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Teorías Éticas: los grandes autores (página 7)

Enviado por Moris Polanco


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DAVID HUME: LA MORAL COMO SENTIMIENTO

La hipótesis que defendemos es sencilla. Mantiene que la moralidad es determinada por el sentimiento. Define que la virtud es cualquier acción mental o cualidad que dé al espectador un sentimiento placentero de aprobación; y vicio, lo contrario.

Sin duda alguna, David Hume (1711-1776) es una de las figuras más influyentes de la historia del pensamiento. Sin embargo, cuando en 1739 publicó anónimamente su Tratado sobre la naturaleza humana, existían pocos indicios de que alguna vez se fuera a emitir tal juicio. La primera —y algunos dirían que la más importante— de sus obras filosóficas, que era básicamente un ataque devastador a la metafísica tradicional, prácticamente pasó inadvertida por sus contemporáneos. Una versión revisada y popularizada de los argumentos del Libro I del Tratado apareció en 1748 como Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano (más tarde llamado Investigación sobre el entendimiento humano), y marcó el principio de la modesta reputación como filósofo que Hume mereció hasta el final de sus días.

En 1751, Hume publicó Una investigación sobre los principios de la moral, que era una ampliación de la teoría de la moral que había esbozado en el libro III del Tratado. Años más tarde Hume dijo de ese trabajo que era "de todos mis escritos, históricos, filosóficos o literarios, incomparablemente el mejor". Otro de sus trabajos filosóficos, los Diálogos sobre la religión natural, escritos en los tempranos 1750 pero publicados póstumamente, merece especial atención. En esos diálogos Hume declara su escepticismo sobre las pruebas de demostración de la existencia de Dios y sobre la posibilidad de describir su naturaleza. Es irónico que incluso después de su muerte, muchas personas menospreciaban a Hume como un molesto ateo, y no lo veían como un filósofo de primera categoría.

Más extraña aún, sin embargo, fue que la fama de que Hume disfrutó durante su vida se debió sobre todo a sus trabajos literarios e históricos, más que a los filosóficos. Su Historia de Inglaterra, en seis volúmenes (1754-1762) llegó a ser un clásico en su campo, logrando que en los trabajos de historia se tomaran en cuenta los eventos sociales y literarios, no solamente los acontecimientos políticos. El ilustre historiador Edward Gibbon (1737-1794) abiertamente se reconocía deudor de Hume.

Como podría esperarse de alguien nacido de familia aristocrática en Edimburgo (Escocia), Hume asistió a la Universidad de Edimburgo. Como tal vez no era de esperarse, sin embargo, fue que sus esfuerzos por obtener una cátedra de filosofía, tanto en Glasgow como Edimburgo, fueron inútiles. Como resultado de ello, pasó cinco años trabajando como bibliotecario en la Facultad de Derecho de Edimburgo, y fue además secretario de la embajada inglesa en París.

Hombre brillante, pero modesto, Hume comentó de sí mismo lo siguiente, poco antes de su muerte: "yo fui, diría, un hombre de disposición amable, de temperamento tranquilo, de humor abierto, alegre y sociable, capaz de afecto, poco susceptible a la enemistad, y de gran moderación en las pasiones".

Atribuyendo el éxito de la filosofía natural (así se llamaba en su tiempo a la física), al método experimental, Hume estaba convencido de que tal investigación empírica podía y debía ser empleada en otros dominios de la investigación filosófica. Para Hume, este método prueba que nada está presente a la mente excepto sus propias percepciones, las cuales son o bien impresiones sensibles, o bien ideas basadas en tales impresiones; de aquí que todo conocimiento consista en juicios acerca cosas de hecho, o de relaciones entre ideas. Es, por lo tanto, una tesis central de la comprensión que Hume tenía del método experimental que el conocimiento factual solamente surge a partir de datos suministrados por los sentidos, y que su utilidad se extiende por medio de inferencias basadas en la creencia de la relación de causalidad. Para Hume, la idea de causalidad tiene su raíz en la creencia, la cual es una idea asociada a una impresión presente. Tomada débilmente, esta tesis de que el conocimiento factual es conocimiento sensorial habría sido aceptable para muchos científicos y filósofos de la era newtoniana, pero, en rigor, constituía un punto de vista radicalmente distinto de su pensamiento, y del pensamiento de sus predecesores.

La divergencia más sorprendente e innovadora de Hume, sin embargo, tenía que ver con la visión tradicional de la causalidad. Según esta concepción, existe una conexión necesaria entre una causa A y su efecto B. El conocimiento de hecho de esta relación implica la unión constante en el tiempo y en el espacio de eventos como A y B, proporcionados por los sentidos, así como la conexión real y necesaria, aportada por la razón, entre ese tipo de eventos. Hume ataca la idea de tales conexiones necesarias, y argumenta que la visión tradicional confunde un hábito mental con la supuesta relación real: la expectativa, pues estamos acostumbrados a ver que el evento pasado B siempre sigue al evento A, y así llamamos A la "causa metafísica" de B.

Ciertos resultados de la investigación de Hume en filosofía moral por medio de su método empírico de investigación están como anticipados por su explicación de la causalidad. En ellos se sugiere que se comparen y contrasten Humelas explicaciones causales de los temas éticos, con los datos empíricos. Primero, existe una semejanza general entre las afirmaciones de tipo moral —por ejemplo, "ayudar al herido es bueno"— y las afirmaciones científicas —por ejemplo, "el ácido causa que el papel tornasol se vuelva rojo". Ambas afirmaciones tienen que ver con cuestiones de hecho, y como todos los demás juicios de hecho son solamente contingentemente verdaderos, no necesariamente verdaderos. Además, las cuestiones de hecho en las tesis científicas descansan en el objeto, mientras que las cuestiones de hecho de los juicios morales descansan en los sentimientos humanos, o en la naturaleza humana. Seguidamente, Hume sostiene que debe hacerse una distinción. La justificación de un enunciado causal está basado en la conjunción de dos clases de eventos de experiencia, que pueden ser considerados externos. Pero la base de una afirmación moral es la experiencia conjunta, no de dos eventos externos, sino de un evento externo de conducta y un evento mental interno. Más concretamente, un evento consiste de acciones voluntarias, mientras que el otro de sentimiento de aprobación o de rechazo. Finalmente, Hume sugiere una posible comparación: así como estamos psicológicamente predispuestos para atribuir necesidad causal a la constante conjunción de dos clases de eventos empíricos, estamos también psicológicamente predispuestos a atribuir calidad o propiedad moral a una acción externa que constantemente se une con nuestros sentimientos de aprobación o desaprobación.

Bastante de lo dicho hasta aquí queda condensado en el resumen que el propio Hume hace de su teoría moral en el Tratado:

Tome cualquier acción considerada como viciosa: asesinato premeditado, por ejemplo. Examínela a todas las luces, y vea si puede encontrar ese hecho, o existencia real, que llama vicio…. Nunca lo encontrará, hasta que se vuelva a su interior, y encuentre el sentimiento de desaprobación, que se despierta en usted, hacia esa acción. Aquí hay una cuestión de hecho; pero ella es el objeto de un sentimiento, no de la razón. Se encuentra en usted mismo, no en el objeto. Así que cuando usted dice que una acción o carácter es vicioso, no quiere decir nada, a no ser que en su naturaleza tiene un sentimiento de culpa al contemplar tal acción o carácter.

