Para la puesta en práctica del método a fin de funda-mentar y reconstruir el conjunto de los conocimientos Descartes aplicó la duda de manera generalizada –aunque no por completo, pues la religión quedó libre de ella-, y llegó a la conclusión de que podía existir una duda razonable tanto respecto a la existencia de una realidad externa como respec-to al valor de las verdades matemáticas y, en consecuencia, del conjunto de todos los conocimientos. Sin embargo, la aplicación de dicha duda no tenía por qué conducirle a la negación del valor de todos esos conocimientos, en cuanto Descartes tuviera realmente argumentos suficientes para ello, de manera que, si adoptó una actitud aparentemente escéptica negando el valor de tales conocimientos, lo hizo de manera teatralmente calculada, sirviéndose de manera inadecuada de argumentos que, como puede verse a continuación, en reali-dad no conducían a una duda razonable acerca de la exis-tencia de la realidad externa ni acerca del valor de las verdades matemáticas, sino sólo a la negación del carácter objetivo de las sensaciones y al reconocimiento de que cualquiera puede equivocarse al realizar cálculos matemá-ticos, lo cual, si se sabía, era precisamente porque existía un procedimiento objetivo para verificar tales cálculos.
3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la realidad externa
En efecto, por lo que se refiere a la aplicación de la duda metódica universal –y al margen de la contradictoria excep-ción de no aplicarla a la religión-, Descartes aplicó la duda a los conocimientos sensibles –incluido el de la existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso del método que
"como nuestros sentidos a veces nos engañan, quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar"[202].
Igualmente, en las Meditaciones metafísicas escribió poste-riormente:
"a veces he experimentado que estos sentidos eran engañosos, y es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado"[203].
Además, consideró que la duda tenía pleno sentido en este terreno en cuanto podía suceder
"que estemos dormidos, y que todas esas particula-ridades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la cabeza, extendemos las manos, y cosas semejantes"[204],
de manera que tales vivencias sólo fueran ilusiones provo-cadas por el sueño, teniendo en cuenta además la imposi-bilidad de diferenciar de un modo seguro la vigilia y el sueño.
Como consecuencia de estas consideraciones Descartes pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía motivos sufi-cientes para dudar de la existencia de una realidad externa independiente del sujeto.
Sin embargo y como ya se ha dicho, lo que el propio autor había escrito en el Discurso del método como base para afirmar la problematicidad de la realidad externa no le permitía llegar a tal conclusión, pues efectivamente en esta obra escribió simplemente que "no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar" pero no que no existiera ninguna cosa, aunque fuera diferente de la forma en que los sentidos la mostraban. De manera que el hecho de que las cosas no fueran "tal"[205] como los sentidos las presen-taban sólo debería haberle servido para desconfiar acerca del valor objetivo de las sensaciones a la hora de mostrar cómo era la realidad en sí misma, pero no para dudar acerca de la existencia de dicha realidad.
Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso del método, que finalmente ponía en duda la existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia que no se deducía de la consideración del carácter engañoso de los sentidos. Además, parece que el propio filósofo se traicionó cuando utilizó la expresión "quise suponer"[206], que indica que en realidad no se produjo en él una duda de tan largo alcance sino que era el propio pensador quien se forzaba a sí mismo para dudar acerca de la existencia de la realidad externa a partir de un supuesto que no debía conducirle a otra duda que a la relacionada con la creencia ingenua en el valor objetivo de las sensaciones.
Por otra parte y a diferencia del planteamiento del Discurso del método, en las Meditaciones metafísicas la argu-mentación cartesiana tiene un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no parecen haber reparado, pues aquí Descartes ya no dice simplemente que las cosas no sean tales como aparecen sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que dudar de su valor de una manera total, no conce-diéndoles crédito alguno ni siquiera para afirmar la existencia de aquello que provoca las sensaciones. Es decir, parece que Descartes pudo haber tomado conciencia de la insuficiencia del planteamiento del Discurso del método en cuanto sólo servía para reconocer que los sentidos eran engañosos, considerando que las sensaciones no eran un fiel reflejo de la realidad, pero no para demostrar que fueran engañosos hasta el punto de que no sirvieran para informar al menos de que existía una realidad que afectaba a los sentidos, pues, si sabía que los sentidos le engañaban, eso sólo podía haberlo descubierto en cuanto hubiera conocido una perspectiva más objetiva en comparación con la cual había observado ese error de los sentidos o porque los mismos sentidos y la razón le habían servido para corregir errores anteriores respecto a la realidad observada.
Por otra parte, conviene señalar que en el texto citado de las Meditaciones Descartes se contradice por lo que se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras aquí afirma que "es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado"[207], considerando que el engaño estaría causado por una realidad independiente de la voluntad del sujeto, en otros momentos[208]indica con mayor acierto que el engaño o el error no provienen de los sentidos sino de una actuación de la voluntad en cuanto se pronuncia de forma inadecuada al determinarse a afirmar o a negar sin que el entendimiento le haya proporcionado bases suficientes para hacerlo. Y así, en este caso concreto, no tendría por qué haber afirmado que los sentidos eran engañosos sino sólo que podía producirse un error cuando se confundía el modo de ser de las sensaciones con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos un árbol que parece más pequeño que el lápiz con el que lo dibuja puede inducir a afirmar que los sentidos son engañosos respecto al tamaño de los objetos, pero no respec-to a su existencia, pues la mente se sirve de las sensaciones, pero tiene procedimientos para corregir los errores iniciales a que éstas puedan inducir, de manera que el error no proviene de los sentidos sino de los pronunciamientos de la voluntad cuando no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el recuerdo de experiencias pasadas, que pueden servirle para corregir la información procedente de manera exclusiva de los datos sensibles actuales. Por ello, si –como defiende Descartes- a la hora de juzgar la voluntad se refiere a las sensaciones que aparecen en su mente, acertará al decir que son como son, mientras que será el sujeto quien deberá apren-der a interpretarlas del modo más adecuado, que en ningún caso concluirá en la identificación del mundo de las sensa-ciones con el mundo de la realidad externa sino sólo en el reconocimiento de la existencia de algún tipo de isomorfismo entre las sensaciones y aquello que las provoca, ya que, por definición, sensación y mundo externo son realidades diver-sas. Sin embargo, a fin de corregir este error –no de los sentidos sino del sujeto que juzga y confunde las sensaciones con la realidad que las provoca- en las Meditaciones el pen-sador francés cambió el contenido y la forma de redacción del Discurso y habló simplemente de que, como los sentidos eran engañosos, en principio había que dudar de ellos no sólo en lo referente a la falta de adecuación entre las sensaciones y la realidad que las causaba sino incluso en la consideración de que las sensaciones podrían producirse en el sujeto sin una realidad que las provocase. Y en esta obra además, para poder asegurar que la duda tuviera un valor casi absoluto, introdujo la artificiosa hipótesis del genio maligno, a partir de la cual todo sería efectivamente dudoso a excepción de la verdad del cogito, de acuerdo con la posibilidad ya contem-plada en el siglo XIV por Ockham, referida a un dios enga-ñador que podría provocar sensaciones de modo directo y sin necesidad de que existieran realidades independientes, cau-santes de tales sensaciones.
Parece que en todas estas elucubraciones lo que Descar-tes pretendió no fue dudar de todo lo dudable sino introducir una duda artificial acerca de casi todo para que así su sistema apareciera más prodigioso en cuanto ell conjunto de la reali-dad quedaba puesto entre paréntesis por la aplicación de la duda; a continuación se descubría una única verdad que superaba la prueba de la duda, cogito, ergo sum; a partir de ésta se recuperaba a Dios; y a partir de Dios se recuperaba la realidad externa.
