Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara
Enviado por Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
- Posiciones mágicas
- Posiciones éticas
- Posiciones estéticas
- Agonía y muerte
- Epílogo de un huérfano viejo
- Los antagonistas
- El pequeño pájaro de greda
- La calle de la luna
- El tambor mágico
"ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS ALLÁ DEL CRIMEN DEL AUTOR: RENÉ VERGARA"
Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios, músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mí, ahora, corazón de viejo y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí, arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando, zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves…
Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y caminé.
Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos, sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.
Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida; con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra, zoomórfica – crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3 patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos. Más allá, la vieja sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia, nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.
Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los días.
A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro", gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.
"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités, pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".
Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea, mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.
Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío. A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú…Algunas de mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla! Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía; ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas, religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a recuperar sus crestas papilares.
Posiciones mágicas
Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia, le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas: el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos, decorativamente.
Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el médico del barrio: "…si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles. Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz. Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano ladrido de un perro invisible.
"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.
Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos, quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.
Posiciones éticas
La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:
Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.
¿También a ti?
Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.
¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.
Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear y empezó a sonreír.
No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.
Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.
Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.
No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.
Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin conocer el insomnio.
Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.
Posiciones estéticas
Diálogo del 30 de agosto de 1975.
Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el mismo olor suave de mi niñez.
¿Qué ve en ellos?
Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en mí hasta que tú naciste.
¿Y ahora, madre?
Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.
¿Qué sueña?
Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.
Agonía y muerte
La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de Eliseo, su último esposo.
Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos grises; rascándola con suavidad:
¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo encortinar esa ventana callejera, llena de vida.
Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.
Callé.
¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.
Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.
Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como almidonados.
¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.
¿Quiere agua?
Si, tengo los labios secos.
Bebió sonriendo.
Iré a buscar al médico.
No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.
Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:
Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos….
La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".
Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la enterráramos sin apuro.
Epílogo de un huérfano viejo
Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he comprendido, tardíamente, que esa ruta no me lleva a sus ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores, las cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la luz solar.
Su muerte se arrinconó junto a mi primer recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos de sus padres.
Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en lágrimas. Ello no obstante, creo que algo hemos aprendido: el tránsito vital, corto o largo, tiene un propósito humano: llegar a comprender lo que somos para mejor convivir entre "conmorientes".
La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina a robles nuevos y viejos, está llena de jacintos y cinerarias, lágrimas de un huérfano cincuentón, recuerdos de varias vidas, sonrisas escasas, preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía, trasplantada, obispal, que espero renazca en junio.
Los antagonistas
René Vergara
En la calle Victoria, entre Arturo Prat y San Diego, lado sur, está la modesta relojería "El Mundo". El padre de Carlos Valenzuela – su actual propietario – , como buen español, la denominó así en homenaje a Colón y a los hispanos marinos peninsulares que lo redondearon. Carlos, obviamente, creció entre relojes. Aprendió a leer las horas antes que las letras. De niño llevaba un redondo vidrio de aumento sobre el ojo derecho para ver mejor tornillos y rubíes. La relojería, con sus relojes de campanas y carillones, cajitas de música y relojes de madera de los que salían pajaritos a dar la hora, era la gran atracción para los muchachos del barrio.
Todas las casitas de ese lado son de un piso, excepto la de la esquina de San Diego. El propietario construyó una larga muralla de adobes y la subdividió simétricamente: 6 metros de frente para cada casa, una puerta ancha para el local comercial, 3 piezas interiores, un patio, servicio higiénico; y las vendió. Los localcitos se transformaron en botica – esquina azul de Arturo Prat – , pegada a una compra-venta de ropa usada, cocinería, bar, la relojería, un taller reparador de calzado, peluquería de un japonés, restaurante, botillería…Uno de los locales era ocupado, como casa-habitación, por un hombre flaco, viejo, orador esquinero de los evangélicos del barrio Matadero; en las tardes sabatinas, después de la puesta del sol, salía con una guitarra enfundada en cretona verde. En las mañanas compraba pan integral recién horneado; leche, al pie de la vaca, en un establo de la calle Marina de Gaete; frutas y verduras; de cuando en cuando se le veía llegar con pescados y los gatos de la calle lo seguían a carreritas y saltos. Usaba barba blanca, crespa – "apóstol" de G. Doré – y un sombrero ancho, negro. Nadie lo vio apurado, nervioso, enojado. Su traje color café oscuro, viejísimo, le holgaba. Saludaba con una venia corta y una sonrisa-rictus. Parecía no ver con sus pequeños ojos semicerrados. Trabajaba como cuidador nocturno en una funeraria. Lo conocíamos por "Don Segundo".
