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Descartes (página 9)


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Efectivamente, la condena de Galileo llevó al Descartes oportunista y calculador a alejarse de aquella doctrina "heré-tica" defendida por el gran científico pisano, confesando a su amigo Mersenne y también negando en el Discurso del método haber defendido tal doctrina, según se ha comprobado en la segunda parte de este trabajo. Pero su actitud, al intro-ducir esta doctrina ecléctica, sólo servía para demostrar una vez más la servil y esencial dependencia que el pensador francés tuvo respecto a la jerarquía católica, de la que siem-pre se declaró fiel devoto y obediente servidor, y con la que por todos los medios procuró evitar cualquier enfrentamiento.

Parece que con la introducción de esta teoría Descartes pretendió, por una parte, librarse de una condena similar a la de Galileo en cuanto, según comunicó a su amigo el padre Mersenne[385]en su Tratado del Mundo había defendido la teoría heliocéntrica, renunciando a ella para

"prestar obediencia a la a Iglesia, puesto que ha pros-crito la opinión de que la Tierra se mueve"[386],

y porque, según le escribió dos meses después,

"aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desea-ría por nada del mundo mantenerla contra la autoridad de la Iglesia".

Un motivo complementario de su renuncia a la teoría heliocéntrica fue el de satisfacer servilmente a las autoridades de la iglesia católica ofreciéndoles una explicación astronó-mica alternativa que pudiese combatir con éxito las heréticas ideas defendidas por Kepler y por Galileo, que podían hacer peligrar los "sacrosantos" dogmas respaldados por dicha igle-sia, pues, en efecto, la teoría heliocéntrica implicaba la acep-tación de que la Tierra –y el resto de cuerpos celestes- se movían, lo cual estaba en contradicción con diversos pasajes de la Biblia. Por ello, mediante su peculiar teoría de los "torbellinos", Descartes podía intentar frenar la fuerza de las nuevas ideas, que representaban un ultraje a la Biblia en cuanto olvidaban que en el Salmo 21 se decía "Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás" y en cuanto los defensores de la nueva teoría pasaban por alto igualmente que Josué, a fin de poder conquistar la ciudad de Jericó antes de que anocheciese, ordenó al Sol que se detu-viese, lo cual era una demostración "evidente" de que era el Sol el que cada día daba una vuelta alrededor de la Tierra, mientras que la Tierra, como centro del Universo, permanecía inmóvil, como lógica consecuencia evidente de la propia inmutabilidad divina.

La honestidad intelectual del filósofo francés no se manifiesta especialmente diáfana en este asunto en cuanto no construyó esta teoría porque en verdad le convenciese sino por su interés en asegurar el apoyo de la jerarquía católica a su nueva filosofía, presentando una doctrina que sirviera para aceptar el cambio constante de posición de la Tierra sin necesidad de tener que asumir que ésta se moviera.

Lo que resulta también objetable, además de la aparente seguridad con que Descartes se atrevió a defender una teoría tan carente de fundamentos como ésa y a pesar de haber defendido anteriormente la doctrina correcta, es el hecho de que estableciera una distinción tan absurda entre un tipo de materia activa, la "materia celeste", que se movía y movía el conjunto de los astros, y una materia pasiva, la de todos los astros, que no poseían movimiento propio sino que sólo eran arrastrados por el movimiento de la "materia celeste". Este dualismo material era absurdo en cuanto, por una parte, aceptaba que un tipo de materia pudiera mover el otro, pero, por otra, negaba de modo implícito que pudiera haber transferencia de movimiento entre la materia celeste y la materia de los astros, y de este modo conseguía que, aunque pareciera que la Tierra tenía al menos un movimiento de rotación, dicho movimiento quedase explicado sin necesidad de afirmar que la Tierra se moviese sino sólo aceptando que era movida por esa materia celeste, que sólo arrastraba a los astros, pero no les imprimía movimiento alguno que les permitiera a continuación moverse por sí mismos como consecuencia de la fuerza inercial adquirida. El absurdo crecía descaradamente cuando Descartes, a pesar de haber clasificado a la Tierra en el conjunto de los planetas[387]llega a decir más adelante que el resto de los planetas sí que se movía mientras que la Tierra permanecía inmóvil[388]aunque era arrastrada por los torbellinos de materia celeste[389]al igual que los demás planetas. Lo más insólito de esta explicación es que Descartes no sólo había defendido la constancia de la cantidad de movimiento sino que también había intentado establecer ciertas leyes relacionadas con la transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros –a pesar de los errores en que incurrió-, de manera que en este punto cayó en una nueva contradicción con respecto al principio de inercia y en un sofisma ridículo al considerar que la materia celeste se movía y movía los cuerpos celestes, mientras que éstos simplemente eran arrastrados de manera pasiva sin que recibieran un movimiento a partir del cual pudiera decirse que se movían por sí mismos en virtud del movimiento inercial generado, equivalente a la cantidad de movimiento recibido.

La creencia en la existencia de una materia celeste, parecida a la introducida en la absurda doctrina cartesiana, se encontraba ya en la Astronomía aristotélica, que consideró el éter como una materia incorruptible de la que se componía la realidad supralunar, tanto la de los astros como la de las bóvedas celestes, en las que aquellos estarían incrustados, tanto los planetas como las "estrellas fijas", con la única excepción del "mundo sublunar", en el que se encontraba la Tierra, situada en el centro del Cosmos.

Desde finales del siglo XIX la Astronomía ha desechado la doctrina del éter, aunque no por ello ha considerado que los espacios interplanetarios o intergalácticos estén vacíos, pues, de acuerdo con el punto de vista aristotélico y carte-siano, entiende que el vacío absoluto no existe, en cuanto su existencia sería equivalente a la existencia del no ser. En consecuencia, el vacío ni siquiera podría contener algo así como "espacio", en cuanto tal hipótesis supondría considerar al propio espacio como una realidad en sí misma en lugar de entenderlo como la cualidad esencial e inseparable de la "res extensa", a la cual está necesariamente unido, del mismo modo que el movimiento no es una realidad independiente sino ligada necesariamente a la res extensa como una de sus cualidades.

Además, es evidente que los espacios intergalácticos no están vacíos, en cuanto, si esto fuera así, ninguna estrella y ni siquiera la Luna serían visibles. Pero, en cuanto lo son, eso demuestra la existencia de fotones –entre muchas otras partículas o formas de energía- en esos espacios aparen-temente vacíos, que permiten su visibilidad.

5.3.3. El Universo como realidad "indefinida"

Descartes considera que la extensión del Universo es "indefinida" y no se atreve a considerarlo infinito porque reserva exclusivamente ese adjetivo para Dios, único ser infinito en todos los sentidos, y no a lo que sólo sea infinito en determinado aspecto. Seguramente además evitó dar ese calificativo de infinito al Universo porque calculó acertada-mente que la jerarquía católica podría encolerizarse con él por el uso de un calificativo tan especial como ése para aplicarlo a una realidad ajena a la divina. Conviene recordar además –y Descartes seguramente lo recordó- que la Inquisi-ción católica había quemado a Giordano Bruno entre otros motivos por haber afirmado el carácter infinito del Universo, por haber defendido la existencia de una pluralidad de mundos en él[390]y por haber apoyado la doctrina de un panteísmo basado precisamente en que la misma idea de "infinitud" era incompatible con la existencia de realidades ajenas a ella, en cuanto habrían constituido límites contradic-torios con tal infinitud. Posteriormente Spinoza empleó este mismo argumento para defender su propio panteísmo, hacien-do de Dios o la Naturaleza, "Deus sive Natura", una misma realidad infinita y unitaria, ya que la suposición de la exis-tencia de otros seres ajenos a su propio ser implicaría la negación de su supuesta infinitud por parte de aquellos seres en cuanto, al no identificarse con él, representarían un límite a tal supuesta infinitud.

Pero, volviendo a la cuestión anterior, es muy posible que la condena de Giordano Bruno influyese de manera importante en que Descartes decidiera introducir su distinción entre los conceptos de "infinito" e "indefinido", reservando para Dios el primero y dejando el segundo para el mundo:

"Sólo llamo infinito, hablando con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero a aquellas cosas en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite –como la extensión de los espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las partes de la cantidad, y cosas por el estilo- las llamo indefinidas, y no infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límite"[391].

