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Análisis del Libro: Más allá del crimen de René Vergara (página 2)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Lo sabrás cuando el rocío caiga sobre tu mente abierta al sol.

Habíamos entrado en el Golfo de Ancud. Desde el canal de Chacao soplaba un viento fuerte, enfurruñado, que hacía balancear el barco de babor a estribor. Habíamos perdido un bote y la escalera de atraque. Tuve miedo y me así de una baranda.

Tranquilo, muchacho. Nada pasará. Yo conozco un poco estas aguas: se alteran con la entrada del verano. Ah, pero mi música les agrada.

Tocó la guitarra mirando hacia el mar y el viento se puso de rodillas. El músico me tocó el hombro y seguí durmiendo.

Cuando desembarqué miré a todos los pasajeros: mi amigo había desaparecido.

En un camión fui a Coyhaique y desde "Lo Veleiro", a pie, atravesé la frontera siguiendo el curso del río Mayo. Caí en Comodoro Rivadavia. Peón, al destajo, en los yacimientos petrolíferos argentinos. Manos con callos de acero: el chuzo había entrado en mi epidermis. Seis meses después embarqué hacia La Plata en el barco petrolero "F. Ameghino". En microbús, horas, llegué a Buenos Aires.

Cuatro años se me fueron entre Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Cargador en puertos fluviales, chofer de camiones entrerrianos, narrador de historias breves para revistas bonaerenses, recaudador de la Shell, cortador de cañas, recolector de mandarinas, marinero. Bruma y vaho, hambre y soledad. Un tarjetero lleno de visiones enloquecidas, confusas, saturando mi memoria: aquí una esquina de mar con almacenes, la novia guaraní y el yacaré, los ríos desbordados; más allá, las ciudades del hielo y del silencio; en el norte el calor: indios y negros de chocolate. Caminos cruzados como serpientes anidadas; cielos bajos, aire húmedo y el hombre odiando y amándose sólo a sí mismo, comiendo y bebiendo, hiriendo, matando, durmiendo y muriendo.

Más de una vez, por tierra y por mar, pasé por Aysén rumbo a Magallanes. Había logrado hacer un paquete geográfico con el sur que contenía golfos y bahías desconocidas, archipiélagos endemoniados, icebergs, lobos, canoas, lágrimas y estrellas. A mis nombres indígenas había agregado voces "gringas": Stokes, Lockburn, Stewat, Cook. El frío ya estaba en mis huesos y en mi sangre. Había visto ponerse el sol en el oeste desnudo de Adán y lo había visto salir secándose el agua, casi chirriando.

EL REGRESO

Mendoza, 1938. Estaba por cumplir los 20 años. En un automóvil de "Cata" me embarqué para Santiago. Mi voz era gruesa, ronca; manos y piernas duras; pecho y espalda, anchos. La piel quemada: Me había agarrado "firme" la nostalgia: padre recién fallecido, mi madre llamándome; y el secreto deseo imposible: detener el tiempo en una esquina de mi barrio para conversar con "El Viejo Carlos", oír las historias del "Manchado", beber cerveza con "El Pato Reyes", acercarme a la Estación a ver un tren fantasma.

En Las Cuevas nos detuvimos a almorzar: Pedí vino chileno. En la tercera copa sentí una música de guitarra que venía desde la cordillera. "No puede ser: 4 años es mucho tiempo". Salí y caminé hacia los cerros. La voz de siempre cantaba:

Del viejo camino vengo

al viejo camino voy

de tanto mirar estrellas

no sé quién soy.

Su rostro era el mismo. Gritó:

¿Cómo estás, muchacho?

Bien. ¿Qué haces aquí?

Vine a despedir, para siempre, a un amigo que regresa a su tierra. Su durísima cabeza ha empezado a abrirse…

Dejé de verte…

Lo sé. Es lo que crees. Jamás nos separamos: no te dejé embarcar en el vapor "Arica". Se hundió en el Estrecho. Moví tu cuerpo cuando pisaste ese reptil…en el Chaco. Te saqué desde el fondo del río Paraná…

Quedé frío, como cayendo en un ventisquero de razón y memoria borrascosas que empezaron a aclararse:

¡Ah! ¡Ahora lo sé! ¡Lo sé! Te conocí en Maipón: tú eres mi pequeño pájaro de greda.

Desapareció entre un rayo de sol alojado en mi mente y el vuelo de un cóndor solitario, entre la voz del chofer que me llamaba y mi borroso mirar húmedo, interno…

La calle de la luna

René Vergara

La Avenida Francia es una calle estrecha, corta, modesta, que, como casi todas las calles de los barrios santiaguinos, está llena del verde de sus acacias orilleras, "verederas". Nace en el norte de la ciudad, en un costado del Cementerio General y "muere" en la Avenida Fermín Vivaceta: largo ring de cemento para "los guapos" – cada vez más escasos – con hipódromos y prostíbulos, bares, iglesias deterioradas y restaurantes bautizados por "payasos" tristes. La Avenida Independencia, ruta principal de nuestros primeros vagidos históricos y camino internacional, la corta en dos: el tramo del oeste, más largo, tiene hasta chalets con antejardines y rejas coloreadas; el del este: dos filas de casitas viejas, bajas, pasajes y conventillos disimulados, una botica, una fábrica de fideos, un estadio en ruinas, dos almacenes y negocios de alcoholes con y sin patente.

En primavera se llena de un olor suave, femenino, grato: por sus veredas, siempre averiadas, los transeúntes van pisando pequeñas flores blancas, de corolas regulares y estambres múltiples. De noche la luz pública es absorbida por el follaje de las acacias altas y el blanco se vuelve verde tibio, transparente. Rejones de luz caen sobre el pavimento y la calle se ilumina a trozos cortos, finos, informes.

La luna llena siempre aparece suspendida sobre el cementerio, haciendo brillar los contornos de los cipreses, los techos de cinc, el asfalto y todo lo que se mueve entra en un juego de sombras largas sobre un escenario natural: caleidoscopio callejero blanco de luz, negro de sombra, opuestos tan inseparables como vida y muerte.

Los vecinos del sector este – sin decirlo o sin comprenderlo -, orillando el Hospital San José, para tuberculosos – cuyas paredes, patios y salas, colindan con el cementerio -, viven la semipresencia de los agónicos, el mundo invisible de los bacilos, las cavernosas toses del adiós. Vecinos obligados de los muertos de la ciudad, viven entre tumbas, cruces y coronas, leyendas y aparecidos. Tienen, los que allí nacieron y se criaron, un modo de ser distinto del resto de los habitantes de la capital: reaccionan melancólicamente, como si sus espíritus llevaran luto eterno.

En la madrugada del 2 de noviembre de 1974 unos pasos rápidos, audibles para miedosos, venían resonando desde el cementerio. Un ebrio cortó su décimo hipo y miró sin ver. Dos gatos crispados dejaron de maullar. La dirección de los pasos (?) fue deducida por la cercanía y el alejamiento de los ecos por un testigo normal que enmudeció al sentir la ráfaga de frío intenso: "Los pasos venían desde el lado de los muertos. Pasos, solamente pasos: no pertenecían a un ser visible".

La calle tenía, a la hora del extraño fenómeno, luces en algunas ventanas y umbrales, música de radio y voces de locutores asordinadas. Demasiada vida para los primeros minutos de un noviembre helado que empezaba a crecer entre los vacuos símbolos del hombre. Demasiado ruido para una calle que bien podría ser la prolongación de "Oriente de piedra" o "Jardín del silencio", nombres de dos "Calles" del cementerio vecino.

¿Pasos? Algo o alguien con pies o patas que se mueve. Pies o pata no se mueven solos. Esos pasos, además, no dejaban huellas. Si nacieron de una asociación simple, algo similar a ruidos de pasos la produjo. ¿Qué? ¿Qué es lo semejante al ruido de la marcha o la carrera humana o animal? Esta parece ser parte de la zona donde "nacen" los fantasmas y la locura: nuestros oídos "oyendo" , los ojos en blanco y el juicio, ayudado por la memoria, tratando de asociar, de comprender.

El ruido cesó, según el ebrio y el joven que perdió transitoriamente el habla, cerca de una acacia de tronco ancho, en cuya corteza las parejas del vecindario habían grabado corazones, iniciales, nombres, fechas. Acacia crecida en rincón oscuro, alisada por cien manos; testigo vegetal del amor humano: verde, a veces florecida; incansable receptora del juego eterno de las caricias y de las promesas.

Un perro aulló y bastó ese ladrido lúgubre – emocional calificativo con el que señalamos algunos aspectos de la muerte – para que otros perros dieran comienzo a un viejo y todavía inexplicable "concierto" canino. Los perros regresaron al lobo tan cercano y ya atávicos aullaron: quejidos del miedo, del pavor, perforando oídos, sacudiendo esencias, removiendo el tiempo de la especie civilizada. Voces humanas trataron de acallarlos: se abrieron puertas y ventanas; aparecieron manos con linternas y con garrotes. Se oyeron, entremezcladas, exclamaciones y susurros: lo desconocido volvía a reinar en todo espíritu. Del sector de "La acacia del amor" salían o parecían salir pequeñas luces vagas. Algunos vieron ramas violetas; otros, azules o amarillas. Lentamente los vecinos se acercaron al árbol del embrujo….cuando los resplandores ya habían desaparecido del follaje y de la corteza ilustrada. El árbol, sin su brillo excepcional, había entrado en su viejo sueño de sombra.

Parecía una procesión de luciérnagas – dijo uno –

Yo vi al demonio – aseguró otro.

Un niño creyó que era: "un gran árbol de Navidad".

Todo el sitio fue examinado con prolijidad y no apareció indicio alguno que permitiera entender lo que había ocurrido.

La abuela de Oscar Castillo, octogenaria, gritó desde la ventana de la casa ubicada casi frente al árbol del misterio:

Ven a dormir, Oscar. Allí no hay nada…humano. Mañana debes ir a la escuela.

