.

Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant aportaron sus propias críticas, considerando, en defini-tiva, que había que diferenciar entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo que se refiere al pensamiento y admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de poder afirmar que tal ser exista como realidad trascendente y no sólo como idea, sería necesaria la experiencia correspondiente de tal supuesto ser perfecto, cuyas cualidades deberían corresponderse con las de su idea, de manera que dicha experiencia debería ser la piedra de toque para saber si la idea pensada se correspondía con una realidad independiente del pensamiento.

Por su parte, Hume había señalado que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades trascendentes que se correspondieran con las ideas meramente pensadas no podía ser suficiente el simple hecho de pensarlas sino que había que recurrir a la experiencia.

Igualmente Kant señaló más adelante que la existencia no era un predicado real, es decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al conjunto de cualidades que se asocian con determinado concepto, sino que hacía referencia a la "posi-ción absoluta de una cosa", es decir, a la afirmación de la existencia de una realidad cuyas cualidades se correspondían con las de un determinado concepto, de manera que las cualidades que éste tuviera en el pensamiento serían las mismas que tendría en la realidad, si en verdad existiera, pero sólo la experiencia podía mostrar si lo pensado se correspondía con una realidad existente fuera del pensamiento, además de existir en él.

En cuanto todas estas críticas son aplicables al plantea-miento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del pensador francés a la hora de aplicar la regla de la evidencia al conformarse con una argumentación tan absurda que sólo sirve de ejemplo para mostrar que nunca se deben aceptar las "evidencias" subjetivas –que son todas- como criterio sufí-ciente de conocimiento.

5) Finalmente, en las Meditaciones Metafísicas Descar-tes introduce un nuevo argumento, tan abstruso como absur-do. Señala en él que toda idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo puede diferenciarse, por una parte, la acción de pensar, y, por otra, la realidad pensada. Dice a continuación que la acción de pensar posee una "realidad formal", mientras que la realidad pensada posee una "reali-dad objetiva". A continuación afirma que como actos diversos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero añade que se plantea un problema cuando uno se pregunta por la causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto contienen una realidad objetiva. Indica a continuación que la realidad objetiva de la mayoría de las ideas, en la medida en que es limitada por representar diversas realidades naturales, que son limitadas, podría haber sido causada por él mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad objetiva que en ella se contiene es infinita y, en consecuencia, no podría ser explicada su pre-sencia en él considerando que él mismo fuera su causa, pues

"lo que es más perfecto, es decir lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos perfecto"[294].

Proclama por ello que el yo, como sustancia finita, no podría poseer la idea de una sustancia infinita a menos que ésta estuviera causada en él por una sustancia infinita realmente existente. En consecuencia, afirma que la simple presencia en él de la idea de Dios demuestra la existencia del propio Dios.

Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con que al pensador francés se le mostró como evidente un argumento tan absurdo y, en cualquier caso, tan carente de evidencia, al menos si se tiene en cuenta la rigurosa "claridad y distinción" que él parecía exigir para la aplicación segura de la regla de la evidencia, y si se tiene en cuenta la serie de filósofos que le sucedieron, en cuanto ninguno o casi ninguno llegó a compartir su aparente convicción acerca del valor demostrativo de tal argumento –ni tampoco de los otros-.

Pero, además, cuando Descartes se refirió a la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que era infinita, no tuvo en cuenta que en sentido estricto nadie tiene una idea positiva de lo infinito, pues, cuando se intenta una hazaña como ésa, lo único que se consigue es pensar en la negación de lo finito, pero en ningún caso una comprensión positiva de "lo infi-nito", del mismo modo que tampoco se abarca con el pensamiento la serie infinita de los números naturales, sino sólo que dicha serie nunca termina y que todos y cada uno de los números tienen su correspondiente sucesor de forma indefinida. En consecuencia, la "realidad objetiva" de la idea de Dios, no podía ser pensada como infinita sino sólo como indefinida, de manera que estar en posesión de tal idea no implicaba abarcar con absoluta comprensión su significado. Por otra parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del Everest, o de una simple célula son siempre más complejas que los pensa-mientos correspondientes de quien se encuentra en posesión de ellas, y, sin embargo, nadie se plantea el problema de cómo es posible que estén almacenadas en su mente. En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente imaginario, por muy inmenso y extraño que sea, aunque se piense de un modo impreciso, y no por ello hay que concluir en que deban existir seres reales independientes que se correspondan con el contenido de tales ideas y que sean causantes de éstas.

En relación con esta cuestión Hobbes objetó a Descartes que no veía qué sentido podía tener afirmar de algo que tuvie-ra más o menos realidad: "¿Admite la realidad el más y el menos? O bien, si piensa que una cosa es más cosa que otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la claridad y evidencia requerida por una demostración"[295]. Y efecti-vamente conceptos como "igual", "redondo", "vivo" o "real" no admiten diferencias cuantitativas: No tiene sentido afirmar que A sea más o menos igual a B, o que la circunferencia C sea más o menos redonda, o que la Tierra sea más o menos real que el Sol, de manera que, aplicando esta consideración a cualquier realidad pensada, no tiene sentido el argumento car-tesiano según el cual afirma la existencia de una diferencia radical entre la "realidad objetiva" de la idea de Dios" y la del resto de las ideas, pues la única diferencia existente entre las ideas en cuanto tales se relaciona con su respectivo conte-nido mental pero no con su mayor o menor realidad objetiva, en cuanto desde un punto de vista lógico y gnoseológico sólo la experiencia permite dar el paso desde una realidad mental a una realidad trascendente correspon-diente a dicha realidad mental, y en cuanto además la afirma-ción según la cual la posesión de la idea de Dios supone la presencia en la propia mente de una "realidad objetiva" tan infinita como lo sería el propio dios es una afirmación absurda.

En conclusión y teniendo en cuenta el cúmulo de circunstancias que conformaron el ambiente social y cultural de Descartes, no resulta demasiado extraño que se confor-mase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de la evidencia para demostrar la existencia del dios católico, argumentos asumidos con la misma frivolidad con que defendió otras doctrinas igualmente absurdas, como la que "explicaba" la relación entre el alma y el cuerpo o como aquélla según la cual

"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen necesarias, esto no significa que las haya querido nece-sariamente"[296],

pues, efectivamente, esta afirmación representa un absurdo evidente en virtud misma del concepto de "necesario" en cuanto se entienda como tal "aquello que no puede ser de otro modo que como es". Por ello, afirmar que "lo necesario" está subordinado a la voluntad de Dios es lo mismo que afirmar que lo necesario no es necesario, lo cual es una contradicción evidente. Ahora bien, como entre esas verdades necesarias, que a la vez serían innecesarias en cuanto dependerían de la libre voluntad divina, se encuentra el principio de contradic-ción, eso liberaba a Descartes de la necesidad de dar más explicaciones en cuanto dicho principio se encontraría subor-dinado a la omnipotencia divina. En efecto, como ejemplo de tales verdades necesarias, pero libremente establecidas por Dios, Descartes menciona el principio de contradicción o la serie de verdades matemáticas de carácter analítico, como la de la igualdad de longitud de los radios de una circunferencia, a pesar de tratarse de una verdad contenida en la propia defi-nición de la circunferencia. Lo cierto es que, desde el mo-mento en que el francés llega a considerar que el principio de contradicción no tiene valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, puede ya defender cualquier teoría, en cuanto efectivamente a partir de una contradicción se puede deducir cualquier cosa. Y así, Descartes podría afirmar, como lo hace, el absurdo de que Dios hubiera podido determinar libremente la necesidad de tales verdades, y tal afirmación sería coherente con su negación del valor absoluto del principio de contradicción. Sin embargo, desde la acepta-ción de que dicho principio es la base mínima necesaria de cualquier argumentación racional, considerar que la necesi-dad de un principio lógico como éste o el de las verdades analíticas sea consecuencia de una libre decisión divina con-vierte en imposible cualquier diálogo y cualquier argumen-tación pretendidamente racional, en cuanto nada puede argumentarse sin la aceptación previa de tal principio como instrumento esencial de cualquier argumentación, por lo que desde tal perspectiva la defensa o la crítica de cualquier doctrina sería simplemente una pérdida de tiempo.