Sin embargo, aunque el pensador francés consideró que el Universo era infinito en extensión, en cuanto racional-mente no encontró argumentos para señalarle límites, cayó en una trampa derivada de su racionalismo y en una incohe-rencia con sus propias teorías, al mezclar el espacio geomé-trico –o de la imaginación– con el espacio físico de la "res extensa", ya que, mientras el primero podía pensarse como indefinido o infinito sin problema alguno, el segundo, al no poseer una existencia sustantiva sino sólo adjetiva, es decir, como cualidad de la res extensa, sólo podía tener la misma amplitud que tuviera la res extensa, cuestión que, en el mejor de los casos, sólo la experiencia hubiera podido resolver.

Un texto especialmente importante relacionado con esta cuestión, donde puede comprobarse el error cartesiano, es el que aparece en una carta al embajador Chanut en el que escribe:

"para decir que [el Universo] es indefinido, basta con no ver razón alguna que pueda probarnos que tiene límites. Y, así, me parece que no puede probarse, ni aun siquiera concebirse, que tenga límites la materia de que se compone el mundo. Pues, al examinar la naturaleza de esta materia, veo que no consiste sino en que es algo que se extiende a lo largo, a lo ancho y en profundidad, de forma tal que todo cuanto posee esas tres dimensiones es parte de esa materia; y no puede existir ningún espacio completamente vacío, es decir, que no contenga materia alguna, porque no podemos concebir ese espacio sin concebirlo con esas tres dimensiones, y, por consiguien-te, con materia. Ahora bien, si suponemos el mundo finito, imaginamos, más allá de sus límites, algunos espa-cios con sus tres dimensiones, que no son, por lo tanto, puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle. No pudiendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pudiendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido. Mas no me permite eso negar que no tenga algunos, que conocerá Dios aunque me resulten incomprensibles; y por eso no digo de forma absoluta que es infinito"[392].

El problema fundamental de este texto aparece cuando Descartes introduce la imaginación para hablar del Universo, manifestándose en un sentido idéntico al de Arquitas de Tarento cuando argumentaba que el Universo era infinito porque siempre podía imaginarse a alguien que, llegando a sus supuestos límites, pudiera extender la mano o el báculo más allá del supuesto límite del Universo, lugar al que se podría llegar para extender de nuevo el báculo más allá de tales límites, y así de manera indefinida, lo cual demostraría su infinitud. Descartes habla de un Universo que en principio podría imaginarse limitado, pero añade a continuación, al igual que Arquitas, que "imaginamos más allá de sus límites algunos espacios con sus tres dimensiones". Sin embargo, introduce después la contradicción según la cual tales espacios "no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle". La contradicción se basa en que al principio el propio Descartes parte del supuesto de que "imaginamos […] algunos espacios con sus tres dimen-siones", lo cual es correcto en cuanto no existe dificultad alguna en imaginar ese concepto de espacio, perteneciente a la Geometría pura; sin embargo cuando a continuación dice que tales espacios "no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia" se produce una contradicción porque Descartes ha dejado de hablar de ese espacio geométrico, para hablar de un espacio físico, unido a la materia como una cualidad suya. Y, mientras el primero puede imaginarse sin problema alguno como infinito, del segundo en ningún caso podría demostrarse su carácter ilimitado sino, si acaso, lo contrario, como sucede desde el punto de vista de la teoría de Einstein. En su ejemplo, Descartes, con su frivolidad habitual, mezcla ambos conceptos: Utiliza el primero para plan-tear la idea de que podría imaginar, más allá de los teóricos límites del Universo, un espacio que se extendiese ilimita-damente en sus tres dimensiones; pero dice a continuación que, como el espacio es una cualidad de la materia, entonces aquel espacio imaginado no sería meramente imaginado sino que sería real y, en consecuencia, el Universo sería infinito. Pero del mismo modo que el color de un objeto no se extien-de más allá de los límites de dicho objeto, aunque mediante la fantasía se pueda imaginar una extensión coloreada infinita, igualmente la espacialidad real de un objeto o la del propio Universo coincide con los propios límites del Universo, sin que tenga sentido hablar de una extensión de la espacialidad del Universo más allá del propio Universo, pues, como el espacio no tiene una existencia independiente del mundo material, quedaría demostrada así que su dimensión coinci-diría con la de tales límites. Descartes, que identificaba ade-cuadamente el espacio como una cualidad de la materia y no como una realidad con existencia en sí misma, tuvo el error de recaer en esa trampa por la que mezclaba el espacio geométrico con el espacio físico.

Otro aspecto criticable de este texto es el que hacia el final del mismo viene a concluir frívolamente que "no pu-diendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pudiendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido", lo cual representa un salto ilegítimo desde un punto de vista lógico, pues el no poder demostrar algo no representa una demostración de lo contrario. Estas consideraciones muestran una vez más la osadía absurda del orgullo racionalista del pensador francés. Por otra parte y de manera contradictoria con lo anterior, hacia el final de la carta a Chanut acepta que el mundo –y con él es espacio-, aunque sea indefinido, puede tener límites "que conocerá Dios, aunque me resulten incomprensibles". Quizá nuevamente aquí el temor a la jerarquía católica inquisitorial le llevó a ser cauto dejando las puertas abiertas para aceptar lo que la jerarquía católica dijera en cuanto comprendió que la consideración del Universo como "indefinido" –infinito en determinado aspecto- podía ser peligroso en cuanto el atributo de la infinitud era propio del dios católico, y aplicarlo a cualquiera de las realidades creadas podía implicar colocarla a un nivel similar al de la propia divinidad.

En consecuencia, la afirmación de que el espacio sea infinito o indefinido, además de ser falsa, es un ejemplo más de los errores que el pensador francés cometió por realizar especulaciones gratuitas sin base ni confirmación en la experiencia, defecto propio del racionalismo en general y del suyo en particular.

5.3.4. Las leyes del Universo

Al relacionar las cualidades divinas de la inmutabilidad y de la omnipotencia para interpretar la realidad del Uni-verso, Descartes incurrió en diversas contradicciones de las que, al parecer, ni siquiera llegó a ser consciente en cuanto algunos rasgos de su personalidad, como especialmente su megalomanía y su frivolidad, así como su medio político, social y religioso se lo dificultaron muy seriamente. En este sentido y desde el enfoque cartesiano, como ya se ha dicho antes, en cuanto Dios era omnipotente, ni siquiera el principio de contradicción representaba un límite para su poder; pero, en cuanto era inmutable, obraría siempre de acuerdo con esa inmutabilidad, y esta circunstancia representaría de hecho una limitación contradictoria a su supuesta omnipotencia. Este mismo punto de vista es defendido en otras obras al considerar que las leyes de la naturaleza pueden demostrarse a partir de la inmutabilidad divina:

"A partir del hecho de que Dios no está en modo alguno sometido a cambio y actúa siempre de la misma manera, podemos llegar al conocimiento de ciertas reglas a las que llamo leyes de la naturaleza"[393],

aunque estas "deducciones" deban ser confirmadas por la experiencia.

Consecuente con este punto de vista, Descartes enumeró algunas leyes particulares pretendiendo de modo absurdo haberlas deducido de la perfección divina de la inmutabi-lidad. Y así, con un engreimiento insuperable, aunque a la misma altura que su frivolidad, se atrevió a escribir:

"Después de esto mostré cómo la mayor parte de la ma-teria de ese caos debía […] disponerse y ordenarse de cierta manera que la hacía semejante a nuestros cielos; cómo, mientras tanto, algunas de sus partes debían com-poner una tierra, y algunas otras, planetas y cometas y, algunas otras, un sol y estrellas fijas. Y […] sobre el tema de la luz, expliqué muy por lo largo cuál era la que se debía encontrar en el sol y las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los inmensos espacios de los cielos"[394].

Como comentario a estas afirmaciones, tan arrogantes y osadas como falsas, hay que decir que indudablemente habría sido un signo evidente de asombrosa sabiduría que Descartes hubiera podido deducir la evolución que iba a seguir el Universo a partir de su no menos asombroso conocimiento de la naturaleza divina. Pero en realidad sus deducciones no parecen otra cosa que la muestra de una jactancia insensata y de una mendacidad patológica, lo cual resulta todavía más claro si tenemos en cuenta que gran parte de sus afirmaciones tan "evidentes" eran evidentemente falsas y sólo represen-taban la aceptación acrítica y por simple inercia y frivolidad de antiguas teorías ya superadas.

En efecto, como ya se ha dicho antes, resulta especial-mente osado afirmar que

"aunque Dios hubiera creado muchos otros mundos no podría haber ninguno en que [estas leyes] dejaran de ser observadas"[395],

pues, al realizar esta afirmación Descartes incurre en la contradicción de no haber tenido en cuenta que una conse-cuencia de la omnipotencia divina, cualidad especialmente valorada por él cuando le interesaba, es que, si su dios omni-potente lo hubiera querido, el mundo podría haber sido crea-do de infinitos modos y de acuerdo con leyes enteramente distintas a las que rigen en éste.

