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Teorías Éticas: los grandes autores (página 9)

Enviado por Moris Polanco


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JOHN STUART MILL: LA MORAL COMO UTILIDAD

"Si puede haber alguna posible duda acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los demás y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas."

"Cuando las personas que son tolerablemente afortunadas con relación a los bienes externos no encuentran en la vida goce suficiente que la haga valiosa para ellos, la causa radica generalmente en la falta de preocupación por lo demás." —Utilitarismo

John Stuart Mill (1806-1873), el heredero intelectual del movimiento utilitarista en Inglaterra, se dedicó a clarificar las enseñanzas de su padre, James Mill, y las de Jeremy Bentham. En su Autobiografía, una historia de su "desarrollo moral e intelectual", Mill describe el exigente "experimento educativo" al que fue sometido por su padre, de los tres a los catorce años. A la edad de tres años, estudió griego y aritmética; a los ocho, agregó latín a su currículo, y cuando cumplió doce años, lógica, filosofía y teoría económica. Su entrenamiento, sin embargo, no fue nunca un ejercicio de memorización, sino que estaba diseñado para producir un pensador original.

A la edad de 21 años, Mill cayó víctima de una crisis emocional, que él mismo caracterizó luego como el resultado de una pérdida súbita del entusiasmo por las metas que se había propuesto en la vida; lo que en terminología corriente se llamaría una depresión nerviosa. Sin embargo, después de varios años de descanso, logró reiniciar su carrera, y llegó a cumplir la meta que se había propuesto. Cuando tenía 25 años, Mill conoció a Harriet Taylor, con quien se casó. Él creía que el carácter y la habilidad de Harriet constituyeron una de las grandes influencias en su vida, que además le ayudó a dar forma a su pensamiento. En 1823, después de un corto período de estudios legales, Mill, siguiendo el consejo de su padre, aceptó una posición en la Compañía de las Indias Orientales. Por treinta años Mill desempeñó este cargo de gran responsabilidad, mientras dedicaba sus ratos libres a escribir sus libros. Al retirarse, cuando intentaba dedicarse exclusivamente a escribir, Mill fue propuesto como candidato al Parlamento. A pesar de rehusarse a hacer campaña, fue elegido. Sobre su conducta política, William Gladstone, Primer Ministro Británico, dijo lo siguiente: "Tenía el buen sentido y el tacto de un político, unido al pensamiento independiente de un recluso. A todos nos hizo bien".

Los principales trabajos de Mill cubren una gran variedad de temas, pero sus Sistema de Lógica (1843) es considerado como su mayor contribución a la filosofía. En esa obra defiende el método inductivo en lógica, mostrando que las reglas generales o los principios universales deben derivarse de datos empíricos. Otros trabajos suyos sobresalientes son: Principios de Economía Política (1848), que contiene los enunciados clásicos de su filosofía social y política, y su ensayo Utilitarismo (1861), su única contribución específica a la ética. Durante los últimos años de su vida escribió su Autobiografía y Tres ensayos sobre religión, ambos publicados póstumamente.

A diferencia de la mayoría de los filósofos, Stuart Mill no se propuso generar una teoría ética, sino defender la teoría ética en la cual nació. En su defensa, sin embargo, su profundidad intelectual y su deseo interior de encontrar una ética que diera cuenta de los hechos de la vida lo condujo a modificar y a ir más allá de la doctrina utilitarista que era defendida por su padre y por Jeremy Bentham. Bentham basaba su filosofía utilitarista en el principio de que el objetivo de la moral es la promoción de la mayor felicidad para el mayor número de personas. Se fundamentaba en la premisa deque la felicidad de cualquier individuo consiste en un balance favorable de los placeres sobre los dolores. Consecuentemente, aquellas acciones que tendieran a incrementar el placer eran llamadas buenas, y aquellas que tendieran a incrementar el dolor, malas. Para Bentham, sin embargo, el utilitarismo era menos importante como sistema ético que como soporte filosófico para la legislación social.

Bentham estaba motivado por la idea de que "el bien público debe ser el objetivo del legislador: la utilidad general debe ser el fundamento de su razonamiento. Conocer el bien auténtico de la comunidad es lo que constituye la ciencia de la legislación; el arte consiste en encontrar los medios para realizar ese bien". Para hacer efectivo este ideal social y político, Bentham constituyó un "cálculo hedonista", por medio del cual se podían medir los placeres y los dolores. De esta forma, las buenas y las malas acciones y, consecuentemente, la buena y la mala legislación, podían ser evaluadas en términos de factores como intensidad, duración y extensión.

En su ensayo, Mill se interesa menos por las implicaciones políticas de la doctrina de Bentham que por proporcionar una defensa de sus principios subyacentes. Además de responder a las objeciones planteadas por los opositores del utilitarismo y de corregir las malas interpretaciones, Mill reformula la doctrina. En su reformulación, va más allá de la aseveración de Bentham de que las diferencias esenciales entre los placeres y los dolores son cuantitativas, manteniendo que esas diferencias están sujetas también a una significativa diferencia cualitativa. Por ejemplo, cualquiera que haya experimentado el placer que sobreviene a la resolución de un problema intelectual atestiguará, sostiene Mill, que es superior en clase al placer de comer un delicioso platillo.

Aunque Mill se distancia de la concepción de Bentham de que todas las diferencias significativas entre los placeres son cuantitativas, acepta en principio sus doctrinas sobre el papel básico de los placeres y los dolores en la vida moral, esto es, el hedonismo psicológico individual, y el hedonismo ético universal. Según el primero, el único motivo de una acción es el deseo de cada individuo de su felicidad, esto es, que en su vida exista más placer que dolor. De acuerdo al segundo principio, "la mayor felicidad para el mayor número" debe ser la meta del individuo y el estándar de su conducta. El hedonismo psicológico es primeramente una doctrina descriptiva, ya que pretende ser una descripción de los motivos reales de la conducta humana. Por contraste, el hedonismo ético universal es una teoría normativa, en la que se estipula qué es lo que se debe hacer. Es un principio por el que se evalúan las acciones en términos de sus consecuencias, y no se considera la naturaleza de los motivos.

Sin embargo, existen dos aporías a la hora de vincular el hedonismo psicológico individual y el hedonismo ético universal: (1) si cada individuo está motivado solamente por el deseo de su propia felicidad, no existe razón para suponer que las acciones personales promoverán al mismo tiempo y siempre los intereses de la sociedad, y (2) el hecho descriptivo de que la gente desea su propia felicidad no implica el principio normativo que la gente deba actuar de acuerdo con tal deseo. Mill reconoce que una adecuada defensa del utilitarismo debe mostrar que se puede hacer la transición de un interés por la propia felicidad a un interés por la de los demás, y de una teoría psicológica a una teoría moral. Mill se propone zanjar la primera de estas dos lagunas recurriendo al concepto de sanciones, los incentivos para actuar que proporcionan fuerza coercitiva a las reglas morales. No existe acuerdo sobre que Mill o cualquier otro haya logrado zanjar la segunda cuestión.

En el sistema ético de Mill, las sanciones están enraizadas en el motivo hedonista, esto es, las reglas morales son reconocidas y obedecidas en virtud de la anticipación de placeres o de dolores. Existen sanciones "internas" y "externas". Las externas son aquellas fuerzas de premio y castigo en el universo alrededor de nosotros que controlan las acciones de las personas a través del miedo al dolor y de su propensión al placer. Por ejemplo, en nuestra sociedad, el miedo a la desaprobación social y a la prisión son disuasivos del crimen. Pero –advierte Mill–, la conformidad con la letra de la ley en presencia de tales sanciones externas no debe ser tomada como signo de un auténtico sentido de obligación moral: la última sanción moral debe proceder del interior.

La fuerza de una sanción interna deriva del sentimiento de placer que se experimenta cuando una ley moral es obedecida, y el sentimiento de dolor que acompaña a su violación. Que el principio de la mayor felicidad puede ser sancionado desde dentro, es atestiguado por la observación. En algunas personas, al menos –sostiene Mill–, el sentimiento de simpatía por otros está tan bien desarrollado que la felicidad del individuo depende del bienestar de los otros. Así, por medio de la doctrina de las sanciones internas, Mill está en capacidad de reconciliar la teoría psicológica según la cual la gente desea su propia felicidad con la teoría moral que dice que uno debe actuar para servir al bien común.

Sin embargo, Mill reconoce que su argumento en soporte de las sanciones no constituye una demostración lógica del principio de la mayor felicidad para el mayor número. De hecho, él arguye que no es posible dar ninguna prueba directa de ningún primer principio o fin último, y que el problema de la prueba en realidad se reduce al problema del asentimiento racional:

El carácter de prueba mediante razonamiento es algo común a todos los primeros principios, tanto por lo que se refiere a las primeras premisas de nuestro conocimiento como a las concernientes a nuestra conducta. Sin embargo, las primeras, siendo cuestiones fácticas, pueden ser objeto de una apelación directa a las facultades que juzgan de los hechos, a saber nuestros sentidos y nuestra conciencia interna…

La única prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga. Y, de modo semejante, respecto a todas las demás fuentes de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio que es posible presentar de que algo es deseable es que la gente, en efecto, lo desee realmente. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone a sí misma no fuese, en teoría y en la práctica, reconocido como fin, nada podría convencer a persona alguna de que era tal cosa. No puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la medida en que considera que es alcanzable, desea su propia felicidad. (Utilitarismo, Cap. IV).

TEXTOS DE JOHN STUART MILL

Fragmento 1. El Utilitarismo, Cap. II

El primer objetivo de Mill al defender el utilitarismo es clarificar la doctrina. Intenta hacer esto de dos maneras: exponiendo los equívocos y exponiendo el principio en forma correcta. Comienza por oponerse a aquellos que erróneamente asocian "utilidad" con placer y dolor.

No merece más que un comentario de pasada el despropósito, basado en la ignorancia, de suponer que aquellos que defienden la utilidad como criterio de lo correcto y lo incorrecto utilizan el término en aquel sentido restringido y meramente coloquial en el que la utilidad se opone al placer. Habrá que disculparse con los oponentes del utilitarismo por tan siquiera la impresión que pudiera haberse dado momentáneamente de confundirlos con personas capaces de tal absurda y errónea interpretación. Interpretación que, por lo demás, resulta de lo más sorprendente en la medida en que la acusación contraria, la de vincular todo al placer, y ello también en la forma más burda del mismo, es otra de las que habitualmente se hacen al utilitarismo.

Como ha sido atinadamente señalado por un autor perspicaz, el mismo tipo de personas, y a menudo exactamente las mismas personas, denuncian esta teoría como «impracticablemente austera cuando la palabra 'utilidad' precede a la palabra 'placer', y como demasiado voluptuosa en la práctica, cuando la palabra 'placer' precede a la palabra 'utilidad'». Quienes saben algo del asunto están enterados de que todos los autores, desde Epicuro hasta Bentham, que mantuvieron la teoría de la utilidad, entendían por ella no algo que ha de contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la liberación del dolor y que en lugar de oponer lo útil a lo agradable o a lo ornamental, han declarado siempre que lo útil significa, entre otras, estas cosas.

Con todo, la masa común, incluyendo la masa de escritores no sólo de los diarios y periódicos sino de libros de peso y pretensiones, están cometiendo continuamente este trivial error. Habiéndose apoderado de la palabra 'utilitarista', pero sin saber nada acerca de la misma más que como suena, habitualmente expresan mediante ella el rechazo o el olvido del placer en alguna de sus formas: de la belleza, el ornato o la diversión. Por lo demás, no sólo se utiliza erróneamente este término por motivos de ignorancia, a modo de censura, sino, en ocasiones, de forma elogiosa, como si implicase superioridad respecto a la frivolidad y los meros placeres del momento. Y este uso viciado es el único en el que la palabra es popularmente conocida y aquél a partir del cual la nueva generación está adquiriendo su única noción acerca de su significado. Quienes introdujeron la palabra, pero durante muchos años la descartaron como una apelación distintiva, es posible que se sientan obligados a recuperarla, si al hacerlo esperan contribuir de algún modo a rescatarla de su completa degradación.

Framento 2. Ibid.