Lo sé, abuela. Este árbol puede volver a iluminarse. En un rato más me iré a acostar.

Los hombres siguieron pesquisando. El foco de luz de una linterna cayó sobre el nombre de una mujer grabado en la corteza: "Brunilda". Todas las letras estaban llenas de goma fresca: gotas espesas, sólidas: parecían lágrimas cristalizadas.

Es curioso, abuela – comentó Castillo -. Es el único nombre que está "llorado" o "llorando".

El joven miró la fecha: "Noviembre, 1946".

Ud., abuela, que nació en esta casa, debe saber quién era Brunilda.

Sí. La conocí…

Cerró los ojos descontándose decenas de años y se extravió entre recuerdos. Agregó:

Todos los años, cuando amanece el Día de Difuntos, esa acacia llora por su nombre. No tiene importancia. Entra, Oscar.

Lo de la goma del árbol saliendo por "Brunilda" no es natural. Esta acacia se iluminó y aquí terminaron unos pasos que me dejaron mudo. Nunca había oído aullidos como los de esta madrugada. Díganos, a los jóvenes, lo que sabe.

Los vecinos se acercaron a la ventana.

Está bien. Sólo porque vieron esas luces les contaré la historia de Brunilda. Esperen: me pondré un chal.

Desapareció y volvió arrebozada en un echarpe gris de lana tibia. Acercó una silla a la ventana. Apagó la luz y se sentó mirando hacia la calle.

El cielo, lado del cementerio, mostraba cambiantes nubes oscuras y blancas. La vieja luna nueva remontaba hacia le norte. La voz vino gastada, baja, imantada:

En mis tiempos de moza este día se llamaba "Fieles Difuntos". Según la iglesia, eran los que purgaban culpas terrenas; después de la expiación esos espíritus se volverían "Almas radiantes". Mis padres creían que ellos cuidaban de nosotros, los mortales..

Brunilda, abuela.

Ya va, niño. Bien, era la única hija del zapatero que vivía aquí, al lado, justo frente a la acacia; de nombre..Juan. Quedó viudo creyendo a su hija culpable de la muerte de su esposa y jamás la habló. La niña era hacendosa, retraída, triste. Iba a la escuela N° 20, la de la Avenida Independencia. En los alrededores de este árbol pasaba gran parte de su tiempo libre. Más de una primavera la vi hacer collares con flores de esta acacia: se adornaba con ellos. Collares olorosos, tiernos. Siempre he creído que la acacia le entregaba sus flores más bellas, las más perfumadas. Idea de vieja chocha, por supuesto…

¿Era bonita?

No. no en un principio; pero, a los 14 años se convirtió en una mujercita que llamaba la atención de los muchachos, en especial del hijo mayor de un matrimonio nortino que vivía en la primera casita de la izquierda, a la vuelta en el "Callejón Guanaco". Es el nombre que está junto al de Brunilda. Gregorio. Yo creo que tenía 20 años. Fuerte, moreno, alto. Trabajaba, como cargador, en la Vega Central. Compró una carretela y se dedicó a vender frutas y legumbres en este mismo barrio. Brunilda recibía los primeros higos, duraznos, manzanas. Tenía un caballo negro, negro lustroso, nuevo. A veces lo montaba en pelo y galopaba por "El Callejón" que era de tierra. Una vez, víspera de Año Nuevo, llevó a Brunilda al anca. Don Juan los vio y se enojó: con la correa de la máquina aparadora castigó a su hija, y a Gregorio lo amenazó con una larga y filuda chaveta. La joven lloró toda la noche….

¿Y lo del árbol, abuela?

Ya viene. Gregorio se llevó a Brunilda. Un vecino dijo que había visto la pareja en Tocopilla. El zapatero enfermó, bajó de peso y ni siquiera abrió el taller. Ignoro si comía, pero bebía mucho. Se dejaba morir, como dice la gente. A fines de octubre de 1947 Brunilda reapareció. Atendió abnegadamente a su padre y cuando éste murió, ella se colgó de la acacia. Oscilaba como un péndulo con delantal rosado y trenzas negras. Estuvo colgada casi toda la noche de ese gancho grande. Los vecinos la descolgaron, la velaron y la enterraron. Un policía, que vivía en la casa blanca, la de dos pisos, trató de encontrar a Gregorio. El tiempo hizo lo suyo, el tiempo es olvido. Si Uds. No hubieran visto la acacia encendida…

¿Qué pasa con ella?

Ya lo sabes: todos los años aparece esa goma sobre su nombre y el árbol se ilumina por breves segundos, sólo que esta vez se alborotaron además los perros y se alertó todo el vecindario…

¿Cree Ud. que es el espíritu de Brunilda el que llora?

Yo no estudio, como tú, medicina, y del espíritu humano lo ignoro todo; pero, en ese árbol ninguna otra pareja ha grabado nombres. Nadie ha vuelto a enamorar debajo de él. Tus amigos, Oscar, los que tienen tu edad y tus ansias, sin saber esta historia, lo rehuyen. ¿Tienes tú las respuestas?

No, abuelita.

He oído decir que la acacia gime, a veces, como una criatura; que vibra. Le he visto perder cientos de hojas en un segundo y más de una vez se ha desgajado sola. A veces creo que conoce mi voz. Si es así, debe ser porque yo soy la que la riega desde el siglo pasado, cuando apenas su copa me llevaba ventaja.

Gracia, abuela. Cierre la ventana. Pronto iré a acostarme.

Algunos vecinos se retiraron. Los más jóvenes siguieron charlando bajo la doble sombra: árbol y noche.

No creo en aparecidos – dijo Jorge Vargas, compañero de curso de Oscar – Tu abuela tiene demasiados años dándole vuelta a un drama familiar que la ha traumatizado. Su imaginación se encerró en este árbol y en Brunilda. Otra debe ser la verdad.

Sí; pero en esta acacia no hay una sola fecha posterior a 1947, y este es el lugar más oscuro de toda la calle, porque el farol está lejos y porque este árbol es el más grande y frondoso. La casa del zapatero, que es nuestra, no ha podido ser arrendada y hasta mi gato la esquiva. ¿Qué es lo que pasa?

Vale la pena averiguarlo. Yo tengo una novia nueva: estudia Biología. Vive cerca y puede salir de noche. Mañana provocaremos a Brunilda o a lo que sea. Tú puedes estar en tu casa, cerca de la ventana, por si acaso.

De acuerdo, Jorge. Mañana a la medianoche.

CITA CON LA EVIDENCIA

Jorge Vargas habló con su amiga Elisa y le contó la historia, las dudas y el proyecto de la pesquisa.

Seré Bióloga en un año más, pero no me gusta jugar con los muertos. La ciencia de la vida está llena de misterios.

Oscar estará al acecho. Yo llevaré un revólver. Hazlo, Elisa, si es que algo te importo. Necesitamos una mujer.

Bien. Lo haré.

A medianoche te estaré esperando en la esquina de la botica "Lillo".

Con un cortaplumas en el bolsillo, una linterna, su revólver del 7 y el ánimo sobresaltado, Vargas la vio venir. Se besaron.

Es locura, Jorge. Nosotros podemos hacernos el amor en cualquier parte….

Pero no es lo mismo: ahora estoy excitado, nervioso ¿Y tú?

No oí la historia de boca de la abuela. No conozco el árbol.

La calle estaba silenciosa: túnel de sombras quietas. El cielo oscuro, encapotado, cubría a la luna.

Se internaron con lentitud y recelo.

Sigue desagradándome este desafío a una leyenda.

Ya es tarde, Elisa, para arrepentimientos. En metros más, en segundos más, aclararemos este enigma….si lo hay. No le temas a la simple historia de una abuela.

La tomó del brazo. Elisa, mujer al fin, le acercó el rostro. Debajo de la acacia Jorge la apoyó en el tronco besándole boca y cuello. La sangre de Elisa se incendió y todo su ser empezó la vieja y siempre renovada búsqueda del macho.

Espera. Grabaré un corazón y nuestras iniciales.

Apoyó la punta del cortaplumas en la corteza y escuchó un quejido largo, lejano y cercano. Jorge detuvo su mano porque su corazón también se había detenido.

¿Oíste?

Puede ser Oscar tratando de asustarnos.

Se acercó a la ventana y golpeó los vidrios. Oscar entreabrió, asomando la cabeza.

¿Pasa algo?

No te hagas el gracioso quejándote como alma en pena…..

No he hecho nada. Ni siquiera les oí llegar.

Salió por la ventana. Con la linterna alumbró el árbol.

No escucho ruido alguno. Creo que estás aterrorizado.

Oí un quejido. Elisa también lo oyó. Ya no tengo miedo. Apaga la luz: nos quedaremos quietos a la espera de lo que sea. No es posible concebir que un árbol se queje porque una pareja se hace el amor o porque la punta de un cortaplumas lo roce.

No olvides que es un árbol ….trágico.

Elisa se tomó, fuertemente, del brazo de Jorge.

Los minutos empezaron a alargarse. Los 3 jóvenes sentían el paso rápido de la sangre por sus venas. La acacia, inmóvil estatua vegetal, seguía siendo lo que era: una planta de tronco leñoso, vieja.

Elisa rompió el silencio de cántaro:

Esta tensión es demasiado para mí. Me voy. Acompáñame.

Tenemos que darle tiempo a…Brunilda. Un poco más, Elisa.

No. no puedo. Tengo que ir al baño.

Anda con ella, Jorge. Yo me quedaré.

La dejaré en su casa y regresaré corriendo.

La pareja se alejó con rapidez. Oscar la vio cruzar frente a Independencia.

Encendió un cigarrillo y regresó al pie del árbol. Se apoyó al tronco rugoso pensando en Brunilda y en el amor: "La raíz tiene que ser genital; después, pasional. Puede ser que yo alcance el amor ideal. Pobrecita, no tuvo alternativa. Es probable que Gregorio, macho en formación, la dejara por otra. Sin opción, sola, desilusionada, prefirió la muerte".