Uno no puede reflexionar en esta cita sin dejar de preguntarse si Hume reduce la ética al gusto. De hecho, algunos filósofos que han sido influidos por Hume sostienen esta interpretación. El propio Hume reconoce que si él fracasa en establecer que nuestros sentimientos de aprobación o desaprobación son más que respuestas idiosincrásicas, no puede existir una moral que sea objetiva y pública. El cree, sin embargo, que al abandonar la razón por el sentimiento ha evitado el relativismo radical o el mero subjetivismo. Dado que las personas tienen la misma naturaleza, dice Hume, sus respuestas morales serán, en su mayor parte, semejantes. Por supuesto, no está diciendo que todas las personas estarán de acuerdo sobre el valor moral de cada acción particular. Más bien, está subrayando el hecho de que si las personas conocen los mismos hechos, tenderán a responder de igual manera. Así, por ejemplo, en circunstancias normales, la gente cree que el sol se levanta en el este y se pone en el oeste, porque su naturaleza común está expuesta a los mismos hechos. De igual manera, son semejantes en sus naturalezas cognitivas y pasionales, de manera que cuando dos personas comprenden el mismo conjunto de datos y las consecuencias que le acompañan, tenderán a emitir el mismo juicio moral. En suma, Hume confía bastante en la observación de que los desacuerdos éticos generalmente proceden no de diferencias en nuestras naturalezas, sino de la falta de comprensión de las circunstancias que rodean un hecho dado, o de un análisis incompleto de las consecuencias que se derivan del mismo.

Hume insiste, además, en que el estudio de las valoraciones morales de un individuo revela que los actos socialmente útiles son aprobados, mientras que los que son perjudiciales para la sociedad son desaprobados. Y a partir de esto argumenta que, dado que generalmente juzgamos los actos por su conformidad con la utilidad social, más que por las preferencias personales inmediatas, existe una fuerte probabilidad de que la imparcialidad prevalecerá cuando emitamos juicios morales.

Algunos críticos han objetado que las tesis empíricas de Hume acerca de la utilidad social no pueden proporcionar una base adecuada para nuestras obligaciones morales. Una línea de crítica, por ejemplo, comienza con la observación de que el concepto de justicia debe ser parte integral de cualquier teoría moral. La característica principal de ese concepto consiste en una obligación de actuar en conformidad con un conjunto inflexible de reglas; no parece incluir, sin embargo, la idea de promover la utilidad social. La respuesta de Hume toma esto en consideración. De hecho, es obligatorio ser justo, señala Hume, pero la razón de que adoptemos el concepto de justicia y guiemos nuestras acciones en conformidad con él es que es útil para la sociedad que obremos así. Hume no niega que un caso específico de injusticia pueda ser más beneficioso para la sociedad que su correspondiente caso de justicia (por ejemplo, si a una persona pobre con muchos hijos se le concede el derecho de propiedad sobre un inmueble o terreno perteneciente a un soltero rico). Pero, después de reflexionar, vemos que tales casos no son realmente excepciones. Al volvernos conscientes de lo complicado de las circunstancias y de las consecuencias sin fin de nuestras acciones, descubrimos que solamente apegándonos a la regla de la justicia podemos servir a la humanidad.

TEXTOS DE HUME

Fragmento 1

Hume se pregunta si la fuente de la moralidad se encuentra en la razón o en las pasiones. Al principio, le parece que en ambas.

Ha existido una controversia (…) sobre los fundamentos de la moral; si se encuentran en la razón o en el sentimiento; si los comprendemos por medio de argumentos y de inducción, o por intuición; si, como todo juicio correcto sobre la verdad y la falsedad, deberían ser los mismos para todo ser racional, o si, como la percepción de la belleza y de la deformidad, se encontrarían en la constitución de cada individuo.

Los filósofos antiguos, aunque a menudo afirman que la virtud no es sino conformidad con la razón, en general, sin embargo, tienden a considerar que la moral deriva del gusto y del sentimiento. Por otra parte, nuestros investigadores modernos, aunque hablan mucho sobre la belleza de la virtud y la deformidad del vicio, han logrado establecer la diferencia por medio del razonamiento metafísico y por deducciones a partir de los principios más abstractos del entendimiento. Tal confusión reina en estas materias, que se puede establecer una oposición muy marcada entre un sistema y otro, e incluso entre partes de cada sistema (…)

Debe reconocerse que ambos lados de la disputa pueden aportar sólidos argumentos. Las distinciones morales, es preciso reconocer, pueden hacerse con solo la razón; de aquí las grandes discusiones que reinan en la vida ordinaria, así como en filosofía, sobre este tema; la larga cadena de pruebas producidas por ambos lados; los ejemplos citados, las autoridades a las que se apela, las analogías que se emplean, las falacias que se detectan, las inferencias que se sacan, y las conclusiones a las que se llega, ajustadas a los propios principios. Sobre la verdad se disputa, no sobre el gusto. Lo que existe en la naturaleza de las cosas es la regla de nuestro juicio. Lo que cada hombre siente dentro de sí es la medida de su sentimiento. Se deben probar las proposiciones de geometría; los sistemas de física pueden ser refutados; pero la armonía del verso, las tendencias de la pasión, la agudeza de ingenio deben dar placer inmediato. Ningún hombre razona sobre la belleza de otro, pero sí sobre la justicia o injusticia de sus actos. En todo juicio criminal el primer objetivo del prisionero es refutar las acusaciones y negar las acciones que se le imputan; lo segundo, probar que, aun cuando esas acciones fueran reales, pueden justificarse. El primer objetivo se logra con deducciones; ¿cómo vamos a suponer que se emplea una facultad diferente de la mente para lograr el otro?

Por otra parte, aquellos que convierten todas las determinaciones morales en sentimientos, pueden luchar por mostrar que es imposible para la razón sacar conclusiones de esta naturaleza. A la virtud, dicen, le pertenece por naturaleza se amable, mientras que al vicio le es propio ser detestable. Esto forma parte de su esencia o naturaleza. Pero ¿puede la razón o la argumentación distribuir estos epítetos a cualquier cosa, y decir por anticipado que tal cosa debe producir amor y otra odio? ¿O qué otra razón podemos asignar a estos afectos, si no es el tejido original de la mente humana, que está adaptada a recibirlos? (pp. 2-4)

Fragmento 2.

Hume sugiere que sería interesante encontrar una forma de unir ambas posiciones.

Los argumentos de cada parte (y muchos más que se puedan producir) son tan factibles, que sospecho que unos pueden ser tan sólidos y satisfactorios como los otros, y que, de hecho, la razón y el sentimiento concurren en casi todos nuestros juicios y determinaciones morales. Es probable que la opinión final, que declara que algunos caracteres y acciones son amables u odiosas, dignas de aprobación o de reprobación; aquella opinión que les pone la marca del honor o de la infamia, de la aprobación o la censura; la que considera la moral como un principio activo y hace de la virtud nuestra felicidad y del vicio nuestra miseria; es probable, digo, que esta opinión final dependa de algún sentimiento interno, que la naturaleza ha vuelto universal en todas las especies. Pues ¿qué otra cosa puede tener una influencia de este tipo? Pero con el fin de preparar el camino para tal sentimiento, y ofrecer un apropiado discernimiento de su objeto, es a menudo necesario que sea precedido de mucho razonamiento, que se hagan distinciones, que se saquen conclusiones, que se hagan comparaciones, que se formen relaciones complicadas, y que se determinen o verifiquen los hechos. Algunos tipos de belleza, especialmente la belleza natural, en su primera aparición, exigen nuestro afecto y aprobación; y donde este efecto falla, es imposible a cualquier razonamiento compensar su influencia, o adaptarlas mejor a nuestro gusto y sentimientos. Pero en muchos otros órdenes de belleza, particularmente en aquella de las bellas artes, es un requisito emplear mucho razonamiento, con el fin de sentir el sentimiento apropiado; y una falsa valoración puede a menudo ser corregida por medio de argumentos y reflexión. Existen bases apropiadas para concluir que la belleza moral toma mucho de este último tipo de belleza, y que demanda de la asistencia de nuestra facultad intelectual, con el fin de ejercer una influencia adecuada en la mente humana. (pp. 5-6)

Fragmento 3.

