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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

"No tengo "práctica de muerte"; sólo me he limitado a pesquisar algunos de los crímenes del hombre: el suyo, por ejemplo. El autor, un pobre muchacho desquiciado por la violencia política, se suicidó, colgándose, el mismo día de los hechos.- Cortés.

Dejé el recado encima del escritorio, dentro del sobre de lacre azul-celeste, suponiendo que en el mundo de lo paranormal algunas de nuestras costumbres son conocidas, ya que así, al menos, lo dejaba entrever la increíble carta de Manuel.

Treinta días más tarde encontré otra nota "del moscardón":

"Estoy jugando con los vientos del sur: separando nubes, uniéndolas, bajándolas o elevándolas; empujando barcos, anillando el humo de las chimeneas, desnudando alerces. Ayer peinamos las playas de Pelluco y de tanto agitar las aguas despertamos a las otras moradas de Chinquío. Todas las tardes galopo sobre el caballo de la colina; a más de un salmón-hembra he acompañado a desovar en elevadas y frías aguas parlanchinas. Según me explicó mi espectro-guía, otra vez estoy en la infancia: soy algo así como un fantasma recién nacido. ¿Qué le parece, inspector? Cuando crezca en el hacer útil y orille la belleza y la verdad, me asignarán un humano-creador y con él viviré. Mi guía me ha mostrado a un hombre maduro, fabricante de espuelas, y he visto a su espectro-ayudante purificando plata derretida, obligando al viento a entrar en el gastado fuelle, acentuando o atenuando los golpes del martillo; otros espectros-niños trabajan con guitarreros, volantineros, albañiles, carpinteros, campesinos; uno que trabaja para una ordeñadora vieja, casi inválida, va a buscar una vaca negra a los pastizales de Los Muermos y la trae, a la oración, tocando, asordinadamente, su enorme campana de leche. Los espectros adultos están unidos a poetas, pintores, investigadores. Sueño con guiar manos de un constructor de veleros.

"Gracias, inspector. Mi madre y mis tías me recuerdan en viva voz y suelo meterme entre sus realidades y esfuerzos sencillos. Todavía es poco lo que puedo hacer por ellas.

"Vine en una nube desde Angelmó: es una nube negra que me está esperando sobre el techo de su cuartel. La vi nacer entre mariscos y lanchones, entre carretones acuáticos y pintores. Tenía que dejarle este recado, decirle que no podré -consejo de mi guía- volver a comunicarme con Ud. ni con humano alguno, exceptuando las 3 mujeres de mi sangre para las que no he muerto.

"Estoy estudiando Felicidad para humanos. Los espectros tenemos una escuela en una isla chilota deshabitada. En la última clase me enseñaron que no se encuentra en los instintos ni en los sentidos: hay que buscarla en la inteligencia y vestirla con el ánimo de humana utilidad. Es un ramo alegre que vuela entre el juicio alto y la memoria. Todo cambia, inspector, lo sé ahora, en el principio de otra metamorfosis: lo eterno, tan huidizo para el humano, está en todas partes. La peor vigilia no pasa de ser la mala interpretación de un sueño con los ojos abiertos. Alguien hizo a los espectros invisibles para que pudiéramos ver.

"No quiero dejarlo triste en su vida entre crímenes y criminales. Ayer, en la mañana, mi madre dijo:

"-Dominga -se refería a la menor de mis tías-, dile a Lucrecia -la mayor de las tres hermanas- que ponga la taza de Manuel en la mesa y que la llene de chocolate espeso y caliente, tostadas y un poco de dulce de manzanas verdes, agridulces.

"-¿Crees, Rosa, que beberá o comerá?

"-No; pero, de algún modo debemos decirle que lo seguimos queriendo.

"-¿Por qué, hermana?

"-Ultimamente, desde hace un mes o algo así, otro es el espíritu de nosotras: cantamos con frecuencia y nos reímos del viento trajinante y bromista…

"Ay, inspector, sé que su vanidad lo hará feliz: por su consejo ya no soy un espectro atormentado: soy un recuerdo querido y lo sé: lo vivo. Es el amor, que no ocupa lugar ni envejece, una buena ruta hasta para espectros. Nadie puede perderse en ella: es la más tibia y luminosa centella de todo tránsito vital. Con ellas -chispas efímeras-, con la suma total de los que amaron y aman, se está formando el sol íntimo de los humanos. Adiós".

El 7 de Diamante

A Manuel Olivares, chico, gordito, jovial, le decíamos, usando un argentinismo, que ya es nuestro, "El Petiso". Blanco, de raleados cabellos oscuros; solterón. Trasnochador enamorado de la noche, de la charla alegre, vivaz, aguda: el cascabel hueco del verbo cortando sombras largas, animando nuestro leve e inescrutable tránsito vital. Político de partido, había postulado, sin éxito, a una diputación por Santiago, donde era, socialmente, un desconocido. Acuático: nacido y criado en Valparaíso, que equivale a haber sido arrullado por la Rosa de los Vientos, embrujado por luces y estrellas, mar de sombras inquietas y cerros altos para que niños y poetas -humanos de infancias largas- puedan encumbrar, noche a noche, la vieja luna de los embrujos.

Por razones profesionales -era auditor- fue trasladado a la capital.

Una noche apareció en el "Brunswick Recreation Palace", el viejo club abierto, franco, cordial e inolvidable, que funcionaba en calle Merced. Llegó solo. A los 10 minutos su risa, nueva y estridente, resonó en las salas de juego: lo miramos. Advirtió nuestro asombro y sonrió su rostro de niño envejecido, como disculpándose. Nos acostumbramos a él y a su risa de juglar que invertía el pequeño drama de las pérdidas de los jugadores en alegría. Evidentemente vivía de otro modo, tenía otro sentido existencial.

Le gustaba el "telefunken" sin los ases de la pinta, el que se juega con la carta inmediatamente superior al "espejo" (carta que se da vuelta). No era un jugador que buscara la ganancia, tampoco lo hacía para "matar el tiempo". Eso nos quedó claro. Lo oscuro era: ¿para qué jugaba si había descartado los principales y únicos motivos del juego, de cualquier juego? Entendía de las vitelas de los naipes (cartulinas rectangulares con figuras y números pintados, grabados o impresos, en los cuatro palos de las barajas); entendía de marcas, lavados y cortes. Sabía que los juegos de naipes habían sido creados por los orientales e introducidos en Europa por los árabes. A las barajas inglesas, cuando era el "dador", las "peinaba", las sobaba como si las amara. Ponía toda su atención en el "espejo" y en los descartes de los jugadores. Su mundo, al parecer, estaba centrado solamente en naipes: durante horas se entretenía jugando solitarios desconocidos para nosotros, en los que solía usar dos o tres barajas. No tenía suerte en el juego; pero era un perdedor alegre, chistoso: la condición más escasa entre jugadores de cualquier nivel.

Un día, alborotado, nerviosísimo, se echó encima de una mesa de la que era "mirón", preguntando, con voz quebrada, angustiada:

-¿Quién barajó? ¿Quién cortó?

-Yo-dijo Mario Petric, dueño del club-¿Por que, Manuel?

-Tonterías mías. ¿Cortó Vargas?

-Sí-siguió Petric-. Le correspondía. ¿Qué pasa?

-Ese 7 de diamante que salió de espejo es una carta que rara vez aparece en esa posición.

-¡Estás loco! Cualquiera de las 104 cartas tiene la misma posibilidad.

-Perdón, Mario-se había recuperado-. Es una vieja y tonta idea mía.

Siguió mirando el juego. La mano la ganó el sastre Ernesto Vargas. Un gordo bonachón, altísimo, diciendo:

-Yo tenía "el caco", Manolito.

-Sí. Lo vi. Permítanme -revisó las sobrantes, las del montón que no habían entrado en juego. Encontró el otro 7 de diamante cerca del final. Sacó una cuenta extrañísima: a quien le hubiera correspondido. Miró largamente al "Turco Musa", movió la cabeza y se fue.

Dos días después enterramos a Musa -ataque al corazón-. Uno de los mejores hombres que he conocido: generoso, pacífico, sano, culto, cuarentón. Todos recordamos, durante el entierro, el 7 de diamante, tan bulliciosa y dramáticamente señalado por Olivares.

EL DEL 7 VUELVE AL CLUB

Seis meses después oí su risa y salí a encontrarlo. Venía acompañado de un artista árabe que se dedicaba a ilusionismo.

-Manuel, hablemos.

En una especie de reservado nos sentamos.

-Supongo, inspector, que me vas a interrogar sobre Musa. ¿Qué quieres saber?

-Lo del 7 de diamante. Tus ojos, esa noche, hablaron, para mí, de muerte.

Bebió cerveza y fumando un cigarrillo negro por fuera y por dentro, desconocido por mí, dijo:

-Soy cartomántico, Cortés. Adivino el futuro por medio de naipes…

-En el caso de Musa sólo fuiste espectador de telefunken.

-Cierto. La cartomancia es muy antigua, mucho más lo es la adivinación: Tiresias, un tebano ciego, hace más de 3 mil años, predecía. Guió a Ulises en su retorno a Itaca…

-Sí, sí. Vamos a lo de Musa…

-Es que si voy a hablar de premoniciones, de señas especiales, de mi vida de augur de esta época, necesito saber si estás en condiciones de entenderme. Lo sabré por tus respuestas a un interrogatorio, perdón, señor policía, brevísimo.

-Las cartas pueden servirte. ¡Echalas!

-Con ellas sólo podría llegar a saber lo que va a ocurrirte. Lo que necesito, para aclarar tus dudas, es saber lo que eres, y esto incluye tu pasado y tus esencias íntimas, las raíces vivas de tu ser o lo que te quede después de tantos años de oficio policial.

