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Teorías Éticas: los grandes autores (página 4)

Enviado por Moris Polanco


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El ESTOICISMO: EL IDEAL DE LA IMPERTURBABILIDAD

EPICTETO

La filosofía de Epicteto, un estoico romano, se desarrolló a partir de las enseñanzas de Zenón (336-264 a.C.), fundador de la Stoa Poikile (pórtico decorado con pinturas), la última de las cuatro famosas escuelas de la Atenas antigua. La dependencia del pensamiento griego es típica de la filosofía romana; en la larga historia del imperio romano, no se produjo ninguna filosofía que tuviera algún valor. De todos los sistemas filosóficos griegos transplantados a Roma, el estoicismo fue probablemente el más exitoso. Al final del siglo II a.C., la filosofía estoica estaba firmemente asentada en su nuevo ambiente, y en los siglos siguientes fue aceptada por los miembros de las clases altas y bajas de la sociedad. Llegó a ser bastante popular entre los soldados romanos como filosofía que predicaba la indiferencia frente a las adversidades, y por su apelación a la "ciudadela interior" resultó atractiva para intelectuales de la talla de Cicerón, Séneca, el emperador Marco Aurelio y Epicteto. La urgente necesidad de los poderes profilácticos de la filosofía estoica era generada por la sordidez y depravación de la época, la cual queda reflejada en una de las observaciones de Epicteto: "[Los hombres] muerden y se envilecen unos a otros, y toman posesión de las asambleas públicas, como las fieras salvajes hacen con los parajes solitarios y con las montañas; y convierten las cortes de justicia en antros de ladrones. Son intemperantes, adúlteros, seductores".

Existe poca información sobre la historia personal de Epicteto. La fecha y el lugar precisos de su nacimiento son desconocidos, pero la evidencia existente indica que nació en la ciudad griega de Hierápolis, en Frigia, hacia el 50 de nuestra era. Se dice que cuando niño fue vendido como esclavo por sus padres, y que llegó a ser parte de la familia de un soldado romano bastante libertino. (…) Según la costumbre romana, a Epicteto le fue permitido asistir a las lecciones de un filósofo estoico, ya que mostraba gran habilidad intelectual. Cuando murió su señor, Epicteto obtuvo su libertad. Por esa época, ya había ganado notoriedad como filósofo, y eligió permanecer en Roma como maestro. Cuando, en el 89 d.C., el déspota emperador Domiciano obligó a todos los filósofos a abandonar Roma, Epicteto emigró a Nicópolis. Allí comenzó otra escuela, en la que enseñó hasta su muerte, en el 130.

Epicteto se distinguió más como orador que como escritor. Nada se conserva de sus escritos originales, pero Arrio, uno de sus discípulos, trascribió sus lecciones de ética y las editó en ocho volúmenes. El más importante de estos volúmenes es Discursos, y el Enchiridion, o Manual. La meta de Epicteto era "mover a sus oyentes a practicar la virtud", y cuando daba sus conferencias, decía Arrio que "la audiencia no podía evitar ser conducida a dónde él pretendía".

Los estoicos sostienen que las personas morales son las que viven de acuerdo con los dictados de la razón, y se ven a sí mismos como individuos autosuficientes, capaces de disciplinar sus deseos y de permanecer totalmente indiferentes a las vicisitudes de la vida. En virtud de sus principios morales y de su concepción de la vida buena, los estoicos se consideraban a sí mismos como pertenecientes a la tradición socrática. Ellos sostienen, como sus predecesores los cínicos, que la lección que se debe sacar de la vida y enseñanzas de Sócrates es que la virtud humana y la felicidad dependen no del éxito material, sino de la formación del carácter, el cual debe ser fiel a lo más propio de nuestra naturaleza: la racionalidad. Además, sostienen los estoicos, es a través de la conducta en conformidad con la naturaleza racional que la gente se une entre sí y con el universo. El significado de la exhortación socrática: "conócete a ti mismo", es claro, pues es sólo a través del conocimiento propio que la gente puede participar en la comunidad moral y cumplir con su función en el gran diseño del universo.

La visión estoica del universo, elaborada a partir de otras teorías cosmológicas griegas por el fundador de la Estoa, Zenón, y por sus brillantes sucesores, Cleantes (c. 310-230 a.C.) y Crisipo (280-209 a.C.), proporciona soporte a la ética estoica. Basándose sobre todo en la doctrina de Heráclito (c. 500 a.C.), ellos ven el universo como una unidad orgánica en la cual la forma y propósito de cada parte está determinada por Dios, quien es pensado como el principio racional inmanente al todo. Los estoicos ven a Dios como la fuerza vital que crea todas las cosas en este universo interconectado, y como la inteligencia cósmica que lo gobierna desde dentro. Esta concepción de Dios –llamada panteísmo–, sirve de base para las intuiciones éticas de los estoicos, ya que el individuo, como un ser racional, es un "fragmento separado de Dios". Todas las personas poseen la habilidad de comprender la naturaleza divina, y la vida buena cosiste en vivir en conformidad con ella. Pues, como dice Epicteto, "donde está la esencia de Dios, también está la esencia del bien. ¿Cuál es la esencia de Dios?… ¿La razón correcta? Ciertamente. Aquí, entonces, sin más, hay que buscar la esencia del bien".

Epicteto está más interesado que otros estoicos romanos en metafísica, y permanece más leal que ellos a la posición original de la Stoa. Sin embargo, su actitud hacia la especulación acerca de la naturaleza de las cosas es más piadosa que probatoria, más religiosa que filosófica, más práctica que teórica. Para Epicteto, el valor inherente a la humanidad es la adoración de Dios, y su deber es ser digno de Dios. Los obstáculos que la gente encuentra en sus intentos para vivir noblemente son la materia hacia la que el filósofo debe dirigir su atención. Las condiciones y limitaciones de la vida moral están dadas en la naturaleza humana:

¿Qué es lo que dice Zeus? "Epicteto, si fuera posible habría hecho tu cuerpo y todas tus posesiones (todas esas bagatelas que aprecias), libres e ilimitadas. Pero como son las cosas –nunca olvides esto–, este cuerpo no es tuyo, es sólo una mezcla inteligente de barro. Pero ya que no puedo hacerla libre, te doy una porción de mi divinidad, esta facultad de actuar o no actuar, la voluntad de adquirir o de evitar".

La misión del sabio es urgir a las personas a examinarse a sí mismas y a llevar una vida conforme a la razón.

Según Epicteto, la persona que valora la virtud por sí misma es feliz. La virtud, nos dice, es una condición de la voluntad en la cual ésta es gobernada por la razón, con el resultado de que la persona virtuosa busca sólo aquellas cosas que puede alcanzar y evita aquellas que están fuera de su alcance. La infelicidad es el pago inevitable de aquellos que desean lo que no pueden obtener. Los sabios se resignan a limitar sus deseos a lo que pueden controlar. Con respecto a los deseos que no pueden satisfacerse, ellos son literalmente apáticos, esto es, no tienen ningún sentimiento sobre ellos. Además, saben que todo lo que está más allá del control de una persona es irrelevante para la ética. Las personas virtuosas encuentran en ellas mismas todo lo que es necesario para alcanzar la felicidad –moralmente, son enteramente autosuficientes.

Al responder a la pregunta: "¿Qué es lo que está bajo nuestro control?", Epicteto reafirma una de las doctrinas distintivas del estoicismo: son nuestras actitudes hacia los eventos, no los eventos mismos, lo que podemos controlar. Nada es por su propia naturaleza calamitoso –incluso la muerte es terrible sólo si la tememos. De nuevo, aunque uno pueda fallar al llevar a cabo los actos señalados por la providencia divina –porque al tratar de realizar nuestros deberes las circunstancias nos lo impidan– uno debería permanecer imperturbable. Por ejemplo, si debido a la pobreza los padres no pueden alimentar a sus hijos, no deberían preocuparse, siempre y cuando hagan todo lo posible por proveer para sus hijos. Si ellos desean cumplir con su deber, están cumpliendo con su obligación, pues sólo esto está dentro de su poder. Aún más, ellos deben estar seguros de que todo lo que sucede es por necesidad divina, y que sea lo que sea que Dios haga, es por su bien.

Epicteto, como consejero moral, nos recomienda cultivar una actitud de indiferencia hacia la buena o la mala fortuna, ya que los eventos externos escapan a nuestro control. Por consiguiente, los individuos prudentes no se dejan esclavizar por las demandas de su cuerpo, ni se vuelven emocionalmente dependientes de personas u objetos.

TEXTOS DE EPICTETO

Manual y Conversaciones (selección)

Manual 1. De todas las cosas del mundo, unas dependen de nosotros, y las otras no. Las que dependen de nosotros son la opinión, el querer, el deseo y la aversión; en una palabra, todas nuestras acciones.

2. Las que no dependen de nosotros son el cuerpo, los bienes, reputación, las dignidades; en una palabra, todas las cosas que no son acción nuestra.

3. Las cosas que dependen de nosotros son libres por su naturaleza, nada puede detenerlas ni estorbarlas; las que no dependen de nosotros se ven reducidas a impotencia, esclavizadas, sujetas a mil obstáculos, completamente extrañas a nosotros.

4. No olvides pues que si consideras libres las cosas que, por su naturaleza están esclavizadas, y tienes como propias las que dependen de otro, encontrarás obstáculos a cada paso,, estarás triste, inquieto y dirigirás reproches a los dioses y a los hombres. En cambio, si sólo consideras tuyo lo que te pertenece y extraño a ti lo que pertenece a otro, nadie nunca te obligará a hacer lo que no quieres, ni te impedirá hacer tu voluntad. No recriminarás a nadie. No harán nada, ni la cosa más pequeña, contra tu voluntad. Nada te causará ningún daño, y no tendrás ningún enemigo, pues no te ocurrirá nada que pueda perjudicarte.