En las veredas de la calle Victoria todavía existen las pequeñas acacias que los podadores municipales no han dejado crecer: niños y perros las rodean, marcan, orinan. Ebrios, morados como el vino; rateros pálidos y prostitutas flacas, tomaban el sol callejero; el invierno se los tragaba a todos, incluyendo a los vendedores de perros nuevos y cartilleros clandestinos. Allí me crié, entre volantineros sesentones, rayueleros gordos, policías ensombrerados y cabronas ociosas metidas en blusas de seda y llenas de afeites, grasosas. Con la lluvia o el frío la calle era nuestra; También eran "nuestros" los muertos y los heridos, los vecinos libres o presos, "encaletados" o prófugos. Una realidad espesa, negra, como para enlutecer y aplastar a un rebaño de elefantes y un insignificante fulgor interno: fe y esperanzas. Teníamos un club de fútbol cuyo directorio funcionaba en plena calle, esquivando ciclistas, peatones, perros en celo, camiones.
Los humanos me estaban pareciendo distintos a lo que eran o pretendían ser: para saberlo gasté algunas suelas de zapatos entre el salón de billares de don Santiago, el cojo de San Diego; la cafetería del "Chino Chiang", panadería de los Ferrer, Cuarta Comisaría, la Posta de la calle Maule. Límites, como los de cualquier barrio santiaguino, de la existencia de cientos de personas. Una frase aquí, un gesto allá; domingos, días de trabajo, comprando o vendiendo, sobrios o ebrios, todos iban conformando lo que eran: seres contradictorios. "Don Nola", por ejemplo, era durísimo con los cogoteros que le vendían ropas usadas y blando con los compradores de las mismas: dos rostros, dos lenguajes; más tarde supe que para sus hijos tenía otro rostro, otras frases y otras entonaciones: Si alguien le pedía, al "Chino Chiang", un café puro, arrugaba el ceño; si el pedido era: una docena de sopaipillas y un café con leche: sonreía. El boticario, siempre engominado, nos tiraba las aspirinas; con las muchachas era un payaso generoso. Casi todos andaban a las patadas con los perros vagos, sólo "Don Segundo" les daba de comer, les acariciaba. Una gorda, dueña de un prostíbulo, sentada en una silla de fierro, le daba moneditas a los muchachos descalzos, como si les diera migas a las palomas. El cura de la iglesia de la calle Chiloé nos corría a manguerazos.