Según Hume, sin embargo, no puede existir acuerdo sobre cuál de los dos, la razón o el sentimiento, es la última fuente de la moralidad. Se ofrecen dos argumentos decisivos en contra de la razón. El primero es simplemente que la moralidad es práctica, esto es, influye o regula nuestra conducta. El hecho de que la razón en sí misma no proporcione una base para la acción nos fuerza a concluir que no puede ser la fuente de nuestra conducta moral.

La finalidad de todas las especulaciones morales es enseñarnos nuestro deber; y, por la adecuada representación de la deformidad del vicio y de la belleza de la virtud, engendrar los hábitos adecuados y lograr que evitemos uno y busquemos la otra. Pero ¿debemos esperar esto de las conclusiones e inferencias de la razón, las cuales por sí mismas no inciden en los afectos o incitan las pasiones de los hombres? Ellas descubren verdades, pero mientras las verdades que descubran sean indiferentes y no engendren el deseo y la aversión, no podrán tener influencia en la conducta. Lo que es honorable, justo, noble, generoso, toma posesión del corazón, y nos anima a abrazarlo y mantenerlo. Lo que es inteligible, evidente, probable, verdadero, procura sólo el frío asentimiento de la razón, y gratifica la curiosidad especulativa, da un descanso a nuestra inquisición.

Elimine todos los sentimientos cálidos y las presuposiciones a favor de la virtud, todo el disgusto o aversión del vicio; vuelva a los hombres totalmente indiferentes hacia estas distinciones, y la moral no será ya un estudio práctico, ni tendrá ninguna tendencia a regular nuestras vidas y acciones. (pp. 4-5)

Fragmento 4.

El segundo argumento contra la razón es sutil y claramente humeano. Aunque estamos conscientes de todos los hechos objetivos que se presentan en una situación inmoral —por ejemplo, que A prometió pagar una deuda a B en cierta fecha, A no tiene dinero para cumplir con el pago, se niega a hacerlo y demás—, no se pueden encontrar como un ítem de una lista de hechos sobre los que reflexionamos al tratar de emitir un juicio moral. Hume sostiene que la corrección o la incorrección no se encuentra en las relaciones entre cualquiera de estos hechos, ni siquiera entre la acción de A y una regla que dice que se espera que uno pague sus deudas.

La razón juzga sobre cuestiones de hecho o sobre relaciones. Busque primero, entonces, dónde está ese hecho que llamamos crimen, señálelo, determine el tiempo de su existencia, describa su esencia o su naturaleza, explique el sentido o la facultad que lo descubre. Reside en la mente de la persona que es desagradecida. Ella debe sentirlo, y ser consciente de ello. Pero nada está allí, excepto la pasión de la mala voluntad o la absoluta indiferencia. Usted no puede decir que estas cosas, por sí mismas, siempre y en todas las circunstancias, son crímenes. No; solamente son crímenes cuando se dirigen hacia personas que antes han expresado y mostrado buena voluntad hacia nosotros. Consecuentemente, podemos inferir que el crimen de ingratitud no es un hecho particular, individual, sino que surge de una complicación de circunstancias, las cuales, al ser presentadas al espectador, excitan el sentimiento de culpa, por la particular estructura y composición de su mente.

Esta representación, dice usted, es falsa. El crimen, de hecho, consiste, no en un evento particular, de cuya realidad estamos seguros por la razón, sino que consiste en cierta relación moral descubierta por la razón, de la misma manera como descubrimos por la razón las verdades de la geometría o del álgebra. Pero, ¿cuáles son las relaciones, pregunto, de las que hablamos? En el caso mencionado arriba, veo, primero, buena voluntad y buenas acciones en una persona; luego, mala voluntad y malas acciones en otra. Entre estos existe la relación de contrariedad. ¿Consiste el crimen en esta relación? Pero suponga que una persona me quiso mal o me hizo algo malo, y luego yo, en respuesta, me quedo indiferente, o le respondo con bien; esta es la misma relación de contrariedad, y sin embargo, mi conducta es muy laudable. Retuerza este problema todo lo que quiera, nunca podrá poner la moralidad en la relación, sino que debe recurrir a la decisión o al sentimiento.

Cuando se afirma que dos más tres es igual a la mitad de diez, puedo entender muy bien esta relación de igualdad. (…) Pero cuando usted compara relaciones morales, me temo que no le comprendo. Una acción moral, un crimen tal como la ingratitud, es un objeto complicado. ¿Consiste la moralidad en la relación entre las partes? ¿Cómo? ¿De qué manera? Especifique la relación, sea más particular y explícito en sus proposiciones, y fácilmente verá su falsedad.

No, dice usted, la moralidad consiste en la relación de acciones a la regla de lo correcto, y ellas están dominadas por el bien o por el mal, según si están de acuerdo o en desacuerdo con él. ¿Cuál, entonces, es la regla de lo correcto? ¿En qué consiste? ¿Cómo se determina? Por la razón, dice usted, que examina la moralidad de las acciones. De manera que la moralidad de las acciones está determinada por la comparación de una acción con su regla, y esa regla está determinada por las relaciones morales entre los objetos. ¿No es esto un razonamiento demasiado fino? (pp. 127-129)

Fragmento 5.

Habiendo examinado las objeciones contra la razón, Hume se declara abiertamente a favor del sentimiento como fuente de la moralidad.

Cuando un hombre, en cualquier momento, delibera sobre su conducta (como cuando piensa si habría sido mejor ayudar a su hermano o a un benefactor, en una emergencia), debe considerar estas relaciones separadas, con todas las circunstancias y situaciones de las personas, con el fin de determinar el deber y la obligación mayor, así como para determinar la proporción de líneas en un triángulo es necesario examinar la naturaleza de esa figura y la relación que las partes guardan entre sí. Pero a pesar de la aparente semejanza de los dos casos, existe una diferencia insalvable entre ellos. En cuanto a triángulos o círculos, un pensador especulativo considera las diferentes relaciones conocidas de las partes de estas figuras, y de ahí infiere alguna relación desconocida, la cual depende de las primeras. Pero en las deliberaciones morales debemos estar familiarizados de antemano con todos los objetos y todas las relaciones, de manera que al compararlas con el todo podamos hacer nuestra elección o dar nuestra aprobación. No se trata de descubrir ningún dato o relación nueva. Se supone que todas las circunstancias del caso se nos presentan, de manera que podemos condenar o aprobar. Si cualquier circunstancia material es desconocida o dudosa, debemos primero investigar para salir de la duda, y debemos suspender el juicio por un tiempo. Mientras ignoramos si un hombre es agresor o no, ¿cómo podríamos determinar si la persona que lo mató es culpable o inocente? Pero después de cada circunstancia, cada relación se conoce, y el entendimiento no tiene espacio para operar, ni objeto en el cual emplearse. La aprobación o la culpa que emite no puede ser obra del juicio, sino del corazón; no es una sentencia especulativa, sino sentimental. En las disquisiciones del entendimiento, a partir de circunstancias y relaciones conocidas inferimos algunas nuevas y desconocidas. En las decisiones morales, todas las circunstancias y relaciones deben ser previamente conocidas, y la mente, a partir de la apreciación del conjunto, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de reprobación.