10. Lo que inquieta a los hombres no son las cosas, sino sus opiniones de las cosas. Por ejemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así se lo habría parecido a Sócrates. Pero el mal es la opinión que se tiene de que la muerte es un mal. Por consiguiente, cuando nos sentimos contrariados, inquietos o tristes, no debemos acusar a nadie más que a nosotros mismos, es decir, a nuestras opiniones.

11. Es propio de un ignorante echar la culpa a los otros de sus desgracias; en cambio acusarse sólo a sí mismo, es propio de un hombre que empieza a instruirse; y no acusar ni a los demás, ni a sí mismo, es lo que hace el hombre instruido.

14. No pretendas que las cosas ocurran como tú deseas, sino desea que ocurran tal como se producen, y serás siempre feliz.

22. El verdadero dueño de cada uno de nosotros es aquel que puede darnos o quitarnos lo que queremos o lo que no queremos. Por tanto, si quieres ser libre, no desees o no huyas de nada de lo que dependa de los otros, si no, serás necesariamente esclavo.

25. No olvides que eres actor en una pieza en que el autor ha querido que intervengas. Si quiere que sea larga, represéntala larga, si la quiere corta, represéntala corta. Si quiere que desempeñes el papel de mendigo, hazlo lo mejor que puedas. E igualmente si quiere que hagas el papel de un príncipe, de un plebeyo, de un cojo. A ti te corresponde representar bien el personaje que se te ha dado; pero a otro corresponde elegírtelo.

27. Si quieres ser invencible, no te comprometas en una lucha más que cuando de ti dependa la victoria.

42. Debes saber que el principio de la religión consiste en tener opiniones acertadas sobre los dioses, creer que existen, extienden su providencia a todo, que gobiernan el mundo con sabiduría y justicia, que tú has sido creado para obedecerles, para aceptar todo lo que te sucede y para conformarte con ello voluntariamente como cosas que proceden de una providencia muy buena y sabia. De este modo nunca reprocharás a los dioses, y nunca los acusarán de no cuidar de ti. Pero sólo puedes tener estas disposiciones apartando el bien y el mal de las cosas que no dependen de nosotros, y situándolos en las que dependen de nosotros. Porque si consideras un bien o un mal alguna de las cosas que nos son extrañas, es de toda necesidad que, cuando estés frustrado en lo que deseas, o te suceda lo que temes, te lamentes y odies a los que son la causa de tu desgracia.

44. Igual que cuando caminas tienes cuidado de no pisar un clavo o de no torcerte el tobillo, también debes cuidar de que no dañes la parte que es dueña de ti, la razón que te conduce. Si en todas las acciones de nuestra vida observamos este precepto, obraremos rectamente.

81. Empieza todas tus acciones y todas tus empresas con esta súplica [de Cleanto]: «Condúceme, gran Zeus, y tú, poderoso Destino, al lugar donde habéis fijado que debo ir. Os seguiré resueltamente y sin duda. Y si quisiera resistirme a vuestras órdenes, además de volverme malvado e impío, siempre debería seguiros aún en contra de mi voluntad.»

Conversaciones 1, 9. Si es cierto que hay un parentesco entre Dios y los hombres, como pretenden los filósofos ¿qué pueden hacer los hombres, sino imitar a Sócrates, y no responder nunca a quien les pregunta cuál es su país: «Soy [ciudadano] de Atenas, o de Corinto», sino: «Soy ciudadano del mundo»? Si hemos comprendido la organización del universo, si hemos comprendido que «la principal y más importante de todas las cosas, la más universal, es el sistema compuesto por los hombres y Dios, que de él proceden todos los orígenes de todo lo que tiene vida y crecimiento en la tierra, especialmente los seres racionales, porque ellos solos por naturaleza participan de la sociedad divina, por estar unidos a Dios por la razón», ¿por qué no nos hemos de llamar ciudadanos del mundo? ¿Y por qué no nos hemos de llamar hijos de Dios? ¿Por qué hemos de temer los acontecimientos, cualesquiera que sean? En Roma, el parentesco con César, o con algún hombre poderoso, basta para vivir con seguridad, para estar por encima de todo desprecio y de todo temor ¿y el hecho de tener a Dios por autor, por padre y por protector, no podrá bastarnos para liberarnos de pesares y terrores?

1, 12. El hombre de bien somete su voluntad al que gobierna el universo, como los buenos ciudadanos lo hacen a la ley de su ciudad. Y el que se instruye debe preguntarse: «¿Cómo podré seguir a los dioses en todo, y vivir contento bajo el mandato divino, y cómo podré llegar a ser libre?» Porque es libre aquel a quien todo le ocurre según su voluntad y a quien nadie puede obstaculizar. —Pero yo quiero que todo suceda según mi deseo, cualquiera que sea. —Tú desvarías. ¿No sabes que la libertad es algo bello y precioso? Y desear que se produzca lo que me place, puede no sólo no ser bello, sino ser lo más horrendo que hay. ¿Qué hacemos si se trata de escribir? ¿Me propongo escribir el nombre de Dios como me place? No, sino que me enseñan a escribirlo como debe hacerse. ¿Y cuando se trata de música? Lo mismo. ¿Y para las artes y las ciencias? [Lo mismo.] Sería inútil aprender las cosas, si cada uno pudiese acomodar sus conocimientos a su voluntad. ¿Y únicamente en el dominio más serio y más importante, el de la libertad, me sería permitido querer al azar? De ningún modo, sino que instruirse consiste precisamente en querer que cada cosa suceda como sucede. ¿Y cómo sucede? Como lo ha mandado el Ordenador.

II, 5. Es difícil unir y combinar estas dos [actitudes]: el cuidado del que está sometido a las influencias de las cosas, y la firmeza del que permanece indiferente. Pero no es imposible. Es como cuando debemos navegar. ¿Qué está en mis manos? La elección del piloto, de los marineros, del día, del momento. Después viene una tempestad: ¿qué debo hacer? Mi papel se ha terminado, corresponde actuar a otro, al piloto. Pero el barco se hunde: ¿qué debo hacer? Me limito a hacer lo que está en mi poder: ahogarme sin miedo, sin gritos, sin recriminar a Dios, sino pensando que lo que ha nacido debe también perecer. Yo no soy eterno, soy hombre, parte del todo como la hora [es parte] del día. Debo venir como hora y pasar como la hora. ¿Qué me importa cómo paso, si es ahogándome o por una fiebre? Debe pasar por cualquier medio de esta clase.

III, 19. Observaos a vosotros mismos, y descubriréis a qué secta pertenecéis. La mayoría descubriréis que sois epicúreos, algunos peripatéticos, y otros relajados. Porque ¿dónde habéis demostrado con vuestros actos que consideráis la virtud como igual y aún superior a todo lo demás? Mostradme un estoico, si tenéis alguno. (… ) Mostradme un hombre enfermo y feliz, en peligro, y feliz, moribundo y feliz, exiliado y feliz, despreciado y feliz. Pero no podéis mostrarme al hombre así modelado. Mostradme al menos al que está orientado en esta dirección. ¿Creéis que debéis mostrarme al Zeus de Fidias o a la Atenea, un objeto de marfil o de oro? Es una alma lo que uno de vosotros debe mostrarme, una alma de hombre que quiera conformarse con el pensamiento de Dios, no proferir quejas contra Dios o contra un hombre, no caer en falta en sus empresas, no chocar con los obstáculos, no irritarse, no ceder a la envidia o los celos, sino (¿por qué usar circunloquios?) hacerse un Dios abandonando al hombre, y en este Cuerpo Mortal querer la sociedad de Zeus. Mostradlo. Pero no podéis.

TEXTOS DE MARCO AURELIO

Meditaciones, Libro V

1. Cuando por la mañana te cueste trabajo despertar, ten presente este pensamiento: «Me despierto para llevar a cabo mi tarea como hombre.» ¿Voy a estar de mal humor por tener que hacer aquello para lo que he sido hecho y colocado en el mundo? ¿Acaso he sido constituido para permanecer calentito debajo de la manta? «¡Eso es más agradable!», pero ¿has sido hecho entonces para el placer? En general ¿has sido hecho para la pasividad o para la actividad?

¿No ves que las plantas, los pájaros, las hormigas, las arañas, las abejas hacen las tareas que les corresponden, contribuyendo así a la armonía del mundo? Y ¿tú no quieres hacer lo que corresponde a un hombre, ni apresurarte a lo que está de acuerdo con tu naturaleza? «También hay que descansar.» Sí, de acuerdo, pero la naturaleza ha fijado sus límites al reposo, igual que al comer y al beber, y sin embargo, tú traspasas esos límites y vas más allá de lo que es suficiente, excepto en tus acciones, en las que te quedas por debajo de tus posibilidades. Eso es porque no te amas, pues si lo hicieras amarías a tu naturaleza y su propósito. Otros, por los oficios que aman, se desviven dedicándose a ellos sin comer ni lavarse, ¿estimas tú menos a tu naturaleza que el cincelador su arte, o el bailarín la danza, o el avaro su dinero, o el vanidoso la jactancia?

Estos, cuando se apasionan, no quieren comer ni dormir, sino sólo ver progresar las cosas por las que se afanan. ¿Te parecen inferiores y que merecen menos cuidados las cosas útiles a la comunidad?

2. ¡Qué fácil es dejar de lado cualquier imaginación enojosa o extraña, y encontrar así, inmediatamente, una calma perfecta!

3. Considérate digno de cualquier palabra o hecho que estén en armonía con la naturaleza y no te retraigan las críticas. Si está bien hacer algo o decir algo, no te consideres indigno de ello. Los demás tienen su propio guía interior y siguen sus propias inclinaciones. No te inquietes y sigue derecho tu camino, guiado por tu propia naturaleza y la naturaleza universal, pues ambas siguen el mismo camino.