Vivíamos evadiéndonos de las familias y del barrio, de la pobreza, del vicio y del delito. Salíamos a buscar el aire limpio y libre del parque Cousiño, que no tenía rejas; los recodos siempre sorprendentes del Zanjón de la Aguada, el Ganges de mi infancia y de miles de muchachos; las alturas verdes del San Cristóbal o los pájaros anidados y empolvados de los árboles del Camino de Ochagavía. A veces íbamos a dar vueltas en el tren de carga que corría desde la Estación San Diego a Santa Elena. Nos empujaba una pregunta que todavía no tiene respuesta: ¿Qué habrá más allá? Entre los 12 y los 16 años la realidad parece misteriosa. Pasados los 50 sigo pensando de la misma manera y puedo probar que lo es. Desilusionados, cansados, acosados por el hambre, regresábamos a nuestros hogares. Al atardecer nos juntábamos en la relojería a conversar sobre fútbol, box, muchachas y salones de baile. La mayoría usaba pantalones largos…
En el invierno de 1935, agosto, cerca de las 20 horas, voces graves, rápidas, incoherentes, venían desde la calle: "¡Me mata! ¡Me matarán! ¡Sé!" No alcanzamos a salir porque un hombre gordo, bien vestido, entró corriendo a la relojería. Quedó en el centro del grupo de espantados muchachos, al lado de "Don Segundo", cuyo reloj despertador arreglaba Carlos. Transpiraba, acezaba. Voz chillona, temblor muscular y llanto, transparentaban un miedo líquido no conocido por nosotros. Nos asomamos a la calle para ver a su perseguidor o perseguidores: estaba desierta. Por las esquinas de Arturo Prat y San Diego pasaban paraguas rápidos, negros. Imaginé un largo cuchillo lanzado por un fantasma y cerré los ojos. El niño-relojero le dio un vaso de agua: lo bebió lentamente. Su rostro pálido estaba adquiriendo color y el agua del vaso ya no le mojaba la mano ni el piso.
Raúl Reyes, "El Pato", capitán del equipo juvenil "Defensores de Victoria", dijo de frentón:
No hay nadie. No viene ni va persona alguna. Con esta lluvia no hay ni perros.
"El Manchado", Alfredo Jiménez, le acercó una silla. No recuerdo quién le pasó un cigarrillo encendido. "Don Segundo", con voz suave, cálida, penetrante, de persona acostumbrada a preguntar, nos sorprendió:
– ¿Quién lo va a matar? ¿Cómo lo sabe?
El gordo desconocido, entrecortadamente, respondió:
Me siguen. No lo sé. De noche escucho pasos raros, voces amenazadoras.
¿Raros? – insistió "Don Segundo" – Aclárelo, por favor.
– Son pasos distintos. Veloces, lentos, cercanos, lejanos, huecos, duros…
¿Cómo son las voces?
Agrias, violentas, quejumbrosas. Parecen dardos, puñales.
¿Tiene enemigos?
No. Lo que tengo es dinero. Demasiado dinero…
Reyes, fuerte y realista, riéndose y en voz baja aseguró:
* Debe ser "El Cojo Ramón" – un viejo que apenas movía los pies, de voz chillona.
Soltamos las risas y empezaron las bromas: sin duda habíamos atravesado la cortina del miedo.
No – dijo otro – Debe ser "El Coligüillo – un tuberculoso flaquísimo, hijo de "La Peta", lavandera del barrio.
Carlos se acercó al gordo del miedo diciéndole:
Váyase, amigo. Nada le pasará. Creo que el tinto que se bebió tenía azufre y pólvora…mojada.
Azufre y demonio eran, en ese tiempo, para nosotros, sinónimos. Volvimos a reírnos. "Don Segundo" se echó el despertador en uno de sus bolsillos. Movió la cabeza susurrándonos, casi sin abrir boca:
No se rían de él.
Lo miramos: mantenía cerrados sus ojos.
¿Por qué no? – preguntó "El Pato"-. Este borracho nos asustó.
Porque es cierto lo que dice: esta noche o en la madrugada, morirá.
Palabras-guijarros para tímpanos nuevos que siguieron sonando: campanadas de iglesia antigua, olvidada; agudo sermón de santo espectral. Había abierto sus párpados y dos luces largas perforaron nuestras mentes. Volvió a cambiar el tono de su voz para decir:
Váyase. Nadie puede evitar la muerte. La vida es la mentira, el hechizo.
El desconocido, como si hubiera recibido una orden terminante, dejo la silla y con las manos sobre la cabeza, salió corriendo y gritando:
¡Me matarán! ¡Me matarán!
