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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

-Eso que Ud. llama "libros" es el hombre y su vieja tortura de conocer lo que es. El humano nace con el don de buscar su verdad-especie: el rol que todos jugamos en este planeta verde-azul. Usted debe conocerla porque es demasiado viejo. ¡Hable!

-Espero morir: estoy cansado. Ya no puedo con el peso de mi memoria: dos milenios es una condena incomprensible… para mortales.

-Hable, amigo mío, de la muerte. ¿Qué es?

-Obviamente justa. Conozco sus pasos silentes, su murmullo íntimo de apagadora de almas. La carne, ¡oh bendición!, empieza a descomponerse. El hombre de la cruz me miró con ojos de agua y cielo: lágrimas eternas; la muerte, que iba a su lado, se acercó a mí y se quedó conmigo. La condena no fue sólo a no morir y a vagar por el mundo, también fue la de entender la parte más bella de la vida: morir es como entrar en un lago de luz, es deshacerse en el aire. Conozco las orillas de ese lago y los bordes de las burbujas luminosas. La muerte y yo somos, desde ese día, inseparables. Cegadora ciega, sabe que no puede morir ni matarme. A veces yo mismo soy su guadaña. Sé que nadie puede juzgar lo que El juzgó; que soy el símbolo evitado por los mejores hombres; el muro del más allá. Gracias, inspector: Ud. me permitió el descanso que yo negué. Usted no ve mi cruz ni mi corona de espinas ni mis pies ni mis manos heridos. Aquí está el camino y la noche eternos. Cuando vuelva a ver arreboles sangrantes y bajos sabrá que sigo agonizando y vagando cerca de Ud. y de todo humano.

-¿Siempre se deja ver?

-No. Mi rostro es visible para aquellos que van a la ruta interior. Se necesitan ojos entrenados en gusanos y estrellas, en raíces desnudas y carnes ateridas, flageladas, y muecas rígidas. Mis espectadores, escasísimos, no pueden tener el ánimo turbado porque deben testificar, cada cierto tiempo, sobre mi existencia.

Puso, al pasar, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo. Sentí removerse mis huesos y el alboroto de mi sangre. Sombra en la sombra sus pasos pisaron todo el luto de la noche nueva. Le dije, cerrando los ojos:

-Adiós, amigo Ahasvero.

El viento hizo orar a las hojas de los árboles. ¿El viento?

La nube partida

A los 44 años de edad me he olvidado de mirar al cielo; sólo lo miro cuando la lluvia lo oscurece y lo pone, húmedo, al alcance de mis manos.

Vivo, de mala gana, en rincones oscuros, en orillas de muy pocos caminos: hacia adentro, solo.

No uso reloj, ¿para qué? Mi ya larga permanencia entre humanos me permite saber la hora con los ojos cerrados, porque siempre hay indicios: gritos, chirridos, pitazos, sirenas, campanillas, graznidos, que van marcando los horarios de los vivientes. Si abro los ojos puedo decir el día de la semana que, según mi especie, estamos viviendo (?).

He abandonado la vieja cama de mis pesadillas, de mis vigilias largas: les pondré fin. Sólo me gustan dos formas: colgarme de un sauce seco, crujiente, para llegar a ser un péndulo de 80 kilos, o saltar al vacío desde una roca áspera, de montaña: volar para estrellar, al fin, todo mi miedo y lo que llamamos hastío. Hoy mismo iré a los lugares que he elegido. No se encamina el hombre inconscientemente a la muerte: los restos de mi estética ordenarán mis últimos pasos.

Este Cerro Barón, mirador viejo, que me permitió, durante años, conocer los vientos invisibles y las cotidianas victorias del alba sobre los rincones; que hasta me enseñó a descifrar arreboles, sería un buen lugar para morir; pero, no soy porteño aunque conozca el embrujo del mar-cielo, el óleo azul-verdoso de las estelas, velámenes grávidos, faros guiñadores, pescadores anfibios y gaviotas acostumbradas a posar para fotógrafos y pintores. El sitio está en Santiago: una vuelta del río para el sauce, y, muy cerca, en los contrafuertes de la cordillera, la roca; tengo que elegir entre agua y viento, péndulo o pájaro breve. Hacia allá voy descendiendo el Barón con pena leve, sin atreverme a volver la cabeza: alguna torre, una cornisa, un balcón orejero de calle estrecha o una esquina alada, decorada por nubes bajas. Podría ser anzuelo, ancla o caleta para malvivir un tiempo más. No, prefiero bajar hacia las aguas: despedirme de todo en Muelle Prat. Nadie que ame al mar lo deja como a una amante.

Me he puesto una camisa rosada, comprada en Buenos Aires, porque para mí tiene aroma de cafés, charlas de H. Manzi, caminatas por Paseo de Julio, frío, silbidos lejanos y algo de la lluvia de Dársena Sur. Pantalones lilas, irlandeses, dublineses: con ellos me abrigué en esa comarca de los fantasmas, del alcohol dialogado, de la fe casi perdida; blandos zapatos españoles, color amaranto, que conmigo pisaron la Gran Vía, calle de la flor baja, y una elegante chaqueta azul, puntarenense, con botones dorados, que llevo colgada al brazo. Es tenida de muerte: lo mejor que recogí en mi vida. También llevo un pañuelo de seda amarilla, con pintas de añil, cruzado sobre el cuello: es el regalo de una inglesa que vive en mí como un espectro rubio, todavía obsesionante. Creo que parezco un pájaro tropical. Vestirse para morir no es lo mismo que vestirse para vivir: cada prenda pesa por los recuerdos. Esta es la misma ropa con la que salía a vagar mi soledad, para atravesar el puente sobre el río Aconcagua, en Concón; para echarme en la arena a mirar garzas blancas, a llorar tristezas. Un hombre, vestido o desnudo, no pasa de ser una flecha disparada desde la vida a la muerte; el arquero, certerísimo, prodigioso, cruel, jamás ha errado un tiro. En el vuelo, siempre trágico, cualquiera que sea la distancia en años, hay demasiada pena y solo gotas de alegría.

Sí, es domingo y primavera. Todo está cerrado, menos las fuentes de soda, bares, restaurantes y pequeños negocios de chucherías para turistas. En los bolsillos llevo billetes y monedas: algo voy a gastar diciéndole adiós a los mariscos, al vino tinto, a los postres de piña. Sé que me sobrará dinero, es que deseo ser un cadáver adinerado: alguien, el que me encuentre, puede tener el valor de trajinarme y hurtarme: algo así como premiar la piedad o la osadía, ambas.

Me pego a la Costanera porque el viento del oeste, rizador menor, viene formando olas suaves, pequeñas. Hincho mis pulmones y demoro el paso: una dirección de muerte no tiene apuro. Los boteros vocean: "¡Al mar! ¿Una vuelta a la bahía, patrón?" Aún no los veo y me los imagino de pie en las lanchas, mirando a la muchedumbre dominguera; vendiéndoles un poco de mar. Allí llego, allí estoy. Soy uno más entre tantos: un futuro suicida que también anhela ser balanceado por las olas: cuna oceánica llena de reflejos luminosos, espesa, tibia, vocinglera, donde dicen que nació la vida.

Un hombre con gorra se acerca diciéndome:

-¿Una foto?

Baja la voz para murmurar en mis oídos:

-Tengo una botella de whisky escocés y una de ron jamaiquino.

