Thomas Piketty es un gran publicista de sí mismo. Cuando se redistribuye la riqueza, siempre, siempre, se pierden ingresos. El problema no es si Thomas Piketty se ha equivocado en sus números o si ha omitido datos, el problema es que él no sabe de economía.
– Es mejor ser menos (Project Syndicate – 13/8/14)
Londres.- ¿Es necesariamente malo que la población esté disminuyendo? Sin duda uno podría pensarlo, a juzgar por los lamentos de algunos economistas y responsables del diseño de políticas en economías avanzadas, donde las personas están viviendo más años y las tasas de natalidad han caído por debajo de los niveles de sustitución. De hecho, los beneficios de la estabilidad demográfica -o incluso una ligera disminución- compensan cualquier efecto perjudicial.
Sin duda, una población que envejece plantea desafíos evidentes para los sistemas de pensión. Además, como han señalado economistas como Paul Krugman, también podría significar que las economías avanzadas no solo se enfrentan a una recuperación lenta, sino también al riesgo de un "estancamiento continuo".
Cuando hay un aumento de la población más lento, disminuye la necesidad de invertir en reservas de capital. Mientras tanto, las personas que planifican jubilarse más tarde pueden ahorrar más para asegurar pensiones convenientes. Si estos ahorros exceden las necesidades de inversión, podrían conducir a una demanda agregada inadecuada, lo que deprimiría el crecimiento económico.
Sin embargo, los desafíos para el diseño de políticas asociados con estos cambios demográficos son manejables. Además, tal vez más importante, es que los beneficios de una longevidad aumentada y una fertilidad reducida son considerables.
La esperanza de vida creciente es el producto bien recibido del progreso médico y económico, y es casi seguro que siga aumentando. En efecto, la esperanza de vida promedio para niños nacidos en países prósperos podría exceder pronto los cien años.
Eso implica un aumento de la proporción de las personas mayores de 65 años con respecto a la población más joven. Sin embargo, mientras la edad de jubilación aumente para mantener estable la proporción entre el trabajo y la jubilación, el hecho de que los años de trabajo y los de jubilación estén creciendo a tasas iguales no tiene un efecto económico adverso. Existen además evidencias contundentes de que la longevidad creciente puede significar más años de vida activa saludable, no de dependencia no saludable. Solo las malas políticas, como la reciente promesa que hizo Alemania de disminuir la edad de jubilación, pueden hacer que el vivir más tiempo se convierta en un problema económico.
Las tasas de fertilidad en disminución, incluidas las de algunos países de ingresos bajos y medios, como Irán y Brasil, también reflejan avances sociales muy positivos – en particular el empoderamiento de las mujeres. Siempre que las mujeres pueden acceder a la educación y pueden decidir cuántos hijos tener, las tasas de fertilidad caen aunque sea ligeramente por debajo de los niveles de sustitución.
Las tasas de natalidad que disminuyen plantean más desafíos a los sistemas de pensión que la longevidad creciente porque conllevan un coeficiente de dependencia de las personas mayores incluso si la edad de jubilación aumenta en consonancia con la esperanza de vida. Pero siempre que las tasas de natalidad sean apenas inferiores al nivel de sustitución, la sostenibilidad de los sistemas de pensiones puede garantizarse mediante aumentos asequibles de las tasas de contribución. Además, las tasas de natalidad más bajas ofrecen el beneficio compensatorio de tener coeficientes de dependencia infantil inferiores, reducir los costos educativos o de permitir una mayor inversión en la educación por niño.
Una tasa de crecimiento de la población más o inferior también puede reducir el aumento de los coeficientes de riqueza-ingreso y el incremento resultante de la desigualdad que Thomas Piketty señaló recientemente. En muchos países el aumento es resultado principalmente del crecimiento de los precios de los bienes inmobiliarios en relación con el ingreso, pues las personas más ricas dedican un porcentaje cada vez mayor de su ingreso a adquirir propiedades en lugares deseables.
Un crecimiento sostenido de la población intensificaría la competencia por esos "bienes de estatus", que no se pueden suministrar fácilmente en un volumen mayor. Una población estable, o incluso en declive, reduciría en cierta medida su importancia. También facilitaría reducir las emisiones de bióxido de carbono a un costo aceptable y preservar y mejorar la calidad ambiental local, a la que las personas le dan más valor a medida que sus ingresos aumentan.
Para las economías avanzadas actuales, una población estable o que disminuye ligeramente, sería tal vez óptima para el bienestar de las personas. Para el mundo en general, es un objetivo deseable.
No obstante, también es un objetivo lejano. En efecto, el declive de la población en las economías avanzadas sigue siendo un problema mucho menor que el rápido crecimiento demográfico en muchos países en desarrollo. Según las proyecciones del escenario de fertilidad medio de las Naciones Unidas, la población mundial aumentará de 7 mil millones de habitantes actualmente a 10 mil millones para 2050. La población de Nigeria podría crecer de 123 millones en 2000 a 440 millones para 2050, mientras que la de Yemen podría pasar de 18 a 42 millones.
Las elevadas tasas de fertilidad en muchos países son consecuencia en parte de los bajos ingresos. No obstante, el mismo fenómeno se da en sentido inverso. Las altas tasas de fertilidad asfixian las perspectivas de crecimiento económico porque el crecimiento demográfico excesivamente acelerado imposibilita acumular existencias per cápita de capital físico y humano al ritmo necesario para impulsar aumentos rápidos del ingreso.
Dicho esto, los esfuerzos para controlar el crecimiento de la población con medidas como la política de hijo único de China son aberrantes en términos morales e innecesarios. Si se toma como ejemplo a Irán se puede constatar que incluso los países con bajos ingresos pueden lograr reducciones espectaculares de la fertilidad tan solo ofreciendo opciones y educación. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que el rápido declive de la fertilidad en China desempeñó un papel fundamental en su extraordinaria aceleración económica.
Los comentarios simplistas a menudo sugieren lo contrario: en teoría los países con altas tasas de fertilidad tienen la ventaja demográfica de una población joven con un rápido crecimiento. Sin embargo, más allá de una determinada tasa de crecimiento de la población, es imposible crear empleos con la velocidad suficiente para absorber la fuerza laboral en aumento.
Casi todos los países que tienen tasas de fertilidad muy superiores al nivel de sustitución encaran porcentajes de desempleo juvenil perjudiciales en lo económico y lo social. La inestabilidad en Medio Oriente tiene muchas causas, pero entre ellas se cuenta la falta de empleos para los jóvenes, en particular, los hombres.
En efecto, como Krugman y otros han señalado, la desaceleración demográfica puede aumentar el riesgo de una demanda insuficiente y de un crecimiento inferior al potencial. Sin embargo, si el problema es la demanda inadecuada, el peligro puede evitarse. Los gobiernos y los bancos centrales siempre pueden crear demanda nominal adicional si están dispuestos a utilizar todas las herramientas de política que tienen a su disposición, tales como la inversión pública financiada con deuda o dinero. Además, si hay recursos que no se utilizan plenamente, el resultado será un crecimiento real adicional.
Si el envejecimiento de la población conduce a un estancamiento continuo, ello se deberá a políticas deficientes. Por el contrario, los problemas creados por un crecimiento demográfico demasiado rápido, tienen sus orígenes en limitaciones reales e inevitables. No debe permitirse que los desafíos manejables que crean el aumento de las expectativas de vida y las tasas de nacimiento menos elevadas opaquen los enormes beneficios que proporcionan una mayor longevidad y estabilización de la población. Además, sin duda, no deben cegarnos a las consecuencias económicas y sociales adversas de un rápido crecimiento demográfico.
(Adair Turner, former Chairman of the United Kingdom"s Financial Services Authority, is a member of the UK"s Financial Policy Committee and the House of Lords)
– Dinero para el pueblo (El Confidencial – 1/9/14)
(Por Kike Vázquez)
¿Se imagina que los bancos centrales, en lugar de bajar los tipos de interés o comprar activos financieros para luchar contra la deflación, simplemente decidiesen imprimir dinero para dárselo a la gente? Sí, ha leído bien, nada de medidas exóticas, nada de programas monetarios complejos y difíciles de entender, simplemente crear dinero de la nada para ingresarlo en la cuenta corriente de cada ciudadano. Así de sencillo, así de fácil. Como si la correspondencia de esta mañana nos hubiese obsequiado con un sobre lleno de billetes de curso legal. ¿Podría ser esta la verdadera solución a la crisis y a la deflación?