4. Avanzo de acuerdo con el camino de la naturaleza hasta que caiga y descanse, exhalando mi último aliento en este aire que respiro, al caer sobre esta tierra de la que mi padre recogió la semilla, mi madre la sangre, mi nodriza la leche, tierra que desde hace tanto tiempo me da alimento y bebida, que me lleva cuando ando, y de la que obtengo tantos beneficios.

5. ¿Que no pueden admirar tu agudeza? Sea, pero todavía existen otras muchas cosas para las que has nacido con un don natural. Haz acopio, pues, de aquellas que dependen únicamente de ti: sinceridad, dignidad, fortaleza, moderación frente a los placeres, resignación ante el destino, necesidad de poco, bondad, libertad, sencillez, seriedad en los propósitos, grandeza de ánimo. ¿Te das cuenta de cuántas cosas puedes adquirir ya, sin que tengas ninguna incapacidad o insuficiencia natural que te sirva de excusa? Y sin embargo, de forma voluntaria, te encuentras todavía por debajo de tus posibilidades. ¿Es por culpa de un defecto en tu constitución por lo que te ves obligado a refunfuñar, a ser avaro, a adular, a culpar a tu cuerpo, a darte gusto, a andar sin rumbo, a hacer sufrir a tu alma tales oscilaciones? No, desde luego. Hace tiempo que podías haberte librado de estos defectos, y ser culpable sólo de cierta lentitud y torpeza para comprender. E incluso la lentitud puedes ejercitarla, y no resignarte ni complacerte en ella.

6. Existe un tipo de hombre dispuesto a cobrarse el favor que ha hecho a alguien. Un segundo tipo no obrará así, pero en su interior considerará al favorecido su deudor y será muy consciente de lo que ha hecho. Un tercero, en cierto modo, ni siquiera será consciente de su acción, pues es como una vid que, después de producir sus frutos, nada reclama, como un caballo que ha corrido, un perro que sigue el rastro, una abeja que produce miel. Del mismo modo que la vid pasa a producir nuevos frutos, este hombre que hizo un favor hará a continuación otro sin buscar beneficio. ¿Hay que ser como estos hombres que no son conscientes de lo que han hecho? Alguno responderá: «Sí, pero es preciso ser consciente, pues lo propio del hombre sociable es darse cuenta de que obra de acuerdo con el bien común y, ¡por Zeus! querer que su vecino también se dé cuenta.» Lo que dices es cierto, pero tuerces el verdadero sentido siendo como los que he mencionado, que se dejan engañar con argumentos aparentemente 1ógicos.

Intenta comprender el verdadero sentido de mis palabras y no temas que por ello vayas a dejar de hacer algo bueno para la sociedad.

7. Súplica de los atenienses: «Zeus amado, envíanos lluvia, envíanos lluvia a nuestros campos y cultivos.» O no se reza, o se hace de esta manera, sencilla y francamente.

En el mismo sentido que decimos: «Asclepio ordenó a éste equitación, baños de agua fría, o caminar descalzo», decimos también: «La naturaleza universal le ha ordenado una enfermedad, una mutilación, una pérdida, o alguna otra cosa semejante.» Pues en el primer caso, «ordenó» significa: «le mandó esto como apropiado para su salud», y en el segundo caso, «ordenó» significa que «le ha mandado esto como apropiado de alguna manera a su destino». Así, decimos que los acontecimientos nos convienen, igual que los albañiles dicen que las piedras cuadrangulares encajan unas con otras, en los muros o pirámides, según determinada combinación. Porque, en definitiva, no hay más que una sola armonía, y del mismo modo que un cuerpo como el mundo se completa con todos los cuerpos, una causa como el destino se completa con todas las causas. Hasta los más ignorantes entienden lo que quiero decir, pues dicen: «esto le traía el destino», por consiguiente, esto le era traído y esto le era ordenado. Aceptémoslo, pues, como prescripciones de Asclepio. Muchas de ellas son duras, pero las aceptamos con la esperanza de sanar. Considera del mismo modo lo que decide y hace la naturaleza común. Acoge todo lo que acontece, aunque te parezca duro, porque conduce a la salud del mundo, a la prosperidad y bienestar de Zeus. Todo lo que acontece a cada uno beneficia al conjunto, y todo lo que produce la naturaleza se adapta al ser que la gobierna. Así pues, hay dos razones para que estés contento con lo que te ocurra: una, porque ocurre por ti, para ti fue ordenado, y, de alguna manera, estaba relacionado contigo desde arriba, en una cadena de causas muy antiguas; la segunda, porque lo que ocurre a cada cual condiciona la prosperidad, perfeccionamiento y existencia misma del que gobierna el todo. Pues el todo queda mutilado si cortas cualquier conexión o encadenamiento, sea de sus partes o de sus causas. Y esto ocurre, en lo que de ti depende, cuando muestras disgusto por los acontecimientos o los destruyes de algún modo.

9. No te enfades, abandones, ni pierdas la paciencia, si a menudo no consigues actuar de acuerdo con principios rectos. Más bien, después de un fracaso, vuelve a intentarlo de nuevo y alégrate si la mayor parte de tus acciones son dignas de un ser humano. Ama aquello a lo que vuelves otra vez, y no regreses a la filosofía como a un maestro de escuela, sino con la misma disposición que el que padece una dolencia ocular recurre a aplicarse una esponja o huevo, o como el que se vale de un emplasto o un fomento. De esta manera, mostrarás que obedecer a la razón no es un gran asunto, sino que más bien encontrarás alivio en ello. Recuerda también que la naturaleza sólo quiere lo que está de acuerdo con tu propia naturaleza, mientras que tú querías otra cosa en desacuerdo con la naturaleza. ¿Qué es más agradable que seguirla? ¿Acaso no nos vence el placer por el agrado que nos produce? Examina si la magnanimidad, la libertad, la sencillez, la benevolencia, la piedad no son más agradables. Y en cuanto a la sabiduría ¿existe algo más agradable, si consideras que la capacidad para comprender y el conocimiento siempre procuran estabilidad y éxito?

10. Las cosas están cubiertas, por decirlo así, de un velo que hace que los principales filósofos las consideren incomprensibles, y que incluso a los estoicos les resulten difíciles de comprender. Cualquier asentimiento nuestro frente a las percepciones puede cambiar, pues ¿dónde está el hombre que no cambia jamás? Considera las cosas sujetas a la experiencia, ¡qué breves son, carecen de valor y pueden ser poseídas por un disoluto, una ramera o un bandido! Considera a continuación los caracteres de los que viven contigo, incluso el mejor de ellos es difícil de soportar; hasta es difícil soportarse a sí mismo. Entre tanta confusión y suciedad, tan rápido flujo del tiempo y la sustancia, y tanto movimiento, ¿qué hay que merezca nuestra mayor estima y afán? Yo no lo veo. Es preciso animarse a esperar la liberación natural y no irritarse por su demora, sino apaciguarse con estas dos ideas: una, que nada puede ocurrirme en desacuerdo con la naturaleza del conjunto; la otra, que está en mi poder el no hacer nada contrario a mi dios y genio interior. Pues nadie me obligará a ir contra éste.

Es preciso que siempre me haga esta pregunta: ¿para qué estoy usando ahora mi alma?, y que averigüe qué tengo en este momento en eso que llaman guía interior y qué clase de alma poseo ahora ¿la de un niño, un muchacho, un pusilánime, un déspota, una bestia, una fiera?

12. Qué cosas considera bienes la gente ignorante puedes entenderlo por lo siguiente. Si un hombre considerara que son auténticos bienes la sabiduría, la moderación, la justicia, la fortaleza, no le encajaría como apropiado el verso del poeta Menandro: «¡Es más rico que … !» Sonaría a falso. Sin embargo, si de antemano considerara como bienes los que el vulgo considera como tales, oirá y aceptará estas palabras del poeta como adecuadas. ¡Hasta tal punto el vulgo percibe la diferencia! Si no fuera así, estas palabras aplicadas al primer caso no ofenderían y no serían rechazadas, mientras que en el caso de la riqueza y los beneficios que llevan al lujo y a la fama, nos parecen adecuadas las mismas palabras. Sigue, pues, y averigua si se deberían respetar y considerar como bienes las cosas que hicieran que al que las poseyera en abundancia, cuando uno las ha considerado bien, fuera posible concluir: «No tiene dónde evacuar.»

13. Estoy compuesto de una causa formal y de materia. Ninguna de ellas pasará a la nada igual que no vinieron de la nada. Así pues, a cualquiera de las partes de las que estoy compuesto se le asignará, por transformación, cualquier otra parte en cualquier lugar del universo; a su vez se transformará en otra, ésta en otra, y así hasta el infinito. Gracias a una transformación semejante he nacido yo, y también mis padres, y así podríamos remontarnos hasta otro infinito. No hay motivo para no hablar así, aunque el universo se gobierne por periodos finitos.

14. La razón y el método de la razón son capacidades que se bastan a sí mismas y a sus propias operaciones. Tienen un punto de partida propio y caminan recto a la meta propuesta. Por eso, los actos racionales se denominan «acciones rectas» pues con este nombre se indica la rectitud de la vía.

15. Nadie debe apreciar ninguna cosa que no corresponda al hombre en tanto que hombre. No son requisitos del hombre, la naturaleza del hombre no anuncia ninguna de ellas, ni son perfecciones de ella. En ninguna de estas cosas está el fin del hombre, ni lo que completa su fin: el bien. Todavía más, si alguna de estas cosas le correspondiera, no sería atributo suyo el despreciarlas o sublevarse contra ellas. Tampoco sería alabado el hombre que pretendiera no tener necesidad de ellas, ni sería considerado hombre de bien el que tomara de ellas menos de lo que pudiera, en el caso de que realmente fueran bienes. Ahora bien, cuanto más se desprende un hombre de una o varias de ellas, o cuanto mejor soporta ser despojado, más hombre de bien es.