Habría resultado igualmente asombroso que, tal como afirma con su jactancia habitual, hubiera podido deducir, a partir de su conocimiento de las cualidades divinas, que iban a existir la tierra, los planetas, los cometas, el sol y "las estrellas fijas". Pero esta deducción, al margen de tener el inconveniente de no tener en cuenta que la omnipotencia divina habría podido crear el Universo de infinitos modos totalmente distintos, tiene también el de que llega a la conclusión -¡tan evidente!- de la existencia de algo que no existe, como sucede con las llamadas "estrellas fijas", que no eran más que una creencia ya refutada de la Astronomía antigua y que representaba uno más de esos engaños de los sentidos a los que Descartes se había referido en la primera parte del Discurso del Método.

Por otra parte además –y como era lógico-, en aquellos casos en los que Descartes hace referencia a algún fenómeno real sólo afirma su deducción a partir de la inmutabilidad divina, pero en ningún momento presenta nada que se parez-ca ni de lejos a un proceso deductivo en el que, a partir de aquella supuesta cualidad divina, llegase a demostrar la realidad presuntamente deducida.

Entre las leyes que Descartes dijo haber deducido puede hacerse referencia, entre otras, a las que se relacionan con diversas cuestiones, cuya interpretación no pudo haber sido deducida de la supuesta inmutabilidad divina porque, entre otros motivos, era errónea:

a) La velocidad de la luz: Respecto a esta cuestión, afirmó lo que casi todos creían entonces, y cayó, por ello, en el error de "deducir" que la luz se trasladaba instan-táneamente. Pero su frívola deducción era más grave porque quienes defendieron anteriormente esa teoría al menos se basaban en las apariencias, mientras que él pretendía saber que eso era así ¡por la evidencia derivada de una deducción racional! que tomaba como punto de partida la naturaleza divina, de forma que ¡la realidad no podía ser de otra manera! El único valor importante de esta "evidencia" era el de contribuir, junto con otras del mismo calibre, a confirmar que un método que daba lugar a tales "evidencias" no podía conducir a ningún sistema seguro de conocimientos.

En relación con esta última "evidencia", ya en la antigüedad griega Empédocles había defendido la tesis contraria, al igual que posteriormente la defendieron los filósofos árabes Avicena y Alhazen, al igual que en el siglo XIV la defendió Nicolas d"Autrecourt y, a comienzos del siglo XVII, J. Kepler. En ese mismo siglo de Descartes, el XVII, se investigaba esta cuestión e incluso se llegaron a realizar experimentos para calcular la velocidad de la luz, considerando, en consecuencia, que la luz no se trasladaba instantáneamente. En la actualidad y desde hace ya más de un siglo se sabe que la luz se traslada a gran velocidad, pero limitada y muy próxima a los 300.000 kilómetros por segun-do. Es, comprensible, sin duda, que Descartes ignorase a qué velocidad se trasladaba la luz, pero lo que no le honra como filósofo ni como científico es que se atreviese a afirmar de manera dogmática y en contra de la verdad, haber deducido que la luz se trasladaba instantáneamente, es decir, a una velocidad infinita

b) La doctrina de los elementos de Empédocles: De acuerdo con una fantástica aunque sospechosa capacidad deductiva, Descartes pretendió igualmente haber deducido, como se ha dicho antes,

"los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado […] Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de esas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire, fuego, minerales y algunas otras cosas"[396].

Este texto resulta especialmente significativo como muestra evidente de la megalomanía y la mendacidad del francés, que le lleva a afirmar haber deducido el modo de ser de la realidad a partir de "su dios", como si, además de haber demostrado la existencia de tal supuesta realidad, hubiese alcanzado un conocimiento tan exhaustivo de ella que le hubiese permitido deducir cómo iba a actuar a la hora de crear el mundo y a la hora de configurarlo de acuerdo con determinadas leyes, perfectamente accesibles para su porten-tosa inteligencia. Pero, por otra parte y a pesar de tal asombrosa "genialidad", resulta ciertamente sospechosa la casualidad de que descubriera precisamente aquellos princi-pios últimos (arkhai) de que habían hablado los primeros filósofos griegos desde Tales de Mileto y, en especial, desde Empédocles, que fue el primero que habló de los cuatro famosos elementos, aunque Descartes añadió "otros minera-les y algunas otras cosas". Así que lo que sí parece evidente es que las pretendidas deducciones cartesianas de los "ele-mentos" no eran otra cosa que una muestra de su orgullosa frivolidad al haber aceptado de manera acrítica aquellas antiguas doctrinas ya superadas, que en consecuencia sólo podían gozar de una evidencia subjetiva y que en nada se correspondían con una verdad objetiva. Por cierto, al estudio y descripción de esos cuatro elementos de Empédocles dedicó de forma especial la cuarta parte de sus Principios de la Filosofía, algo así como 200 epígrafes explicados con cierto detalle que en general supondría una pérdida de tiempo exponer por lo inútil de una tarea semejante.

c) Las Manchas solares: Descartes consideró que las manchas solares descubiertas por Galileo no constituían propiamente una parte del Sol, sino que eran "cuerpos opacos" que se movían por encima de su superficie, procla-mando en este sentido:

"Ha de considerarse también que los cuerpos opacos que con el auxilio de anteojos de larga vista se descubren sobre el Sol y que son llamados sus manchas se mueven sobre su superficie y emplean veintiséis días en rodearlo"[397].

Aquí, al margen de la dificultad para conocer en aquel tiempo qué eran en realidad aquellas manchas solares y al margen de que lo afirmado por Descartes fuera erróneo, lo más anticientífico de la actitud cartesiana fue su forma dog-mática de expresarse cuando escribe "ha de considerarse", que refleja nuevamente el mismo dogmatismo que preside muchas de sus investigaciones pretendidamente científicas

En relación con estas manchas Descartes vio lo que quiso ver: Desde los tiempos de la Astronomía griega el mundo supralunar era considerado como el mundo de la perfección, y tal perfección era incompatible con la idea de que el Sol no fuese un reflejo de lo divino y tuviese imper-fecciones como esas "manchas" descubiertas por Galileo. En aquellos tiempos, en los que el telescopio comenzaba a utili-zarse como instrumento de observación científica, podía ser aceptable que unas mismas imágenes se interpretasen de un modo o de otro, pero así como Galileo tuvo sus dudas acerca de cómo interpretar los anillos de Saturno, demostrando así su ausencia de prejuicios y su extraordinaria integridad científica, Descartes prejuzgó que tales manchas solares en realidad no pertenecían al propio Sol, porque partía ya del prejuicio de que el Sol no podía tener "impureza" alguna. En este planteamiento el punto de vista de Galileo fue más correcto desde el punto de vista científico y rompió con la doctrina tradicional acerca de la "perfección" del Sol, por efecto de la cual en teoría éste no podía contener "impu-rezas", y dijo que no podía precisar si las "manchas" se encontraban en el propio Sol o a cierta distancia de él, pero afirmó que en cualquier caso su traslación se debía a la propia traslación del Sol, de manera que su movimiento no era independiente de él.

Por lo que se refiere al planteamiento de Descartes, hay que decir que, si al menos hubiera utilizado con acierto los datos relativos al tiempo de rotación de aquellos supuestos "cuerpos opacos", habría podido descubrir que el Sol tenía un movimiento de rotación sobre sí mismo y que ese tiempo era aproximadamente el de esos 26 días que él calculó para esos "cuerpos opacos" y que, si no hubiera estado condicionado por la tradición aristotélica, habría podido abrirse a una descripción más fiel y a una interpretación más abierta del sentido de aquellas manchas solares.

d) La circulación de la sangre: Una nueva y deplorable deducción cartesiana es aquella por la que explicó la circu-lación de la sangre desde un planteamiento erróneo según el cual el corazón sería como una especie de pequeña máquina de vapor en la que la sangre venosa determinaría el aumento de la temperatura de este órgano y el calentamiento de la sangre entrante hasta el punto de ebullición, o algo parecido, de forma que, como consecuencia de la alta temperatura alcanzada, se produciría una presión tal que empujaría a la sangre a salir por las válvulas arteriales para pasar a circular por las arterias y las venas, según lo indica el pensador francés cuando escribe:

– "mientras vivimos hay un calor continuo en nuestro corazón, una especie de fuego mantenido en él por la sangre de las venas, y […] este fuego es el principio corporal de todos los movimientos de nuestros miembros"[398].

– "este calor es capaz de hacer que si entra alguna gota de sangre en [las] concavidades [del corazón] ésta se infle en seguida y se dilate, como hacen generalmente todos los líquidos cuando se los deja caer gota a gota en algún vaso que está muy caliente"[399] .