Suena a disparate, lo sé, pero si digo que esta idea ha sido publicada en el último número de Foreign Affairs que edita el reconocido Council on Foreign Relations ("Print Less but Transfer More" – September/October 2014 Issue) o que sus autores son Mark Blyth, profesor de política económica en Brown University (una de las universidades de la "Ivy League"), y Eric Lonergan, gestor global macro en M&G, quizá comencemos a replantearnos hasta qué punto algo así puede tener sentido. Pues, estimado lector, déjeme decirle que no solo tiene sentido sino que la medida puede ser la próxima gran revolución en la caja de herramientas de los bancos centrales.
Dar dinero al pueblo llano es una forma de incentivar la demanda, algo que tradicionalmente se hace de forma directa bajando los impuestos o aumentando el gasto público, o de forma indirecta bajando los tipos de interés o aumentando la masa monetaria. Su ventaja sobre las políticas fiscales es que estamos ante algo sencillo de implementar técnicamente y de efecto inmediato (al revés que ocurre con la inversión en infraestructuras, con las bajadas del IRPF, etc), y su ventaja con respecto a las políticas monetarias es que no se provocaría la gran distorsión que estamos viendo en los mercados financieros, además de conseguir incrementar el gasto de una forma mucho más eficiente.
En realidad la idea, a poco que dejemos atrás los prejuicios, parece muy superior a todas las medidas llevadas a cabo hasta el momento. Evitaríamos que el Gobierno se equivoque modificando su mix de impuestos, que no realice inversiones productivas, que no fluya el gasto público a donde realmente se necesita. Evitaríamos las burbujas financieras pero también que los bancos centrales rescaten implícitamente a entidades quebradas, e incluso que aumente la desigualdad fruto de políticas tradicionales que favorecen más a un "too big to fail" que a una persona con verdadera necesidad. Sería el ciudadano corriente quien decidiese cual es el mejor uso de los fondos (o en todo caso se podrían establecer algún tipo de condicionantes para evitar usos dañinos, como podrían ser ciertos vicios).
De hecho Blyth y Lonergan dan una vuelta más a la hipótesis para proponer que la inyección extraordinaria se realice en función de la renta para beneficiar especialmente al 80% de la población con menos ingresos, lo que no solo no aumentaría la desigualdad sino que la reduciría, y eso sin realizar ningún tipo de política fiscal confiscatoria al "estilo Piketty": aquí no se castiga, ni siquiera al 1% con más riqueza, por la contra se ayuda al que menos ingresos tiene. ¿Cómo es posible que nunca antes se haya intentado nada así? ¿Acaso no es mucho más discutible implementar un "quantitative easing" que esto?
Se calcula que la medida tendría un multiplicador de 1,3, por lo que con una simple inyección de dinero del 2% del PIB conseguiríamos un crecimiento de 2,6 puntos en dicho PIB. ¿Es mucho? En España sería algo así como 20.000 millones de euros, o entre 400 y 500 euros por persona. ¿Es injusto? Puede, ¿pero no lo son más las medidas actuales? ¿No es una distorsión a la libre competencia entre personas que unos nazcamos ricos y otros pobres, que unos puedan acceder a una buena educación y otros no? ¿Es inflacionario? Y acaso, ¿no es lo que buscamos? ¿Es excesivamente inflacionario? Bien implementado no tendría que serlo más que las medidas actuales.
En realidad no estamos ante algo tan radical, puesto que economistas tan brillantes como Keynes, Friedman o Bernanke defendieron a lo largo de su carrera actuaciones de este estilo, aunque sin verdadero éxito fuera del mundo académico hasta la llegada de la presente crisis. La gran diferencia entre el pasado y el presente es que una medida tan controvertida nunca se aprobaría para resolver un simple problema coyuntural, por la contra si no existiese más remedio sí podría ser usada para resolver un problema estructural. ¿Habremos llegado a ese punto?
A pesar de la progresiva recuperación de la economía estadounidense, en donde han aplicado un fuerte estímulo tanto monetario como fiscal, cada día son más los economistas que se apuntan a la teoría expuesta por Larry Summers conocida como "estancamiento secular", publicándose este verano un libro en donde voces tan influyentes como el propio Summers, Olivier Blanchard, Krugman o Richard Koo dan su opinión al respecto ("Secular Stagnation: Facts, Causes and Cures" 15-08-2014). Quizá la economía occidental ya no es capaz de crecer sin una sobredosis de estímulos, y lo que es peor, quizá las tendencias deflacionarias están aquí para quedarse a pesar de todo lo hecho hasta el momento.
Son varios los motivos para pensar que las tendencias deflacionarias actuales pueden tener un cierto carácter estructural. La tecnología y el auge de los robots provocan que cada día los costes unitarios sean inferiores; China, con su exceso de capacidad, exporta deflación al resto del mundo; el envejecimiento de la población provoca una menor propensión a consumir e invertir en la economía real; la globalización provoca una mayor competencia, tanto entre empresas, como principalmente entre trabajadores, minorando el poder de negociación de los empleados y provocando una bajada de salarios. ¿Existen tendencias deflacionarias por la crisis, o existen tendencias deflacionarias porque en pocos años el mundo ha cambiado y no nos hemos enterado?
Dicen los autores que hemos llegado a un punto en donde las burbujas están yendo demasiado lejos. Greenspan creó una burbuja inmobiliaria por el insuficiente apoyo que le prestó la política fiscal, haciendo que fuese la monetaria la que tuviese todo el protagonismo y causando de este modo graves efectos colaterales. Años después hemos pasado página, pero seguimos en el mismo libro. Temen que exista una grave burbuja en el mercado de bonos y temen que pronto se contagie a otros activos financieros, como podrían ser las acciones. ¿Quizá la economía occidental, no solo no es capaz de crecer sin estímulos, sino que necesita cada día dosis mayores? ¿Habrá llegado el momento de buscar alternativas?
Quizá todo sea coyuntural, quizá poco a poco todos los países vayan saliendo de esta profunda crisis, y los consumidores consuman, y las empresas inviertan y la deflación deje de amenazarnos. Pero quizá todo tenga un carácter más estructural. Porque quizá no vivimos una crisis puntual sino que ésta es fruto de factores que se han gestado durante muchos años, factores que han pasado inadvertidos gracias a los estímulos artificiales. Porque quizá la recuperación actual es real, pero insuficiente, y una vez vuelvan a aumentar los tipos de interés y el coste de endeudarse, los hogares y las empresas se negarán a aumentar su apalancamiento, provocando una salida en falso. Quizá todo vaya bien pero si no es así estén atentos, porque volverán a escuchar el nombre de una nueva política monetaria: dinero para el pueblo.
– Desigualdad e Instituciones (Fedea – 1/9/14)
(Por Gerard Llobet)
El libro de Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI, se ha convertido en uno de los trabajos más influyentes de los últimos años. Pocas veces vemos como un libro académico en economía ocupa los primeros puestos en la lista de ventas. El principal motivo es que trata de un tema importante como es la desigualdad y pone encima de la mesa un debate que durante gran parte del siglo XX había ido quedando de lado. El otro motivo de su gran impacto ha sido su predicción sobre el acusado incremento futuro en la desigualdad y de las medidas que se deberían llevar a cabo para reducirla. En esta entrada hablaré de algunas limitaciones en las predicciones de Piketty enfatizadas por trabajos recientes.
Son muchos los que han hablado de este libro, incluido este blog, con la reseña que Manuel Bagüés hizo al respecto. El debate sobre este libro ha trascendido al ámbito político en países como Estados Unidos, algo que desgraciadamente no ha sucedido en España. Quiero pensar que en parte se debe a que el libro de Piketty documenta poco el caso español. Aun así, los pocos datos que menciona Piketty sobre España son como mínimo llamativos, dado que nos coloca como campeones del ratio entre capital e ingreso, algo que argumenta que está íntimamente relacionado con el nivel de desigualdad.