Realmente se trataba de un proceso portentoso, digno de la fantasiosa megalomanía del pensador francés. Pero, en resumidas cuentas, Descartes no jugó limpio en ese juego de la duda metódica, no sólo por haber excluido la religión de dicha duda sino especialmente por haber jugado a dudar de lo que quiso para luego aparentar que era capaz de realizar la proeza de redescubrirlo todo con la ayuda de Dios. Pero, como se ha podido ver, no tenía motivos para negar que por debajo de lo observado subyaciera una realidad X, al margen de que los sentidos no pudieran captar cómo era dicha realidad en sí misma y al margen de cómo apareciera como consecuencia de las sensaciones, cuyo modo de ser dependía del modo de ser de los sentidos.
En líneas generales ésta fue la crítica de Kant al "idea-lismo problemático" cartesiano, indicando que la categoría de existencia era aplicable a todo aquello que fuera objeto de sensación. En este punto, señaló Kant que no por el hecho de reconocer que la experiencia no capte le realidad de un modo objetivo, conociéndola en su ser más propio o como "cosa en sí", hay que llegar a una postura idealista que niegue la exis-tencia de la realidad empírica, pues, aunque la realidad en sí misma no se identifique con el modo según el cual el sujeto la conoce, "la existencia de la cosa que aparece no es de este modo suprimida, […] sino que se indica que, por medio de los sentidos, no podemos, en modo alguno, conocer lo que esta existencia sea en sí misma"[209] y, así, era absurdo considerar que los sentidos fueran engañosos hasta el punto de mostrar puras apariencias sin algo que apareciera, al margen de que su forma de manifestarse estuviera condicionada por el modo de ser de la sensibilidad del sujeto y al margen de que nunca pudiera llegar a conocerse cómo fuera ese algo en sí mismo.
La crítica kantiana era acertada y servía además para restituir al concepto de "existencia" el significado propio de su uso en el lenguaje ordinario, concepto que, a la vez que se aplica al sujeto cognoscente, se aplica igualmente a la realidad conocida en cuanto ambos se encuentran en un mismo plano, hasta el punto de que, como el propio Kant señala, ni siquiera el sujeto se conoce tal como es en sí mismo, sino sólo tal como aparece para sí.
Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión partiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas sensa-ciones cuya relación con una realidad externa e independiente del sujeto se suponía pero no podía demostrarse, desde un planteamiento como el kantiano o como el de la epistemo-logía genética de J. Piaget lo inicial no sería el yo ni lo sub-siguiente la experiencia de unas sensaciones, supuestamente relacionadas con una realidad externa, sino que lo inicial sería un complejo de experiencias difusas que progresiva-mente se irían diferenciando y polarizando, dando lugar a la aparición de la conciencia subjetiva, como realidad unida a sensaciones, percepciones, recuerdos, imágenes y pensamien-tos estructurados, identificados con los fenómenos que apa-recen ante la conciencia. Dicho con palabras del propio Piaget: "En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y perci-bidas no están ligadas ni en una conciencia personal sentida como un "yo", ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí"[210]. La conciencia subjetiva aparece también y de modo especial como capaci-dad de actuar sobre la realidad de la que se tienen expe-riencias sin que el sujeto las haya creado, mientras que el otro polo de la experiencia, es decir, la realidad sensible, mani-fiesta su ser imponiéndose a la subjetividad sin que ésta pueda hacer otra cosa que experimentarla, enfrentarse a ella o tratar de captarla y manipularla, sin poder trascenderla para conocer la realidad tal como pueda ser en sí misma con independencia del sujeto.
3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades matemáticas
A continuación y pese a que el método aplicado a los conocimientos matemáticos fue el que inspiró al pensador francés para la depuración y posterior recuperación en su caso de los conocimientos que pudieran superar la criba de la duda metódica, éste la aplicó a esos mismos conocimientos a partir de la consideración de que
"puesto que hay hombres que se equivocan al razonar incluso en los temas más simples de la geometría e incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones"[211].
Sin embargo y al igual que en el caso de los conoci-mientos sensibles, el pensador francés no se percató –o lo disimuló- de que desde el momento en que afirmaba que había hombres que se equivocaban o que incurrían en paralo-gismos eso sólo podía haberlo descubierto a partir del conoci-miento de cuál era la verdad acerca de tales cuestiones, descubrimiento que efectivamente se produce realizando las revisiones, enumeraciones y pruebas previstas en la cuarta regla del método y mediante la previa aceptación y uso del principio de contradicción. Y así, la duda metódica sobre las verdades matemáticas no podía tener sentido desde la referencia a los errores que eventualmente pudieran come-terse al realizar cualquier cálculo, pues tales errores podían corregirse mediante los procedimientos señalados, y además, como ya se ha señalado, sólo el conocimiento de cuál era la verdad de tales cuestiones era lo que precisamente permitía reconocer la existencia de los correspondiente errores.
En consecuencia, sólo el supuesto de la existencia de un genio maligno o de un dios engañador, introducido en las Meditaciones, podía servir para dudar del valor de las verdades matemáticas o de cualquier otro conocimiento con la única excepción de la verdad del cogito, en cuanto su evidencia estuviera provocada por tales seres hipotéticos
3.1.3. Duda metódica y religión
La duda metódica debía extenderse en teoría también a la religión, que no sólo tiene como base doctrinas dogmáticas indemostrables en muchos casos sino también contradictorias en muchos otros. Por ello, Descartes fue inconsecuente con su teórica pretensión acerca de la universalidad de la duda, por haber eximido de dicha prueba las supuestas verdades de su religión, que desde el principio aceptó con asombrosa frivolidad como reveladas, tanto por haber sido adoctrinado en ellas durante su infancia como por su temor a enfrentarse con la jerarquía católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo en cuenta estos motivos, en la primera máxima de su moral provisional, introducida en el Discurso del método, se refiere a su decisión de
"conservar con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia"[212].
En relación con esta cuestión, con su frivolidad habitual aunque siempre sorprendente, Descartes en ningún momento aclaró nada acerca del portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría concedido tal gracia, ni acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese podido alcanzar tales conocimientos a los que se abstuvo de aplicar la duda. Además, para dejar zanjada una cuestión que podía haberle reportado algún serio disgusto, el pensador francés no sólo no sometió la religión a la duda sino que proclamó abiertamente la total subordinación de su razón a la "autoridad de la Iglesia"[213] y tal actitud representó el reconocimiento explí-cito de que la exclusión de la Religión respecto a la aplica-ción de la duda metódica no tenía su justificación en las exigencias de la vida diaria, como había declarado en rela-ción con las máximas de su moral provisional, sino en el temor a las represalias de la jerarquía católica y de su "Santa Inquisición" en el caso de que se hubiese atrevido a dudar –o a simular que dudaba- de las doctrinas impuestas por dicha jerarquía, y en el deseo de contar con su apoyo cuando pudiera interesarle para su promoción personal como filó-sofo, como defensor de la dogmática católica y de la armo-niosa convivencia del conocimiento con las "verdades de fe", que, al igual que había defendido Tomás de Aquino, Descar-tes consideró siempre por encima de la razón en cuanto pro-cedentes del propio Dios.
Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad carte-siana llegase hasta el punto de llevarle a afirmar que aquellas doctrinas habían sido reveladas por Dios, pues, si no iba a comunicar cómo había averiguado la existencia de tal revela-ción, al menos podía haber tenido la coherencia metodológica de no haber hecho referencia a ella, ya que indudablemente a todo el mundo le habría interesado saber cómo convertir las propias creencias en verdades evidentes y, si él hubiera sabi-do cómo hacerlo, su informe habría sido de extraordinaria utilidad. Pero la verdad es que no fue capaz de llegar tan lejos y que, tal vez por haber considerado que su círculo de amis-tades católicas no iba a pedirle explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de presentarlo como verdad absoluta. Resulta igualmente asombroso por ello que quien fue consi-derado como "padre del Racionalismo" destacase en tantas ocasiones como el máximo defensor de este irracionalismo teológico fideísta, tan absurdo e injustificable en cualquiera que aspire al conocimiento riguroso de la verdad. Paradó-jicamente, este fideísmo se encontraba mucho más próximo a la tradición de la Escolástica que a la Filosofía Moderna, de la que se ha considerado a Descartes como "el padre", pues, al margen de la modernidad de su pensamiento en otros planteamientos, su doctrina relacionada con la fundamenta-ción de su método y de su sistema filosófico, en la que afirma la total subordinación de la razón a la fe, se encuentra en la misma línea que las de Agustín de Hipona (siglos IV-V), Anselmo de Canterbury (siglo XI) o Tomás de Aquino (siglo XIII). Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el hecho de que los analistas de su obra hayan pasado por alto en general esta incoherencia tan grave por lo que se refiere a su exclusión de la religión a la hora de aplicar a ella la duda metódica supuestamente universal. Los críticos suelen men-cionar como única explicación de esta actitud aquel temor a la Inquisición y, en general, a las reacciones de las autori-dades eclesiásticas con las que Descartes mantenía buenas relaciones. Y, efectivamente, el Discurso del Método se pu-blicó en el año 1637, es decir, cuando la condena de Galileo por la Inquisición católica en 1633 todavía estaba demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal justi-ficación de la actitud cartesiana sólo hubiera servido para entender que el pensador francés no se atreviera a escribir nada que representase un ataque frontal a las doctrinas cató-licas, pero no para entender que quien es conocido como "padre del racionalismo moderno" dedicase tantas páginas de su obra a afirmar el valor superior de la fe sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente provenientes de una "revelación", sobre todo si se tiene en cuenta su insis-tencia en la necesidad de construir la Filosofía de un modo totalmente riguroso y a partir de verdades absolutamente evidentes.
3.1.4. La duda metódica y los primeros conocimientos
A partir de la puesta en práctica de la duda metódica Descartes consideró la proposición "cogito ergo sum" como la única que superaba la duda en cuanto por más que quisiera considerar que todo era falso,
"era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa"[214].
A partir de esta primera verdad consideró en principio que se encontraba en posesión de una regla general para la recuperación de los conocimientos puestos en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la cual
"las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas"[215].
Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso para la recuperación de cualquier otro conocimiento más allá del cogito cuando unas páginas después escribió:
"esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él. De donde se sigue que siendo nuestras ideas o nociones cosas reales y provenientes de Dios, en cuanto son claras y distintas, no pueden ser en esto más que verdaderas"[216].
Por ello, el paso siguiente para el proceso de recupe-ración de los diversos conocimientos sometidos a la duda debía consistir en tratar de demostrar la existencia de Dios. Sin embargo, Descartes no reparó en que desde el momento en que el valor de aquella regla general y la posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar tal existencia, incurriese en un círculo vicioso ya que, para realizar dicho intento, se estaba sirviendo de aquella regla general cuyo valor debía haber sido garantizado previamente por aquel ser cuya existencia todavía no estaba demostrada, tal como se muestra en el siguiente esquema:
Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas introdujo una consideración que complicaba la situación todavía más, si cabe: Consistía en la hipótesis hiperbólica de que siempre podría imaginar la posibilidad de la existencia de
"algún genio maligno, tan poderoso como engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en engañarme"[217],
proporcionándole evidencias subjetivas a las que no les correspondieran verdades objetivas.
El pensador francés añadió a esta hipótesis la de la existencia de un dios igualmente poderoso y con la misma capacidad de engaño que el genio maligno, y la de que el auténtico Dios –que para él era el dios de la religión católica- pudieran ser igualmente causantes de tales engaños, aunque más tarde, cuando Voetius, rector de la universidad de Utrecht, le acusó de haber defendido esa última hipótesis, Descartes no tuvo la valentía de aceptar que efectivamente la había defendido. En favor de la crítica de Voetius puede verse cómo en el texto que sigue Descartes defiende, efectivamente, que el poder de Dios es tal que, si quisiera –y nada ajeno a su voluntad podría impedir que lo quisiera-, podría hacer que él se equivocase en todo lo que considera cierto, y en este sentido escribe:
"hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo yo tenga las sensacio-nes de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con la mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto"[218].
A continuación, sin embargo, desde otra perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta cuestión, pero sin llegar a negar tal posibilidad, escribe que
"quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno"[219].
Existe la posibilidad teórica de que tales dudas se le planteasen a partir del dilema según el cual desde el supuesto de la omnipotencia divina el engaño universal era una más entre las opciones que tal divinidad hubiera podido escoger, mientras que desde la consideración de la bondad y de la veracidad divinas tal engaño resultaba incompatible con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia tenía una solución evidente en el sentido según el cual Dios sí podía ser enga-ñador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la omnipotencia divina sobre cualquier valor, en cuanto todos estarían subordinados a su voluntad, en tal caso Dios hubiera podido ser tan engañador o infinitamente más que el genio maligno sin que eso implicase una imperfección en él, ya que, como el propio Descartes había reconocido, todos los valores estaban subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar que Dios no podría haber querido que él se equivocara por ser infinitamente bueno, "olvidaba" frívolamente que la omni-potencia divina era el fundamento de todos los valores.
Por ello y teniendo en cuenta que Descartes aceptaba que el poder del supuesto dios católico era infinito y fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que él no quisiera, es lógico suponer que optase por no meterse en líos teológicos ni con los protestantes ni con los católicos y que, por ello, negase haber defendido que Dios sí podía ser enga-ñador. En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser lo suficientemente astuto para evitarse problemas, menos en las ocasiones en que los tuvo con los protestantes en cuanto no sentía que su vida pudiera peligrar por ello.
La hipótesis de un dios inauténtico pero suficientemente poderoso como para provocar ese engaño absoluto aparece en la meditación tercera, donde escribe:
"se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de un Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande"[220]
Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador francés debió de comprender que ni el genio maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida del pozo del solipsismo escéptico en que había caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones respecto a esas teóricas posibilidades y en medio de una nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la regla general de la evidencia, podía considerarlos como verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y escribiendo en este sentido:
"engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco"[221].
Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo que se refiere a la proposición de carácter matemático, en relación con la cual en diversas ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad de tales proposiciones dependía de Dios de un modo absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva, que el principio de contradicción fuera válido dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad intrínseca e independiente que pudiera existir en tales proposiciones.
Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se metió en un callejón sin salida, ya que, al margen de la verdad del cogito, la hipótesis del genio maligno, la del dios engañador –o incluso la de que el mismo dios católico podría engañar como consecuencia de su omnipotencia- eran obstá-culos insalvables para la recuperación de cualquier otro conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando, como luego se verá, lo que antes había negado, proclamando con su frivolidad habitual que las proposiciones evidentes eran verdaderas con independencia de Dios.