Concisamente, Mill define la doctrina de la utilidad.

El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto tiende a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer. Para ofrecer una idea clara del criterio moral que esta teoría establece es necesario indicar mucho más: en particular, qué cosas incluye en las ideas de dolor y placer, y en qué medida es ésta una cuestión a debatir. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida sobre la que se funda esta teoría de la moralidad –a saber, que el placer y la exención del sufrimiento son las únicas cosas deseables como fines–; y que todas las cosas deseables (que son tan numerosas en el Proyecto utilitarista como en cualquier otro) son deseables ya bien por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la evitación del dolor.

Fragmento 3. Ibid.

Aun cuando se entienda claramente que el principio de utilidad se dirige a los placeres y dolores, permanece la acusación de que es una doctrina "de puercos". Este equívoco se debe a un fallo en reconocer que los placeres varían tanto en grado como en clase.

Ahora bien, tal teoría de la vida provoca en muchas mentes, y entre ellas en algunas de las más estimables en sentimientos y objetivos, un fuerte desagrado. Suponer que la vida no posea (tal como ellos lo expresan) ninguna finalidad más elevada que el placer –ningún objeto mejor y más noble de deseo y búsqueda– lo califican como totalmente despreciable y rastrero, como una doctrina sólo digna de los puercos, a los que se asociaba a los seguidores de Epicuro en un principio, siendo, en algunas ocasiones, los modernos defensores de esta doctrina igualmente víctimas de tan corteses comparaciones por parte de sus detractores alemanes, franceses e ingleses.

Cuando se les atacaba de este modo, los epicúreos han contestado siempre que no son ellos, sino sus acusadores, los que ofrecen una visión degradada de la naturaleza humana; ya que la acusación supone que los seres humanos no son capaces de experimentar más placeres que los que puedan experimentar los puercos. Si esta suposición fuese cierta, la acusación no podría ser desmentida, pero ya no sería un reproche, puesto que si las fuentes del placer fueran exactamente iguales para los seres humanos y para los cerdos, la regla de vida que fuera lo suficientemente buena para los unos sería lo suficientemente buena para los otros. Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades. Desde luego que no considero que los epicúreos hayan derivado, en modo alguno, de forma irreprochable su teoría de lo que se sigue de la aplicación del principio utilitarista. Para hacerlo de un modo adecuado sería necesario incluir muchos elementos estoicos, así como cristianos. Con todo, no existe ninguna teoría conocida de la vida epicúrea que no asigne a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, y de los sentimientos morales, un valor mucho más elevado en cuanto placeres que a los de la pura sensación.

Debe admitirse, sin embargo, que los utilitaristas, en general, han basado la superioridad de los placeres mentales sobre los corporales, principalmente en la mayor persistencia, seguridad, menor costo, etc. de los primeros, es decir, en sus ventajas circunstanciales más que en su naturaleza intrínseca. En todos estos puntos los utilitaristas han demostrado satisfactoriamente lo que defendían, pero bien podrían haber adoptado la otra formulación, más elevada, por así decirlo, con total consistencia. Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros. Sería absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas se tiene en cuenta la calidad además de la cantidad, la estimación de los placeres se supusiese que dependía tan sólo de la cantidad.

Fragmento 4. Ibid.

La superioridad de un tipo de placer sobre otro la determina propiamente quien tiene experiencia de ambos. Tales jueces competentes, sostiene Mill, prefieren los placeres de las facultades superiores a aquellos de las inferiores.

Si se me pregunta qué entiendo por diferencia de calidad en los placeres, o qué hace a un placer más valioso que a otro, simplemente en cuanto placer, a no ser que sea su mayor cantidad, sólo existe una única posible respuesta. De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable. Si aquellos que están familiarizados con ambos colocan a uno de los dos tan por encima del otro que lo prefieren, aun sabiendo que va acompañado de mayor cantidad de molestias, y no lo cambiarían por cantidad alguna que pudieran experimentar del otro placer, está justificado que asignemos al goce preferido una superioridad de muy poca importancia.

Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea las capacidades humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más satisfechos con su suerte que ellos con la suya. No cederían aquello que poseen y los otros no, a cambio de la más completa satisfacción de todos los deseos que poseen en común con estos otros. Si alguna vez imaginan que lo harían es en casos de desgracia tan extrema que por escapar de ella cambiarían su suerte por cualquier otra, por muy despreciable que resultase a sus propios ojos. Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz, probablemente está sujeto a sufrimientos más agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de ocasiones que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, nunca puede desear de corazón hundirse en lo que él considera que es un grado más bajo de existencia.

Podemos ofrecer la explicación que nos plazca de esta negativa. Podemos atribuirla al orgullo, nombre que se da indiscriminadamente a algunos de los más y a algunos de los menos estimables sentimientos de los que la humanidad es capaz. Podemos achacar tal negativa al amor a la libertad y la independencia, apelando a lo cual los estoicos conseguían inculcarla de la manera más eficaz. O achacarla al amor al poder, al amor a las emociones, cosas ambas que están comprendidas en ella y a ella contribuyen. Sin embargo, lo más indicado es apelar a un sentido de dignidad que todos los seres humanos poseen en un grado u otro, y que guarda alguna correlación, aunque en modo alguno perfecta, con sus facultades más elevadas y que constituye una parte tan esencial de la felicidad de aquellos en los que este sentimiento es fuerte, que nada que se le oponga podría constituir más que un objeto momentáneo de deseo para ellos. Quien quiera que suponga que esta preferencia tiene lugar al precio de sacrificar la felicidad –que el ser superior es, en igualdad de circunstancias, menos feliz que el inferior– confunde los dos conceptos totalmente distintos de felicidad y contento. Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportables. Imperfecciones que no le harán envidiar al ser que, de hecho, no es consciente de ellas, simplemente porque no experimenta en absoluto el bien que hace que existan imperfecciones. Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras.

Fragmento 5. Ibid.

Mill pasa a descartar los juicios de aquellos que abandonan los placeres superiores por los inferiores, explicando que ellos son incapaces, ya sea por incapacidad inherente o por falta de oportunidades, de disfrutar de los placeres superiores. Los únicos jueces finales y competentes son los que han experimentado el espectro completo de placeres.

También puede objetarse que muchos que al principio muestran un entusiasmo juvenil por todo lo noble, a medida que adquieren más edad se dejan sumir en la indolencia y el egoísmo. Sin embargo, yo no creo que aquellos que experimentan este cambio, muy habitual, elijan voluntariamente los placeres inferiores con preferencia a los más elevados. Considero que antes de dedicarse exclusivamente a los primeros han perdido la capacidad para los segundos. La capacidad para los sentimientos más nobles es, en la mayoría de los seres, una planta muy tierna, que muere con facilidad, no sólo a causa de influencias hostiles sino por la simple carencia de sustento; y en la mayoría de las personas jóvenes se desvanece rápidamente cuando las ocupaciones a que les ha llevado su posición en la vida o en la sociedad en la que se han visto arrojados no han favorecido el que mantengan en ejercicio esa capacidad más elevada. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales, por no tener tiempo ni oportunidad de dedicarse a ellos. Se aficionan a placeres inferiores no porque los prefieran deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les queda capacidad de goce. Puede cuestionarse que alguien que se haya mantenido igualmente capacitado para ambos tipos de placer haya jamás preferido de forma deliberada y ponderada el más bajo, aunque muchos, en todas las épocas, se hayan destruido en un intento fallido de combinarlos.

Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso, o cuál de dos modos de existencia es el más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales o sus consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal, ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad. ¿Qué medio hay para determinar cuál es el más agudo de dos dolores, o la más intensa de dos sensaciones placenteras, excepto el sufragio universal de aquellos que están familiarizados con ambos? ¿Con qué contamos para decidir si vale la pena perseguir un determinado placer a costa de un dolor particular a no ser los sentimientos y juicio de quien 1os experimenta? Cuando, por consiguiente, tales sentimientos y juicio declaran que los placeres derivados de las facultades superiores son preferibles como clase, aparte de la cuestión de la intensidad, a aquellos que la naturaleza animal, al margen de las facultades superiores, es capaz de experimentar, merecen la misma consideración respecto a este tema.

Fragmento 6. Ibid.

El principio de la máxima felicidad queda reformulado para incluir la distinción hecha entre los aspectos cuantitativos y los cualitativos del placer.

Me he detenido en este punto por ser un elemento necesario para una concepción perfectamente adecuada de la Utilidad o Felicidad considerada como la regla directriz de la conducta humana. Sin embargo, no constituye en modo alguno una condición indispensable para la aceptación del criterio utilitarista, ya que tal criterio no lo constituye la mayor felicidad del propio agente, sino de la mayor cantidad total de felicidad. Si puede haber alguna posible duda acerca de que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace más felices a los demás y que el mundo en general gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas, aun en el caso de que cada individuo sólo se beneficiase de la nobleza de los demás y la suya propia, por lo que a la felicidad se refiere, contribuya a una clara reducción del beneficio. Pero la simple mención de algo tan absurdo como esto último hace superflua su refutación.

Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal como se explicó anteriormente, el fin último, con relación al cual y por el cual todas las demás cosas son deseables (ya estemos considerando nuestro propio bien o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces, tanto por lo que respecta a la cantidad como a la calidad, constituyendo el criterio de la calidad y la regla para compararla con la cantidad, la preferencia experimentada por aquellos que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe añadirse su hábito de auto-reflexión y auto-observación), están mejor dotados de los medios que permiten la comparación. Puesto que dicho criterio es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el fin de la acción humana, también constituye necesariamente el criterio de la moralidad, que puede definirse, por consiguiente, como «las reglas y preceptos de la conducta humana» mediante la observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres. Y no sólo a ellos, sino, en tanto en cuanto la naturaleza de las cosas lo permita, a las criaturas sintientes en su totalidad.

Fragmento 7. Ibid.

Se continúa con el proceso de clarificación a través de la exposición de distintas objeciones a la doctrina y de su respectiva respuesta. Por ejemplo, el argumento de que el utilitarismo es inválido porque la felicidad no puede ser alcanzada es respondido por Mill con una descripción realista de la felicidad, y una sugerencia sobre los medios sociales para alcanzarla.

Cuando, sin embargo, se afirma de este modo, positivamente, que es imposible una vida humana feliz, se trata si no de una especie de juego de palabras, sí por lo menos de una exageración. Si por felicidad se entiende una continua emoción altamente placentera, resulta bastante evidente que esto es imposible. Un estado de placer exaltado dura sólo unos instantes, o, en algunos casos, y con algunas interrupciones, horas o días, constituyendo el ocasional brillante destello del goce, no su llama permanente y estable. De esto fueron tan conscientes los filósofos que enseñaron que la felicidad es el fin de la vida, como aquellos que los vituperan. La felicidad a la que se referían los primeros no es la propia de una vida de éxtasis, sino de momentos de tal goce, en una existencia constituida por pocos y transitorios dolores, por muchos y variados placeres, con un decidido predominio del activo sobre el pasivo, y teniendo como fundamento de toda la felicidad no esperar de la vida más de lo que la vida pueda dar. Una vida así constituida ha resultado siempre, a quienes han sido lo suficientemente afortunados para disfrutar de ella, acreedora del nombre de felicidad. Y tal existencia, incluso ahora, ya le ha tocado en suerte a muchas personas durante una parte importante de su vida. La desafortunada educación actual, así como las desafortunadas condiciones sociales actuales son el único obstáculo para que sea patrimonio de todo el mundo.

Quienes ponen objeciones a esto tal vez pondrán en duda el que los seres humanos, si se les enseña a considerar la felicidad como el fin de la vida, se puedan sentir satisfechos con una porción tan moderada de felicidad. Sin embargo, gran número de personas se han contentado con mucho menos.