Lo que no ha faltado en España han sido las críticas que, han puesto más en evidencia a los autores que al trabajo de Piketty. Así, muchas críticas se han hecho desde un punto de vista puramente ideológico. Ante la falta de datos o de modelos con los que rebatir los argumentos del libro, las críticas han sido sobre temas tan variopintos como las referencias de Piketty a Balzac o a Jane Austen, criticando la calidad de unos datos extraordinarios (sin, por supuesto, aportar otros mejores) o mediante la distorsión de sus propuestas, poniendo en su boca cosas que no dice. Este tipo de crítica parece una manera desesperada de defender una visión preconcebida del mundo, amenazada por unos datos que la contradicen.
Afortunadamente, también hay críticas al trabajo de Piketty que se basan en un análisis serio de los datos y de un buen uso de los modelos económicos. Uno de los mejores ejemplos es el reciente artículo de Acemoglu y Robinson en el que rebaten las leyes del capitalismo formuladas por Piketty analizando datos y modelos que tienen en cuenta aspectos que el libro deja de lado, en especial el papel de las instituciones. Lo que Piketty llama leyes del capitalismo son en realidad regularidades históricas que obtiene de los datos y que utiliza para hacer predicciones sobre la evolución de la desigualdad en el futuro. Acemoglu y Robinson replican que, por un lado, los datos no son evidencia concluyente a favor de las hipótesis que Piketty formula y, por el otro, que los parámetros que Piketty toma como fijos en sus leyes del capitalismo no lo son porque, entre otras cosas, dependen de las instituciones del país, que son endógenas y afectan por tanto a sus predicciones.
En cuanto al primer aspecto, su crítica parte de como el marco conceptual detrás de las leyes del capitalismo asume que muchos de los parámetros se mantendrán fijos en el futuro, cuando no parece claro que así sea. También proporcionan regresiones en las que cuestionan estas leyes. En particular, relacionan la evolución de la desigualdad con la diferencia entre la tasa de rendimiento del capital, r, y el nivel de crecimiento de la economía, g. Piketty argumenta en una de sus leyes del capitalismo que en la medida en que r es mayor que g, la acumulación de capital crece a mayor tasa que los ingresos medios de la economía, generando una mayor desigualdad. Sin embargo, los resultados indican que existe poca relación entre la desigualdad (o más en concreto, los ingresos del 1% superior) y la diferencia r-g.
Fuente: Acemoglu y Robinson (2014)
Otro aspecto importante en su análisis es el hecho de que el porcentaje de la renta que termina en el 1% superior de la distribución no siempre es un buen indicador de la evolución de la desigualdad, algo que ilustran con el caso de Sudáfrica pero también de Suecia. El primer caso es además paradigmático de la segunda crítica de Acemoglu y Robinson: la importancia de las instituciones. Los autores documentan como fue el Apartheid, instaurado en 1910, el que explica la desigualdad en su dimensión relevante (entre blancos y negros) y no tanto las leyes del capitalismo.
Fuente: Acemoglu y Robinson (2014)
Fuente: Acemoglu y Robinson (2014)
El caso de Suecia es también ilustrativo a la hora de interpretar los datos de Piketty. Así, uno de los resultados más interesantes que discute Piketty es cómo la desigualdad disminuyó en países como Inglaterra, Francia o Estados Unidos durante el Siglo XX, haciendo que este tema pasara a ser secundario en la agenda política de los países. Piketty documenta como este cambio en la tendencia ha sido temporal y la desigualdad ha vuelto a crecer notablemente en los últimos años. Interpreta esta evolución como resultado de las guerras mundiales que, entre otras cosas, deprimieron los rendimientos del capital (a la vez que la economía se recuperaba) mientras los gobiernos optaban por aumentar los impuestos al capital con el objetivo de sufragar sus costes. Acemoglu y Robinson, sin embargo, observan como en Suecia también disminuyó la desigualdad durante el siglo XX (algo que por cierto Piketty también menciona en su libro) a pesar de que no participó en las guerras mundiales. En este último caso es la expansión del estado y su papel redistributivo, además de las leyes laborales, lo que llevó a la disminución de la desigualdad.
Finalmente, su trabajo incluye un marco conceptual (y un modelo) que permite entender como casos como el de Sudáfrica y Suecia se pueden explicar, como casos en los que las instituciones cambian de manera endógena, y con ello la desigualdad en los países. Hasta qué punto cambios futuros en las instituciones cambiarán la tendencia en la desigualdad que Piketty anticipa es algo que no queda claro.
El trabajo de Piketty no está exento de ideología y no pasará a la historia por ello. Lo hará por los datos que aporta y su análisis, que nos ayudarán a cuantificar mejor el nivel de desigualdad y su futura evolución. Para seguir avanzando en su comprensión necesitamos análisis serios como el Acemoglu y Robinson u otros también muy recomendables como el de Austen-Smith y Krusell o Debraj Ray. Esgrimir únicamente ideología es una pérdida de tiempo.
– La democracia en el siglo XXI (Project Syndicate – 1/9/14)
Nueva York.- La recepción en Estados Unidos, y en otras economías avanzadas, del reciente libro de Thomas Piketty Capital in the Twenty-First Century da testimonio de la cada vez mayor preocupación sobre la creciente desigualdad. El libro de Piketty refuerza aún más la colección ya abrumadora de pruebas sobre la vertiginosa subida de la proporción de ingresos y riqueza en la parte más alta de la distribución del ingreso y la riqueza.
El libro de Piketty, además, ofrece una perspectiva diferente sobre los 30 o más años posteriores a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial: ve a este período como una anomalía histórica, tal vez causada por la inusual cohesión social que los eventos catastróficos pueden estimular. En dicha época de rápido crecimiento económico, la prosperidad fue ampliamente compartida, y todos los grupos avanzaron; sin embargo, aquellos grupos en la parte inferior vieron mayores ganancias porcentuales.
Piketty también arroja nueva luz sobre las "reformas" que promocionaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la década de los años ochenta como potenciadoras del crecimiento del cual todos se beneficiarían. De manera posterior a dichas reformas sobrevino un crecimiento más lento y una mayor inestabilidad a nivel mundial, y además, el crecimiento que sí aconteció benefició en su gran mayoría a aquellos en la parte superior de la distribución.
Pero el trabajo de Piketty va más allí: plantea problemas fundamentales tanto sobre la teoría económica como sobre el futuro del capitalismo. Piketty documenta un gran incremento en el ratio riqueza/producción. En la teoría estándar, tales incrementos estarían asociados con una caída en el rendimiento del capital y un aumento en los salarios. Sin embargo, hoy en día el rendimiento del capital no parece haber disminuido, a pesar de que los salarios sí disminuyeron. (En EEUU, por ejemplo, los salarios medios han disminuido alrededor de un 7% en las últimas cuatro décadas).
La explicación más obvia es que el incremento en la riqueza medida no corresponde a un incremento en el capital productivo – y los datos parecen ser consistentes con esta interpretación. Gran parte del incremento en la riqueza provino de un incremento en el valor de los inmuebles. Antes de la crisis financiera del año 2008, se pudo evidenciar en muchos países la presencia de una burbuja inmobiliaria; incluso hasta ahora, puede no se haya "corregido" dicha situación de manera completa. El aumento en el valor también puede representar la competencia entre los ricos por bienes que denotan una "posición" – una casa en la playa o un apartamento en la Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York.
A veces, un aumento en la riqueza financiera medida corresponde a casi nada más que un simple desplazamiento desde la riqueza "no medida" hacia la riqueza medida – y estos desplazamientos pueden, en los hechos, reflejar un deterioro en el desempeño de la economía en general. Si aumenta el poder monopólico o las empresas (como por ejemplo los bancos) desarrollan mejores métodos para la explotación de los consumidores comunes, ello se mostrará como mayores ganancias y, cuando dichas ganancias se capitalizan, se mostrarán como un aumento en la riqueza financiera.
No obstante, cuando lo anteriormente detallado sucede, el bienestar social y la eficiencia económica por supuesto que caen, incluso de manera simultánea a un aumento oficial en la riqueza medida. Nosotros simplemente no tomamos en cuenta la disminución correspondiente al valor del capital humano – es decir, no tomamos en cuenta la disminución de la riqueza de los trabajadores.