Tiró la colilla al centro de la calle: el choque produjo un chispazo leve. Desde el pavimento se alzó una larga y afiligranada voluta de humo azul-celeste que empezó a girar y a elevarse. A la altura de los techos de las casas tomó la forma de un pájaro de "alas" extendidas, transparentes. Descendió sobre el árbol y todo el follaje se convirtió en nube verdeazul, rojiblanca. La acacia era una bengala. Oscar, demudado, cerró los ojos y tartamudeando oró: "Dios mío, bien sabes que sólo soy un hombre".

Abrió los ojos y vio que la acacia seguía siendo el mismo árbol de toda su infancia. Tocó la corteza y la sintió tibia, palpitante. Sólo había desaparecido a la luz de la luna encimada a la acacia, gran farol de los misterios, un nombre. Se abrazó al árbol.

La voz de Jorge se acercaba gritando:

¡Aquí estoy! ¿Ves? Ni un minuto. ¿Cómo sigue la pesquisa?

Con mucho de piedra, Oscar seguía estrechando la acacia.

¿Qué ha pasado? ¡Habla!

Lo sacudió y lo arrancó del tronco, golpeándole en las mejillas:

¡Habla!

Giró la cabeza como los pájaros nuevos. Tragó saliva espesa. Reencontrándose reconoció a su amigo, el lugar. Recordó otra vez la última escena y los hechos. Su voz sonó a pisadas descalzas:

Lo que mis ojos vieron y lo que ahora vive en mi memoria no puedo comunicártelos, porque las palabras no me sirven. Supongo que mi juicio y mi inteligencia bambolean…

¿Qué viste? Aquí todo sigue igual.

¿Igual? Aquí cambió mi cerebro: este árbol es un mago verde que hace milagros y la luna es su cómplice.

No divagues. ¡Pruébalo!

El nombre de Brunilda ha desaparecido. Alguien lo borró y ese alguien se parecía a…..

¡No!

Buscó con su linterna. Con sus dedos palpó la superficie.

¡Tú lo borraste!

¿Cómo? Es tejido orgánico, natural; el hombre no puede cambiarlo. Si lo hubiera raspado estarían las marcas del cuchillo en la corteza y las laminillas de la madera sobre el suelo. Además y lo sabes: ¿en menos de un minuto?

¿Qué pasó?

Algo llegó a su fin. Se cumplió un plazo.

¿Viste a Brunilda?

No. No vi a persona alguna. Una visión de color fue todo lo que vi.

¿Visión de qué?

Del paso, como dijo mi abuela: de "fiel difunto a radiante".

Estás loco.

Sí, loco; pero con el recuerdo tibio de una luz capaz de vencer la oscuridad de un ciego. ¡Mira esta calle de la luna! Allá duermen los muertos; aquí, en dos filas de casitas blancas, duermen los vivos. En alguna parte Brunilda es, ahora, una estrella más, una luciérnaga, una pesadilla, parte de la noche o una lágrima….

El tambor mágico

René Vergara

En la década del 40, Luis Araneda, 21 años, soltero, moreno, bajo, fornido, de grandes bigotes negros, rompió una tarjeta de archivo delictual. Sometido a sumario por su jefe, el comisario Vidaurre, para establecer las causas de tan extraña conducta, sólo fue castigado, por sus inmejorables antecedentes, con un traslado a Nueva Imperial, considerada, junto a Calama y Pisagua, por las durísimas condiciones geográficas y climáticas, las peores unidades policiales del país.

Nacido y criado en barrios santiaguinos del oeste, conocía muy bien la Quinta Normal, "la zunca Borja" – lado éste sin viviendas – , Yungay, el río Mapocho abierto, libre; gente laboriosas, humildes.

Por allí, detrás de sus gafas oscuras el sol lo hacía lagrimear – vivía la imagen de Mercedes Sánchez, una bellísima santiaguina de largos cabellos ondulados, piel blanca y un par de ojos donde se podía ver, simultáneamente, la luz y la noche.

Le habían dado sólo 48 horas para llegar al lugar de su "destierro". Su madre y su novia fueron a despedirlo:

No llore, doña Luisa. Sabrá cuidarse

¿Qué sabes tú? Eres una niña

El tren está piteando. Escribiré.

A través de la ventanilla dio las manos francas. Su cabeza, como las de otros viajeros, estaba vuelta hacia el norte – galpón de fierro que se achicaba, alejándose, disminuyendo a sus seres queridos -. Sintió estrecha la garganta y húmedas las mejillas. Tosió y carraspeó la ira. "Jerarquía: un hombre ordenando a otro sólo porque es más viejo. La ficha policial de Miguel Gutiérrez jamás debió hacerse: escaló la reja de esa quinta porque la fruta se estaba pudriendo a la vista de todos. ¿Qué sabe Vidaurre de mi amigo? Trabaja, con su lustrín a cuestas, de sol a sol, y es generoso. Yo estaba ese día con él y no fui detenido porque mis piernas son fuertes, sanas. Gutiérrez todavía cojea de una: la derecha poliomielítica".

En Rancagua bajó a "estirar la piernas", a mirar huasos endomingados. Un par de espuelas le quedaron tintineando en los oídos: alguien caminaba sobre dos estrellas que sonaban como cajitas de música. En San Rosendo vio una decena de gordas vendedoras vestidas de blanco. Cerró los ojos: su madre, en el patio de la casa pequeña, lavaba; su perro, entristecido, con la cabeza baja, estaba buscándolo en el olor de sus ropas viejas. El poder evocativo de Araneda se parecía demasiado a la realidad: percibía hechos a distancia con lucidez que ya no lo sorprendía: un clarividente que estaba entrando, sin saberlo, en la dolorosa zona telepática. Dormitó.

Entre Linares y Ñuble lo despertó el olor a frutas, flores, chicha fresca. Hacia la cordillera, negros y verdes bosques de pinos enfilados; manchones de remolacha. Descendió entre gritos apetitosos; compró un sandwich de pernil caliente; se comió 10 centímetros de longaniza dorada y bebió vino blanco, pipeño. Sintió calor, y su maravillosa alegría de vivir renació con más bríos. Sonrió, y como buen chileno, "se echó a la espalda" la pena nueva. Se pegó al vidrio de la ventanilla para recibir, por primera vez, al largo paisaje del sur en su alma limpia: volaban las lomas entre cerros grandes y cercanos, vacas dormidas, árboles huachos y estaciones pequeñas. La noche borró un coigüe de 40 metros: alto centinela verde del curso de los ríos, gigante protector de suelos y pájaros. En manos del aroma, entre sueños y parajes desconocidos, entró en Cautín, la provincia vegetal, indígena y fluvial de Chile. Lo salieron a recibir la lluvia y el frío; rostros hundidos en platos de sopas humeantes o en vasos de vino alzados. Alojó en el hotel de la estación porque la calle ya era río oscuro. Su cabeza, en la almohada vieja, hundida por pasajeros pretéritos, soñó lo ajeno, tormentoso, acumulado. El viento, que también quería saludarlo, entró a la pieza galopando sobre ventanas y ropas, lámpara y piel. Se levantó para afirmar, con papeles de diario, los postigos. A través de la luz del alumbrado público vio la lluvia inclinada, casi horizontal. "¡Ah, diablos! Y estamos al final del verano". Encendió un cigarrillo tiritón. Con las ropas de la cama, como mantas, se quedó mirando un cielo que no veía, una lluvia maromera; a oír las zancadas del viento sobre los techos y el sordo ferrocarril del trueno "¿Qué es la vida del hombre? Aquí, casi desnudo, no me sirve el grito ni el llanto ni la memoria. Estoy encerrado en mí, acorralado".

Bajó al primer piso ….en busca de gente, de otros. Desayunó café amargo, tibio. Compró un poncho negro, un par de botas cortas, pantalones de lana, una chaqueta de cuero y un sombrero gris, alón. Subió al cuarto por su maleta, se cambió de ropa y vestido de "temucano" se miró al espejo: "¿Seré el mismo?" Sonrió; sólo su risa le pertenecía.

En el tren a Carahue ("Donde hubo pueblo") el paisaje era otro: trigo erguido, rucas indígenas, ríos. En Nueva Imperial el sol estaba alto. Con el poncho al hombro preguntó por el cuartel de la Policía Civil y rumbeó, a pie, hacia la plaza. "Una esquina de ladrillos" había dicho el jefe de la estación , ": enfrentando el edificio blanco y alto de la gobernación". Miró las planchas de bronce. Sí, allí era: funcionaba junto a Identificación.

Buenos días, señora. Soy el detective Araneda. Estoy trasladado aquí.

¡Ah! Es al frente. El jefe es don Mario Poblete.

Un gordito rosado, risueño, lo recibió en un escritorio demasiado grande para él.

Sí. Recibí el radiograma. Bueno, allí al lado del cine, hay un hotel barato. Lo iré a dejar – lo saludaron los 3 detectives de la unidad: Espinoza, mestizo; de los Ríos y un tal Soto, que reemplazaba al gobernador.

NUEVA IMPERIAL

¿Cómo es un pueblo? Todo humano recuerda sensaciones, emociones, y cuando enjuicia tiene que subjetivar de acuerdo con su esencia: único e invariable fundamento del espíritu. Sabía que de alguna manera había sido "descamado" por dentro, modificado. En carta a Mercedes Sánchez describió a Imperial y a sí mismo: "Carretas pequeñas tiradas por bueyes: ruedas de madera desnuda, maciza, discos no siempre redondos. Boyeros indígenas de rostros, cuerpos, actitudes y ropas casi iguales, equilibrándose sobre las carretas, azuzando a los animales con aguijadas puntudas. Todo es agua, barro y greda. Casas bajas, de maderas pintadas de blanco o gris. Ríos; uno es enorme y verde, navegable, con pequeñas islas "arboreadas" y tapizadas de pasto largo para ovejas de blancos, dueños de botes grandes: todavía no he visto a un indio remando. Lomas húmedas goteando o destilando aguas oscuras: Piaras de cerdos altos en las calles; pavos, gallinas y patos sueltos. Carnes colgando desde las vigas de las casas. El olor a vino cubre casi todas las rutas del hombre. El indio dormido en el barro, cántaro alcoholizado, se repite. Vacas bretonas, holandesas, normandas, negras, manchadas, casi blancas. Caballos en las plazas, en los cerros, en el agua, en las sombras, debajo de la lluvia o entre ladridos de perros invisibles, vestidos de agua.