Seguí viendo….sus pasos idos…sobre la acera iluminada por la luz de la relojería; sus huellas en fuga, abrillantadas por la lluvia, todavía están en mí. Carlos, estremecido, bajó la cortina dejando entreabierta la pequeña puerta metálica central. "Don Segundo" preguntó con voz normal:
¿Cuánto te debo, muchacho, por el arreglo del reloj?
Nada. Nada. ¿Por qué asustó a ese pobre loco?
No he asustado a nadie. Hay cosas, hijo, que nadie puede explicar a un adolescente. El tiene su miedo, un miedo cultivado, casi auténtico, que algo o alguien le metió en el alma.
¿Por qué hoy o en la madrugada? ¿Cómo pretende saberlo?
Podría decirte que ese hombre llegó al límite fisiológico y que morirá de un síncope o shock y no te diría nada. Buenas noches.
Espere, "Don Segundo" – siguió Carlos – , En el barrio se dice que Ud. Es naturista, evangélico y medio brujo.
Sí, lo soy. Me conocen 20 años.
También se dice que Ud. sale cerca de medianoche…..
Saben que cuido una funeraria…
¡Ah! Por eso cree entender de muertos a futuro…
Está bien, Carlitos. Lo buscaste. Estoy acostumbrado a revelar pequeños misterios humanos, tragedias de vida y muerte. Nada importante. Soy especialista en finales, un lector de muertes en rostros vivos. ¿Quieres saber cómo lo hago? ¿Cómo taso en tiempo miradas, voces, lágrimas, parpadeos?
¡No!
Agachó su metro noventa y atravesó la puerta de la cortina.
Nos quedamos jugando dominó, un dominó lleno de errores, lento, interrumpido. Reyes compró media docena de cervezas. Fumamos amurcielagadamente. El espanto, a veces, se viste de uniforme. Sin duda existían palabras raras, tonos extraños y conductas humanas que iban más allá de las conocidas por nosotros.
Al día siguiente, desvelado, preocupado, de regreso del liceo, un hombre me preguntó:
¿Viste, anoche, a un gordo que pedía auxilio?
Contesté maquinalmente, porque lo seguía viendo, reviendo:
Sí.
Ven.
En la sala de guardia de la Cuarta Comisaría estaban todos mis amigos, incluso "Don Segundo". Mi aprehensor me empujó hacia el grupo.
¿Qué pasa, Carlos?
El gordo apareció apuñalado en la esquina de San Diego con Victoria. Están, así dicen, investigando.
¿Murió?
Con 3 puñaladas en el hígado muere hasta una estatua.
¿Quién dio nuestros nombres?
Las lenguas de la lluvia, el asfalto orejón. ¿Es que todavía ignoras, René, cómo es la gente?
Sí. No me es fácil entenderla. ¿Fue Ud. , señor?
No, muchacho – respondió "Don Segundo" -, Piensas bien, pero has olvidado a la víctima: siguió hablando y gritando su miedo por todos lados. Yo debo tener culpa: debí calmarlo, acompañarlo; pero, creo que hubiera sido inútil: nadie tiene más paciencia que un asesino.
Nos tomaron declaraciones separadas. Un agente se acercó a "Don Segundo":
los muchachos dijeron que Ud. vaticinó la muerte del gordo. ¿Cómo? Aclare bien este asunto, porque Ud. vive muy cerca del sitio del hecho.
Anoche la relojería era uno de los pocos negocios abiertos, la luz da en la acera. Llovía. Creo que el finado oyó nuestra charla y la risa de los muchachos…
Todo eso lo sé. No trate de enseñarme mi oficio. ¡Al grano!
Quería situarlo, inspector.
¿Cómo sabe mi grado?
Tiene edad, ademanes y hasta la impaciencia del ambicioso recién ascendido..
¡Siga, abuelo bocón!
Sus ropas, finas, estaban manchadas con grasa y sangre secas: unas más viejas que otras. Olía a pisco. Creo que trabajaba en carnes, lo que no es raro en este barrio. La piel blanca, de la primera falange del dedo anular izquierdo, indicaba que sólo hacía horas se había sacado un anillo o una argolla de compromiso…
¿En qué trabaja Ud.?