3.2. "Cogito, ergo sum"
Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad externa y al de los conocimientos matemáticos, considerando que podía estar equivocado respecto a su valor como conse-cuencia de que los sentidos eran engañosos, o de que todo aquello que consideraba real fuera sólo producto de un sueño o de que podía estar siendo engañado por un dios poderoso pero caprichosamente mentiroso, Descartes llegó finalmente a la conclusión de que
"mientras yo quería pensar de ese modo que todo era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa"[222],
y, por ello, juzgó que
"notando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba"[223].
Y así pretendió convertir esa proposición en "el primer principio" de su filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como fundamento –al menos parcial- de la regla de la evidencia y del método en general, y como primera verdad de su sistema filosófico.
3.2.1. Cogito e intuición
Como se acaba de decir, la proposición "cogito, ergo sum" se mostró a Descartes como fundamento, aunque no absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su carácter de verdad evidente podía servirle de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos, que sólo podría considerar como verdaderos en cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia con la que se le había mostrado aquella única proposición que había superado la prueba de la duda. Esta proposición sería además la primera verdad de su sistema filosófico en cuanto sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier otra.
Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto carácter intuitivo del cogito hay que señalar que, de acuerdo con los supuestos cartesianos, en realidad no lo tenía, pues las intuiciones se referían a realidades unitarias que desde el punto de vista cognoscitivo se relacionaban con conceptos, mientras que la proposición "cogito, ergo sum" evidente-mente no era un concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en el que estaba implícita la premisa universal "todo aquello que piensa existe" o la premisa individual "si pienso, existo". De hecho en las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había definido la intuición como un concepto, pero no como una relación entre conceptos, es decir, como un juicio, y en este sentido había considerado la intuición como
"un concepto que forma la inteligencia pura y atenta con tanta facilidad y distinción que no queda ninguna duda sobre lo que entendemos"[224].
Así pues el cogito no podía tener carácter intuitivo, en cuanto la intuición se refería a una realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra, mientras que la proposición "cogito, ergo sum" hacía referencia no a uno sino a dos hechos distintos, al hecho de pensar y al hecho de existir, y, por ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se dedujera su relación, no podía tener carácter intuitivo sino deductivo, en cuanto el pensar y el existir no se identificaban sino que sólo podían relacionarse a partir de una deducción, entendiendo que el primero no podía darse sin el segundo, tal como ya lo había planteado Gómez Pereira en el siglo anterior cuando escribió: "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum"[225], y tal como indicó Gassendi en una de sus críticas a Descartes.
3.2.2. El cogito y el principio de contradicción
Por otra parte, en su análisis acerca de la verdad absoluta del cogito Descartes no fue consciente de que la justificación de dicha proposición implicaba la previa aceptación del prin-cipio de contradicción en cuanto la reflexión acerca de la im-posibilidad de pensar sin existir implicaba ya el uso de este principio. Y así –como se acaba de ver-, el cogito cartesiano no era una simple intuición sino una deducción, aunque muy simple, en la que se ponían en conexión los conceptos de pensar y existir. Esta deducción podía esquematizarse de acuerdo con su estructura lógica subyacente, mostrando así que decir "es imposible pensar sin existir" presuponía haber comprendido que el hecho de pensar o de dudar era contra-dictorio con la inexistencia de la propia realidad pensante. El proceso cartesiano que culminaba en el cogito había comen-zado con una primera verdad: "pienso", auténtica primera verdad incluso en cada momento en que se estuviera cuestio-nando su valor, pues tal cuestionamiento era imposible sin pensar. Y, en segundo lugar, Descartes materializaba su deducción con la verdad "existo", en cuanto sobreentendía en la primera parte de su deducción que pensar sin existir era una contradicción, pues el argumento "pienso, luego existo" era necesariamente verdadero porque su negación -"no es verdad que, si pienso, entonces existo"- habría sido una contradicción.
Precisamente este punto de vista fue el que Descartes había defendido en las Reglas para la dirección del espíritu, aplicándola a las proposiciones de la Aritmética:
"si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es necesaria, pues no podemos concebir distintamente el número siete si no incluimos en él de un modo confuso el número tres y el número cuatro"[226].
Aquí, sin mencionar el principio de contradicción, Descartes venía a considerar que había verdades necesarias en cuanto el sujeto de la proposición correspondiente incluía en su definición el predicado, por lo que su negación habría sido una contradicción, y, así, la necesidad de esta conclusión era clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en cuanto cumplía con el principio de identidad y, por ello mismo, con el de contradicción.
Del mismo modo, cuando Descartes escribe
"habiendo notado que en todo esto: pienso, luego existo, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir"[227],
juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y distinción con que algo se presenta a la mente, pero no llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la aparición en la mente de la vivencia de tal "claridad y distinción", es decir, de tal "evidencia", es precisamente esa causa anterior la que debería ser considerada como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento. Es decir, si Descartes afirma que en la proposición pienso, luego existo "no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir", la consecuencia de esta afirmación no debería haber sido que en adelante debería considerar como verdad aquello que se apareciera con la misma evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma necesidad, pues, como el propio Descartes reconoce, la vivencia de la evidencia procedía de la necesidad con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero, ¿en qué consistía tal necesidad? Al margen de que Descartes no qui-siera o no supiera reconocerlo, dicha necesidad provenía sim-plemente de que la negación de tal unión habría resultado contradictoria. Precisamente en este mismo sentido indicó Hume un siglo después que sólo era demostrable como nece-sario aquello cuya negación implicase una contradicción, situación que se producía en las proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido por definición en el sujeto, por lo que su negación resultaría contradictoria. Y, en el caso del cogito, aunque fuera de manera implícita, en el hecho de pensar estaba incluido el hecho de existir.
Complementariamente, cuando Descartes dice:
"por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las demás cosas se seguía[228]muy evidente y muy ciertamente que yo era"[229],
su utilización de la expresión "il suivait" viene a ser equiva-lente a "se deducía", aunque parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma premeditada para tratar de presentar el cogito como un principio absoluto de carácter intuitivo, al margen de cualquier deducción, a pesar de considerar que el hecho de que algo "se siga" o "se deduzca" de otra cosa presupone el uso implícito del principio de contradicción, el cual es en definitiva el auténtico fundamento de la verdad que se descubre. Así, por ejemplo, si se dice que todos los hom-bres son mortales y que los chinos no son mortales, se incurre en una contradicción en cuanto se está afirmando y negando a la vez que todos los hombres sean mortales, en cuanto los chinos son una parte del conjunto de los hombres, y es la conciencia de tal contradicción la que conduce a la evidencia de la falsedad necesaria de la proposición "los chinos no son mortales".
A quienes le objetaron que la verdad del principio de contradicción tendría un carácter anterior al de la verdad del cogito Descartes replicó que él no se basaba en dicho princi-pio sino que la verdad de dicha proposición se le mostraba como evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo racionalmente directo y no por la mediación de algún princi-pio lógico anterior que tuviera que aplicar. Sin embargo, a pesar de esta respuesta, el punto de vista de quienes defen-dieron la anterioridad del principio de contradicción respecto al de la evidencia era el correcto, teniendo en cuenta de manera especial no sólo la existencia de una causa –y no siempre apropiada – a partir de la cual surge la impresión de evidencia sino además que la evidencia –o la impresión de evidencia– tiene siempre y necesariamente un carácter subje-tivo por ser una impresión o una vivencia, lo cual explica que haya evidencias para todos los gustos; y así, aunque no haya por qué desecharla como indicio de algo, está muy lejos de ser un criterio suficiente para la aceptación de una deter-minada proposición como verdadera, y, en cualquier caso, debe ir unida a otros criterios, como el principio de contra-dicción en el caso de las ciencias formales, y la constatación empírica en el caso de contenidos relacionados con la expe-riencia[230]Por ello, además, el punto de vista del pensador francés era erróneo, pues mientras el principio de contra-dicción se muestra como evidente, son muchas las evidencias que no van más allá de una seguridad puramente subjetiva, como lo demuestra la misma existencia de tantas evidencias contradictorias entre diversas personas o en una misma persona en distintos momentos, como el propio Descartes reconoció respecto a las suyas.