Cuando uno se plantea por qué Descartes llegó a ser capaz de defender teorías tan absurdas, una de las posibles respuestas que aparecen es la de que, a la hora de reflexionar acerca de las doctrinas de la teología católica, el pensador francés consideró conveniente mostrarlas como situadas más allá de la razón humana a fin de protegerlas de cualquier intento de crítica, como las que él mismo llegó a hacer cuando, inadvertidamente se adentraba en la reflexión acerca de tales cuestiones. Pero, ante esta serie de absurdos, es lógico plantearse si realmente Descartes llegó a defender por convicción los desatinados argumentos que presentó, pues en verdad parece increíble que una persona con una capacidad intelectual tan considerable como la que él había demostrado en su labor como matemático pudiese creer toda esa serie de elucubraciones en el vacío, y, por ello, parece mucho más probable que, teniendo en cuenta su afán de servir de lacayo a la jerarquía católica, y teniendo en cuenta igualmente su frivolidad, su mitomanía y su mendacidad, no tuviera reparos en idear argumentos en los que pretendía hacer pasar por complejo y profundo lo que simplemente era confuso y absurdo, y tratase de creerse él mismo lo que escribía para encontrar un cómodo camino que le permitiera escapar del solipsismo en que le mantenía su regla de la evidencia, la cual le impedía salir de la propia subjetividad, y, en segundo lugar, que quisiera ganarse los favores de la jerarquía católica o al menos la seguridad de poder dormir sin que a media noche aparecieran las fuerzas de la Inquisición para juzgarle por cualquier "desliz racional" que su mente pudiera haberle llevado a cometer.

Conviene recordar nuevamente aquí aquel lema que utilizó en su juventud: "Larvatus prodeo" –avanzo enmas-carado-, que pudo conducirle a defender diversas doctrinas de la religión católica, tanto por el afán de asegurarse el apoyo de sus altas jerarquías ante cualquier posible adversidad derivada de sus ideas más racionales, como también por el simple gusto de argumentar para defender lo indefendible, pero haciéndolo como una especie de entrenamiento y entretenimiento mental a los que le apasionaba dedicar su tiempo, al igual que también lo dedicó a la esgrima, como una forma de gimnasia física.

A pesar de todo, puede aceptarse que, hasta cierto punto al menos, pero sin una devoción especial, Descartes creyese en las doctrinas católicas y en todo aquello que él mismo trató de argumentar en su favor.

Irracionalismo teológico

A pesar de que se considera a Descartes como "padre del racionalismo" por su valoración de la razón como instru-mento fundamental para la obtención del conocimiento, el hecho de que considerase al dios católico como garantía últi-ma del valor de la regla de la evidencia y del valor del principio de contradicción y, en general, del conjunto de todas las verdades, así como la pretensión de construir su sistema filosófico considerando a ese dios como el principio a partir del cual derivaba el resto de la realidad y considerando igualmente, por ello mismo, que se podía deducir el cono-cimiento de dicha realidad a partir de ese dios, hacen que, junto a tal paternidad respecto al racionalismo, se pueda hablar con mucho mayor motivo de una paternidad similar respecto a un "irracionalismo teológico", en cuanto sus puntos de vista acerca de la realidad no provenían del empleo de una razón que le hubiese conducido hasta Dios sino de unos prejuicios religiosos de carácter fideísta –y por ello mismo irracionales- recibidos a lo largo de su formación educativa, fomentados en su ámbito social tan ligado al clero católico, reforzados por su temor y por su interés en contar con el favor de la jerarquía católica, y asumidos por ello mismo sin haber sido sometidos a la prueba de la duda metódica, al margen de que el pensador francés intentase a posteriori aportar demostraciones en su favor y de que a partir de dichas demostraciones pretendiera igualmente deducir el resto de la realidad. Ninguno de estos intentos podía conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad intrínseca de conseguir tales demostraciones sino porque el propio Descartes se había cerrado las puertas para lograrlo desde el momento en que, a pesar de que había considerado que cualquier supuesto conocimiento sólo podía adquirir la categoría de tal en cuanto se mostrase como evidente para la razón, añadió a esta condición la de juzgar necesario encon-trar una garantía del valor de la propia evidencia, pues, mientras no se demostrase la no existencia del genio maligno o de un dios engañador, siempre podía dudarse del valor de cualquier conocimiento por muy evidente que pareciera. Como ya se ha señalado antes, Descartes no reparó en que, desde el momento en que tenía que justificar el valor de la regla de la evidencia, se cerraba las puertas para escapar al solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la existencia de Dios debía basarse en argumentos que sólo podían conducir a una evidencia subjetiva, es decir, sin garantías de que se correspondiese con una auténtica verdad y no con una ilusión provocada por aquel hipotético genio maligno o por aquella divinidad engañosa –o incluso por el propio dios de su religión, supuestamente omnipotente, que por ello mismo podía ser infinitamente más engañador que aquellos otros seres hipotéticos-.

Por lo que se refiere a la construcción de su sistema filosófico, Descartes actuó desde ese mismo planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera racional y deductivo, en cuanto a partir de Dios intentaba deducir el resto de la realidad, y, por otra, era simplemente irracional y teológico, en cuanto, al margen de que lo intentase, no podía encontrar justificación racional alguna que demostrase la existencia de ese dios sin el cual ningún otro conocimiento quedaba justi-ficado, a excepción, en el mejor de los casos, de la proposi-ción "cogito, ergo sum". Su sistema fue irracional y teológico además porque, aunque no podía escapar del solipsismo una vez introducida la hipótesis del genio maligno, pretendió haber demostrado la existencia de Dios y a continuación defendió la tesis que todo era tan absolutamente dependiente de él que incluso el principio de contradicción estaba some-tido a su omnipotencia. Por ello, cuando consideró igualmen-te que las mismas verdades matemáticas dependían de él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más papista que el papa, defendió que el hecho de que los radios de una circun-ferencia fueran iguales o desiguales, o que la suma de los ángulos de un triángulo fuera o no fuera de 180 grados, o que la multiplicación de dos por cuatro fueran ocho o no, dependía del poder de Dios. En definitiva, si el principio de contradicción no valía por sí mismo, podía por ello defender igualmente, por absurdo que fuera, que verdades tautológicas como las indicadas no valieran por sí mismas y en virtud de la definición del sujeto de tales proposiciones sino que dependieran esencialmente de la voluntad de Dios. Tal acti-tud representaba la inmolación más absoluta de la raciona-lidad ante el dogmatismo de la jerarquía católica. Así que, a partir de tales doctrinas, no parece especialmente acertado considerar que el sistema cartesiano sea un modelo de racionalismo deductivo, sino más bien de irracionalismo teológico, en cuanto la razón no podía avanzar con legi-timidad un solo paso más allá del cogito, ya que, con la excepción de esta evidencia, todas las demás podían ser falsas en cuanto la hipótesis del genio maligno implicaba esa posibilidad, y en cuanto ningún razonamiento tenía valor por sí mismo, ya que, si el principio de contradicción, arco de bóveda de la Lógica, estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo estaban todas las reglas de la Lógica y cualquier razonamiento, en cuanto todos se regían por estas mismas reglas.