Esa "baraja" oral no era de las que yo conocía. Una inquietud imprecisa se estaba apoderando de mi ánimo. Reflexioné de prisa, con temor a entrar en zonas presagiosas. Ahora sé, entonces lo ignoraba, que no es humano el DADOR de los destino. Dije:

-Adelante, Manuel. Contestaré lo que sea.

-¿Sin apartarte de la verdad, inspector? Tu mente está más entrenada que la mía en reacciones provocadas por preguntas. ¿Dirás la verdad?

-Sí.

-¿Crees en Dios?

-No veo la relación.

-¿Crees o no?

-¡Sí!

-¿Por qué crees en El?

-Porque vivo el temor a la muerte: soy humano, débil, mortal.

-No todos los hombres le temen a la muerte, a lo desconocido…

-¿Eres tú una de las excepciones?

-No. Temo como tú; pero, temer no es creer. ¿Lo es?

-Así como lo planteas no parece ser lo mismo.

-¿Crees en Dios?

Nunca me había hecho, despojado del miedo, la pregunta de Manuel. Dudé. Una vaga idea, desconocida, fue tomando cuerpo y tímidamente, sorprendido, me oí diciendo:

-Algo o alguien rige este mundo y debe ser el que lo creó.

-Si te lo has imaginado, ¿cómo es para ti?

-Como el espíritu del cosmos. ¡Al caso, Manuel!

Pareció no haber oído mi última frase:

-¿Qué es espíritu para ti?

Otra vez escuché el dictado celular, ajeno a mí:

-Lo que verdaderamente nos mueve aun cuando la inteligencia humana no logre, todavía, comprenderlo o comprobarlo.

Pidió una baraja nueva, marca "Kem", norteamericana, con caja. Sacó el 7 de diamante diciendo:

-Los diamantes de la baraja inglesa corresponden a las espadas de los naipes españoles. Debes saber que el As de espada es considerado carta de mal agüero…

-Lo sé. El As de diamante sería el reemplazante lógico.

-No. Cualquiera puede notar, durante el pinche, que se trata del As.

-No entiendo.

-Este 7 debe venir con el rombo del centro hacia abajo para significar muerte; antes debe haber salido, de espejo; el otro 7, también con el rombo hacia abajo, debe quedar en el montón del robo.

Miré la carta, miré todos los diamantes: el 7 era el único cuyo rombo central está fuera del medio. Comprendí que mi interlocutor había observado un detalle curiosísimo. Agregó:

-La marca "Kem" trae, como puedes ver, un gran diamante central, abierto, sobre el frente de la caja negra, con otro rombo dorado y bordes enlutados. El dibujo original fue hecho por un asceta hindú. ¿De dónde sacó el modelo?, fue una pregunta que me hizo viajar por muchas partes. Alguien me dijo, en el Asia, que mirara una culebra venezolana, porque en ningún serpentario las encontraría vivas. Son rojas, negras y blancas; matan por matar. Están llenas de rombitos rojos, el "carreau" de los franceses. No me fue fácil llegar a ver una coral…

-¿Qué pasa con el pinche de las cartas?

-Cada naipe mide 5 y medio centímetros de ancho por 9 de largo. El rombo, cuando queda hacia abajo, aparece a los 2 y medio centímetros y el jugador, pinchando, ya ha visto el 7 en la esquina izquierda. Cuando está hacia arriba, si entiende de este asunto, la distancia es superior a los 5 centímetros, y el alivio que se siente no puedo explicártelo: hay que vivirlo. Ese asceta era, además, criptógrafo y nos dejó un claro mensaje. Lo ocurrido con Musa me dejó muy mal, comprobaba, fehacientemente, una teoría escalofriante: 104 cartas barajadas, cortadas por un tercero, repartidas en grupos de 4 cartas hasta completar 12 para cada uno de los 6 jugadores; la primera carta, después de la "dada general", y bien lo sabes, telero viejo, va hacia atrás, nadie la ve; entonces se da vuelta "el espejo" y tiene que ser…

-El 7 de diamante con el rombo hacia abajo.

-Sí. Hasta allí se han ocupado 74 cartas. En las 28 restantes debe estar el otro 7 y ya lo sabes, a 2 y medio centímetros de los dedos del jugador marcado. El cálculo de probabilidades para que tal fenómeno ocurra, es casi sideral, a menos que…

-¿Se necesitan, Manuel, condiciones especiales para percibir el mensaje?

-Cualquier humano culto, que conozca lo que te he confiado, puede y debe hacerlo. No te será muy útil, pero te servirá para comprender que casi todos los seres y cosas de este mundo se rigen de otro modo, es cuando usamos la voz "azar" o sus sinónimos para significar que seguimos sin comprender.

Nos despedimos. Me quedé mirando una partida de ajedrez, viendo, en los caballos, rombos de coral y una guadaña negra, silenciosa, misteriosa, en cada alfil.

EL TELEFUNKEN DEL CARTOMANTICO.

Más o menos al año de la inclasificable entrevista con el cartomántico, Ernesto Vargas nos comunicó que éste se encontraba en cama, enfermo de un mal desconocido de los médicos. "Vengo -dijo- a jugar por él con su dinero. Cree que hoy, martes 13, se le darán los naipes". Completó una mesa. Le salieron juegos hechos, pintaba uno o los dos "cacos", le daban la "bajadora" o se la robaba del mazo.

Me acerqué atraído por la suerte increíble del sastre:

-¿Está muy mal tu socio?

-Según sus palabras: vahídos, alucinaciones, fiebres. Lo que si tiene hoy es una suerte endemoniada.

Le tocó dar las cartas. "Quemó" la primera y dio vuelta, de espejo, el 7 de diamante con el rombo hacia abajo. Todos los jugadores se miraron, el propio Vargas acusó nerviosidad de frente húmeda. El juego siguió silenciosamente. A la vuelta siguiente el sastre se robó el otro 7 de diamante: el rombito de las corales dio la sensación de haberle quemado los dedos del pinche. Vargas empezó a temblar y lo tiró en la mesa. Petric detuvo el juego.

-Me voy -dijo Vargas-. Mi socio me ordenó que jugara sólo hasta la medianoche.

Nadie quiso seguir jugando "tele": el fantasma del "Turco Musa" se "veía" o presentía en todas las mesas, yo, con mayor razón, porque sabía, con alguna exactitud, lo que estaba ocurriendo u ocurrido.

Petric, cerca de las dos de la madrugada, gritó:

Teléfono para ti, Cortés! "El Petiso" te llama.

-Sí. Di.

-Vargas no ha llegado y quedó de levantarse de la mesa antes de la medianoche.

-Bien sabes que no está aquí.

-Sí, no quiero engañarte. ¿Se produjo?

-Debes saberlo. Pero él jugaba por ti, con tu dinero. Tú ocupabas su lugar: demasiada suerte. ¿Qué has hecho, Manuel?

-Nada. El jugó, a él le toca. Yo seguiré viviendo; óyelo bien: viviendo. Creo que engañé a la parca.

Corté. Me negué a llamar a la policía, a pesquisar el atraso inexplicable del sastre. Confiaba en otra fuerza.

Vargas, con los ojos llenos de sangre -¿derrame?- y la ropa manchada y rasgada, vacilando, entró muy pálido, cerca de la madrugada, a la "Brunswick". Varios nos apresuramos a sostenerlo. Bebió cognac. Miraba como si estuviera regresando de otro mundo:

-Salí a tomar un taxi para ir al domicilio de Manuel, vive en Lyon, una casita blanca, de 2 pisos, a la entrada de Providencia. No vi vehículo alguno, las luces de la calle se borraron. Perdí el conocimiento. Supongo que me caí. Sé que me faltó el aire, que me ahogué. Hace poco rato… volví a tener conciencia: me vi los pies, las manos, edificios, luces y lleno de alegría, regresé.

-Te llevaré a tu casa, Ernesto.

En Providencia giré hacia Lyon, como dándole cumplimiento a una orden cuyo origen desconozco. A la luz de los faroles del alumbrado público se veía el vehículo negro de una funeraria. Dos hombres bajaban un ataúd, una cruz y candelabros de bronce. En las ventanas del 2º piso se veían dos sombras femeninas que iban, apresuradamente, de uno a otro lado.

-¿Qué pasa, Cortés, en la casa de Olivares?

-¿Cuántas personas viven allí?

-Tres: él y sus dos hermanas. ¡Esas son ellas! Están llorando. ¡Bajemos! ¡Para!

-No. Estás muy débil. Seguiremos de largo.

-¿Por qué?

-Una coral embrujada, tramposa, trató de engañar a la inengañable…

El aparecido de la calle Meiggs

De las memorias del Inspector Cortés

-Un anciano, pájaro u hombre, apareció en la esquina de Meigss y Salvador Sanfuentes. La luz del farol le dio en lo que llamamos cara, rostro; pero allí no había nada: no tenía facciones. Vas a creer que estoy loco.

El doctor Mario Rodriguez calló y cerró los ojos. Apoyó las palmas de sus manos sobre sus párpados. Temblaba.

El inspector Cortés aspiró hondamente el humo de su cigarrillo y con voces ahumadas ordenó:

-¡Descríbelo otra vez!

-Alto, delgadísimo. Sus ropas me siguen pareciendo enlutadas. Esa aparición o lo que sea, no tenía una sola mancha de color. Todo él parecía tierra húmeda, un puñado de raíces que olía a subsuelo…

-¿Cómo vestía?

-Una especie de mameluco vegetal, un kimono de sombras. No lo sé.

Cortés sacudió su cabeza como si tratara de sacarse las últimas palabras desde el fondo de sus oídos. Ya era tarde: habían entrado a su cerebro.

-Mario, has usado voces que desconciertan. Ordenémonos: ¿estaba allí o lo viste llegar?

-Lo ignoro. Lo vi.