En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido valorar el principio de contradicción como una condición necesaria y suficiente de la verdad de las proposiciones lógi-cas y matemáticas, y como una condición necesaria, aunque no suficiente, de la verdad de las proposiciones empíricas.
Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el principio de contradicción no tiene un valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, implica aceptar que en el fondo cualquier razonamiento tiene siempre un carácter arbitrario, pues el principio de contradicción es la regla fundamental sobre la que descansan todos los razona-mientos y, por ello, la relativización de dicho principio implica la relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si este principio tuviera un valor relativo, estando subordi-nado su valor a la voluntad del dios católico, la pretensión cartesiana de demostrar la existencia de ese dios sería absur-da en sí misma, en cuanto en los momentos en que se inten-tase tal hazaña se estaría concediendo a dicho principio y a los razonamientos utilizados para conseguir tal demostración un valor absoluto, mientras que, una vez obtenida tal demos-tración -suponiendo que fuera posible-, se le negaría dicho valor, lo cual sería absurdo.
3.2.3. El cogito y la regla de la evidencia
Con respecto a esta primera proposición considerada como verdadera se pregunta Descartes a continuación qué es
"lo que se necesita en una proposición para que sea verdadera y cierta"[231]
y, dejando en segundo plano su referencia al principio de contradicción, que había utilizado de modo implícito para defender la verdad del cogito, concluye que lo que le confirma su verdad es la claridad y distinción –es decir, la evidencia- con que la contempla. Esta conclusión es la que le hizo incurrir, con su frivolidad habitual, en el sorprendente círculo vicioso de pretender fundamentar el valor de la evidencia en la verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de fundamentar la verdad del cogito en la evidencia con que se presentaba a su mente.
En efecto, a partir de esta proposición, Descartes consi-dera que se encuentra ya en posesión de una "regla general" para progresar en el descubrimiento del resto de conoci-mientos que estén al alcance de la razón humana; se trata de la regla de la evidencia, según el cual
"las cosas que concebimos muy clara y muy distin-tamente son todas verdaderas"[232].
Pero, de este modo y como era habitual en él, incurrió en un nuevo círculo vicioso, pues, como ya indicó Huet, la regla de la evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir de la proposición "cogito, ergo sum", se convertía al mismo tiempo en el fundamento incoherente de ese primer conoci-miento. Además, esta regla, que debía haber servido de punto de partida para la fundamentación del método y para la recu-peración de todos los conocimientos, planteaba otros proble-mas insolubles que determinaron que Descartes quedase en-cerrado en un solipsismo del que le resultó imposible escapar, pues, aunque hubiese podido confirmar su valor a partir de la verdad del cogito –como en un primer momento pareció pensar-, sin embargo consideró finalmente que no tenía por sí misma valor sufíciente como para demostrar la existencia del mundo ni la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra proposición, ya que todavía podía sospechar que
"quizá un dios podría haberme dotado de tal naturaleza que yo podría haberme engañado incluso a propósito de cosas que me parecieran máximamente manifiestas […] Estoy obligado a admitir que para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi error, incluso en materias en las que creo disponer de una evidencia muy grande"[233].
Y así, además de tener que enfrentarse al problema del círculo vicioso existente por lo que se refería a la relación entre la regla de la evidencia y el cogito, tenía que demostrar la existencia de un dios que no fuera engañador para que la regla de la evidencia quedase confirmada en su valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes debía incurrir necesa-riamente en su intento de fundamentar dicha regla, ésta no podía servir como criterio de verdad porque:
a) Toda evidencia es una impresión y toda impresión es subjetiva; por ello toda evidencia es subjetiva; y, por ello, no podía demostrarse que se correspondiera con una verdad objetiva a no ser mediante la ayuda del principio de contra-dicción para las proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la experiencia para las sintéticas.
Parece que el propio Descartes se dio cuenta del problema de la debilidad de la regla de la evidencia y que por este motivo se planteó la hipótesis de la existencia de un dios engañador o de un genio maligno –e incluso la del propio dios católico como engañador- como posibles causas de tales evidencias subjetivas, comprendiendo que éstas no garantizaban el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la impresión de su evidencia podía no corresponderse con verdades objetivas, y considerando en un primer momento que sólo la existencia de un dios veraz podría reforzar de manera suficiente el valor insuficiente de la regla de la evidencia. Sin embargo, lo que parece que el pensador francés no comprendió fue que, una vez introducida la hipótesis del genio maligno o del posible dios engañador, tal hipótesis cerraba el camino a la posibilidad de demostrar cualquier otra verdad, como la de la existencia de ese dios veraz que tanto necesitaba, en cuanto tal existencia siempre podía considerarse como un nuevo engaño de aquel hipotético genio maligno o de aquel otro dios engañador.
b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que, aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en los diversos conocimientos de carácter meramente formal, como la Lógica y las Matemáticas, en cuanto eran simples tautologías más o menos complejas pero reducibles a identi-dades mediante la ayuda del principio de contradicción y otras reglas lógicas, era absolutamente insuficiente para la obtención de conocimientos de carácter material, como los de las diversas ciencias empíricas, cuyo progreso requería no sólo del uso del principio de contradicción sino también del de la experimentación, que debía servir para confirmar o desmentir el valor de los diversos enunciados o deducciones, al margen de que en principio pudieran parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber tomado conciencia de la existencia de "falsas evidencias", reconociendo que en el pasado él mismo había tenido como evidentes teorías que en la actualidad veía como erróneas, y que eran muchos quienes tenían por evidente aquello que otros tantos juzgaban como evidentemente falso, de manera inexplicable siguió aceptando el valor de la evidencia como requisito necesario y suficiente para la búsqueda y consecución del conocimiento.
Y así, uno de los errores de Descartes consistió en no haber comprendido que el éxito de su método en las Matemá-ticas, que en el fondo se basaba en el uso correcto del princi-pio de contradicción, no podía trasladarse a los conocimien-tos empíricos porque no disponía de la regla de la experi-mentación que sí era fundamental en el método de Galileo. Descartes, en su método, fue incapaz de valorar la esencial importancia de la experiencia, a pesar de que en aquel mo-mento el método de Galileo ya había comenzado a funcionar, dando como resultado el rápido desarrollo de las ciencias experimentales desde entonces hasta la actualidad. Mediante este método el científico podía interrogar a la Naturaleza para que ésta garantizase o desmintiese el valor de las hipótesis que el investigador construía a fin de comprender las relaciones entre los diversos fenómenos, pues la simple impre-sión de evidencia, como "firme corazonada" de que algo fuera verdad, no permitía escapar del terreno de la subjeti-vidad y asegurar la verdad de ninguna teoría científica.