Pago dos pesos y salto al vientre húmedo y oscuro de una lancha. Me siento en proa y hundo las manos en el mar: es un adiós secreto, íntimo: ningún futuro suicida grita: "¡En horas me mataré!" Al contrario: algo de solemnidad, extraña en mí, patina mis actos.

Un niño, vestido de marinero, me aturde con su pito. Una gorda joven devora un sandwich de jamón. En los rostros hay alegría, esa que yo perdí en un recodo de piel rosada, extranjera. Casi todos mis compañeros de lancha están empezando a vivir o en la mitad del tiempo vital: esperan y sueñan, hablan emocionalmente, directamente.

En la lancha ha aparecido una cabellera roja y mis recuerdos se van a Ginebra, al río Ródano que cruza el lago Leman, un hotel viejo y senos pequeños. Esta calorina, acabo de verle el rostro, es joven, bellísima: disimuladamente me fotografía. Sonrío. Sus ojos le dicen a los míos que el encuentro le ha sido grato. Debo tener cara de cadáver próximo: un ser y no ser extraño, confuso, notorio para un coleccionista de rostros aberrados o para alguien muy sensible a pérdidas insignificantes. Se acerca para pedirme fósforos. Le enciendo el cigarrillo cubriendo con mis manos la llama débil. Tiene los iris pardos como los míos. Viste bien; sus voz es grata, cultivada:

-¿Porteño? Sólo los de aquí saben encender fósforos a pesar del viento.

-No. Soy santiaguino. Nací en la maternidad del Hospital San Borja.

-Curioso: nací en esa avenida: Alameda, al final, cerca de Matucana.

Ya estábamos ligados por las voces, por el azar; antes lo habían hecho las pupilas: adelantadas del juicio; con anterioridad, los sexos que, a veces, se integran. ¡Pobrecita! Hace cálculos sentimentales con los gastados y renovados mecanismos de la especie: una ley natural que para mí ya no existe. Me pregunta si conozco Valparaíso. Contesto moviendo afirmativamente la cabeza.

"¡Valparaíso! Una tía aristocrática me enseñó a gatear en la subida Castillo del Cerro Cordillera: caminé afirmándome en azucenas y geranios. A los 15 años, disfrazado de Pierrot, me rechazó una Colombina, flaca y trenzuda, en plena Plaza Victoria. En un barco de la Sudamericana embarqué, antes de los veinte, rumbo a Estados Unidos, y me fui orillando puertos del Pacífico que todavía viven en mí: Tocopilla, Buenaventura: prostitutas morenas, querendonas; niños ventrudos que desconocían las manzanas rojas. En un barco italiano regresé de Europa: esa noche me desvelé haciendo un mapa mental del puerto; en la madrugada, entre la bruma, apareció el edificio, casi barco, de la Aduana y las puntas de 40 cerros. Con un pintor, "El Negro Valenzuela", profesor de paisajes secretos, lo recorríamos desde Cerro Placeres hasta Playa Ancha: él buscando la luz; yo, hembras jóvenes. Siempre terminábamos las correrías bebiendo vino blanco en "El Roland". De madrugada, bailando cuecas en lo alto de calle Clave, vi tamborear a más de una estrella; algunos ebrios usaron de pañuelos los cuernos de la luna. Con los pescadores de la caleta "El Membrillo" aprendí a silenciarme a la espera del alba chilena y tardía: blanca gata montesa ronroneando y arañando sombras…"

La miré: mi compañera me dio la sensación de haber oído mi monólogo sobre el puerto.

El niño del pito descubrió un submarino y agitó los brazos hacia la quieta ballena de acero oscuro. Proas cabeceadoras, siesteras, invitando a cerrar los párpados; lanchones de maderas hinchadas y podridas; cuevas murmuradoras, y el viento, permanentista incansable, encrespando olas, ensortijando espuma. De regreso al muelle ella era Ana y yo Andrés. En un barquinazo la tomé de la cintura: palpitaba, transmitía un mensaje de deseos. Dejé las manos sobre su talle y su cabello, de cobre oloroso, me hizo cosquillas en la barba y la nariz. Olía a almendras, a leche fresca y lo sabía. Sé quedó pegada a mí como una pluma tibia, larga, elocuente.

-¡Mira! ¡Esa nube del norte, Andrés, está sola en el medio de ese enorme cielo cóncavo! ¿Adónde irá?

Miré. ¡Dios mío, cuántos años sin mirar hacia arriba! Me dolieron los ojos con la luz. La delgada y blanca nube se abría en dos como si un cuchillo invisible, celeste, mágico, alado, la estuviera dividiendo:

-No está sola: ya tiene compañía.

-¡No! ¡Mírala bien!

Las dos mitades se habían confundido. He dejado de creer en signos misteriosos. Nos sentamos. Ana puso su mano blanca entre las mías. Encendí un cigarrillo y volví a mirar las aguas que nunca más vería. Sabía que la mirada de Ana estaba clavada en mi cuello, en mi piel, en una angustia nueva, recién nacida. Irritado, dije:

-Tomaré el expreso de mediodía.

-¿Por qué, Andrés?

-Tengo miedo… de ti.

-No voy a devorarte. Acabo de llegar de Santiago y me gustaría pasar mis cortas vacaciones contigo. ¿Qué vas a hacer a la capital?

¿Qué se dice? ¿Voy a suicidarme? Callé.

La ayudé a desembarcar. Un fotógrafo nos detuvo algunos minutos. Miré la foto: una pareja más tomada del brazo. Ana era una cabeza más baja que yo y la tenía inclinada sobre mi hombro derecho: apoyaba su cabellera roja sobre mi chaqueta azul. Pagué.

Toda fotografía detiene el tiempo, y es bastante: un rectángulo de luz surtidor de recuerdos. Las fotos se pueden poner unas sobre otras; también pueden ser barajadas como naipes, al azar y uno puede verse, en segundos, viejo, joven, triste o esperanzado. Esa era la última para mí: las que tomaría el fotógrafo policial serían de otra clase: ajenas, de pesquisa, para archivos criminalísticos.

El humano es un desconocido que ni siquiera controla el lenguaje, dije:

-Dejaré pasar el expreso. Ven, almorzaremos aquí mismo. Desde ese restaurante se ve el mar.

Agradecida me besó: seguía oliendo a almendras; de nuevo me hizo sonreír su cabello eléctrico, encendido.

Leyó el menú y pidió caldillo de congrio y congrio frito; preferí ostiones y jaibas. Bebimos vino blanco; saboreamos piñas: seguía despidiéndome.

Ana era una abogada que, como yo, no creía en el derecho escrito ni en la justicia imposible de definir. Inexplicablemente se mantenía soltera. Pregunté disparando un dardo frío, acerado:

-¿Qué pasa con los hombres y tú?

-¿Hombres? Jamás he pensado en ese plural. Buscaba uno y lo encontré…

Miré sus ojos de cielo de invierno, de lluvia limpia y cercana. La voz me salió baja, visceral:

-Esperaste demasiado tiempo para equivocarte. Soy sólo una sombra llamada Andrés. Una sombra que está pasando por tu lado…

-Venías por la Costanera y te presentí: me había negado a embarcarme en otras lanchas. Subí a esperarte. Te vi desde lejos, gracias a tu camisa rosada. Tu marcha era lenta, de fuga interna. Entraste al muelle mirando horizontes cortos: el mar a tus pies y el viento en tu cara. Saltaste a la lancha como niño criado entre espumas y marejadas. No me viste. Durante minutos estuviste de pie, siguiendo, inconscientemente, el vaivén de las aguas. Jamás había visto a un hombre tan lejos y tan cerca de mí. Te conozco, Andrés: tú eres el de mis peinados, el que alisó mi piel en la espera, el de la voz no oída; ahora me he limitado a llenar mis ensueños con tus facciones, con tu estatura; al fin le he puesto cabellos, ojos, boca, hombros y manos a mi espectro…

-Sólo eres una solterona con ganas de hacer el amor. Nada más.