De aquí la gran diferencia que existe entre un error de hecho y uno de derecho, y de aquí por qué uno es criminal y el otro no. Cuando Edipo mató a Layo, ignoraba la relación, y a partir de las circunstancias, inocentes e involuntarias, se formó una opinión errónea sobre la acción que había cometido. Pero cuando Nerón mató a Agripina, todas las relaciones entre él y esa persona, y todas las circunstancias del caso, eran previamente conocidas para él, pero el motivo de la venganza, el miedo o el interés prevalecieron en su salvaje corazón sobre los sentimientos de deber y humanidad. Y cuando expresamos esa detestación contra él —a la cual Nerón, en poco tiempo, se volvió insensible—, no es que veamos ninguna relación que fuera desconocida para él, sino que, por rectitud de nuestra disposición, tenemos sentimientos que para él son ajenos, por haberse acostumbrado a practicar los más enormes crímenes. Son estos sentimientos, por lo tanto, y no el descubrimiento de ningún tipo de relación, en lo que consisten los juicios morales. Antes de que pretendamos emitir un juicio de esta clase, debemos conocer todos los datos sobre el objeto o la acción. Nada queda sino el sentimiento, de nuestra parte, de aprobación o de reprobación, de aquí que digamos de una acción que es criminal o virtuosa. (pp. 129-130)

Fragmento 6.

Hume habla sobre dos grandes virtudes sociales, la benevolencia y la justicia, y observa que la primera es universalmente estimada.

Puede pensarse, quizás, que sea superfluo probar que la benevolencia o las afecciones son estimables. Los epítetos sociable, de buen corazón, humano, compasivo, agradecido, generoso, amistoso, benefactor y sus equivalentes se conocen en todas las lenguas, y expresan siempre el más alto mérito que la naturaleza humana es capaz de alcanzar. Ya sea que estas cualidades se traigan de nacimiento y se muestren en el buen gobierno o en la instrucción de la humanidad, estas cualidades parece que elevan a sus poseedores sobre el resto de la humanidad, y hace que se aproximen a lo divino. Sublime capacidad, coraje intrépido, éxito inquebrantable… estas cualidades sólo exponen al héroe o al político a la envidia y mala voluntad del público, pero en cuanto a ellas se le agrega la de ser muy humano o benefactor, cuando sus acciones se presentan como actos de suavidad o de benevolencia, la envidia se calla, o consigue una voz general de aprobación y de aplauso. (…) Ninguna cualidad es más digna de aprobación y de buena disposición por parte de la gente que la benevolencia o la humanidad, la amistad y la gratitud, el afecto natural y la preocupación por la gente, o lo que proceda de la simpatía y la preocupación general por nuestros semejantes. En donde sea que estas cualidades aparezcan provocan en la gente los mismos sentimientos favorables hacia sus poseedores.

Podemos observar que, cuando alabamos a cualquier hombre benevolente y humano, se da una circunstancia que nunca falla en ser reconocida: que en la sociedad a la cual sirve ese hombre aumentan la felicidad y la satisfacción. (pp. 8-10)

Fragmento 7.

Con respecto a la virtud de la justicia, Hume sostiene que su única fuente o justificación es la utilidad. Hume llega a esta conclusión pidiéndonos que imaginemos varias clases de circunstancias sociales y humanas, y que notemos que en estas circunstancias, la virtud estaría muerta, en el sentido de que sería superflua o impracticable.

Que la justicia es útil a la sociedad, y consecuentemente que parte de su mérito, por lo menos, debe proceder de esa consideración, sería superfluo de probar. Que la utilidad pública sea el único origen de la justicia y sus consecuencias benéficas sean su único fundamento, es una afirmación que merece nuestro examen.

Supongamos que la naturaleza ha proveído a la raza humana de tal abundancia de bienes externos, que, sin ninguna incertidumbre, sin ningún cuidado o industria de nuestra parte, cada individuo se encuentra a sí mismo provisto con lo que sus más voraces apetitos le puedan exigir. Su belleza natural, vamos a suponer, sobrepasa todos los ornamentos; la perpetua clemencia de las estaciones le provee todo lo que necesita: ropa, comida, agua… No necesita ocuparse en trabajos fatigosos. La música, la poesía y la contemplación son sus únicas ocupaciones; la conversación, el regocijo y la amistad son su sola distracción.

Parece evidente que, en tal feliz estado, todas las virtudes sociales florecerían y tenderían a incrementarse, y nunca se llegaría a imaginar la virtud de la justicia. Pues, ¿para qué fin hacer repartición de bienes, cuando todos tienen suficiente de todo? ¿Por qué asegurar la propiedad, cuando nadie se la va a quitar? ¿Por qué llamar a un objeto "mío" cuando, para poseer cualquier otro del mismo valor sólo necesito alargar la mano? La justicia, en este caso, al ser totalmente inútil, sería una ceremonia ociosa, y nunca podría llegar a ocupar un lugar en el catálogo de las virtudes.

De nuevo: suponga que, si bien las necesidades de la raza humana continúen siendo las mismas que ahora, la mente ha ampliado tanto sus horizontes y está tan llena de amistad y generosidad que todos los hombres sienten la mayor ternura por los demás, y no sienten mayor interés por sus propias cosas que por las de los demás; parece evidente que el uso de la justicia, en este caso, quedaría suspendido por tal benevolencia, y nunca se hubiera pensado en la necesidad de las barreras de propiedad y obligación. ¿Por qué debería obligar a otro a que actúe bien conmigo, cuando ya sé que él está dispuesto, por la mayor inclinación, a buscar mi felicidad, y por su propia voluntad realizaría lo que yo más deseo, excepto si de ello se deriva un daño para el mismo? (en este caso, él sabría que, por mi innata buena voluntad y amistad, yo sería el primero en oponerme a tan imprudente generosidad). ¿Qué es lo que levanta barreras entre mi campo y el de mi vecino, cuando mi corazón no ha establecido ninguna división entre nuestros intereses, sino que comparte toda su alegría y sus tristezas con la misma fuerza y vivacidad que si fueran míos? Todo hombre, bajo este caso supuesto, considerando a los demás como un segundo yo, confiaría todos sus intereses a la discreción de todos los demás, sin celos, sin distinciones. Y toda la raza humana sería una sola familia, donde todo sería compartido y sería usado con entera libertad, sin hablar de propiedad.

Para hacer esta verdad más evidente, invirtamos la anterior suposición, y llevando todo al extremo opuesto, consideremos cuál sería el efecto de esta nueva situación. Imaginemos una sociedad que cae en tal necesidad de bienes, que la mayor frugalidad e industria no pueden evitar que un número considerable de personas perezca, y el resto caiga en la extrema miseria. Fácilmente admitiremos, creo, que las estrictas leyes de la justicia quedarían en suspenso, en tal caso de emergencia, y darían lugar a la mayor necesidad de la autopresevación. ¿Es un crimen, después de un naufragio, procurarse cualquier medio o instrumento de seguridad que uno pueda conseguir, sin tomar en cuenta las limitaciones de la propiedad? O en una ciudad sitiada, si la gente estuviera pereciendo de hambre, ¿podríamos pensar que la gente se arriesgaría a perder la vida por cuidar escrupulosamente lo que en otras situaciones serían las normas ordinarias de la equidad y la justicia? El uso y la tendencia de esa virtud es producir felicidad y seguridad, preservando el orden en la sociedad; pero en una sociedad que está próxima a perecer de extrema necesidad, ningún mal mayor puede temerse que la violencia y la injusticia. En esa circunstancia cualquier hombre puede proveerse para sí mismo por todos los medios que la prudencia le dicte o que la humanidad le permita. La gente, incluso en necesidades menos urgentes, abre los graneros sin el consentimiento de los propietarios, o suponiendo justamente que la autoridad o los magistrados , actuando conforme a la equidad, lo justificarían. ¿Sería considerado criminal o injurioso que se hiciera una repartición de pan en una hambruna, aunque se hiciera a la fuerza? (…)

Supongamos, de la misma manera, que fuera la suerte de un hombre virtuoso caer en un grupo de rufianes, alejado de la protección de las leyes o del gobierno. ¿Qué conducta debería adoptar en tan triste situación? Él ve que prevalece la rapacidad, que no se respeta la equidad ni el orden; que la gente permanece ciega ante las consecuencias nefastas que se derivarán de sus acciones, que terminarán con la destrucción de su sociedad. Sin embargo, él no tiene otra opción que la de armarse, quitándole su espada a quien sea, y aprovisionarse de todos los medios de defensa y seguridad. En esa situación, la justicia que el tanto valoraba no le serviría, ni para su propia seguridad ni para la de los demás; él solamente debe preocuparse por su propia supervivencia, sin interesarse por aquellos que no valoran su mérito y la atención que él podría brindarles. (pp. 15-20)

Fragmento 8.