16. Tu inteligencia será lo que la hagan tus ideas, pues el alma se impregna de las ideas. Impregna, pues, la tuya con ideas como éstas: allí donde es posible vivir, es posible vivir bien. Si uno puede vivir en la corte, entonces también allí puede vivir bien. Todavía más: cada ser es conducido al fin por el que fue formado.

17. Sólo los locos persiguen lo imposible. Imposible es que los malos no cometan maldades.

18. Nada ocurre a nadie que no pueda soportarlo por naturaleza. Lo mismo que acontece a uno, le ocurre a otro que permanece firme e incólume porque desconoce lo que le pasa o por hacer gala de un gran espíritu. Terrible es que la ignorancia y la presunción puedan más que la sabiduría.

19. Las cosas, por sí solas, no tienen el más mínimo contacto con el alma; no pueden alcanzarla, modificarla ni ponerla en movimiento. A sí misma se modifica y ella sola se mueve, y hace que las cosas a ella sometidas se parezcan a los juicios que estima dignos de ella misma.

20. En el sentido de que debemos hacer el bien a los hombres y soportarlos, el hombre es lo más ligado a nosotros. Pero en el sentido de que algunos puedan serme obstáculos para llevar a cabo las tareas que me son propias, me resultan tan indiferentes como podrían serlo el sol, el viento o una bestia salvaje. A causa de ellos, alguna de mis acciones podría verse estorbada, pero, gracias a mi capacidad de adaptación y de respuesta no hay obstáculos a mi impulso y disposición, pues el entendimiento transforma y altera cada obstáculo que se presenta para conseguir el objetivo propuesto, resultando que cada estorbo a una tarea se convierte en una ayuda, y cada obstáculo puesto en el camino se convierte en un impulso.

21. Reverencia lo más excelso que hay en el mundo: lo que de todo se sirve y todo cuida. De la misma manera, reverencia lo que es más excelso en ti mismo; es de la misma clase que lo anterior. Porque, en ti, eso es lo que se sirve de lo demás y dirige tu manera de vivir.

22. Lo que no es perjudicial para la ciudad, tampoco lo es para el ciudadano. Cuando pienses que se te ha perjudicado, aplica esta regla: si la ciudad no ha resultado perjudicada, tampoco yo. Y, si eso daña a la ciudad, no debes enfadarte, sino sólo mostrar lo que ha hecho al que la ha dañado.

23. Considera con frecuencia la rapidez con la que seres y acontecimientos pasan y desaparecen. Como un río, la sustancia fluye eternamente, las fuerzas cambian perpetuamente, las causas se modifican de mil maneras. Casi nada es estable, y los abismos del pasado y del futuro en los que todo se desvanece están muy próximos. ¡Qué loco el hombre que en semejante contexto se envanece o se desespera o se apesadumbra, como si algo le hubiera causado una perturbación durante un tiempo considerable!

24. Acuérdate de que sólo eres una mínima parte de la sustancia total, de que sólo dispones de un breve intervalo del tiempo global, y de que sólo dispones de un pequeñísimo lugar en el destino.

25. ¿Alguien comete una falta contra mí? Es cosa suya: tiene su propio temperamento, su propia forma de actuar. Yo, en ese momento, tengo lo que la naturaleza quiere que tenga y hago lo que mi propia naturaleza quiere que haga.

26. Que el guía interior y señor de tu alma permanezca indiferente al movimiento, suave o violento, que tiene lugar en la carne, que no se mezcle con ella sino que la rodee y limite esas pasiones al cuerpo. Cuando éstas llegan hasta la inteligencia por efecto de la simpatía que une, unas a otras, las partes de tu persona, que es indivisible, no te opongas a la sensación, pues es un fenómeno natural, ni emita tampoco tu guía interior, por sí mismo, el juicio de que se trata de algo bueno o malo.

27. «Vivir con los dioses.» Así hace el que se muestra siempre satisfecho con la parte que le ha tocado, y cumple la voluntad del dios interior que a todos ha dado Zeus, parte de sí mismo, como señor y guía. Y este dios interior es la inteligencia y la razón.

28. ¿Te molesta el hombre que huele mal, o el hombre al que le huele la boca? ¿Qué puede hacer si su boca y sus axilas son así? Es inevitable que de tales causas se produzcan semejantes efluvios. «Pero el hombre es un ser racional y, si se detiene a pensar, puede entender que resulta ofensivo.» ¡Bendito seas! También tú tienes razón. Estimula, pues, con tu capacidad lógica la suya, indícaselo, adviértele. Si te escucha, se curará, y no habrá necesidad de cólera. ¡Ni actor, ni prostituta!

29. Puedes vivir aquí de la misma forma que piensas que lo harás después de partir. Si no te lo permiten, abandona la vida, pero convencido de que con ello no sufres ningún mal. Como dice el dicho:

«Hay humo y me voy.» ¿Por qué ver en ello un negocio? Mientras una razón semejante no me expulse, viviré libre sin que nadie me prohiba hacer lo que quiero, pues lo que quiero está de acuerdo con la naturaleza de una criatura racional y sociable.

30. La inteligencia del todo es sociable. Por ejemplo, ha hecho lo inferior a causa de lo superior, y ha relacionado unas con otras a las cosas superiores. Puedes ver cómo ha subordinado, coordinado y asignado a cada uno lo que merece, e inducido a los seres superiores a vivir en buena armonía.

31. ¿Cómo has sido hasta ahora con los dioses, con tus padres, tus hermanos y hermanas, tu mujer, tus hijos, tus maestros, tus preceptores, tus amigos, tus familiares, tus criados? ¿Has observado con ellos el precepto de «no hacer ni decir nada malo a nadie»? Acuérdate de lo que has pasado y soportado, y de que la historia de tu vida ya está escrita y tu servicio consumado. Cuántas cosas hermosas has contemplado, cuántos dolores y placeres has despreciado, cuántas ambiciones ignorado, con cuántos ingratos te has comportado con bondad.

32. ¿Cómo es que almas ignorantes e incultas confunden a otra sabia e instruida? ¿Qué alma es sabia e instruida? La que conoce el principio y el fin, y la razón que da forma a la sustancia toda y que, desde siempre, gobierna el todo siguiendo cielos fijados.

33. Pronto no serás más que ceniza o esqueleto, y un nombre (y tal vez ni siquiera eso); y el nombre, ruido y eco.

34. Puedes encaminar tu vida adecuadamente si tomas la senda correcta, si eres capaz de pensar y actuar con rectitud. Dos cosas son comunes al alma de dios y a la de las criaturas racionales: no ser estorbado por otro, hacer que el bien consista en una disposición y actuación rectas, y poner en ello el límite al deseo.

35. Si esto no es una maldad mía ni fruto de maldad mía, y no daña a la comunidad ¿por qué me preocupo? ¿Cuál es el daño para la comunidad?

36. ¡No te dejes arrastrar por tu imaginación! Ayúdalos conforme a tu capacidad y su mérito, aunque sólo hayan perdido cosas sin importancia. No sigas, no obstante, la mala costumbre de imaginar que se ha perdido algo. Como el anciano que al partir pedía la peonza a su hijo, sin olvidar nunca que sólo era una peonza, ¡haz tú lo mismo ahora que te lamentas! ¿Acaso has olvidado lo que realmente valen esas cosas? «No, pero otros ponen gran empeño en ellas.» ¿Es eso razón suficiente para dejarte enloquecer?

37. Dices: «Hubo un tiempo en que fui afortunado, siempre y en cualquier lugar.» Pero ser un hombre afortunado significa que tiene una buena fortuna, y una buena fortuna son las buenas inclinaciones del alma, los buenos impulsos, las buenas acciones.

 

TEXTOS DE SÉNECA

Cartas morales a Lucilio (selección)

CARTA II

Viajes y lecturas

Por lo que me escribes, y por lo que siento, concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; creo que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma. Atiende, empero, a que esta lectura de muchos volúmenes y muchos autores no tengan algo de caprichoso e inconstante. Precisa demorarse en ciertas mentalidades, y nutrirse de ellas, si quieres alcanzar provecho que pueda permanecer confiadamente asentado en tu alma. Quien está en todo lugar no está en parte alguna. A los que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que han encontrado muchas posadas, pero muy pocas amistades. Y asimismo es menester que acontezca a los que no quieren dedicarse a familiarizarse con un pensador, sino que prefieren pasar por todos somera y presurosamente. No aprovecha, no es asimilado por el cuerpo el alimento que se vomita a poco de haber penetrado en el estómago. Nada hay tan nocivo para la salud como un continuo cambio de remedios; no llega a cicatrizarse la herida en la cual los medicamentos no han sido más que ensayados; la planta que ha sido trasplantada repetidamente, no cobra vigor; nada llega a mostrarse tan útil que pueda rendir provecho sólo de pasada. Muchedumbre de libros disipa el espíritu; y por tanto, no pudiendo leer todo lo que tienes, basta que tengas lo que puedas leer. «Pero», me dices «harto me place hojear, ora este libro, ora aquél.» Es propio de un estómago inapetente probar muchas cosas, las cuales, siendo opuestas y diversas, lejos de alimentar, corrompen. Lee, pues, siempre autores consagrados, y si alguna vez te viene en gana distraerte en otro, vuelve a los primeros. Procura cada día hallar alguna defensa contra la pobreza y contra la muerte, así como también contra otras calamidades; y luego de haber pasado por muchos pensamientos, escoge uno a fin de digerirlo aquel día. Yo también lo hago así: entre las muchas cosas que he leído, procuro retener alguna. La de hoy es ésta que he cazado en Epicuro —ya que acostumbro a pasar también a los campos enemigos, no como desertor, sino como explorador—: «Es cosa de mucha honra», dice, «la pobreza alegre». La pobreza, empero, ya no es pobreza si es alegre, por cuanto no es pobre quien poco posee, sino quien desea más de lo que tiene. Porque, ¿qué importa cuánto tiene aquel hombre en sus arcas, cuánto esconde en sus graneros, cuántos rebaños apacienta o cuántos réditos cobra, si anda codicioso de las riquezas ajenas, si no cuenta las cosas adquiridas, antes bien las que piensa poseer? ¿Me pides cuál es la medida de las riquezas? En primer lugar tener lo que es necesario; después, lo que es suficiente. Consérvate bueno.