-¿Sí? Vienes de la soledad, de la sombra, del insomnio, del dolor.

Se soltó el cabello y el sol laminó el mismo rojo de mis atardeceres. Acercó su rostro al mío susurrando como una bruja:

-No huyas de la vida…

Boceté una mueca bañada en lágrimas, casi un rictus.

-No tengas miedo, Andrés, para que me quites el mío. Tus manos hablaron en mi cintura; tu respiración todavía tiene ansias…

-Es que voy a ….

-Dame la tarde, es lo único que pido.

Descendimos del restaurante y caminamos hacia su pequeño automóvil:

-Yo guiaré, Ana, si no temes.

-No. Hazlo. Llévame, si lo deseas, al infierno.

En Concón jugamos con el agua del río y con la arena. En una pequeña isla fluvial nos tendimos a ver el curso del sol. Ella, de espalda, era un cántaro abierto, tibio, anhelante, que empezó a sangrar. A mis oídos llegaron monosílabos largos, desconocidos. Sus brazos ocuparon, en mi cuello, el lugar del pañuelo amarillo. Estuve, sin tiempo, besándola más allá de la puesta del sol. Nos dormimos con el mismo cansancio de los primitivos habitantes de este mundo.

-Tengo frío, Andrés. Me vestiré.

En mis brazos cruzó el río, la noche, el amor, lo desconocido.

Estoy escribiendo de prisa: hoy iremos, con Andrés, al muelle Prat: cumple su primer aniversario en esta tierra. Anita lo vistió con un trajecito azul que yo viera, por primera vez, a un aprendiz de marinero de cabellos rojos. Tiene los ojos pardos y un andar vacilante, de ebrio estrellado. Más de una vez lo hemos sorprendido mirando el cielo, como si buscara una blanca y antigua nube dividida…

Los gerentes del miedo

Una voz áspera, deformada por un largo oficio, ordenó, en tono parejo:

-¡Véndenlo!

Quería mantener su rostro blanco -facciones normales, europeas- al margen del "interrogatorio": ser sólo, para el detenido, la voz que ordena. Un imposible: la relación interna-externa del hombre es indestructible hasta para los ciegos de nacimiento.

Quería cubrir su inseguridad: todos los policías saben cómo se inicia un "interrogatorio": ninguno puede vaticinar las alternativas ni el fin. Exito y fracaso suelen girar alrededor del fallecimiento del "interrogado", lesiones graves, proceso y condena de policías. En todos los casos nacen fantasmas concienciales: unos "enanos" traviesos que repiten voces, que exhiben "diapositivas" en proyecciones íntimas, retrospectivas, endurecidas por el tiempo; que arrugan facciones jóvenes, que encanecen prematuramente el cabello de los parietales; provocan olvidos, tartamudeos, fuga de ideas, insomnios, temblores pulsátiles, pesadillas.

Sin embargo, de uno u otro modo, los humanos se interrogan entre sí desde hace largos y dolorosos milenios. Parece ser una necesidad social que siempre está negando el progreso de la especie. Alguien, investido de autoridad, pregunta; los "sospechosos" contestan.

En estos países nuestros, los de América Latina, miles de "sospechosos" se han convertido en autoridades y miles de autoridades han pasado a ser "sospechosos". El juego rojo se repite y todos juegan al desquite.

Casi toda autoridad, más o menos legítima, es un humano con ansia de poder. Todo humano tiene miedo -residuo y anticipación de muerte-. Lo que anima a los contendientes en los "interrogatorios" es: los que quieren el poder o más poder y los que no quieren perderlo ni perder la vida. En escala menor: la integridad física; más abajo: los bienes mal avenidos. En interrogatorios propiamente tales lo que se busca es la razón de una conducta criminal para alcanzar una gran meta humana: la prevención del delito por el real conocimiento de sus causas (motivaciones).

Dos manos rozaron, desde atrás, las orejas del detenido. Un paño negro y largo lo privó, en segundos, de la vista.

-¡Siéntate, "Tucho"!

El gordo y bajo cincuentón -principal sospechoso del asesinato de Demetrio Amar Abedrapo- palpó hacia los lados y ocupó una silla alta. Sus piernas cortas quedaron colgando. La silla había sido mandada a hacer, a su medida, por el desaparecido gigante árabe: un metro y noventa centímetros.

-¿Fuiste carnicero?

-Sí, señor.

La voz del interrogado sonó hueca, inconsistente: voz de hombre desorientado, afligido, en lucha con lo desconocido, tratando de sobrevivir; de orientarse vendado, sentado, asustado.

-No se despresa a un hombre vivo como si fuera una res muerta.

La silla rechinó porque "El Tucho" -100 kilos- se había movido.

¿Dónde golpeó esa frase y cómo para alterar un sistema nervioso central curtido en durísimas sensopercepciones? ¿Qué se puede decir apremiado por voces hondas y por el tiempo? Los humanos creen que en "interrogatorios" policiales preguntas y respuestas deben tener la velocidad de un partido de pim-pom. No cabe la reflexión: hay peligro en la demora; mayor peligro hay en lo que se puede decir urgido por las circunstancias. La facultad de conocer, de comprender la esencia de los fenómenos de culpabilidad y sus humanas manifestaciones, todavía está en las zonas oscuras de la investigación científica. Una intuición de verdad basta. El razonamiento sigue esperando. "El Tucho" fue directamente a lo suyo, a lo elemental:

-Yo no lo hice, señor.

-¿Quién, entonces? Tú eres el que se beneficiará, teóricamente, con esa muerte. El único con valor y oficio de carnicero macabro. ¿Usaste sierra o serrucho? Hay demasiada sangre en esta trastienda: ese cadáver enorme se desangró totalmente porque aquí fue descuartizado.

En la posición de negar, todo hombre se mantiene hasta que la mente, enjuiciadora global, abre caminos conductuales:

-No he asesinado a nadie.

El olvido de la coletilla, "señor", no pasó por alto. Una "sonrisa" de refrigerador señaló la omisión: la confianza amenazaba derrumbarse. Había que insistir certeramente, lógicamente, en el blanco que abrían las verdades criminalísticas establecidas por los técnicos del Laboratorio de Policía Científica:

-En tus ropas se encontraron salpicaduras de sangre humana: eran del mismo grupo sanguíneo que la del "Turco". Necesariamente tuviste que estar muy cerca de esa viva fuente roja. En el mismo tiempo de la rotura de los vasos: no antes ni después. ¡Amárrenlo a la silla!

Cuatro manos ágiles lo inmovilizaron con cordeles y nudos firmes.

-Tengo que regresar a la cárcel. Ya es tarde. Usted conoce los reglamentos carcelarios. Ud. dijo que me regresaría al penal antes del cierre. Es tarde: ha oscurecido.

Repeticiones: la mente del "Tucho" había entrado en el baile del terror. Una sola idea instintiva, recuerdos favorables, desorden. El comisario sonrió abiertamente, fría, controladamente. Casi una morisqueta. Un detective joven dejó oír su risa de miedo propio.

-¿A la cárcel? Vives entre errores. Aquí nadie sabe lo que pasará. El tiempo carece de valor. Para ti ha oscurecido y no sólo por la venda: tu alma está negra, anochecida.