Diez, veinte, treinta caballos de silla amarrados a las varas de los bares. Siempre se está atravesando una lluvia llena de puñales diminutos, pisándola, bebiéndola al correr, al hablar. Cae sobre el sueño y la vigilia, sobre el amor y la tristeza. Lluvia ciega, sorda, fecunda, sin horario ni calendario. Hay que contar con ella para todo u olvidarla. Crecen los palos de los gallineros y las estacas, zarzamoras, ríos, ansias. Casi todos viven puertas adentro, junto al fuego, al asado, al alcohol, hembras y camas. Cuando la lluvia da vacaciones cualquier día es festivo: los imperialinos llenan las plazas, los mercados, la iglesia; se visitan; cambian sus ropas oscuras por claras. Blancos, mestizos e indios vuelven a los bares o chincheles a celebrar, encerrados, la caída del sol".

A los pocos días comprendió que los delitos de la zona no iban más allá de riñas de ebrios y robos de animales. Tenía, por primera vez, tiempo para vivir de otro modo: sabía que algo se estaba gestando en él.

Aprendió a cabalgar y excursionó la provincia: seguía el curso del río Imperial hasta la desembocadura en puerto Saavedra; costeando llegaba a Toltén. Aparecía en Labranza, en Perquenco o en Boroa, hechizado por araucanos rubios, descendientes de franceses que habían encallado en las peligrosísimas costas de Cautín. Fue amigo de machis y caciques, de indias viejas y de indios jóvenes. Progresaba velozmente en el aprendizaje del idioma araucano. Sus botas eran largas, usaba cuchillo de monte y manta de castilla de pelos largos. Se había dejado crecer la barba. Hablaba poco y leía un libro forrado en cuero: un lector hecho entre velas, lámparas de carburo, de aceite o fogatas: lector echado en tierra, a la escasa luz del sol. Decían de él: "Está leyendo en un bote viejo"; "Lo vimos leyendo arriba de un canelo"; "Pasó recitando, a caballo, por Hualacura". Aprendió a dormir en ruca, a cocinar pescados. Entendió que "entre el indio y él no existían diferencias", así lo decía en grupos de blancos agrios.

En carta a su madre narró: "Estoy creciendo bajo la lluvia. Me sobra la placa y el revólver. Manuel, el viejo jefe de una reducción, medio ciego, me tiene de lector de historias de su pueblo. El cree que soy su hijo blanco porque una noche me sacó de las frías aguas del río Cautín: "Águila, mi caballo, es nuevo y pisó mal la orilla del río. Me hundí varias veces y una mano flaca, arrugada, madre o padre, débil, alzó mis setenta kilos. Cree que soy un Moisés pequeño, moreno. Es algo así como un abuelo para mí".

A la vuelta de algunos veranos, Poblete le envió recados a los caminos: "Regresa. Un prefecto viene a inspeccionarnos". Un indio le entregó el mensaje cerca del lago Budi.

"Inspección. ¿Para qué? Este pueblo vive de otra manera: Blancos, mestizos e indios se están entendiendo. Es Vidaurre: está más gordo y ahora comprende algo más". Regresó.

Allí estaban sus compañeros encorbatados, rasurados, con los zapatos sin barro, serios. Lo vio de entrada: Vidaurre ocupaba el escritorio de Poblete que, sobrio, sonreía diciendo:

Ya están todos, señor.

El prefecto miró a Araneda:

Estás flaco. ¿Por qué barba y esas ropas?

Cumplo citaciones en reducciones indígenas donde los caminos son intransitables. Vivo arriba del caballo y …..

Siempre sabe, ignoro cómo, dónde están los indios – informó Poblete.

¡Ah! exclamó el prefecto – supongo que no son amigos tuyos.

Lo son. Oficialmente mi trabajo consiste en traerlos a presencia del juez de indios o del juez del crimen. Un citador no es un verdugo ni un fantasma. Se aprende, duramente, a convivir.

Sigues siendo el mismo muchacho terco, santiaguino de barrio bravo. Bien; y por estar aquí, iré contigo a ver una reducción indígena.

Espinosa le ensilló un caballo overo, grande, manso. Vidaurre era un buen jinete: galoparon, por caminos de indios. Vidaurre oyó voces que no entendía, dichas por mujeres, niños, hombres y viejos araucanos. Comentó:

Sí eres conocido en esta zona, muchacho. ¿Qué te dicen?

Nos saludan.

No eres tan conversador como antes. ¿Todavía me odias?

Le estoy agradecido, prefecto. Ahora sé, más o menos, lo que soy, lo que estoy haciendo y lo que haré.

¡Explícate!

Tengo resistencia física, alguna cultura: puedo vivir sirviendo a otros.

¡Eres policía! No debes olvidarlo.

La verdad del hombre parece que es una acumulación de experiencias extrañas. En un momento impreciso uno siente la necesidad de saber un poco más para volcarse hacia otros; para mejor servir. Es algo así como la nube-río que riega, vuela y vuelve a regar incansablemente. Por ella existen estos árboles, las sementeras, estos caballos, Ud. y yo.

El viento traía, desde el este, notas adormecedoras, monótonas.

¿Qué es eso?

La machi está tocando su tambor mágico. Anuncia lluvia y….

¿Y qué?

Estamos llegando.

Los mapuches salieron a encontrar a Luis

Bienvenido, hermano.

Un indio viejo, apoyado en un bastón de canelo, casi ciego, dijo:

Ya había escuchado los pasos de tu caballo. ¿A qué vienes, hijo?

Este señor, jefe de la policía santiaguina, quiere saber qué es una reducción y lo he traído a ver….. la nuestra.

Bien, Luis. Aquí, señor, jefe, viven nuestras familias y en estas tierras nuestras, trabajan.

¿Es Ud. el jefe?

Sí – contestó el viejo Manuel.

¿Cómo ejerce el mando?

Pongo a los fuertes al servicio de los débiles, a los que saben más al servicio de los que saben menos….

¿Tiene problemas?

Muchos: el hombre blanco y su avaricia, vicios y mentira.

Gracias. Ya he visto lo que es una reducción. Adiós.

¡No ha visto nada! Desmóntese y pase a una ruca, a cualquiera: algunos hombres estarán ebrios, durmiendo; otros y sus mujeres, trabajando; los niños ayudando a sus padres. Nuestra machi luchando contra enfermedades con yerbas medicinales y antibióticos, tratando de interpretar al gran espíritu de toda la tierra. ¡No se vaya: el indio no tiene metas!

Los jinetes, de regreso, internados en la noche, guardaban silencio. La lluvia llegó lenta. Luis miró las ramas de los árboles alumbrándolas con una linterna sorda:

Apurémonos, señor: el aguacero viene largo. Un poco más allá hay un bosque de raulíes, robles y coigües.

La lluvia los alcanzó a cielo abierto. Vidaurre, empapado, empezó a tiritar. Araneda le pasó su manta. Juntó hojas y cortó ramas para levantar un fuego alto. Las llamas chisporrotearon, crepitaron. De las guarniciones de su montura sacó una botella de aguardiente:

Beba, señor. Está afiebrado y tiene escalofríos. Ya vienen a auxiliarnos.

¿Cómo diablos lo puedes saber?

Un silbido llegó desde la espesura y Araneda contestó. Aparecieron dos jinetes. Conversaron en mapuche…..y desaparecieron.

Pedí, señor, una carreta entoldada, ligera. Le colocarán caballos rápidos.

Está bien. Háblame de Cautín.

Los vientos bajos traen o llevan voces de trutrucas sordas. Siempre es verde el corazón de esta patria del agua. Los gallos de Cautín, plumas con flautas agrias, a veces ignoran que llegó el día y cantan al sol de la tarde o a la luna. Me gusta entrar a Lautaro por el este para mejor ver camelias duras, dormidas, y moras enlutadas. Los árboles frutales, cargados, olorosos, incitantes, desconocen la ley del hombre, siguen la de Ngenechen (creador supremo) que ordenó: los frutos son para todos. Entre sapos bulliciosos y canelos sagrados, quilas y copihues, chincoles y chucaos, uno cae en la hipnosis del cultrún y olvida lo que lastima, los tambores mágicos, de todas las meicas, van y vienen desde la montaña al mar y llevan y traen el olor del tilo, del eucalipto, de boldos casi marineros. Me gusta viajar por calles líquidas, largas, siguiendo el camino viejo del agua. En el fondo del Llaima helado, mercedario ornado y coronado de nieves blandas, remece los paraguas de las araucarias o los envuelve en fumarolas tibias. La iglesia de Perquenco está pintada con azul de bandera…..

En la madrugada llegaron a Imperial. Vidaurre fue atendido por el médico del pueblo. Al tercer día volvió al cuartel a despedirse. En el libro de inspecciones escribió: "Felicito al jefe y a los detectives de esta Subinspectoría de Investigaciones". Miró a Araneda y dijo:

Voy a recomendarte para un ascenso y traslado…a la capital. Me gustaría que trabajaras conmigo; pero me desorientas. ¿Qué dices?

Gracias, señor. Usted sabe que pertenezco a esta tierra.

Sí. Creo que estás embrujado……o que eres uno de los brujos del tambor.

¿DÓNDE ESTÁ EMILIA?