CARTA VII

Es menester huir de la turba

Me pides qué cosa hemos de evitar más: y te diré, la turba. Pero no puedes dejar de confiarte a ella sin peligro. Por lo que a mí atañe, harto te confesaré mi flaqueza: nunca vuelvo de ella con el mismo temple de alma con el que a ella había acudido. Tal como a los enfermos, que tras prolongada debilidad no pueden salir sin perjudicarse, nos acontece a nosotros, convalecientes de una prolongada enfermedad espiritual. El trato con la multitud es dañoso, pues entre ella no hay nadie que deje de recomendarnos un vicio, o no lo deje impreso en nosotros, o, sin que nos percatemos de ello, nos manche. Y cuanto mayor sea la muchedumbre con la cual nos mezclemos, tanto mayor será el peligro. Pero nada existe tan perjudicial a las buenas costumbres como la asistencia a espectáculos, ya que entonces, por medio del placer, los vicios penetran más fácilmente en nosotros. ¿Qué imaginas que quiero decir? Que voy tornándome más avaro, más ambicioso, más sensual, y hasta más cruel y más inhumano, por haber estado entre los hombres. Vino a acontecer que me hallase por azar en un espectáculo de mediodía, en el cual aguardaba juegos y jolgorio y algunas expansiones que descansasen los ojos del hombre de la vista de. la sangre humana. Y todo fue al contrario. Tal como se había luchado antes, no era más que simple benignidad; ahora ya no son juegos, antes verdaderos homicidios; los luchadores no tienen nada con qué protegerse, todo su cuerpo queda expuesto a los golpes, y la mano no acomete sin herir. La mayoría prefiere esto a los combates ordinarios y a los de favor. ¿Cómo no preferirlos? Ni casco, ni escudos protegen del hierro. ¿Por qué armaduras y arte de esgrima? Todo ello no son más que dilaciones para la muerte. Por la mañana los hombres son colocados ante osos y leones; al mediodía, ante los espectadores. Estos mandan que los que han matado luchen con los que ahora los tienen que matar, reservándose el ganador para otra matanza; el fin de estos luchadores es la muerte; y la tarea se lleva a término por el hierro y el fuego. Así en la arena se ocupan los intermedios. «Pero es que tal o cual ha robado, ha matado hombres.» Pues, ¿qué te has creído? Aquél tiene que sufrir estos males por haber matado; ¿qué merecerías, tú, miserable, por haberlo contemplado? «Hiere, azota, quema. ¿Por qué va contra el hierro con tan poco coraje? ¿Por qué muere de mala gana? Que de los azotes lo lleven a las heridas, que ambos presenten el pecho desnudo a los golpes.» El espectáculo se interrumpe: «Mientras, para no quedarnos sin hacer nada, que ahoguen hombres.» Muy bien, ¿pero no comprendes aún que el ejemplo del mal vuelve sobre aquel que lo realiza? Dad gracias a los dioses inmortales, que estáis enseñando a ser cruel a quien no puede aprenderlo. Es menester apartar del contacto con el pueblo a toda alma delicada y poco firme en la rectitud, ya que ponerse al lado de los más es cosa fácil. Aun Sócrates y Catón y Lelio habrían podido ver removida su virtud por una multitud tan desemejante: cuanto menos habríamos podido resistir el empuje de los vicios que vienen con tan numerosa compañía, nosotros que, a lo más, sólo estamos comenzando a poner orden en nuestra alma. Un solo ejemplo de lujuria o de avaricia ocasiona gran daño; el trato con un hombre voluptuoso nos enerva insensiblemente y nos ablanda, un vecino rico excita la codicia, un compañero maldiciente mancha con su herrumbre a la persona más franca e inocente; ¿qué piensas, pues, que va a ser de la moralidad de aquel sobre el cual recae la acometida de todo un pueblo? Precisa que seas o su imitador o su enemigo. Y es menester evitar tanto una cosa como otra: ni seas semejante a los malos porque son muchos, ni enemigo de muchos porque son desemejantes. Retírate en ti mismo todo cuanto sea posible; trátate con aquellos que pueden hacerte mejor, admite a aquellos a los cuales puedas mejorar; estas cosas tienen condición de reciprocas, ya que los hombres aprenden enseñando. Guárdate que la vanagloria de hacer notorio tu talento no te decida a presentarte ante el público a fin de leer o disertar; cosa que te dejaría hacer si pudieses ofrecer una mercancía adecuada a este pueblo, pero nadie de ellos puede entenderte. Tal vez sólo podrás ganar a uno o dos, y aun tendrás que formarlos y educarlos para que te entiendan. «Entonces, ¿para quién has aprendido estas cosas?» No temas haber trabajado en vano si las aprendiste para ti.

Pero, a fin de no sentirme solo en aprovechar de lo que hoy llevo aprendido, te comunicaré unas egregias frases que acabo de descubrir, casi sobre el mismo propósito, de las cuales una servirá para pagar la deuda de esta carta, y las otras dos recíbelas a manera de anticipo. Dice Demócrito: «Un solo hombre es para mí como todo un pueblo, y todo un pueblo es para mí como un solo hombre». Bellas también son las palabras de aquel, fuera quien fuese, ya que son de autor dudoso, el cual, preguntado por qué ponía tanta solicitud en unas obras que habían de llegar a poquísimos, dijo: «Aún me bastan pocos, me basta uno, puedo contentarme con ninguno». Y magnífica es la tercera sentencia, de Epicuro, que dijo escribiendo a uno de sus compañeros de estudio: «Esto no es para muchos, sino para ti, ya que somos el uno para el otro un gran espectáculo». Deposita, querido Lucilio, estas cosas en tu alma a fin de que llegues a menospreciar el afán de ser aplaudido por la muchedumbre. Una muchedumbre te alaba: ¿en qué puedes sentirte complacido si eres tal que esa muchedumbre te comprenda? Es en tu interior donde tienen que ser admiradas tus cualidades. Consérvate bueno.

CARTA XVII

Es menester dejarlo todo por la filosofía

Tira todas estas cosas si eres sabio, y más aún si te afanas por serlo; a grandes pasos y con todas tus fuerzas tiende a la perfección de tu entendimiento: si alguna cosa te detiene, o desiste de tal empresa o córtala. «Me detiene», dices, «el ansia del patrimonio; el querer componer las cosas en forma que me rindan bastante sin trabajar, a fin de que la pobreza no pese sobre mí ni yo pese sobre otra persona.» Al decir estas cosas no pareces conocer la fuerza y el poder del bien que meditas; ves, bien cierto, la parte poco profunda de la cuestión, es decir, el gran provecho de la filosofía, pero no distingues aún con la claridad necesaria, uno por uno, sus beneficios, ni llegas a comprender la gran ayuda que de ella recibimos en todo caso, cómo, usando una frase de Cicerón, nos asiste en las grandes necesidades y desciende hasta las más pequeñas. Llámala a consejo, créeme; ella sabrá persuadirte de que no es menester sentarte a sacar cuentas. Lo que buscas, lo que quieres conseguir con estos aplazamientos es no verte en la necesidad de temer la pobreza. Pero, ¿y si la pobreza fuese deseable? En muchos se da el caso de que para filosofar les estorban las riquezas; la pobreza resulta libre de obstáculos y segura. Cuando suena el clarín, sabe que no la llaman; cuando tocan a fuego, busca la manera de salir, pero no las cosas que tiene que llevarse. Cuando tiene que navegar, no llena de rumor los puertos, no conmueve las riberas con el acompañamiento de un solo hombre siquiera; no le rodea una turba de esclavos, para alimentar a los cuales precisa toda la fertilidad de las regiones ultramarinas. Es cosa fácil alimentar pocos vientres y bien acostumbrados, que no pretenden más que saciarse; el hambre sale barata, la desgana, muy cara. A la pobreza le basta con satisfacer las necesidades urgentes; ¿por qué, pues, rechazas este comensal del cual los ricos sensatos imitan las costumbres? Si quieres cultivar el espíritu precisa que seas pobre o que te hagas semejante a los pobres. El estudio de las cosas saludables no puede hacerse sin atender a conservar la frugalidad, y la frugalidad no es más que una pobreza voluntaria. Abandona, pues, semejantes excusas: «Aun no tengo lo suficiente; en cuanto alcance tal suma me entregaré por entero a la filosofía». ¡Pero si lo primero que precisa preparar es esto que tú difieres y dejas para lo último! ¡Si por ahí se ha de comenzar! «Primero —dices— quiero adquirir lo suficiente para poder vivir.» Adquiérelo mientras vas aprendiendo; la cosa que te impide vivir bien no te impide morir bien. No existe ninguna razón que pueda hacernos creer que la pobreza, y ni tan sólo la indigencia, nos alejen de la filosofía. Los que se afanan por llegar a ella han de soportar incluso el hambre, como algunos han tenido que soportarla en ciudades sitiadas; ¿y qué premio podían recibir éstos de sus fatigas si no fuese el de no quedar a merced del vencedor? Cuánto mejor lo que aquí se promete: ¡la libertad perpetua y no vernos obligados a obedecer a ningún dios ni a ningún hombre! Hemos de alcanzar esta meta aunque sea pasando hambre. Los ejércitos han soportado, a lo peor, toda suerte de penalidades; a menudo han tenido que vivir de raíces, han tenido que saciar el hambre con cosas que produce asco mencionar. Y todo ello lo han padecido por un reino, y lo que maravillará más, por un reino que no era suyo. ¿Dudará nadie en soportar la pobreza a fin de liberar el alma de la furia de las pasiones? No precisa, pues, adquirir antes el dinero; a la filosofía puede llegarse incluso sin escote de viaje. ¿Es verdaderamente así? Cuando ya lo tengas todo, ¿querrás entonces también la filosofía? ¿Será la postrer cosa útil de la vida, y, para decirlo así, el añadido final? Tú, al contrario, si ya tienes alguna cosa —¿no has pensado si ya tienes en exceso?— entrégate a la filosofía; si no tienes nada, sea ella el primer bien de que vayas en pos. «Pero me faltaría lo necesario.» En primer lugar no puede faltarte, ya que la Naturaleza pide muy poca cosa y el sabio se acomoda a la Naturaleza. Pero si le sobrevienen calamidades extremas, procurará desasirse pronto de la vida y así terminará de ser molesto por sí mismo. Y si son estrechos y menguados los recursos que halle para prolongar la vida, tomará en pago la razón, y sin ansia ni angustia, por lo sobrero, pagará la deuda de alimento al vientre y de abrigo a las espaldas y se reirá con toda seguridad y alegría de los tráfagos y competencias de los ricos que andan desazonados tras las riquezas, diciendo: «¿Por qué aplazas tanto tu bienestar? ¿Aguardas tal vez las ganancias de la usura, o los beneficios de una operación, o el testamento de un viejo rico, pudiendo así volverte rico de repente? La sabiduría substituye a las riquezas, ya que las concede a aquel para el cual son inútiles». Ello no reza para ti, que te hallas cerca de la opulencia. Cambia de siglo y encontrarás que tienes demasiado; en cambio, la suficiencia es igual en todos los siglos.