Alberto Hipómenes Caldera García, alias "El Tucho", tragó saliva. 4 pares de ojos lo vieron, 8 oídos escucharon el paso de la saliva desde la faringe al esófago, para decir, por última vez:

-No he asesinado a nadie. Hagan lo que quieran.

-Eres vulnerable, "Tuchito", como todo hombre. Dentro de ti está creciendo el miedo y nosotros haremos que te inunde, que te ahogue. Tú mismo lo sentirás salir por todos tus poros…

-Estoy siendo procesado por un tribunal. Un Ministro en Visita lleva mi caso.

-¿Tu caso? Un proceso sin cadáver caratulado "Presunta desgracia".

La voz del comisario se hizo metálica al agregar:

-Es el caso de un árabe… amigo tuyo; y queremos cambiar tan vaga denominación procesal por la de "Homicidio calificado". Tú nos entregarás ese cadáver o los restos. Este es el nudo rojo que de cualquier manera desataremos.

Unos ojos claros, acerados, estaban clavados en él, a la caza de los más leves movimientos fisiológicos de la angustia. Las voces "cadáver" y "restos" fueron martilladas. La frase "nudo rojo" fue pronunciada con énfasis de sentencia.

El comisario hizo una seña extraña: movió la mano derecha como dándole vuelta a una manivela invisible.

Desde un maletín negro las manos de un inspector largurucho sacaron un magneto pequeño: generador de corriente eléctrica con imanes permanentes y un devanado primario. Al hacer girar, a mano, la pequeña manilla de bronce, la corriente pasa a 2 cables delgados, de cobre, con terminales desnudos. Cualquier hombre normal puede resistir, sin menoscabo alguno para su salud, la electricidad generada por los magnetos policiales; pero la "mise en scene", el oficio de los actores, la condición de culpable -cuando el interrogado obviamente lo es- y el desconocimiento de la fuente eléctrica y la suma legendaria de "las leyendas negras" del hampa, hacen que los detenidos "vivan" descargas de corriente "mortales".

Uno de los terminales le fue enrollado en el dedo medio de la mano derecha; el otro, en un dedo de la mano izquierda.

-¿Qué me están haciendo? ¿Por qué callan?

El miedo tiene raíz y puede ser estimulado, la angustia no; pero en los síntomas se parecen. La angustia se viste de terror cuando la normalidad desaparece, cuando una mente humana ignora lo que otras están haciendo en su contra.

-Vamos a probar tu resistencia, tu hombría. Cuando quieras hablar levanta un dedo.

Le abrieron la boca y le pusieron, entre los dientes, un paño, para que no se mordiera los labios y la lengua.

El comisario movió la cabeza. Uno de los policías hizo girar la manivela y "El Tucho" saltó en la silla. Le dieron 2 vueltas más. Se oyó un murmullo de voces procesionales: bajas, sordas, ininteligibles. Transpiraba a chorros y movía la cabeza hacia los lados. Chacal herido, levantó un dedo. Le sacaron la mordaza:

-Me están matando. Nada sé.

El comisario señaló la oreja del detenido. Uno de los terminales fue unido al pabellón de la oreja derecha de "El Tucho". La mordaza volvió a la boca. 3 vueltas completas de la manilla. El detenido, acusando dificultades respiratorias, levantó un dedo:

-Me estoy ahogando. Deme agua.

Los policías se miraron entre sí: habían llegado a uno de los puntos críticos de todo interrogatorio violento. ¿Qué se hace? ¿Cómo?

Dejaron solo al detenido y se consultaron en voz baja:

-¿Qué cree Ud., doctor?

-Es demasiado gordo, comisario.

-Me parece que está haciendo "teatro".

-No. La transpiración es violenta. Muestra un cuadro de sofocación. Creo que ya hay lesiones congestivas.

-Cambiaremos de "modus operandi". ¡Tiéndanlo sobre el mostrador, muchachos! Ah, pero "embarrilado".

Con vendas, grises por el uso, lo envolvieron como a una momia. Sólo podía mover la cabeza y los dedos de las manos.

"Embarrilado" lo corrieron para que la cabeza quedara un poco más baja que el cuerpo. Una seña y el agua empezó a caer sobre la nariz y la boca de "El Tucho". Agua en chorro ininterrumpido, que obstaculizaba la respiración.

-¡Paren! Cuando quieras hablar sacude la cabeza.

Al "Tucho" le habría gustado cerrar las aletas de su nariz. Trataba de compensar la falta de aire abriendo desesperadamente la boca, pero allí también estaba el agua. Aprovechó la pausa para llenarse los pulmones de oxígeno.

-¡Sigan!

El agua volvió a caer lenta, gruesa, clara, inundando labios, paladar, faringe, lengua, dientes; hasta la úvula -lóbulo carnoso que pende de la parte posterior del paladar- se ahogaba. Movió la cabeza con desesperación: estaba rojo.

-¡Alto, aguador del infierno!

Cuando pudo hablar dijo:

-Confesaré. Lo diré todo. No aguanto más, señor. Aquí mismo, al lado de este mostrador… allí donde están las tablas quemadas, lo… maté y lo corté en trozos…

-¿Dónde están los restos?

-En "El Almendral", "Callejón de las Monjas". Los enterré debajo de una pared. Me ayudó, por dinero, Aníbal Chaparro, un campesino que vive en ese lugar. No me flagelen más.

-Está bien. ¡Suéltenlo!

Habían transcurrido horas negras, rojas, convulsas. Cada uno de los presentes había colgado su propia alma del alma del "Tucho". En el mismo corazón del miedo es la muerte casi visualizada, objetivándose, la que nos hace comprender el error. Policías y técnicos rezando es menos auténtico que hombres orando entre dientes. El canto de un gallo lejano trajo un regalo de vida natural, limpia, a esa trastienda del espanto y las mentes volvieron a funcionar:

-Seguirás vendado. Siéntate. Háblanos del crimen.

-Ya lo sabe todo.

-Sí, siempre lo supimos ¿Sólo?

-Sí.

-¿Tuviste miedo?

-Sí, pero por cosas que pasaron. Era muy viejo, sesentón y demasiado rico. Yo fui su sirviente, un sirviente adulador, sumiso. Tenía que ganarme su confianza y todo lo que él hacía o decía yo lo encontraba… perfecto. Vivía solo en esta casa y yo solía quedarme para acompañarlo…

-¡El crimen, "Tucho"!

-La noche del 9 de mayo (1947) me acerqué a él sigilosamente, por detrás, y le di un golpe en la cabeza…

-¿Con qué?

-Con un martillo. Cayó. Metió un ruido enorme en la caída. Lo creí muerto. Me disponía a…

-¡Sigue! ¡No cambies la frase!

-… cortarle la cabeza. Abrió un ojo y habló: "¿Por qué, "Tucho"?" Su voz era baja, temblorosa. Lo miré, señor, y me pareció muerto.

-¿Habías encendido la luz?

-No. El tenía una lampara de parafina, de luz escasa, sobre el mostrador. Después del primer martillazo yo puse la lámpara en el suelo. Tomé el martillo y volvió a mirarme y a decirme: "No, "Tucho". No." El tiritaba y yo también. Dejé caer el martillo sobre su cabeza. En cada martillazo se recogía y se estiraba. Cuando se quedó quieto, tieso, empecé a cortarlo…

-Eres un carnicero asqueroso. Vamos a buscar los restos.