Por otra parte, si los bancos tienen éxito en el uso de su influencia política para socializar las pérdidas y retener más y más de sus ganancias mal habidas, la riqueza medida en el sector financiero aumenta. No medimos la disminución correspondiente a la riqueza de quienes pagan impuestos. Del mismo modo, si las corporaciones convencen a los gobiernos para que estos paguen más de lo debido por sus productos (tal como las grandes compañías farmacéuticas pudieron lograrlo), o si las corporaciones obtienen acceso a recursos públicos a precios por debajo de los precios del mercado (tal como las empresas mineras pudieron lograrlo), aumenta la riqueza financiera medida que se informa, a pesar de que existe una disminución en la riqueza de los ciudadanos comunes.
Lo que hemos estado observando -estancamiento de los salarios e incremento en la desigualdad, incluso a medida que la riqueza aumenta- no refleja el funcionamiento de una economía de mercado que se considera como normal, sino que refleja lo que yo denomino como "capitalismo sucedáneo" (en inglés ersatz capitalism). El problema puede que no sea cómo los mercados deberían funcionar o cómo dichos mercados funcionan en los hechos, pero puede que el problema se ubique en nuestro sistema político, mismo no ha logrado garantizar que los mercados sean competitivos; y además, dicho sistema político ha diseñado reglas que sustentan mercados distorsionados en los que las corporaciones y los ricos pueden (y por desgracia sí lo hacen) explotar a todos los demás.
Los mercados, por supuesto, no existen en un espacio vacío. Tienen que haber reglas del juego, y éstas son establecidas a través de procesos políticos. Los altos niveles de desigualdad económica en países como EEUU y, cada vez más en países que han seguido el modelo económico de dicho país, conducen a la desigualdad política. En un sistema como el que se describe, las oportunidades para el progreso económico se tornan, a su vez, en desiguales, y consecuentemente refuerzan los bajos niveles de movilidad social.
Por lo tanto, el pronóstico de Piketty sobre niveles aún más altos de desigualdad no refleja las inexorables leyes de la economía. Simples cambios – incluyendo la aplicación de niveles más altos de impuestos a las ganancias de capital y las herencias, un mayor gasto para ampliar el acceso a la educación, la aplicación rigurosa de las leyes antimonopolio, reformas a la gobernanza corporativa que contengan los salarios de los ejecutivos, y regulaciones financieras que frenen la capacidad de los bancos para explotar al resto de la sociedad – reducirían la desigualdad y aumentarían la igualdad de oportunidades de manera muy notable.
Si logramos tener las reglas del juego correctas, podríamos incluso ser capaces de restaurar el crecimiento económico rápido y compartido que caracterizaba a las sociedades de clase media de la mitad del siglo XX. El principal interrogante al que nos enfrentamos hoy en día realmente no es un cuestionamiento sobre el capital en el siglo XXI. Es una pregunta sobre la democracia en el siglo XXI.
(Joseph E. Stiglitz, a Nobel laureate in economics and University Professor at Columbia University, was Chairman of President Bill Clinton"s Council of Economic Advisers and served as Senior Vice President and Chief Economist of the World Bank)
– Otro mito que se derrumba: a mayor crecimiento, menos desigualdad (Libertad Digital – 17/9/14)
Un 1% de incremento del PIB per cápita amplia una reducción media del coeficiente Gini (la medida más habitual sobre desigualdad) de 0,08 puntos.
(Por D. Soriano)
Al menos en lo que hace referencia al ámbito económico, la desigualdad es, sin duda, la estrella de la temporada. Será por el libro de Thomas Piketty, por los informes de las ONG o por las protestas de los indignados, pero la creciente brecha que, teóricamente, se está formando en los países occidentales entre los que más y los que menos gastan está en primera línea del debate político.
Eso sí, se habla mucho del tema, pero se explica menos: ¿cuál es el origen de esta desigualdad? ¿realmente se está dando este fenómeno? ¿es malo en sí mismo un mayor desequilibrio en los ingresos? ¿implica esto que los pobres viven peor que hace dos décadas? ¿se puede hacer algo por limitarlo?
En esta discusión, uno de las cuestiones más relevantes es la relación que pueda existir entre el crecimiento económico y la desigualdad. La pregunta es si es inevitable que los países en expansión tengan, como contrapartida, un incremento en la brecha entre pobres y ricos. Y casi se da por supuesto que es así. Pero podríamos estar ante otro nuevo mito no sustentado por las cifras.
Según un estudio publicado por el FMI este mismo verano, el crecimiento no sólo no atenta contra la igualdad, sino que la fomenta: "Un 1% de incremento del PIB per cápita implica una reducción media del coeficiente Gini (la medida más habitual sobre desigualdad) de 0,08 puntos". Es más, según los autores del informe, el crecimiento favorece especialmente a los cuatro quintiles inferiores (el 80% de la población con menos ingresos), que se comen parte de la renta nacional que hasta ese momento disfrutaba el quintil superior (el 20% más rico).
Evidentemente, hablamos de una media, por lo que cada lugar y cada momento tendrán su particularidad. Pero los resultados del estudio apuntan a que la reducción de la desigualdad se puede observar en todo tipo de países, sea cual sea su etapa de desarrollo. Ni siquiera Asia y América Latina, donde la brecha de ingresos es mayor, escapan a este patrón. Se puede ver, como ejemplo, en el siguiente artículo de The Economist sobre la salida de la pobreza de millones de sudamericanos en la última década gracias al crecimiento económico de la región.
Llegados a este punto, habrá quien se pregunte cómo puede ser que este tema haya llegado a ocupar una posición central en la opinión pública occidental. Los autores admiten que es posible que en el mundo rico sí se haya producido el efecto de un incremento en la desigualdad en las últimas décadas, una situación especialmente acentuada con la crisis.
En realidad, este aumento de la brecha durante la Gran Recesión parece reafirmar las conclusiones del estudio. En el momento en el que Europa y EEUU han dejado de crecer a las tasas a las que lo estaban haciendo tras la Segunda Guerra Mundial, la desigualdad ha vuelto a incrementarse.
Pero, además, hay un factor que normalmente no se tiene en cuenta, pero que los autores del estudio creen que está detrás de este fenómeno: los cambios tecnológicos. En este sentido, los últimos adelantos podrían haber introducido un sesgo en favor de los trabajadores más cualificados, impulsando sus remuneraciones mientras los demás se quedaban atrás.
Consecuencias y soluciones
Sin embargo, más allá de la búsqueda de culpables de este incremento de la desigualdad de los últimos años en los países avanzados, lo más relevante sea preguntarse qué consecuencias puede traer en nuestra sociedad y si existen soluciones a la misma.
En cuanto a lo primero, siempre se alude a la brecha entre los que tienen y los que no para explicar el crecimiento de los populismos europeos. Según esta lectura, la percepción de que el ascensor social ya no funciona como antaño estaría detrás del éxito de aquellos partidos que, a derecha e izquierda, cuestionan el sistema. Frente a esta lectura, destacan dos datos: en primer lugar, que los electores de estas formaciones no vienen, en muchas ocasiones, de la marginalidad.
Pero además, hay que tener en cuenta otra cuestión que no siempre está encima de la mesa. Que aumente la desigualdad no quiere decir, ni mucho menos, que sea a costa de empobrecer a las clases inferiores. Así, podría darse la situación de una sociedad en la que todos los grupos de población mejoren su situación, incluso aunque la distancia entre ricos y pobres sea superior a la del punto de partida. De hecho, esto es lo que parece que ha podido ocurrir en el mundo occidental en las últimas décadas.
Como explicaba hace unos meses nuestro compañero Diego Sánchez de la Cruz, si medimos en términos de consumo y de bienes disponibles, es complicado encontrar alguna ratio en la que los actuales europeos estén peor que sus padres o abuelos: "Si viajamos a la Gran Bretaña de 1957, vemos que la compra de comida y ropa se llevaba el 43% de la renta disponible en hogares de ingreso medio; cuarenta años después, este indicador es del 23% entre el 10% más pobre".
En EEUU, otros informes arrojan la misma conclusión: "Por ejemplo, el coste acumulado de comprar una lavadora, una secadora, un lavaplatos, una nevera, un congelador, una televisión en color y una aspiradora es ahora seis veces menor que en 1959. Entonces, el trabajador medio compraba estos bienes con la remuneración de 766 horas laborales; ahora, esta cifra ha caído a 134".