Aquí podría terminar la carta si no fuese porque te tengo mal acostumbrado. Nadie podía saludar a los reyes partos que no fuese con un presente; de igual manera no es posible despedirse de ti con las manos vacías. ¿Qué haré, pues? Pediré prestado a Epicuro: «Para muchos, haber ganado riquezas no fue acabamiento de sus miserias, sino cambio de unas por otras.» No me causa esta sentencia ninguna extrañeza puesto que el mal no está en las cosas, sino en nuestra alma. Aquello mismo que nos hacía insoportable la pobreza nos hará insoportable la riqueza. Tal como es indiferente que pongas un enfermo en un lecho de madera o en uno de oro, pues donde sea que le acomodes llevará consigo la enfermedad; tampoco tiene ninguna importancia que una alma enferma se encuentre entre la riqueza o entre la pobreza: su mal le sigue por todas partes. Consérvate bueno.

CARTA XXVIII

Los viajes no curan el espíritu

¿Por ventura crees que sólo a ti ha sucedido, y te admiras de ello como de algo nuevo, si en un viaje tan largo y por tanta variedad de países no has conseguido liberarte de la tristeza y la pesadez de corazón? Es el alma lo que tienes que cambiar, no el clima. Ni que cruces el mar, tan vasto, ni que, como dice nuestro Virgilio,

«se pierdan ya tierras y ciudades»,

los vicios te seguirán doquiera que vayas. A uno que le preguntaba esto mismo, le respondió Sócrates: «¿Por qué te admiras de que los viajes no te aprovechan para nada si por todo vas contigo mismo? Va en pos de ti la misma causa que te empujaba a marcharte». ¿De qué puede servir la novedad de las tierras, el conocimiento de ciudades y países? Todos estos cambios son en vano. ¿ Me preguntas por qué no has hallado consuelo en tu huída? Porque escapaste contigo mismo. Es el hato del alma lo que precisa abandonar; sin haber hecho esto no encontrarás agradable ningún lugar. Piensa que tu estado es el que Virgilio presta a aquella profetisa agitada y espoleada y llena de un espíritu extraño a ella:

«La profetisa se agita para expeler de su pecho al gran dios».

Vas de acá para allá a fin de sacudirte el peso que te acongoja, que se vuelve más imperioso con las mismas oscilaciones, tal como en las naves los fardos fijos pesan menos; si se mueven de un lado para otro, hunden aquella banda sobre la cual cargan. Cualquiera cosa que hagas lo haces contra ti mismo, y hasta el movimiento te daña porque sacudes a un enfermo. Pero cuando te hayas liberado de este mal, todo cambio de lugar te resultará delicioso; aunque te veas lanzado a las tierras más remotas o que te encuentres en un rincón cualquiera de un país bárbaro, toda estancia te resultará hospitalaria. Lo más importante no es adónde vas, sino quién eres tú que vas. Es menester vivir con este convencimiento: «Yo no he nacido para un rincón, mi patria es todo el mundo», Si vieses esto bien claro, no te extrañaría no encontrar consuelo en la diversidad de los países a los cuales emigras a menudo, fastidiado de aquellos donde vivías antes, ya que aquellos primeros te habrían gustado si todos los hubieses tenido por tuyos. Ahora, en realidad, no viajas, vas errante, eres impelido, y cambias de lugar, de un sitio a otro, siendo así que lo que buscas, es decir, vivir bien, se encuentra en todas partes. ¿ Puede existir un lugar tan agitado como el Foro? Y, a pesar de todo, si precisa, se puede vivir allí tranquilamente. Pero si se pueden componer libremente las cosas, es preferible huir de la vista y de la vecindad del Foro; pues así como los lugares malsanos ata. can la más firme salud, existen también lugares poco sanos para el alma convaleciente, no llegada aún a la perfección. Disiento de aquellos que se lanzan de cara a la borrasca y que, atraídos por la vida tumultuosa, luchan cada día con virilidad contra toda suerte de dificultades. El sabio lo soportará, pero no lo elegirá; preferirá mejor vivir en paz que en lucha. No servirá mucho haber abandonado los propios vicios si nos precisa luchar con los ajenos. «Treinta tiranos», me dirás, «rodearon a Sócrates y no pudieron quebrantar su espíritu.» ¿Qué importa el número de los dueños? La esclavitud es sólo una, y quien la ha menospreciado es libre, por numerosa que sea la banda de gente que le domine.

Es tiempo de acabar, si antes pago los portes. «Principio de la salud es el conocimiento del pecado.» Egregia me parece esta sentencia de Epicuro, pues quien ignora que ha pecado no quiere ser corregido; antes que quepa la enmienda cuenta sus vicios como virtudes? Por esto, repréndete tú debes reconocer tu culpa. Algunos se jactan de sus vicios.

¿Por ventura crees que se preocupa de los remedios quien mismo tanto como puedas, infórmate contra ti mismo; desempeña primero el oficio de acusador, después el de juez, defensor y alguna vez castígate. Consérvate bueno.