Los principales factores de una vida satisfactoria resultan ser dos, cualquiera de los cuales puede por sí solo ser suficiente para tal fin: la tranquilidad y la emoción. Poseyendo mucha tranquilidad muchos encuentran que pueden conformarse con muy poco placer. Con mucha emoción, muchos pueden tolerar una considerable cantidad de dolor. Con toda seguridad, no existe ninguna imposibilidad a priori de que sea factible, ni tan siquiera para la gran masa de la humanidad, el reunir ambas cosas, ya que éstas, lejos de ser incompatibles, forman una alianza natural, siendo la prolongación de cada una preparación para la excitación del deseo de la otra. Sólo aquellos para quienes la indolencia se convierte en un vicio no desean emociones después de un intervalo de reposo. Sólo aquellos para quienes la necesidad de emociones es una enfermedad experimentan la tranquilidad que sigue a las emociones como aburrida y estúpida, en lugar de placentera en razón directa a la emoción que la precedió.

Cuando las personas que son tolerablemente afortunadas con relación a los bienes externos no encuentran en la vida goce suficiente que la haga valiosa para ellos, la causa radica generalmente en la falta de preocupación por lo demás. Para aquellos que carecen de afectos tanto públicos como privados, las emociones de la vida se reducen en gran parte, y en cualquier caso pierden valor conforme se aproxima el momento en el que todos los intereses egoístas se acaban con la muerte; mientras que aquellos que dejan tras de sí objetos de afecto personal, y especialmente aquellos que han cultivado un sentimiento de solidaridad respecto a los intereses colectivos de la humanidad, mantienen en la víspera de su muerte un interés tan vivo por la vida como en el esplendor de su juventud o su salud. Después del egoísmo, la principal causa de una vida insatisfactoria es la carencia de la cultura intelectual. Una mente cultivada –no me refiero a la de un filósofo, sino a cualquier mente para la que estén abiertas las fuentes del conocimiento y a la que se le ha enseñado en una medida tolerable a ejercitar sus facultades– encuentra motivos de interés perenne en cuanto le rodea. En los objetos de la naturaleza, las obras de arte, las fantasías poéticas, los incidentes de la historia, el comportamiento de la humanidad pasada y presente y sus proyectos de futuro.

Fragmento 8. Ibid.

Otra objeción que Mill responde es que el utilitarismo es moralmente incompatible con las acciones de sacrificio personal que son tan reverenciados en nuestra cultura cristiana. En un análisis más cercano, los actos de autosacrificio que consideramos buenos, obtienen su valor de la promoción del bien general, aunque conlleven la negación de la felicidad individual. Esto no se debe tomar como que la felicidad de un individuo es menos importante que la de otro cualquiera.

Entre tanto, no deben dejar de proclamar los utilitaristas la moralidad de la abnegación (self-devotion) como una posesión a la que tienen tanto derecho como los estoicos o los transcendentalistas. La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a incrementar la suma total de la felicidad se considera como inútil. La única auto-renuncia que se aplaude es el amor a la felicidad, o a alguno de los medios que conducen a la felicidad, de los demás, ya bien de la humanidad colectivamente, o de individuos particulares, dentro de los límites que imponen los intereses colectivos de la humanidad.

Debo repetir nuevamente que los detractores del utilitarismo raras veces le hacen justicia y reconocen que la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. En la regla de oro de Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: «Compórtarte con los demás como quieras que los demás se comporten contigo» y «Amar al prójimo como a ti mismo» constituyen la perfección ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este ideal, la utilidad recomendará, en primer término, que las leyes y organizaciones sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en términos prácticos podría denominarse) los intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En segundo lugar, que la educación y la opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana, utilicen de tal modo ese poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien del conjunto, especialmente entre su propia felicidad y la práctica de los modos de conducta negativos y positivos que la felicidad prescribe; de tal modo que no sólo no pueda concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general, sino también de forma que en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten con este impulso ocupen un lugar importante y destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano. Si los que rechazan la moral utilitarista se la presentasen ante su intelecto en este su auténtico sentido, no sé qué cualidades por cualquier otra moral podrían afirmar en modo alguno que echaban en falta, o qué desarrollo más armónico y profundo de la naturaleza humana puede esperarse que propicie algún otro sistema ético, o en qué motivaciones, no accesibles al utilitarismo, pueden basarse tales sistemas para hacer efectivos sus mandatos.

Fragmento 9. Ibid.

A la objeción de que la gente no está constituida para estar motivada siempre por el interés social, Mill responde que esto es cierto, pero que en ninguna forma invalida su tesis. El principio de la mayor felicidad no es esencial como motivo de conducta, pero es esencial como regla por medio de la cual la conducta se juzga y se sanciona. La cuestión psicológica de la motivación es distinta de las cuestiones éticas de obligación y evaluación. La evaluación moral se dirige a acciones y a la manera en la cual afectan la felicidad general.

Afirman que es una exigencia excesiva el pedir que la gente actúe siempre inducida por la promoción del interés general de la sociedad. Pero esto supone no entender el verdadero significado de un modelo de moral y confundir la regla de acción con el motivo que lleva a su cumplimiento. Es tarea de la ética la de indicarnos cuáles son nuestros deberes o mediante qué pruebas podemos conocerlos, pero ningún sistema ético exige que el único motivo de nuestro actuar sea un sentimiento del deber. Por el contrario, el noventa y nueve por ciento de todas nuestras acciones se realizan por otros motivos, cosa que es del todo correcta si la regla del deber no los condena. Resulta totalmente injusto hacer objeciones al utilitarismo en base a lo anteriormente mencionado cuando precisamente los moralistas utilitaristas han ido más allá que casi todos los demás al afirmar que el motivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción, aunque si mucho con el mérito del agente. Quien salva a un semejante de ser ahogado hace lo que es moralmente correcto, ya sea su motivo el deber o la esperanza de que le recompensen por su esfuerzo. Quien traiciona al amigo que confía en él es culpable de un crimen, aun cuando su objetivo sea servir a otro amigo con quien tiene todavía mayores obligaciones (3). Pero si nos limitamos a hablar de acciones realizadas por motivos de deber y en obediencia inmediata a principios, es interpretar erróneamente el pensamiento utilitarista el imaginar que implica que la gente debe fijar su mente en algo tan general como el mundo o la sociedad en su conjunto.

La gran mayoría de las acciones están pensadas no para beneficio del mundo sino de los individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo y no es preciso que el pensamiento del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto en la medida en que sea necesario asegurarse de que al beneficiarles no está violando los derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más. La multiplicación de la felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala –en otras palabras ser un benefactor público– no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta es la utilidad privada, el interés o felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto tan amplio. Por supuesto que en el caso de las omisiones, es decir, las cosas que la gente deja de hacer a causa de consideraciones morales, aun cuando las consecuencias de un caso particular pudieran ser beneficiosas, sería indigno de un agente inteligente no percatarse conscientemente de que la acción es de un tipo tal que, si se practicase generalmente sería dañina, y que este es el fundamento de la obligación de omitir tal acción. El grado de consideración del interés público implícito en este reconocimiento no es mayor que el que exigen todos los sistemas morales ya que todos aconsejan abstenerse de aquello que es manifiestamente pernicioso para la sociedad.

Fragmento 10. El Utilitarismo, Cap. III

Después de aclarar las mayores incomprensiones acerca del principio de utilidad, Mill se propone investigar cuál puede ser su última justificación.

Se formula a menudo la cuestión, con toda propiedad, respecto a cualquier supuesto criterio moral: ¿Cuál es su sanción? ¿Cuáles son los motivos de obediencia? O, de modo más específico: ¿Cuál es la fuente de la que deriva su obligatoriedad? ¿De dónde procede su fuerza vinculante? Es una tarea necesaria de la filosofía moral la de proporcionar respuesta a esta cuestión que, aun cuando con frecuencia se presupone que es una objeción a la moralidad utilitarista –como si tuviera una mayor aplicación a esta doctrina que a las demás–, se origina, en realidad, con relación a todos los criterios. De hecho, se plantea siempre que se le pide a alguien que adopte un criterio, o que refiera la moralidad a alguna base en la que no tiene costumbre de fundamentarla. Sólo la moralidad establecida, aquella que la educación y la opinión pública han consagrado, es la única que se presenta ante la mente como siendo en sí misma obligatoria. Cuando a una persona se le pide que considere que esta moralidad deriva su obligatoriedad de algún principio general en torno al cual la costumbre no ha colocado el mismo halo, tal afirmación le resulta una paradoja: Los supuestos corolarios parecen poseer una fuerza más vinculante que el teorema original. La superestructura parece componérselas mejor sin aquello que se presenta como su fundamento. La persona que se encuentra en tal situación se dice a sí misma: Siento que estoy obligada a no robar, no matar, no traicionar, no mentir, pero ¿por qué estoy obligada a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad radica en algo distinto, ¿por qué no he de darle preferencia?

Fragmento 11. Ibid.

Mill argumenta que, aunque las sanciones externas –sociales y sobrenaturales– refuerzan el principio utilitarista, no nos obligan a seguirlo. Por sí mismas, las sanciones no pueden obligarnos satisfactoriamente a ningún principio moral, ya que las personas quedan verdaderamente obligadas sólo cuando sienten en su interior que el principio es vinculante. Es nuestro "sentimiento de la humanidad" el que nos proporciona la última sanción del principio de utilidad, y Mill llama a esto sanción interna.

El principio de la utilidad, o bien cuenta con todas las sanciones con las que cuenta cualquier otro sistema moral, o por lo menos no hay razón alguna para que no pudiera contar con ellas. Dichas sanciones son ya bien externas o internas. De las sanciones externas no es necesario hablar demasiado. Se trata de la esperanza de conseguir el favor y el temor al rechazo de nuestros semejantes o el Regidor del Universo, junto con los sentimientos efectivos o de empatía que podamos sentir hacia ellos, o el amor o temor que nos inspire, inclinándonos a cumplir su voluntad independientemente de las consecuencias consideradas desde un punto de vista egoísta. Evidentemente no hay razón por la que estos tres motivos en su conjunto no puedan vincularse con la moralidad utilitarista con la misma intensidad y fuerza como con cualquier otra. De hecho, aquellas sanciones que se refieren a nuestros semejantes es seguro que serán más eficaces en proporción a la aceptación general de que gocen. Exista o no exista algún otro fundamento de la obligación moral que no sea la felicidad general, los hombres efectivamente desean la felicidad y, por muy imperfectos que sean en su propia actuación al respecto, desean y recomiendan en los demás toda conducta hacia ellos mismos mediante la cual consideren que se promociona su felicidad.

Respecto a la motivación religiosa, si los hombres creen, como la mayoría de ellos mantiene, en la bondad de Dios, quienes piensan que el hecho de ser conducente a la felicidad general es la esencia, o incluso el único criterio, de la bondad deben creer, necesariamente, que eso es también lo que Dios aprueba. Por consiguiente, tanto la fuerza toda de las recompensas y castigos externos, ya sean físicos o morales, ya procedan de Dios o de nuestros semejantes, junto con todo aquello que la capacidad de la naturaleza humana presenta como desinteresada devoción por ambos, pueden ser utilizados para reforzar la moralidad utilitarista, en tanto en cuanto tal moralidad sea reconocida, y tanto más en la medida en que la educación y el cultivo general de la persona contribuyen a tal propósito.

Hasta aquí, por lo que a las sanciones externas se refiere. En cuanto a la sanción interna del deber, cualquiera que sea nuestro criterio del deber, es siempre la misma: un sentimiento en nuestro propio espíritu, un dolor más o menos intenso que acompaña a la violación del deber, que en las naturalezas morales adecuadamente cultivadas lleva, en los casos más graves, a que sea imposible eludir el deber. Este sentimiento cuando es desinteresado y se relaciona con la idea pura del deber y no con alguna forma particular del mismo, o con alguna de las circunstancias meramente accesorias, constituye la esencia de la conciencia. Ocurre, sin embargo, que en este fenómeno tan complejo, tal como ahora se presenta, el hecho desnudo aparece en general arropado con asociaciones colaterales derivadas de la simpatía, el amor, y todavía en mayor medida el temor, como asimismo de todas las formas de sentimiento religioso, de los recuerdos de nuestra infancia y vida pasada, de la autoestima, del deseo de estimación por parte de los demás e incluso, en ocasiones, de autohumillación.

Estas complicaciones extremas, en mi opinión, son el origen del tipo de carácter místico que –debido a una tendencia del espíritu humano del que contamos con otros muchos ejemplos– suele atribuirse a la idea de la obligación moral, que lleva a la gente a creer que dicha idea no puede asociarse en modo alguno a otros objetos que no sean aquellos que, a causa de una supuesta misteriosa ley, encontramos en nuestra experiencia actual que la producen.