A la hora de plasmar su sistema filosófico Descartes comparó la Filosofía con un árbol cuya raíz sería la Metafísica, el tronco la Física y las ramas el resto de las ciencias. Pero, como este árbol estaba cortado precisamente de raíz, ni el tronco ni las ramas podían sustentarse adecua-damente y, por ello, todo aquello que pretendió deducir a partir de aquella raíz sólo hubiera podido considerarse como verdadero por accidente –o por casualidad- pero no porque hubiese sido deducido apropiadamente a partir de una verdad firme y segura.

La parte más importante de la Metafísica era la que se relacionaba con las reflexiones críticas acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el descubrimiento y el análisis de la única verdad que podía superar la prueba de la duda metódica, con el análisis de la "res cogitans", con los intentos por demostrar la existencia de Dios, considerado como "sustancia infinita" ("res infinita") de cuya voluntad omnipotente procedería el resto de la realidad: la "res cogitans", de carácter inmaterial, y la "res extensa" o realidad material, cuya existencia independiente había sido puesta en duda y sólo la demostración de la existencia de un dios veraz podía servir, según el pensador francés, para superar esa duda acerca de su existencia.

5.1. El concepto de sustancia y Dios

Descartes entendió el concepto de sustancia como el de

"una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir"[297].

Siendo coherente con tal definición y de acuerdo con Tomás de Aquino en su definición del constitutivo formal del dios cristiano como "ipsum ese subsistens"[298], Descartes juzgó que en sentido propio había que considerar que sólo el dios cristiano tenía el carácter de sustancia, aunque en un sentido secundario podía considerar a la res cogitans y a la res extensa como sustancias, en cuanto para su existencia sólo requerían de la acción creadora de Dios como realidad de la que dependían.

Sin embargo, en un sentido riguroso el concepto carte-siano de sustancia no era aplicable a nada en cuanto la su-puesta realidad divina no había podido ser demostrada. Y, por lo que se refería a las diversas realidades existentes, de nin-guna de ellas podía demostrarse su autosuficiencia y nece-sidad, sino sólo su carácter meramente fáctico, al mar-gen de la necesidad o de la contingencia desde el punto de vista del conocimiento humano. Pero, además, de acuerdo con la teología de Tomás de Aquino respecto a la doctrina de la conservación del mundo, Descartes defendió igualmente la tesis de la creación continuada de la realidad por parte de Dios y, por ello, era una inconsecuencia considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias, en cuanto para existir necesitaban en todo momento de la acción conser-vadora, es decir, creadora de Dios.

Parece por ello que la causa que condujo a Descartes a considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias pudo ser sencillamente la de su temor a incurrir en la herejía panteísta, en el caso de que hubiese considerado tales "sustancias" como simples atributos o manifestaciones de la divinidad. Conviene recordar a este respecto que hacía pocos años, en 1619, cuando Descartes tenía 23 años, G. C. Vanini había sido condenado a muerte por su defensa del panteísmo. Ese bárbaro asesinato cometido por la jerarquía católica resultaba más que suficiente para que el pensador francés comprendiera los graves peligros que podían amenazar a quien se atreviese a opinar en contra de la dogmática católica. En consecuencia era poco menos que imposible que Descar-tes llegase a defender el panteísmo implicado en la tesis de que sólo existiera una sustancia, a pesar de ser un punto de vista más coherente que el que finalmente defendió en su metafísica, y fue Spinoza, judío holandés de origen español, quien pocos años después sostuvo la doctrina panteísta, entendiendo la idea de dios –"Deus sive Natura"- como la de una sustancia única e infinita que integraba en sí misma el conjunto de toda la realidad, material o pensante.

Para Descartes el dios católico se caracterizaba en principio por su infinitud, atributo que incluía de forma indivisible el conjunto de todas las perfecciones, como la omnipotencia, la eternidad, la inmutabilidad, la omnisciencia, la veracidad[299]y todas las cualidades que le atribuía la jerarquía católica.

Consecuente con la cualidad de la inmutabilidad divina –pero en contradicción con la de la omnipotencia-, casi al comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes escribió:

"he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bas-tante en ellas, no podríamos dudar de que son obser-vadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el universo"[300].

Con estas palabras Descartes venía a decir que el Universo en general –y no sólo el ser humano- estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, al menos en el sentido de que con sólo profundizar en la comprensión de la esencia divina se podían deducir a partir de ella las leyes que determinaban el funcio-namiento de la naturaleza, de manera que las investigaciones empíricas podrían ser innecesarias en cuanto la razón por sí sola fuera capaz de deducir tales leyes, que se desprendían de la inmutabilidad divina; o, en el mejor de los casos, tales investigaciones podrían tener un carácter meramente auxiliar para el logro de este objetivo, a fin de suplir la limitación de la razón humana, incapaz de llevar a cabo un proceso racional que, comenzando desde Dios, fuera capaz de establecer una cadena deductiva tan amplia que le condujese a la compren-sión de las realidades empíricas más concretas en cuanto derivadas de la acción divina, demasiado alejadas de Dios para permitir que la mente humana pudiera abarcar los innu-merables pasos deductivos de tal proceso.

5.2. El "racionalismo" teológico y la res cogitans

A la vez y junto a este punto de vista, Descartes defendió un racionalismo teológico según el cual, si la razón humana era capaz de alcanzar el conocimiento de las verdades primeras de carácter innato y el de todas las que se deducían de éstas, no era por otro motivo sino porque Dios la había dispuesto con tales ideas que era capaz de recuperar en cuanto se encontraban ya en ella de forma latente.

Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes relativizó su aparente racionalismo teológico y lo convirtió en irracionalismo en cuanto consideró que no era la racionalidad intrínseca de las distintas verdades lo que permitía conocer-las, sino el hecho de que toda verdad dependía de Dios y emanaba de su naturaleza, escribiendo a Mersenne en este sentido:

"en cuanto a las verdades eternas le digo sin más que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce como verdaderas o posibles, pero no, por el contrario, que sean conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con independencia de él […] La existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás"[301].

Por ello, la razón no demostraría nada si no fuera porque Dios había establecido que pudiera conectar con la verdad, y, en consecuencia, no sería autosuficiente por ella misma para alcanzarla, pues la justificación de toda verdad se encontraba en el propio Dios y no en una racionalidad intrínseca de las cosas que determinase su verdad.

A partir de la primera verdad, "cogito, ergo sum", Descartes había introducido la idea del alma como la de una sustancia, "una cosa que piensa". Especificando un poco más el modo de ser de tal realidad, en Las pasiones del alma consideró, por lo que se refería a su atributo esencial, que ésta se reducía al pensamiento, en el cual podían distinguirse las acciones o "voluntades", que procedían de ella, y las pasiones, que eran los conocimientos existentes en ella. Escribe en este sentido:

"en nosotros no queda nada que debamos atribuir a nuestra alma excepto los pensamientos, los cuales son principalmente de dos tipos, a saber: unos son las acciones del alma, otros son sus pasiones. Las que llamo sus acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimentamos que proceden directamente de nuestra alma y parecen depender sólo de ella […y las pasiones son] todas las clases de percepciones o conocimientos que se hallan en nosotros"[302].

Descartes, fiel al adoctrinamiento católico recibido y al ambiente clerical en que transcurrió su vida, consideró que la res extensa era incapaz de pensar, por lo que juzgó que el pensamiento, entendido en un sentido muy amplio como cualquier tipo de vivencia, debía de estar relacionado con una realidad distinta a la de la res extensa y así concluyó en que era el atributo esencial del alma –o de la res cogitans-:

"Así pues, como no concebimos que el cuerpo piense de ninguna manera, tenemos razón creyendo que todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma"[303].