Aún era de noche en San Felipe. Una noche gelatinosa, blanda, pringosa. Con la excepción del gallo madrugador, todos dormían, hasta los árboles de la vieja plaza. El que había despertado para no dejar dormir era el terror. Dormir es el puerto oscuro y misterioso del hombre, en el que atracamos noche a noche, si la carga del día es limpia, generosa; como si nos entrenáramos para el sueño grande, ese que carece de amaneceres.

Cortando sombras bajas el vehículo de los policías llegó al "Callejón de la Monjas". Aníbal Chaparro, gañan gigantesco, dormía en el suelo de una pieza. Despertó a medias. Entre luces de linternas vio al "Tucho" y comprendió todo ese largo rosario: confesión, delación, detención, proceso, careo, sentencia. El coautor-enterrador y el asesino-descuartizador se dieron de golpes, acusándose, recriminándose.

Dos palas y dos chuzos. Los criminales cavaron 2 metros debajo de la pared medianera de un fundo. Con la madrugada vino el hedor anunciando, en vehículo de aire puro, que algo putrefacto había sido hallado. La mano de Chaparro, flor del hoyo, puso una pierna negra, aceitosa, en la superficie; pierna con fémur desnudo. La mano sacó un brazo, otro, la pierna izquierda, trozos de tronco. Entre dos manos salió, finalmente, la cabeza enorme de Demetrio Amar.

Dos sacos paperos se llenaron con los restos.

El grupo policial, que había crecido con Aníbal Chaparro y con el despedazado Demetrio, se dirigió al hospital de San Felipe. Sobre una mesa para necropsias, fría, un médico santiaguino armó, anatómicamente, el hediondo puzzle rojo.

Tres años y tres meses duró el proceso de uno de los gerentes del miedo: en septiembre de 1950, Alberto Hipómenes Caldera García fue fusilado. El otro "gerente", nadie sabe cómo, todavía vive.

Odette

Desde hace años -medida de tiempo del humano que envejece-, de día o de noche, aquí o allá, despierto o dormido, suelo viajar en un autobús azul. El vehículo es siempre el mismo: un armatoste ruidoso, destartalado, de asientos hundidos. La ruta blanca, señalada por frondosos árboles viejos, parece ascender hasta el mismo cielo de París: la luz combada, ciudadana, suave, se quiebra en incontables y leves lágrimas lejanas, inexplicables, azulinas, titilantes. Es como viajar del amarillo tibio, claro, al negro noche; de la vida plena a la locura de los fantasmas.

El humano nace y vive entre los efectos de luz y oscuridad y hasta morimos entre medias tintas. Mi sueño-recuerdo se está aclarando con lentitud de agonizante terco:

El conductor, sin rostro, silba, carraspea, tose y fuma pipa. Es real: veo el humo casi celeste y un cuello grueso, inclinado sobre el volante del autobús, sujetando una cabeza llena de caminos, paraderos, inspectores y pasajeros. Usa una arrugada casaca de cuero color café.

Sobre el piso del vehículo, de gastada goma gris, hay aplastadas colillas de cigarrillos. A mi lado va Odette: rubia, ojos celestes, 20 años, casi flaca. Está notoriamente embarazada. Ríe, mira por la ventanilla hacia el paisaje de espuma verde, canta y me tiene tomada, entre las suyas, tibias, la mano izquierda. No puedo dudar de mis sentidos y de mi memoria: la sensación global, repetida cien veces, es la misma. Destino: Vincennes -pequeña ciudad al este de París; suburbio vegetal de la metrópoli enorme. No hay otros pasajeros.

El autobús se detiene al lado de un hotel blanco-amarillento antiguo: "Le ciel". Plata y oro engastados en el follaje. Dos pisos-nidos de amores furtivos, raros; con jardines y una fuente; pájaros silenciosos, dormidos en ramas bajas, acostumbrados al autobús y al bullicio de los pasajeros. Es el terminal. Bajamos. El chofer entra a la carrera, a saltos; saluda al dueño del "cielo", un bretón anciano, de barba espesa y gris, y pide, con voz altísima: "¡Cerveza helada!"

No llevamos maletas y ni siquiera escribimos nuestros nombres en registro alguno. Pago 25 francos y el bretón, sonriendo, me entrega una llave con un Nº 7, rojo, pintado sobre una bolita de madera barnizada unida a la llave por una corta cadena de metal. Odette sube alegremente los peldaños alfombrados que llevan al 2º piso. La sigo. En la habitación abre la ventana con la seguridad de dueña de casa; y el viento entra a hacer bailar los dorados flecos de una colcha, levanta la abierta falda de Odette y mi cabello. Es un viento aromático, de atardecer primaveral, libre.

Odette va a al baño y regresa descalza, con el pelo suelto -hermosísima-, apenas cubierta con una transparente enagua lila. Me besa. Su vientre acusa un volumen de 3 a 4 meses de embarazo. Su cuerpo gira en una danza extraña, luciendo sus formas y sus ansias sin inhibiciones. Es una piruetera de la excitación. Cansada, laxa, con el rostro encendido, de dirige hacia la puerta, la abre, abocina las manos sobre su boca y pide cerveza, sandwiches, aceitunas, pickles. Un garzón joven, en una bandeja de plata, nos trae, además, ají rojo y mostaza y dos servilletas de género color crema. Me saluda como un viejo conocido:

-Bon soir, monsieur Raúl.

Sin duda está equivocado. Contesto con un gesto. Desde el primer piso sube una lenta música de organillo, grata de oír.

En casi dos décadas estoy más que acostumbrado a este fantasmagórico viaje en autobús, a este extraño "recuerdo" y lo "regaloneo". A veces empieza por la ventana abierta: semisombras en fuga; por el camino tendido entre los bosques llenos de sol reverberante, con flores tempraneras lanzando flechas del mejor olor a las narices de los viajeros; casi siempre empieza por la tristeza de Odette: desnudas pupilas celestes buscando verse reflejadas en las oscuras pupilas de un hombre. Otras veces el sueño-pesadilla empieza con mis pasos en fuga: yo ignoraba, como casi todo humano joven, que algo parecido a lo irreal, a lo fantástico, existe en el desconcertante tránsito vital al que estamos inexorablemente condenados.

EL ENCUENTRO.

El doctor Edmond Locard, el mejor de todos los criminalísticos por mí conocido, dirigía, después de la guerra, una escuela policial y un pequeño laboratorio de policía científica en Lyon. Allí, entre otros, estudió Harry Soderman, el sueco maravilloso que escribiera "40 años de Policía Internacional". Locard, maestro de la pesquisa común -única razón de ser de toda policía- nos recibía con cariño de padre profesional. Comíamos y dormíamos en su escuela-casa. Después de clases nos llevaba a dar vueltas por el río Ródano o por el Sena, a teatros, museos, fábricas o a ver viejos edificios celtas. Nos decía que la práctica del arte era la única compensación para el investigador criminal siempre asfixiado por el antiestético delito: Locard escribió "Tratado de Policía Técnica", 8 tomos; "Policías de novela y de la realidad"; obras de teatro, poesía; pintó y esculpió.

Cualquier hombre joven, normal, tiene necesidades imperiosas: hembra, por ejemplo. Locard lo sabía bien y nos aconsejaba, defendiendo el prestigio de su escuela:

-Esperen, París es la mejor solución: nadie, si Uds. no lo quieren, podrá identificarlos como policías.