Sin embargo, su fuerza vinculante se debe a la existencia de una serie de sentimientos que deben violentarse para llevar a cabo lo que se opone a nuestro criterio de lo correcto, los cuales, a su vez, si no obstante contravenimos dicho criterio, probablemente reaparecerán posteriormente en forma de remordimiento. Cualquiera que sea la teoría de la que dispongamos acerca de la naturaleza u origen de la conciencia, esto es en esencia lo que la constituye.

Siendo, por consiguiente, la sanción última de toda moralidad (al margen de los motivos externos) un sentimiento subjetivo de nuestro propio espíritu, no veo ninguna dificultad para aquellos que siguen el criterio de utilidad, a la hora de enfrentarse a la cuestión de cuál es la sanción de ese criterio en particular. Aquí podemos contestar, al igual que con respecto a todos los restantes criterios morales: los sentimientos conscientes de la humanidad. No cabe duda de que esta sanción no tiene fuerza vinculante en aquellos que no poseen los sentimientos a los que se apela. Sin embargo, también es cierto que estas personas tampoco estarán más dispuestas a obedecer a ningún otro principio moral distinto al utilitarista. Sobre ellos no ejerce influencia alguna la moralidad de cualquier signo que sea, a no ser a través de sanciones externas. Por lo demás, existen sentimientos, como hecho de la naturaleza humana, cuya realidad, así como el gran poder que son capaces de ejercer en aquellos que han sido debidamente educados, es algo probado por la experiencia. Jamás se ha demostrado que no puedan ser cultivados por los utilitaristas tan intensamente como por cualquier otra regla moral.

Fragmento 12. Ibid.

Independientemente de si este "sentimiento de la humanidad" es innato o adquirido, Mill sostiene que puede ser una fuerza poderosa y una base sólida para el principio utilitarista.

No es necesario, para los fines presentes, decidir si el sentimiento de deber es innato o adquirido. Presuponiendo que sea innato, queda por resolver a qué objetos se une naturalmente, ya que los que apoyan filosóficamente dicha teoría coinciden ahora en que lo que se percibe intuitivamente son los principios de la moralidad, no sus detalles. De haber algo innato de este tipo, no veo la razón por la que el sentimiento innato no pudiera ser el de la consideración de los placeres y los dolores de los demás. Si existe algún principio moral que sea intuitivamente obligatorio, yo diría que éste debe serlo. De ser así la ética intuicionista coincidiría con la utilitarista y ya no habría lugar a más disputas entre ambas. Incluso tal como están ahora las cosas los moralistas intuicionistas, aunque consideran que existen otras obligaciones morales intuidas ya consideran, en efecto, que ésta es una de ellas, por cuanto unánimemente mantienen que una gran parte de la moralidad consiste en la consideración debida de los intereses de nuestros semejantes. Por consiguiente, de ser cierto que la creencia en el origen trascendental de la obligación moral otorgue alguna eficacia adicional a la sanción interna, considero que el principio utilitarista ya puede disfrutar de este beneficio.

Por otra parte, si, como yo creo, los sentimientos morales no son innatos sino adquiridos, no son por ello menos naturales. Es natural que un hombre hable, razone, construya ciudades, cultive la tierra, etc., aunque ello implique facultades adquiridas. Los sentimientos morales no son, desde luego, una parte de nuestra naturaleza en el sentido de encontrarse en grado perceptible presentes en todos nosotros, cosa que tienen que admitir forzosamente aquellos que creen con más fuerza en su origen trascendental. Al igual que las demás capacidades adquiridas a las que nos hemos referido anteriormente, la facultad moral, si bien no es parte de nuestra naturaleza, es un producto natural de ella. Puede desarrollarse, como las anteriormente citadas capacidades, en un determinado grado, espontáneamente, siendo susceptible de alcanzar, mediante su cultivo, un elevado grado de desarrollo. Desafortunadamente, también es susceptible, mediante un uso suficiente de sanciones externas y la fuerza de las impresiones primeras, de ser cultivado casi en cualquier sentido, de modo que no hay nada, por absurdo y maligno que sea, que no pueda hacer que actúe, mediante dichas influencias, sobre el espíritu humano con toda la autoridad de la conciencia. El dudar de que pueda conferírsele, utilizando los mismos medios, una fuerza igual al principio de la utilidad, aun cuando careciese de fundamento en la naturaleza humana, supondría dar la espalda a la experiencia.

Sin embargo, las asociaciones morales que son totalmente una creación artificial, conforme avanza el cultivo del intelecto, se rinden poco a poco a la fuerza disolvente del análisis, de suerte que si el sentimiento del deber cuando se asocia con la utilidad se presentase como igualmente arbitrario, si no existiese una parte importante de nuestra naturaleza, o alguna clase de sentimientos poderosos con los que pudiese armonizarse tal asociación, y que nos hiciese sentirla como algo propio, inclinándonos no sólo a desarrollarla en los demás (para lo cual contarnos con bastantes motivos interesados), sino incluso a apreciarla en nosotros mismos, si no existiese, en suma, una base sentimental natural para la moralidad utilitarista, bien pudiera ocurrir que también esta asociación, incluso después de haber sido implantada mediante la educación, pudiera desvanecerse mediante el análisis.

Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, constituirá la fuerza de la moralidad utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos sociales de la humanidad –el deseo de estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la influencia del progreso de la civilización.

Fragmento 13. Ibid.

La descripción que Mill hace del origen y naturaleza del sentimiento de la humanidad puede servir como conclusión adecuada a su exposición del principio de la mayor felicidad.

El concepto profundamente arraigado que todo individuo, incluso en el presente estadio, tiene ya de sí mismo como ser social, tiende a hacerle experimentar que uno de sus deseos naturales es el de que se produzca una armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de sus semejantes. Si las diferencias de opinión y de cultura intelectual hacen que le sea imposible compartir los sentimientos reales de los demás tal vez incluso le hagan condenar y rechazar tales sentimientos –sin embargo, tiene que ser consciente de que su objetivo real y el de los demás no son excluyentes–. Es decir, tiene que comprender que no se opone a lo que los demás realmente desean con vistas, pongamos por caso, a su propio bien, sino que, por el contrario, está contribuyendo a su consecución. En la mayoría de los individuos este sentimiento es mucho menos profundo que los sentimientos de tipo egoísta, y a menudo se carece de él por completo. Mas, quienes lo experimentan, son poseedores de algo que presenta todas las características de un sentimiento natural. No lo consideran como una superstición fruto de la educación, o una ley impuesta despóticamente por la fuerza de la sociedad, sino como un atributo del que no deberían prescindir. Esta convicción es la sanción última de la moralidad de la mayor felicidad. Ella es la que hace a cualquier mente a la que acompañen sentimientos bien desarrollados trabajar conjuntamente con, y no en contra de, los motivos exteriores que nos llevan a preocuparnos de los demás, motivos que son promovidos por lo que yo he denominado sanciones externas. Cuando no existen estas últimas sanciones, o actúan en dirección opuesta, la convicción mencionada constituye en sí misma una poderosa fuerza interna vinculante, que guarda proporción con la sensibilidad y madurez del individuo. Sólo aquellos que carecen de toda idea de moralidad podrían soportar llevar una vida en la que se planease no tornar en consideración a los demás a no ser en la medida en que viniese exigido por los propios intereses privados.

JOHN STUART MILL (1806 – 1873): UTILITARIANISM

by Gordon L. Ziniewicz

1. The ultimate good (end or purpose) of human life is happiness, not simply of a single individual in isolation from others, but of all individuals together (greatest happiness of the greatest number of individuals — Greatest Happiness Principle).

2. "Actions are right in proportion as they tend to promote happiness, wrong as they tend to produce the reverse of happiness." What makes an act right or wrong is its consequences, how it affects individuals, whether it causes them pleasure or pain. "By happiness is intended pleasure, and the absence of pain; by unhappiness, pain, and the privation of pleasure."

3. Some pleasures, particularly pleasures of the mind (knowledge and imagination) and pleasures associated with virtue, are better than other pleasures, those associated with the "animal appetites." "It is quite compatible with the principle of utility to recognize the fact that some kinds of pleasure are more desirable and more valuable than others." [Epicurus understood that mental pleasures are better than bodily pleasures and that quality of pleasure is more important than quantity.] Higher pleasures correspond to the exercise of higher human faculties or capacities (as opposed to animal sensations). [Mill implies that these "higher capacities" can be cultivated or developed through education or "nurture."]

4. Ability to judge higher from lower pleasures depends upon experience. Those who have experienced only lower pleasures cannot distinguish higher from lower pleasures. Those who have experienced the pleasures of the mind and virtue as well as sensual pleasures (who are "competently acquainted with both) are capable of judging. "Of two pleasures, if there be one to which all or almost all who have experience of both give a decided preference, irrespective of any feeling of moral obligation to prefer it, that is the more desirable pleasure." [Compare to Aristotle's cultivated Athenian gentlemen, who are most able to judge the noble from the base.] Higher pleasures make up in quality what they lack in quantity. Pleasures are not homogeneous (they are of different kinds or classes). Happiness for human beings is different from happiness for pigs. Humans can lose their capacity for enjoying higher pleasures.

5. [Note: It is presupposed that human nature is in everyone basically the same. What distinguishes "beings of higher faculties" from beings of lower faculties is not nature, but nurture. A "taste" for higher pleasures, especially those relating to the "social welfare," must be cultivated. Universal quality of education in an ideal society would ensure that all human beings would find pleasure in the exercise of their highest faculties and would feel pleasure in devotion to the common welfare.]

6. The utilitarian standard is a social standard ("what is right in conduct is not the agent's own happiness, but that of all concerned"). The utilitarian must be "as strictly impartial as a disinterested and benevolent spectator."

7. The utilitarian ideal is one with the Christian ideal — the golden rule and "love your neighbor as yourself." What is required to achieve this kind of reciprocity between the individual and the common good, is summarized by Mill (see the text of his Utilitarianism: "As the means of making the nearest approach… …may fill a large and prominent place in every human being's sentient existence." [Note the importance of education.]

8. The duty to regard the general well-being does not apply to all situations of life. Ethics is not all of life; we act from other motives than that of duty, motives that need not conflict with duty. Furthermore, even ethical situations do not usually extend to "society at large," so that we have to conceive of a widespread benefit; rather, most involve only a very few persons, whose welfare we must keep in mind. Yet, in this case, nothing must be done which would conflict with the interests of society at large.

9. The external sanctions (or motives for promoting the happiness of others) are social approval (and disapproval), combined with sympathy and affection for others, and divine approval (and disapproval), along with love and awe of God. The internal sanction is that of duty or conscience (including feelings of regret). The "firm foundation" of utilitarian morality is "that of the social feelings of mankind — the desire to be in unity with our fellow creatures, which is already a powerful principle in human nature, and happily one of those which tend to become stronger, even without express inculcation, from the influences of advancing civilization."

10. The Happiness Principle is the first principle of ethics. Like all first principles, it cannot be proved. The utilitarian belief that the end-in-itself (an end which is never also a means) of human action is happiness is based not upon some rational argument, but upon the fact that "people do actually desire it." [Compare to Aristotle's statement that all men desire to be happy. Contrast to Aristotle's understanding of "happiness" as "well-being" or right functioning of one's capacities and powers.] Each person desires his own happiness as a good, "and the general happiness, therefore, a good to the aggregate of all persons."

11. The desire for virtue is intimately connected with a desire for happiness. Even where the exercise of virtue seems to cause pain in the individual agent, it is conducive to the general happiness. The love of virtue is so linked to beneficial consequences for all that it may be treated as a "good in itself" and worth pursuing on its own account. Other desires, such as "love of money, of power, or of fame" may often go against the general happiness; but love of virtue always promotes the general happiness. It is implied that being happy because of the happiness of others is a higher pleasure, despite the quantitative lower pain it may cause.

Evaluación de John Stuart Mill

 

¿Qué dice el "principio de utilidad"? ¿Por qué Mill pensó que tenía que defenderlo?