De nuevo resulta asombrosa la frivolidad y osadía con que Descartes establece sus conclusiones, pues a partir de que él no concibiera que el cuerpo pensase de alguna manera, era absurda la deducción según la cual "todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma". Y, por ello mismo, considerando que la única evidencia de que disponía era la de la existencia del pensamiento, no podía justificar a partir de él la serie de características que atribuyó a esa supuesta realidad del alma, como en especial su carácter simple, inmaterial e inmortal. Se trataba de una creencia básicamente religiosa, y, aunque se había mantenido a lo largo de los siglos, la aplicación rigurosa de la regla de la evidencia debiera haber conducido al pensador francés a ser más prudente y a no afirmar como evidente la existencia de la realidad fantasmagórica que se correspondía con tal creencia. El hecho de que ni siquiera llegase a ser consciente del carácter tan problemático de tal concepto es una prueba más no sólo de su frivolidad y de su entera acomodación a las "verdades" de la religión católica, sino también de la debi-lidad de la regla de la evidencia como criterio para avanzar en el descubrimiento de la verdad.

¿Por qué incurrió el filósofo francés en afirmaciones tan precipitadas y tan mal fundamentadas? Antes ya se ha sugerido que posiblemente uno de los factores que podían haberle condicionado en este sentido era el de la frivolidad y la osadía de su carácter, que le conducía a ofuscarse a la hora de establecer conclusiones para las que no tenía otra base que la de aquellas creencias religiosas a las que no se había atrevido a aplicar la duda metódica. Otro factor que pudo contribuir a la aparición de tales errores pudo consistir en que sus creencias religiosas, en las que había sido adoctrinado durante su infancia, hubieran arraigado en él de tal forma que llegase a verlas como auténticos conocimientos. Pero en realidad y a pesar de la serie de ocasiones en que Descartes trató temas religiosos en sus escritos, no parece que lo hiciera por ningún tipo de sentimiento místico ni de religiosidad especialmente intensa, sino más como un modo de construir su sistema filosófico de forma que fuera compatible con las doctrinas de la iglesia católica. De otro modo sería difícil-mente explicable que una persona tan capacitada para las Matemáticas hubiese considerado como verdades evidentes aquellas doctrinas que eran simples dogmas de la religión católica, que no sólo se encontraban alejados de cualquier procedimiento de verificación sino que en algunos casos introducían problemas insolubles o incluso contradictorios, como sucedía en el caso de la supuesta interacción del alma con el cuerpo, problema que el pensador francés tuvo la frívola osadía de abordar y de pretender haber solucionado, al igual que había pretendido hacer con algunos otros dogmas igualmente incomprensibles y contradictorias por definición.

En su exaltación de la "res cogitans" frente a la "res extensa", Descartes llegó a escribir:

"Yo niego que la cosa pensante necesite otro objeto distinto de sí mismo para ejercitar su acción"[304].

Se trataba de una afirmación que recordaba la aristoté-lica en relación con la propia divinidad considerada como "nóesis noéseos", como pensamiento que se piensa a sí mismo, afirmación carente de contenido, pues "pensar que se piensa" sin que tal pensamiento recaiga sobre una realidad ajena a la propia acción de pensar es tan absurda y vacía como lo sería la acción de recordar sin que tal acción reca-yese sobre un determinado contenido, sobre determinados recuerdos.

En su interpretación de la idea del alma Descartes se encuentra en una posición bastante próxima a los dualismos pitagórico y platónico, y, por ello mismo, instalado frívola-mente en el mundo de lo mítico. Aristóteles había progresado mucho en este punto al considerar que el alma sólo era la forma o estructura del cuerpo por la que éste era apto para realizar sus funciones vitales[305]es decir, como aquella estructura del cuerpo que permitía a los seres que la poseían realizar diversas funciones vitales. Y del mismo modo que el concepto de estructura no se refiere a una realidad material ni espiritual sino que se trata simplemente de un concepto abstracto, de manera que a nadie que no fuera un idealista platónico se le ocurriría afirmar que se trataba de una realidad existente en sí misma sin ser la estructura de algo y exis-tiendo en ese algo, con ese mismo sentido común Aristóteles consideró que la corrupción del cuerpo implicaba la corres-pondiente disolución de su forma o estructura, y, por ello mismo, negó que el alma, en cuanto forma y naturaleza del cuerpo, pudiera ser inmortal.

Sin la presencia de tales prejuicios religiosos, Descartes hubiera podido preguntarse por qué sus diversos pensamien-tos "parecían" acompañar a su cuerpo en cualquier lugar en que éste se encontrase y, de hecho, su frívola osadía le llevó a asignarle un lugar, la glándula pineal, lo cual se encontraba en contradicción con el teórico carácter no espacial de la res cogitans. Igualmente podía haberse planteado por qué le pa-recía tan inconcebible que el cuerpo fuera capaz de pensar, si podía saber perfectamente que, cuando el cerebro de una per-sona quedaba dañado por un accidente o por una enferme-dad, su mente sufría una serie de anomalías que podían alcan-zar hasta la pérdida de la memoria o de la consciencia, lo cual constituía por lo menos un claro indicio de que sí había una clara relación entre el alma y el cerebro. Es cierto que Des-cartes no negó esta relación, pero no lo es menos que habría simplificado el "problema psicofísico" si, en lugar de intro-ducir la idea del alma para explicar las diversas vivencias, sensaciones, sentimientos y pensamientos, hubiera actuado, de acuerdo con el principio de economía de Ockham, consi-derando el cerebro como la realidad estrictamente necesaria para explicar la aparición de tales vivencias y sin la cual nin-guna de ellas se daba. Curiosamente Descartes utilizó como argumento para defender la independencia del alma respecto al cuerpo la observación según la cual cuando un brazo es amputado el alma sigue teniendo las mismas cualidades que antes de la amputación, y, por ello, resulta muy difícil creer que no se le ocurriera realizar una comparación distinta, planteándose si habría podido decir lo mismo en el caso de que en lugar del brazo lo amputado hubiera sido una parte del cerebro. Por ello, la comparación cartesiana parece una mues-tra más de su mendacidad a la hora de pretender poner a prueba la doctrina dualista sobre la naturaleza humana, pues es evidente que la utilización del segundo ejemplo le habría puesto en apuros para explicar la correlación existente entre los diversos estados del cerebro y las diversas capacidades humanas, físicas y psíquicas. Es posible que Descartes hubie-ra replicado a esta objeción que lo que sucedía era que el cerebro dañado impedía la llegada de los mensajes del alma hasta el resto del cuerpo, al igual que impedía que accediesen al alma determinados mensajes del cuerpo. Pero de nuevo se le podría replicar: 1) que, de acuerdo con el principio de eco-nomía de Ockham, lo que podía ser explicado de un modo más sencillo no tenía por qué ser explicado de un modo más complicado, y 2) que por muy en condiciones que hubiera estado el cerebro lo más incomprensible habría sido la expli-cación acerca de cómo los fenómenos pertenecientes al ámbito de la res extensa podían influir en la res cogitans y viceversa.

Por otra parte, si con su defensa del mecanicismo había introducido la teoría de que la conducta de los animales podía explicarse adecuadamente considerando que eran máquinas complejas, pero máquinas al fin y al cabo, parece que sólo sus prejuicios, temores y ambiciones, especialmente ligados a sus relaciones con la jerarquía católica, pudieron desviarle de una aplicación audaz de su mecanicismo al ser humano, como más adelante defendió su compatriota La Mettrie (1709-1751), defensor del materialismo y de la consideración de que el hombre era, como los demás animales, una máquina que funcionaba de acuerdo con las mismas leyes que deter-minaban los cambios en toda la naturaleza, interesándose en el estudio del sistema nervioso y del cerebro a partir de la consideración de que, siendo los estados "anímicos" corre-lativos con los del cuerpo, resultaba evidente que tales estados se explicaban por las características del cerebro.