24 semanas no pasan con rapidez aunque uno esté, apasionadamente, escrutando poros, folículos pilosos, indicios de pólvora o ampliando escrituras falsas: es casi medio año y se echa de menos la familia, amigos y el paisaje de siempre: aromos de la falda sureste del cerro San Cristóbal, los sauces acuáticos del río Mapocho, las acacias polvorientas del barrio Independencia, el otoño del parque Forestal, "Lo Curro", el camino de "Los Pajaritos", los árboles "arcos" de Nos y la vieja cordillera gris, blanca, morada, azul, iridiscente, que a los santiaguinos nos ata el alma a la piedra informe y a la luz abierta, cambiante, enloquecida.

Mi francés era y es pobrísimo: no pasa de un centenar de palabras técnicas, criminalísticas y de algunas decenas de voces comunes. Locard enseñaba, a los extranjeros, en inglés, idioma en el que me defiendo un poco más. Al fin del curso Soderman y yo nos fuimos a París, ciudad que ambos conocíamos. El sueco siguió a una inglesa hasta El Havre: me había quedado solo. No sirvo para vagar entre estatuas y columnas, entre monumentos y paredes. Busqué, como animal en libertad, las orillas abiertas del Sena. Los parisienses sentían como yo y tendidos sobre kilométricos céspedes blandos, hacían el amor, crecían o envejecían mirando, pescando, navegando o simplemente jugando con el agua viajera de los ciclos eternos: ex lluvia o nieve, vapor, mar. Más de una vez les oí cantar borrachos de sol y oxigeno. Arboles: estaciones verdes para pájaros cansados y bulliciosos; pintores comiendo chorizos crudos y bebiendo vino mientras aprisionaban la luz en óleo húmedo, lento, brillante; nurses "galanteadas" por policías uniformados; mendigos alegres de vivir de la caridad de los "encadenados"; bandadas de niños jugando a ser; prostitutas enamoradas…

Todavía ignoro si Odette vino a mí, si yo fui a ella o si OTRO, más alto que cualquiera, provocó el encuentro. En esa época yo usaba un largo y ancho bigote y sonreía con más frecuencia que hoy. Miraba, como siempre, hacia abajo: pasto y gusanos, tierra molida, agua minúscula, en gotas. En mi ángulo entraron las puntas de un par de zapatos bermejos, pequeños; dos piernas desnudas, blancas, provocadoramente limpias, torneadas y una falda escocesa, corta, cubriendo apenas dos rosados o marfileños muslos unidos, excitantes. Alcé la vista poco a poco: delgada cintura de jarro, final de una blusa amarilla, de seda; senos altos, duros; cuello largo, un mentón fino y una boca carnosa, semiabierta, jugosa, sonriente. Miré hacia 2 cielos… cubiertos de pestañas. Dijo algo que no entendí y siguió sonriendo. Sus pequeñas manos blancas, de muñeca alborozada, señalaron un barco y su suave voz de aparecida gritó asordinadamente:

-¡Un bateau!

Del barco otras parejas nos hicieron señales amistosas. Odette contestaba con las manos diciendo:

-¡Bon voyage!

Nos sentamos en un banco a ver la vida de otros y el río, a comunicarnos, de alguna manera, lo que éramos y lo que cada uno necesitaba del otro. Rápidamente comprendió que hablábamos idiomas distintos: escribió su nombre en un papel y yo escribí el mío. Caminamos, fuimos a un cine, comimos chocolates y helados con frutas. Diez veces la sorprendí mirándome manos y facciones. Más de una vez la oí nombrarme "Raúl": rectificaba sonriendo y besándome. Al atardecer subimos al autobús azul.

HOTEL "LE CIEL"

Todo humano está montado en instintos puros porque nuestra alma es simultáneamente vital-irracional: la zona de la intuición. Desde esa estructura se levanta, a veces, el espíritu lógico, impersonal, objetivo. Es una ascendente-descendente excursión interna, disciplinada, rígida, severa. No me agrada vivir entre abstracciones porque me atrae, como a todos, lo simple, lo cálido. Uno se deja guiar por la vida auténtica y vive de verdad; pero, tampoco es posible, cuando se ha alcanzado cierta práctica, dejar las preguntas de lado: ¿Qué era Odette? ¿Prostituta? ¿Quién era el hombre que la había embarazado? ¿Dónde estaba?

Bebió cerveza y mascando una cebollita escabechada tomó su bolso rojo y sacó la fotografía de la cara de un hombre que se parecía a mí y la besó. De paso me besó a mí… o siguió besando al otro. Algo se quebró en mi ánimo: como compañera de paseos y entretenciones me había llenado el gusto. Sabía muy bien lo de su embarazo mucho antes que quedara luciendo su cuerpo a través de su enagua lila e iba a pasar tan duro obstáculo. ¿Qué me pasó? El bolso seguía abierto y yo ya no era el mismo. Creí advertir la presencia de algo o alguien que extraño en la habitación. Me alarmé porque lo que estaba presintiendo no era normal. Bebí cerveza y el vaso bailó en mi mano.

Odette se tendió en la cama y se desnudó: sus blancos y redondos brazos me llamaban; sus pechos erguidos palpitaban. La pieza se estaba llenando de olor a hembra excitada. Me acerqué a la ventana y encendí, temblorosamente, un cigarrillo. Aspiré el humo con desesperación de macho acorralado. Entre la ventana y la cama había un espacio de 2 metros escasos; luz baja, de velador, con pantalla de cartulina aceitada y el dibujo de un cisne de cuello negro. Con el rabillo del ojo izquierdo vi cuando la colcha iba en el aire y caía sobre el cuerpo desnudo de Odette. Sentí frío, miedo. El cigarrillo me quemó los dedos. Uno o dos minutos estatuarios: mi espíritu había enloquecido.

El instinto me llevó a encender la luz central. Odette lloraba, silenciosamente, debajo de la colcha, y entre lágrimas y sollozos empezó a vestirse con el recato de una monja. Cuando terminó de abotonarse la blusa amarilla sólo era una envejecida mujer triste que había entrado en un silencio de piedra: sus lágrimas duras, brillantes, detenidas, eran horrorosas.

Vacié el bolso de Odette: la foto había desaparecido.

Bajé las escaleras y tomé, a la carrera, el camino de París, el camino de la normalidad, con olor a hierba. Arriba, en el cielo, las viejas estrellas de otro mundo lucían casi iguales a las de mi infancia.

Un autobús celeste

Un obeso cincuentón sonriente, medio calvo, descendió de su destartalado taxi en un garaje de la calle San Alfonso; cerró la puerta delantera izquierda y apagó las luces. Empezó a caminar hacia la Alameda esquivando las pozas de agua de la vereda, orines tibios, vómitos y las franjas multicolores de los avisos luminosos que coloreaban sombras, lluvia.

La noche nueva de la ciudad vieja del barrio Estación siempre es un claroscuro largo, de agonía mayor. En el Portal Edwards -edificio fantasmal, con voces de coristas difuntas, actores desaparecidos y magos chinos olvidados, del teatro Politeama, hoy "Estadio Chile"-, se detuvo a comer, de pie, apoyando los antebrazos en el mostrador pringoso, dos salchichas con mayonesa, mal tragadas con pequeños sorbos de cerveza. Eructó, escupió y se limpió la boca, desdentada, con la manga derecha de su gastado chaquetón de cuero negro. Pidió otra cerveza y mirando el líquido amarillo-espumoso, cerró los párpados, cabeceó su cansancio. Un ruido con olor a pachulí lo hizo abrir un ojo y vio, sobre la espuma en baja, el rostro sonriente de una mujer joven, morena, de largo cabello ondulado, teñido de malva. Se alzó sobre su metro ochenta y sacó pecho mirándole los senos túrgidos, la delgada cintura y las piernas blancas, gordas. Los párpados de la hembra tenían un tono azul-verdoso y los labios, delgados, parecían gruesísimos por la abundante pintura lila. La invitó a beber y a comer salchichas. En la tercera cerveza estaban de acuerdo en pasar la noche juntos en un hotel de la calle San Diego:

-No puedo cobrarte menos de 100 pesos porque mañana debo ir a Rancagua y el viaje es caro…

-Es más de lo que he ganado en 14 horas de trabajo paseando viejos y viejas por toda esta ciudad de locos. ¿A qué vas a Rancagua?