Cuido ataúdes, cirios, cruces de bronce: atiendo, de noche, una funeraria.
¿Antes?
Fui jefe del servicio al que Ud. pertenece. Me aburrí de pesquisar las máscaras del hombre y renuncié. Como la verdad, soy porfiado, antagónico: parece que ningún policía legítimo puede serlo.
Otro fue el tono del inspector al preguntar:
¿Su nombre, señor, por favor?
Salvador Orellana.
El interrogador, inexplicablemente para nosotros, palideció:
Le ruego disculparme. Puede llevarse a sus muchachos.
Orgullosamente nos pusimos de pie. Desde la puerta "Don Segundo" – el hombre con cualquier nombre o apodo sigue siendo el mismo – dijo:
El asesino es zurdo y bajo: metió el cuchillo – herida con lomo – desde abajo hacia arriba. No me pregunte como lo sé, inspector: el asesino es cojo de la pierna derecha.
En la calle rodeamos a "Don Segundo" como si hubiera sido nuestro padre. Al despedirse, frente a la relojería, confesó:
No soy brujo. Anoche, cuando iba hacia la funeraria, un cojo pasó por mi lado. Miré hacia atrás y oí un "ay" de muerte y vi la caída de un cuerpo de sombra "gorda". Treinta años pesquisando asesinatos conforman un oficio extraño: no elegí ser policía. Sé que el crimen se me viene encima; por eso soy antagonista de costumbres, "actitudes" y razonamientos efectistas; y sé que no puedo ir contra ciertos "hechos" porque nuestra especie desconoce las causas de su origen y de su inexorable destino de muerte: Pero la vida tiene que tener un significado. ¡Búsquenlo! Es pesquisa-desafío para jóvenes.
El pequeño pájaro de greda
René Vergara
Hace muchos años, cuando no usaba canas ni arrugas ni voces agrias, subí, en la Estación Central, a un tren que iba al sur. Quería conocer el País del verde frío. Iba hacia lo que no viene: lo desconocido. Así pensaba porque me estaba formando, creciendo.
"Sur" ha sido, desde que tengo conciencia vital y algún juicio, una de las voces más puras de mi "embrujamiento"; siendo niño – 4 años – mi madre me llevó a Chillán para "…que te conozcan y conozcas a tus abuelos maternos". Dicen que, corriendo por una orilla del río Maipón – Chillán Viejo – resbalé; en la caída – apoyo en el suelo – mis manos se llenaron de greda oscura que fue adquiriendo la forma de un pájaro: que el pájaro de greda voló y que, persiguiéndolo, caí en el río. Dicen que un hombre, desconocido, de largos cabellos rubios, flaco, me sacó del agua. Del pequeño pájaro de greda me recuerdo. No he vuelto a "esculpir".
Para mí, santiaguino, no hay milagros si me olvido de la luz – otra de mis voces brujas – que "nace" en los techos de Apoquindo y "muere" un poco más allá de la Pila del Ganso o detrás del "gasómetro". Cualquier "mataderino" lo sabe y yo lo soy. Ese "paseo" diurno del sol entre la montaña y el mar ¿es o no un arco? Sí, lo es y todos los días está tirando flechas amarillas sobre los robles altos, mañíos, volcanes, lagos; sobre los 100 ríos ásperos, en el corazón de las islas dormidas, deshaciendo las carreteras de la escarcha, empollando huevos de pájaros y de culebras, estirando rosas, cristalizando uvas, entibiando sueños invernales y una que otra esperanza fantasmal, sobresaltada.
Los invariables viajes de la luna hacia el noreste de Santiago, las estrellas y sus eternas citas con la noche-luz, las lluvias y sus comarcas señaladas, la alquimia celeste de las semillas enterradas para fabricar perfumes, formas y colores, los picaflores suspendidos en el aire y algún hombre contemplando y comprendiendo, tampoco son milagros. Milagros, según las adorables viejas de mi barrio, son: "La charla molida de los muertos, Lázaro, caminando o, el mayor: que un habitante "natural" de conventillo, salga de pobre".
Cuando alcancé los 11 años mi padre me llevó al norte – Antofagasta – En Calama y Chuquicamata sentí sed de verde: mi memoria estaba herida por las ramas sumergidas de los sauces de la laguna del Parque Cementerio General, por las hojas bulliciosas de los álamos de La Cisterna y San Bernardo. Más tarde comprendí que los "nortinos" – sureños trasplantados – convertidos en mineros por la obsesión subconsciente del verde, arañaron el del carbonato del cobre natural para que floreciera; antes, buscando nieve – la más bella forma del agua – rascaron la tierra-plata en Chañarcillo y después se engañaron con el salitre. Todo aquél que haya vivido en los límites del agua-tierra-luz solar sabe que el vegetal es el gran motor de lo que llamamos nostalgia, porque sólo allí está el aroma del terrateniente jazmín, la parcela blanca de la magnolia enamorada, el copihue de sangre desnuda, la malva tricolor horadando cielos y los pájaros pagando peaje con trinos madrugadores.
Si no veo un árbol a la distancia ninguna ruta me parece camino. Tengo alma de ave engredada, misteriosa, soñadora, libre: antes de correr por la orilla del Maipón había gateado en los santiaguinos contrafuertes cordilleranos entre loicas y gusanos, un río acunado por el silencio de los roqueríos, cóndores enlutando el sol y un manchón verde que, según han visto mis ojos de hombre, llega hasta el mismo Cabo de Hornos.
Pasajero de tercera clase, leyendo letreros azules con letras blancas, me llené la memoria de nombres increíbles. Itahue, Panguilemu, Buli, Rucapequén (cuna de mi madre), Pidima, Lipingüe, Purranque; de árboles enfilados, corredores rápidos que parecían despedir – Ayudados por el viento – a los viajeros con sus largas y múltiples manos vegetales; tordos voraces ocupando viñedos bajos; pueblitos con patios enormes llenos de vacunos rumiando tréboles frescos; pequeños caballos-centinelas en los lejanos cerros morados; bandadas de patos en mi misma dirección; cómodos pasajeros de un tren alado sin vendedores de refrescos ni inspectores.
Han pasado 40 años y todavía ignoro lo que quería, la razón de ese viaje al fondo del sur.
Mi tiempo, plazo vital de todo lo que vive, está exactamente medido: nadie puede "gastar" más o menos, ni siquiera los suicidas, cuyas fechas de muerte están marcadas con rojo en el íntimo calendario de la angustia. Tal vez quería – orientación de pájaro vestida de humana pretensión – ver y oler el nacimiento del verde, jugar con la lluvia, asomarse a la patria de todos los olores; pisar, tiritando, el territorio del frío.
Casi todos, de una u otra manera, conformamos la memoria con lo que nos rodea; sólo que algunos pueden – ignoro cómo y las razones – alhajarlas con joyas extrañas al común de las gentes y no nos conformamos con la esquina de Victoria y Arturo Prat y tomamos la Avenida Matta sólo como una calle ancha para los primeros entrenamientos físicos y mentales: sortear tranvías, colgarse de las góndolas, trajinar árboles, pelear por pelear, atravesar el parque de noche, cazar guarenes… Quizá presentía que, adulto, iba a ser otro prisionero de las grandes ciudades y buscaba una ventana externa-interna para asomarme, por vida, al asombro.
Intuición es una de las voces que usamos para tratar de explicarnos este fenómeno esencial-conductual, providencia es otra; sino, designio y destino que son sólo palabras. Dios parece ser la clave: símbolo de la fuerza de lo desconocido, del orden de los ciclos cósmicos, del equilibrio natural; de una Inteligencia que, de cuando en cuando y sin ningún antecedente humano alguno, aparece en el maravilloso hacer de un hombre para que la especie avance; pero la fe, donde terminan todas las facultades, sigue siendo inevidente para muchos.
Iba hacia afuera con 16 años y una vieja maleta de cartón piedra. Nadie, pariente o no, podría ordenarme "¡Baja de esa roca! ¡Suelta esa rana!" Así lo creía. Todos los sentidos aguzados por la excitación del viaje hacia lo desconocido, miedo y una sonrisa triste: evocación de los míos.
Descendí en Puerto Montt porque allí terminaba y termina la ruta ferroviaria. Mis últimas visiones fueron la de un cementerio de alerces desmochados y la de un humo azul, con olor a pan fresco, que entró en el carro. Conté le dinero: sí, con 520 pesos, los ahorros de "toda mi vida", podría vivir, algún tiempo, en la entonces capital de Llanquihue. Atardecía.
Caminé hacia el mar. El viento de las islas salió a mi encuentro: me tendió sus helados dedos trajinantes, atravesó mis pantalones y mi chaqueta de brin, se colgó de mi cara y de mi cuello como un amigo.
En el muelle viejo, de maderas carcomidas, hasta los niños pescaba pesados robalos de plata palpitante con débiles anzuelos de gancho. La isla Tenglo, de alto verde oscuro, estaba atravesando su propia noche. Alguien cantaba, en voz baja, como llamándome con conocida voz de pastor de estrellas. Desorientado comencé a mirar rostros sin ubicar al cantor. Atravesé la costanera y me senté en un banco de la plaza que tiene un costado abierto al mar. Había buscado la soledad – así lo creía – y la estaba encontrando: ningún rostro me era conocido, ninguna palabra venía para mí, sólo ese canto que no se separaba de mis tímpanos. Sabía que toda sopa tendría que comprarla, la cama me sería desconocida. Creo que allí, en esa primera impresión de soledad, casi absoluta, empecé a comprenderme.
La estación cercana me pareció un hangar bocón que se había tragado mi tren y el bullicio, ilusiones y emociones largas: la puerta de regreso hacia los míos estaba silenciosa, cerrada, bajo un gran techo de metal para la lluvia. Me pareció túnel-catedral del viento, de las sombras y del misterio: sólo Dios, en el confuso juego de mis autointerrogaciones, señalaría mi ruta.
Abajo un pueblo orillando un doblado brazo de mar gris y quieto. Casas bajas, blancas y altas casas coloreadas decorando colinas todavía verdes. Nubes encimadas sobre los techos curioseando fatigas. Una larga fila de carretas tiradas por bueyes oscuros, con grandes canastos llenos de peces, goteando agua y sangre diluida, pasó por mi lado. A metros, hacia el suroeste – aún no se acababa – barcos y botes de hinchadas barrigas de madera, collares de cholgas tiesas y piures cargando el aire de yodo.
Busqué un hotel sólo para acostar pesadillas: voces que no eran mías, todo lo visto acomodándose celularmente en los llamados "recuerdos". No fue mucho lo que dormí sabiendo a mi madre desvelada: ese cordón umbilical jamás se corta: por fuera y por vida está anudado, por dentro sigue manando ternura tibia.
Desperté con hambre. Mis oídos acusaban el ruido de las olas cercanas, el columpiarse del viento entre las jarcias, voces de marineros y pescadores, la sirena de un barco y el aletear de gaviotas y jotes. Desayuné en el mercado. Después, como si Puerto Montt fuera un pequeño bolsillo de esmeralda, lo di vuelta caminando, silbando, cantando. En la tarde, cansado de vagar, volví a la plaza y me saqué una fotografía. Se la envié a doña Rosa. En el dorso escribí "No se preocupe, nos hará bien empezar a saber que, además de ser su hijo, soy un proyecto de hombre".