Movilidad y educación
Al final, muchas veces el problema no es tanto de desigualdad (diferencia en los ingresos) como de movilidad social (la posibilidad de que cualquiera, con talento y esfuerzo, pueda labrarse su futuro). Las sociedades occidentales, especialmente EEUU, siempre han vendido que su sueño estaba ahí, disponible para cualquiera que quisiera cogerlo. La pregunta es si esto ha cambiado en las últimas décadas.
En este vídeo de la Brookings Institution (uno de los más grandes think tank americanos y más bien cercano a las posiciones demócratas) muestran en tres minutos qué posibilidades tiene alguien que nazca en el quinto quintil de riqueza de llegar a lo largo de su vida a estar en el primero. Los resultados son llamativos: en términos generales, cogiendo a toda la población americana, uno de cada diez de los nacidos en el 20% más pobre llegará al 20% más rico (la mitad de lo que tocaría).
Pero dividiendo por diferentes factores, la cosa cambia: para los negros, el porcentaje cae al 3%, mientras que para los blancos sube al 16% (casi el normal). Si tenemos en cuenta la situación familiar, las cifras también cambian: los hijos de parejas no casadas nacidos en el 20% más pobre sólo tienen un 5% de posibilidades de llegar al 20% más ricos, mientras que en el caso de las parejas casadas el porcentaje sube al 19%.
Por último, puede tenerse en cuenta la educación: los que no terminaron el instituto y provienen de ese 20% inferior apenas tienen un 1% de opciones de llegar al 20% superior; para aquellos con estudios universitarios la cifra sube al 20%.
Precisamente, la educación está casi siempre en el centro del debate. El informe del FMI apunta a que uno de los mejores efectos del crecimiento (y que ayuda a explicar la caída de la desigualdad) es que impulsa el gasto educativo. Porque es la educación el factor que más correlacionado está con la mejora en los ingresos de aquellos situados en los percentiles inferiores. En este sentido, parece un efecto que se retroalimenta: más ingresos, que permiten más gasto en educación, que lleva a más ingresos.
– La deuda no es ninguna salvación (Libertad Digital – 17/9/14)
(Por Peter Schiff)
Hasta ahora 2014 ha sido un año verdaderamente fértil para las ideas económicas estúpidas. No obstante, de entre todas sus perlas (los peligros de la "bajaflación", las afirmaciones de Thomas Piketty de que el capitalismo crea pobreza y la solución al problema de la deuda estudiantil del presidente Obama de "pagar a medida que se gane") puede que sea una idea presentada por Steve Liesman la semana pasada en la CNBC la que se lleve el premio. Así, al intentar diagnosticar las causas del continuo malestar de la economía estadounidense, éste afirmaría que "el problema es que los consumidores no se están endeudando lo suficiente". Y que "históricamente, la economía de EEUU se ha basado en el crédito al consumo". Su conclusión: Se debe alentar a los consumidores a pedir más prestado y gastar más dinero. Si Liesman es el principal periodista económico de la CNBC, no quiero ni imaginarme las ideas que se le ocurren a los de menor rango.
Antes de entrar a analizar la amnesia histórica necesaria para llevar a cabo tal declaración, tenemos que estudiar la cuestión de las causas. De la misma forma que la mayoría de los economistas cree que la caída de los precios causa la recesión, en lugar de al revés, Liesman piensa que se crea crecimiento económico cuando las personas usan los ahorros de la sociedad para comprar bienes de consumo que de otra forma no podrían permitirse. Pero el consumo no genera crecimiento. Es el aumento de la producción el que posibilita un mayor consumo. Algo tiene que ser producido antes de que pueda ser consumido.
Pero incluso pasando por alto este malentendido, podemos ver que el crédito al consumo no contribuye a incrementar el consumo. Lo único que logra es trasladar el consumo del futuro al presente (al mismo tiempo que genera una ganancia para el banquero). Esto es como hacerse una transfusión de sangre del brazo izquierdo al brazo derecho. No se consigue nada, excepto la posibilidad de derramar sangre por el suelo. Ni siquiera es inocuo.
Si, por ejemplo, un consumidor pide prestado para tomarse unas vacaciones, tendrá que devolver la deuda con intereses haciendo uso de las ganancias del futuro. Esto sólo significa que en lugar de ahorrar ahora (sub-consumiendo) para pagar en efectivo (lo cual en circunstancias normales se ganaría en intereses y sufragaría el costo) unas vacaciones en el futuro, el consumidor pide prestado para hacer sus vacaciones ahora y pagar por ello en el futuro. Adelantar el consumo del futuro al presente sólo crea la ilusión de crecimiento.
A diferencia del crédito empresarial que se puede auto-liquidar (las empresas piden prestado para invertir, lo que amplía su capacidad, sus ingresos y su aptitud para pagar el propio préstamo), el crédito al consumo no hace nada para ayudar a los prestatarios a pagar la deuda. ¿Por qué esperaría un consumidor que le fuera más fácil pagar en el futuro unas vacaciones que no puede pagar en el presente – especialmente cuando está utilizando crédito, sumando los costos del interés a la factura final? En realidad los préstamos al consumo disminuyen el consumo futuro más de lo que incrementan el consumo presente.
De hecho, los préstamos al consumo constituyen el peor uso de los limitados ahorros de la sociedad. Como explico en mi libro, How an Economy Grows and Why It Crashes (¿Cómo crece una economía y por qué cae?), el ahorro conduce a la formación de capital y a la inversión, lo que a su vez aumenta la capacidad productiva. Cuando la producción aumenta, los bienes y servicios se hacen más abundantes y asequibles, elevando así el nivel de vida. El crédito al consumo interfiere con ese proceso. Los fondos prestados para el consumo dejan de estar disponibles para usos más productivos. Puesto que el crédito al consumo reduce la inversión, también reduce la producción futura, reduciendo por tanto el consumo futuro.
Liesman también se equivoca al declarar que el crédito al consumo ha sido la base histórica del crecimiento en Estados Unidos. Tal vez le causaría sorpresa descubrir que el crédito al consumo era en realidad un gran desconocido hasta la segunda mitad del siglo XX. Anteriormente, la gente simplemente o no compraba, o bien no podía comprar, cosas a crédito. Tendían a pagar en efectivo (incluso por los automóviles) o utilizaba el ahora pintoresco sistema de reservar el producto con un adelanto (que esencialmente es lo contrario del crédito al consumo). Las tarjetas de crédito no se volvieron omnipresentes hasta la década de los 70. También era mucho más común para los estadounidenses ahorrar dinero para el futuro incierto, para el "día de lluvia", del que siempre se nos advertía. Pero las tasas de ahorro ahora son sólo una fracción de lo que fueron durante la mayor parte de nuestra historia. Ahora los consumidores esperan pedir prestado para salir de cualquier crisis. Pero la economía de Estados Unidos disfrutó algunos de sus mejores años antes de que el crédito al consumo se convirtiera en una opción.
Lo que Liesman está realmente pidiendo es que los consumidores pidan prestado dinero para comprar cosas que no pueden permitirse. ¿Qué tipo de asesoramiento económico es ese? Sobre todo ahora que un tercio de los estadounidenses tienen menos de 1000 dólares ahorrados para la jubilación -una estadística tan impactante que incluso la CNBC la citó recientemente como una causa de preocupación. ¿De verdad cree Liesman que esos americanos sin ahorros deben pedir aún más deuda al consumo? ¿Crear una nación de ancianos en bancarrota que ni siquiera pueden retirarse conduce a una sociedad más próspera?
Contrariamente a la torpe afirmación de Liesman, no es el crédito al consumo lo que construyó la economía de EEUU, sino todo lo opuesto: ¡el ahorro! El sub-consumo, no el sobre-consumo, es lo que hizo grande a Estados Unidos. Al ahorrar en lugar de gastar, los consumidores proveyeron a la sociedad de los medios necesarios para incrementar la inversión y la producción, lo que a su vez llevó a un incremento del nivel de vida para todos. Desafortunadamente, es el crédito al consumo lo que está ayudando a destruir lo que el ahorro una vez construyó.
(Peter Schiff es un economista experto en los mercados de renta variable, divisas y metales preciosos reconocido a nivel internacional. Actualmente en España posee www.schifforo.com)
– Piketty"s Missing Rentiers (Project Syndicate – 18/9/14)
Cambridge.- Most reviews of Thomas Piketty"s book Capital in the Twenty-First Century have already been written since its startling rise to the top of bestseller lists in April. But I thought it wise to read the volume in its entirety before offering my thoughts. It has taken me five months, but I have finally finished it.