¿En qué aspectos difiere el utilitarismo de Mill del de Bentham?

¿Cuál es la respuesta de Mill a la crítica de que el principio de la mayor felicidad es una "doctrina de puercos"?

Distinga entre el hedonismo psicológico y el hedonismo ético. ¿Es necesario sostener ambos si se acepta cualquiera de los dos? ¿Es necesario rechazar uno si se acepta el otro?

¿Por qué Mill distingue entre diferentes clases de placeres? ¿Qué criterio emplea para juzgar las diferencias en la calidad de los placeres?

Discuta el papel de las sanciones en la teoría ética de Mill, con especial atención al "sentimiento de la humanidad"

Elabore la distinción de Mill entre un motivo de conducta y una regla de conducta. ¿Qué es lo que Mill quiere decir con su afirmación de que el motivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción?

Discuta la afirmación de Mill de que no es posible probar los primeros principios o los fines últimos. ¿Está de acuerdo con él? ¿Puede nombrar al menos dos filósofos morales que no estarían de acuerdo con la posición de Mill?

Reconstruya las réplicas de Mill a: (1) la acusación de que la doctrina utilitarista es incompatible con el ideal cristiano de sacrificio personal, y (2) el argumento que dice que la doctrina es inválida porque no es posible para las personas alcanzar la felicidad.

¿Cree que la doctrina utilitarista, como Mill la presenta, tiene valor para nuestro tiempo?

Evaluación de John Stuar Mill en línea: http://www.jcu.edu/philosophy/gensler/ms/mill–00.htm

KARL MARX: LA MORAL COMO IDEOLOGÍA

Los fantasmas formados en la mente humana son también, necesariamente, sublimaciones del proceso de su vida material, la cual es empíricamente verificable y ligada a premisas materiales. La moral, la religión, la metafísica, todo resto de ideología y su correspondiente forma de conciencia, no mantienen ya ningún signo de independencia.

El más exitoso reformador social del siglo XIX, Karl Marx (1818-1883), nació en la ciudad prusiana de Trier. Karl era el hijo mayor de una familia numerosa de origen judío, pero él fue educado como protestante. Sus padres se habían convertido al luteranismo poco después de la entrada en vigencia de las leyes antijudías de 1816, que prohibían a los judíos ejercer carreras profesionales. De esta forma, al padre de Karl se le permitió continuar ejerciendo su carrera legal y proveer modestamente al sostenimiento de su familia.

En su juventud, Karl Marx fue influido por su futuro suegro, Ludwig von Westphalen, un servidor público prusiano muy culto. Es posible que el gusto de Marx por la literatura clásica y su sentido de confianza en sus propias habilidades intelectuales se deba al trato con Westphalen. Después de unos cortos estudios de leyes en la Universidad de Bonn, se trasladó a la de Berlín, donde sus intereses cambiaron hacia la filosofía. En 1841 recibió su doctorado en la Universidad de Jena. Dos años más tarde, en contra de los deseos de muchos de sus familiares, se casó con Jenny von Westphalen. A pesar de pruebas y tribulaciones, su largo matrimonio fue feliz y de mutua devoción.

Mientras estudiaba en la Universidad de Berlín, Marx fue influido por Hegel (1770-1831), cuyo idealismo absoluto era entonces la filosofía dominante en Alemania. Karl se unió a un grupo hegeliano radical que creía en la tesis de Hegel de que "todo lo real es racional y todo lo racional es real". Esto implica que la Mente o el Espíritu Absoluto que se crea a sí mismo, del cual el ser humano es su encarnación, es la esencia de la realidad en todos sus aspectos y configuraciones temporales (la historia). El neófito Marx y otros estaban más preocupados en aplicar concretamente la filosofía de Hegel que en ocuparse de sus problemas internos.

Poco después de terminar su tesis, Marx conoció el trabajo de un filósofo relativamente poco importante: Ludwig Feuerbach (1804-1872), y quedó impresionado. Feuerbach proponía una "corrección" al hegelianismo, la cual, después de ser laboriosamente desarrollada por Marx, se convirtió en clave del marxismo. Feuerbach argumentaba que es el orden material el que determina el orden mental, y no al contrario. Además, sostenía que la idea de un Espíritu Absoluto o Dios es meramente una proyección de los sentimientos o deseos humanos, los cuales son a su vez consecuencia de las condiciones materiales prevalecientes. Marx estaba convencido de que, con ajustes y reinterpretaciones, la estructura y los conceptos de la filosofía hegeliana podía resistir este cambio radical del idealismo al materialismo. Por ejemplo, en Hegel, la historia humana refleja la sucesión de estadios dialécticamente relacionados en la autorrealización del Espíritu Absoluto; en Marx, en cambio, refleja la sucesión de estados dialécticamente relacionados en la evolución del ambiente material (económico).

La reputación de Marx como reformador político y social se convirtió en un problema para el gobierno alemán, y tomaron medidas para suprimir su trabajo. Marx y su esposa se trasladaron a París, centro de artistas y de intelectuales de todas las tendencias. Allí conocieron a Friedrich Engels (1820-1895), que llegó a ser su colega y amigo de toda la vida. Después de ser expulsado de París —una medida tomada para agradar a Alemania—, Marx se retiró a Bruselas, donde, en compañía de Engels, fundó la Liga Internacional Comunista, y escribieron el Manifiesto del Partido Comunista (1848) como su enunciado de principios. Como resultado de su participación en la abortada revolución de París de 1849, Marx fue expulsado de todos los centros de poder en el continente. Encontró asilo político en Inglaterra, donde él y su familia vivieron por el resto de sus días.

Aunque hizo trabajo periodístico, incluyendo entregas regulares de artículos sobre asuntos europeos para el periódico radical New York Daily Tribune durante diez años, pasó la mayor parte de su tiempo perfeccionando su teoría del socialismo. Su tratamiento sistemático inicial de la economía apareció en 1859, y el primer volumen de su trabajo monumental El Capital, apareció en 1867 (los otros dos volúmenes, editados por Engels, fueron publicados en 1885 y 1894). Cuando murió a la edad de 65 años, Karl Marx era una figura mundial, reconocido por sus escritos.

Impresionado por la rudeza de los aspectos económicos de la Revolución Industrial, tal como la explotación de las clases trabajadores, y convencido de la visión histórica de que los cambios sociales son el resultado de los conflictos entres clases, Marx y Engels concluyeron que una reforma de la sociedad era inevitable y conveniente. Comprender el desarrollo de la perspectiva filosófica de Marx, en la cual hay elementos de ética pero no un sistema conscientemente formulado, requiere un análisis de por lo menos cuatro conceptos: materialismo histórico, ideología, alineación y plusvalía.

Según la doctrina marxista del materialismo histórico, todas las instituciones humanas, el pensamiento y la acción tienen una base económica. El desarrollo intelectual, político y social de un individuo está condicionado por el modo de producción de los medios materiales de subsistencia. Quienes controlan el sistema económico en el que viven y trabajan los seres humanos, determinan qué ideas sobre la historia, el arte, la religión y la filosofía prevalecerán en una época dada. Las ideas y los estándares morales, falsamente considerados por los filósofos tradicionales como provenientes de la razón pura, están condicionados por las condiciones materiales de la existencia.

Como se ha visto, Marx creía que todos los sistemas auténticos de pensamiento estaban inextricablemente conectados con los intereses de la clase social que controla los medios materiales de subsistencia. En contraste, él consideraba los sistemas filosóficos abstractos como un engaño, como "formas de ideología". Para Marx, la ideología representaba una falsa conciencia de los factores económicos y sociales de la vida. Según él, la ideología aparece típicamente en las creencias de los pensadores tradicionales que no se dan cuenta del motivo impulsor (las realidades económicas) de sus concepciones, y que creen, erróneamente, que sus sistemas son creaciones puras de la mente. De esta forma pueden entenderse las razones que Marx tenía para criticar a los teóricos de la ética que formulan principios universales de conducta. Estos moralistas fallan al no reconocer que las exigencias de la moral son meras racionalizaciones diseñadas por las clases económicas dominantes y que, en cuanto cambia la clase, cambia la moral. Así expresaban Marx y Engels este punto:

Cada nueva clase, que se coloca en lugar de la anterior clase dominante, es impulsada para alcanzar su fin a presentar sus intereses como los intereses de todos los miembros de la sociedad, puestos de forma ideal; les dará la forma de universalidad y los presentará como los únicos racionales y válidos (Karl Marx y Friedrich Engels, La idelogía alemana).

La filosofía moral de Kant, basada en el imperativo formal de la razón llamado imperativo categórico, constituye una forma específica de ideología que Marx critica. De hecho, cuando Marx afirma que "los comunistas no predican ninguna moral", está proclamando que la moral, en general, no tiene sentido.

Sin embargo, Marx no pensó siempre lo mismo sobre la moral. Algunos filósofos contemporáneos piensan que sus escritos apoyan el relativismo moral, esto es, la doctrina de que lo que es correcto (bueno, obligatorio) para una sociedad no es necesariamente correcto (bueno, obligatorio) para otra, aun si las situaciones en ambos grupos son similares. Según está interpretación, Marx sostendría la concepción ética de que cada juicio de valor (de lo que es correcto o erróneo) sirve a los intereses de una particular clase social en un determinado tiempo. Por ejemplo, la economía capitalista sería condenada (críticamente evaluada) desde el punto de vista de la clase trabajadora como sirviendo a sus intereses (los de los capitalistas). Diferentes evaluaciones podrían ser apropiadas para otras clases. Sin embargo, como consecuencia, Marx negaría que pueda existir un juicio de valor objetivo, completamente independiente de la clase social, pues tal cosa sería un punto de vista tradicional, tipificado por Kant, a quien Marx rechazaba. Esto es, de hecho, lo que Marx tenía en mente cuando caracterizaba toda moral como ideología. Pero la última palabra sobre la correcta interpretación de la concepción de Marx sobre la ética no ha sido escrita.

Elementos de ética se encuentran claramente presentes en el tratado Manuscritos Económicos y Filosóficos (1844). Marx adopta la concepción moral de Hegel sobre la alineación, y le da una interpretación materialista, comparando el trabajo alienado con la actividad productiva. Al tratar sobre este tema, empieza con las preguntas tradicionales de la ética: ¿Cómo alcanzan su realización los seres humanos? La respuesta a esta pregunta es el trabajo. Para Marx, la historia proporciona suficiente evidencia de que la vida humana no solamente es sostenida por el trabajo, sino que también es moldeada por él. La calidad de nuestras vidas depende de la calidad del trabajo en el que comprometemos nuestra existencia. Los seres humanos alcanzan su realización (esto es, adquieren sentido de identidad, orgullo y dirección en la vida) a través de un trabajo lleno de significado. Pero esto puede alcanzarse solamente bajo condiciones sociales en las que los trabajadores estén íntimamente vinculados a sus creaciones, en el sentido de que los productos son la realización de sus ideas y aspiraciones. Desafortunadamente, insiste Marx, lo contrario es lo que sucede en una sociedad donde el trabajo es alienado o externalizado. Es una condición lóbrega en la que los trabajadores no encuentran satisfacción en sus actividades porque no se comprometen en un trabajo lleno de significado para ellos, relacionado con sus propios fines. Más bien, están obligados a despojarse de sus productos con el fin de tener sustento para sus cuerpos. El sistema capitalista ejemplifica el trabajo alienado porque los trabajadores producen bienes para alguien más y con ello consiguen simplemente existir, sobrevivir. Más aún, cada trabajador queda alienado de los otros, al convertirse en un engranaje aislado, una pieza de la gran maquinaria productiva. Los trabajadores no pueden ni siquiera compartir esperanzas y aspiraciones. En términos marxistas, la codicia —simbolizada por el deseo capitalista de dinero y propiedad privada— es la causa de la alineación y la explotación. Estos males podrán ser superados solamente cuando los trabajadores se revelen y tomen el control de los medios de producción.