Calama era, en aquella época – iniciación de la década del 40 -, un pueblo pequeño. La calle mayor, que nacía enfrentando a la Estación del ferrocarril a La Paz, tenía 6 o 7 cuadras, mostrando, las dos primeras un comercio creciente que no se ha detenido, por ser la bodega de Chuquicamata: la mina de cobre más importante del mundo. Había una plaza con árboles, arbustos, plantas, pastos: un cuadrado milagrosamente verde que llenaba, gracias al río Loa, de alegría y nostalgia a los sureños, que eran mayoría. Calles laterales empedradas o de tierra seca. La agricultura empezaba con choclos y melones pequeños; una industria también naciente, y, a la distancia, la poderosa Dupont – Fábrica de explosivos de los norteamericanos -, con casitas de techos rojos y antejardines, para empleados y obreros. Chuqui era y es el imán que atraía y atrae a chilenos y extranjeros hacia ese desierto de 180.000 kilómetros cuadrados, de 1.500 kilómetros da largo, con alturas de 2.000 y 4.000 metros; rico en nitratos, cobre, oro, plata. Orillando la cordillera, de noche es frío y arde el sol. 2.350 metros de altura ponen el cielo casi en las manos de los calameños: el infierno con vacaciones nocturnas para jóvenes ambiciosos, aventureros de la sobrevivencia.

Bares, prostíbulos, billares, hoteles, pensiones, botillerías; "faltes" chilenos, vestidos de azul, con gorras marineras y buhoneros árabes, vendiendo puerta a puerta, sedas y casimires criollos, penquistas, como importados, y baratijas. Aguadores en carretas tiradas por enormes machos grises, negros, manchados; indios atacameños mascando silencio y coca; huellitas de guanacos sobre las altas piedras milenarias de los cerros vecinos. Sol, un sol lento, sofocador, intruso, tostando aún más la tierra herida, calentando el polvo fino de las carretas y disfrazando a humanos, animales y vehículos, de fantasmas de la pampa. En el fondo de los ojos de los sureños trasplantados: sauces llorones bebiéndose el agua de mil ríos distintos; peumos aromando el aire frío; quillayes y pinos cubiertos de nieve, álamos y eucaliptos soltando lágrimas; oídos tensos para reescuchar pasos de conejos en fugas pretéritas y trinares de aves de la infancia, caídas de agua, arroyos blanquiverdes y la marcha vertical de la lluvia buscando tibios ponchos temucanos. Nortinos de rostros gredosos, indiferentes, cuarteados, huérfanos del verde, con miradas ocres, abiertas como el desierto, buscando a pie, siempre caminando, otros rumbos para sus vidas. Yugoslavos altos, rubios y morenos, extrayendo sal; chinos despostando reses viejas, viajadas, sedientas; japoneses jugando al fútbol, tratando de cazar llamas invisibles, trabajando; bolivianos ensombrerados, bajos, cerámicos y bolivianas de largas trenzas negras, descalzas, tristes.

Si un hombre tiene 22 años de edad, 1,80 de estatura, salud, curiosidad vital, un empleo estable de iniciación – detective tercero -, viste más o menos bien y es soltero, se convierte en "buen partido" en cualquier pueblo; en Calama fue recibido "con ansias esperanzadas" porque los de su tipo y condición escaseaban; pero, un hombre joven es, también, flecha en el aire: todo lo ignora, incluyendo destino, menos su realidad biológica, instintiva. Diego López había huido de la capital porque una joven árabe quería llevarlo a las oficinas del Registro Civil del barrio Matadero.

No buscaba riquezas ni planificaba futuro alguno: simplemente vivía. Poseía un extraño sentido de la libertad natural y una desarrollada curiosidad esencial por los fenómenos humanos.

Conocido el cuartel policial – casita de un piso, una ventana a la calle, 4 piezas y 3 calabozos de madera -, compañeros y jefe, juez y secretario gobernador, carabineros, gendarmes, autoridades municipales y vecinos importantes, Diego López, a la semana de su llegada, se unió al grupo de jóvenes que andaba a la caza de mujeres nuevas, de tránsito en Calama. Se dedicaban a revisar, disimuladamente, la llegada de los trenes internacionales, autobuses y taxis. Conocían, muy de cerca, los rostros de las prostitutas jóvenes que, en ese pueblo, envejecían con sorprendente rapidez; sabían de viudas físicamente generosas y de señoras cuyos maridos, mineros embrujados, buscaban vetas lejanas. Recorrían la calle principal y esperaban, a horario, frente al paradero de "La Flota Mercurio" – un vehículo, S. Wagon, que traía pasajeros, diarios y el correo – la bajada de las hembras hasta que éstas se limpiaban los rostros enmascarados por el polvo. Las miradas iban a las piernas, nalgas, pechos; los rostros no interesaban tanto. A veces llegaban "niñas sureñas" para "enamorarse" algunas horas.

En Calama se es o no joven, se s o no sano: clima seco y puna: cuesta respirar, andar, amar. Todo organismo es presa del soroche

Después, un "después" de minutos, observaban otras "cosas" de las recién llegadas: edad aproximada, acompañantes para determinar parentescos, argollas, maletas, ropas y el lugar hacia el que se dirigían: no es lo mismo un hotel que casa particular, pensión que residencial; si era o no esperada y por quién o quiénes. Si alguna prometía "futuro de horas" los demás se quedaban hasta verla salir. Esperas largas. Hasta el chino de la carnicería sabía lo que buscaban los muchachos porque algunos de los hijos de Chiang estaban en el mismo juego vital. Diego López, policía al fin y al cabo, descubrió que todas las mujeres, por una u otra razón, iban, de mañana, a la Botica Chávez y que algunas, al atardecer, visitaban a una modista de las afueras del centro; aprendió a diferenciar, por el acento, inglesas de norteamericanas, "gitanas" antofagastinas y cabareteras de Iquique o Pisagua, bolivianas de La Paz, de Oruro, Cochabamba o de Ollagüe y las inconfundibles y maravillosas cruceñas. Con santiaguinas y porteñas no tenía problemas de acentos.

Ninguno de los jóvenes del grupo pensaba en matrimonio. Creían entender y tenían razón, que el amor no crece en prisiones geográficas. Durísima posición dada las graves y urgentes circunstancias.

Las jóvenes casaderas, de familias, conocían muy bien los principios de los varones, porque vivían el mismo "drama-edad"; vestían con elegancia cuidadosa, iban a misa, no salían de noche. Daban la sensación de seguridad y confianza que entrega una excelente y rigurosa educación antigua y sabia: les habían enseñado que el hombre superior busca formar una familia con una compañera fundamentalmente honesta. La mejor "docena" se paseaba, la mañana de los domingos, por la plaza; en la tarde, vermouth, reaparecían con sus padres o familiares, en el único cine. Llenaban de regalos a la heroína que lograba cazar a uno de "Los Lobos". En esa función vivían. Juan Yutronic, una especie de capitán de los solteros, decía: "Todo es cuestión de tiempo, de saber esperar, muchachos, y los mejores frutos de esta zona caerán en nuestras manos sin altar". No era tan cierto: algunas parejas saltaban las convenciones sociales, grupales y buscaban, en la complicidad del desierto ancho, oscuro y mudo, salida a la contemplación. "Los amores furtivos" eran respetadísimos porque casi siempre terminaban vestidos de blanco y negro en la vieja iglesia parroquial. Cuando ocurría, los hombres se emborrachaban con "el traidor"; repetían sus votos de soltería y seguían "cazando autoengaños".

¿DE DÓNDE VINO LA FLECHA?

Diego vio un par de piernas cinceladas, envueltas en seda gris-perla; talones delgados, pies pequeños, las pantorrillas, llenas se entrechocaban en los pasos largos, ágiles. La falda, corta, mostraba los comienzos de muslos largos, duros, que terminaban en asentaderas redondas, breves; encima de las caderas onduladas una cintura de ánfora dormida, llena de ángeles y demonios; la espalda lisa, se veía firme a través de la ajustada blusa de lunares azules sobre el fondo blanco; hombros redondos, brazos largos; cuello blanco, azucenado y cabello negro, sedoso, brillante, rizado. Apuró el paso, la pasó y pudo verle, de frente, el rostro ovalado, virginal, de morena clara: adolescente con ojos negros, árabes, de baja mirada de miel. La dejó pasar sabiendo que la muchacha se le había grabado, inexplicablemente, en las células del ansia-especie. Su lógica humana le hablaba de ilusión, de espejismo nortino.

No le fue difícil averiguar quién era: hija de palestino y huasa melipillana; había terminado sus estudios secundarios en Antofagasta. Recién se había sacado el medio luto por la muerte de su padre. Atendía una pequeña tienda de su madre en la calle central. López compró pañuelos, calcetines, corbatas, colleras que jamás usó, peinetas y botones, hasta que logró interesarla. Siempre estaba huyéndole a la huasa de rostro masculino, de voz de hombre, fumadora empedernida, que se había puesto "saltona" con las visitas del cliente joven, apuesto, charlador sonriente: al parecer, doña Margarita Gómez vda. de Fuad, no quería yerno alguno.

Las tardes de los lunes Emilia tomaba el caminito hacia el cementerio llevándole flores a la tumba de su padre. Diego la esperaba entre tumbas viejas entibiadas por el sol. Pasión primeriza para ambos, desatando, entre cruces y flores secas, el huracán de la sangre. Semana a semana se fueron soltando las ansias, confundiéndose en el ir y venir de manos, bocas, sexos.

Abandonaron Calama. En el sur iba a nacer una niña. Terminaron casándose entre ríos y sauces, pájaros y lluvia.

¿QUIÉN ES QUIÉN?

Emilia acariciaba la piel de Diego como si fuera la suya. Se aferraba a los músculos de su hombre con fuerza de brazos antiguos. Al año un vello oscuro le apareció sobre el labio superior. Engordó. Empezó a fumar y la voz cambió de fina a gruesa, a ronca. En su barbilla irrumpieron pelos largos, duros, negros. El viejo moño, guardador de trenzas embrujadoras, se convirtió en melena corta. A los dos años de matrimonio bebía cognac y vino. Había alargado sus faldas y ya no usaba rouge "Victory" ni perfumes ni rimel ni polvos. Así pasaron los años de la transformación. Un día preguntó:

¿Cuántos hombres hay en ti, Diego?