-¿En qué pensabas?

-Creo que en lo de siempre: mi familia, el hospital.

-No me refiero a generalidades. ¿Algo en especial? ¿Algún asunto grave?

-No. Mi vida es sencilla: tú la conoces.

-Yo conozco parte de tu hacer: tu sentir y pensar me son ajenos.

-Trabajé años contigo en esta Brigada de Homicidios; incluso he sido el médico de tus úlceras.

-Sí, Mario. Volvamos a tu denuncia: ¿qué hora era?

-Las 21. Mi suegro, tú conoces a don Jaime, hacía la caja de su negocio. Termina más o menos a esa hora. Su auto estaba en panne y Anita, mi esposa, me avisó para que fuera a buscarlo.

-¿Miraste el reloj?

-No y no dudes: yo entrego el turno a las 20,30. Anoté, para la enfermera de noche, indicaciones para 2 de mis operados: 10 minutos. Compré cigarrillos y el periódico en la esquina de Independencia. Saqué el auto y me dirigí a la calle Meiggs. Desde el Hospital J. J. Aguirre hasta el negocio de don Jaime demoro 15 o 20 minutos. ¿Qué importancia tiene la hora?

-Las determinaciones del tiempo parecen indudables. Tú eres un científico, Mario, con largos años de Criminalística: el tiempo es una referencia que los investigadores centramos en casos tan extraños como el de tu denuncia. Resulta ser casi un pivote que haré girar sobre abstracciones singularísimas. El encuentro fue anoche, ¿cierto?

-Sí.

-Tenemos: jueves 13 de marzo. 21 horas. Meiggs. Una esquina, farol. ¿Gente?

-No. La calle estaba vacía: luces en el lado de la Estación Central y en la esquina de San Alfonso. Algunos ruidos de vehículos. "El Dorado", negocio de abarrotes que enfrenta a Meiggs, tenía las cortinas bajas.

-Tú estabas…

-Afirmado en mi auto. Fumaba caminando en círculos pequeños, un par de metros y volvía a afirmarme.

-Curiosa forma de pasear.

-Sí. Se adquiere entre las camas de los hospitales.

-Tu especialidad, como cirujano, es…

-Hernias, vesículas, apéndices, úlceras como las tuyas.

-¿Algo más?

-No.

-¿Bebes?

-Vino en las comidas; en las fiestas whisky.

-¿Qué lees?

-¡Ah, caramba! Recurro a ti porque te conozco como investigador, somos amigos y me interrogas como a un desconocido. Olvida mi denuncia, Cortés.

–Estás en un error: ningún humano conoce a otro. Te violentas con facilidad: a lo mejor trabajas demasiado y bien pudiera ser que una lectura, común para normales, te alterara. Estas zonas y bien lo sabes, llamadas intelectuales, no nos son fáciles. ¿Qué lees?

Biología, Fisiología

Literatura, Mario.

-No leo sobre horrores ni fantasmas. ¡No tengo un autor favorito!

-Bien. Baja el tono. ¿Tus relaciones conyugales?

-Jamás han sido turbulentas.

-¿Y las otras?

-Una que otra amiga, al paso, enfermeras. Tú sabes.

-¿Económicamente?

-Nadie anda bien en estos tiempos. No me sobra el dinero ni me falta.

-¿Dolores de cabeza? ¿Angustias?

-Cortés, el médico soy yo.

-Sí. También eres el que vio a un hombre sin rostro que vestía un mameluco vegetal o un kimono de sombras; un pájaro alto. ¿Cómo era su voz?

-Está bien, tienes razón. En un principio me pareció normal. Todas las voces parecen serlo. Después me sonaron inexpresivamente, metálicamente. Parecían voces viejas, herrumbradas.

-¿Qué dijo?

-"Siento piedad por ti, por tu pequeña vida de gusano con bisturí…"

Rodríguez calló y se mordió los labios secos.

-¡Sigue!

-"Estás condenado a ser destruido y yo seré tu destructor"

-¿Qué pasó después?

El hombre o lo que fuera, atravesó la calle y desapareció.

-¿Hacia dónde?

-Lo ignoro. No pude manejar, lo hizo mi suegro. Estoy mal, no controlo mis nervios. No duermo. Supongo que ya tienes todo el cuadro. ¡Ayúdame!

-¿Algo más?

-Sí. Habló de una tumba vecina a la calle San José. Una tumba de tierra.

-¿Cómo lo dijo? Repite sus palabras:

-No las memoricé: ya estaba como atontado. Mi narración es fragmentaria. Debes comprender la anormalidad de todo esto.

-Cálmate. Beberemos café. Tu relato me puso algo más que nervioso.

Rodríguez abandonó la silla y se alzó sobre su metro setenta:

-Vocales y consonantes parecían golpes de mazo sobre yunque. No era humana esa voz, Cortés. No sé si podré volver a operar: tengo el pulso malo y temores inciertos: no es lo mismo defenderse de lo que uno conoce. ¿Qué harás?

-Pesquisar a tu aparecido.

-¿Cómo, Dios mío?

LA PESQUISA

-¿Cuántos son tus muertos?

Rodríguez miró a Cortés en el centro mismo de los ojos, perforándolo, atravesándolo. El inspector le pareció honesto, humano, normal. Bajó la mirada:

-Cinco o seis.

-¿Tienes los nombres?

-En el hospital hay un registro.

-Vamos.

En el pabellón de cirugía Rodríguez le entregó un libro:

-Este es.

Cortés lo revisó y comentó:

-Los nombres que aquí aparecen son 8; tres corresponden a mujeres, las descartaremos por voz, vestimenta, altura. Debemos aceptar que los aparecidos conservan el sexo. Este Juan Torrini, ¿qué recuerdas de él?

-Era un italiano narigón, flaco. Ulcera al duodeno. Corté una arteria y demoré en hacer los ligados. Un franco error mío. Era bajito.

-¿Y este Guillermo Parada?

-Un viejo. Gastritis. Se hubiera muerto de todos modos: estaba alcoholizado. Fue mi primer cadáver.

-Ah. Aquí hay un gigante: un metro noventa y 60 kilos, joven. Heliodoro Aguirre. Debió ser flaquísimo. ¿Qué te pasa, Mario?

El doctor Rodríguez había perdido el conocimiento. Cortés, tomándolo de la cintura, había impedido su caída. Se repuso con lentitud. Bebió agua.

-Sí -dijo-. Debe ser él. Era un joven atleta, basquetbolista. Se le había declarado una inflamación del peritoneo. Era nerviosísimo. Los exámenes de laboratorio acusaron una poliura (emisión exagerada de orina) de 3 mil a 4 mil c.c. por día. Operé. Murió apenas lo abrí.

-Según la fecha anotada en este libro de "fallecidos" esta operación se efectuó hace… un año y un día. Ayer. Creo que siempre has estado pensando en su muerte, que te has juzgado a ti mismo y que tu veredicto ha sido el de culpable. Visiones de tu conciencia, Mario. ¿Es así?

-Un cirujano debe estudiar la razón de sus errores, repasar los casos, revivirlos. Es la única manera de evitarlos.

-¡No has contestado!

-Sí. He pensado en Heliodoro Aguirre Guzmán más que en cualquier muerto. Anoche hasta creí reconocerlo cuando me dio la espalda. Fue compañero de estudios de mi hijo mayor. Era amigo de toda mi familia. Quería salvarlo. Sé que apuré demasiado la intervención. Tu endiablado oficio me ha obligado a confesarte mi obsesión…

Cortés se acercó a la ventana y miró hacia el norte, hacia los techos de las casas bajas del barrio Independencia, hacia el cielo.

-Voy a ir al Cementerio General: quiero ver una tumba. Conseguiré una orden de exhumación. Sostengo, doctor Rodríguez, que tu conciencia creó un fantasma…

-Iré contigo.

El juez del crimen, más o menos enterado de los hechos, facultó a Cortés.

El sepulturero comentó:

-Parece que Ud. conoce el camino, inspector.

-No. Sé, de oídas, un aparecido se lo dijo a un amigo, que la tumba que busco queda cerca o vecina a la calle San José.

Tumba de tierra seca con yuyos viejos y raíces de rosales. Reja de fierro pintada de verde oscuro. Una cruz de madera y un nombre descascarado: Heliodoro Aguirre G.

-Cave con cuidado.

El sepulturero asintió. La pala tocó el ataúd y se movió por la superficie con gran destreza. Quedó limpio de tierra húmeda.

-Abralo Ud. mismo, por favor.

Levantó la tapa sin preocuparse del ruido sordo que hicieron los clavos y un largo cadáver quedó al descubierto. Todos los músculos faciales se habían transformado en adipocira: el negro de la grasa humana había casi borrado las facciones.

El doctor Rodríguez se echó a correr. Cortés siguió observando los restos de Aguirre.

-Ayúdeme a levantarlo, panteonero. Sosténgalo.

Lo sentaron sobre el cajón. El traje era de un negro lustroso, apergaminado, violeta a la luz del sol. Se acercó a los zapatos y observó las suelas secas, resquebrajadas, limpias. "No ha caminado mucho", pensó. Abrió las ropas y dejó al descubierto los cortes que en el estómago había hecho el doctor Rodríguez.

-Está bien. Ciérrelo, amigo. Gracias.

-Ud. no le tiene miedo a los cadáveres, inspector; en cambio, su amigo… ¿Por qué seremos tan diferentes, señor?

-Este es un caso extrañísimo, sepulturero, y es mejor que tu mente siga en paz. Olvídalo, si puedes.

En una llave se lavó las manos y salió a la Plaza del Cementerio con el ánimo bajo. Alcanzó a ver el entierro de un niño pobre: rostros llorosos y mujeres enlutadas. Desde el auto vio un río de gente y pensó en tumbas nuevas y hasta en el panteonero que le cavaría el foso al panteonero que lo había ayudado. Se negó a mirar hacia las nubes.