Explicar cómo sucede la revolución de los trabajadores (proletarios) requiere explicar el concepto marxista de plusvalía. En El Capital, Marx sostiene que el valor significa la cantidad de trabajo socialmente necesario para producir un bien, mientras que la plusvalía se refiere al porcentaje del trabajo social que excede lo que es necesario para mantener a la clase trabajadora con vida. Los que los capitalistas (burgueses) compran de los trabajadores es su "fuerza de trabajo", esto es, su capacidad para trabajar, pero no su resultado. Si los productos terminados no exceden el costo de la manutención de los trabajadores, el capitalista no tendría ningún motivo para contratarlos. A los trabajadores se les paga solamente el valor de su trabajo, pero producen más que lo que reciben. El exceso es la plusvalía (ganancia), con la que se queda el capitalista. Para Marx, esta plusvalía es la medida del grado de la explotación de los trabajadores.

Por supuesto, la competencia entre quienes controlan los medios de producción los fuerza a utilizar la fuerza laboral de la mejor forma posible. Esto conduce a la organización a gran escala, que constituye la cúspide de la organización empresarial. La consolidación y la acumulación de capital van de la mano. Los capitalistas se vuelven más ricos mientras los trabajadores se empobrecen más, haciendo inevitable la lucha de clases y la victoria final del proletariado. Según Marx, el sistema capitalista "disemina la semilla de su propia destrucción". Este estado de cosas es seguido por el auge del proletariado, que toma el control de los instrumentos de producción y distribución para formar una "sociedad sin clases" (esto es, una "asociación libre de productores bajo su propio control con vistas a sus propios fines"). El proletariado, al ser mayoría, representará los intereses de toda la sociedad. Marx concluye que la resultante sociedad socialista (comunista), con su nueva estructura económica, será libre de todas las formas de alineación y de explotación. Además, la desorganización social y los conflictos terminarán, porque las causas de ambos, la división de clases, no existirá. Las diferencias de clase serán vistas como reliquias del capitalismo y estadios tempranos de desarrollo social.

TEXTOS DE KARL MARX

Fragmento 1

En su análisis de la naturaleza de un individuo, Marx dirige su atención hacia las circunstancias históricas reales y concretas de la persona, en lugar de caracterizar al agente en términos de abstracciones lógicas vacías. Las vidas de los seres humanos están indisolublemente ligadas al modo de producción predominante (esto es, a la forma en que los seres humanos se organizan para producir los bienes que necesitan).

Las premisas de las que partimos no son arbitrarias ni son dogmas, sino son las premisas reales a partir de las cuales se hacen abstracciones en la imaginación. Estas premisas son los individuos reales, su actividad y las condiciones materiales en las que viven, tanto las que ya encuentran dadas como las que ellos producen con su actividad. Estas premisas, por lo tanto, pueden ser verificadas de forma puramente empírica.

La primera premisa de toda historia humana es, por su puesto, la existencia de individuos humanos vivientes. Por tanto, el primer hecho que debe establecerse es la organización física de estos individuos y su consecuente relación con el resto de la naturaleza. Por supuesto, no podemos adentrarnos dentro de la naturaleza física real del hombre, o en las condiciones naturales en las que el hombre se encuentra (geológicas, geográficas, climáticas y demás). La escritura de la historia debe siempre partir de estas bases naturales y su modificación en el curso de la historia por la acción de los hombres.

Los hombres pueden distinguirse de los animales por la conciencia, por la religión, o lo que se quiera. A sí mismos, los hombres comienzan a distinguirse de los animales tan pronto como comienzan a producir sus medios de subsistencia, paso que es condicionado por su organización física. Al producir sus medios de subsistencia, los hombres están indirectamente produciendo su vida material real.

La forma en la que los hombres producen sus medios de subsistencia depende primero que todo en la naturaleza de los medios de subsistencia que ya existen y que ellos tienen que reproducir. Este modo de producción no debe considerase simplemente como la producción de la existencia física de los individuos. Más bien, es una forma definida de actividad de estos individuos, una forma definida de expresar su vida, un modo definido de vida de su parte. Como los individuos expresan sus vidas es como ellos son. Lo que son, por lo tanto, coincide con su producción, tanto con lo que producen como con la forma en que lo producen. La naturaleza de los individuos depende, por tanto, de las condiciones materiales que determinan su existencia. (Marx, Selected Writings, pp. 160-161.)

Fragmento 2

Marx sostiene que las formas más sofisticadas de la inteligencia humana (la moral, la religión, la política y demás) están determinadas por las condiciones económicas de una sociedad dada, y que no tienen estatus independiente. Por ejemplo, los valores morales son ideológicos, pues son los efectos de las fuerzas materiales que son su fuente y no productos de la razón pura.

La producción de ideas, de concepciones, de conciencia, está directamente interconectada con la actividad material y los intercambios materiales de los hombres, el lenguaje de la vida real. Concebir (una idea), pensar, el intercambio intelectual de los hombres, aparece en esta etapa con el flujo directo de su conducta material. Lo mismo aplica para la producción material como queda expresada en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de la gente. Los hombres son los productores de sus concepciones, ideas, etc. (los hombres reales, activos, tal y como son condicionados por un desarrollo definido de sus fuerzas de producción y del intercambio correspondiente a éstas). La conciencia no puede ser nada más que la existencia consciente, y la existencia de los hombres es su proceso vital. Si en toda ideología los hombres y sus circunstancias aparecen invertidas como en una camera obscura, este fenómeno se origina en el proceso histórico-vital de la misma forma en que los objetos en la retina se originan en sus procesos físico-vitales.

En contraste directo con la filosofía alemana que desciende del cielo a la tierra, nosotros ascendemos de la tierra al cielo. Esto es: nosotros no partimos de lo que los hombres dicen, imaginan, conciben; ni de los hombres en cuanto narrados, pensados, imaginados o concebidos, para llegar al hombre de la carne. Nosotros partimos de los hombres reales, que actúan, y sobre la base de sus procesos vitales reales demostramos el desarrollo de sus reflejos ideológicos y los ecos de este proceso vital. Los fantasmas formados en la mente humana son también, necesariamente, sublimaciones del proceso de su vida material, la cual es empíricamente verificable y ligada a premisas materiales. La moral, la religión, la metafísica, todo resto de ideología y su correspondiente forma de conciencia, no mantienen ya ningún signo de independencia. No tienen historia ni desarrollo; pero los hombres, desarrollando su producción material y sus relaciones de intercambio material, alteran, junto con su existencia real, su forma de pensar y los productos de sus pensamientos. La vida no está determinada por la conciencia, sino la conciencia por la vida. En el primer método de aproximación el punto de inicio es la conciencia tomada como el individuo viviente; en el segundo método, que se conforma a la vida real, el punto de inicio es la vida real de los individuos, y la conciencia es considerada solamente como su conciencia.

Este método de aproximación no está desprovisto de premisas. Comienza a partir de las premisas reales y no las abandona ni un momento. Sus premisas son los hombres, no en un aislamiento fantástico y rígido, sino en su proceso real, empíricamente perceptible, de desarrollo bajo condiciones definidas. Tan pronto como este proceso vital activo es descrito, la historia deja de ser una colección de hechos muertos como la consideran los empiristas (incluso ellos víctimas de la abstracción), o una actividad imaginada de individuos imaginados, como los consideran los idealistas.

Donde termina la especulación —en la vida real—, empieza la ciencia real, positiva: la representación de la actividad práctica, de los procesos prácticos del desarrollo del hombre. Cesan los discursos vacíos sobre la conciencia y el conocimiento real toma su lugar. Donde se pinta la realidad, la filosofía como rama independiente de conocimiento pierde su medio de existencia. A lo mejor, su lugar puede ser tomado solamente al hacer un resumen de los resultados más generales, de las abstracciones que surgen de la observación del desarrollo histórico de los hombres. Vistas aparte de la historia real, estas abstracciones no tienen ningún valor (Ibid., pp. 164-161).

Fragmento 3

No existen filosofías morales que valgan para todas las culturas y todos las épocas. Los que gobiernan (es decir, quienes controlan los medios de producción y de distribución) determinan qué concepciones prevalecerán en una sociedad dada.

Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, esto es, la clase que es la fuerza material dominante de una sociedad es al mismo tiempo su fuerza intelectual dominante. La clase que tiene los medios de producción material a su disposición tiene el control al mismo tiempo sobre los medios de producción mental; de esto se sigue, hablando en general, que las ideas de quienes carecen de los medios de producción mental les están sujetas. Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes; las relaciones materiales dominantes convertidas en ideas (…). Los individuos que componen la clase dominante poseen, entre otras cosas, conciencia, y por lo tanto, piensan. En tanto gobiernan como una clase y determinan la extensión y el alcance de una época, es evidente que hacen esto en su propio rango, entre otras cosas también como pensadores, como productores de ideas, y regulan la producción y distribución de las ideas en su época, de tal forma que sus ideas son las ideas dominantes de una época. Por ejemplo, en una época y en un país donde el gobierno real, la aristocracia y la burguesía luchan por el poder y donde, por lo tanto, el gobierno está compartido, la doctrina de la separación de poderes proporciona la idea dominante y se expresa como una "ley eterna" (…). Las relaciones sociales están estrechamente unidas a las fuerzas de producción. Al adquirir nuevas fuerzas productivas los hombreas cambian sus modos de producción, y al cambiar su modo de producción, al cambiar la forma en que se ganan la vida, cambian sus relaciones sociales. El molino de viento da una sociedad feudal, y el molino de vapor, una sociedad capitalista industrial.

Los mismos hombres que establecen sus relaciones sociales en conformidad con su productividad material también producen principios, ideas y categorías en conformidad con sus relaciones sociales.

Así, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios.

Existe un movimiento continuo de crecimiento en las fuerzas productivas, de la destrucción de las relaciones sociales, de formación de ideas. La única cosa inmutable es la abstracción del movimiento (Ibid., pp. 176, 202)

Fragmento 4

Se define el concepto clave de "alineación". En las sociedades capitalistas, los seres humanos se vuelven meros objetos, donde el producto de su trabajo ya no es suyo y donde sus actividades son controladas por otros.

Empezamos con un hecho contemporáneo de economía política:

El trabajador se vuelve cada vez más pobre entre mayor es su productividad. El trabajador se vuelve un bien, más barato entre más mas bienes produce. La depreciación del mundo humano progresa en proporción directa con el incremento de valor del mundo de las cosas. El trabajo no solamente produce bienes; también se produce a sí mismo y al trabajador como un bien (…).

Lo que ese hecho expresa es meramente esto: el objeto que el trabajo produce, su producto, le sale al paso como un ser alienado, como un poder independiente del productor. El producto de su trabajo es trabajo que se ha solidificado en objeto, es la solidificación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. En economía política esta realización del trabajo aparece como una pérdida de realidad para el trabajo, la objetivación como una pérdida del objeto o como volverse esclavo de ella, y la apropiación como alineación, como externalización.

La realización del trabajo aparece como una pérdida de realidad al extremo de que el trabajador pierde su realidad al morir de hambre. La objetivación aparece como una pérdida del objeto al extremo de que el trabajador es robado, no solamente de los objetos necesarios para su vida sino también de los objetos que necesita para trabajar. De hecho, el trabajo mismo se vuelve un objeto que solamente puede tener en su poder con el mayor de los esfuerzos y a intervalos irregulares. La apropiación del objeto aparece como alineación a tal extremo que entre más objetos produce el trabajador, menos puede poseer y más cae bajo la dominación de su producto: el capital.

Todas estas consecuencias se siguen del hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como con un objeto extraño. Es evidente de este presupuesto que entre más el trabajador se externaliza a sí mismo en el trabajo, más poderoso se vuelve el mundo alienado, objetivo, que él crea en oposición a sí mismo, y más pobre se vuelve a sí mismo en su vida interior. Es lo mismo con la religión. Entre más pone el hombre en Dios, menos retiene de sí mismo (para sí mismo). El trabajador pone su vida en el objeto y esto significa que no le pertenece al él sino al objeto. Lo que es el producto de su trabajo, él no es. Así que entre mayor el producto, menor el trabajador. La externalización del trabajador en su producto implica no solamente que su trabajo se vuelve un objeto, una existencia exterior, sino que existe fuera de él, independiente y alienado, y se vuelve un poder autosuficiente que se le opone (…).

Tratemos con más detalle con la objetivación, la producción del trabajador, y la alineación, la pérdida del objeto, su producto (…).