Hume resume el argumento anterior.

De esta manera, las reglas de la equidad y de la justicia dependen enteramente de estado y condición particular en el cual los hombres se encuentran, y deben su origen y su existencia a la utilidad pública, la cual resulta de su estricto cumplimiento y regular observancia. Invierta la condición de los hombres; produzca extrema abundancia o extrema necesidad; siembre en los corazones de los hombres perfecta moderación y humanidad, o perfecta rapacidad y malicia. Al volver la justicia totalmente inútil, destruirá totalmente su existencia, y suspenderá su dominio sobre la humanidad.

La situación común de la humanidad es un término medio entre estos extremos. Somos naturalmente parciales hacia nosotros mismos y hacia nuestros amigos; pero somos capaces de aprender las ventajas que se derivan de una conducta más equitativa. Pocos placeres nos da la naturaleza, pero por medio del arte, el trabajo y la industria, podemos conseguirlos en gran abundancia. De aquí que la idea de la propiedad se vuelva necesaria en toda la sociedad civil. De aquí se deriva la utilidad de la justicia, y de aquí solamente procede su mérito y obligación. (pp. 20- 21)

Fragmento 9.

En un análisis final, la teoría moral de Hume admite que algunas pasiones de los hombres no tienen su origen en el interés personal. Según esto, la moralidad de un individuo se basa en los sentimientos que tienen origen en la preocupación por los demás. Pero tales sentimientos son compartidos universalmente, y no están afectados, por lo tanto, por el relativismo de las consideraciones personales.

Parece suficiente para nuestro propósito presente que se admita que existe en algunos de nosotros algo de benevolencia, infundida en nuestro interior; alguna chispa de amistad o de humanidad; alguna partícula de (la paz) de la paloma, junto con los elementos del lobo y de la serpiente. Supongamos que estos elementos son muy débiles; imaginemos que son insuficientes para mover una mano o un dedo de nuestro cuerpo; aun así deben dirigir las determinaciones de nuestra alma, y donde todo lo demás permanece igual, producir una débil preferencia por todo lo que es útil a la humanidad, por sobre lo que es pernicioso y peligroso. De esta manera, de inmediato surge una distinción moral.

La noción de moralidad supone algún sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el mismo objeto a todos, y hace que todo hombre, o la mayoría de los hombres, estén de acuerdo en la misma opinión o decisión. También supone algún sentimiento, tan universal y abarcador que se extiende a toda la humanidad, que juzga las acciones y la conducta como dignas de aplauso o de censura, según si están de acuerdo con la regla de lo correcto que ha sido establecida. Estos dos requisitos pertenecen solamente al sentimiento de la humanidad sobre el que aquí se ha insistido. Las otras pasiones generan muchos sentimientos de deseo y de aversión, de afecto y de odio, pero ninguna de ella se siente como tenida en común, ni es tan abarcadora como para ser el fundamento de cualquier sistema general o teoría establecida de aprobación o de desaprobación.

Cuando un hombre llama a otro su enemigo, su rival, su antagonista, su adversario, se entiende que está hablando el lenguaje del amor propio, y que está expresando sentimientos, peculiares a él mismo y originados de una particular circunstancia y situación. Pero cuando él atribuye a un hombre epítetos como vicioso, odioso o depravado, está hablando otro idioma, y expresa sentimientos por medio de los cuales espera que el público que lo escucha concuerde con él. Debe, por lo tanto, desprenderse de su situación privada y particular y escoger un punto de vista común a él y a otros; debe (…) tocar una fibra que toda la humanidad reconozca y con la cual pueda sintonizar. Si, por lo tanto, quiere decir que este hombre posee cualidades, cuya tendencia es perniciosa para la sociedad, escogerá este punto de vista común, y habrá tocado el principio de humanidad, en el que todo hombre concuerda. Ya que el corazón humano está compuesto de los mismos elementos, nunca será totalmente indiferente al bien común, ni del todo inmune a la tendencia de los caracteres y las costumbres. Y aunque su afecto por la humanidad puede que no sean tan fuerte como la vanidad o la ambición, sin embargo, al ser común a todos los hombres, sólo él puede ser el fundamento de la moral, o de cualquier sistema general de alabanza o reprobación. La ambición de un hombre no es la de otro, el ni el mismo objeto o evento satisfará a ambos; pero la humanidad de un hombre es la misma que la de los demás, y el mismo objeto toca esta pasión en todas la criaturas humanas.

Cualquier conducta que recibe mi aprobación, al tocar mi humanidad, produce el mismo aplauso en toda la humanidad, al afectar el mismo principio; pero lo que sirve mi avaricia o mi ambición agrada a estas pasiones en mí solamente, y no afecta la avaricia o la ambición del resto de la humanidad. No hay circunstancia de conducta en cualquier hombre (suponiendo una tendencia beneficiosa) que no sea agradable a mi humanidad, aunque esa persona sea extraña para mí (109-113).

TEXTO 2

Investigación sobre los principios de la moral, apéndice I, fragmento

102. Si la hipótesis anterior es aceptada, nos será fácil ahora determinar la primera cuestión propuesta, relativa a los principios generales de la moral; y aunque pospusimos la decisión de esta cuestión para no envolvernos entonces en intrincadas especulaciones, inadecuadas en discursos morales, debemos proseguirla ahora y examinar en qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o de censura.

Supuesto que un fundamento principal de la alabanza moral está en la utilidad de cualquier cualidad o acción, es evidente que la razón ha de tener una participación notable en todas las decisiones de esta clase; puesto que nada, sino esta facultad, puede instruirnos sobre la tendencia de las cualidades y acciones y señalar sus consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su posesor. En muchos casos es un asunto sujeto a gran controversia: pueden surgir dudas, darse intereses opuestos y debe darse preferencia a un extremo, por sutiles consideraciones y por un pequeño predominio de la utilidad. Esto es de notar, particularmente, respecto a la justicia, como es natural suponer por esa especie de utilidad que acompaña a esta virtud. Si cada uno de los casos de justicia fuera útil, como los de la benevolencia, a la sociedad, la situación sería más simple, y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero como los casos individuales de la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata tendencia, y como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de la regla general y de la concurrencia y combinación de varias personas en la misma conducta equitativa, el caso aquí se vuelve más intrincado y complejo. Las varias circunstancias de la sociedad, las varias consecuencias de cualquier práctica, los varios intereses que pueden proponerse: todo ello, en muchas ocasiones, es dudoso y sujeto a gran discusión y encuesta.

El objeto de las leyes municipales es determinar todas las cuestiones respecto a la justicia: los debates de los ciudadanos; las reflexiones de los políticos; los precedentes de la historia y archivos públicos; todos ellos se enderezan al mismo propósito. Y a menudo son necesarios una razón o juicio muy certeros para pronunciar la determinación verdadera entre tan intrincadas dudas, nacidas de utilidades oscuras u opuestas.

103. Pero, aunque la razón plenamente asistida y mejorada sea bastante para instruirnos sobre las tendencias útiles o perniciosas de las cualidades y acciones, no es, por sí sola, suficiente para producir ninguna censura o aprobación moral. La utilidad es sólo una tendencia hacia cierto fin; y, si el fin nos fuera totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Hace falta que se despliegue un sentimiento para dar preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas. Este sentimiento no puede ser sino un sentimiento por la felicidad del género humano, y un resentimiento por su miseria, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tienden a promover. Por tanto, la razón nos instruye sobre las varias tendencias de las acciones, y la humanidad distingue a favor de las que son útiles y beneficiosas.