Por su parte, a partir de la afirmación de la existencia de la res cogitans como una sustancia distinta de la res extensa, Descartes se internó en un callejón sin salida a la hora de explicar cómo esta supuesta realidad inmaterial del alma podía relacionarse con otra sustancia tan radicalmente hetero-génea como lo era el cuerpo. Es evidente que, si Descartes se hubiera atrevido a alejarse de las doctrinas religiosas tradicio-nales defendidas en el medio político y cultural en que se movía, su prestigio intelectual se habría derrumbado, su pre-sencia en cualquier universidad hubiera sido impensable, su pretensión de contar con el apoyo de la jerarquía católica habría sido inútil y su temor a las represalias de dicha jerar-quía, que ya sufría, a pesar de su cuidado en no alejarse de sus doctrinas, hubiera estado plenamente justificado. Convie-ne también tener en cuenta que, a pesar de su prudencia en relación con las cuestiones teológicas, tuvo serios conflictos tanto con algunos miembros del clero católico como con los teólogos protestantes de las universidades de Utrecht y de Leiden, y que pocos años después de su muerte sus obras fueron incluidas por la jerarquía católica en su "Índice de libros prohibidos".

A pesar de todo, a la hora de explicar determinados fenómenos como el de la muerte, Descartes la explicaba desde un planteamiento que no coincidía plenamente con el tradicional de la jerarquía católica y con el platonismo, que entendía que ésta era una consecuencia de que el alma se separaba del cuerpo, sino que consideró que los órganos del cuerpo sufrían un deterioro y una desorganización que impe-día la continuación del ciclo vital, de forma que tal situación era la que determinaba la muerte y la subsiguiente separación del alma respecto al cuerpo. Y, en este sentido, dijo que la muerte se producía

"porque alguna de las principales partes del cuerpo se corrompe; y pensemos que el cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata […] cuando está montado y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los cuales fue creado, con todo lo necesario para su funciona-miento, difiere del mismo reloj o de otra máquina cuando se ha roto y deja de actuar el principio de su movimiento"[306].

Su explicación de la muerte como consecuencia del dete-rioro y desorganización de los órganos vitales era correcta, al igual que la del cese del funcionamiento de cualquier má-quina cuando sus piezas dejan de estar adecuadamente orga-nizadas, y precisamente por ello no tenía necesidad alguna de hacer referencia a un concepto religioso como el del alma. Por ello, aunque puedan encontrarse motivos por los cuales no llegase a dar el paso que posteriormente dio La Mettrie, considerando que el ser humano era tan asimilable a una máquina como el resto de seres vivos –aunque con la impor-tante diferencia respecto a las "máquinas artificiales" de que, al menos hasta el momento actual, éstas, a diferencia de los seres vivos, no sienten ni piensan realmente-, tales motivos no eran de carácter científico ni de simple especulación racio-nal, sino sólo consecuencia de aquellos prejuicios y de aque-llos factores que se han mencionado en la segunda parte de este trabajo. Tales prejuicios fueron los que le llevaron a asumir como evidente (!) el dualismo psicofísico, el rechazo de que el cuerpo fuera capaz de pensar y la doctrina de que la existencia del pensamiento sólo resultaba explicable a partir de la existencia de una realidad como la "res cogitans", radicalmente distinta de la "res extensa".

5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del alma

Llevado de sus prejuicios religiosos y de su frivolidad habitual, en el Discurso del método Descartes consideró evidente (!):

1) la existencia del alma,

2) que se trataba de una realidad independiente del cuerpo,

3) que no estaba sujeta a morir con él, y

4) que, en consecuencia, era inmortal, según tuvo la osadía de escribir:

"conocí […] que era una sustancia cuya esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es"[307].

Resulta realmente inaudito que, después de su teórica exigencia absoluta de claridad y distinción para aceptar la verdad de un supuesto conocimiento, Descartes afirmase luego con tanta frivolidad doctrinas tan alejadas de la evidencia, como las que se acaban de citar. Por ello, la actitud cartesiana sólo parece comprensible considerando que en realidad el pensador francés era consciente de no haber tales tesis, pero debió de juzgar que sus elucubraciones serían del agrado de la jerarquía católica y quiso mostrarse compla-ciente con ella en espera de una posible compensación.

Igualmente y como un descubrimiento asombroso, aun-que sospechosamente coincidente con el correspondiente dogma de la religión católica, en las Meditaciones Metafí-sicas declaró haber demostrado que

"el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal"[308].

Pero, más allá de esta simple declaración y de algún argumento sin valor alguno, no existe en sus planteamientos nada que se parezca a una demostración ni de la existencia del alma como sustancia independiente del cuerpo ni, por supuesto, de la inmortalidad de tal hipotética sustancia.

A través de estas afirmaciones, Descartes se mostró especialmente osado y nada escrupuloso al afirmar como evidentes doctrinas muy alejadas de cualquier posible demos-tración, alejadas igualmente de la experiencia y, por ello mismo, de una deducción que derivase de datos objetivos, pues no contaba con otra base que con prejuicios religiosos, asentados en su mente como consecuencia del adoctrina-miento recibido en su infancia y en su juventud, de su círculo de amistades clericales, de su ambición por triunfar como filósofo católico con la ayuda de la jerarquía católica y, en una cierta medida, de su temor a esta misma jerarquía. En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Des-cartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el yo era una sustancia pensante, que sólo consistía en pensar, que no necesitaba ni dependía de ninguna sustan-cia material, que se identificaba con el alma, que ésta era enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo no existiera, el alma no dejaría de ser todo lo que era, pues todas estas doctrinas no eran otra cosa que prejuicios que se identificaban con aquellas creencias religiosas a las que no había aplicado la duda. Por ello, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios y a ese ambiente clerical en que se movía especialmente, no habría llegado a defender el carácter evi-dente de tales doctrinas, que podían ser aceptadas de forma acrítica, pero que, en cualquier caso, ya en el siglo XIV se habían presentado como problemáticas, al menos desde el punto de vista del conocimiento, al mismo Ockham, quien, a pesar de no haberse opuesto a los dogmas religiosos, consi-deró que había que establecer una línea de separación entre aquello que podía ser objeto de conocimiento y aquello que sólo podía afirmarse desde la fe. Descartes, sin embargo, llevado de su megalomanía y de su orgullo, que le condujeron a creer que su razón podía conducirle a la consecución de un objetivo semejante, tuvo la frívola pretensión de establecer un nexo entre la realidad cognoscible y las doctrinas teológicas católicas.

Por otra parte, la sorpresa se convierte en asombro ante la osadía del pensador francés cuando afirma con la misma impresión de evidencia (!) que aunque el cuerpo no existiera el alma no dejaría de existir, pues algo muy parecido a la evidencia más bien muestra lo contrario: Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se constata sin dema-siada dificultad que, en cuanto el cerebro no se encuentra en condiciones adecuadas, su actividad pensante parece ser nula o muy escasa, y, en cualquier caso, nada evidente; y, del mismo modo, se asocian de forma espontánea los ciclos de vigilia y de sueño con ciclos paralelos de conciencia psíquica similarmente diferenciables, sin necesidad de recurrir a una tecnología científica especialmente sofisticada a fin de com-probarlo. Además, cuando no median los prejuicios religio-sos, todo el mundo entiende por simple auto-observación que se identifica con el cuerpo material en el que siente, observa, sufre, recuerda, desea, piensa y decide, a no ser que los prejuicios en que ha sido adoctrinado, puedan llevarle a creer que su cuerpo es un simple instrumento de su "alma", enten-dida como una realidad platónica inmaterial capaz de inter-actuar con dicho cuerpo, a pesar de que a nadie se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo existiendo con inde-pendencia de dicho cuerpo, o pensando a mil kilómetros de distancia del lugar en el que su cuerpo se encuentra, a no ser que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas le hayan llevado a la convicción de que alma y cuerpo sean realidades esencialmente diferenciables e independientes.