En su oficina bebió café y garabateó hojas blancas. Su mente divagaba: "Pobre Rodríguez, su aparecido no se había movido de su tumba". Despachó los servicios nocturnos, cerró su escritorio y empezó a caminar hacia la salida. La voz del detective Roa lo detuvo:

-Teléfono, señor.

-Sí. ¡No! ¡Pobrecito! Iré inmediatamente.

¿PAJARO CON KIMONO?

La casa del doctor Rodríguez estaba llena de gente. Mario, el hijo mayor, se acercó llorando:

-Es inexplicable. Está en el baño del 2º piso. Le dejó este papel.

Decía, con letra manuscrita, tinta roja: "Cortés, no creas en suicidio. Un médico como yo y la locura no calzan. Tú sabes quién fue".

Subió afirmándose en las barandas. El cadáver del doctor Rodríguez colgaba de la cañería de la ducha. Se volvió hacia el muchacho:

-¿A que hora?

-Mi madre lo encontró hace unos 30 minutos. Gritó y todos subimos. No la interrogue: está shockeada.

-No. Llama a la Brigada de Homicidios. Dile a los guardias lo que ha ocurrido para que se constituyan aquí. Después quédate vigilando esta puerta para que nadie golpee.

Cerró por dentro y se dedicó a mirar el piso, las paredes, el fondo y los lados de la tina. Ascendió desde los zapatos al cuello y volvió a descender: no miraba, rezaba. Se detuvo en las limpias manos del cadáver; en la lazada corta hecha con el cordón de una bata de baño. No vio irregularidad alguna: el surco del cuello correspondía al vínculo. Rodríguez se había mordido la lengua. Sacó su lupa y volvió a mirar esas largas manos de dedos finos: "Ni un golpe, ni un rastro, ni un pequeño indicio del pájaro enlutado". Dejó de pensar cuando lo llamaron sus hombres a través de la puerta:

-Listos, inspector.

Abrió:

-Hagan lo de siempre sin economizar fotos.

El doctor Esquivel examinó el cadáver de su colega con minuciosidad exagerada y respeto. Preguntó:

-¿Qué crees, Cortés?

-Nada. Mi cerebro se niega a pensar. Parte de la vida profesional de Rodríguez la atravesamos juntos; pero en los últimos días y en especial durante su muerte, se separó de todo lo que es humano.

-No te entiendo.

-El cordón que tiene atado al cuello es de lana, ¿cierto?

-Sí.

-En sus manos no hay una sola hebra. No tiene 40 minutos de muerto y su rostro se parece al de un cadáver viejo, cercano al año.

-Puede ser una cianosis precoz.

-En su estómago hay una raya blanca y larga, parece cicatriz operatoria y Rodríguez jamás fue operado.

-¡Tú sabes lo que pasó aquí! ¡Dímelo!

-¿Aquí? Es un adverbio demasiado grande que incluye un hospital, una operación quirúrgica, una esquina de la calle Meiggs, una tumba abierta hoy en el Cementerio General y este suicidio incalificable. No me interrogues, doctor, podría decirte que el homicida del doctor Rodríguez, un pájaro con kimono, no lo detendrá ningún policía de este mundo…

-¡Estás loco! ¿Cómo puedes suponer acto de tercero?

-Los muertos me están enseñando un lenguaje que corresponde a otra realidad.

-Te afectó, Cortés, este suicidio típico. Es natural: eran amigos.

-Sí, doctor, sí. Lee este papel: él murió pensando como yo…

El asesinato del chofer Arenas

Al repasar este asesinato y su trama, reviviendo cadáver y victimarios, el pequeño canal Santa Rosa de Huechuraba, policías, jueces, periodistas, choferes y dueños de automóviles de alquiler, curiosos, todo ese pequeño mundo "actorial" adscrito al crimen, vivo una extraña sensación de irrealidad. Alucinado pienso: los conjuros y sortilegios rojos todavía tienen, como estados colectivos, una peligrosa validez social permanentemente embrujante.

La violencia máxima, matar, atrae, mayoritariamente, a los humanos. La muerte sigue siendo el imán mayor, la incógnita más desesperantemente atractiva porque todos vivimos una muerte que anhelamos prolongar. El asesinato sorprende, aterra, angustia. Un asesino reiterativo modifica las costumbres de muchos de los habitantes de cualquier ciudad: el asesino de santiaguinas ancianas solitarias sigue siendo un ejemplo horroroso: la amenaza cierta pesa sobre el ánimo de todos los que tenemos madres ancianas: se cambian cerraduras, se instalan teléfonos, se compran perros bravos, se las visita con más frecuencia, aconsejamos, sabiendo que ninguna protección es suficiente…

El otro imán del crimen es el victimario. Todos quieren saber cómo es. Los científicos buscan las características del arquetipo. Búsqueda que empezó, inútilmente, el siglo pasado, el médico italiano César Lombroso. No hay arquetipo. Asesino es cualquier humano inteligente que llegando a la idea de matar, realiza el acto. Siempre tienen la misma motivación: dinero, joyas, bienes. Poseen la mayor falla ética conocida.

Rara vez el interés de un caso criminal se centra en la víctima: Alicia Bon, una bella adolescente, jugando al amor, y Elianita Yévenez, una niña estrangulada a la edad de las muñecas, son algunas excepciones. Becker y "El Tucho", entre nosotros, son los inolvidables. Esta sorprendente escala de valores, resulta, en la época que vivimos, simultáneamente racional e irracional: los pueblos tienen públicos actores y espectadores rojos; las divisiones emocionales son mayoritariamente deficientes porque el delito es sólo una gran falla social.

Los que parcialmente estudian el delito, como si el crimen pudiera ser dividido: criminólogos (causas(?), criminalísticos (efectos), legisladores (códigos apellidados "penales"), médicos legistas (causas de muerte), sociólogos (diferencias socio-económicas), psicólogos (alma y conducta)), etc., poseen, indudablemente, parte de la verdad histórica del hombre-crimen; pero, el crimen sigue su marcha ascendente. Algo falta en nuestras ciencias.

En el ya viejo y espeluznante juego de delito y pesquisa, algunos investigadores, sin quererlo ni esperarlo, se reecuentran con los mismos crímenes de ayer… y todo es nuevo, y el hecho, siendo el mismo, es otro. El fenómeno suele alcanzar a algunos victimarios francamente arrepentidos; a jueces que, de ser posible, no sentenciarían en la misma forma. Es indudable que los cambios se producen en la mente del hombre. ¿Cómo? ¿Por qué? Visión más amplia, abierta por otros crímenes y por el paso del tiempo en la misma función especializada, se parece mucho a lo que denominamos "experiencia", a la que atribuimos, inexplicablemente, el conocimiento. La experiencia es, en todo caso, el resultado de la mejor intuición de los hechos. "Intuición" resultaría un obstáculo insalvable (Husser, en su moderna Fenomenología, la ubica entre las esencias puras). Sí, indudablemente la Inteligencia es esencial y sólo usando esta herramienta -extrahumana- podrá el hombre, lo quiera o no, avanzar en todo campo, incluyendo, por supuesto, el delito complejo, anacrónico, regresivo.

En este caso, sin embargo, concurrieron otros elementos: una rarísima alteración mental del principal autor, genial y absurdo; la complicidad de su abúlico y menoscabado hermano menor; un corrupto empleado de la Municipalidad de Paine; burocracia inútil (Archivo de Patentes de la Policía Civil) y una mentalidad de pesquisa tradicional sujeta, como ocurre, en toda institución policial latinoamericana, a la más rutinaria expresión.

LOS HECHOS.

Los choferes nocturnos del paradero de taxis ubicado frente a la Municipalidad de Santiago, comentaron que 3 elegantes y corpulentos individuos ocuparon, la madrugada del 24 de abril de 1947, el auto Ford, azul-negro, modelo 1938, patente EP-79, después de despertar al chofer Juan Arenas Garrido -casado, 52 años, enfermo de un mal desconocido-. "El auto dobló por calle Puente" -fue la certera declaración de un niño lustrabotas: el viaje se inició, efectivamente, hacia el norte.

Tomás Biggs, propietario del vehículo, no denunció. Los choferes no pasaron del chisme porque Arenas solía "… perderse una o dos veces en el mes". Mercedes Mugares, esposa de Arenas, no se enteró de la desaparición de su marido porque éste vivía con una mujer más joven. No tenían hijos. Pasaron 20 días y Juan Arenas ni siquiera llegó a la casa de su amante.

La doble desaparición fue conocida por los periodistas y la convirtieron en noticia de primera plana. La policía empezó a moverse con lentitud de saurio acuático, tropical. Los días parecían pasar lentamente, entre murmullos. La noticia, repetida y comentada, llegó a oído múltiples y saltó al comentario airado y a la novelería popular: toda una trama espesa y roja, variada, con mucho de puzzle macabro, corrió por la ciudad capital y pronto alcanzó los extremos del país. Las radios, parlantes nacionales, hacían oír quejas, fantasías, verdades. Ocurre que los choferes de arriendo, como gremio, tienen, entre nosotros, el mayor número de víctimas a manos de criminales. La epidermis nacional, tratándose de este gremio, utilísimo y esforzado, es, explicablemente, sensible.

A las 15 horas del 23 de mayo el detective Oliva vio que algo parecido a una mano se asomaba sobre las aguas del canal Santa Rosa de Huechuraba. Se acercó: la mano correspondía al cadáver de un hombre semisumergido. Lo atrajo, con un alambre, hasta la orilla. Tenía una bufanda gris sobre el cuello y sobre la bufanda una cuerda de un metro y 80 centímetros, media pulgada de diámetro. Los ratones le habían comido gran parte del tórax, lado izquierdo, dejando al descubierto moradas vísceras putrefactas. Uno de los cabos del cordel estaba desflecado. En los bolsillos encontró $1,40, dos pañuelos y un llavero. Informó del hallazgo al retén de Carabineros de Huechuraba, ubicado a 184 metros y a Investigaciones.