104. De la anterior hipótesis aparece clara la división entre las facultades del entendimiento y del sentimiento en todas las decisiones morales. Mas supondré que esta hipótesis es falsa: hará falta, pues, buscar otra teoría que sea satisfactoria; y me atrevo a afirmar que no se hallará ninguna, mientras supongamos que la razón es la única fuente de la moral. Para probarlo convendrá sopesar las cinco consideraciones siguientes:

I. Es fácil para una hipótesis falsa mantener una apariencia de verdad; mientras no se sale de generalidades, usa términos indefinidos y emplea comparaciones en vez de ejemplos. Esto es notable, particularmente, en esa filosofía que adscribe el discernimiento de todas las distinciones morales sólo a la razón, sin que el sentimiento concurra. Es imposible que, en ningún caso concreto, pueda hacerse inteligible esa hipótesis, sea cual fuere la especiosidad de la figura que tome en declamaciones y discursos. Examínese el crimen de la ingratitud, por ejemplo; ocurre éste siempre que observamos, por una parte, buena voluntad expresada y conocida, junto con la prestación de buenos oficios y, por otra, y a cambio, mala voluntad o indiferencia, y malos oficios o descuido. Anatomizad todas esas circunstancias y examinad, sólo con la razón, en qué consiste el demérito o censura. Nunca llegaréis a una conclusión.

107. No, decís; la moralidad consiste en la relación de las acciones morales con la regla de lo justo; y son denominadas buenas o malas, según concuerden o no con ella. ¿Qué es esa regla de lo justo? ¿En qué consiste? ¿Cómo se determina? Por la razón, decís, que examina las relaciones morales de las acciones. De tal modo las relaciones son determinadas por la comparación de la acción con la regla. Y esa regla es determinada considerando las relaciones morales de los objetos. ¿No es éste un razonamiento refinado?

Todo esto es metafísica, exclamáis. Basta, entonces; no hace falta más para tener una fuerte sospecha de falsedad. Sí, contesto, aquí hay metafísica, con toda seguridad, pero por vuestra parte, que avanzáis hipótesis absurdas que nunca pueden hacerse inteligibles, ni cuadrar con ningún caso ni ejemplo concreto. La hipótesis que defendemos es sencilla. Mantiene que la moralidad es determinada por el sentimiento. Define que la virtud es cualquier acción mental o cualidad que dé al espectador un sentimiento placentero de aprobación; y vicio, lo contrario. Pasamos entonces a examinar un caso concreto, a saber, qué acciones ejercen esta influencia. Consideramos todas las circunstancias en las cuales coinciden esas acciones y, de ahí, nos encaminamos a extraer algunas observaciones generales respecto a estos sentimientos. Si a esto lo llamáis metafísica y halláis en ello algo abstruso, no tendréis otra cosa que hacer, sino reconocer que vuestro tipo de mente no es apropiado para las ciencias morales.

108. II. Siempre que un hombre delibera sobre su propia conducta (por ejemplo, si en una emergencia concreta ayudará al propio hermano o a un benefactor), él debe considerar estas relaciones separadas, con todas las circunstancias y situaciones de las personas, para determinar el deber y la obligación superiores; y, para determinar la proporción de las líneas de cualquier triángulo, es necesario examinar la naturaleza de esa figura y las relaciones que sus varias partes guardan entre sí. Pero, pese a esta aparente similaridad de los dos casos, hay en el fondo una gran diferencia entre ellos. Un razonador especulativo considera, respecto a los triángulos y círculos, las relaciones dadas y conocidas entre las partes de estas figuras y de ahí infiere alguna relación desconocida que depende de las primeras. Pero en las deliberaciones morales debemos estar familiarizados de antemano con todos los objetos y todas sus relaciones mutuas; y, de la comparación del todo, determinamos nuestra elección o aprobación. No hay ningún hecho nuevo del que cerciorarse, ni ninguna nueva relación que descubrir. Se da por supuesto que todas las circunstancias del caso están ante nosotros antes de que podamos determinar una sentencia de censura o de aprobación. Si una circunstancia material fuera todavía desconocida o dudosa hemos de ejercer primero nuestra investigación o nuestras facultades intelectuales para asegurarnos de ella; y debemos suspender durante cierto tiempo toda decisión o sentimiento moral. Mientras ignoramos si un hombre fue el agresor o no, ¿cómo podemos determinar si la persona que lo mató es criminal o inocente?

Pero, después de ser conocidas todas las circunstancias, todas las relaciones, el entendimiento no tiene ya lugar para operar, ni objeto sobre el que emplearse. La aprobación o la censura que se sigue no puede ser obra del juicio, sino del corazón; y no es una proposición especulativa, sino un sentir activo o sentimiento. En las disquisiciones del entendimiento, a partir de circunstancias y relaciones conocidas, inferimos otras nuevas y desconocidas. En las decisiones morales, todas las circunstancias y relaciones deben ser conocidas previamente; y la mente, por la comparación del todo, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de aprobación o de censura.

109. De ahí la gran diferencia entre un error de hecho y otro de derecho; y de ahí la razón por la que uno es criminal, por lo común, y no el otro. Cuando Edipo mató a Laio, ignoraba la relación y, por las circunstancias, de modo inocente e involuntario, formó una opinión errónea de la acción que realizó. Pero cuando Nerón mató a Agripina, todas las relaciones entre él y la persona, y todas las circunstancias del hecho, le eran conocidas previamente; pero el motivo de la venganza, miedo o interés, prevalecieron en su salvaje corazón sobre los sentimientos del deber y de la humanidad. Y cuando abominamos de él, a lo que en seguida se hizo insensible, no es porque veamos relaciones que él ignoraba, sino que, por la rectitud de nuestra disposición, experimentamos sentimientos para los que él estaba endurecido por la lisonja y una larga perseverancia en los más enormes crímenes. En estos sentimientos, por tanto, y no en el descubrimiento de relaciones de cualquier tipo, consisten todas las determinaciones morales. Antes de pretender formar una decisión de esta clase, todo debe ser conocido y averiguado respecto al objeto o a la acción. Por nuestra parte no queda sino experimentar un sentimiento de censura o aprobación, a partir del cual decidimos si la acción es criminal o virtuosa.

110. III. Esta doctrina se hará más evidente todavía si comparamos la belleza moral con la natural, con la que guarda semejanza en muchos aspectos. La belleza natural depende de la proporción, relación y posición de las partes; pero sería absurdo inferir de ahí que la percepción de la belleza, como la de la verdad en los problemas geométricos, consiste totalmente en la percepción de relaciones, y es realizada por entero por el entendimiento o las facultades intelectuales. En todas las ciencias nuestra mente investiga, a partir de las relaciones conocidas, las desconocidas. Pero en todas las decisiones del gusto o de la belleza externa todas las relaciones son, de antemano, obvias para los ojos; y de ahí pasamos a experimentar un sentimiento de complacencia o de disgusto, según la naturaleza del objeto y la disposición de nuestros órganos.

Euclides ha explicado completamente todas las cualidades del círculo; pero en ninguna proposición ha dicho una palabra sobre su belleza. La razón es evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. No está en ninguna parte de la línea cuyos puntos equidistan de un centro común. Es sólo el efecto que esa figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hace susceptible de tales sentimientos. En vano se buscaría en el círculo, por los sentidos o por el razonamiento matemático, en todas las propiedades de esa figura.