One thing that the book has in common with Karl Marx"s Capital is that it serves as a rallying point for those concerned about inequality, regardless of whether they understand or agree with Piketty"s particular argument. To be fair, whereas very little of what Marx wrote was based on carefully collected economic statistics, and much of it was bizarre, much of what Piketty writes is based on carefully collected economic statistics, and very little of it is bizarre.
In the United States, income inequality by most measures has been rising since 1981, and by 2007 had approximately re-attained its early-twentieth-century peak. The same is true in the United Kingdom, Canada, and Australia. In these countries, income inequality declined sharply from 1914 to 1950, as it did in France, Germany, Japan, and Sweden. But in the latter group, the income distribution is now far more egalitarian than it was at peak inequality a hundred years ago.
Economists, at least in the US, have focused on several causes of the increase in inequality. First, there is the wage difference between "skilled" and "unskilled" workers, defined according to their educational attainment. Here, higher wages are often agreed to reflect the economic value of skills appropriate to an increasingly technological economy, and the question is how to improve workers" skills.
Second, there is the high compensation of corporate executives and people in finance. The financial crisis of 2008 left many observers understandably doubtful of claims that this compensation is a return to socially valuable activities.
Third, there is the winner-take-all character of many professions. In a society that can identify the best dentist in town or the best football player in the world, relatively small differences in abilities win far bigger differences in income than they used to. Finally, there is "assortative mating": highly accomplished professional men now marry highly accomplished professional women.
Piketty focuses on none of these sources of inequality, all of which are related to "earned income" (wages and salaries). Rather, his central concern is what he regards as a twenty-first-century trend toward inequality of wealth, brought about by the steady accumulation of savings among the better off, which are then passed down, with accumulated interest, from one generation to the next.
It is true that capital"s share of income (interest, dividends, and capital gains) rose gradually in major rich countries during the period 1975-2007, while labor"s share (wages and salaries) fell, a trend that would support Piketty"s hypothesis if it continued. Piketty deserves credit for pointing out the lack of a foundation supporting assertions that capital"s share will necessarily revert to a long-run constant.
But interest rates have been at all-time lows in recent years – virtually zero. And the claim that in the long run the interest rate must be substantially greater than the economic growth rate is absolutely central to Piketty"s book.
That said, Piketty"s vision is focused squarely on the truly long run: century-long trends, not decade-long fluctuations. For example, the recent global financial crisis runs counter to his ultra-long-run hypothesis: his statistics clearly show a discrete fall in inequality and in capital"s share in 2008-09, because asset prices plummeted. But, from the perspective of his analysis, this is a historical blip.
Three century-long movements constitute the essence of the book: a rise in inequality in the nineteenth century, a fall in inequality in the twentieth century, and a predicted return to historically high inequality in the twenty-first century. Piketty argues convincingly -not just with statistics, but also with references to Honoré de Balzac and Jane Austen- that the first increase in inequality in France and Britain, mostly from 1800 to 1860, took the form of capital accumulation. A small group of rich rentiers lived off their interest; the rest had to work for a living.
The most dramatic movement in Piketty"s graphs is the second one, the sharp fall in inequality in the period 1914-1950. This is attributable to the destruction of capital -owing to two world wars, the 1929 stock-market crash, and inflation- as well as an historic move toward big government and progressive taxation.
What is surprisingly scarce in Piketty"s data is evidence that the third movement -the renewed upswing in inequality that started around 1980- is due to a shift from labor back to capital. The share of capital income in the UK and France remains far lower than it was in 1860. The increases in various measures of inequality since the 1970s have had more to do with shifts within labor"s share (between different categories of earned income) than with wealth. Today"s rich work, unlike those in the Balzac-Austen era.
Thus, Piketty"s hypothesis is more a prediction of the future than an explanation for the past or an analysis of a recent trend. It is a prediction that interest rates will rise substantially above the growth rate, capital will accumulate, and the rich will get richer through inheritance and capital income, rather than through outlandish salaries and stock options. For all of Piketty"s impressive historical data, his prediction is based mainly on a priori reasoning: income distribution must tend to inequality because savings accumulate.
But one could just as easily find a priori grounds for predicting that countervailing forces will emerge if the gap between rich and poor continues to grow. Democracy is one such force. After all, the rise of progressive taxation in the twentieth century followed the excesses of the Belle Époque.
A few years ago, the US reduced federal taxes on capital income and phased out the estate tax, benefiting only the upper 1% – moves widely viewed as demonstrating the political power of the rich. But imagine that in the future we lived in a Piketty world, where inheritance and unearned income fueled stratospheric income inequality. Could a majority of the 99% still be persuaded to vote against their self-interest?
(Jeffrey Frankel, a professor at Harvard University's Kennedy School of Government, previously served as a member of President Bill Clinton"s Council of Economic Advisers. He directs the Program in International Finance and Macroeconomics at the US National Bureau of Economic Research)
– Pagar la productividad (Project Syndicate – 26/9/14)
Berkeley.- Una de las (desalentadoras) tendencias económicas que definieron a los Estados Unidos a lo largo de los últimos 40 años ha sido el estancamiento de los salarios reales de la mayoría de los trabajadores. Según un informe reciente de la Oficina de Censos de los EEUU, en 2013 el ingreso medio de los varones estadounidenses empleados a tiempo completo fue 50.033 dólares, apenas distinto de la cifra comparable (ajustada por inflación) de 49.678 dólares en 1973.
Como la mayoría de los hogares obtienen el grueso de sus ingresos del trabajo, la falta de aumento del salario real contribuye significativamente al estancamiento del ingreso familiar. El ingreso promedio del 90% inferior de los hogares estadounidenses se mantiene amesetado desde más o menos 1980. En términos reales, el ingreso del hogar medio en 2013 fue 8% inferior al nivel de 2007 y casi 9% inferior al máximo alcanzado en 1999.
El estancamiento de los ingresos familiares y salarios de la clase media es una de las principales causas de la lenta recuperación de la economía estadounidense después de la recesión de 2007 a 2009, y supone una seria amenaza al crecimiento y la competitividad a largo plazo. El consumo de los hogares equivale a más de dos tercios de la demanda agregada, y para el 90% inferior de las familias, el crecimiento del consumo depende del aumento de los ingresos.
El mejor momento de crecimiento económico de los Estados Unidos en las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial también fue la edad dorada de la clase media. El largo auge de los noventa, cuando Estados Unidos tuvo pleno empleo en forma sostenida, fue uno de los pocos períodos durante los últimos 40 años en que hubo un aumento de ingresos en cada quintil de la distribución de ingresos.
Muchos economistas influyentes están preocupados por la posibilidad de que Estados Unidos enfrente crecimiento anémico y "estancamiento secular", por la brecha persistente entre la demanda agregada y el nivel de pleno empleo. El estancamiento de los ingresos de la clase media implica falta de demanda agregada, lo que a su vez supone mercados laborales flojos y salarios estancados para la mayoría de los trabajadores. Sin políticas monetarias y fiscales decididas que sostengan la demanda agregada en niveles de pleno empleo, el resultado es un círculo vicioso de poco crecimiento.
Dos expertos en competitividad, Michael Porter y Jan Rivkin (de la Escuela de Negocios de Harvard), señalaron hace poco que el estancamiento de los ingresos de la clase media perjudica a las empresas estadounidenses de diversas formas, y advierten: "Las empresas no pueden prosperar mientras las comunidades a su alrededor languidecen". A menos que hagan algo, "las empresas estadounidenses se encontrarán privadas de una fuerza laboral adecuada, con consumidores agotados y amplios sectores de votantes antiempresa".
Porter y Rivkin no piden simplemente que las empresas paguen más a sus empleados, sino que las empresas se unan en una acción "estratégica, cooperativa" para mejorar la formación y la capacitación de los trabajadores y así elevar su productividad.