¿Qué? ¿Tú preguntas?

Me refiero a aspectos y épocas. Tú eres distinto del que conocí en Calama hace 18 años. Sólo te quedan las facciones, el nombre y la estatura. Hasta tu oficio es otro. Además, eres blando, tímido, cuidadoso, enfermizo: hasta el humo de mis cigarrillos te hace mal. Te has vuelto silencioso, piensas demasiado.

He envejecido. Eso es todo. ¿Dónde está Adriana?

Salió con su novio. Supongo que regresará a la hora de comida. Adriana es ordenada, fina, suave; se parece a ti, Diego. Una copia femenina de un hombre delicado, esbelto culto, cavilador.

¿A mí? No existen seres iguales. Tú, que has observado mis cambios, debes saber que cada ser vive modificándose día a día. Lo que algunos no tenemos es memoria para advertirlos o valor para señalarlos…

¿Te estás refiriendo a mí?

A todo el mundo, Emilia. Yo ignoro lo que soy y las razones de los cambios. Creo que no pasamos de ser pésimos recordadores de nosotros mismos y sólo recurriendo a fotografías antiguas, releyendo cartas o conversando con testigos de lo que llamamos "pasado", nos reconstruimos muy superficialmente. Nadie advierte los cambios del alma que son los que importan. A propósito, ayer vi a Juan Yutronic. Esta viejísimo. Te envió saludos. Dijo: "¿Sigue, Emilia, manteniendo esa cintura inolvidable?". Asentí. ¿Cómo se explica, a un amigo, las modificaciones del cónyuge? Siempre es bueno que algunos nos recuerden como éramos. Yo no puedo hacerlo sobre ti ni tú sobre mí porque los hemos vivido juntos, minuto a minuto.

Emilia apagó su cigarrillo, bebió cognac , y se puso a roncar con la boca abierta. Diego entró, una vez más, en las zonas de los misterios del hombre y del insomnio. Escuchó a Adriana que, sigilosamente, abría la puerta de su dormitorio.

¿QUÉ SOMOS?

En la década del 70 Emilia y Diego eran, por tercera vez, abuelos. Adriana, desde Buenos Aires, escribía, regularmente, a sus padres, enviaba fotos de los niños, regalos.

Emilia parecía cuidarse "los bigotes" lustrosos y ya no se sacaba los pelos de la barba. Se peinaba como Diego, hacia atrás. Se ponía el pijama azul de su marido, que le quedaba estrecho y cantaba, en el baño, viejas canciones campesinas… con voz de capataz.

¡Diego, ven! En la TV apareció el mercado nuevo de Calama; alcancé a ver la esquina donde estaba el Hotel "La Bolsa"; un poco más allá, atravesando las líneas de los trenes, todavía sigue igual el caminito al cementerio.

Diego pudo ver las copas de unos viejos pimientos, parte de la pampa y la orilla norte del Loa. Empezó a reír como si de su espíritu se hubiera apoderado el diablo.

¿Qué te pasa?

Me río de mi memoria, Emilia. Te miro y te veo un moño gris, fumando cigarrillos hechizos, vestida de luto y maldiciéndome…

¡Esa es mi madre! Déjala tranquila! ¡Está muerta!

No lo sé, Emilia. No lo sé. Creo que tú tienes dos memorias y un solo rostro. Dos vidas casi iguales…

¡Estás loco! ¡Soy tu esposa! ¡La hija única de Margarita Gómez!

Está bien. No grites, Margarita, y dime, ¿cómo pudiste desdoblarte en Emilia? ¿Dónde está la voz que usaste en Calama, el cutis de la dicha, el brillo de fragua de tus ojos y ese amor tan limpio como para embrujar mi vida? ¿Dónde está Emilia? ¡Emilia! ¡Emilia!

LA MOMIA DEL CAUCE

El 18 de febrero de 1948 fue muerto a golpes de martillo o algo parecido, todos en el cráneo, el pintor Jorge Madge Cortés, en su maravillosa casa de San Juan de la Cruz 511. Subida de Agua Santa. El crimen sigue sin solución…judicial.

Diez días después de ese crimen que conmoviera a los habitantes de Viña del Mar, Valparaíso y Santiago, desapareció, hasta el día de hoy, el bailarín y pintor Ignacio del Pedregal Corvalán, equívoco amigo, de la equívoca víctima de San Juan de la Cruz.

La policía civil de las tres ciudades se puso al rojo. El Director General, don Luis Brun D'Avoglio (bajo su dirección se crearon tres brigadas policiales: B. H., B.M. y B.E.), ordenó cambios de jefes zonales y comisiones de "servicios especiales". César Gacitúa se hizo cargo de la Prefectura de Valparaíso: hombres de la Brigada de Homicidios y del Laboratorio de la Policía Técnica, empezaron a viajar continuamente hacia el Puerto. Se estaba comenzando a hacer policía seria, profesional, y todos éramos aprendices con cierta y relativa experiencia en distintos campos de la pesquisa aislada, inconexa. Aún no teníamos un claro sentido del trabajo en equipo.

Por la impresión generalizada, derivada de la personalidad de la víctima y de la del desaparecido bailarín – habíamos encontrado, además, en San Juan de la Cruz, películas, diapositivas y fotografías de miles de pederastas en hechos y actitudes inequívocas – se procedió a la detención de cientos de homosexuales en las tres ciudades. Muchos fueron identificados por primera vez, con gran sorpresa nuestra, como integrantes de tales grupos… La realidad, abriéndose en abanico, mostrando, una vez más, lo sorpresiva que es la comunidad cuando se amplían los rostros de una simple fotografía o se proyecta en un telón el pequeño cuadro de una película. Casi todos enterados del crimen y de la desaparición. Nadie hablaba. ¿Es una logia, una hermandad o una asociación del miedo al escándalo? A la trivial y directa pregunta:

¿Conocía usted al pintor Madge o al bailarín?

¡No!

Casi un ladrido por el sacudón en lo aparente y en lo esencial. Repetido dramatismo en las individuales representaciones. Estábamos "equivocados", "confundidos."

Se le mostraba la fotografía o la película en la que el entrevistado aparecía con uno de ellos o con ambos y tenía lugar otra conocida reacción: cambio de actitud, de voz y casi una misma frase con variantes formales:

¡Ah, eso! No lo sabía. Fue hace mucho tiempo. Estaba drogado, borracho. Era muy joven. No los conocía…

La voz policial, mecánicamente:

Hay otras fotografías, ésta por ejemplo.

Derrumbe, histerismo, llanto, silencio y un mirar suplicante. Una historia más o menos acomodada.

Solamente nos interesa el asesinato y una desaparición.

Había que decirlo porque era la verdad. Un respiro caído del cielo o del oficio para las dos partes diálogo. No sabían nada del crimen y no podían saberlo, lo supimos después, porque el autor no pertenecía, ni mucho menos, a "la hermandad". La misma respuesta en todos los entrevistados y las mismas actitudes conformaron una pista diferente.

El 19 de abril, Scandor, sargento de guardia en Investigaciones de Valparaíso, atendió el teléfono: una voz policial anunciaba el hallazgo de un cadáver en el lecho del cauce de la Avenida Francia, casi esquina de Brasil. El recadero agregó que la víctima había sido muerta… a martillazos en el cráneo.

Las mentes policiales asocian en la misma forma elemental que las que no lo son, quizás si con algo más de rapidez. "inmediatez" debiera ser el verdadero calificativo; una figura diminuta, dibujó arabescos y abrochó un nombre, un nombre que ya parecía sortilegio.

Las veloces patrullas se detuvieron junto a la entrada del cauce, en los mismos pies de los amontonados curiosos que miraban hacia el hoyo profundo y largo: calle o avenida subterránea por donde baja al mar el agua de las lluvias caídas sobre los cerros vecinos.

Bajamos. El cadáver estaba medio enterrado en la húmeda y seca arena del cauce: seca la superficial, como siempre ocurre con estos minúsculos fragmentos de roca.

La deshidratación había sido más o menos rápida en el lado derecho: se notaba la piel desecada y cierta reducción de los tejidos.

La división de los fenómenos cadavéricos llegaba, en lo externo, a las dos mitades: oreja, cara, cuello, hombro, brazo, cadera y pierna derechos: momia; el otro lado tendía a una lenta putrefacción. Toda su sangre, por gravedad, medio de lado, estaba en el costado izquierdo y como su permanencia era de días largos (?), permitía apreciar, de visu, el pergamino de su piel derecha. Sí, era un cadáver de "película", al presentar, simultáneamente, dos fenómenos tanatológicos francamente opuestos, momificación y putrefacción. Un cadáver asaz contradictorio, un tanto desabrigado para la época del hallazgo; desnudo desde la cintura hacia arriba. En su muñeca izquierda tenía un reloj sin marca, sucio, deteriorado, unido a una correa con alambres de cobre.

Sobre el parietal derecho una profunda herida circular hecha con un instrumento contundente de punta más o menos aguzada. No presentaba otras heridas ni marcas de violencia sexual.

En toda investigación criminal sólo hay dos metas: descubrir al asesino y detenerlo. Toda pista nace, se acepte o no, directa o indirectamente del sitio del suceso. Aquella momia resultaba ser un desafío cierto: ¿quién fue en vida?

CASI NADA.

Desafortunadamente aquella mano derecha no guardó la división de los fenómenos cadavéricos de su lado. Instintivamente se había metido en la arena del lado izquierdo y estaba casi descompuesta; sin embargo, un trozo de epidermis del dedo anular conservaba no más de medio centímetro de pulpejo pegado al dermis. Fue cuidadosamente desprendido y colocado en un frasco con formol: había que conservarlo…. por las dudas. Nadie puede determinar, con exactitud, en una investigación criminal que se inicia, lo que es o no importante…

Se midió hasta el agua caída durante esos meses; se intentó una mascarilla de las borradas facciones; se tomaron fotografías al cadáver desde todos los ángulos posibles; se pesó y midió con rigor: 58 kilos y 600 gramos, un metro y 63 centímetros y medio. Osvaldo Esquivel Rojas, médico examinador policial, estudió los músculos de la pierna derecha de la momia y los comparó con músculos de bailarines profesionales. Se exhibieron las fotografías del rostro del cadáver a los familiares de Ignacio del Pedregal, no fue reconocido. Se intentaron estudios comparativos de cabellos: un detective, en casa del desaparecido pintor-bailarín, revisaba peinetas, escobillas y trajes en busca de cabellos auténticos… sin encontrarlos. César Gacitúa y sus hombres filtraron cuidadosamente el hampa porteña en busca de información. Nada o casi nada…

CÓNCLAVE DE "TIRAS"

En las oficinas del prefecto Gacitúa se llevaron a efecto sucesivas reuniones policiales. Es un exponer breve, preciso, porque en policía profesional nadie pierde el tiempo: la solución de un caso difícil es el regreso a la normalidad de todos los pesquisas: se acaban las trasnochadas y las intoxicacionestabaco, alcohol, drogas -, la nerviosidad, el mal humor legítimo.

César bocetó las líneas centrales del caso: identidad desconocida, arma no habida y casi inidentificable, data de muerte imprecisable. Se "tiraron" nuevas líneas laterales, variantes de lo que ya se había hecho: había que recomenzar de algún modo, sabiendo todos que se trataba de un recuento desesperado.

Alguien preguntó:

¿Quién encontró el cadáver?

La respuesta vino rápida y malhumorada: ¿Quién iba a hallarlo? ¿Miss Chile o el Obispo? ¡El limpiador de cauces de ese sector!

Otra voz: ¿Será martillo?

Esquivel:

Lo ignoro. Practicaremos un estudio a fondo.

¿Cuándo? ¿Cómo vamos a seguir conversando si ignoramos con qué clase de arma fue muerto?

El primer "cónclave" fue interrumpido. El cadáver, que "descansaba" en el cementerio de Playa Ancha, fue exhumado y llevado a la morgue. No, no era martillo: formaba una especie de cono invertido cuyo tamaño, al prolongarlo más allá de la herida, resultaba de una longitud y grosor no comunes en herramientas de ese tipo. Su forma cilíndrica no calzaba con ningún tipo de arma contundente conocida .

De regreso al cuartel de Bellavista…más café y cigarrillos para seguir tejiendo conjeturas valederas.

Los expertos santiaguinos trabajaban el trozo de epidermis por Poroscopía (Sistema de Identificación creado por mi genial maestro Edmond Locard, que permite establecer identidad por comparación de poros) y enviaron la siguiente noticia: la momia no era Ignacio del Pedregal.

¿A quién diablo correspondía esa media momia?

Una voz aparentemente tímida:

Quedó muy cerca de la entrada del cauce… ¿Por qué elegirían ese lugar?

Porque les era más fácil que hacer un forado en cemento. ¡Otra pregunta como ésta y aquí habrá otro muerto!

Es que – insistió el casi tímido – … siempre hay relación entre camino y costumbre o viceversa. Insisto… divagando… ¿por qué ese cauce y ese lugar?

Valparaíso está lleno de cauces…

La pregunta tenía otra envoltura: daba respuestas y decía relación con esencias humanas orillando verdades eternas. Quedó flotando…

Otra voz, con mucho de oficialista:

Me parece necesario y fundamental establecer dónde y cuándo fue visto, "por última vez", el desaparecido bailarín señor Ignacio del Pedregal. Es un antecedente de primera magnitud para…

El prefecto "Caifás":

Me cargan las asociaciones tontas, infantiles, fuera de lugar. Ya te dijeron que no era el bailarín.

Sí, pero sigo creyendo que vale la pena saberlo…

La respuesta fue un adoquinazo:

28 de febrero. Almorzó con un desconocido en el restaurante "El Refugio", Quilpué. ¿Ahora qué?

Nada señor. Trataba de hilvanar hechos.

Claro, puede preguntar, señor comisario, para eso se colocó aquí, pero no olvide que se encuentra entre superiores a usted en esta clase de asuntos. ¿No le parece mejor: cauce-camino-costumbre?

Perdón

Otra voz.

¿Qué tiempo tiene, doctor, la momia, como fiambre?

Entre 2 y 4 meses. Las condiciones físicas que la rodeaban no permiten precisar data. Carecemos de experiencia al respecto. El plazo que le doy se basa en el proceso orgánico-destructivo que presenta. No es muy valedero por la enorme variabilidad que existe entre un organismo y otro y porque jamás había visto algo semejante…

Un lapso preciso hubiera sido una pista.

Sí – comentó el jefe de Homicidios -, una fecha, una hora, algo así como una señal en el tiempo para buscar testigos. De haberlos… ¿qué les preguntaría? ¿Vio usted pasar por aquí al hombre que se convirtió en momia?

No, señor, pero podría preguntar por un hombre de un metro 63 centímetros y 58 kilos de peso…

Claro. Un testigo con un cartabón y una balanza ubicada a la entrada del cauce y justo en el tiempo del descenso… Bajó, probablemente de noche, comisario. No sirve.

Perdón, señor.

Voz conocida:

Insisto en camino-costumbre desde otro punto de vista: la actitud física era, en rasgos generales, de durmiente. No hagan chistes, esperen. Es cierto que pudieron quitarle la ropa, pero, a juzgar por el reloj pulsera, debió ser también de muy mala calidad. Yo diría que se acostó donde siempre y que hacía calor. El doctor Esquivel nos permite, con su plazo mayor, ubicarnos desde fines de la primavera al verano…

Así es y será siempre en policía civil de cualquier parte del mundo: flechas, aparentemente locas, buscando un blanco. Tanteos y balbuceos, hechos desde un oficio cierto, porque no existe el cerebro policial capaz de verlo todo, de aclarar cualquier caso.

Otra voz, que fue tomando fuerza durante la breve exposición y que parecía vacilar:

Ese "cacharro", níquel, cuero, cobre-alambre: ese reloj pulsera ….es de pelusa.

"Reloj-pulsera-pelusa". Tres voces simples, comunes, que se incrustaron a fuego en siete mentes policiales con dos descuentos… Por allí, por ese boquerón abierto por la lógica sobre los casos simples iban a encaminarse los nuevos y presurosos pasos de las pesquisas.

Se mostró el "reloj de pelusa" a todos los "choros" del Puerto. Aquello fue una razzia con fines ciertos, razzia de flecha clavada en un blanco, las únicas que se justifican.

"Los perros" (detectives en función de rastreo) cubrieron de nuevo los cuarenta y tantos cerros porteños. "La pesca" le estaba haciendo honor a su apodo: calabozos y pasillos estaban llenos de detenidos. El hampa firme se arrinconó durante algunos días; pero, hay que salir a "trabajar": no se puede vivir siempre "encaletado"…

UNO SE VA DE LENGUA

El detenido Lautaro Julio Moreno Gallardo, alias "El Coquimbo", se mostró "reticente" al "interrogatorio", casi masivo. Tenía, al parecer, "una papa" atravesada en la garganta: transpiraba y movía los labios como los conejos hambrientos ante una zanahoria. Fue separado del "piño".

¿Qué te pasa "Coquimbo"? Tú no eres de los muy callados.

La cosa es sencilla: tengo "julepe".

Pero aquí nadie podrá hacerte daño, excepto nosotros, por supuesto…

Una agachada de hombro del policía, a manera de disculpa, subrayó la última frase.

No sé, no estoy seguro; pero…afuera o en "canasta" me pueden "dar el bajo".

Bien. Entonces…"frisca, pelo y…"

No. "Me iré de lengua": ese reloj era del "Negro".

¿Cuál "Negro"?

El lustrabotas Benito Contreras que tenía un "lío" de faldas con el "Cojo Tiznado"…

Más que suficiente. En Santiago compararon el trozo de piel con la ficha dactiloscópica de Benito Contreras Cisternas. Sí, él era "La momia del cauce de la Avenida Francia".

"El Tiznado" o "El Cojo de la Pat'e Fierro", Ricardo Mora Rosales, estaba en "los pimientos" (la cárcel, se conoce con ese nombre debido a las plantas de pimientos que tiene en el frontis) por robo, ebriedad y desorden. Le decían "El Tiznado" porque los choros le llaman "El pat'e fierro" a los trenes y porque en la época de este crimen algunas locomotoras se movían a carbón, maquinistas y fogoneros siempre andaban llenos de tizne (humo, hollín). El juez Víctor Concha, enterado del asunto por César Gacitúa,, ordenó "la libertad" de Ricardo Mora.

¿ERA TAN IMPORTANTE?

Afuera, entre "los pimientos"… dos manos sobre los hombros y un corto viaje en patrullera. Una voz conocidísima y temida por el hampa rompió el silencio:

¡Cuéntame la firme sobre "El Negro Benito"!

Sabía que "los tiras", perdón, los señores detectives, me andaban buscando por ese asunto. ¿Era tan importante "El Negro Benito" que hasta los de Santiago andaban por aquí?

La misma voz anterior:

¡He dicho: al grano, "Cojo"!

Ta bien. No se enoje, don Cesita. Jue pura cuestión de curaos. La noche de Año Nuevo "rosquiamos" frente al Velarde (teatro). Vi la serial. A la salida me tomé "dos loros" de tinto en "El Oakland" para agarrar juerzas. Yo sabía que "El Negro" me estaba "comiendo la color" con la "Rosa Chica". Lo busqué y lo encontré "papaya": durmiendo en el cauce Francia. Yo le conocía, al finao, toas sus picás. Ni despertó cuando bajé por la escalera y eso que la tapa de fierro del cauce y mi pata metieron mucho ruido con los peldaños: fierro con fierro, usted sabe, don Cesita. Abajo, con esta misma pata le hice un "forado" en la cabeza. ¿No sé? Murió pollo. Ni siquiera se agitó. Creo que él también estaba algo "escabiado" (bebido).

Afuera, la luz del sol recién apagaba a las luciérnagas. La bahía, azul-blanca, mano amiga, abría, como siempre, sus puertas al viento. Barón se estremecía al paso del primer tren local… Atravesamos Bellavista: una ola casi nos moja las orejas y el espanto…

En el aire… un bailarín seguía y sigue haciendo piruetas y morisquetas…

Carta de un espectro

Hace algunos años aparecieron sobre mi

escritorio policial, estas páginas manuscritas (?),

cuyo origen aún no he podido establecer.

Las letras parecen haber sido hechas con la más

fina pluma de un colibrí en vuelo bajo,

entintado. El sobre tiene un lacre azul-celeste que conservo.

Inspector Cortés.

"Señor Carlos Cortés:

"Todo ser viviente empieza a morir antes de nacer; es una ley biológica inexorable que el humano adulto trata, inútilmente, de olvidar. Por supuesto, nadie nace conociendo tan horroroso fin; pero, a medida que crecemos física e intelectualmente, nos acomodamos a esta verdad dura, amarga, inmodificable; si así no fuese, nadie querría vivir.

"Nos desarrollamos entre invariables fenómenos vitales-letales; unos, como el amor, motor de vida eterna y prodigios y otros, los más, saturados de odios antiguos que visten, a veces, el traje bermellón de la ira. Descubrimos, siendo niños, la muerte y sus formas en un pájaro tieso y frío; en un gato de pupilas vidriosas; al pinchar un insecto o al oír el llanto de los nuestros porque a un pariente, de cualquier manera, se le detuvo el corazón; y ya estamos en la pista de lo que realmente somos: mortales prisioneros, por dentro y por fuera, de signos ineludibles e indescifrables; aunque podamos advertir la lluvia en las nubes oscuras, la primavera en el brote sin abrir del aromo de agosto, la vejez en la insinuada arruga inicial; desilusión vital en pupilas conocidas por amadas o la belleza crepuscular del cielo del oeste antes de iniciar la despedida de un día más-menos de nuestras conciencias hechas a los ciclos de este pequeño, fértil y bellísimo planeta que llamamos Tierra.

"Fui sureño. Me tocó nacer aquí, junto a millones de seres parecidos a mí en sueños y realidades. Me llamaron "Manuel", un antiguo nombre religioso. Crucé mi leve plazo físico-vital "curioseándome" y curioseando al hombre-especie y sus haceres. Todavía, con mi memoria vieja de espectro nuevo, recuerdo las manos de los alfareros levantando la greda húmeda, alisando contornos, y esos fijos visualizando, cerebralmente, las formas de los cántaros; conmigo todavía van los artífices de la piedra lapidando imágenes y cruces; y los descalzos pisadores de uvas azules y abejas ebrias; estatuarios pescadores del mar de Puerto Montt con las pupilas llenas de gaviotas trasnochadas y las manos, al amanecer, rojas de sangre palpitante. Sigo unido al herrero y a su fragua de estrellas diminutas; al buey tejiendo interminables babas largas delante de las carretas del hombre; al caballo dormido en la colina más alta del paisaje de mi infancia; al ladrido del perro tempranero; al olor del pan recién horneado. Entre las voces de mis sueños mortales, pastoreadas por el cariño, salen, apiñadas, las de mi madre y mis dos tías: las distingo por francas, generosas, por simples y querendonas en los dejos: "¡Manuel!" y dejaba los elevados nidos de los robles, mis collares de "cuentas" de eucaliptos para correr hacia los brazos robustos y tiernos: sabía, por el cacareo de las gallinas y por el mugir de las vacas ordeñadas, que me esperaba, en la mesa del hule a cuadritos, una enorme taza de chocolate caliente, espeso; tostadas, naranjas o manzanas, y tres sonrisas largas, invariables. Infancia, la voz más honda: madre de todas mis raíces. No quería dormir para que mi vivir fuese más largo.

"En su gran ciudad, inspector, las voces son otras y vienen y van de distinta manera, porque haceres y costumbres son diferentes: alguien o algo ha borrado casi todas las sonrisas de los rostros multitudinarios. Esquivan la lluvia y los rayos del sol. Sólo de paso ven la llegada de las flores; han olvidado las formas de la magnolia y el olor del jazmín. Algunos niños, vecinos de grandes parques, suelen jugar con las hojas pirueteras del otoño; creo que son muy escasos los santiaguinos que hayan hecho un mono de nieve con sus propias manos. Sin infancia agreste, ruda, levantisca y libre, el hombre no tiene tesoros internos: vive desconociendo la emoción del hallazgo personal, la de la pérdida; la imaginación carece de la base tempranera, esa que entrega la rama de un sauce convertida en barco de acequia; la de las hormigas, siempre desfilando, que van a almacenar el fragmentado pan del hombre en negros o eternamente sombríos palacios subterráneos. Mi oído, inspector, conoce la marcha de esos pasos leves y los añora: con los ojos cerrados podía saber si la abeja era una exploradora solitaria, segura de sí o si se había extraviado de la ruta. Aquí jamás pude charlar con un sólo pájaro ni pude seguir, por falta de tierra agujereada, los rastros de un gusano. Ni el río corre libre. Tuve que guardar, por inútiles, mi honda de peumo, mis anzuelos de cobre y hasta mi pequeño cuchillo de monte. Nadie pesca, nadie caza. Lo que no pude guardar fueron mis ansias de campos abiertos, de montañas y bosques, de ríos y mar grises, y del colegio me iba al San Cristóbal a vagar mi dolor de niño campesino, a recordar volcanes nevados, culebras anidadas, varillas de palqui y salmones remontando corrientes de agua fría con orillas de nácar espumoso tejidas y destejidas por el aire.

"Me enseñaron a teorizar sobre números y lenguaje; y yo quería tener alguna seguridad desde mí mismo: interna, auténtica, legítima, para mejor tender mis manos al hombre. No llegué muy lejos: alguien disparó una ráfaga de plomo y estallé en plena calle, como un globo de piel, sangre y ansias. Sé que es extrañísimo, inspector: vi caer mi cuerpo joven, nuevo, con el hombro izquierdo destrozado. Perdí un pie calzado y la vida… como la entendía o la estaba entendiendo. La calle no es un buen lugar para morir cuando la vida sólo es una esperanza. Las balas me sorprendieron fumando: el humo azul se fue de mi cuerpo y yo ascendí con él hasta una cornisa gris, cerca del techo de un edificio viejo, al lado de una mosca seca y de una telaraña semidestruida. Podía ver, oír y oler; todavía lo hago; sólo que no entro en relación directa con los vivos: soy un testigo incomunicado. Echo de menos mi enorme caparazón humana con la que anduve 20 años por los caminos del hombre y sus sueños; esa que Ud., inspector, cubrió, piadosamente, con un paño negro.

"Al verme muerto mis compañeros gritaron, lloraron, escandalizaron. Llegaron policías uniformados y de los suyos. Alguien trajinó mis ropas y encontró mi carnet de identidad, versos, dibujos de torcazas enamoradas. Las autoridades avisaron a mi familia santiaguina. Hubo denuncias y publicaciones. En la mañana de un domingo enterraron mi cuerpo: seguí el cortejo. Cerca de la tumba de mi familia hay un ciprés dormido, empolvado, cubierto de pájaros bulliciosos. Cuando mi cadáver fue tapado por la tierra removida ascendí hasta el árbol: tiene nidos de gorriones saltarines. Bajé y recorrí las calles de los muertos leyendo epitafios de vivos para vivos: nadie escribe para espectros, y cuesta vivir así, inspector, sin esperanzas humanas y esperando. Estoy desorientado: no tengo lugar entre los vivos ni entre los muertos…

"Me describí diciéndole que puedo ver, oír y oler; en verdad, soy una "potencia" informe, ingrávida. Todavía no me conozco bien en este estado; sin embargo, mi memoria, archivo de lo grato, y mi juicio, que no alcanzó a formarse, parecen ser los mismos de siempre. Supongo, dada mi total inmaterialidad, que carezco de los otros sentidos y es una lástima, porque me sigue gustando el recuerdo de la piel y del cabello de una muchacha española; saborear frutas agridulces y fumar al atardecer para despedirme del sol. Ya sabe Ud. que puedo movilizarme hacia cualquier parte, pero todo me resulta conocido. Puede que no pase de ser una memoria redonda y solamente etérea penando entre los míos.

"La razón de esta "carta espectral" es sólo una: saber si puedo comunicarme con algún humano. Usé un moscardón verde en el que tuve que meterme para que sus patas entintadas no fabricaran un jeroglífico. Lo elegí a Ud., inspector Cortés, porque conoce la piedad y tiene práctica de muerte y experiencia vital suficiente como para no llegar al espanto. En mi nuevo estado tengo algunos problemas: el perro de mi hermano, cuando me acerco a la que fue mi casa, ladra desesperadamente y gime; el canario deja de cantar y el gato blanco se eriza y huye hacia los techos vecinos. Sé que mi hermano -puedo leer sus pensamientos y comprender el origen de sus emociones- se acerca a la verdad porque nos parecemos por dentro y por fuera. Si me alejo de esta casa voy a seguir sufriendo "en muerte". Aconséjeme. -Manuel.

LA RESPUESTA

Como si hubiera recibido una orden secreta e imperiosa, escribí:

"Manuel, aléjese de sus familiares santiaguinos. Váyase al sur, a ese paisaje que tanto conoce. "Viva" con su madre y sus tías "… tan simples y querendonas". Creo que a ellas no va a asustarlas el espíritu rondón del hijo-sobrino que tanto quisieron.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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