-Mi marido baja de Sewell todos los primeros de mes y debo tenerle la casita limpia, ordenada.

-¡Ah! ¿Tienes hijos?

-No. ¿Tú?

-Dos; pero son grandes: se ganan la vida como cargadores de la Vega.

-¿Qué le dirás mañana a tu mujer?

-Ya no le intereso…

Del brazo, casi ebrios, cruzaron la calle:

-Cualquiera de esos autobuses nos servirá.

El gordo hizo una seña y un enorme autobús celeste se detuvo, silenciosamente, frente a la pareja. El conductor, borroso e informe, usó una voz metálica, fría y lejana, para decir:

-No paguen. Me voy a guardar y es mejor viajar acompañado. ¡Ah usted es taxista! Pedro González, el primero de mi lista. Su taxi es un Chevrolet 51.

-Sí. Lo soy. ¿Quién es Ud.? No le veo la cara.

-Un buen fisonomista y la mejor memoria para viajes diurnos y nocturnos.

Pedro González alzó los hombros; tiró a su compañera en un asiento del medio y hundió su rostro entre los senos altos. El autobús siguió su marcha lenta hacia el este.

Margarita López, viuda, 65 años, apenas caminaba: había lavado y planchado ropa ajena durante todo el día; le dolía la espalda, brazos y piernas; sentía frío, tenía hambre, sed, sueño. Seguía pensando en su nieto rubio, de 6 años, y en la sonrisa nueva, limpia, que la recibiría a milímetros de su ajado rostro.

Llegó a la esquina de Avenida España y Alameda empapada por la lluvia y asustada por los relámpagos bajos. Levantó su delgada y arrugada mano para que el autobús se detuviera. Desató uno de los nudos de su pañuelo y sacó 2 monedas, mientras el vehículo se detenía a sus pies como una alfombra alta, iluminada. Una mano larga y fría, serpiente, cuerda o guadaña, la ayudó a subir:

-Adelante, doña Margarita. Ha trabajado demasiado. Guarde sus monedas, de nada van a servirle.

Extenuada y agradecida, ató los níqueles junto a los otros de su pañuelo. Se sentó cerca de una pareja abrazada que olía a cerveza y tabaco. Dijo:

-Me avisa en San Diego, por favor. Puedo quedarme dormida…

Alfonso Venturelli, bajo, rubio, nervioso, cuarentón, seguía pensando en sus clases de literatura y recién había abandonado el pupitre: "Los genios siguen viviendo en el corazón de los pueblos porque pudieron captar la esencia de lo bello aunque nunca hayan podido explicarla. Tal es el caso de Homero, Cervantes, Calderón, García Lorca y nuestro Neruda". Contó su dinero y separó monedas; miró el reloj: "No, no iré a oír a Sánchez hablar sobre "Los escritores vascos": es demasiado tarde". Se acercaba a la esquina de San Ignacio y Alameda. Un autobús nuevo, reluciente, casi una oblonga estrella gigante, se detuvo frente a él:

-Adelante, profesor. Aún le quedan minutos. Pasaré por Seminario.

Venturelli sonrió: su fama literaria había crecido. Miró hacia el fondo del vehículo: una pareja unida por los labios y una vieja somnolienta. Tomó asiento al final: quería volver a saltar como lo hacía de niño. Vio sólo 3 nucas: la del conductor era una sombra.

Un joven estudiante, un vendedor de maní, una gorda ojerosa y empapada, un ciego y 3 parejas subieron en Nataniel; una de las mujeres estaba embarazada. Por afinidad secreta, el muchacho, de unos 16 años, fue a sentarse al lado del profesor. El autobús empezó a correr.

-¡Eh! -gritó el taxista-. ¡Pare en San Diego!.

Arturo Prat, Serrano, San Francisco. Más y más velocidad. El autobús volaba. Todos los pasajeros se habían pegado a los asientos. La transpiración del miedo les mojaba. Venturelli corrió hacia adelante: el asiento del conductor estaba vacío. Pestañeó, tragó saliva. Apenas pudo decir:

-¡La máquina está sola! ¡Nos mataremos!

Pedro González saltó sobre el volante, se sentó y metió el pie derecho en el freno: bombeó el pedal inútilmente. El estudiante señaló los techos negros de las casas y las luces bajas:

-¡Miren! ¡Estamos volando!

-¡Dios mío, perdón! -rezaba el ciego.

Una acampanada voz de cobre viejo, de radio invisible, dijo:

-Este es el único viaje del humano. No se extrañen: así como hay barcos de muerte, aviones, trenes, también existe este autobús…

-¿Por qué? -gritó la gorda ojerosa, llorando, convulsa.

-Todos Uds. cumplen sus plazos vitales a la misma hora, en minutos más. Deben alegrarse: morirán acompañados…

-¿Quién lo ordena? -preguntó la pálida rancaguina-. ¿Dios?

-No. La muerte no es religiosa, es un hecho -repuso la voz.

-¿Quién eres tú? -preguntó nerviosamente el ciego.

-El antagonista de la vida, el revisor del tiempo vital. Algo de mí hay en toda conciencia.

-¡Es injusto! ¡Yo sólo soy un niño! ¡Un niño!

-Sí, estudiante, lo sé. La mujer de la última pareja que subió en calle Nataniel, lleva una criatura en sus entrañas. ¿No es más injusto?

-¡No ha nacido! ¡No sabe lo que es empezar a vivir! ¡Tengo 16 años! ¡A mí me quieren! ¡Yo he querido! ¡Carezco de olvidos! ¡Dios!

El autobús empezó a descender sobre la Plaza Italia; casi tocó el suelo con sus ruedas aladas y muertas:

-Tienes razón. ¡Salta! No temas, vivirás. Alteraré tu plazo.

Los pasajeros, con la excepción del ciego y Margarita, se estrellaban frente a la salida. El autobús empezó a elevarse. Vieron cuando el muchacho, arrodillado, sacudía sus ropas, recogía cuadernos y libros. Miró hacia el autobús lleno de ojos abiertos, lagrimeantes, ansiosos, envidiosos de vida, desesperados. El ciego preguntó con voz partida:

-¿Le pasó algo al muchacho?

-No -repuso Venturelli-. Acaba de levantarse y agita una mano para nosotros.

El ciego se encaminó hacia la puerta diciendo:

-¡Yo también saltaré! No soporto este viaje cruel, esta locura desesperante.

-Espera -dijo la voz-. Tu caso es distinto: tienes 46 años y perdiste la vista, hace 20, al caer desde el balcón de la casa de tu amante, esposa de otro. Si saltas sufrirás una larga agonía. Aquí morirás sin dolor…

-¿Y yo? -interrogó la joven embarazada-. Mi hijo, por el sólo hecho de existir en mí, tiene derecho a la vida… Le ruego…

-Sí. Lo acepto.