Escuchad a Paladio y a Perrault, cuando explican todas las partes y proporciones de una columna. Hablan de la cornisa y del friso, de la basa y del entablamiento, del fuste y del arquitrabe; dan la posición y descripción de cada uno de estos miembros. Pero si les preguntarais por la posición y descripción de su belleza, responderían al punto que la belleza no está en ninguna de las partes o miembros de una columna, sino que resulta del conjunto, cuando esa complicada figura se presenta a una mente inteligente, capaz de tener tales refinadas sensaciones. Hasta que aparece uno de esos espectadores nada hay, sino una figura de dimensiones y proporciones determinadas: su elegancia y belleza surgen solamente de los sentimientos.

Escuchad también a Cicerón, cuando pinta los crímenes de un Verres o de un Catilina. Debe reconocerse que la torpeza moral resulta, de la misma manera, de la contemplación del todo cuando es presentado a un ser cuyos órganos tienen una determinada estructura y formación. El orador puede pintar ira, insolencia, barbarie, por una parte; mansedumbre, sufrimiento, tristeza, inocencia, por la otra. Pero, si no sentís ni indignación ni compasión en vosotros por estas complicadas circunstancias, en vano le preguntaríais en qué consiste el crimen o la villanía contra la que tan vehemente clama. ¿En qué momento y en qué sujeto empieza a existir por vez primera? ¿En qué se ha convertido pocos meses después, cuando todas las disposiciones y pensamientos de todos los actores se han cambiado por completo o se han aniquilado? No se puede responder satisfactoriamente a ninguna de estas preguntas desde una hipótesis abstracta de la moral; y hemos de confesar, al fin, que el crimen o la inmoralidad no es un hecho particular o una relación, que puede ser objeto del entendimiento, sino que surge por entero del sentimiento de desaprobación, que, debido a la estructura de la naturaleza humana, sentimos inevitablemente al aprehender la barbarie o la traición.

111. IV. Los objetos inanimados pueden guardar entre sí las mismas relaciones que observamos en los agentes morales; aunque aquéllos no puedan ser nunca objeto de amor o de odio, ni susceptibles, por ende, de mérito o iniquidad. Un árbol joven que sobrepasa y destruye a su padre guarda en todo las mismas relaciones que Nerón cuando asesinó a Agripina; y si la moralidad consistiera meramente en relaciones, sin duda alguna sería igualmente criminal.

112. V. Parece evidente que los fines últimos de las acciones humanas no pueden ser explicados, en ningún caso, por la razón, sino que se recomiendan por entero a los sentimientos y afecciones del género humano, sin dependencia de las facultades intelectuales. Pregúntese a un hombre por qué hace ejercicio; contestará que porque desea conservar la salud. Si se le pregunta entonces por qué desea la salud, responderá al punto, porque la enfermedad es penosa. Y si se prosigue la encuesta y se desea saber la razón por la que odia el dolor, no podrá dar ninguna. Es éste un fin último, que no va referido a ningún otro objeto.

Quizá a la segunda pregunta, por qué desea la salud, pueda contestar también que es necesaria para el ejercicio de su vocación. Si se le pregunta que por qué desea esto, contestará, sin más, que porque desea dinero. Si se le pregunta ¿por qué?, contestará que es un instrumento de placer. Y es absurdo preguntarle la razón de esto. Es imposible que haya un proceso in infinitum; y que una cosa pueda ser siempre la razón por la que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí, y por su acuerdo y conveniencia inmediata con el sentimiento y el afecto humanos.

Evaluación de Hume

¿Está de acuerdo con la opinión de Hume de que si la gente no experimentara sentimientos de aprobación o de desaprobación no haría juicios morales?

Discuta los argumentos de Hume en contra de la razón como base de la moralidad.

¿Cuál es el papel de la razón en la deliberación moral?

En el nivel teorético, la visión de la moral de Hume se asemeja a su visión de la causalidad. ¿En qué forma son esas visiones similares y en qué forma son diferentes?

¿Puede Hume ser defendido contra la acusación de relativismo, si basa su moral en el sentimiento?

¿Cómo muestra la discusión de Hume de la justicia de que ésta se basa en la utilidad social?

¿Hasta qué punto es Hume un precursor del utilitarismo, la concepción de que las acciones morales son aquellas que promueven la mayor felicidad para el mayor número? Discuta.

Adoptando el punto de vista de Hume, proporcione argumentos en contra del intuicionista ético, que sostiene que sabemos que ciertas acciones, por su propia naturaleza, son correctas, y otras, incorrectas.

¿Cuáles son algunas de las características de la teoría psicológica que subyacen en la ética de Hume?

Hume cree que la gente que no está directamente implicada en situaciones morales puede, sin embargo, hacer juicios morales. ¿Está de acuerdo? Discuta.

Evaluacion de Hume en línea: http://www.jcu.edu/philosophy/gensler/ms/hume–00.htm

IMMANUEL KANT: EL DEBER LIBERADOR

"Las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas." –Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Immanuel Kant (1724-1804), cuyos escritos son lectura obligatoria para todo aquel que desee comprender el pensamiento de los siglos XIX y XX, vivió una vida excepcionalmente tranquila. Kant vivía rutinariamente, y, aunque tenía muchos amigos, nunca se casó y nunca se aventuró a salir más de 60 km de Königsberg, Prusia Oriental, la ciudad de su nacimiento y de su muerte. El escritor alemán Heine, ejerciendo sin duda alguna licencia poética, ha inmortalizado a Kant al presentarlo como un autómata: "Levantarse, tomar café, escribir, dar clases, cenar, caminar: todo tenía su tiempo prefijado. Y cuando Immanuel Kant, en su abrigo gris, bastón en mano, aparecía a la puerta de su casa, y caminaba hacia la pequeña avenida bordeada de tilos que aún se llama ‘La caminata del filósofo’, los vecinos sabían que eran exactamente las tres y media en su reloj".

La familia Kant pertenecía a la clase media baja y era muy religiosa. En reconocimiento de la habilidad académica de su hijo y por las convicciones religiosas de la familia, el padre de Immanuel lo envió al colegio pietista local a prepararse para el ministerio. Immanuel continúo sus estudios en la Universidad de Königsberg, y se interesó mucho en las ciencias naturales y en la filosofía. Entre 1746 y 1755 fue maestro privado de varias familias de su ciudad. Luego fue nombrado instructor en su universidad y finalmente, en 1770, obtuvo la cátedra. Kant fue un maestro muy popular y exitoso. Tal vez pueda sorprender que alguien tan riguroso en su propia forma de pensar, diera el siguiente consejo pedagógico: "atiende a los estudiantes de mediana habilidad; a los tontos es imposible ayudarles, y los genios se ayudan a sí mismos".

La vida interior de Kant era tan dramática como gris era su vida exterior: renunció al lado exterior y emocional de la religión; de un filósofo "literato" de estilo y pensamiento libre y fluido se convirtió en un filósofo crítico de estilo trabajado que presentaba pensamientos profundos, sin concesiones de ningún género; transformó una curiosidad científica espontánea en impulso por explorar los fundamentos de la ciencia; de ser un seguidor pasivo de escuelas filosóficas se transformó en el innovador de una importante escuela de pensamiento. Por otra parte, se interesó mucho en las revoluciones francesa y americana. La fachada conservadora de Kant ocultaba al verdadero Kant.

El escrito científico más importante de Kant es su Historia natural general y teoría de los cielos (1755), en la cual trata de explicar el origen del sistema solar reformulando la hipótesis nebular. Su trabajo filosófico revolucionario es la Crítica de la razón pura (1781), la cual se centra en la demostración de que es posible tener conocimiento cierto en las ciencias naturales y en las matemáticas. En su Crítica del Juicio (1790) analiza la estética y la biología. Kant se propone la tarea de encontrar los fundamentos de una auténtica moral en Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) y en la Crítica de la razón práctica. En esta última investiga las implicaciones de la moral para la religión.