La fantástica explicación cartesiana, además de ser falsa, incluía otros inconvenientes como el de tener que explicar cómo hubiera podido soportar el corazón y el organismo humano en general una temperatura tan alta como la que debería tener para conseguir no sólo que la sangre se eva-porase al entrar en él sino que tanto el corazón como los órganos contiguos no quedasen fritos en pocos minutos.

Por cierto y aunque sólo sea un paréntesis anecdótico, tiene interés hacer una pequeña alusión al punto de vista de Rodis-Lewis, "importante biógrafa" de Descartes, quien en relación con esta cuestión, menciona como un mérito especial del pensador francés su comunicación al público en general del hecho de la circulación de la sangre[400]pero sin mencio-nar el error de su explicación y la crítica desacertada que hizo a Harvey, quien había dado la explicación correcta de este fenómeno, haciendo referencia a las contracciones y dilata-ciones del corazón. Pero, de nuevo, lo más asombroso de la explicación cartesiana no fue la explicación en sí misma sino el hecho de que tuviera la osadía de presentarla ¡como una verdad necesaria!, apoyada tanto en consideraciones racio-nales como incluso en la misma experiencia:

"este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por expe-riencia, como el movimiento del reloj se sigue de la fuerza"[401].

Probablemente lo peor de estas interpretaciones no haya sido su contenido en sí mismo, sino el dogmatismo con que Descartes las defendió, pues hubiera podido plantearlas como simples hipótesis, es decir, asumiendo que pudiera estar equi-vocado, pero de nuevo su orgullo, su frivolidad y su menda-cidad le llevaron a afirmar como verdad indudable lo que era indudablemente falso y que ya entonces había siso explicado correctamente por Harvey. Por ello mismo, resulta lamen-table que una de las pocas ocasiones en que Descartes quiso hacer uso de la experiencia sólo le sirviera para ver como necesario y, por lo tanto como evidente, lo que era simple-mente falso y absurdo. Pero, en cualquier caso hay que agra-decerle que, a pesar de haber consagrado cierto tiempo de sus investigaciones a la medicina, no se dedicase a ella más que para hacer, con teatralidad y trazas de doctor entendido en la materia, algunas recomendaciones a la princesa Elisabeth cuando ésta le consultó acerca de una dolencia personal.

5.3.5. El mecanicismo

Descartes introdujo una interpretación mecanicista de la naturaleza que consistía en considerar el Universo como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas estaban ensambladas y funcionando de acuerdo con el principio determinista de causalidad. Este mecanicismo se aplicaba no sólo al mundo inorgánico sino también a las plantas, a los animales y el mismo cuerpo humano, puesto que, siendo modos de la sustancia material (res extensa), tenían que ser explicados por las mismas leyes que regían en ella, de manera que para explicar la vida de los cuerpos orgánicos no era necesario admitir un alma, vegetativa o sensitiva, sino sólo las mismas fuerzas mecánicas que actuaban en el resto del Universo. Según él, la investigación ponía de manifiesto que el comportamiento animal podía ser perfectamente explicado sin necesidad de suponer la existencia de ningún "principio vital" ajeno al propio cuerpo, y, en consecuencia, consideró el cuerpo humano y el de los animales

"como una máquina que, habiendo sido hecha por la mano de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres"[402].

El mecanicismo cartesiano tuvo una trascendencia cien-tífica especialmente importante en cuanto proporcionaba una nueva visión del conjunto de la realidad material, com-prendida como un inmenso mecanismo en el que todas sus piezas interactuaban de acuerdo con leyes deterministas. Sin embargo tuvo el inconveniente de forzar demasiado la situación hasta llegar al extremo de negar la existencia de auténticos procesos psíquicos en los animales, considerando que las apariencias de que así fuera no se correspondían con la realidad, pues sólo el ser humano estaba formado por un alma (res cogitans), en la que se darían tales procesos psíquicos, unida a un cuerpo (res extensa), que se compor-taría de acuerdo con las leyes mecánicas de la Naturaleza, aunque dirigido por el alma en diversos aspectos de su comportamiento, de manera que, por ello, sólo el ser humano era capaz de realizar auténticas acciones libres que escapa-rían al determinismo de la realidad física. El mismo descu-brimiento cartesiano del reflejo condicionado no le sirvió para plantearse la posibilidad de que en los animales hubiera auténticos procesos psíquicos sino que interpretó tal fenó-meno como una nueva confirmación de la actuación mera-mente mecánica de los seres vivos, como si fueran artilugios muy complejos, pero nada más.

El error de Descartes no consistió en su afirmación de que los seres vivos fueran máquinas sino en haber rechazado que esas máquinas, tan enormemente complejas, fueran capaces de sentir, de percibir, de gozar, de sufrir, de conocer o de recordar, siendo ésas sus mayores diferencias con respecto a las máquinas construidas por el ser humano, en cuanto éstas son incomparablemente más simples que las producidas por la propia Naturaleza. El pensador francés, para mantenerse fiel a las doctrinas católicas, no podía aceptar que los animales tuviesen un alma similar a la del ser humano, y por ello consideró que el comportamiento animal podía ser explicado de modo exhaustivo sin necesidad de suponer en él la existencia de vida auténtica. Sin embargo, si sus prejuicios religiosos y sus condicionamientos políticos, religiosos y sociales no le hubieran presionado tanto, cerrán-dole la posibilidad de ampliar su hipótesis mecanicista extendiéndola hasta el propio ser humano, hubiera podido vislumbrar que la estructura y el funcionamiento de éste era similar al del resto de los seres vivos, con una diferencia meramente cuantitativa, pero no cualitativa y radical respecto a sus diferentes capacidades y actividades.

Otro fallo del pensador francés fue el de no haberse percatado de que la exclusión del hombre de ese mecani-cismo casi universal resultaba contradictoria con la propia doctrina cartesiana del principio de conservación de la cantidad de movimiento, ya que el hecho de que la "res cogitans" pudiese actuar con independencia de la situación energética externa implicaba un aumento o una disminución de dicha cantidad de movimiento, en cuanto dicha situación fuera insuficiente o sobrante para que los actos humanos se produjesen o no, en un sentido o en otro.

Frente a esta interpretación, ni la Ciencia ni el sentido común han aceptado una comprensión tan inerte del meca-nicismo hasta el punto de negar la existencia de auténticos procesos psíquicos en los seres vivos no humanos; además, los progresos de la Biología han demostrado la existencia de una base genética común entre todos los seres vivos y la existencia de toda una serie de facultades psíquicas animales similares a las humanas.

Por otra parte y por lo que se refiere a esta doctrina, aunque casi todos los manuales consideran a Descartes como el fundador del mecanicismo, conviene tener en cuenta que en el siglo anterior el español A. Gómez Pereira ya defendió esta misma teoría aplicada a los animales y que además, según P. D. Huet y otros filósofos, Descartes conocía la obra de Gómez Pereira. En una carta al padre Mersenne, Descartes negó conocer la obra Antoniana Margarita en la que apare-cían estas ideas, pero parece que, de un modo directo o indirecto, la obra de Gómez Pereira influyó en Descartes. Conviene recordar, en relación con esta influencia bastante probable, que no parece que la influencia de Gómez Pereira sobre Descartes se hubiese limitado a esta cuestión sino que igual-mente pudo haber influido, con su argumentación "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est; ergo ego sum"[403], en el cogito cartesiano. Pero como Descartes en ningún caso mencionó las fuentes en que había podido encon-trar sugerencias para su propio pensamiento, por mucho que se tenga una fuerte convicción de que hubo una influencia de Gómez Pereira en Descartes, no puede afirmarse –al menos por el momento- de forma categórica.

5.3.6. El movimiento y sus leyes

Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas y en el de la Física fueron muy relevantes en algunos casos, como el de la enunciación precisa del princi-pio de inercia, pero otros vinieron acompañados de bastantes errores como consecuencia de su irracionalismo teológico, que partía de un fundamento místico y despreciaba casi siem-pre la experiencia, y como consecuencia igualmente de una aplicación incorrecta de su inteligencia para deducir determi-nadas leyes físicas, incorrecciones que hubiera podido subsa-nar con la ayuda de la experiencia si la hubiese valorado ade-cuadamente en lugar de dejarse cegar por su frívola autosu-ficiencia orgullosa a la hora de realizar sus deducciones.