Es una meta loable, pero los directivos empresariales encuestados por Porter y Rivkin dejaron entrever que muchas veces la renuencia de las empresas a contratar trabajadores a tiempo completo desincentiva la inversión en formación. Casi la mitad de los encuestados indicaron que, de ser posible, prefieren invertir en tecnología o tercerizar y contratar trabajadores a media jornada (que no recibirán mucha capacitación adicional ni tendrán un interés personal puesto en el éxito de la empresa a largo plazo).
De la encuesta de Porter y Rivkin también se desprende la inquietante conclusión de que el estancamiento de los salarios es culpa de los mismos trabajadores y de las escuelas estadounidenses: según esto, si los trabajadores no fueran tan malos en matemática y ciencia, si estuvieran mejor preparados para el mundo moderno y no fueran tan improductivos, ganarían más.
Pero la realidad es otra. La productividad en Estados Unidos lleva dos décadas creciendo a buen ritmo. El problema es que ese aumento no se trasladó a un incremento comparable de los salarios e ingresos de los trabajadores y hogares típicos.
La teoría económica estándar dice que los salarios reales deberían subir o bajar a la par de la productividad, y hay un trabajo de Lawrence Mishel (del Instituto de Política Económica) que muestra que fue así entre 1948 y más o menos 1973. Pero desde entonces, el salario real del trabajador típico se amesetó, mientras que la productividad no paró de crecer. Mishel calcula que la productividad aumentó un 80,4% entre 1948 y 2011, mientras que el salario real medio sólo aumentó 39%, y casi nada en las últimas cuatro décadas.
Es cierto que a los trabajadores altamente capacitados (especialmente gente con posgrados y conocimiento tecnológico) les fue mucho mejor, pero fue prosperidad para una pequeña élite.
De 1979 a 2012, el salario real medio aumentó solamente un 5%. Pero el salario real del 1% mejor remunerado creció 154%, y el del 5% mejor remunerado creció 39%. Al mismo tiempo, el salario real del 20% inferior de los trabajadores se estancó, y el del 10% inferior disminuyó. De hecho, la disparidad salarial fue la principal causa de la creciente desigualdad de ingresos (excepto en la cima de la distribución de ingresos, donde pesó más la renta del capital).
Entretanto, las ganancias corporativas se dispararon. La ganancia empresarial después de impuestos como cuota del PIB está en un máximo histórico, mientras que la participación de los trabajadores se hundió a su menor valor desde 1950.
Aunque lograr un fuerte aumento de la productividad es una meta política importante, no alcanza para incrementar los salarios e ingresos de la mayoría de los trabajadores y hogares. Para reconectar los aumentos de productividad y salariales se necesitan tanto medidas políticas (por ejemplo, una suba del salario mínimo vinculada al incremento de la productividad) como cambios en las prácticas laborales de las empresas, por ejemplo más programas de participación en las ganancias.
Son programas intuitivamente atractivos, ya que cuando los empleados tienen un interés directo en la rentabilidad de la empresa, es más probable que estén más motivados y comprometidos, y que se reduzca la rotación de personal. Y hay investigaciones empíricas que lo confirman.
Hace unos veinte años, Alan Blinder (de la Universidad de Princeton) pidió a diversos economistas (entre quienes estuve) examinar los estudios disponibles sobre el vínculo entre la participación en las ganancias y la productividad. En su gran mayoría, los estudios hallaron una fuerte correlación positiva, conclusión que confirma con datos más actualizados un libro reciente editado por Douglas Kruse, Richard Freeman, y Joseph Blasi, titulado Shared Capitalism at Work, (El capitalismo compartido en acción).
Desde los sesenta, una parte cada vez mayor de la remuneración de los trabajadores se dio en diversas formas de participación en las ganancias (por ejemplo, opciones y acciones restringidas, bonificaciones anuales ligadas a las ganancias y conversión de los empleados en accionistas). Pero estos planes sólo alcanzan a una minoría de los trabajadores, ya que sus principales beneficiarios son directores ejecutivos y gerentes de nivel superior, una proporción considerable de los cuales cobran según la productividad medida por las ganancias de las empresas y la cotización de sus acciones. Estos esquemas de incentivos están detrás del desmesurado aumento de la remuneración que hubo en el 1% superior de la distribución de salarios e ingresos.
Los niveles de vida y la competitividad económica de Estados Unidos a largo plazo dependen no solamente del aumento de la productividad, sino también de cómo se comparta dicho aumento. Una coparticipación más equitativa para los trabajadores estadounidenses y sus familias ayudaría en gran medida a resolver el preocupante estancamiento de los salarios y de los ingresos de la clase media en décadas recientes.
(Laura Tyson, a former chair of the US President's Council of Economic Advisers, is a professor at the Haas School of Business at the University of California, Berkeley, and a senior adviser at The Rock Creek Group)
– La sociedad ostentosa (El País – 28/9/14)
En 1955, los ricos de EEUU pagaban la mitad de su renta en impuestos. Hoy abonan menos de la quinta parte, lo que explica su extravagancia
(Por Paul Krugman)
Los progresistas hablan de circunstancias; los conservadores, de carácter.
Esta línea divisoria intelectual es más evidente cuando el tema es la persistencia de la pobreza en un país rico. Los progresistas aluden a los salarios reales y a la desaparición de puestos de trabajo que ofrecen remuneraciones de clase media, así como a la constante inseguridad que produce el no disponer de trabajo o activos fijos. Para los conservadores, sin embargo, todo se reduce a la falta de ahínco. El portavoz de la Cámara de Representantes, John Boehmer, afirma que la gente está convencida de que "realmente no tiene que trabajar". Mitt Romney acusa a los estadounidenses con rentas bajas de no estar dispuestos a "asumir su responsabilidad personal". E incluso después de declarar que en realidad los pobres no le interesan, el representante republicano Paul Ryan atribuye la persistencia de la pobreza a una falta de "hábitos productivos".
Pero seamos justos: algunos conservadores también están dispuestos a censurar a los ricos. En buena parte de lo escrito recientemente por conservadores sale a relucir el tema de que la élite estadounidense también se ha descuidado últimamente, ha perdido la seriedad y el comedimiento del pasado. Peggy Noonan escribe acerca de nuestras "élites decadentes", que hacen chistes sobre lo que ganan a costa de los pobres. Charles Murray, cuyo libro Coming Apart trata principalmente sobre la supuesta decadencia de valores entre los trabajadores blancos, también denuncia la "falta de decoro" de los muy ricos, con sus estilos de vida extravagantes y sus casas gigantescas.
¿Pero realmente se ha producido una explosión de ostentación en la élite? ¿Y, si es así, refleja esto una decadencia moral, o un cambio en las circunstancias?
Acabo de releer un interesantísimo artículo titulado How top executives live (Cómo viven los altos ejecutivos), publicado en Fortune en 1955 y reeditado hace dos años. Es un retrato de la élite empresarial estadounidense de hace dos generaciones, y resulta que las vidas de una generación anterior eran, en efecto, mucho más discretas, más decorosas si se quiere, que las de los amos del universo actuales.
"La casa del ejecutivo de hoy", nos cuenta el artículo, "muy probablemente sea discreta y relativamente pequeña, quizá siete habitaciones, dos baños y un aseo". El alto ejecutivo tiene dos coches y "se las apaña con uno o dos empleados domésticos". La vida también es comedida en otros aspectos: "Las relaciones extramatrimoniales del alto mundo empresarial estadounidense no son suficientemente importantes como para hablar de ellas". De hecho, estoy seguro de que tendrían sus devaneos, pero no se jactaban de ello. Al menos la élite de 1955 pretendía dar un buen ejemplo de comportamiento responsable.
Pero antes de que el lector se lamente de la pérdida de los valores, hay algo que debería saber: al rendir homenaje a la modesta y sobria élite empresarial de Estados Unidos, Fortune describía esta sobriedad y modestia como algo nuevo. Comparaba las modestas casas y lanchas motoras de 1955 con las mansiones y los yates de una generación anterior. ¿Y por qué había abandonado la élite la ostentación del pasado? Porque ya no podía permitirse vivir de aquella forma. El gran yate, nos dice Fortune, "se ha hundido en el mar de los impuestos progresivos".
Pero desde entonces ese mar ha retrocedido. Los yates gigantescos y las casas enormes han vuelto. De hecho, en lugares como Greenwich, Connecticut, algunas de las "mansiones desproporcionadamente grandes" que Fortune describía como reliquias del pasado han sido sustituidas por mansiones aún más grandes.