Concurrió todo el mundo policial. Los choferes de la plaza reconocieron, por el rostro y las ropas, al chofer Arenas. Un olvido: a ese lugar no fueron llamados los expertos del Laboratorio: no eran conocidos ni siquiera por los detectives.

El caso entró en blandos terrenos verbales, conjeturales. Se barajaron las mismas gastadas hipótesis: "Venganza: Arenas guardaba un secreto terrible", "El auto está en Argentina: los asesinos son contrabandistas en automóviles", "Se suicidó porque su mal no tenía remedio".

Los médicos legistas, por la putrefacción avanzada, no señalaron, oficialmente, la causa de muerte. El caso tomó vuelo de cóndor: el misterio del chofer y el auto no iba a ser penetrado así como así.

En julio de 1947, la Corte Suprema designó Ministro en Visita a don Miguel González. A petición de este ministro Investigaciones puso a su disposición, tiempo completo, a 2 funcionarios experimentados. El ministro pasó a ser el único jefe de las pesquisas: rol que señala la ley.

En marzo de 1948 el ministro informó a la Corte: "Se han revisado boxes, garajes y demás locales donde se guardan y reparan automóviles; también se han revisado los registros municipales en que se inscriben los coches. La búsqueda del asesino del chofer Juan Arenas ha sido infructuosa y si hasta hoy no se ha obtenido el resultado favorable que se desea, se debe, principalmente, a lo difícil del caso".

En agosto de 1948 fue asesinado el chofer Mario Méndez, en el camino Lo Chena. "La opinión pública" –prensa y radio– mostró un durísimo rostro a la policía. El fresco "Caso Arenas" fue reactualizado por los periodistas: "¿Qué pasa en la policía? Asesinato del pintor Jorge Madge; desaparición del bailarín Ignacio del Pedregal -hasta hoy-, testigo del crimen del pintor; y las muertes de los choferes Arenas y Méndez no han sido esclarecidos".

El 18 de septiembre de 1949 el reo Gustavo Donoso, loco y homicida, que se decía "compadre" del chofer Arenas, acusó a 2 detectives como asesinos de Arenas. La chismografía de Donoso fue judicialmente considerada.

PARENTESIS SOBRE ASESINOS Y CRIMINALISTICOS

Cuando 2 hombres caminan juntos, unidos por la idea del asesinato y van -decidido el momento, lugar y cómo- hacia el crimen, ni "Mandrake", el mago, puede saberlo. Externamente son iguales a los millones de asesinos potenciales: iguales a cualquier humano.

Atravesaron la plaza con cierta excitación controlada; pero, a medianoche, flechas rojas sobre el taxi-presa-chofer, elegido con anterioridad, sólo parecían lo que no eran: 2 pasajeros con algún apuro. Ocuparon el taxi de Arenas porque estaba bien cuidado y porque el chofer era viejo, enfermizo. Lo seleccionaron después de un largo examen: dos horas mirando vehículos y choferes. Despertaron al chofer:

-¡Retén de Carabineros de Santa Rosa de Huechuraba!

Una carrera larga, sin duda, la más larga de todas.

Frente al retén la misma voz ordenó:

-A la derecha, amigo. ¡Pare!

Camino de tierra: justo el inciso 12 del artículo 12 del Código Penal: "… de noche y en despoblado". Un agravante más.

Lo estrangularon desde atrás… usando un cordel, el mismo que vería el detective Oliva flotando sobre las aguas. Le robaron 240 pesos y la documentación. Le ataron una piedra al cuello y lo lanzaron a las aguas del canal. Los 2 asesinos conocían esas tierras: el padre había sido administrador del fundo Santa Rosa, y por allí, entre hondazos y pájaros muertos, habían estirado sus primeros años. Con un desmontador sacaron, violentamente, el taxímetro y también lo arrojaron al agua. Cambiaron la patente por una nueva, del día, y regresaron a Santiago. Los álamos, un sauce, 7 guarenes, algunas estrellas y el agua lenta, no testificaron.

Uno de los asesinos recibió, del otro, 5 mil pesos y se quedó entre los prostíbulos y la madrugada del barrio Matadero. El otro, el jefe "generoso", siguió hacia el sur: necesitaba el auto para su luna de miel. Era técnico Agrícola y Presidente de la Juventud Conservadora de Peumo. Poseía un camión. Casó 48 horas después del crimen, sonriendo, vestido de smoking y con una flor blanca en el ojal, con A. A., de 17 años de edad.

Un asesino excepcionalmente frío, hábil, certero. Dueño de una idea global, clarísima, sobre las debilidades del hombre y sus instituciones.

Entre el 21 y el 31 de octubre de 1947, en el taller mecánico de la Casa Ford, San Martín 231, Rancagua, ordenó reparar "su automóvil": cambió de parabrisas, desabolladuras, funda para los respaldos, nuevos pisos de gomas y pintura azul, completa. Pagó $ 9.956. El Ford era otro.

En el tercer piso del Gabinete Central de Identificación, en un ala pequeña, que da a la calle General Mackenna, funcionaba, desde 1938, el Laboratorio de Policía Técnica. Lo dirigía el doctor Luis Sandoval Smart. Una docena de expertos en Criminalística, corporativamente juramentados, eran -y son- asesores de los jueces del crimen en el infinito, delicado y apasionante mundo de las huellas, rastros e indicios del crimen. Bioquímicos, ingenieros, abogados especializados en experticias documentales, médicos, contadores, balísticos, huellógrafos, etc., tenían obviamente otras concepciones sobre delito y delincuente, policía y pesquisa.

Sandoval, hematólogo forense de categoría mundial, humilde y jovial, conversaba con su ayudante, días después del hallazgo del cadáver de Arenas. Su ayudante era un joven y testarudo profesor de Criminalística -hecho por el propio Sandoval-, que solía concurrir, de motu proprio, a los escenarios del crimen, según decía: "A aprender a ver mirando".

-¿Qué hay del caso Arenas?

-Chismes. Una revisión de los números de los motores de los automóviles Ford 1938 permitiría saber si el auto está aquí o no; de encontrarse se sabría lo que verdaderamente pasó esa noche.

-¿Cuántos son?

-Según la Ford Motor, exactamente 200.

-¿Crees en el asesinato?

-El cordel tiene desflecada la punta de uno de los cabos, el opuesto al amarrado al cuello de la víctima. Estuvo 30 días en el agua estirado por peso y presión constante. Se cortó por tensión. En ese canal debe haber una piedra o algo pesado que tiene el resto del cordel. Hablé con el doctor Tobar del Instituto Médico…

-¿Y?

-Estrangulación. Los asesinos sabían que ese canal tiene poca agua y…

-¿Asesinos? ¿Por qué plural?

-El auto fue ocupado, según testigos, por 3 hombres.

-Informa a Investigaciones.

-No me harán caso. Pesquisar un número de motor les va s sonar a chino o broma.

-¿Qué harás?

-Tú sabes que debo viajar a USA. En Washington veré el Laboratorio del FBI. En Nueva York, el "Homicide Bureau". Aquí está haciendo falta pesquisar los crímenes de otra manera.

EPILOGO DE UN ALUCINAMIENTO

El 23 de febrero de 1949 se creó la Brigada de Homicidios, integrada por criminalísticos y detectives. Ya era posible, en investigaciones criminales, pensar y actuar de acuerdo con todas las ciencias y técnicas que se interrelacionan con la pesquisa. Empezaron a usarse medidas elementales de Criminalística: los investigadores ya no superponían, en los sitios de los sucesos, sus propias huellas sobre las huellas de criminales ni para caminar ni para asir objetos; se inició el resguardo de los lugares; a todo hecho criminal, contra personas, concurría un médico examinador. Las huellas eran levantadas sin deterioros. Se empezaba a comprender que un cabello puede ser determinante de identidad.

César Gacitúa, uno de los grandes policías de este país, se hizo cargo de la Prefectura de Santiago. Con él los técnicos podían hablar de estrellas indiciarias, de "huellas calientes", de Poe.

En simple papel blanco engomado se confeccionaron 200 estampillas numeradas, timbradas, que llevaban la nerviosa firma del ex oficial de Laboratorio de Policía Técnica. Se dio comienzo a la revisión de los motores de los automóviles en busca del numerado 184.444.313. Cuando se revisaba el Nº 31, tercer día del ensayo, el detective Celindo Fuentes, de la B. H., dijo, telefónicamente a sus compañeros de guardia:

-Aquí, Plaza Argentina, está el automóvil de Arenas.

Todo empezó a deslizarse por un tobogán: Onofre Quiroz, último chofer del taxi de la muerte, indicó a Juan Palacios como dueño del taxi. Palacios probó haberlo comprado a Luis Quinteros y éste, documentadamente, estableció que el auto se lo había vendido Fernando Jerez. El negocio se había efectuado el 21 de noviembre de 1947, en Paine. Quinteros le había pagado ochenta mil pesos a Jerez.

En el libro de patentes, de la Municipalidad de Paine, aparecían las anotaciones correspondientes a la transferencia, el nombre completo del vendedor y su domicilio, fundo Pencahue, Peumo. La anotación de la página 204 marcaba una fecha inolvidable para los policías santiaguinos: 24 de abril de 1947: un tal José Montenegro Ramírez, sin domicilio, vendía a Fernando Jerez, un automóvil Ford, 1938. La fecha era un grito: ¡premeditación!, escrita con llamaradas y olor a azufre. "Montenegro", una moneda de plomo.