Era evidente, sin embargo, que la actitud del "teólogo" francés, que decía partir de Dios para deducir el conjunto de las leyes de la realidad física, era absurda, pues lo que en realidad hizo fue partir de un análisis de dicha realidad y tratar de enlazarla de manera mágica con la supuesta realidad divina, como si a partir de ella hubiese deducido de un modo puramente racional el mundo sensible y sus cualidades, pero haciéndolo de manera que, si no encontraba el modo de "deducir" [?] determinado aspecto del Universo a partir de la inmutabilidad de Dios, siempre tenía el recurso de suponer que lo que sucedía era que dicho aspecto era una consecuen-cia de su omnipotencia. Y así, jugando con estas dos supues-tas cualidades de la supuesta divinidad, todo encajaba per-fectamente: Lo que podía relacionar con la inmutabilidad divina lo consideraba racionalmente deducible de ella, mien-tras que consideraba que lo demás era una consecuencia de la omnipotencia, ya que en tales casos las diversas realidades

"han podido ser ordenadas por Dios de innumerables formas, y solamente la experiencia puede enseñarnos cuál de ellas haya elegido"[404].

Como ya se ha dicho, Descartes no llegó a tomar con-ciencia de que la afirmación de que el Universo tuviera su explicación en la existencia de aquellas dos cualidades del supuesto dios católico resultaba contradictoria en cuanto, al menos desde el punto de vista de la acción, la inmutabilidad divina habría significado una negación de la omnipotencia, mientras que la afirmación de la omnipotencia habría signifi-cado una negación de la inmutabilidad. Su orgullo y su vanidad le impidieron llegar a considerar una tercera posibi-lidad: La de que, suponiendo que el dios católico existiera, el hecho de que no encontrase relaciones deductivas entre los fenómenos naturales y la divinidad podía deberse o bien a la complejidad intrínseca de los fenómenos estudiados, o bien a la limitación de su propia capacidad como científico. Y había además una cuarta posibilidad: La de que no pudiese descu-brir tal relación deductiva en cuanto el dios católico fuera una simple quimera. Pero esa cuarta posibilidad era impensable para una persona que desde muy pronto vivió muy de cerca el enorme peligro que representaba en su tiempo y en su medio social, dominado por la jerarquía católica, el atreverse a pensar y a expresar libremente el propio pensamiento, y que, por ello, decidió enfocar su vida a partir de una calculada y plena sumisión a las doctrinas de la organización católica e incluso a partir de una colaboración muy activa con ella.

A partir de la afirmación de la inmutabilidad divina, Descartes consideró que se deducía el principio de la conservación de la cantidad de movimiento:

"En cuanto a la primera [causa del movimiento] me parece evidente que no puede haber otra que Dios mismo, que ha creado en el principio la materia con el movimiento y el reposo, y que conserva ahora en el Universo, por solo su concurso ordinario, tanto movi-miento y reposo como puso en él al crearlo"[405],

Este enunciado fue un anticipo importante de lo que hoy constituye el primer principio de la termodinámica: "La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma", que fue explicado en términos más exactos por Lavoisier en el siglo XVIII y por otros científicos como Carnot y Clausius en el siglo XIX. Descartes lo enunció de forma mística e impre-cisa, en cuanto consideró a su dios como el creador de aquella determinada cantidad de movimiento y en cuanto introdujo innecesariamente el concepto de reposo, para dejar tranquila y feliz a la jerarquía católica y a su doctrina acerca de la inmovilidad de la Tierra, aceptando además, como en la Astronomía antigua, que el reposo fuera algo más que una simple abstracción mental, es decir, un concepto que no procedía sino de impresiones subjetivas, en cuanto a través de ellas sólo podía hablarse de un reposo relativo y no absoluto, ya que, como comprendió Heráclito, se encuentra en constante cambio.

A partir de la inmutabilidad divina y estimulado por los trabajos de Galileo y por los de su amigo Beeckman, Descar-tes formuló adecuadamente el principio de inercia y otras leyes de la naturaleza, como las que constituyen las leyes fundamentales de su física:

1) El principio de inercia, primera ley de la Física cartesiana, quedó formulado del siguiente modo:

"cada cosa, en tanto que simple e indivisa, se mantiene en su mismo estado, sin cambiar jamás, como no sea por causas externas"[406].

Como ya se ha dicho, este principio había sido vislum-brado pocos años antes por Galileo, que no llegó a formularlo con precisión, a pesar de haberse servido de él en la práctica. Hubo también otros pensadores anteriores que se habían aproximado al descubrimiento de este principio, como especialmente el propio Aristóteles, Ockam y Beeckman.

1a) Por lo que se refiere a Aristóteles no se le suele mencionar como predecesor en la línea de pensadores que de algún modo intuyeron este principio, pues es mucho más conocida su explicación del movimiento a partir de sus conceptos metafísicos de potencia (dýnamis? y acto (enér-geia?, considerando el movimiento como "el acto de la potencia en cuanto tal", entendiendo el movimiento local como el resultado de la tendencia de cada sustancia a ocupar su "lugar natural" de acuerdo con su propia naturaleza (phýsis?? y entendiendo igualmente el movimiento violento a partir de aquella aplicación de las categorías de potencia y acto referidas a las sucesivas partículas de aire que servirían de soporte al móvil para que siguiera una trayectoria distinta a la que por naturaleza le correspondía. Sin embargo, en su Física y desde una perspectiva racionalista como la carte-siana, Aristóteles se aproximó a la intuición del principio de inercia, cuando escribió: "…no es posible dar una razón de por qué un cuerpo movido se parará en alguna parte. ¿Por qué, en efecto, se parará aquí más bien que allí? Luego será llevado necesariamente hacia el infinito de no haber nada más fuerte que él que lo pare"[407]. La explicación aristotélica se aproximaba plenamente a la idea de la inercia, pero le faltó precisión y además no encajaba con su teoría más general acerca del movimiento, por lo que no trató de profundizar en ella y esto pudo determinar que sus seguidores ni siquiera llegasen a reparar en este texto tan interesante.

1b) Posteriormente, Guillermo de Ockham, aunque no dio una definición precisa del principio de inercia, consideró con acierto y desde un planteamiento tan racionalista como el del propio Descartes que un cuerpo en movimiento se movía por el simple hecho de que estaba en movimiento, de manera que no era necesario suponer la existencia de ningún motor para explicar la continuidad de tal movimiento.

1c) Por su parte, Galileo algunos años antes intuyó el principio de inercia en sus reflexiones e investigaciones sobre el movimiento hipotético de una bola lanzada sobre un plano horizontal y sin rozamiento alguno. Escribe Galileo que, en estas condiciones teóricas, "su movimiento ha de ser uni-forme y perpetuo sobre el mismo plano, si el plano se extien-de infinitamente"[408]. Sin embargo, Galileo, tal vez llevado del prejuicio de la Astronomía antigua o tal vez por no haber hecho abstracción de la fuerza gravitacional de la Tierra –o de cualquier otro cuerpo del Universo-, consideró que el plano aparentemente rectilíneo, en realidad sería curvo, y este prejuicio representó un error en el que inicialmente también incurrieron Beeckman y Descartes, aunque posteriormente el pensador francés corrigió esta interpretación y adoptó la correcta, relacionada con un movimiento uniforme y recti-líneo en cuanto se hiciera abstracción de la fuerza gravita-cional o de cualquier otra.

Galileo había defendido el principio de inercia en el año 1613 en su Carta acerca de las manchas solares, mientras que Descartes lo hizo cuando escribió su obra El Mundo, hacia el año 1633, por lo que es bastante probable que hubiera una influencia del científico pisano sobre el francés. En este punto además hay que tener en cuenta el estímulo que en estas investigaciones tuvo Beeckman[409]que mantuvo una postura similar a la de Galileo, sobre Descartes.

En estos planteamientos tiene interés señalar su compo-nente racionalista en cuanto un principio como éste no podía ser verificado o contrastado sino sólo establecido mediante abstracciones racionales que, entre otras cosas, se referían a "cosas simples e indivisas" –que no existen en la realidad, que es un todo- o a un movimiento en el que se hiciera abstracción de la existencia de cualquier otra realidad en el Universo que pudiera influir en la trayectoria del cuerpo que hubiera recibido aquel primer impulso inercial. Pero, en cuanto tal situación no se da en la realidad, no podría ser en ningún caso objeto de experiencia alguna, ya que no existía la posibilidad de experimentar en el vacío sino sólo la de trabajar en condiciones más o menos aproximadas a ese vacío hipotético en el que no interviniesen fuerzas ajenas a la de la propia hipótesis.

El supuesto que subyace en las consideraciones de estos filósofos y científicos acerca del principio de inercia era en definitiva que lo que había que explicar era el cambio de cualquier realidad pero no su permanencia siendo lo que era o manteniéndose en el mismo estado en que se encontraba.