El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, el mundo sensible externo. Esta es la materia en que el trabajo se realiza, en el que es activo, y a partir del cual produce.

Pero mientras la naturaleza proporciona los medios de vida para el trabajo en el sentido de que el trabajo no puede vivir sin objetos en los que se ejecuta, también proporciona los medios de vida en un sentido más restringido, esto es, los medios para la subsistencia física del propio trabajador (Ibid., pp. 78-79).

Fragmento 5

Marx analiza en detalle las consecuencias de la alineación humana: la pérdida de la dignidad personal y la reducción de los seres humanos a funciones al nivel de los animales.

¿En qué consiste la externalización del trabajo?

Primeramente, que el trabajo es exterior al trabajador, esto es, no pertenece a su esencia. En consecuencia, no se confirma a sí mismo en su trabajo: se niega a sí mismo, se siente miserable en lugar de feliz, no desarrolla energía física ni intelectual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su mente. Así, el trabajador se siente como un extraño. Él esta en casa cuando no está trabajado, y cuando trabaja no está en casa. Su trabajo es en consecuencia no voluntario sino obligatorio, trabajo forzado. Esto es, por lo tanto, no la satisfacción de una necesidad sino solamente un medio para satisfacer las necesidades extrañas a él. Qué tan alienante es realmente, es evidente del hecho de que cuando no existe compulsión física el trabajo se evita como una plaga. El trabajo externo, el trabajo en el que el hombre se externaliza a sí mismo, es un trabajo de autosacrifico y de mortificación. Finalmente, el carácter externo del trabajo para el trabajador se muestra a sí mismo en el hecho de que no es su propio trabajo sino el de alguien más, que no le pertenece a él, que él no se pertenece a sí mismo en su trabajo, si a alguien más. Como en la religión, la actividad de la imaginación humana, la actividad de la cabeza del hombre y de su corazón, reacciona independientemente en el individuo como una actividad alienante de dioses o demonios, así la actividad del trabajador no es una actividad espontánea. Pertenece a otro y es la pérdida de sí mismo.

El resultado al que llegamos entonces es que el hombre (el trabajador) solamente se siente a sí mismo libre en sus funciones animales de comer, beber y procrear, y si mucho en su vivienda y vestido, y se siente a sí mismo como un animal en sus funciones humanas.

Comer, beber, procrear, etc., son de hecho auténticas funciones humanas. Pero en la abstracción que las separa de las otras actividades humanas y las convierte en fines terminales y exclusivos se vuelven animales.

Hemos tratado el acto de la alineación de la actividad humana práctica, del trabajo, a partir de dos aspectos: (1) la relación entre el trabajador y el producto de su trabajo como un objeto alienado que tiene poder sobre él. Esta relación es al mismo tiempo la relación del mundo sensible externo y de los objetos naturales con un mundo alienado y hostil opuesto a él. (2) La relación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador a su propia actividad como algo que es ajeno y no pertenece al trabajador; es su actividad la que es pasividad, poder que es debilidad, procreación que es castración, la energía física e intelectual del trabajador, su vida personal (¿para qué es la vida sino para la actividad?) como una actividad dirigida en contra de sí mismo, independiente de él y no perteneciente a él. Es auto-alienación, como era la alineación del objeto (Ibid., pp.80-81).

Fragmento 6

Según Marx, el capitalismo crea división entre los individuos al crear división de clases de acuerdo al trabajo. La actividad propia (la que es creativa y llena de significado) cesa en el régimen capitalista, porque las personas se vuelven meros engranajes de la producción industrial. Este estado de cosas será rectificado solamente cuando la inevitable revolución del proletariado tome lugar. En suma, la auténtica libertad será expresada cuando las masas tomen control de los medios de producción.

Nuestra investigación hasta ahora comenzó con los instrumentos de producción, y ha mostrado que la propiedad privada era una necesidad en ciertos estadios industriales. En la industria extractiva (la industria de los materiales crudos) la propiedad privada aun coincide con el trabajo; en la pequeña industria y en la agricultura hasta ahora, la propiedad es la consecuencia necesaria de los instrumentos de producción existentes; en la gran industria, la contradicción entre el instrumentos de producción y la propiedad privada aparece por primera vez y es el producto de la gran industria; más aún, la gran industria debe ser altamente desarrollada para producir su contradicción. Y así, solamente con la gran industria es posible la abolición de la propiedad privada.

En el régimen de gran industria y competencia, todas las condiciones de la existencia, las limitaciones, los prejuicios de los individuos, están fusionados en dos formas simples: la propiedad privada y el trabajo. Con el dinero cada forma de intercambio, y el mismo intercambio, es considerado fortuito para los individuos. De esta forma el dinero implica que todo previo intercambio era solamente intercambio de individuos bajo particulares condiciones, no de individuos como individuos. Estas condiciones quedan reducidas a dos: trabajo acumulado o propiedad privada, y trabajo real. Si ambos o uno de estos cesa, el intercambio se paraliza. Los modernos economistas (…) oponen "asociación de individuos" a "asociación de capital". Por una parte, los mismos individuos están enteramente subordinados a la división del trabajo y por lo tanto son llevados a la más completa dependencia de uno a otro. La propiedad privada, en tanto es algo opuesto al trabajo, surge de la necesidad de acumulación, y tiene todavía, para comenzar, más bien la forma de la comunalidad; pero en su desarrollo posterior se aproxima más y más a la moderna forma de propiedad privada. La división del trabajo implica desde su inicio la división de las condiciones de trabajo, de las herramientas y de los materiales, y conlleva la separación del capital acumulado entre los diferentes propietarios, y así, también, conlleva la división entre capital y trabajo, y las diferentes formas de propiedad. Entre más se desarrolle la división del trabajo y crezca la acumulación, más agudas son las formas que ese proceso de diferenciación asume. El trabajo mismo puede sólo existir sobre la premisa de esta fragmentación.

Se revelan, entonces, dos factores. Primero, las fuerzas productivas aparecen como un mundo para sí mismas, bastante independiente y divorciado de los individuos; la razón de esto es que los individuos, que son la fuerza de producción, existen divididos y en oposición entre sí, mientras, por otra parte, estas fuerzas son reales solamente en el intercambio y la asociación de los individuos. Así, por una parte, tenemos una totalidad de fuerzas productivas, que han tomado forma material y para los individuos no son ya las fuerzas de los individuos sino de la propiedad privada, y por lo tanto de los individuos solamente en cuanto son propietarios. Nunca, en un período anterior, las fuerzas productivas han tomado una forma tan indiferente al intercambio de los individuos como tales, porque su intercambio era restringido. Por una parte, permaneciendo en contra de estas fuerzas productivas, tenemos a una mayoría de individuos para quienes estas fuerzas han sido arrebatadas, y quienes, privados de todo contenido en la vida, se han vuelto individuos abstractos, pero que han sido puestos, sin embargo, sólo por este hecho, en relación con otros individuos.

La única conexión que todavía los vincula con las fuerzas productivas y con su propia existencia (el trabajo) ha perdido toda semejanza con la actividad propia (como fin en sí misma), y sólo sostiene la vida impidiendo su crecimiento. Mientras en los anteriores períodos la actividad propia y la producción de la vida material estaban separadas (en cuanto se desarrollaban en diferentes personas), y mientras la producción de vida material era considerada como un subordinado de la actividad propia, ahora divergen a tal extremo que la vida material aparece como el fin, y lo que produce esta vida material (el trabajo), como el medio.

Las cosas han llegado a tal extremo que los individuos deben apropiarse de la totalidad existente de las fuerzas de producción, no sólo para alcanzar actividad propia, sino también simplemente para salvaguardar su propia existencia. Esta apropiación queda determinada en primer lugar por el objeto que va a ser apropiado —las fuerzas productivas—, que han sido desarrolladas en una totalidad y que sólo pueden existir con el intercambio universal. Sólo desde este punto de vista, la apropiación debe tener un carácter universal, correspondiente a las fuerzas productivas y al intercambio.

La apropiación de estas fuerzas es en sí misma nada más que el desarrollo de las capacidades individuales correspondientes a los instrumentos materiales de producción. La apropiación de la totalidad de los instrumentos de producción es, por la misma razón, el desarrollo de una totalidad de capacidades de los mismos individuos.

Esta apropiación está determinada por las personas que se apropian de los medios. Sólo los proletarios del presente, que están completamente despojados de la capacidad de actividad propia, están en la posición de alcanzar una actividad completa y no restringida, que consiste en la apropiación de la totalidad de los medios de producción y en el postulado desarrollo de la totalidad de las capacidades. Todas las anteriores apropiaciones revolucionarias fueron restringidas; los individuos, cuya actividad propia estaba restringida por un crudo instrumentos de producción y un intercambio limitado, se apropiaron de este instrumento y por lo tanto simplemente alcanzaron una nueva limitación. El instrumento de producción se convirtió en su propiedad, pero ellos mismos permanecieron subordinados a la división del trabajo y a sus propios instrumentos. En todas las expropiaciones que se han llevado a cabo hasta la fecha, una gran masa de individuos permaneció como servidora de un único instrumento de producción; en la apropiación proletaria, una masa de instrumentos de producción debe ser puesta al servicio de cada individuo, y la propiedad al servicio de todos. El moderno intercambio universal puede ser controlado por individuos solamente cuando es controlado por todos.

La apropiación está determinada, también, por la manera en la que se hace. Sólo puede ser realizada por la unión, la cual por el carácter del proletariado sólo puede ser universal, y a través de la revolución, en la que, por una parte, el poder del anterior modo de producción y de intercambio, y la forma de organización social, es destruido, y, por otra parte, se desarrolla el carácter universal y la energía del proletariado, sin el cual la revolución no puede alcanzarse.

Sólo en este estadio la actividad propia coincide con la vida material, la cual corresponde al desarrollo de los individuos en individuos completos, y en el rechazo y abandono de todas las limitaciones. La transformación del trabajo en actividad propia corresponde a la transformación del anterior intercambio limitado al intercambio entre individuos completos. Con la apropiación de la totalidad de las fuerzas de producción a través de la unión de los individuos, se acaba la propiedad privada. Mientras que antes en la historia una condición particular siempre aparecía como accidental, ahora el aislamiento de los individuos y de una ganancia particular privada para cada hombre se vuelve accidental. (176-178)

Fragmento 7

Marx señala que cuando la sociedad no tiene una estructura de clases, el antagonismo y oposición que priva en sus relaciones desaparece. Y como los principios morales se originan en conflictos de clase, no habrá ya necesidad de ninguna autoridad en la sociedad. (Existe un paralelo con la visión de Kant: Kant observa que los ángeles, en comparación con los humanos, no tienen necesidad de moral, porque no tienen inclinaciones que entren en conflicto con sus capacidades racionales.)

De lo que hemos dicho se sigue que la relación comunitaria en la que participaban los individuos de una clase (y que estaba determinada por sus intereses en contra de terceros), era siempre una comunidad a la que estos individuos pertenecían solamente como individuos promedio, sólo en tanto vivían dentro de las condiciones de existencia de su clase (una relación en la que participaban no como individuos sino como miembros de una clase). Con la comunidad del proletariado revolucionario, por otra parte, que controlan sus condiciones de existencia y las de todos los miembros de la sociedad bajo su control, es justo al contrario: participan como individuos. Es solamente esta combinación de individuos (asumiendo el estadio avanzado de las modernas fuerzas de producción) que pone las condiciones de libre desarrollo y de movimiento de los individuos bajo su control (condiciones que fueron previamente abandonadas a la suerte y habían ganado una existencia independiente en contra de los individuos […] y a través de su separación se había vuelto una obligación extraña a ellos). La combinación hasta ahora (…) era un acuerdo entre estas condiciones, dentro de las que los individuos eran libres de disfrutar los caprichos de la fortuna (compárese, por ejemplo, la formación de los Estados Unidos y de las repúblicas sudamericanas). Este derecho al disfrute imperturbado, hasta cierto punto, de la casualidad y la oportunidad, había sido llamado hasta ahora libertad personal. Estas condiciones de existencia son, por supuesto, solamente las fuerzas productivas y las formas de intercambio en un tiempo dado (…)

Para los proletarios, por una parte, las condiciones de su existencia (el trabajo), y con ello todas las condiciones de la existencia que gobiernan la sociedad moderna, habían llegado a ser algo accidental, algo sobre lo cual ellos, como individuos, no tenían control, y sobre lo que ninguna organización social puede darles control. La contradicción entre la individualidad de cada proletario y el trabajo, la condición de vida forzada sobre él, se vuelve evidente a él mismo, pues es sacrificado desde la juventud hasta la vejez, dentro de su propia clase, y no tiene oportunidad de llegar a las condiciones que lo colocarían en otra clase.