La dirección de los intereses filosóficos de Kant queda revelada en su famosa afirmación: "dos cosas llenan la mente con una admiración siempre nueva… los cielos estrellados encima de mí y la ley moral dentro de mí". A él le interesa la naturaleza y la moral. En contra del escepticismo dieciochesco, que ponía en duda los fundamentos del conocimiento científico y de la moral, Kant propone un sistema comprehensivo del universo en el cual queda garantizada la certeza. Según Kant, el escepticismo resulta del error de buscar las bases para la certeza donde no pueden ser encontradas, esto es, en el contenido de la experiencia. El fundamento de la certeza, dice Kant, se encuentra en la forma de la experiencia. Siguiendo esta hipótesis, hace un examen intenso de la naturaleza del pensamiento para mostrar cómo podemos tener conocimiento cierto tanto de los hechos científicos como de los deberes morales.

Mediante un análisis del conocimiento, Kant demuestra que la necesidad y la universalidad del conocimiento científico se deben a las leyes a través de las cuales se hacen efectivas las categorías (conceptos) de la mente. Las categorías son las formas de todo posible conocimiento y no están limitadas a un contenido específico. Por ejemplo, pertenece a la naturaleza de la mente pensar según el principio de que todo evento debe tener una causa. El concepto de causalidad que implica este principio es una de las categorías del entendimiento. Así, a pesar de nuestra ignorancia de la causa de una determinada enfermedad, estamos sin embargo seguros de que tiene una causa, y esta certeza es producto de la mente, no de la observación. Aunque es generalmente admitido que la naturaleza en sí misma proporciona el orden causal de nuestra experiencia, Kant le da la vuelta a esta posición, insistiendo en que es la mente la que ordena nuestra experiencia. De otra forma no podríamos estar ciertos, como lo estamos, de la conexión causal entre los eventos, ya que, mientras la experiencia nos muestra lo que sucede de hecho, no nos muestra lo que sucede necesariamente. Las categorías son a priori –esto es, no derivan de la experiencia; son aplicables universalmente a la experiencia, y son la precondición necesaria del conocimiento empírico. Más aún, aunque todo conocimiento necesariamente comienza con la experiencia, la estructura a priori del mismo no puede ser adquirida por inducción de la experiencia; sólo puede ser comprendida a través del examen de los presupuestos de nuestra experiencia ordenada de la naturaleza.

En su busca de los fundamentos de la validez de la ética, Kant emplea el mismo método por el que establece los fundamentos de la certeza de la ciencia. Un principio moral válido, dice Kant, debe ser independiente de los datos empíricos de moralidad si es que debe ser vinculante para todos los seres humanos. En suma, una genuina moralidad, esto es, una moralidad que es objetiva y universalmente vinculante, requiere una fundamentación a priori. Kant cree que la conciencia moral ordinaria revela a todos los hombres que los preceptos morales son universales y necesarios, esto es, válidos para todos los seres racionales.

La obligación universal, según Kant, no puede ser descubierta por medio del estudio de datos empíricos tales como los deseos o las inclinaciones humanas, ya que estos varían de persona a persona. Las bases universales de la moralidad para las personas deben de encontrarse en su naturaleza racional, ya que ésta sí es igual en todos. Ninguna "ley moral" es válida si no es racional, esto es, si no puede ser aplicada a todos los seres humanos sin contradicción. O, puesto de otro modo, un principio moral debe ser tal que uno pueda desear que todas las personas, incluyéndose uno mismo, actúen de acuerdo con él. Kant usa el examen de la consistencia como el principal para la ley moral fundamental, que él denomina el imperativo categórico: correctas son aquellas acciones que se conforman a los principios que uno puede desear consistentemente que sean los principios aplicables a todos, y erróneas son aquellas acciones que se basan en máximas que una criatura racional no podría desear que todas las personas siguieran.

A través del imperativo categórico, por lo tanto, estamos capacitados para distinguir las acciones correctas de las incorrectas. Sin embargo, dice Kant, el imperativo categórico no es solamente el test, sino la guía incondicional de nuestro comportamiento. Es vinculante para todos porque todo ser racional reconoce la obligación de seguir la razón. El imperativo categórico es, de hecho, la única base para determinar nuestras obligaciones. Kant argumenta que la validez de la ley fundamental no se vería afectada aun si todos la violaran de hecho. La razón prescribe el deber, y la ley moral se mantiene, con independencia de que la gente la obedezca o no.

TEXTOS DE KANT

Fragmento 1: FMC, Primera sección

Como un preámbulo a la construcción de una filosofía moral pura, Kant hace un análisis crítico de las cosas comúnmente consideradas "bienes", como la salud, la riqueza y la amistad. Al preguntarse bajo qué condiciones estas cosas pueden ser consideradas "bienes", concluye que no son bienes bajo cualquier circunstancia, sino sólo en tanto y en cuanto estén unidos a algo que es el único bien sin reservas: la buena voluntad. Para Kant, la buena voluntad representa el esfuerzo de los seres racionales por hacer lo que tienen que hacer, en lugar de actuar por inclinación o por interés propio.

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.

Fragmento 2: Ibid.

La buena voluntad no es buena porque alcance buenos resultados. Aun cuando no fuera capaz de alcanzar los fines que persigue, sería un bien en sí misma, y tendría un valor más alto que las cosas superficiales alcanzadas por medio de acciones inmorales. (Nótese que "inmoral" no quiere decir aquí malo, sino hecho por otro motivo distinto al deber.)

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad –no, desde luego como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder–, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados; que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.

Fragmento 3: Ibid.

La experiencia muestra que la razón no es el mejor instrumento para conseguir la felicidad. Si la naturaleza hubiera pretendido que los seres humanos fuéramos felices, nos habría proveído con un instinto para tal fin. Lo que observamos es que entre más cultiva la gente la razón, menos posibilidades tienen de alcanzar la felicidad. Kant concluye que la razón no está prevista para producir felicidad, sino para producir buena voluntad.

Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza, al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien, si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.

En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir –sean lo bastante sinceros para confesarlo– cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias –que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento–, encuentran, sin embargo, que se han echado más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.

Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades –que en parte la razón misma multiplica–, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad. Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.

Fragmento 4: Ibid.

Kant procede luego a explicar la relación entre la buena voluntad y el deber: buena voluntad es aquella que en todo busca cumplir con el deber. De hecho, las acciones humanas tienen valor propio solamente si se hacen por deber. Las acciones que resultan de la inclinación (sentimiento) o interés propio, pueden ser dignas de alabanza si sucede que, por cualquier razón, concuerdan con el deber, pero no tienen valor moral en sí. Por ejemplo, una mujer que logra mantenerse en una rutina de vida que se conforma con el deber, estaría actuando por una inclinación que va de acuerdo con su deber, pero que no procede del deber. Por otra parte, preservar la vida que se ha convertido en una carga, solamente porque el deber así lo manda, es moralmente correcto.

Kant no quiere decir que cumplir con el deber es siempre, o casi siempre, desagradable. Sin embargo, cuando nuestros deseos nos conducen a acciones que de hecho se conforman con el deber, no podemos estar seguros de que la conciencia del deber, más que la inclinación, fue nuestro motivo. Podemos discernir mejor el componente "deber" de nuestras motivaciones, cuando lo aislamos de otras motivaciones. Por eso es que Kant escoge ejemplos que son más bien fríos y poco agradables.

Kant advierte que aquellos que no alcanzan a comprender adecuadamente el concepto de deber pueden estar tentados a actuar por motivos que no van de acuerdo con el deber o que pueden ser contrarios a él. Pero cada acción hecha en conformidad con el deber no es suficiente; sólo el respeto por el deber da a una acción valor moral intrínseco.

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

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