LA VISIÓN
Lo vi de lejos: rubio, cabellos largos y ondulados. Delgado, ojos claros, pecoso, joven. Cuando pasé por su lado lo encontré aún más flaco. Tendido en la arena de Angelmó, con las palmas de las manos aplastadas por su cabeza, sonrió – supongo – al verme en traje de baño:
Te sigue gustando el agua: estás recién llegado, no te ha tocado el sol y ya vienes a buscarla.
Primera voz en el sur, primer diálogo. Alegremente dije:
Sí, me gusta. A ti tampoco te ha quemado el sol.
No. Tengo una piel a al que no parecen afectarle los rayos solares.
Su voz, viniendo de tan cerca parecía lejana y era distinta a todas las que conocía.
La caja de una guitarra le servía de almohada. Vestía pantalón de baño amarillo y una blusa celeste, de mangas anchas. Sandalias.
¿Qué haces por estos lados? Sólo eres un muchacho.
Trato de crecer en un macetero natural. Es mi raíz la que trata de encontrarse.
¿A qué le llamas raíz?
Al ansia, a la inquietud. A la terrible caza de horizontes en fuga.
¿Dónde te perdiste? ¿Cuándo?
Lo ignoro. Creo que nací perdido.
Sonrió amistosamente. Se rascó la barbilla rojiza y sin dejar de mirarme, dijo:
Conozco esa frase: la he oído hasta en… arameo.
Se sentó, sacó la guitarra y tocó con los ojos cerrados. De sus manos blancas parecían salir luciérnagas sonoras que iban y venían de la arena al mar estallando en el viento, sobre las rocas, al lado de las algas. Música de cristales y burbujas. Su voz de piedra eterna y lisa, cántaro de la atmósfera, fue reconocida por mi memoria reciente: era la voz del principio de la noche anterior:
Galopando el timbalero
se va, se va;
con el eco de mi infancia
se aleja ya;
cuando la noche te pierda
¿dónde estarás?
¿dónde estarás?
Todo camino es regreso.
¿Adonde vas?
¡Qué solo estás!
Se encogió mi alma. Con penoso esfuerzo dije:
Gracias por el aviso. Adiós.
De nada, pasajero. Volveremos a vernos.
Inconscientemente me acerqué a los barcos: uno zarparía al amanecer rumbo a Aisén: otra larga franja de sur para calmar mis ansias de caminos nuevos. Saqué pasaje. Los marineros ni siquiera me miraron, ocupados en la descarga de vacunos y chanchos ruidosos, papas y madera. A un sobrecargo le dejé la maleta y salí a despedirme de Angelmó. Pasé toda la noche con los pescadores, la luna, el mar, el silencio y las redes llenas de peces saltones, desconocidos, aleteando en el aire la muerte seca. Un sirenazo de llamada me hizo correr hacia el barco. Levó anclas antes del amanecer: se movía como si fuera un largo y alto cetáceo de semisombras radiantes.
Me fui a la proa. Era mi primer viaje por mar y quería ver nacer las estelas. ¡Por fin sobre el lomo del potro azul del agua! Vi la mayor quebrazón de estrellas líquidas. La proa se fue cortando lunas reflejadas.
Con la luz del sol el verde vino del este: un verde tímido, nuevo, frío, que tenía las dos orillas del canal y el vientre del agua. En una silla de lona me puse a dormir sueños de loro acuático. Me despertó una música de guitarra conocida, única: el rubio de la playa entonaba otra canción:
Caminito del agua
que va hacia el mar,
las rosas que ha regado
lo vienen a aprisionar…
Me acerqué:
¿Qué hace aquí? Parece persecución.
¡Vaya que pregunta! Vivo mi ocio.
¿Quién eres?
Me miró con la dulzura de mi madre lejana.
El que se puede poner delante. ¿Qué harás en Aisén, muchacho? Es una ciudad para campesinos y criadores de animales. Otro es tu destino.
¿Cuál?
Irás hacia tu interior día y noche, por años, por vida.
¿Qué encontraré?
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