El empleado que hizo las transferencias, Jorge Ulloa Ortiz, contador titulado, inspector de patentes de esa municipalidad, fue interrogado:

-Fernando Jerez me dio mil pesos, el mismo día del crimen, para que le otorgara padrón y patente ilegales.

César Gacitúa "entrevistó" a Jerez -29 años, casado, 2 hijos, un metro ochenta y seis de estatura, fuerte, sano.

-¿A quién compró Ud. el automóvil que le vendió a Quinteros?

-A Jose Montenegro. Puedo probarlo.

El gato y el ratón:

-¿Cómo es Montenegro, si es que vive?

El preguntador era una piedra facial con pequeños ojos oscuros, de mirar controlado, fijo cortante. La voz: roncas saetas aguzadas en un oficio duro, afiebrante.

No hubo respuesta oral: sólo nerviosidad, tartamudeos.

-Ya hablamos con Jorge Ulloa. Vimos los libros. ¿Quién iba contigo cuando asesinaron al chofer Arenas?

El gigante ya era un enano interno. Con voz de niño, dijo:

-Mi hermano menor, Juan.

Aprehensor y detenido pasaron frente a la iglesia de Peumo. Desde un grupo de gente sencilla salió una voz campesina:

-Nosotros rezaremos, don Fernando, para que Dios lo ayude a probar su inocencia…

El campanero de la muerte

De las Memorias del Inspector Cortés

Alguien había asesinado a un cabo del Regimiento Andino, de Calama, de una sola y limpia puñalada en la espalda. Crimen nocturno, perpetrado en el callejón paralelo a la línea del ferrocarril. El cabo era soltero, chillanejo. Según sus compañeros: "Andaba de farra con el dinero de la venta de una montura de huaso".

El gordo y viejo detective 1º, Domingo Duque, anotaba los datos civiles y militares del occiso, que le dictaba el mayor Raúl Valdivieso, comandante del regimiento; mientras el detective 3º, Carlos Cortés, observaba cadáver y alrededores acurrucándose aquí y allá: parecía un largo y musculoso moscardón azul, de ojos pardos y cabellos oscuros, ensortijados. Casi a ras del suelo soplaba el polvo fino haciendo aparecer, como los magos, redondos y alargados "rubíes" sanguíneos. El jefe, subinspector Julio Olea, lo miraba moviendo negativamente la cabeza. Los curiosos, -en Calama los crímenes son escasos-, en gran número, guardaban silencio, más que por el muerto, por el extraño oficio de un hombre: Cortés casi desnudó al occiso, le levantó la guerrera y la camiseta de hilo blanco; le bajó los pantalones, le revisó nariz, dientes, labios; le tomó las manos y mirando los dedos índice y pulgar izquierdo, gustó algo incoloro, impreciso.

-¿Qué busca Ud.? -preguntó el mayor-. Hay que guardar algunas consideraciones con los muertos.

-Sí, señor. Lo sé; pero mi oficio es cazar criminales y trato de saber lo que aquí ocurrió.

-¿Cómo? ¿Jugando con cadáveres?

-Aprendiendo a atar estrellas con gusanos; desnudo los hechos hasta quedarme con el espíritu invisible de la verdad.

Le arregló, como pudo, las ropas "al fiambre", no sin antes volver a examinar las suelas de los bototos.

-¿Y, Cortés? -inquirió el subinspector.

-El homicida usaba ojetas, supongo que todavía las usa; son viejas, las gomas están gastadas, casi lisas. Diría, por la línea de marcha, que estaba ebrio, enfermo, alteradísimo: pasos vacilantes…

-¿Cómo sabes que esas pisadas corresponden al criminal?

-Hay pisadas con y sin sangre. En otras palabras: tiempos anteriores al crimen, del crimen y posteriores. Algunas, las del tramo sur, aparecen a la derecha y paralelas a las de los bototos: diría que si víctima y victimario no eran amigos, sí eran conocidos.

-Puede ser coincidencia, el tiempo se te escapa.

-Las pisadas con y sin sangre, jefe, determinan lugar y tiempo del delito. Aquí se juntaron en lucha que terminó en muerte. En las pisadas del sur no existen huellas superpuestas ni de bototos sobre ojotas ni de éstas sobre aquellos. ¿No le parece raro desde su punto de vista?

-¿Por qué soplaste?

-El polvo no adhiere en la sangre fresca. La hemoglobina siempre espera por los investigadores que la conocen.

-Bien. Sigue -fraseo de jefe jerárquico a subalterno inalcanzable.

-Las pisadas se pierden gradualmente en el asfalto. Se dirigió hacia el oeste, hacia la ciudad. El arma es, por los bordes de ropa y piel, una daga angosta, de filo mellado. Penetró de arriba hacia abajo, 12 centímetros aproximadamente en el pulmón derecho.

-¿Cómo sabes la profundidad?

-Introduje en la herida parte de esta huincha metálica…

-¡Siempre te extralimitas!

-Sí, señor, porque los criminales llegan aún más lejos. Este cadáver mide un metro setenta, lo que permite concluir que el autor es alto, diestro y fuerte. Es diestro, jefe, para evitarle preguntas, porque la herida está inmediatamente debajo del omóplato derecho, inclinada de izquierda a derecha. El cabo tenía el brazo derecho en alto: el arma entró en la cavidad.

-El asesino pudo atacarlo de frente…

-Sí, jefe. Así lo hizo. Pelearon. La sangre que aparece sobre las pisadas no es del muerto y es la misma que mancha el hombro izquierdo de la guerrera. Creo que el homicida o asesino tiene rota la nariz: el goteo es alto, libre, lo marcan las radiaciones. La nariz es un órgano rico en vasos sanguíneos, que al ser rotos encuentran libremente la gravedad. Está fuera del angulaje cautivo de los otros…

El mayor Valdivieso rompió el "diálogo" (?) policial:

-¿Qué cree Ud., señor Cortés, que ocurrió aquí? Dígame lo que sea. ¿Homosexualismo?

-No, mayor. No hay rastro de semen, materias fecales ni siquiera de orines, que a veces concurren en las muertes violentas. Cinturón, pantalones, camiseta, marrueco y calzoncillos, estaban limpios y en orden. Creo en una riña, señor. Riña de ebrios.

-Gracias. ¿Muerte rápida?

-El pulmón derecho perforado de arriba abajo, probablemente atravesado, produce agonías cortas.

El juez García Pica ordenó el levantamiento del cadáver y examen. El doctor Glasinovich, acuciosamente, señaló, como causa de muerte: "doble perforación pulmonar derecha". El subinspector ordenó rondas, más allá de la noche y de los atardeceres, en prostíbulos, bares, pensiones, hoteles baratos. Los cuatro detectives de la unidad calameña se acostumbraron a conversar mirando pies.

Valdivieso fue varias veces al cuartel policial. Seguía el rumbo de las pesquisas y le gustaba conversar con Cortés y hasta solía acompañarlo, vestido de civil, en la inútil búsqueda del sospechoso de las ojotas gastadas. Se hicieron amigos. En un bar, bebiendo cerveza, preguntó:

-¿Qué harías de ser tú el jefe de esta pesquisa?

-¿Fuiste amigo del cabo Adolfo Rojas?

-No. Te vi trabajar ese sitio del ferrocarril…

-¡Cuidado, mayor! Si te agarran los signos de la Criminalística jamás te soltaran.

-¿Qué son? ¿Qué es?

Señales de las causas…de los fenómenos conductuales. Cualquier conducta, incluyendo la cerebral, la astral, la microscópica. Una pequeña interciencia que debe ser usada con frialdad de misionero tibetano y la ética de Séneca.

-¡Ufa! ¡Contesta!

-Ya es tarde. Esa nariz está deshinchada, esas ropas deben estar limpias de sangre. Además, Raúl, tengo dudas: no sé si fue homicidio o asesinato el de tu cabo. El dinero, fuerte suma, no fue tocado; el anillo de oro, el reloj pulsera, todo estaba en su sitio; indicarían riña; pero no calza con ojotas. Ojota es sur, campo, valle.

-No, Carlos, también es norte y este: Perú, Bolivia y Argentina.

-Sí, tienes razón geográfica, fluvial; pero siempre hablan de pobreza, de necesidad. Daga y ojota tampoco andan juntas: es una arma antigua, cara y no era del cabo…

-¿Qué harías? ¡Dilo! El caso te tiene agarrado…

-Con una foto ampliada de la cara del finado hubiera recorrido todos los negocios de alcoholes, clandestinos o no, cercanos a la estación. Un cabo y un ojotudo juntos forman una pareja inolvidable.

-¿Por qué, Carlos?

-Ambos habían bebido vino y anís o anisete…

-No se pueden diferenciar por el olor los…

-Yo no hablo de olores, hablo de manchas: el cabo, que era zurdo, tenía pringosos y dulces los dedos índice y pulgar izquierdos.

-Nada de esto dijiste en el callejón.

-Lo sé. No me llevo bien con mi jefe porque sólo conoce reglamentos y el arte de pesquisar no admite órdenes.

-Lo arreglaré, muchacho. Soy amigo de Olea y él sabe que yo puedo llegar muy arriba.

LOS PESQUISAS VAN AL DESIERTO.

Con la foto ampliada recorrieron, de noche, los lugares donde el alcohol se consume con o sin permiso municipal. Un boliviano recordó, "ayudado" por Cortés, a la pareja de bebedores:

-¿Era boliviano el civil?

-¡No! ¡No! Blanco, chileno o argentino. Hablaba lengua rara.

-¿Conoces el sur de Chile?

-¡No! Antofagasta no más…

-Habla, indiecito, porque no tienes permiso para vender. ¿Cómo era el civil?

-Saltaba. Saltaba como un mono y reía. Reía y lloraba.

-¿Cómo era el trato con el cabo?