Por otra parte, el pensador francés no podía aplicar el método experimental mientras no lograse escapar de la propia subjetividad en la que él mismo se había encerrado cuando con la duda metódica había negado que la experiencia pudiera ser criterio suficiente para afirmar la existencia inde-pendiente de la realidad sensible, más allá de la propia subje-tividad, en cuanto no podía fiarse de los sentidos y en cuanto siempre podría suceder que estuviera soñando o incluso que un genio maligno provocase en él la creencia en la existencia de realidades externas, causantes de las propias sensaciones. No obstante, hubiera podido aplicar dicho método posterior-mente, cuando dio el paso de aceptar la existencia de la "res extensa" como una realidad independiente del sujeto, garan-tizada por la veracidad del propio Dios, al margen de las críticas que haya que hacer a esta última doctrina. Es cierto que en algunos momentos Descartes intentó servirse de la experimentación, pero, aunque era especialmente apto para las Matemáticas, no parece haberlo sido para la investigación empírica, que exigía un rigor y una capacidad especial de observación para analizar con objetividad los datos empí-ricos. Pero el pensador francés no estaba especialmente pre-parado para el uso del método experimental, como queda demostrado, por ejemplo, en su explicación de la circulación sanguínea, que llegó a considerar como necesariamente ver-dadera, a pesar de que era obviamente falsa y a pesar de que la explicación verdadera ya la había expuesto Harvey, cuya obra Descartes conocía, llegando incluso a criticarla en el Discurso del método, o, como queda igualmente demostrado, cuando pretendió explicar cómo se relacionaban el alma y el cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de esta supuesta conexión que parecía que estuviera viéndola, si no fuera porque, dada la supuesta heterogeneidad de tales sustancias, la "res cogitans" y la "res extensa", las descrip-ciones cartesianas sólo podían ser el efecto de intensas alucinaciones o el discurso embaucador de un feriante sin escrúpulos con la pretensión de vender como un tesoro lo que era simple quincalla. El error del francés se hace más patente cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relacionaba con el hecho de que el gran científico pisano se centraba en la explicación de fenómenos físicos inicialmente simples para encontrar la ley que describía su funcionamiento y su relación con otros fenómenos mediante el apoyo constante de la experimentación, pero sin obsesionarse por alcanzar un sólido sistema deductivo en el que todos los fenómenos enca-jasen perfectamente. En este sentido, Descartes, con su engreimiento y frivolidad habitual, no tuvo inconveniente en criticar el método de Galileo diciendo:
"Me parece que falla mucho porque hace continuamente digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin funda-mento"[234].
Descartes tenía razón en que Galileo "sólo [había] investigado las razones de algunos efectos particulares", pero no la tenía cuando afirmaba que había "construido sin fundamento". Galileo, más realista que Descartes, compren-día que para explicar los fenómenos de la Naturaleza debía comenzar a investigar desde abajo, desde los datos de la observación empírica, pero eso no significaba "construir sin fundamento" sino construir desde el único fundamento del que podía disponer, que era precisamente la experiencia. Sin embargo, Descartes, especialmente ambicioso, orgulloso y seguro de su capacidad, pretendía construir su ciencia desde arriba, desde un fundamento absoluto y último, como aspiraba a que lo fuera el dios católico, considerado como el principio y fundamento último de toda la realidad, prejuicio gratuito asumido como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su infancia, que le condujo con demasiada ligereza a la convicción de haber demostrado la existencia de dicho ser y de que a partir de ese momento podía "construir con fundamento" el resto de los conocimientos. En definitiva, Descartes consideraba en su crítica a Galileo que éste había construido sin fundamento porque no había construido un sistema deductivo que, partiendo del dios católico, dedujera las leyes de la Naturaleza de manera simplemente racional y tomando como principio deductivo la supuesta inmutabilidad de ese supuesto dios. Y, efectivamente, en este sentido el proyecto cartesiano podía ser más "completo", en cuanto todas las leyes se dedujeran de ese dios. Pero era una pretensión propia de un megalómano la de considerar que la existencia de ese dios o la de cualquier otro fuera demos-trable, así como la de afirmar que a partir de tal principio podía deducir las leyes del Universo con la misma facilidad con que podía demostrar el teorema de Pitágoras.
Por ello, la verdad era contraria a la opinión cartesiana, pues Galileo construía a partir del fundamento de la expe-riencia, mientras que Descartes partía de un fundamento meramente supuesto y absolutamente alejado de la compro-bación experimental, como lo era aquel supuesto dios, y al margen de que hubiera concedido a la experiencia cierta utili-dad como mecanismo auxiliar para suplir las limitaciones de la razón humana a medida que las supuestas verdades racio-nales más evidentes fueran quedando demasiado lejanas a lo largo del proceso deductivo que llevaba desde supuestos conocimientos absolutos, como en especial el que se relacio-naba con el dios católico, al conocimiento de las realidades más concretas[235]
La tendencia a dejar en un segundo plano la experiencia fue su tónica general, a pesar de que en las Reglas para la dirección del espíritu todavía había llegado a criticar a
"aquellos filósofos que, desdeñando las experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio cerebro como Minerva del de Júpiter"[236]
y a pesar de que posteriormente, entre los años 1638–1640, se atrevió a realizar disecciones con diversos animales. Pero este diletantismo experimental en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y pronto abandonó la experimentación para dedicarse de nuevo a la mera especulación.
En su línea general de pensamiento consideró que la experiencia sin la razón era un conocimiento sumamente imperfecto, pues sólo mostraba que algo era, pero no por qué era, mientras que, para él, lo esencial en el conocimiento científico era mostrar la conexión deductiva y sistemática de todos los fenómenos en cuando derivados de la perfección divina, y, por ello, la experiencia sólo tenía un valor secun-dario que podía servir para asegurar la verdad de los resul-tados a los que conducían las deducciones racionales o para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad del dios católico dependían sólo de su omnipotencia, por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados por la experiencia.
Resulta lamentable que Descartes llegase a menospreciar tan frívolamente la obra de Galileo, el cual había elaborado un método especialmente útil para el progreso de la Ciencia, el método hipotético deductivo, que combinaba la experien-cia, la imaginación y la inteligencia para observar la realidad, para crear hipótesis explicativas de lo observado, para dedu-cir consecuencias teóricas de tales hipótesis y para realizar experimentos que sirvieran para confirmar o desmentir las hipótesis previamente establecidas, dando paso de este modo al asombroso progreso que desde entonces ha tenido la Ciencia.
3.2.4. Críticas al cogito
Por lo que se refiere a la proposición "cogito, ergo sum", fundamento del método y del sistema cartesiano, hubo una serie de críticas relacionadas tanto con su contenido y consis-tencia como con la originalidad de Descartes a la hora de utilizarla como verdad primera y absoluta:
3.2.4.1. Críticas al contenido del cogito
a) Gassendi criticó esta "primera verdad" considerando que en el fondo se trataba de un silogismo en el que estaba implícita la premisa mayor "todo lo que piensa existe". Descartes replicó que su planteamiento no tenía carácter deductivo sino que se trataba de una intuición intelectual directa por la que veía con absoluta evidencia que el pensamiento y la existencia estaban necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar "pienso" sin afirmar al mismo tiempo la verdad según la cual existo como ser pensante. No obstante, la crítica de Gassendi era correcta por lo que se ha dicho antes, pues por muy fácil y directa que pudiera resultar la implicación entre pensar y existir, el paso deductivo era inevitable. Se podría matizar que la premisa implícita no tenía por qué ser "todo lo que piensa existe" sino que podía adoptar la forma "es imposible pensar sin existir" u otra similar, que suponía la admisión del principio de contra-dicción como fundamento implícito de tal proposición.