-Gracias. Pero, ¿qué haré sin mi marido? Ambos lo necesitamos para seguir viviendo…

El autobús descendió tocando el suelo de la calle M. Montt.

-¡Salten! Todas las noches lluviosas me ablandan, me humanizan. La lluvia es para humanos y enemiga de la muerte.

La pareja cayó blandamente. Se alzaron tocándose los huesos; ella se sobaba el vientre hinchado. El autobús volvió a alcanzar las copas de los árboles.

-No alteraré ningún destino más. Ahora sólo quedan los del viaje…

-¡No! -vociferó Margarita López, sonándose mocos y lágrimas-. He trabajado para mis padres, para mi marido y para mis hijos. Ahora lo hago para un nieto que hasta va a la escuela. A nadie le he hecho mal. ¿Qué diferencia existe entre un muchacho de 16 años y el nieto mío de 6? El mío es rubio y crespo, cariñoso…

-Bájese, abuela. Tendrá mucha suerte con el muchacho.

Cayó, como una pluma antigua, en Lyon. Se levantó y cruzó Providencia. Sacó el pañuelo y se lo pasó por los ojos. El autobús ya era un cometa o una estrella.

-Señor o lo que sea -dijo la voz emocionada de un hombre-. Yo sólo tengo ilusiones y esta joven mujer, mi novia, también las tiene. Soñamos con un hijo. Nos hemos querido y nos queremos acariciando ese sueño. Todo hombre o mujer fue antes una ilusión misteriosa, tibia; las ansias, los anhelos no pueden llorar porque no tienen ojos para mirar a la muerte sin cara, que todo lo troncha. Ud. tiene que saberlo.

-Está bien. Bajen cerca del canal. Cuidado con el agua.

Los ojos, pegados a los vidrios, vieron cuando el macho sacaba a su hembra de las aguas oscuras. Ambos sonreían, se abrazaban; con las manos agitadas, temblorosas, despedían a los viajeros definitivos.

-Para nosotros -dijo Venturelli-, este viaje de muerte también es injusto. Tú has hecho excepciones por amor a los niños, porque la lluvia te hechiza, porque ya comprendes lo que realmente somos: indefensos ante cualquier guadaña. Yo enseño a niños. Alguien tiene que mostrarles la belleza creada por el hombre. El arte lo aprendimos del viento azul correteando nubes en los cielos de nuestras infancias; en los peces vimos el primer árbol-barco; en los pájaros, un vehículo para surcar el aire; del sol, arrancamos las valiosas y únicas monedas: el trigo; del inmenso arco iris subterráneo, que pinta toda flor en el silencio de la tierra humedecida, copiamos el color para vestirnos y adornarnos; del olor del jazmín, lo trascendente para llegar al alma; de las rocas, el corazón de nuestras catedrales; escuchando a las cañas de los bosques hicimos nuestras flautas. Cierto, muerte blanda, somos transitorios y por ello emocionales: vamos desde la lágrima a la risa porque nos es difícil crecer, endurecidos, entre los sepultados seres que nos quisieron y que todavía amamos. Sin embargo, no obstante tu guadaña insaciable, vivimos esperanzados y amamos para multiplicarnos: una pareja nuestra aquí, en la tierra, o allá, en el espacio infinito, será inmortal. Altera nuestros plazos así como alteraste los otros. Si lo haces tendremos una idea más humana de la muerte. Regrésanos al principio; haz el viaje al revés. Creo que mejoraremos, que seremos distintos…

-¡Sí! Yo me iría a mi casa: no me gustan las patinadoras casadas.

-A mí tampoco me agradan los viejos enamorados sólo de piernas gordas.

Un coro de "síes" se alzó desde todos los asientos. El manicero gritó:

-Queremos vivir con más limpieza, con alguna dignidad y algo menos de miedo a morir, con menos llanto…

Suavemente el autobús empezó a girar y descendió: el motor marcaba el oeste. Al tocar la tierra la lluvia cesó. Apareció la luna entre nubes que se fueron blanqueando como si una brocha de viento alegre fuera descolorando negros y grises. Millones de estrellas aparecieron en el firmamento. Se detuvo, con chirrido de frenos, frente a Seminario y descendió el profesor apretando sus libros con su brazo derecho. Sus pasos leves y rápidos, fueron aplaudidos por el resto de los pasajeros del regreso. Dos parejas descendieron en San Antonio y ayudaron al ciego a ponerse en marcha con su ruidoso bastón de madera de nogal. Frente a Estado el autobús quedó casi vacío. Pedro González bajó en Bandera y se fue a la calle a ver el autobús rumbo a la Estación Central. Le pareció que se elevaba y se convertía en una estrella más entre incontables "autobuses" celestes. Entró a un bar y pidió una pilsener helada.

-¿Sabe -le dijo al mozo- de dónde vengo?

-No, señor.

-Desde un autobús que volaba manejado por la muerte.

-Sí, seguro; pero, como vamos a cerrar, tendrá que ir a otro lado.

-¿No me cree? Venga, salga a la calle para que lo vea: el conductor es amigo de los niños: es ese que me hace guiños desde el cielo…

RESUMEN DE ESTA NOVELA

Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios, músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mi, ahora, corazón de viejo y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí, arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando, zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves…

Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y caminé.

Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos, sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.

Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida; con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra, zoomórfica – crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3 patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos . Más allá, la vieja sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia, nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.

Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los días.

A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro", gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.

"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités, pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".

Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea, mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.

Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío. A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú…Algunas de mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla! Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía; ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas, religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a recuperar sus crestas papilares.

POSICIONES MÁGICAS

Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia, le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas: el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos, decorativamente.

Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el médico del barrio: "…si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles. Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz. Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano ladrido de un perro invisible.

"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.

Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos, quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.

POSICIONES ÉTICAS.

La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:

Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.

¿También a ti?

Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.

¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.

Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear y empezó a sonreír.

No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.

Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.

Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.

No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.

Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin conocer el insomnio.

Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.

POSICIONES ESTÉTICAS

Diálogo del 30 de agosto de 1975.

Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el mismo olor suave de mi niñez.

¿Qué ve en ellos?

Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en mí hasta que tú naciste.

¿Y ahora, madre?

Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.

¿Qué sueña?

Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.

AGONÍA Y MUERTE

La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de Eliseo, su último esposo.

Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos grises; rascándola con suavidad:

¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo encortinar esa ventana callejera, llena de vida.

Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.

Callé.

¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.

Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.

Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como almidonados.

¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.

¿Quiere agua?

Si, tengo los labios secos.

Bebió sonriendo.

Iré a buscar al médico.

No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.

Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:

Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos….

La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".

Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la enterráramos sin apuro.

EPÍLOGO DE UN HUÉRFANO VIEJO

Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he comprendido, tardíamente, que esa ruta no me lleva a sus ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores, las cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la luz solar.

Su muerte se arrinconó junto a mi primer recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos de sus padres.

Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en lágrimas. Ello no obstante, creo que algo hemos aprendido: el tránsito vital, corto o largo, tiene un propósito humano: llegar a comprender lo que somos para mejor convivir entre "conmorientes".

La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina a robles nuevos y viejos, está llena de jacintos y cinerarias, lágrimas de un huérfano cincuentón, recuerdos de varias vidas, sonrisas escasas, preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía, trasplantada, obispal, que espero renazca en junio.

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

Santiago de los Caballeros, República Dominicana

2014.

edu.red

Primera edición

2014

Título:

"ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS ALLÁ DEL CRIMEN"

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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