Sin embargo y en favor del punto de vista de Galileo habría que decir que, aunque el planteamiento cartesiano era correcto como hipótesis absolutamente racionalista, en la que haciendo abstracción total de la existencia de otras fuerzas en el Universo, efectivamente la inercia tendría ese carácter rectilíneo, sin embargo, en cuanto era un hecho que en el Universo existían otras fuerzas, como en especial la gravita-cional, el planteamiento de Galileo era coherente con la exis-tencia de tales fuerzas, que en efecto, determinan la trayec-toria curva de planetas, naves especiales y otros cuerpos espaciales que, una vez en su órbita, siguen una trayectoria curva, resultante de la acción de la inercia y de la gravedad, que, aunque se la pueda eliminar mentalmente, siempre se encuentra presente.

2) La segunda ley de la física cartesiana señalaba que

"cada parte de la materia en particular no tiende a conti-nuar moviéndose según líneas curvas sino solamente según líneas rectas"[410].

Descartes entiende que tanto esta ley como la precedente dependen de la inmutabilidad de Dios y de la simplicidad de la operación por la cual conserva el movimiento de la materia y que, en consecuencia, todo cuerpo que se mueve circular-mente tiende sin cesar a alejarse del centro del círculo que describe[411]En este punto además, Descartes superaba la "inercia circular" de Galileo, que presentaba dicho principio en relación con trayectorias circulares como las que los planetas parecían describir alrededor del Sol.

Como se ha dicho antes, el punto de vista de Descartes era el correcto en cuanto se hiciera abstracción de la existen-cia de otras fuerzas en el Universo, mientras que, teniéndolas en cuenta, ese movimiento rectilíneo, aunque fuera una "tendencia" de todo cuerpo, en la práctica no se cumplía en ningún caso como consecuencia de la presencia de esas otras fuerzas.

3) Finalmente, la tercera ley afirma que en el choque de los cuerpos entre sí el movimiento no se pierde, sino que su cantidad permanece constante, aunque se trasmita de unos a otros[412]

Descartes consideró que las tres leyes de su Física bastaban para explicar todos los fenómenos de la Naturaleza y la estructura de todo el Universo, que comprendió como un gran mecanismo, del cual había que excluir las explicaciones basadas en la causalidad final aristotélica, como ya había hecho Galileo anteriormente.

Por lo que se refiere a la constancia de la cantidad del movimiento, el pensador francés volvió a introducir a Dios como explicación de este principio, considerándolo, al igual que Tomás de Aquino, como causa eficiente primera crea-dora del movimiento en el mundo y estimando además que la inmutabilidad divina determinaba que el Universo conservase una cantidad de movimiento igual, aunque hubiera transfe-rencia de movimiento de unos cuerpos a otros. En este punto, como no podía llegar al absurdo de negar la evidencia del movimiento en el mundo, por ello, olvidando que de acuerdo con su omnipotencia Dios habría podido actuar de cualquier otro modo, y pasando por alto la imposibilidad de deducir el movimiento del mundo a partir de la inmutabilidad divina, se conformó con deducir (?) que Dios

"obra de una manera sumamente constante e inmutable, de tal modo que, fuera de los cambios que vemos en el mundo y los que creemos porque los ha revelado Dios, […] no debemos suponer otros en sus obras, por temor de atribuirle la inconstancia. De donde se sigue que tenemos sobrada razón para considerar que, puesto que ha movido en muchas formas diferentes las partes de la materia al crearlas y que conserva toda esta materia del mismo modo y con las mismas leyes que cuando la creó, conserva también en ella una cantidad siempre igual de movimiento"[413].

Ahora bien, si el "teólogo" Descartes deseaba ser cohe-rente con su "racionalismo teológico" aplicado a la inmuta-bilidad divina, hubiera podido deducir, de acuerdo con esa cualidad divina, que Dios no debería haber creado el Univer-so, puesto que el momento en que decidió crearlo implicaba un cambio en sí mismo –la propia decisión de crearlo- y, por ello, una contradicción con su inmutabilidad en cuanto tal decisión, según el Génesis[414]se produjo en determinado instante. Al mismo tiempo y desde la perspectiva de la omnipotencia divina, debería haber tenido en cuenta que esa misma "inconstancia" que supondría que Dios hubiera creado un Universo con una cantidad variable de movimiento no tenía por qué suponer un defecto en la propia divinidad en cuanto, de acuerdo con su omnipotencia, Dios no estaría sometido a nada. Además, el hecho de que, de acuerdo con su inmutabilidad, la voluntad divina tuviese que quedar supedi-tada a aquella primera decisión adoptada por él supondría la negación de su omnipotencia y de su libertad infinita, que implicaba poder modificar sus decisiones en el momento en que lo quisiera. Igualmente, si la inmutabilidad divina no fue inconveniente para la creación de un mundo cambiante, en tal caso tampoco tenía por qué serlo para dotarlo de una cantidad de movimiento constante o variable, y más aún habiendo defendido que Dios no habría tenido ningún problema

"para hacer que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen igua-les, lo mismo que fue libre para no crear el mundo"[415]

si así lo hubiera deseado y de acuerdo con aquella omnipo-tencia, lo cual, por otra parte, era una contradicción más de las muchas que la frivolidad cartesiana consintió en asumir.

Resulta claro a estas alturas que todas esas deducciones que Descartes afirma haber realizado acerca del modo de ser del Universo a partir del modo de ser del dios del cristianis-mo no eran otra cosa que afirmaciones frívolas que no se correspondían con la realidad por la serie de errores en que incurrió y por el absurdo de pretender una hazaña tan impo-sible como la de deducir, a partir de ese supuesto dios, toda una serie de aspectos de la realidad que, de acuerdo con la supuesta omnipotencia divina, hubieran podido ser de otras infinitas maneras.

Y así, a partir de la inmutabilidad divina dedujo –o, mejor, dijo haber deducido- la constancia de la cantidad de movimiento. Pero, al no poder deducir la misma existencia del movimiento, en cuanto era lo más contrario a aquella inmutabilidad, en tal caso y en todos los que no podía comprender como derivados de la inmutabilidad divina, los consideró derivados de la omnipotencia.

La Física actual, aunque está de acuerdo con la tesis cartesiana relacionada con la conservación de la cantidad de movimiento –o, mejor, de la energía-, acepta esta doctrina como el primer postulado de la Termodinámica, pero lo que en ningún caso se le ocurriría a un científico cuerdo es tratar de deducir las leyes de la Naturaleza a partir de las diversas perfecciones de un dios cuya existencia es contradictoria.

Por otra parte, al igual que Tomás de Aquino, Descartes considera de modo equivocado que el movimiento es una realidad que se une a la materia, pero que no le pertenece de manera intrínseca. Ahora bien, para defender tal doctrina, debería haber tenido la experiencia de una "materia en reposo" y la de que, de pronto, hubiese comenzado a moverse, lo cual le podría haber llevado a preguntarse por la causa de tal cambio. Sin embargo, lo que la experiencia muestra es que materia y movimiento son realidades siempre unidas, a pesar de que una percepción especialmente cándida, propia de un dogmatismo igualmente ingenuo, puede llevar a pensar que existan realidades en reposo, como la mesa sobre la que escribo o como la misma Tierra. Descartes, al igual que anteriormente Tomás de Aquino en su primera vía, siguió disociando los conceptos de materia y movimiento, sin llegar a tomar conciencia todavía de que ambos conceptos estaban intrínsecamente unidos, y consideró la materia como una realidad inerte a la que Dios le habría añadido el movimiento. Sin embargo, hoy se sabe que los conceptos de materia y movimiento o materia y energía son realidades intercambiables de acuerdo con la conocida fórmula de Einstein, lo cual significa que sólo mentalmente se pueden disociar los conceptos de materia y movimiento

5.3.6.1. El principio de conservación de la cantidad de movimiento y la deducción de otras leyes

Al margen de las excepciones señaladas, Descartes con-sideró que a partir de la inmutabilidad divina podían dedu-cirse diversas leyes de su Física, y, entre ellas, la tercera, se-gún la cual en el choque de los cuerpos entre sí el movimien-to no se pierde, sino que su cantidad permanece constante.