CARTA XXXI

Desdén de la opinión del vulgo

Reconozco a mi Lucilio: ahora comienza a mostrarse tal como prometía. Ve siguiendo este empuje el espíritu que te conduce a todos los bienes superiores, haciendo que el vulgo te menosprecie; no te deseo ni que seas más grande ni más bueno de lo que aspiras a ser. Tus fundamentos ocupan gran espacio: realiza, pues, todo aquello que te has propuesto y pon en orden todos los planes de tu alma. En una palabra: alcanzarás la sabiduría si te obturas los oídos, aunque no basta con cubrirlos con un poco de cera, sino que precisa un espesor más duro que aquel que se cuenta que fue usado por Ulises con sus compañeros. La voz que entonces se temía era seductora, mas no era la de todos; pero la que tememos ahora no resuena en un único escollo, antes en todos los puntos de la Tierra. Se percibe, no en un lugar determinado peligroso por las asechanzas de los placeres, sino en todas las ciudades; hazte sordo incluso ante aquellos que más te quieren, pues, aun con la mejor intención, sólo te desean males. Y si quieres ser feliz, pide a los dioses que no te acontezca nada de lo que ésos te desean. No son verdaderos bienes aquellas cosas de las que ellos quieren verte colmado: el bien no es más que uno, causa y sostén de la vida feliz, la confianza en sí mismo. Pero este bien no podremos captarlo si no menospreciamos la fatiga, contándola entre aquellas cosas que no son ni buenas ni malas; ya que no es posible que una misma cosa sea unas veces mala y otras buena, unas veces liviana y soportable, otras temible. La fatiga no es un bien. ¿Qué es, pues, un bien? El menosprecio de la fatiga. Por esta razón atacaría a los que se afanan por nada; al contrario, aprobaría a los que luchan por ser honestos, tanto más cuanto más se esfuercen en ello, sin dejarse vencer ni detener. Yo exclamaré dirigiéndome a ellos: «Valor, erguíos y respirad ampliamente, y ascended, si podéis, esta cuesta de un solo aliento». La fatiga es el alimento de las almas nobles. No quieras, pues, elegir, según los antiguos votos de tus padres, lo que querrías obtener, lo que desearías; a un varón que ha seguido todo el mundo de los honores tiene que serle vergonzoso importunar a los dioses. ¿Qué necesidad existe de expresarles nuestros deseos? Hazte tú mismo feliz, y ciertamente lo conseguirás si comprendes que es bueno todo aquello que va acompañado de una virtud y que es deshonesto todo lo que va acompañado de malicia. Así como sin la compañía de la luz no hay nada que sea brillante ni que sea negro, a menos que en sí mismo contenga la tiniebla o implique alguna oscuridad; así como sin obra del fuego no existe nada caliente, ni nada frío sin el aire, así también lo honesto y lo deshonesto resultan de la compañía de la virtud o de la malicia. ¿Qué es, pues, el bien? La ciencia. ¿Qué es el mal? La ignorancia. El varón prudente y diestro elegirá o rechazará, según el tiempo, las cosas, sin temer, empero, lo que rechace ni admirar aquello que elija, si es que tiene una alma grande e invencible. Te he prohibido deprimirte y desfallecer. Es poco aún que no rechaces el trabajo: es menester que lo andes buscando. «¿Pues, qué —me dices—, el trabajo frívolo y superfluo, y el inspirado por causas innobles, ¿no es malo? » No lo es más que aquel que aplicamos a causas nobles, por cuanto es siempre la misma paciencia del alma, que exhorta ella misma a las cosas ásperas y duras diciendo: «¿Por qué desfalleces? No es propio de hombre temer la propia fatiga». Para que la virtud sea perfecta precisa añadir a todo ello una igualdad de vida y un tono sostenido, siempre de acuerdo consigo mismo, lo cual no puede ser si no se posee la ciencia y el arte que hace conocer las cosas humanas y las divinas. He aquí todo el bien supremo; si lo alcanzas comienzas a ser, no el suplicante de los dioses, sino su compañero. «¿Cómo se llega a este lugar?», me dices. No por la montaña Apenina, ni por la Graciana, ni por el desierto de Candavia; no es menester que pases por las Sirtes, ni por Scila y Caribdis, por entre las cuales, a pesar de todo, pasaste por la golosina de un pequeño gobierno: el camino, para el cual la Naturaleza te ha provisto adecuadamente, es seguro y agradable. Ella te ha procurado dones, que si no los abandonas te elevarán a la altura de Dios. Pero el dinero no te sabrá hacer igual a Dios, porque Dios no tiene nada. No te hará igual a Dios la pretexta , porque Dios está desnudo. No te hará igual a Dios la fama, ni la ostentación propia, ni la notoriedad del nombre difundido por los pueblos, ya que nadie conoce a Dios, y además muchos piensan en él con malos pensamientos sin recibir castigo por ello. Como tampoco una banda de servidores conduciendo tu litera por los paseos urbanos y en los largos viajes, puesto que Dios máximo y poderosísimo es el que conduce todas las cosas. Como tampoco podrán hacerte feliz la belleza ni la fuerza, ya que ninguna de estas cosas resiste el paso del tiempo. Es menester encontrar algo que no desmerezca con la edad, que no pueda encontrar obstáculo. ¿ Cuál es? El alma; pero el alma recta, buena, grande, a la que, ¿cómo nombrarás si no es llamándola un dios habitador del cuerpo humano? Esta alma tanto puede pertenecer a un caballero romano como a un liberto y como a un esclavo. Porque, ¿qué cosas son un caballero romano, un liberto, un esclavo? No son sino nombres nacidos de la ambición o de la injusticia. Es posible ascender al cielo desde un rincón, con tal que te yergas «y tomes una forma digna de un dios». No tomarás esta forma por medio del oro ni de la plata, pues con estas materias no es posible reproducir la imagen divina; recuerda que cuando los dioses nos eran propicios eran de arcilla. Consérvate bueno.

CARTA LII

Elección de maestro

¿Cuál es, Lucilio, esta fuerza que nos atrae en un sentido cuando nosotros tendemos hacia otro, y nos empuja al lugar adonde no queremos ir? ¿Qué es esto que lucha contra nuestra alma y que no permite que nosotros queramos una cosa de una vez para siempre? Fluctuamos entre diversos propósitos: no queremos nada con voluntad libre, absoluta, perpetua. «Es», me dices «la estulticia, Que no se detiene ante nada, a la que nada place mucho tiempo.» Pero ¿cómo y cuándo nos desasiremos de ella? Nadie por sí mismo tiene poder bastante para elevarse por encima de la estulticia; es menester que alguien le tienda la mano, que alguien le levante. Dice Epicuro que algunos alcanzaron la verdad sin ayuda de nadie, pues ellos mismos se abrieron camino. Es a éstos a quienes dedica las mayores alabanzas, por haber sabido ponerse en marcha por sí mismos, por haber sabido provocar el cambio espontáneamente; pero muchos otros precisan de ayuda extraña, incapaces de caminar si no hay quien les preceda, mas harto capaces de seguir. Dice que pertenece a este segundo grupo Metrodoro, espíritu noble, sin duda, aunque de segundo orden. Nosotros no somos del primer grupo, y bien contentos si nos vemos aceptados en el segundo. No menosprecies, pues, al hombre que se sal. va por influjo de otro: ya es mucho el deseo de salvarse. A más de estos dos gr4os encontrarás otro, que tampoco debe ser rechazado, de hombres que pueden ser arrastrados, y aun forzados, al bien; a estos hombres les precisa no sólo que les guiemos, sino que les ayudemos, y casi que les coaccionemos. Ello constituye el tercer matiz. Si también de éstos quieres un ejemplo, Epicuro dice que Hermarco era uno de ellos. Epicuro felicita al primero, pero admira más al segundo, porque, por más que ambos alcancen el mismo fin, merece ser más alabado haber hecho lo mismo con un carácter más difícil. Figúrate que se han alzado dos edificios, desiguales en sus cimientos, pero iguales en altura y magnificencia; mientras uno de ellos, establecido sobre basamentos firmes, ha podido alzarse rápidamente, el otro, empero, tiene los cimientos trabajosamente construidos sobre tierra blanda y húmeda y ha sido menester grande esfuerzo antes de que se haya podido alcanzar la roca firme. Quien contemple las dos obras realizadas deberá comprender que la segunda oculta una labor más grandiosa y difícil. Existen caracteres fáciles y prontos; otros han de ser trabajados a mano, según suele decirse, y para sentarlos sobre buenos cimientos dan. mucho trabajo. Yo no tendré por más feliz aquel que no haya tenido que luchar con su propio temperamento; pues no cabe duda que ha merecido más de sí mismo quien ha tenido que vencer el desorden de su naturaleza, y, más que encaminarse, ha tenido que arrastrarse hacia la filosofía. Sobre que este temperamento duro y laborioso es el que nos ha sido dado: caminamos entre obstáculos. Nos precisa, pues, luchar y reclamar el auxilio de alguien. «¿A quién reclamaré?», me dices. A uno u otro. Pero vuelve a los primitivos, que siempre encontrarás a tu disposición; pues no sólo pueden prestarnos ayuda los que son, sino también los que han sido. Y entre los que son actualmente no debemos escoger aquellos que hablan atropelladamente, que revuelven muchedumbre de lugares comunes y no son pocos los mitones que Les rodean, antes bien, aquellos que enseñan con el ejemplo, que después de haber expuesto lo que debe hacerse, lo corroboran con sus actos, que nos muestran lo que es obligado evitar y nunca aparecen sorprendidos por las cosas que dieron por vedadas. Escoge un auxiliar que te despierte más admiración cuando lo veas que cuando lo oigas. No por esto te prohibiré escuchar a aquellos que acostumbran admitir a la turba en sus discursos, siempre que su propósito al hablar ante la multitud sea el de tornarse mejores y hacer que los demás también progresen en la virtud, siempre que no obren por ambición. Pues, ¿qué cosa puede ser más vergonzosa para la filosofía que andar a la zaga de las aclamaciones? ¿Por ventura el enfermo alaba al médico que le corta las carnes? Callad, mostrad reverencia, prestaos a ser curados; aunque me dedicaseis vuestras aclamaciones no haría mayor caso que si, tocando vuestros vicios en lo vivo, os pusieseis a gemir. ¿Queréis dar pruebas de lo atentos que sois y de la emoción que sentís por las cosas grandes? Sea. ¿Cómo no permitir que juzguéis y emitáis sufragio sobre lo que sea más excelente? En la escuela de Pitágoras, los discípulos tenían que callar durante cinco años; ¿por ventura crees que después se les concedía de buenas a primeras el derecho de hablar y alabar? ¡Cuán grande es la demencia de aquel que sale sonriendo del auditorio de ignorantes que le ha aplaudido! ¿Por qué te alegras de ser alabado por aquellos hombres que tú no puedes alabar? Fabiano disertaba en público, pero era escuchado en silencio; si de vez en cuando estallaban las aclamaciones y los elogios, eran provocados por la grandeza de sus ideas y no por la sonoridad del discurso pronunciado con voz muelle e inofensiva. Es menester que haya alguna diferencia entre los elogios del teatro y los de la escuela, pues no dejan de existir alabanzas indiscretas. Si se observa bien, todas las cosas tienen sus indicios, y aun de los actos más pequeños puede sacarse argumento bastante para conocer las costumbres: el impúdico es traicionado por su andar, por el movimiento de su mano, a veces por una simple respuesta, por la manera de dar en su cabeza con un dedo, por la mirada extraviada; la risa delata al malvado; el rostro y el continente, al orate. Estos defectos son puestos de manifiesto por los respectivos síntomas: sabrás cómo cada uno es, si consideras cómo elogia y cómo es elogiado. Aquí y allá ciertos filósofos son aplaudidos por los oyentes, y la turba de los admiradores está pendiente de ellos; pero si entiendes bien la cosa, no es que los alaben, los aclaman. Pero, con todo, hay que dejar estas aclamaciones para aquellas profesiones que se proponen agradar a la turba; la filosofía tiene que ser adorada. Es preciso permitir a los jóvenes que alguna vez sigan los impulsos del corazón, pero sólo cuando se abren, por impulso y no sean capaces de imponerse silencio: tal elogio es como si prestase ánimo al auditorio y obra como un estimulante en los adolescentes. Es de desear que se conmuevan por las ideas, no por las palabras sonoras, pues de otro modo la elocuencia podría serles nociva; no les despertaría el afán de la verdad, sino de la elocuencia en sí misma. Por ahora diferiré esta cuestión, pues exigiría un desarrollo más propio y más extenso para tratar de cómo se ha de hablar al pueblo, qué debemos permitirnos delante de él, y qué ha de permitir el pueblo ante él. No existe duda alguna que la filosofía ha sufrido grandes daños por haberse mercantilizado; pero puede mostrarse en su santuario a condición de ser servida, no por un mercader, sino por un sacerdote. Consérvate bueno.