Así, mientras el siervo refugiado solamente deseaba ser libre de desarrollar y asegurar esas condiciones de existencia que ya estaban dadas, y por lo tanto, al final, sólo alcanzadas con trabajo libre, los proletarios, si quieren afirmarse a sí mismos como individuos, tendrán que abolir las condiciones de su propia existencia; es decir, el trabajo. Por lo tanto, los proletarios se encuentran a sí mismos en directa oposición a la forma por la que, hasta ahora, los individuos se han dado a sí mismos una expresión colectiva, esto es, el Estado. Con el fin, por lo tanto, de asegurarse a sí mismos como individuos, deben destruir el Estado (…)

Ya hemos mostrado arriba que la abolición del estado de cosas en el cual las relaciones se vuelven independientes de los individuos, en la cual la individualidad está sujeta al azar y a las relaciones generales de clase, etc., está determinada en último análisis por la abolición de la división del trabajo. También hemos mostrado que la abolición de la división del trabajo está determinada por el desarrollo del intercambio y de las fuerzas de la producción, al grado de universalidad que la propiedad privada y la división del trabajo se vuelven grilletes para ellas. Luego hemos mostrado que la propiedad privada puede ser abolida solamente bajo la condición de un desarrollo completo de los individuos, porque el carácter prevaleciente de las fuerzas de intercambio y de producción es omniabarcante, y solamente los individuos que se desarrollan de una manera completa pueden apropiarse de ellas, esto es, pueden convertirlas en manifestaciones libres de sus vidas. Hemos mostrado que al presente los individuos deben abolir la propiedad privada, porque las fuerzas productivas y las formas de intercambio se han desarrollado de tal forma que, bajo el dominio de la propiedad privada, se han vuelto fuerzas destructivas, y porque la contradicción entre las clases ha alcanzado su límite máximo. Finalmente, hemos mostrado que la abolición de la propiedad privada y la división del trabajo es en sí mismo la unión de los individuos sobre las bases creadas por las modernas fuerzas de producción y de intercambio.

Dentro de la sociedad comunista —la única sociedad en la que el desarrollo original y libre de los individuos deja de ser una mera frase—, el desarrollo está determinado precisamente por la relación entre los individuos, una relación que consiste en parte en condiciones económicas y en parte en la necesaria solidaridad del libre desarrollo de todos, y finalmente, en el carácter universal de la actividad de los individuos sobre la base de las fuerzas productivas existentes. Aquí, por tanto, el tema concierne a los individuos en un estadio histórico definido de desarrollo, y de ninguna forma sólo de individuos escogidos al azar, aun sin considerar la indispensable revolución comunista que en sí misma es una condición general de su libre desarrollo. La conciencia de los individuos de sus mutuas relaciones llegará, por supuesto, a ser algo diferente, y, por lo tanto, no será más el "principio del amor" o de dévouement (attachment). (pp. 181-182, 190-191)

Fragmento 8

El utilitarismo, una teoría ética popular en el siglo diecinueve, refleja la misma forma de explotación que se encuentra en la burguesía (clase media) en todas las sociedades capitalistas, según Marx.

La estupidez de mezclar todas las relaciones humanas en una relación de utilidad, esta abstracción metafísica aparente, surge del hecho de que, en la moderna sociedad burguesa, todas las relaciones están subordinadas en la práctica a una relación abstracta comercial y monetaria. Esta teoría se puso de moda con Hobbes y Locke, al mismo tiempo que la primera y segunda revolución inglesa, esas primeras batallas por medio de las cuales la burguesía ganó poder político. Se encuentra incluso antes, por supuesto, entre los escritores de economía política, como premisa tácita (…)

Todo esto es justamente lo que pasa con la burguesía. Para ella solamente una relación es válida en sí misma: la relación de explotación. Todas las otras relaciones tienen validez para ella solamente en cuanto pueden incluirlas bajo esta relación, e incluso donde ella encuentra relaciones que no pueden ser directamente subordinadas a la relación de explotación, por lo menos las subordina en su imaginación. La expresión material de este uso es el dinero, la representación del valor de las cosas, personas, y relaciones sociales. Incidentalmente, uno ve de entrada que la categoría de la "utilización" es primero que nada abstraída de las relaciones actuales de intercambio que tengo con otras personas (pero no por medio de reflexión y mera voluntad), y luego estas relaciones se convierten en la realidad de la categoría que ha sido abstraída de ellas mismas, un método totalmente metafísico de proceder (…)

Los avances hechos por la teoría de la utilidad y la explotación, sus varias fases, están conectadas con los distintos períodos del desarrollo de la burguesía. En el caso de Helvetius y Holbach, el contenido real de la teoría nunca fue mucho más allá de pafrasear el modo de expresión de los escritores del tiempo de la monarquía absoluta. Con ellos era un método diferente de expresión; reflejaba no tanto el hecho real sino más bien el deseo de reducir todas las relaciones a las de explotación, y a explicar el intercambio de personas a partir de las necesidades materiales y las formas de su satisfacción. El problema estaba planteado. Hobbes y Locke tenían ante sus ojos tanto el desarrollo temprano de la burguesía holandesa (ambos habían vivido un tiempo en Holanda) y las primeras acciones políticas por las cuales la burguesía inglesa emergió de sus limitaciones locales y provinciales, así como un desarrollo comparativamente alto de las manufacturas, del comercio exterior y de la colonización. Esto se aplica particularmente a Locke, quien escribió durante el primer período de la economía inglesa, al tiempo del surgimiento de las compañias de bolsa, del Banco de Inglaterra y del dominio inglés de los mares. En su caso, y particularmente en el de Locke, la teoría de la explotación aún se conectaba con el contenido económico.

Helvetius y Holbach se enfrentaron no sólo con la teoría inglesa y el desarrollo previo de la burguesía holandesa e inglesa, sino también con la burguesía francesa que aún estaba luchando por su libre desarrollo. El espíritu comercial, universal en el siglo diecisiete, había tomado posesión, especialmente en Francia, de todas las clases, en la forma de especulación. Las dificultades financieras del gobierno y las disputas resultantes sobre los impuestos ocuparon la atención de toda Francia, incluso en aquel tiempo. Además, en el siglo dieciocho París era la única ciudad mundial, la única ciudad donde existía intercambio personal entre individuos de todas las naciones. Estas premisas, combinadas con el carácter más universal de los franceses en general, dio a la teoría de Helvetius y Holbach su peculiar color universal, pero al mismo tiempo la privó del contenido económico positivo que aún se encuentra entre los ingleses. La teoría que para los ingleses era simplemente el registro de un hecho se vuelve para los franceses un sistema filosófico. Esta generalidad desprovista de contenido positivo, tal como la encontramos en Helvetius y Holbach, es esencialmente diferente de la visión sustancialmente comprehensiva que se encuentra en Bentham y Mill. El primero corresponde al batallar, todavía a una burguesía subdesarrollada, y el último al de una burguesía gobernante, desarrollada.

(…) La subordinación completa de todas las relaciones existentes a la relación de utilidad, y su incondicional elevación al único contenido de todas las demás relaciones, se encuentra por primera vez en [los escritos de] Bentham, en los cuales, después de la Revolución Francesa y del desarrollo de la industria a gran escala, la burguesía no aparece más como una clase especial, sino como la clase cuyas condiciones de existencia son las de toda la sociedad.

Cuando las paráfrasis sentimentales y morales (que para los franceses eran todo el contenido de la teoría de la utilidad) se habían agotado, todo lo que quedaba para su futuro desarrollo era la pregunta sobre cómo se iban a utilizar los individuos y las relaciones, para ser explotadas. Mientras tanto, la respuesta a esta cuestión había sido dada ya en la economía política; el único paso adelante posible era por medio de la inclusión de contenido económico. Bentham logró este avance. Pero la idea había sido ya propuesta en la economía política, que las principales relaciones de explotación eran determinadas por la producción, independientemente de la voluntad de los individuos, que se encuentran ya en existencia. De aquí que no quedara ningún otro campo de pensamiento especulativo para la teoría de la utilidad que la actitud de los individuos hacia estas importantes relaciones, la explotación privada de un mundo ya existente por los individuos. Sobre esta materia Bentham y su escuela se permitieron largan reflexiones morales. Con lo cual, toda la crítica del mundo existente ofrecida por la teoría utilitarista también avanzó lentamente. Prejuiciada a favor de las condiciones de la burguesía, podría solamente criticar aquellas relaciones que habían sido puestas por una época pasada y eran un obstáculo para el desarrollo de la burguesía. De aquí que, aunque la teoría utilitarista expone la conexión de todas las relaciones existentes con las relaciones económicas, lo hace sólo de una forma restringida.

Desde el inicio la teoría utilitarista tenía el especto de una teoría de la utilidad general, sin embargo este aspecto sólo se llenó de significado cuando las relaciones económicas, especialmente la división de trabajo y el intercambio, fueron incluidas. Con la división del trabajo, la actividad privada del individuo generalmente se vuelve útil. La utilidad general de Bentham queda reducida a la misma utilidad general que opera en la competencia. Al tomar en cuenta las relaciones económicas de renta, ganancia y salarios, se introducen las relaciones definidas de explotación de clases separadas, ya que la manera de la explotación depende de la posición en la vida del explotador. Hasta este punto la teoría de la utilidad era capaz de basarse a sí misma en hechos sociales definidos; su posterior explicación de la manera de la explotación equivale a una mera recitación de frases de catecismo.

El contenido económico gradualmente convirtió la teoría de la utilidad en una mera apología del estado de cosas existente, en un intento de probar que bajo las condiciones existentes las relaciones mutuas entre las personas hoy en día son más ventajosas y generalmente útiles. Generalmente tiene este carácter entre los economistas modernos. (pp. 185-186, 186-187, 188-189)

Fragmento 9

Marx mezcla un análisis desapasionado y científico del capitalismo con una evaluación moral crítica de su sistema económico. Su visión representa una acusación neutral del sistema capitalista, pero no está claro si los valores expresados por Marx son los de una clase social particular.

Dentro del sistema capitalista todos los métodos para elevar la productividad social del trabajo se alcanzan a costa del trabajador individual. Todos los medios para el desarrollo de la producción se transforman a sí mismos en medios de dominación y de explotación de los productores; mutilan al trabajador, lo degradan al nivel de apéndice de las máquinas, destruyen todo remanente de encanto en su trabajo y lo convierte en un afán odioso. Estos métodos alienan al trabajador de sus posibilidades intelectuales en la misma proporción en la que la ciencia se incorpora a ellos como un poder independiente. Distorsionan las condiciones en las que trabaja, y lo sujetan durante el proceso laboral a un despotismo odioso por su carencia de significado. Transforman su vida en tiempo de trabajo, y arrastran a su mujer y sus hijos bajo las ruedas de la fuerza ciega y destructora del capitalismo. Pero todos los métodos de producción de valor añadido (plusvalía) son al mismo tiempo métodos de acumulación, y cada extensión de la acumulación se vuelve de nuevo un medio para el desarrollo de los mismos métodos. Se sigue, por lo tanto, que en la proporción en la que se acumula el capital, el lote del trabajador, sea su pago poco o mucho, empeora. La ley, finalmente, que siempre equilibra la relativa población adicional (…) establece una acumulación de miseria, correspondiente a la acumulación de capital. La acumulación de bienes en un extremo, por lo tanto, equivale a la acumulación de miseria, agonía, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental, etc., en el extremo opuesto, en el lado de la clase que produce su propio producto en la forma de capital. (pp. 482-483)

Moris Polanco

 Universidad Francisco Marroquín

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