A partir de dicha ley y como consecuencia de la utilización de su racionalismo, dedujo una serie de leyes particulares, que llaman la atención precisamente porque pusieron nuevamente de relieve la nula fiabilidad del método cartesiano cuando lo utilizaba en un ámbito ajeno al de las ciencias meramente formales como las Matemáticas, donde la regla de la evidencia junto con las otras reglas del método y el principio de contradicción eran suficientes para ir progre-sando sin necesidad de experiencia alguna, en cuanto los teoremas matemáticos no trataban sino de proposiciones verifi-cables por su carácter tautológico. Pero este método era insuficiente para el progreso en las ciencias experimentales por su olvido de la esencial importancia de la experiencia a la hora de comprobar el valor real de las hipótesis y de las deducciones que pudieran hacerse a partir de la observación de los fenómenos naturales. Por ello mismo, la utilización de la experiencia por parte de Descartes estuvo llena de fracasos y puso en evidencia la frivolidad con que se sirvió de ella, estableciendo deducciones que, a pesar de haber podido com-probar o desmentir mediante la experiencia, las afirmó de manera dogmática, siendo erróneas en multitud de ocasiones.

Por otra parte y como disculpa de alguno de los errores que se muestran a continuación, habría que matizar que, en cuanto Descartes estuviera planteando sus leyes deductivas como puras hipótesis relacionadas con un Universo imagina-rio, haciendo abstracción de la existencia o inexistencia de fenómenos empíricos que posibilitasen que las leyes propues-tas por él se cumpliesen con exactitud en el universo real, algunas de las leyes deducidas hubieran podido ser válidas. Pero una objeción a varias de estas "leyes" es que, en cuanto no tienen en cuenta los hechos que sirvieron de base para el descubrimiento de la tercera ley de Newton, ni la transformación del movimiento en calor como consecuencia del choque o del roce entre partículas de materia, no son aplicables al Universo real en el que sí rige dicha ley y sí se produce ese cambio de un tipo de energía en otro. Otros errores son más graves en cuanto derivan de una utilización inadecuada de la razón, que hubiera podido ser corregida si posteriormente Descartes hubiera intentado comprobar empíricamente el valor de sus deducciones. Al parecer, su frívola y orgullosa confianza en su infalibilidad deductiva contribuyó a que considerase innecesaria cualquier comprobación y, por ello, las críticas que siguen a continuación a algunas de esas leyes se relacionan con lo dicho en las líneas anteriores y con la acostumbrada frivolidad del pensador francés.

a) En efecto, como una ley secundaria, deducida (?) de la tercera ley general de su física, Descartes consideró que

"si un cuerpo que se mueve y encuentra a otro tiene menos fuerza para continuar moviéndose en línea recta que este otro para resistirlo, se desvía de aquella direc-ción y, conservando su movimiento, pierde solamente la determinación de éste"[416].

De acuerdo con lo indicado antes, esta deducción es incorrecta en su misma formulación en cuanto ni siquiera indica si el encuentro entre ambos cuerpos se realiza en un sentido contrario u oblicuo, ya que, si el sentido del movimiento de un cuerpo es contrario al del otro, en tal caso no se producirá un "desvío de aquella dirección" sino una deceleración en el que tenga mayor fuerza y un cambio de sentido del movimiento en el que la tenga menor. Y, al margen de si el sentido en que choquen sea contrario u oblicuo, es igualmente falso que cualquiera de ellos conserve su movimiento, pues, aunque el principio de inercia sólo diga que un cuerpo conserva su estado de movimiento o reposo mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, Descartes hubiera podido deducir y tratar de comprobar que en el choque entre dos cuerpos ninguno de ellos permanece indiferente ante el contacto con el otro, sino que tanto el de mayor como el de menor masa sufren un cambio en su estado de movimiento o reposo, relacionado con la cantidad de fuerza recibida proveniente del otro cuerpo y del sentido en que tal fuerza se ejerza, tal como Newton indicó en la tercera ley de su Física. Esta simple reflexión habría podido conducir a Descartes al descubrimiento de esa tercera ley de Newton, consistente en que toda acción de un cuerpo sobre otro determina la consiguiente reacción, de igual intensidad y de sentido contrario, si la dirección de ambos cuerpos es la misma, pero en un sentido diverso para ambos cuerpos, que puede calcularse matemáticamente teniendo en cuenta su respectiva masa, la velocidad con que chocan y la dirección y sentido que seguía cada uno en el momento de su choque. En el anterior enunciado Descartes no tiene en cuenta que el choque de un cuerpo contra otro determina una interacción entre ambos cuerpos, por lo que el segundo no permanecerá impasible ante ese choque sino que, habiendo recibido determinada "cantidad de movimiento", variará su velocidad, de un modo que se relacionará con la energía recibida en su choque y con el modo en que se produzca tal recepción de energía, variando igualmente el sentido de su movimiento, según el vector resultante del sentido de su movimiento anterior y el del sentido del movimiento del cuerpo con el que choca, teniendo en cuenta la masa respectiva de ambos, lo cual además repercutirá en que el primer cuerpo pierda la misma cantidad de movimiento que gane el segundo.

Descartes se olvidaba de la experiencia con demasiada frecuencia y Newton todavía no había enunciado su tercera ley, según la cual "con toda acción ocurre siempre una reac-ción igual y contraria: o sea, las acciones mutuas de dos cuer-pos siempre son iguales y dirigidas en direcciones opuestas". Tanto la experiencia como el conocimiento de esta ley habrían podido ayudarle a evitar los errores de sus deduc-ciones y a no extraer consecuencias erróneas de aquellas primeras leyes de su física. Pero, como ya se ha indicado, lo más reprochable del proceder cartesiano no es el error de sus deducciones, que cualquier científico podría haber cometido en la fase de la elaboración de una hipótesis, sino el hecho de no haber recurrido a la experiencia para comprobar si los hechos las confirmaban o no.

b) Por la misma razón Descartes deduce también de modo erróneo que

"los cuerpos duros, cuando son lanzados contra otro cuerpo duro [mayor, que está quieto], son rechazados del lado de su procedencia […] quedando íntegro el movimiento"[417].

Su error se debe a varios motivos. En primer lugar a la equivocación en el propio enunciado, que no especifica si ese choque es frontal u oblicuo. En segundo lugar, Descartes comete el mismo error que en el caso anterior: Juega con un concepto de "cuerpo duro" que nada tiene que ver con la experiencia y, por ello, no tiene en cuenta que en el choque entre dos cuerpos, al margen de que sean iguales o desiguales en masa, hay una pérdida de movimiento que se convierte en calor, y que por ese motivo -así como por otros- su "cantidad de movimiento" no permanece idéntica, sino que disminuye en la parte que se convierte en calor y, en consecuencia, ello determinará una variación en la velocidad de ambos cuerpos. En tercer lugar, en cuanto se trate de un planteamiento pura-mente hipotético, Descartes tiene derecho a hablar de un cuerpo "que está quieto", pero esto nunca resulta aplicable a la realidad, pues toda ella se encuentra en continuo movi-miento. En cuarto lugar, aunque tuviera sentido hablar hipo-téticamente de un cuerpo que está quieto, dicho cuerpo, al recibir el impacto, recibiría determinada cantidad de movi-miento del cuerpo menor, de forma que éste no rebotaría con la misma cantidad de movimiento que llevaba antes de chocar sino con la cantidad de movimiento resultante de la diferencia entre la que inicialmente llevaba y la que hubiese transmitido al cuerpo más pesado, pues la suposición de que el cuerpo más pesado pudiese permanecer enteramente inmóvil no encaja con la experiencia y es incongruente además con la tercera ley de Newton, que Descartes no llegó a descubrir. Si acaso podría decirse que la velocidad que adquiriese el cuerpo mayor sería inversamente proporcional a su masa y directamente proporcional a la cantidad de movimiento recibido, mientras que en el cuerpo menor la velocidad de su rebote sería inversamente proporcional al movimiento trans-mitido por él y directamente proporcional a la diferencia entre su masa y la del cuerpo mayor, lo cual se traduciría en que, cuanta mayor resistencia opusiera el cuerpo mayor, mayor velocidad conservaría el menor, sin llegar a conservar en ningún caso la misma que llevaba antes del choque.

c) Descartes vuelve a equivocarse cuando afirma que, en el choque de dos cuerpos entre sí, si son iguales en masa y en velocidad,

"volvería cada uno hacia el sitio de donde había venido, sin perder nada de su velocidad"[418].

Igual que en el caso anterior, Descartes juega con un universo imaginario en el que no se produjera la transfor-mación de movimiento en calor. Pero en el universo real la simple observación empírica, sirve para mostrar la falsedad de esta ley como consecuencia precisamente de la transfor-mación en calor de una parte del movimiento. Además en esta deducción Descartes debería haber especificado que hablaba de dos cuerpos que chocasen frontalmente y no de manera oblicua, pues en este último caso no sólo se daría una pérdida de movimiento sino también un cambio de sentido en el movimiento de ambos cuerpos.

d) Es más gravemente errónea la deducción según la cual

"si B fuese siquiera algo mayor que C, […] solamente C retrocedería hacia el lado de donde hubiera venido, continuando ambos después su movimiento con idéntica celeridad hacia ese mismo lado"[419].