-No te entiendo.

-¿De Ud. o de tú?

-Como toda la gente por estas tierras, de tú. El cabo pagó todo.

-¿Es el indio más alto que yo, como el mayor o como tú?

-Como yo. Tu eres alto y el mayor grande.

-¿Dientes? ¿Cómo eran? ¿La piel?

El boliviano se rascó la cara. Temblaba de ira. Dejó pasar su nublado mental y dijo:

-¡Blancos! ¡Blancos!

-¡La piel, indio! ¿La mía o la tuya?

-No recuerdo. Saltaba. ¿Me dejarán vender?

Salieron a la calle a pisar sombras, a ver estrellas nítidas:

-Creo que es un boliviano mascador de coca.

-¿Por qué?

-Demasiada energía. El indio del chinchel lo recuerda todo, menos el color de la piel de su compatriota. Lo buscaremos en Chiuchiu, Toconce, San Pedro, Toconao. Un hombre que salta y ríe, borracho, loco o drogado, debe ser fácil de hallar. El sabe que aquí hay policías y por eso descarté Chuqui, las oficinas salitreras, Pisagua.

-Iremos en mi auto. Le avisaré a Olea. No me gusta el desierto alto porque he hecho demasiadas maniobras en las cumbres.

En horas de la mañana entraron en el reino del silencio, donde los días tienen el rojo color del fuego cercano y las noches el penetrante frío montañés. La palabra extensión es corta para abarcar la soledad: lomas azules, verdes, grises, ocres, llenas de costras vítreas, duras; rocas fantasmales desgarrándose sobre un suelo calcinado, salobre, azufrado, áspero, cobrizo. Se siente el peso del cielo siempre azul o lleno de estrellas de banderas. El hombre comprende que la vida es un milagro.

No lo encontraron en San Pedro de Atacama y siguieron a Toconao: un pueblo construido con piedras volcánicas labradas, ladrillos, adobes; metido en un valle bajo rodeando un río pequeño, de aguas claras, mago de la vegetación y de la esperanza. Un camino para ir y volver. Habitantes morenos, casi mudos, pobrísimos y perros flacos. Una iglesia alta, centenaria, de crema seca, con ventanales largos y desnudos por donde se cuelan el sol y el viento a dorar y a tañer una campana visible, asomada a la vida mínima.

EL ENCUENTRO.

Descendieron del auto haciendo preguntas raras. Un vehículo en Toconao –principios de la década del 40- era un hecho no común. Los rostros oscuros se apilaban a mirar a la veloz "llama" motorizada de los caminos. Un indio joven, al oír "salta y ríe como loco", miró hacia el campanario. Cortés siguió el rumbo de los ojos negros. La figura de un hombre joven, delgado, que agitaba las manos, era claramente visible.

-Es él, mayor. Nos vio. Creo que nos estaba esperando.

Valdivieso manoteó su Mauser. El gentío desapareció.

-¡No dispares! Sabe que no tiene escapatoria. Acerquémonos.

La campana dio 2 toques seguidos de un tercero espaciado. Otros dos y el tercero. Así siguió durante minutos largos.

-¿A qué toca, mayor?

-A difunto.

El pueblo indio estaba arrodillado golpeándose el pecho. Las frenéticas vibraciones del bronce iban y venían del campanario al río, al cielo, al sol en el ocaso.

-Me parece que está lleno de muerte, que la está viviendo.

-No, policía. Sólo está asustado y triste.

Se acercaron…

La figura del campanero, con el badajo en su mano derecha, se alzó en el aire y cayó al vacío. Se aplastó contra el suelo entre campanadas lentas, suaves, también murientes.

A Valdivieso y Cortés les bastó una mirada: tenía el cráneo destrozado. En el cinto le encontraron una daga con manchas oscuras. Una de las ojotas, la izquierda, se le había soltado.

-¿Qué harás con el cadáver, Carlos?

El policía se volvió hacia la indiada y preguntó lo que sabía:

-¿Quieren enterrarlo aquí?

Todas las gredas tibias movieron afirmativamente las cabezas. Alguien dijo:

-Soy Juan Huispe, el subdelegado. Hace más de diez días que Manuelito se encaramó a esa torre. Decía: "Demoran. Demoran". Lo crío un cura tucumano, el padre Manuel. Hace meses, en agosto, se cayó o se tiró desde esa misma torre. El muchacho, enloquecido, vagaba, saltaba, lloraba. Ese día tocó la campana durante horas. ¿Por qué lo buscaban?

-En Calama mató, hace 14 días, de una puñalada, a un cabo de mi regimiento. Lo hizo con esta daga. ¿Bebía?

-Sólo después de esa muerte. Aquí enseñó a leer a los niños.

Cerca del río la tierra blanda fue abierta por indios graves.

En el camino de regreso el diálogo entre el comandante y el joven detective se abrió con el frío de la noche y un poco de pisco:

-¿Por qué crees, Carlos, que mató al cabo?

-Lo ignoro. Estoy recién empezando este oficio: todavía no llego a la media docena de crímenes. Siempre he sido sorprendido por lo que los especialistas dicen sobre motivaciones criminales. Perdóname.

-Ambos hemos pesquisado este caso, el primero y el último de mi vida. Tengo, indudablemente, menos oficio que tú y algo tendré que decirles a los jefes de Antofagasta. Sé que no fue el robo; sé, ahora, que no se conocían. Te parece bien ¿riña entre ebrios?

-Muy bien, comandante. Será un informe normal. Haré lo mismo con el señor Olea. ¿Cómo podría decirle que un indio nos obligó a venir a presenciar su muerte?

-¿Estás loco?

-…Muerte de poeta rojo: la campana repiqueteando por su propio campanero, que ya estaba en el umbral de la vida y la muerte. ¿Cómo no lo comprendí antes, Dios mío?

El caso de los pasteles envenenados

La noche del 21 de febrero de 1931 -a la hora de la comida-, una bella mujer, de edad mediana, gritaba frente a su casa, signada con el número 231, de Alameda de las Delicias.

-¡Mon Dieu, mi marido se muere! ¡Ayúdenme!

Algunos transeúntes se detuvieron; se encendieron luces de ventanas vecinas. La marea humana de la más ancha arteria santiaguina, acalorada, llena de problemas existenciales, entraba, directamente, en el primer capítulo público de un crimen extraño, exótico, oriental-europeo.

La quebrada voz seguía gimiendo: "Mon Dieu". Lloraba, hacía girar sus delgados brazos inútiles y se mesaba los cabellos rubios, ondulados. El galo acento enronquecía…

El vecino, Aurelio Dagnino, se acercó a socorrerla:

-Cálmese, señora Lucía. Vamos a ver a Charles.

Vestido de azul y tendido sobre el piso, debajo de la mesa-comedor, un hombre delgado, viejo, convulso, se retorcía acusando dolores en el estómago; de su boca salía abundante y espumosa saliva.

Dagnino salió a la avenida y corrió hacia el poniente en busca del doctor Callejas, otro vecino y amigo. El facultativo vio, de lejos, el torso de Charles curvado hacia atrás y la cabeza casi pegada a la espalda; manos empuñadas. Se acercó: la mandíbula estaba apretada, el pulso era rápido y débil; pupilas dilatadas.

-Está intoxicado. Creo que se trata de estricnina.

Recetó un antídoto a base de carbonato de bismuto, cloro y bromo. Agregó:

-Despachen esta receta.

A las 22,20 el doctor Callejas, a petición de Dagnino, volvió a ver a Charles, que seguía tendido sobre el piso del comedor.

-Se muere, doctor -susurró Lucía.

Los síntomas de la intoxicación eran otros: cualquier luz excitaba al enfermo, cualquier ruido lo alteraba.

-¿Le dieron el antídoto?

-No, doctor. Todavía no. Lo haré ahora mismo.

-Apúrese, señora: el tiempo de su esposo se termina. Si se muere daré cuenta a las autoridades.

A las 4 horas del día siguiente, Callejas visitó nuevamente al enfermo y sólo encontró un cadáver. En la Primera Comisaría denunció el hecho y los policías informaron al juez de turno, don Rosamel Ramos; éste llamó al comisario Ventura Maturana -uno de los grandes policías chilenos- y lo enteró del caso. Concurrían a la casa de Alameda a ver y oír a la viuda, cuando Maturana propuso alterar el orden la de la visita:

-Vamos a la morgue, juez. Veamos ese cadáver. Es mejor tener algún conocimiento directo, sensorial, de los hechos.

-Bien, comisario.

La pareja torció el rumbo. Sobre una fría mesa de autopsias, desnudo, ningún muerto se parece a otro. Nada en este mundo es igual porque la Naturaleza sigue creando sin repetirse y hasta los gemelos univitelinos son, criminalmente, distintos. El cadáver le dijo al policía: morí hace más de 10 horas y de espaldas; no tengo heridas externas; me bañaba todos los días; pertenezco a la clase media y paso del medio siglo; sí, mi físico es el de un enfermo de los pulmones. Maturana habló con los médicos y revisó, detenidamente, toda la ropa del occiso. En el auto, rumbo al centro de la ciudad, le dijo al juez:

-Veremos, si no te parece mal, al doctor Callejas, sólo porque lo vio intoxicado y cadáver.

-Sí, señores: la estricnina es un alcaloide que se extrae de los vegetales que contienen nitrógeno. Provoca enérgicos efectos fisiológicos. Proviene de la nuez vómica o del haba de San Ignacio; es rapidísima en su acción si se la dosifica con exactitud. En este caso, la dosis fue muy alta. ¿Saben Uds. que esa mujer no le dio el antídoto que yo recetara? Ese hombre ni siquiera fue levantado del piso. ¿Negligencia? ¿Intención? No quiero prejuzgar.

-Gracias, doctor.