La serie tan asombrosa de "evidencias cartesianas", tan alejadas de auténticas verdades objetivas, sirve en cualquier caso para comprobar una vez más que estas impresiones, por mucha seguridad subjetiva que puedan proporcionar, en ningún caso pueden servir por ellas mismas como criterio de verdad.

5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo

Por lo que se refiere a esta cuestión, absurda en sí misma sin necesidad de mayor análisis, Descartes afirma en un primer momento, con aparente dominio seriamente científico de la cuestión, la existencia de una unión del alma con el conjunto del cuerpo, aunque sin explicar cómo se daría tal unión. Indica en este sentido que

"el alma está de verdad unida a todo el cuerpo y […], hablando con propiedad, no se puede decir que esté en una de sus partes con exclusión de las otras, puesto que es uno y en cierto modo indivisible debido a la dispo-sición de sus órganos que se relacionan entre sí de tal manera que, cuando uno de ellos es suprimido, eso hace defectuoso a todo el cuerpo; y puesto que el alma es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la extensión ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia de que se compone el cuerpo, sino solamente con todo el conjunto de sus órganos, como se deduce del hecho de que en modo alguno se podría concebir la mitad o la tercera parte de un alma, ni qué extensión ocupa, y de que no se hace pequeña porque se suprima una parte del cuerpo, sino que se separa enteramente de él cuando se disuelve el conjunto de sus órganos"[309].

Sin embargo, poco después especifica que se encuentra alojada en la glándula pineal:

"el alma no puede ocupar en todo el cuerpo ningún otro lugar que esta glándula [= la glándula pineal] en la que ejerce inmediatamente sus funciones"[310],

afirmación asombrosa y radicalmente contradictoria con la anterior, pues, al margen de la absurda frivolidad de defender la inmaterialidad del alma concediéndole a la vez una cuali-dad propia de la res extensa como lo es la de ocupar un lugar, cuando dice que "el alma está de verdad unida a todo el cuerpo", tales palabras son incompatibles con las que asocian al alma con un lugar concreto del cuerpo como sería la glándula pineal. Tanto en un caso en el otro Descartes defiende una localización espacial del alma, lo cual es un disparate absoluto desde el momento en que había conside-rado la res cogitans como inextensa e inmaterial. Parece que al pensador francés no le importó demasiado incurrir en esta nueva contradicción, al margen de que no le quedasen muchas otras salidas, ya que, en cuanto la interacción entre ambas sustancias se mostraba como un misterio irresoluble, la consideración de que el alma ocupaba un lugar parecía que podía servir para aproximar un poco las distancias insalvables entre ambas sustancias y para intentar "comprender" (?) su interacción con el cuerpo.

Una vez afirmada la localización del alma en la glándula pineal y a pesar de que la interacción entre el alma y el cuerpo seguía siendo contradictoria, al parecer a Descartes le resultó ya más fácil dar una explicación de esta cuestión, atreviéndose, con su frivolidad y osadía habituales, a con-siderarla evidente, y, así, en este sentido afirmó:

"me parece haber reconocido evidentemente [!] que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus funciones no es el corazón ni tampoco el cerebro, sino solamente la más interior de sus partes, que es una determinada glándula muy pequeña, situada en el centro de su sustancia y suspendida encima del conducto a través del cual los espíritus animales[311]de las cavidades anteriores se comunican con los de la posterior, de tal manera que los menores movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a cambiar el curso de estos espíritus, y recíprocamente, los más pequeños cambios que tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en gran medida a cambiar los movimientos de dicha glándula"[312].

Como comentario anecdótico de estas palabras conviene llamar la atención acerca de su carácter contradictorio en cuanto la expresión "il me semble", utilizada por Descartes, implica –a diferencia de "je sais"- una forma inconsciente de expresar la propia inseguridad respecto a la verdad de lo que estaba afirmando como evidente: la relación del alma con la glándula pineal; y así, a pesar de querer basar sus conoci-mientos en "evidencias", al utilizar ese verbo tan curio-samente contradictorio con "lo evidente", a diferencia de la expresión "je sais", estaba afirmando y negando al mismo tiempo la evidencia respecto a tal cuestión.

Por otra parte, mediante su teoría de la relación psicoso-mática Descartes tuvo la nueva osadía de haber demostrado no sólo que el alma se encontraba ubicada en el cuerpo sino que era capaz de mover la glándula pineal, la cual a su vez determinaría los diversos movimientos de los espíritus anima-les, de los nervios y de los músculos, y, a su vez, podría recibir información del estado de su cuerpo mediante un proceso similar pero inverso.

Ante el texto anterior, escrito con tanta seguridad apa-rente a pesar de su carácter absurdo, vuelve a surgir la pre-gunta de otras ocasiones: ¿Creía Descartes realmente en la verdad de lo que decía? ¿Podía creer realmente esa serie de sandeces relacionadas con la supuesta interacción entre el alma y el cuerpo? ¿Qué explicación puede encontrarse para una pretensión tan absurda? Parece de nuevo que la explica-ción de esta actitud se encuentra expuesta en la segunda parte de este trabajo, en donde se habla de una serie de peculia-ridades de su personalidad, como la megalomanía, la frivoli-dad, la mendacidad, el orgullo y la osadía y algunas otras cuya conjunción debió determinar que el pensador francés no sólo fuera incapaz de enfrentarse a las doctrinas tradicionales de la jerarquía católica sino que incluso tuviera un interés especial en defenderlas, "aclarando" sus misterios más inson-dables mediante explicaciones aparentemente serias y profun-das. En cualquier caso lo que parece evidente es que el hecho de que una persona capacitada como él incurriese en seme-jantes absurdos y en descripciones detalladas de algo que por definición era imposible percibir sólo resulta explicable por motivos ajenos a dicha capacidad intelectual.

Por suerte y en contra de las orientaciones de la "inves-tigación" [?] cartesiana, en la actualidad la Biología o la Psicología experimental explican la interacción "psicofísica" sin aferrarse a doctrinas religiosas y, desde luego, sin hacer referencia alguna a un concepto metafísico o religioso como el del alma, hablando sólo de la relación entre el cerebro y el resto del cuerpo a través del sistema nervioso y de sus neuro-nas sensitivas o motoras, y olvidando, por lo menos a efectos científicos, cualquier referencia a aquella supuesta sustancia inmaterial, que, quienes la siguen aceptando lo hacen sólo desde una perspectiva mítico-religiosa, pero no científica.

Desde luego, la explicación cartesiana no era ni clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el momento en que para explicar la conexión entre lo inmaterial y lo material recurría a un tercer elemento que seguía siendo material, el problema no sólo quedaba sin solucionarse sino que se multiplicaba, al tener que explicar la relación entre el alma y ese tercer elemento constituido por la glándula pineal, pues por mínimo que fuera el punto de conexión entre ambas realidades, el misterio de cómo lo inmaterial podía influir en lo material y viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que decía haberse propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con una explicación tan absurda desde el punto de vista del análisis racional, tan radicalmente alejada de la comprobación experimental, y que además fuera capaz de considerarla como evidente[313]En resumidas cuentas, se trataba de un error incomprensible si no se tenían en cuenta las peculiaridades de su personalidad a que se ha hecho refe-rencia así como su interés en manifestar, mediante sus aporta-ciones tan sabias y eruditas, su apoyo incondicional a la jerar-quía católica, que era en aquel momento la organización polí-tica y social más poderosa –y más peligrosa- de Europa.