En afirmaciones tan gratuitas como ésta Descartes pone todavía más en evidencia su frivolidad y falta de cautela por el uso tan desatinado que hace de su propia razón, pero especialmente por su menosprecio de la experiencia, que le habría ayudado a corregir sus erróneas anticipaciones menta-les. Incluso, si hubiera razonado correctamente, habría podi-do darse cuenta de que su teoría era incorrecta, al margen de que la experiencia también la refutase, porque desde un punto de vista meramente racional no se deducían las consecuencias que él había anticipado, ya que, aunque tuviese todo el derecho a desconocer la tercera ley de Newton, sin embargo podía haber intuido, de acuerdo con el principio de inercia, que ambos cuerpos -y no sólo uno- al recibir una fuerza externa modificarían su respectivo estado, pues, de acuerdo con dicho principio, un cuerpo permanece en su estado mientras no haya otra fuerza que le haga cambiar, lo cual podría haberle sugerido al menos que, si un cuerpo recibe determinada fuerza, aunque la masa de ese cuerpo sea menor que la del primero, se producirá en él un cambio en su estado. El principio de inercia decía que cualquier cambio en el estado de un cuerpo se debía a la influencia de otro cuerpo, pero no decía que la influencia de otro cuerpo debía provocar un cambio en el primero, y esto fue lo que dijo Newton y lo que Descartes no fue capaz de ver. Descartes olvidó igual-mente que para calcular la velocidad y el sentido del movimiento resultante del choque entre esos dos cuerpos debía tener en cuenta no sólo la masa sino también la velocidad de cada uno de ellos en el momento del choque, y el sentido y dirección de su movimiento respectivo, de manera que, teniendo en cuenta tales variables y el principio de inercia, no habría podido establecer como necesaria su absurda conclu-sión según la cual ambos cuerpos, después del choque, se dirigirían en la dirección y sentido del cuerpo que tuviera mayor masa "con idéntica celeridad", sino que incluso, como consecuencia del principio de inercia, la velocidad del cuerpo de mayor masa sufriría una deceleración y además, si la velo-cidad del cuerpo de menor masa hubiera sido suficientemente grande, habría podido repercutir en una neutralización e incluso en un cambio de sentido del movimiento del otro cuerpo, aunque el de menor masa hubiese rebotado con una velocidad mayor que la que llevaba antes del choque a causa del impulso perdido por el mayor y añadido a éste. Un cuerpo con una masa muy elevada y una velocidad muy lenta podría ser neutralizado en su movimiento por un cuerpo con menor masa y con una velocidad mucho más rápida, e incluso este mismo cuerpo, si su velocidad fuera suficientemente elevada, podría determinar la inversión del sentido del movimiento del cuerpo de mayor masa. Ante la duda acerca de este resultado, lo que exige el método experimental es que no se confíe sino en la experiencia: Por ejemplo, se podría coger una bola de 100 gramos y lanzarla a una velocidad cinco veces superior a la de otra bola de 120 gramos que viniera hacia la primera. De ese modo se podría verificar, sin necesidad de razona-miento alguno, qué era lo que sucedía.

e) Igualmente se equivocó de modo asombroso cuando dedujo que

"si el cuerpo C fuese siquiera un poco mayor que B y estuviera enteramente en reposo […] con cualquier velocidad que viniese B hacia él, jamás tendría fuerza para moverlo, sino que se vería obligado a retroceder hacia el mismo lado de donde procediese"[420].

En este caso –al margen de no haber tenido en cuenta la transformación parcial del movimiento en calor- Descartes se equivocó porque, de hecho, B determinaría que C se moviese por poco que fuera, porque, al margen de que el movimiento de C se deduzca necesariamente de la tercera ley de Newton y del mismo principio de inercia, dicho movimiento puede comprobarse experimentalmente, por ejemplo, lanzando una canica pequeña contra una bola de billar en reposo. Un cho-que así iría seguido del movimiento de rebote de la canica, que cambiaría de sentido perdiendo parte de su velocidad, mientras que la bola de billar cambiaría su velocidad de forma inversamente proporcional a su masa y directamente proporcional a la velocidad y a la masa de la canica, movién-dose cada cuerpo en un sentido contrario al del otro –si el choque se produjese en aquel punto de la bola de billar cuya tangente fuera perpendicular al sentido de la trayectoria seguida por la canica-.

Ahora bien, si con la expresión "un cuerpo enteramente en reposo" Descartes se estuviera refiriendo a un cuerpo hipotéticamente inamovible, en tal caso tendría razón, pero estaría de nuevo hablando de una simple construcción mental que nada tendría que ver con la realidad empírica, en la que efectivamente no existen realidades inmóviles.

Además, esta "ley" cartesiana se opone nuevamente a la ley según la cual toda acción de un cuerpo sobre otro provoca una reacción de igual intensidad y de sentido contrario –es decir, a la tercera ley de Newton-, al margen de que existan diferencias entre las respectivas masas de ambos cuerpos. Así que, de este modo, Descartes no está diciendo nada relacio-nado con la Física del Universo real sino sólo con la de ese Universo imaginario en el que podría hablarse de un cuerpo inmóvil por definición y en el que no rigiese la tercera ley de Newton. ¿Qué explicación podría darse para el conjunto de estas deducciones erróneas, teniendo en cuenta que, tratando de cuestiones estrictamente físicas y sin relevancia para las teológicas Descartes, al no sentirse presionado, hubiera podido razonar de un modo mucho más coherente? ¿Qué explicación hay para estos errores tan triviales en el primer científico que había sabido exponer con exactitud el principio de inercia? Parece que, nuevamente aquí, hay que hacer referencia a los condicionantes negativos de su personalidad, en especial los relacionados con su megalomanía y con su frivolidad, para entender su escaso interés en analizar correc-tamente lo que seguramente le pareció que se trataba de una cuestión menor, tal como pudo haber entendido esa serie de leyes derivadas pero tan erróneamente deducidas.

5.3.7. Conservación del Universo

De acuerdo con la teología católica, Descartes considera que el Universo, además de haber sido creado por Dios en determinado momento, sigue siendo creado a cada instante por cuanto no tiene en sí mismo la razón de su existencia ni antes ni después de su creación inicial. A dicha creación continuada la teología católica y también Descartes le dan el nombre de "conservación":

"para ser conservada en cada momento de su duración, una sustancia tiene necesidad del mismo poder y acción que se requeriría para producirla y crearla de nuevo si aún no existiese, de modo que la luz de la naturaleza nos manifiesta claramente que la distinción entre creación y conservación es solamente una distinción de razón"[421].

Resulta sorprendente una vez más que, a pesar de la claridad con que Descartes defiende esta teoría, acorde con la doctrina católica -como no podía ser de otra manera-, Rodis-Lewis se empeñe en dar una interpretación errónea de esta doctrina cuando dice que según el planteamiento del francés, "desde toda la eternidad [Dios] deja actuar a la causalidad mecánica, sin actuar"[422], interpretación que da a entender que los diversos cuerpos o modos de la "res extensa" gozarían de una existencia independiente de Dios y que precisamente por ello podrían actuar como auténtica "causalidad mecánica", lo cual no se corresponde con la doctrina de la conservación divina, según la cual la res extensa depende de Dios en todo momento de su existencia, de forma que, si Dios dejase de actuar, las demás sustancias dejarían de existir. La misma equivalencia que Descartes señala entre creación y conservación, al entender esta última como creación continuada, implica precisamente que el modo de ser de la realidad en cada momento no es consecuencia del modo de ser de tal realidad en el momento anterior y que, en consecuencia, aunque resulte cómodo hablar de causalidad mecánica, sin embargo la existencia de tal causalidad sería incompatible con la conservación divina, pues no tiene sentido hablar de causalidad mecánica respecto a realidades que están siendo creadas por Dios en cada momento de su existencia. Esta dependencia absoluta de todas las cosas en relación con Dios queda demostrada además mediante el argumento según el cual

"Dios no mostraría que su poder es inmenso si hiciera cosas tales que después pudieran ser sin él mismo, sino que, por el contrario, testimoniaría con esto que su poder es finito porque una vez creadas las cosas no depen-derían más de él"[423].

En relación con esta doctrina Descartes llega a expre-sarse de un modo que, aunque pueda interpretarse como metafórico, es propio del panteísmo:

"es mucho más cierto que no puede existir nada sin el concurso de Dios que el que haya luz solar sin sol"[424]

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