De la casa del médico salieron con indicios de una verdad conductual grave.

-¿Y ahora, Ventura?

-Dagnino. Es el primer testigo… ajeno a la familia.

-Conocía, como vecino, a los esposos De Wite. Charles trabajaba en la Casa de Monedas como artista grabador. Era francés y tenía, con el gobierno, un contrato de 6 mil pesos mensuales. Era generoso y muy tranquilo. Llegaba cansado de tanto grabar; su horario de trabajo era demasiado largo. Lucía Cassenove, cuarentona, es bellísima, encantadora y dueña de una amabilidad que embruja.

LA VIUDA.

Alta, casi gordita, ojerosa. Una piel de almendra cubierta por una transparente blusa oscura: Venus de luto. No caminaba: se deslizaba. Sus brazos y sus manos siempre estaban moviéndose con armonía, como siguiendo una música interna y suave. Mientras el juez Ramos hacía las preguntas de rigor, Maturana miraba paredes y lámparas, cortinas y alfombras, muebles, buscando el viejo espíritu que casi todos los muertos dejan en sus moradas. Lo encontró entre dibujos de árboles enlutados, en una acuarela gris de barcos lejanos; en grabados de caminos abiertos, en la estilizada cabeza de su mujer dibujada con tinta china… La voz del juez decía:

-¿Qué fue lo que comió su esposo?

-Lo de siempre: ensalada, algo de pollo, frutas.

-Algo que le causara la muerte, señora. ¡Ud. tiene que saberlo!

Pareció no oír. Movió la cabeza como torcaza en manos de un rudo cazador. Vacilando, dijo:

-Pasteles. Sí. Pasteles. Un "borrachito", de esos que tienen crema…

-¿Le quedan?

-No. Pham se los llevó. Los había comprado, así lo dijo, en "La Isleña". Los fue a devolver porque tenían sabor amargo.

-¿Quién es Pham?

-Un amigo mío. Pham Van Loc. Trabaja en el consulado de Francia.

Maturana dejó los grabados para preguntar:

-¿Dónde vive su amigo?

-Al final de la Avenida Macul: un bungalow con antejardín lleno de bambúes y cortinas verdes.

-¿Sabe su amigo -siguió el magistrado- que Charles murió?

Parecía no oír. Movió la cabeza y secó sus lágrimas nuevas con un pañuelo blanco, pequeño.

-¡Señora!

-No regresó y no ha venido.

-Ud. no hizo caso alguno a la receta urgente del doctor Callejas. ¿Por qué?

-Estaba y estoy muy nerviosa, señor juez…

Maturana se acercó diciendo:

-Háganos el favor de relatar los hechos ocurridos ayer.

Lucía Cassenove miró a sus 2 espectadores y tomó asiento:

-Cerca de las 19 horas llegó Pham, que solía visitarnos con frecuencia. Días antes nos había prometido traernos unos pasteles. Yo me encontraba sentada en este sillón, leyendo. Charles dibujaba en el cuaderno que Ud., comisario, examinó. Vi el pequeño paquete blanco que traía nuestro amigo y por la forma rectangular de la base supuse que eran los pasteles prometidos. Pham abrió el paquete. Traje unos platillos, cucharitas y serví una copa de licor. Repentinamente, mi esposo se llevó las manos a la garganta diciéndome que se sentía sofocado, que el pastel estaba amargo. Pálido entró en convulsiones, y cayó allí, al lado de la silla, casi debajo de la mesa del comedor. Me asusté…

-¿Comió Ud.? ¿Comió Pham?

-No. Yo no comí, comisario. Todo fue muy rápido. Ignoro si el indochino comió o no. Recuerdo que al ver a mi esposo en el suelo tomó los pasteles y salió corriendo hacia la calle…

-¡Es una versión clásica de asesinato!

-¡Cállate, Ventura! -gritó el juez-. No adelantes juicios. Todavía no tenemos el informe de autopsia.

-Perdona, juez. Te veré en el tribunal. Voy a detener al indochino antes que escape.

PHAM

Pequeño, moreno azulado, ágil y ceremonioso, el indochino recibió al comisario envuelto en una larga túnica negra y zapatillas.

-Su visita se debe, señor, a que algo grave le ha ocurrido a mi amigo Charles De Wite. Espéreme unos minutos: necesito vestirme.

Maturana, sorprendido y sonriente, asintió: 3 hombres suyos vigilaban la entrada del bungalow. Gastó la espera contemplando pequeños budas de jade, veleros de marfil, plantas enanas; la foto de una bella mujer joven, de tipo europeo. A los 15 minutos Maturana recorrió rápidamente las silenciosas habitaciones y salió al jardín: huellas de pisadas frescas, pequeñas, largas, se dirigían hacia la alta pared del fondo que daba a la calle… donde no había vigilancia. Desprendimientos recientes de aristas de ladrillos hablaban de un escalamiento acrobático, increíble. Llamó a sus hombres:

-Uno se queda aquí por si el oriental regresa. Este chino o lo que sea, acaba de darle un tirón a la soga que ya tenía en el cuello. ¡Vámonos!

AUTOPSIA Y EXAMEN DE VISCERAS.

La noche del 24 de febrero el juez Ramos recibió el informe dado por los médicos del Instituto Médico Legal sobre la necropsia practicada al cadáver del grabador francés: "Tuberculosis en último grado". Ni una sola palabra sobre estricnina. Maturana, que seguía tras la pista del escurridísimo indochino, porque tenía poderosas razones criminalísticas para hacerlo, fue encarado por el juez. Manifestó: "Nada impide que un tuberculoso sea asesinado. El que no hayan aparecido demostraciones de intoxicación en el organismo de De Wite, puede deberse a que la estricnina no es un tóxico determinable con facilidad. Los legistas -agregó- no han oído al doctor Callejas, no conocen el sitio del hecho, no han visto ni oído a Lucía; ni siquiera saben de la existencia de Dagnino y de Pham tienen una idea leída".

Para aclarar dudas, el juez Ramos envió las vísceras de De Wite al Instituto de Higiene para que los expertos practicaran un examen expreso: búsqueda de estricnina. El Departamento de Química informó: "Las vísceras contienen estricnina en gran cantidad".

Conocido el resultado pericial, Lucía Cassenove declaró a los periodistas: "Mi esposo, apenas comió el primer trozo de pastel, señaló a Pham Van Loc como su envenenador. Se lo dije a todo el mundo: nadie me hizo caso. Ese hombre, que logró fugarse desde las mismas manos de la policía, es el asesino".

OPINION PUBLICA.

A ningún policía le es fácil opinar, profesionalmente, sobre "asesinatos" en investigación, porque el juicio tiene que basarse en el casi total de los hechos que son, en verdad, los "protagonistas y antagonistas" auténticos. El investigador tiene que "sentir" el caso –motivación enraizada con la verdad universal de la criminalística-. En asesinatos no hay opiniones ni pareceres ni conjeturas; hay huellas, rastros e indicios que se van revelando paso a paso, conformando un todo. Los asesinatos se denominan así, porque el factor tiempo, de algunos actos criminales, antecede a la muerte. Se pesquisan muertes "sospechosas" porque éstas pueden tener como causa: vejez, enfermedad, accidente-error-casualidad o intención.

"La opinión pública", sentir mayoritario, no se había formado: estaba dividida porque Maturana simplemente pesquisaba. Los chilenos y los extranjeros estaban estremecidos con un caso que lo tenía todo: artista francés envenenado en su propia casa y en presencia de su bella esposa; un indochino que aparecía y desaparecía; un juez hábil y serio y un policía famoso por sus aciertos y real oficio. Santiago, en la época, además, no soltaba sus anclas de aldea grande: dormía o sisteaba casi conventualmente y había sido sacudido por una muerte digna de Londres, París, Berlín, New York o Saigón.

"Las Ultimas Noticias" llamó a Pham Van Loc ofreciéndole sus páginas para que se defendiera de los cargos que le había hecho la viuda. Contra cualquier opinión, Pham contestó diciendo: "Doy mi palabra al juez Rosamel Ramos que me presentaré ante él si me cita con 24 horas de anticipación. La citación debe hacerla en el diario "La Nación" para que pueda enterarme. Espero la orden S.S. Pham".

En una segunda y última ocasión, envió a los diarios santiaguinos el siguiente aviso: "Ruego a las personas que hayan comido pasteles comprados en "Ramis Clar", el sábado último, concurrir a declarar al 2º Juzgado del Crimen. Se trata de salvar el honor de una familia".

¿QUIEN ERA EL INDOCHINO?

Había nacido en Saigón el año de 1902. Padres adinerados. Estudió humanidades en colegios de Indochina y se licenció, Derecho e Historia, en La Sorbona. Recorrió medio mundo sin cometer delito alguno conocido. A los 26 años, casado con la bella Georgette -joven parisiense- pasa por Chile y se queda como oficinista en el Consulado de Francia, donde conoce a los recién llegados esposos De Wite. El matrimonio Van Loc era amigo de los placeres y de la vida fácil. Ambos matrimonios intimaron: el indochino le debía a De Wite 2.300 pesos, suma elevadísima para la época.

Días después de la muerte de Charles llamó por teléfono al estudio jurídico de los abogados Rosetti y Barros. El abogado Barros, un tanto incrédulo, lo cita para el día 28 de febrero, en la mañana. Promete ir y va: Compañía y Morandé. Barros dijo a los periodistas que recurriría de amparo en favor de su cliente Van Loc. Toda la policía civil, encabezada por su jefe, comandante Humberto Fuenzalida, estaba más que molesta con estos hechos, menos el comisario Maturana. Un periodista lo interrogó:

-¿Qué hay del indochino, comisario? Amenazó presentarse al juzgado.

-Es capaz de hacerlo. Lo que a mí me interesa es probarle el asesinato, en eso estoy.

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