La consideración según la cual el alma era una sustancia distinta del cuerpo le sirvió para excluir al ser humano del mecanicismo que había defendido como explicación del comportamiento de la res extensa en general y del resto del mundo biológico en particular, insistiendo en la existencia de una diferencia esencial entre los animales y el hombre porque, mientras los animales serían simples configuraciones de la materia especialmente complejas, pero sometidas en todo caso al determinismo mecanicista, el ser humano, aun-que era una realidad dual, se identificaba propiamente con su alma, que gozaba de "libre albedrío" y que, por lo tanto, no estaba sometida al mecanicismo determinista de la res extensa. Por ello el "teólogo" francés escribió que

"después del error de los que niegan a Dios […] no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras que, si sabemos cómo son de dife-rentes, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto, que no está sujeta a morir con él y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal" [314]

Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo bio-lógico fue realmente una intuición fructífera para el avance de la Biología[315]las explicaciones que introdujo para mante-ner las diferencias abismales entre los animales y el hombre se basaban en la aceptación de prejuicios procedentes de la filosofía platónica y, sobre todo, del cristianismo y de la filo-sofía escolástica, que tuvieron mucho más peso en Descartes que la toma en consideración de puntos de vista de otros filósofos de la antigüedad como los atomistas, que habían defendido el materialismo y, en consecuencia, una interpre-tación determinista del conjunto de cambios de la Natura-leza, o como Anaximandro y Empédocles, que ya habían defendido el evolucionismo, o como también el mismo Aris-tóteles, que no había aceptado el dualismo platónico radical según el cual el alma podía existir separada del cuerpo, ni la de la existencia de una diferencia tan radical entre el alma del ser humano y la del resto de seres vivos, sino sólo una diferencia cualitativa, que, en el caso del ser humano, radicaba especialmente en su capacidad racional. En estos plantea-mientos Descartes ni siquiera puso un cuidado mínimo a la hora de aplicar la regla de la evidencia, a la que en teoría tanto valor concedía, pues, en contra de su punto de vista, idéntico al cristiano, lo evidente no era la existencia de dife-rencias tan radicales entre el psiquismo de los animales y el del hombre, sino, por el contrario, la de unas semejanzas realmente claras, especialmente si, en lugar de comparar el psiquismo humano con el de las moscas o el de las hormigas, como hizo el pensador francés con la intención –aparente al menos- de que la distancia entre el psiquismo humano y el de los animales en general apareciera como algo más claramente radical, hubiese realizado tal comparación entre animales como el chimpancé o el gorila, con cualidades psíquicas especialmente desarrolladas, y el hombre[316]Además, no era tan difícil comprender que los animales percibían, sentían y tenían toda una serie de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que tales fenómenos tuvieran una explicación natural que ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre requerían de un principio fantasmagórico inmaterial como el que pretende expresarse mediante el concepto de alma. En cualquier caso, si algo estaba cerca de la "evidencia", por lo menos de una evidencia mayoritaria entre los pensadores no ligados o controlados por la jerarquía católica, era precisamente lo contrario de lo que Descartes defendió.

No obstante y a fin de presentar el problema de la relación psicofísica de un modo más aceptable, el filósofo francés consideró igualmente que en realidad los movimien-tos conscientes no eran causados directamente por la res co-gitans, pues lo único que ésta podía hacer era alterar la dirección de los movimientos del cuerpo, gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo a través de la glándula pineal. Pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un intento ridículo de dar por solucionado un problema irreso-luble por definiciónen cuanto se planteaba a partir del prejuicio de que cuerpo y alma fueran dos sustancias esen-cialmente heterogéneaqs.

En relación con esta cuestión tiene especial interés mencionar la perplejidad de la princesa Elisabeth de Bohe-mia, quien en 1643 escribió una carta al pensador francés en la que le planteaba el núcleo del problema de la interacción entre alma y cuerpo, pidiéndole abiertamente que le hiciera "saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos volun-tarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensan-te"[317]. La respuesta de Descartes fue muy significativa, pues, conociendo la perspicacia de la princesa y queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de la humanidad, lo único que se le ocurrió fue comparar mediante una especie de metá-fora la relación entre el cuerpo y el alma con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad, considerando que del mismo modo que se sabe que la gravedad

"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos superficies"[318].

Esta comparación, sin embargo, era inadecuada –como no podía ser de otra manera-, a no ser que Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto especialmente compli-cado y difícil para la Física en aquellos tiempos, tenía una entidad similar a la de la res cogitans y que, por lo tanto, fuera una misteriosa fuerza espiritual que arrastraba a los cuerpos hacia el centro de la Tierra, lo cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza como ésa.

A su vez, en su respuesta a esta carta la princesa vuelve a centrarse en la cuestión central del problema y, hablando con sinceridad y sin complejos, le dice a su maestro de manera muy incisiva y acertada: "confieso que me sería más fácil otorgar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a él"[319].

A continuación de esta carta, en la que de forma persis-tente pedía a su mentor una explicación de lo inexplicable, Descartes le responde dando síntomas de encontrarse perdi-do, sin saber qué responder, diciéndole:

"no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es menester concebir-los, simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más fácil atribuirle materia y extensión que capacidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la extensión dichas, pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo sentido en su fuero interno, le será fácil pensar que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento, porque aquélla reside en un lugar deter-minado y excluye de él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y, así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácil-mente el alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber concebido su unión"[320].

Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos máximamente confusa, en la que el pensador francés co-menzaba reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto com-puesto de cuerpo y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio pensador reconoce, "en ello hay contradicción". Pero la confusión de las explicaciones del pensador francés es tal que es seguro que ni él mismo sabía qué quería decir con su enrevesado concepto de una "extensión del pensamiento", pues, en primer lugar, concede a la princesa que considere que el alma es material y extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación y sin claridad de ninguna clase, le indica que "esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en sí y que la extensión de esa materia es de naturaleza diferente a la extensión del pensamiento", lo cual era conceder a la res cogitans una cualidad que pertenecía como esencia a la res extensa. En fin, se trataba de una respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una "extensión del pensamiento", que, por muy diferente que fuera respecto a la extensión material, era realmente un concepto [?] imposible de imaginar y que ni el propio pensador tuvo el atrevimiento de explicar.

Además, resulta muy sintomático de lo incómodo que Descartes se encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que hacia la parte final de este escrito, bastante breve, por cierto, dijera a la princesa que

"sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia"[321],

y que unas líneas más adelante se excuse de seguir tratando el tema diciéndole que

"una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedi-carme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos"[322].

Se trataba de un pretexto insólito, pues en relación con la princesa Descartes nunca se hubiera excusado de escribirle una carta más extensa para debatir o para aclarar cualquier cuestión que hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez, su excusa iba acompañada de la comunicación de un problema personal, cuyo significado podía ser el de enmascarar su petición a la princesa de que no le torturase con esas pregun-tas para las que no disponía de una respuesta coherente, diciéndole en su lugar que tenía graves problemas personales que le impedían alargar su carta.

Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que se añadía ese final en el que Descartes manifestaba, de forma más o menos directa o indirecta, su deseo de no seguir tratan-do esa cuestión, lo único que quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a que se pusiera en evidencia su atrevida ignorancia. Sin embargo, la princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año llegó a decir a Des-cartes que "aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera duda"[323].