Como la pretensión cartesiana era la de convertir cualquier deducción en una intuición intelectual directa, eso explicaría en parte su empeño en defender el carácter intuitivo del cogito, a pesar de que no podía dejar de tener carácter deductivo en cuanto los conceptos de pensar y de existir no eran sinónimos, como ya se ha explicado antes.
El interés cartesiano por afirmar el valor del cogito como principio absoluto de su filosofía, tanto de su sistema como de su método, convirtiéndolo por ello en fundamento del principio de la evidencia, tenía en cualquier caso el incon-veniente radical de que, desde el momento en que el pensador francés recurría a una impresión necesariamente subjetiva como la de la evidencia, relacionada con "la claridad y distinción" con que un supuesto conocimiento se presentase a su mente, tal planteamiento podía dar pie a la aparición de toda clase de intuiciones "evidentes", en cuanto fueran sentidas así por quien las afirmase como tales. En definitiva, ni existía un criterio intersubjetivo para contrastar el valor objetivo de evidencias necesariamente subjetivas, ni existía ningún otro método de corroboración de lo que cualquiera pudiera afirmar como "verdad evidente", tanto si se refería a los "milagros" de Lourdes como a su particular "regreso al futuro" o a su abducción por los tripulantes de una nave de otra galaxia, fenómenos al parecer muy evidentes, al menos para quien los cuenta.
b) Fue igualmente acertada la crítica posterior de P. D. Huet en 1689 en su obra Censura pilosophiae cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano había un cír-culo vicioso[237]por cuanto si el principio "cogito, ergo sum" se aceptaba porque era evidente, en dicho caso había que considerar la regla de la evidencia como su fundamento, y, en consecuencia, dicha regla no podía a su vez quedar jus-tificada en virtud de aquel principio. En relación con esta crítica muchos años antes Descartes había defendido el valor del cogito como fundamento de la regla de la evidencia señalando que poseía la cualidad de ser una evidencia absoluta cuya negación habría sido contradictoria.
Ahora bien, con esta defensa Descartes pasó por alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo la del cogito– debía tener ese mismo carácter absoluto, pues no tendría sentido hablar de evidencias más o menos evidentes, del mismo modo que no tiene sentido hablar de circunferencias más o menos redondas, ni de difuntos más o menos muertos. En consecuencia, a la hora de aceptar como conocimientos "otras evidencias", sólo podía hacerlo en cuanto fueran tan absolutas como aquella primera verdad, pues en caso contrario habría aceptado frívolamente la equivalencia entre lo evidente y lo probable, olvidando su intención de reconstruir la Filosofía como un sistema de conocimientos evidentes. Y, en segundo lugar, una consecuencia derivada de esta justificación era la de que, aunque la verdad del cogito no procediera de la regla de la evidencia sino que fuera la regla de la evidencia la que hallase su justificación en aquella primera verdad, en cualquier caso, como se ha dicho antes, el valor de la verdad del cogito derivaría del principio de contradicción, pues, desde el momento en que dice Descartes que es imposible pensar o dudar sin existir, está reconociendo implícitamente que el pensar es incompatible, o, lo que es el mismo, contradictorio, con la no existencia y, por ello, a la vez que se afirma el pensar se afirma la existencia de ese pensar[238]en cuanto su negación sería contradictoria. Y así, desde el momento en que el valor del cogito se justifica a partir del principio de contradicción, esta primera verdad sirve a su vez de justificación para la regla de la evidencia, lo cual implica la aceptación implícita de que esta regla no podía representar por sí misma un criterio suficiente para la aceptación de cualquier supuesto conocimiento.
En definitiva, el principio de contradicción posee una prioridad gnoseológica sobre la verdad del cogito y sobre la regla de la evidencia, y representa el fundamento último de todos los conocimientos.
Por otra parte, cuando Descartes recurre al principio de contradicción, utilizándolo sin proponérselo, como funda-mento objetivo de la verdad del cogito, todavía no es cons-ciente de que el valor absoluto que en esos momentos conce-de a este principio más adelante se lo negará, al considerarlo subordinado al poder divino, y esta incoherencia complicará todavía más sus reflexiones, en cuanto supone un nuevo círculo vicioso del que le será imposible escapar. En este sentido escribe:
"En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que […] los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite"[239].
Pues, en efecto, con la introducción del dios católico –o de cualquier otro-, lejos de solucionarse el problema, todo él se complica todavía más en cuanto, si la verdad del cogito se justifica a partir del principio de contradicción y este princi-pio se justifica a partir de ese dios, considerando por ello que su valor no es absoluto, en cuanto depende de la libre voluntad divina, en tal caso la justifica-ción del cogito a partir del principio de contradicción resulta tan arbitraria como el mismo principio de contradicción. Pero, además, hay que tener en cuenta que, como la existencia de ese dios había sido introducida a partir de la aplicación de la regla de la evidencia, la cual debía haber sido previamente justificada por Dios, en tal caso el círculo se completaba en cuanto sus términos inicial y final eran la "res cogitans" y Dios, mientras que el principio de contradicción y la regla de la evidencia eran los términos intermedios. Y así, Descartes incurrió en un nuevo círculo vicioso con el que, evidentemente, no podía demostrar nada:
Por otra parte, en cuanto para demostrar la existencia de ese dios –el dios católico- era necesario aceptar previamente la regla de la evidencia, en cuanto para aceptar la regla de la evidencia había que aceptar el principio de contradicción y en cuanto el principio de contradicción se sustentaba en la vo-luntad de Dios, tal principio no tenía un valor absoluto y, por ello, todo lo que se hubiese pretendido demostrar a partir de él no dejaría de tener un valor relativo, subordinado a la voluntad del dios católico. O dicho de otro modo: Si la demostración de la existencia de ese dios se fundamentaba en una argumentación basada en la previa aceptación del valor de la regla de la evidencia, si la regla de la evidencia tenía un valor subordinado al del cogito, si éste se basaba en el prin-cipio de contradicción y, finalmente, si el valor del principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina, enton-ces cualquier demostración que pudiera obtenerse por la mediación de tal principio sería tan arbitraria como el propio principio.
3.2.4.2. Críticas a la consistencia del cogito
Por otra parte y desde perspectivas posteriores, hubo una serie de pensadores que realizaron diversas críticas al cogito cartesiano, no por lo que se refiere a la relación necesaria entre pensamiento y existencia pero sí por la doctrina carte-siana del yo, entendido como una realidad sustancial que ser-viría de soporte para el pensamiento sin identificarse con él. En este sentido son especialmente interesantes las observa-ciones de Hume, de Kant y de Nietzsche, aunque Kant no llegase a realizar una crítica tan radical como Hume o como Nietzsche:
a) Las reflexiones de D. Hume respecto a la existencia de un yo sustancial representan una crítica implícita al planteamiento cartesiano. Respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto permanente de carácter inmaterial que servi-ría de soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo, Hume se pregunta, desde la aplicación más rigurosa del empirismo y de su principio "nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu", si percibimos la impresión corres-pondiente a ese supuesto sujeto al que llaman "alma" o "yo". Señala Hume que "si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida […] Pero no existen impresiones constantes e invariables […] y, en consecuencia, no existe"[240] una realidad objetiva que se corresponda con dicha idea.
Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un yo permanente o alma y comparó el espíritu humano con una especie de teatro en el que se suceden las percepciones y en el que "sólo las percepciones sucesivas constituyen el espíri-tu"[241], es decir, que a partir de la sucesión de las diversas percepciones no podía concluirse en la existencia de un yo sustancial o del alma, tal como Descartes había hecho. Sin embargo y a pesar de estas críticas, Hume manifestó su propia insatisfacción con su explicación del conocimiento al tomar conciencia de la gravísima dificultad para explicar el conocimiento sin la existencia de un centro unificador de las diversas percepciones que explicase las relaciones que se producían entre ellas[242]
b) También en este punto el planteamiento kantiano difiere radicalmente del cartesiano, pues mientras Descartes considera que el yo es una realidad autoconsciente, Kant considera, en primer lugar, que, si se hace referencia al yo como sujeto del conocimiento, en tal caso se estará hablando del "yo trascendental" que, aunque es la condición apriórica de todos los conocimientos, no puede ser conocido directamente, sino sólo ser objeto de una "deducción trascendental", entendiéndolo como condición apriórica necesaria para el establecimiento de las diversas relaciones entre los fenómenos, aplicándoles los conceptos puros del entendí-miento; en segundo lugar, que, si se hace referencia a la propia realidad subjetiva conocida a través de los sentidos, se estará hablando del yo empírico o yo fenoménico, es decir, del yo tal como aparece ante uno mismo, pero no del yo tal como pueda ser en sí mismo; y, en tercer lugar, que, si se hace referencia al "alma" como realidad trascendente, en tal caso se produce un alejamiento de la experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse de ella en cuanto la construcción de todo conocimiento requiere de una materia, las sensaciones empíricas, y una forma, las estructuras aprióricas de la sensibilidad y del entendimiento, mientras que en el caso del pretendido conocimiento del alma sólo tendríamos "pensamientos sin contenido", es decir, ideas o estructuras mentales sin relación alguna con un material sensible al que tales estructuras pudieran ser aplicadas.
c) Por su parte, Nietzsche critica este primer pilar de la filosofía cartesiana considerando que se basa en el "hábito gramatical" que condujo a la construcción antropomórfica de la categoría de "sustancia" o de "sujeto", como si la acción requiriese de "alguien" que "hiciera": " "Se piensa: luego hay una cosa que piensa": a esto se reduce la argumentación de Descartes. Pero esto es dar por verdadera "a priori" nuestra creencia en la idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que haya una cosa que piensa, es simplemente la formulación de un hábito gramatical que a la acción atribuye un actor […] Si se redujese la afirmación a esto: "se piensa, luego hay pensamientos" resultaría una simple tautología"[243].
Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el alma, que es en definitiva el sujeto del "cogito" cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto y predicado[244]
En definitiva, de acuerdo con estas críticas, la proposi-ción "pienso, luego existo" prejuzga la existencia del sujeto "yo", que lo sería tanto del pensar como del existir, de forma que en esta proposición no sólo se afirma la relación del pen-sar con el existir del pensamiento, sino que también se presu-pone la existencia diferenciada de un yo que piensa, pero que no se identifica con el pensamiento sino que es algo más. Pero, ¿cómo se llega a demostrar –y a demostrar con eviden-cia absoluta- que por debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga pensamientos, pero que no se identifique con ellos?
Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en el planteamiento cartesiano subyace el prejuicio gramatical que diferencia entre un sujeto y un predicado, entre el yo (sujeto) y el pensamiento (predicado). Y, por ello, el rigor de su método hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal afirmación el supuesto de que debiera existir "una cosa" pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría sido una redundancia, o bien no se identificaría, y en dicho caso al conocimiento de que existe el pensamiento se estaría aña-diendo la idea de que existe algo más como sujeto de la actividad pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta crítica puede observarse que una oración impersonal, como "llueve", no conduce a extraer la conclusión "existe una cosa que llueve", como si por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad invisible de la que surgiera la lluvia, sino que sólo podría extraerse la conclusión tautoló-gica "existe la lluvia", y puede entenderse igualmente que la incorporación al lenguaje de la categoría gramatical de sujeto tiene un carácter utilitario para la manipulación de la realidad, la cual no está dividida en realidades atómicas, como lo serían tales sujetos, sino que se identifica con el conjunto de sus manifestaciones.
3.2.5. Antecedentes del cogito cartesiano
Por otra parte, la proposición "cogito, ergo sum" no fue una novedad introducida por Descartes como ejemplo de verdad absoluta, sino que tuvo diversos precedentes, como Agustín de Hipona (s.IV-V), Jean de Mirecourt (s.XIV), Gómez Pereira (s. XVI), y Jean Silhon (s. XVII). Resulta difícilmente creíble que la obra de al menos alguno de estos pensadores no hubiese llegado a ser conocida por Descartes, a pesar de que él no mencionó a ninguno de ellos.
a) Agustín de Hipona había utilizado la proposición "si fallor, sum"[245] ("si me equivoco, existo") como ejemplo de verdad absoluta y, en este sentido, el "cogito" cartesiano no parecía especialmente original. Sin embargo, aunque Descar-tes reconoció la existencia de una similitud entre la verdad agustiniana y la suya propia, consideró que mediante ella Agustín sólo pretendía refutar a los escépticos, mientras que él pretendía convertirla en el fundamento de su método y de su sistema. Otra diferencia en este punto consistía en que Agustín consideraba que la realidad sensible estaba sometida al cambio mientras la verdad tenía un carácter inmutable, y, por ello, el conocimiento de la verdad no podía depender del hombre por ser una realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser inmutable del que procedían las verdades que el hombre descubría en el interior de su alma. Por ello mismo, la afirmación cartesiana de la existencia de verdades innatas que procederían de Dios, y el hecho de que el fundamento del método y del valor de los diversos conocimientos en general –a excepción de la verdad del "cogito"- quedasen justificados a partir de Dios sugieren que el paralelismo entre su planteamiento y el de Agustín fue mucho más cercano de lo que él aceptó. La sospecha de que la coincidencia entre ambos pensadores fuera en realidad una influencia del obispo de Hipona sobre Descartes aumenta si se tiene en cuenta que mientras Agustín había manifestado su deseo exclusivo de profundizar en el conocimiento de Dios y del alma[246]Descartes entendió igualmente que sus Meditaciones Metafí-sicas representaban en lo esencial una demostración de la existencia de Dios y de la independencia e inmortalidad del alma respecto al cuerpo:
"Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología"[247].
b) Igualmente, en el siglo XIV Jean de Mirecourt habló acerca del cogito cuando se preocupó por el problema del conocimiento, defendiendo tres tipos de evidencia:
– la evidencia lógica, como criterio infalible de verdad, en cuanto se fundamentaba en el principio de contradicción;
– la evidencia relacionada con la experiencia ("eviden-tia naturalis") que tenía un valor muy alto, pero no absoluto en cuanto podría ser consecuencia de la acción directa de Dios sobre la mente, sin necesidad de que existieran realidades independientes que la causaran; y
– la evidencia de la experiencia interna de la propia existencia, que no podía tener carácter meramente subjetivo, ya que si alguien dudara de su propia existencia, tendría que reconocer que existe, pues para dudar era preciso existir.
De nuevo aparece aquí una similitud especialmente clara entre los puntos de vista de Jean de Mirecourt y Descartes, similitud que sugiere intensamente la existencia de una clara influencia del primero sobre el segundo, aunque Descartes nunca la mencionase. Además, por lo que se refiere a la evidencia relacionada con la experiencia externa (la "evi-dentia naturalis") Jean de Mirecourt, al igual que Ockham y posteriormente Descartes, plantea la hipótesis de "un dios engañador", considerando que implicaría una excepción a la necesidad de tal evidencia, en cuanto existiría la posibilidad de que ese dios provocase las sensaciones sin que existiera una realidad independiente causante de ellas.
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