CARTA LXII

Empleo del tiempo

Mienten aquellos que quieren hacer ver que la multitud de asuntos les impide atender a los estudios liberales, simulan ocupaciones y las multiplican, y se estorban ellos. mismos; yo, querido Lucilio, tengo mi ocio, y dondequiera que me encuentre me pertenezco. No me entrego a las cosas, sino que me doy a ellas de prestado; no ando corriendo detrás de las ocasiones de perder tiempo, antes bien, me detengo en cualquier lugar, me entrego a mis pensamientos y medito alguna cosa saludable. Cuando me doy a los amigos, no por ello me substraigo a mí mismo, ni me detengo con aquellos con quienes me ha reunido alguna circunstancia o algún deber cuidadoso, sino que permanezco con los mejores de los hombres: en cualquier lugar, en cualquier siglo que hayan existido, hacia ellos dirijo mi alma. Siempre traigo conmigo a Demetrio, el mejor de los hombres, y, abandonando a los purpurados, hablo con aquel hombre medio desnudo y le admiro. ¿Cómo no admirarlo si veo que no le falta nada? Podemos menospreciar todas las cosas, pero a nadie le es posible tenerlas todas: el camino más breve hacia la riqueza es el menospreciarla. Y nuestro Demetrio vivió no como quien menosprecia todas las cosas, sino como quien las cede a los otros. Consérvate bueno.

CARTA LXXV

De la simplicidad del estilo

Te quejas que mi estilo carece de pulimento. Pero, ¿quién es el que pretende hablar con elegancia sino aquel que desea hablar amaneradamente? Tal como sería de llana y espontánea nuestra conversación si estuviéramos sentados platicando, o anduviésemos juntos de camino, así quiero que sean mis cartas, que no tengan nada de rebuscado ni de fingido. Si fuese posible, preferiría presentar aquellas cosas que oído decir. Ni en una discusión pernearía o bracearía o levantaría la voz, antes bien, dejaría estas cosas a los oradores, contentándome con que mis pensamientos llegasen a ti sin adornarlos ni envilecerlos. De una sola cosa querría convencerte: de que siento cuanto digo, y no solamente lo siento, sino que le tengo afecto. Los hombres besan de una manera a su amiga, y de otra a sus hijas; con todo, también en este beso, tan honorable y casto, se manifiesta claramente el afecto. No querría, ¡por Hércules!, que fuesen secas y áridas las palabras que expresen tan grandes cosas, pues la filosofía no renuncia al ingenio, pero tampoco es menester gastar grandes esfuerzos en las palabras. Todo nuestro propósito debe reducirse a decir lo que sentimos y a sentir lo que andamos diciendo: nuestra palabra tiene que estar de acuerdo con nuestra vida. Ha cumplido rectamente su encomienda aquel que encuentras igual tanto cuando es visto como cuando es oído. Ya veremos qué especie de hombre es y dónde llega, pero sea primero sólo un hombre. No es placer, sino provecho que tienen que producir nuestras palabras. Pero si podemos contar con la elocuencia sin buscarla, si se tiene a mano, lléguese en buena hora a ponerse al servicio de las ideas nobles, pero compórtese de manera que más que enseñarse ella misma nos enseñe las ideas. Las otras artes sólo atienden al ingenio de la expresión, pero aquí se trata del gran negocio del alma. El enfermo no busca un médico que sea elocuente; mas si acierta a suceder que el que sabe curar sea por otra parte capaz de expresarse con elegancia, todo eso tendrá de más. Pero no hallará motivo alguno para felicitarse de estar en manos de un médico elocuente, pues esta cualidad es para un médico como la belleza para un piloto hábil. ¿Por qué me cosquilleas los oídos? ¿Por qué me los llenas de delicias? Bien otra cosa es lo que conviene: el cauterio, el cuchillo, la dieta. Para ello has sido llamado: tienes que curar una enfermedad antigua, grave, general; tienes entre manos un asunto tan serio como el de un médico en una epidemia. ¿Y te preocupas de las palabras? Puedes sentirte contento si prestas alcance a las cosas. ¿Cuándo aprenderás tantas como precisa aprender? ¿Cuándo las asimilarás tan íntimamente que ya no puedas olvidarlas? ¿Cuándo las probarás con la experiencia? Pues no es suficiente, como en otras materias, confiarlas a la memoria: precisa ensayarlas en la práctica. «¿Pues, qué? ¿No existen entre los sabios grados intermedios? ¿No hallamos el precipicio junto a la sabiduría?» No lo creo así, pues aquel que progresa se puede contar aún entre el número de los faltos de juicio, pero ya le separa de éstos una gran distancia, y aun entre los mismos que progresan existen grandes diferencias. Según algunos, se dividen en tres clases: los primeros son aquellos que aun no han adquirido la filosofía, pero ya han conseguido sentar la planta en sus contornos; mas una cosa cercana queda, a pesar de todo, todavía fuera. ¿Me preguntas quiénes son ésos? Aquellos que ya han dejado todas las pasiones y todos los vicios, que ya han escogido aquellas cosas en las que pretenden asentar su afecto, aunque la confianza que abrigan no ha sido experimentada aún. No gozan todavía del uso de su bien, pero ya no pueden recaer en aquellas cosas de las cuales huyeron. Ya han alcanzado aquel punto del cual no se puede resbalar hacia atrás, mas esto no consta aún a su propio espíritu: según recuerdo haber escrito en una carta, en aquella sazón «no sabemos que sabemos». Tienen la fortuna de gozar de su bien, pero no la de confiar en él. Algunos definen esta especie de proficientes de que estoy hablando, diciendo que ya se han liberado de las dolencias del alma, pero aun no de las pasiones, y que se encuentran todavía en terreno resbaladizo; por cuanto nadie se encuentra fuera de todo peligro de mal si no se lo ha sacudido del todo de encima, y sólo lo ha sacudido del todo quien ha puesto en lugar de él la sabiduría. La diferencia entre las enfermedades del alma y las pasiones ya ha sido expuesta por mí repetidas veces. Pero te la voy a recordar una vez más: las enfermedades son los vicios inveterados y endurecidos, como la avaricia y la ambición, las cuales han atado el alma con gran violencia y se han convertido en dolencias permanentes. Para definirla brevemente te diré que la enfermedad del alma es la pertinacia del juicio en el mal, como, por ejemplo, creer que es deseable en gran manera aquello que sólo lo es levemente; pero, si lo prefieres, podemos definirla así: buscar con demasiado afán las cosas poco deseables o indeseables del todo, o tener en gran estima aquello que sólo merece poca o ninguna. Las pasiones son movimientos reprobables, súbitos e impetuosos del alma, los cuales, si se hacen frecuentes y son desatendidos, acarrean la enfermedad, tal como un catarro que no se ha tornado crónico causa tos, pero un catarro persistente e inveterado produce la tisis. Así vemos que los que han progresado mucho quedan fuera del alcance de las enfermedades, mas a pesar de hallarse cerca de los perfectos experimentan todavía las pasiones. La segunda clase es la de aquellos que han abandonado las más peligrosas dolencias del alma y también las pasiones, pero no tienen una posesión firme de su seguridad, ya que pueden recaer en aquéllas. La tercera clase se ha liberado de muchos y grandes vicios, mas no de todos. Se ha desasido de la avaricia, pero aun experimenta la ira; ya no le tienta la lujuria, aunque sí la ambición; ya no tiene apetitos, pero todavía tiene temores en los cuales se muestra bastante firme delante de ciertas cosas, pero cede delante de otras; menosprecia la muerte, mas le asusta el dolor. Meditemos un poco sobre ésta clase. Estemos contentos de nuestra suerte si somos admitidos en aquélla. Precisa un temperamento muy afortunado y una asidua aplicación al estudio para ocupar el segundo rango, pero el tercero tampoco es despreciable. Piensa cuánta copia de males ves en derredor tuyo, fíjate cómo no hay ningún crimen sin ejemplo, cómo de día en día avanza la maldad, cómo se peca en privado y en público, y entenderás que bastante hemos conseguido si no somos de los pésimos. «Pero yo —dices— espero poder penetrar en un rango más honorable.» Para nosotros lo desearía más que lo prometería: el mal nos ha captado por adelantado, nos esforzamos hacia la virtud con el impedimento de los vicios. Da vergüenza tenerlo que decir: cultivamos la virtud en los momentos de ocio. ¡Pero qué premio tan grande nos aguarda si quebramos todos los estorbos y las malas tendencias tan tenaces! Ya no nos maltratarán los apetitos ni el temor; inmóviles ante todos los terrores, incorruptibles ante todos los deleites, ni la muerte ni los dioses nos aterrorizarán, pues sabremos que la muerte no es ningún mal y que los dioses no son poderes malignos. Tan débil cosa es lo que mueve como lo que es movido: las cosas excelentes están faltas de virtud nociva. Si llegamos a levantarnos de este fango hacia aquella región sublime y excelsa, nos aguarda allí una gran tranquilidad de espíritu y una absoluta libertad franca de todo error. ¿Preguntas qué libertad? No temer a los hombres ni a los dioses, no desear nada deshonesto ni desmesurado, tener absoluta posesión de sí mismo: tesoro inestimable es hacerse dueño de nuestro propio ser. Consérvate bueno.

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