Ante esta nueva referencia al mismo tema, su sabio amigo no se dio por aludido y cambió de asunto sin volver a hacer referencia a éste, como si la princesa no le hubiera vuelto a pedir explicaciones. Su silencio era una muestra clara del reconocimiento de que no sabía que responder a estas objeciones. El respeto y la admiración que sentía por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegre y frívolamente a la "sociedad culta" que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones, tan aparentemente eruditas y científicas, en realidad no demostraban nada, lo mejor era guardar silencio.

Finalmente y por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica esencia del hombre, aunque estuviera unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que la utilización del concepto de "esencia" representa por sí mismo una penosa concesión a la metafísica aristotélica que en este punto ya había recibido críticas suficientemente serias, y, en segundo lugar, que, en cuanto Descartes pretendía referirse con el término "alma" a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de los diversos procesos mentales y que, por defini-ción, no podía ser objeto de ningún tipo de percepción sensible, ni la Ciencia ni la Filosofía podían decir nada de ella en cuanto no era ni racional ni empíricamente demos-trable, por lo que el valor de tal "evidencia intuitiva" car-tesiana no podía ser mayor que el de un espejismo.

Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la diferencia existente entre los fenómenos físicos y los psíquicos, puede constatarse igualmente la existencia de una clara correspondencia entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neurología o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la pretensión de que exista "el alma", como realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la realidad del cuerpo no parece derivar de otra cosa que una antigua creencia mítica que condujo al olvido del carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico, un "fantasma en la máquina" según la expresión de Gilbert Ryle[324]En este punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del lenguaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar que, más allá de cualquier término lingüístico, debe de existir una realidad que se corresponda con él, como sucede precisa-mente con el términos "alma", o con los de "sustancia inmaterial", "muerto viviente", "círculo cuadrado", "libre albedrío" y muchos otros para los que no existe un sentido consistente que vaya más allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué podría ser, si es que pudiera ser algo.

5.2.3. La res cogitans y la libertad

El problema de la libertad ocupó también bastantes páginas en la obra de Descartes, a pesar de que no dio soluciones nuevas y de que incurrió en los mismos errores de otros autores, no llegando a comprender que el problema al que se enfrentaba era sólo un pseudo-problema, un problema meramente lingüístico.

El enfoque cartesiano de esta cuestión estuvo lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones, como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del intelectualismo socrá-tico en relación con el comportamiento humano, para negar su valor en otros momentos, siendo al parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas de su tradicional frivolidad, e incoherente con las doctrinas que había defendido en otras ocasiones, como si fuera amnésico. Así, cuando intentaba hacer compatible la libertad humana con la omnipotencia divina incurría en contradicciones inevitables de las que lo más sorprendente era que no fuera consciente, aunque la verdad es que hubo una larga serie de ocasiones en que incurrió en contradicciones similares sin que al parecer llegase a percatarse.

En algún momento argumentó que la libertad era un fenómeno que no requería de demostración alguna, pues se intuía de manera directa. En este punto tenía razón, pues efectivamente tenemos conciencia de que en muchas oca-siones uno puede hacer lo que quiere –y en eso precisamente consiste la libertad-. Sin embargo, la falacia que se suele producir en esos momentos consiste en que a partir de tal intuición se olvida o no se tiene en cuenta que, aunque efectivamente uno sea libre para hacer lo que desee, el problema real comienza cuando uno se pregunta si es libre para dejar de hacer lo que desee o cuando se pregunta por la causa de tales deseos, pues es entonces cuando puede comprenderse que nadie elige desear lo que desea, sino que sus deseos son la expresión de la suma de sus tendencias y necesidades, conscientes e inconscientes, y que sus deci-siones voluntarias están sometidas al determinismo de sus motivaciones, de manera que, por ello, este concepto de libertad, en cuanto va unido al de necesidad, en ningún caso podría fundamentar los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa o bondad y maldad de los actos humanos, categorías morales aceptadas por Descartes de acuerdo con el adoc-trinamiento católico recibido.

Una parte considerable de las contradicciones en que incurrió el pensador francés al tratar esta cuestión se rela-ciona, como ya se ha dicho, con su sorprendente frivolidad a la hora de utilizar el término libertad, que entendió de mane-ras muy diversas, como en especial las siguientes:

a) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se decida por la consecución de un objetivo sin motivo alguno que le conduzca a preferirlo por encima de cualquier otro. Descartes consideró esta forma de libertad como su expresión más baja al afirmar que se trataba de

"poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia"[325].

Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar es erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad no dispusiera de motivo alguno para dirigirse hacia un obje-tivo más que a otro, habría que considerar la decisión corres-pondiente, si fuera posible que se produjera, como azarosa y no como libre. Pero, además, aunque en principio pueda imaginarse la hipótesis de una elección entre acciones indi-ferentes, en realidad toda elección o decisión de la voluntad se produce por algún motivo, por muy irracional o impulsivo que sea o por mínimo que sea el atractivo que impulse a elegirlo, pues en caso contrario, al no existir motivo alguno para tales decisiones, éstas ni siquiera se producirían o, en el caso de que pudieran producirse, sólo surgirían como un impulso ciego, concepto que también considera Descartes como una forma de libertad, según se indica a continuación.

b) Como voluntad en el sentido de simple impulso del alma sin relación con objetivo alguno que la determine. En Las pasiones del alma Descartes se refiere a este concepto cuando entiende las "voluntades" como "emociones del alma" que "son causadas por ella misma" y, en consecuencia, sin que dependan de una realidad ajena:

"[Añado también que las pasiones] son motivadas, mantenidas y amplificadas por algún movimiento de los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se refieren a ella, pero que son causadas por ella misma"[326].

Desde una perspectiva religiosa, muy lejos todavía de los planteamientos de Schopenhauer, Descartes se aproxima aquí a la intuición del voluntarismo del alemán, quien consideró que la esencia última de la realidad, no sólo del hombre sino del Universo en general, podía ser considerada como volun-tad, una voluntad que no surgiría como consecuencia de una intelección previa del bien y que, en consecuencia, conver-tiría la supuesta libertad –en su sentido de "libre albedrío"- en un espejismo en cuanto no fuera ese bien el que la determi-nase, sino una fuerza ciega determinante de los continuos cambios de la realidad en general y del ser humano en particular.

Sin embargo, Descartes todavía se encontraba muy lejos de hablar de la voluntad como esencia última de la realidad, pues, encorsetado en las doctrinas católicas, la veía como una potencia divina de carácter absoluto y también como una potencia que capacitaba al hombre para generar sus propias decisiones con independencia del valor de los objetivos a los que tendiese en cuanto implicasen la satisfacción de una necesidad. Y aquí es donde, en los momentos en que defiende un punto de vista semejante, el planteamiento cartesiano se convierte en irracional al no haber comprendido que el querer humano no es una potencia independiente que pueda tender hacia cualquier objetivo, sino que son éstos los que, en cuanto el ser humano los perciba, consciente o inconscien-temente, como satisfactorios de alguna necesidad, se convier-ten en determinantes de sus decisiones.

Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la esencia última de la realidad estaba constituida por la voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda racionalidad, presente tanto en el ser humano como en el resto de la natu-raleza, llegando a considerar la misma fuerza de la gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopenhauer fue el defendido por Nietzsche, quien, a propósito de tal concepto, le añadió la especificación voluntad "de poder", queriendo decir con ella que la voluntad tiende a un objetivo, que es el de la progresiva integración de fuerzas en unidades cada vez mayores, aunque esta finalidad parecía ser transitoria en cuanto a lo largo del tiempo, como también sucedía en la filosofía de Heráclito, todo se desintegraba de nuevo para dar lugar a una nueva y eterna repetición[327]

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