Y lo que ha ocurrido con aquellos buenos tiempos de comedimiento de la élite no es ningún misterio. Solo hay que seguir al dinero. La extremada desigualdad de rentas y los bajos impuestos para los más ricos han vuelto. Por ejemplo, en 1955, los 400 estadounidenses con ingresos más elevados pagaban más de la mitad de su renta en impuestos, pero hoy en día esa cifra se ha reducido a menos de la quinta parte. E inevitablemente, la vuelta de los bajos impuestos para las grandes fortunas ha traído consigo la vuelta de una ostentación similar a la de la Edad Dorada.
¿Hay alguna posibilidad de que las exhortaciones morales, los llamamientos a que den mejor ejemplo, logren inducir a los ricos a dejar de presumir tanto? No.
No es solo que quienes pueden permitirse vivir a lo grande tiendan a hacerlo. Como nos dijo hace mucho Thorstein Veblen, en una sociedad muy desigual los ricos se sienten obligados a efectuar un "consumo conspicuo", gastando de maneras muy visibles para demostrar su riqueza. Y las ciencias sociales modernas confirman esta percepción. Por ejemplo, investigadores de la Reserva Federal han demostrado que quienes residen en vecindarios muy desiguales tienen más propensión a comprar coches lujosos que quienes viven en lugares más homogéneos. De manera muy clara, una desigualdad elevada trae consigo la necesidad percibida de gastar dinero en formas que denoten la condición de uno.
La cuestión es que si bien reprender a los ricos por su vulgaridad puede no ser tan ofensivo como reñir a los pobres por sus defectos morales, es exactamente igual de fútil. Como la naturaleza humana es como es, no tiene sentido esperar humildad de una élite muy privilegiada. Por lo tanto, si piensan que nuestra sociedad necesita más humildad, deberían apoyar políticas que reduzcan los privilegios de la élite.
(Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008. 2014 New York Times Service)
– El auge de los robots (Project Syndicate – 29/9/14)
Berkeley.- Durante décadas las personas han pronosticado cómo las tecnologías avanzadas de computación y robótica afectarán nuestras vidas. Por un lado, hay advertencias de que los robots desplazarán a los humanos en la economía, acabarán con sus medios de subsistencia, en especial para trabajadores poco calificados. Otros ven las perspectivas de las amplias oportunidades económicas que los robots ofrecerán, y señalan, por ejemplo, que aumentarán la productividad o realizarán empleos no deseados. El inversionista de capital de riesgo, Peter Thiel, que acaba de unirse al debate, es de los segundos y afirma que los robots evitarán un futuro de precios altos y salarios bajos.
Para tratar de ver cuál de los dos bandos tiene razón se necesita en primer lugar entender las seis maneras en que los seres humanos han creado valor durante la historia: mediante nuestras piernas, nuestros dedos, nuestras bocas, nuestros cerebros, nuestras sonrisas y nuestras mentes. Con nuestras piernas y otros músculos grandes movemos cosas hacia donde las necesitamos, de modo que nuestros dedos puedan ordenarlas en patrones útiles. Nuestros cerebros regulan las actividades de rutina y mantienen en funcionamiento el trabajo de las piernas y los dedos. Nuestras bocas – de hecho nuestras palabras, ya sean escritas o habladas, nos permiten informarnos y entretenernos mutuamente. Nuestras sonrisas nos ayudan a conectarnos con otros y aseguran que vayamos más o menos en la misma dirección. Por último, nuestras mentes -nuestra curiosidad y creatividad– identifican y solucionan desafíos importantes e interesantes.
Por su parte, Thiel refuta el argumento, que a menudo utilizan los agoreros de los robots, de que el impacto de la inteligencia artificial y la robótica avanzada sobre la fuerza de trabajo será similar a los efectos de la globalización sobre los trabajadores de los países avanzados. La globalización perjudicó a trabajadores poco calificados en lugares como los Estados Unidos, mientras permitía que personas de países lejanos compitieran por las funciones de piernas o dedos en la división global del trabajo. Como estos nuevos competidores pedían salarios más bajos, fueron la elección evidente para muchas compañías.
Según Thiel la diferencia fundamental entre este fenómeno y la llegada de los robots radica en el consumo. Los trabajadores de los países en desarrollo aprovecharon el poder de negociación que les ofreció la globalización para obtener recursos destinados a su propio consumo. En contraste, las computadoras y los robots no consumen nada, salvo electricidad, mientras llevan a cabo actividades de piernas, dedos y cerebro más rápido y de forma más eficiente que los humanos.
Thiel ofrece un ejemplo de su experiencia como director ejecutivo de Paypal. En lugar de que los empleados examinen cada una de las transacciones en una serie de un millón para buscar evidencias de fraude, las computadoras de Paypal pueden aprobar las operaciones claramente legítimas y dejar que los humanos revisen minuciosamente las aproximadamente mil que pueden ser fraudulentas. De ese modo, un trabajador y un sistema computacional pueden hacer el trabajo para el que Paypal habría tenido que contratar mil trabajadores hace una generación. Dado que el sistema computacional no necesita cosas como alimentos, dicha multiplicación por mil de la productividad redundará totalmente en beneficios para la clase media.
Dicho de otro modo, la globalización redujo los salarios de los trabajadores poco calificados en los países avanzados porque otros podían realizar su trabajo a menor costo y después consumir el valor que habían creado. Gracias a las computadoras los trabajadores altamente calificados -y los trabajadores poco calificados dedicados a vigilar las grandes fábricas y bodegas robóticas- pueden dedicar su tiempo a actividades más valiosas con la ayuda de computadoras que requieren muy poca vigilancia.
El argumento de Thiel puede ser correcto, pero dista de ser irrefutable. De hecho, Thiel parece estarse enfrentando a la vieja paradoja de los diamantes y el agua -el agua es esencial pero no cuesta nada, mientras que los diamantes son prácticamente inútiles pero extremadamente caros- aunque de un modo sofisticado y sutil. La paradoja existe porque en una economía de mercado el valor del agua no está definido por su utilidad (infinita) ni por la utilidad media del agua (muy grande), sino por el valor marginal de la última gota de agua consumida (muy bajo).
De manera análoga, los salarios de los trabajadores poco calificados y altamente calificados en la economía de robots y computadoras del futuro no estarán determinados por la (muy alta) productividad de un trabajador poco calificado que vigile que todos los robots estén en sus lugares o del trabajador altamente calificado que reprograma el software. Más bien, la compensación reflejará lo que los trabajadores creen y ganen fuera de la altamente productiva economía de las computadoras y los robots.
La entonces recién industrializada ciudad de Manchester, que horrorizó a Friedrich Engels cuando trabajó ahí en los años 1840, tenía el mayor nivel de productividad laboral que jamás se había visto. No obstante, los salarios de los trabajadores de las fábricas no se definían por su extraordinaria productividad sino por lo que ganarían si volvieran a los plantíos de papas de la Irlanda de antes de la hambruna.
Así pues, la pregunta no es si los robots y las computadoras harán que el trabajo humano en los sectores de los bienes, los servicios de alta tecnología y la producción-información sea infinitamente más productivo. Así será. Lo que realmente importa es si los empleos fuera de la economía de los robots y las computadoras -empleos que tengan que ver con las bocas, las sonrisas y las mentes de las personas- seguirán siendo valiosos y objeto de una alta demanda.
De 1850 a 1970, aproximadamente, el progreso tecnológico rápido dio lugar primero a aumentos de los salarios que estaban en consonancia con las ganancias en la productividad. Después vino el prolongado proceso de la igualación de la distribución del ingreso a medida que las máquinas, instaladas para sustituir las piernas y los dedos humanos crearon más empleos en el cuidado de las máquinas, que requerían cerebros y bocas humanos, de los que eliminaron en los sectores que necesitaban fuerza física o destreza día a día. Además, el crecimiento de los ingresos reales aumentó el tiempo libre y así impulsó la demanda de sonrisas y productos de la mente.
¿Sucederá lo mismo cuando las máquinas se hagan cargo del trabajo rutinario del cerebro? Tal vez. Pero no es una base sólida sobre la cual basar todo un argumento, como lo ha hecho Thiel.
(J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade )
– La edad de la vulnerabilidad (Project Syndicate – 13/10/14)
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |