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Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) (página 2)


Partes: 1, 2, 3

¡La escuela antigua!, ¡qué conjunto de horrores!, ¡qué tortura para la niñez!, ¡qué castigo para la inocencia! En la escuela antigua el alma de toda una generación se inoculaba con el virus de una enfermedad destructora, y que no se curaba después sino merced a una lucha tremenda. A veces allí mismo se abría, negro y espantoso, el sepulcro del pensamiento. De modo que la escuela, que debe ser el dorado vestíbulo alfombrado de rosas por el que la familia humana tiene que entrar al santuario de la civilización, en los antiguos tiempos era el pasillo tenebroso y deletéreo, que recibía a los esclavos futuros, en su paso para la ergástula de la monarquía.

¡La escuela antigua! Hubiera debido llamarse mejor El ensayo de la abyección, porque allí se mataba el sentimiento de la dignidad que espiraba palpitante y aterrada en medio de mil tormentos ignominiosos, tormentos físicos y tormentos morales, que martirizaban el cuerpo y que apagaban la divina chispa de la razón en el hombre acabado de nacer. Un cuadro palpitante de lo que era aquella escuela, nos reproducirá mejor que ningún razonamiento, todos los horrores de la enseñanza antigua, que no era menos ingrata entonces para los pobres que para los ricos.

Eran las 7 de la mañana: el niño prolongaba cuanto podía su triste desayuno, con mil medios que le sugería su agudeza infantil, y no por saborear el pedacito de pan y la jícara de chocolate o el humilde atole, sino por diferir lo más que fuese posible la hora de su sacrificio. Así es que permanecía silencioso, arrinconado, poniendo una carita doliente y mustia para inspirar compasión.

Pero la voz ronca del padre recordaba que era hora de ir a la escuela, y el niño palidecía y temblaba y se llevaba la mano a los ojos para ocultar o enjugar sus lágrimas, movimiento que enternecía el corazón de la madre, siempre pronto a dulcificar ante sus tiernos hijos los mandatos paternales.

En fin, era preciso obedecer: la buena madre consolaba al niño, lo arreglaba, le ponía la gran bolsa de lienzo que contenía la Cartilla, el Catón cristiano o el papel para planas, el plomo para rayar éste, el catecismo de Ripalda y la pluma de ánsar, pintada de rojo o de verde.

Una vez dispuesto el chico, era entregado, si tenía mediana posición, a un criado para que lo condujese a la escuela, o se confiaba a un muchacho más grande que pasaba por él, o se abandonaba a su propia obediencia, de antemano asegurada con la amenaza de una zurra de azotes.

La pobre criatura llegaba a la escuela y vacilaba antes de entrar en ella, recogía sus fuerzas para tamaño sacrificio, y con el corazón disgustado y miedoso atravesaba el umbral.

Tenía la escuela un aspecto lúgubre y aterrador. Una sala ordinariamente larga, estrecha, fría: en derredor de ella había bancos, ennegrecidos por el uso, y toscamente labrados: las paredes, de un color impuro y llenas de grietas, estaban desnudas por todas partes, presentando al ojo de los niños, que busca instintivamente algo con que distraer su imaginación viva y ligera, el aspecto de una superficie monótona sucia y triste.

Allá en el fondo, y trepado sobre una pequeña plataforma con una barandilla, y a veces sin ella, se hallaba tras de una mesa cubierta con un paño fúnebre, el maestro de escuela, pobre hombre de rostro avinagrado, , de mirada ceñuda, las más veces viejo, con un traje oscuro, que le daba un aire de clérigo, y casi siempre grasiento y raído.

Sobre su cabeza o a uno de sus costados estaba colgada una gran cruz verde, como la de la inquisición, o bien una estampa de santo, con una virgen de Guadalupe, un San Luís Gonzaga o un San Ignacio. Algunas veces el pizarrón negro adornaba uno de los lados de la plataforma, o bien era la pequeña mesa de un niño recomendado que veía habitualmente a sus compañeritos con la más descarada insolencia.

Nuestro pequeño alumno atravesaba lo largo de la sala, iba a arrodillarse frente a la gran cruz o la estampa, rezaba el bendito en voz alta, y luego se dirigía al lugar del maestro y le pedía la mano.

  • ¡La mano, señor maestro! – decía tartamudeando.

El maestro apenas contestaba con una especie de berrido, y el niño bajaba entonces de la plataforma, iba a colocar su sombrero en un montón donde yacían los demás, y ocupaba su banco, donde se ponía a leer en su cartilla o Catón, después de que un muchacho grande le había señalado la lección correspondiente. Entonces permanecía quieto, quieto y solo, leyendo en voz tan alta, que se le inflamaban las venas del cuello.

Si aprendía a escribir, lo primero que hacía era descolgar una pauta, acomodarle el papel que traía, y rayarlo con el trozo de plomo oblongo de que venía provisto. Después subía a la plataforma y dando primero su pluma, humedecida de un modo inconveniente, al maestro, éste la tajaba, la probaba y le echaba renglón, es decir, le ponía un modelo, que el chico trataba de imitar. Si su letra mejoraba era ascendido a otra regla; porque es de advertir que había muchas reglas; desde la primera en que se hacían los palotes, especie de rasgos groseros o rayas verticales con las que los maestros de aquella época creían ensayar la mano del niño para la gallarda forma de torio, de palomares o de cualquiera pendolista de antaño, hasta la octava, que era una sola raya, en la que se escribía con letra menuda.

Pero para llegar a la octava necesitábanse años, paciencia, y sobre todo, sufrir todos los castigos que el refinamiento clerical había inventado para corregir a la niñez, educarla honestamente y enderezarla por los caminos del temor de Dios.

Supongamos que nuestro niño escribía y que había concluido su plana. Iba a enseñarla al maestro y esperaba trémulo su fallo.

  • ¡Aquí has hechado un borrón, pícaro, malvado!

  • ¡Señor maestro! – exclamaba el niño enclavijando las manos.

Pero el implacable dómine empuñaba una enorme palmeta y mandaba al chico que extendiera las manos. Éste rogaba, lloraba, pero en vano, y acababa por extender sus manecitas que temblaban procurando escaparse del golpe. El maestro alzaba furioso el terrible instrumento de tortura, y lo descargaba dos y tres veces sobre aquellas manos de siete años, pequeñas y débiles, produciendo un chasquido sonora como el de un látigo, después de lo cual, el dómine arrojaba al suelo la plana.

Como este examen solía hacerse en revista, es decir, cuando todos los alumnos de escritura presentaban sus trabajos, la férula no se caía de las manos del maestro, y resonaba cuarenta, sesenta y hasta cien veces en menos de una hora.

Pero aún había más: sobre la mesa del paño lúgubre, se veía tendida espantosamente otra cosa que hacía estremecer a los niños y bajar los ojos. Era una larga disciplina de cáñamo o de alambres. Con ella se castigaban las grandes culpas, y estas eran: haberse reído sonoramente, haber corrido en la calle, haber ido a pasear en vez de ir a la escuela, haber derramado un tintero sobre la mesa, o no saber la lección de doctrina cristiana.

Entonces, ¡horror! El maestro mandaba desnudar al niño, cuyo pudor se ultrajaba alzándosele la camisa para vapulearlo a raíz. Tendíase el pobrecillo en un banco y poníase el pañuelo o el ceñidor en la boca para soportar el dolor, y el maestro le aplicaba una docena o dos de azotes con la horripilante disciplina.

Y a una victima, sucedían otra y otra, de modo que los llantos y las convulsiones de dolor se sucedían también, y la furia del maestro se aumentaba, y el círculo de niños que presenciaba aquello, palidecía y se agitaba aterrorizado: los pequeños niños de la lectura se miraban unos a otros debajo de la plataforma, buscaban instintivamente a la madre, y tornaban a mirar al maestro que les infundía pavor con los cabellos grises erizados, con los ojos fuera de las orbitas y con la boca espumeante como una furia infernal. Sí: entonces podía decirse muy bien con Montaigne:

¡La escuela es el infierno!

Esto era en lo físico: veamos en lo intelectual. Seis meses de cartilla, es decir, de estudiar el abecedario, de deletrear y de decorar. Después seis meses de Catón cristiano o de Libro segundo, es decir, un conjunto de lecturas fastidiosas, inútiles, erizadas de ejemplos corruptores y de cuentos ridículos de viejas, de máximas de bajeza y de esclavitud, doctrinas frailescas y groseras. Después lectura En Carta, para lo cual se pendían las disparatadas copias de dependiente de tienda mestiza, o se hacía uso de la correspondencia de un clérigo, de una vieja o del infeliz padre, que no siempre brillaba por su buena letra u ortografía.

Más tarde las planas, como hemos dicho, de la primera a la octava regla, y cuando ya se escribía con falsa se comenzaba el estudio de las cuentas. Con las cuatro reglas que sepan los niños, les basta, decían las gentes antiguamente. Así es, que no aprendían más que a sumar, restar, multiplicar y partir. Tal era el tecnicismo de la aritmética entonces.

Mientras que estudiaba todo esto, y haciendo el papel principal en el aprendizaje de las varias materias que se enseñaban, la doctrina cristiana era el más temible, el más odioso, el más inicuo tormento para el niño.

¡El catecismo del padre Ripalda! ¿Quién en México no conoce al padre Ripalda? Y ¿Quién que tenga en algo a la razón y a la libertad, no detesta ese monstruoso código de inmortalidad, de fanatismo, de estupidez, que semejante a una sierpe venenosa se enreda en el corazón de la juventud para devorarlo lentamente? Yo no se cómo todavía las prensas de un pueblo republicano y culto se ocupan de multiplicar los ejemplares de ese librillo odioso, que siembra en nuestras clases atrasadas, principios de tiranía y de superstición, incompatibles con nuestras instituciones y enemigos de la dignidad humana.

Defiéndanlo en buena hora, hombres bastante insensatos o bastante interesados para servir a las miras de un partido de oscurantismo (cortísimo por fortuna), y que quiere resucitar en pleno siglo XIX las ideas del tiempo colonial. La civilización, la libertad, la ciencia no hacen caso de lo que griten falsos apóstoles de una religión de paz, de humildad y de dulzura, y ellas reprueban y acabarán por aniquilar las doctrinas estúpidas que contienen libracos como el de Ripalda.

Si el cristianismo ha de vivir algo más, no ha de ser seguramente difundido por el catecismo de ese viejo jesuita, misionero del papismo y de la remedad española, cuyo bello ideal era la imbecilidad de los pueblos.

Volvamos a nuestros niños:

Aprendían la doctrina de Ripalda con tedio, con desesperación, sufriendo horribles castigos a cada página del repugnante catecismo. Primero aprendían las oraciones, después las declaraciones, que son disertaciones pequeñas y áridas en preguntas y respuestas, y muy propias para hacer concebir un horror profundo a los ejercicios de la memoria. Cuando un niño sabía el catecismo de cuerito a cuerito, como se decía entonces, era tenido en la escuela por un chico de provecho, y en su casa por un Séneca; aunque no hiciese, como en efecto no hacía más que repetir, como papagayo y con una canturria detestable, las susodichas disertaciones.

Y digo canturria, porque tanto para leer, como para recitar, los maestros enseñaban una especie de canto llano que es muy conocido, y que hoy nos hace reír cuando lo oímos en el teatro; pero que nos fastidió soberanamente cuando tuvimos que repetirlo en la escuela.

Los sábados eran días espantosos, y en los cuales los niños preferían enfermarse a concurrir a la escuela, porque entonces se les obligaba a hacer el repaso o recordación de todo lo que habían aprendido del catecismo de Ripalda, lo cual era un suplicio, pues los maestros contaban los puntos o faltas de memoria, y castigaban cruelmente tan horrendo delito, con la consabida zurra de palmetazos o de azotes.

Algunas veces se obligaba a los niños a ir en formación a alguna iglesia de barrio para oír la misa, para saborear el sermón, o lo que era mayor todavía, a confesarse con algún fraile bilioso y severo. ¡Confesarse ellos que a los ocho o diez años apenas tenían oscuras nociones del mal moral! Muy pronto, abandonados al interrogatorio indiscreto, y a la autoridad absoluta del coco del confesionario, iban adivinando lo que la prudencia paternal o el candor de una madre cariñosa habían creído conveniente ocultarles, y su conciencia inocente, ya medio achacosa por las doctrinas de Ripalda y por los castigos acababa por enfermarse.

Tal era la instrucción primaria que se daba a los niños antiguamente; y entiéndase que estoy hablando de lo que pasaba hace menos de treinta años, aquí en México, según me lo han referido todos mis amigos de colegio, y según lo sé por boca de testigos fehacientes, entonces como ahora, muy empeñados en la reforma de la instrucción popular. Y hay sujetos más jóvenes que yo, que han presenciado escenas semejantes aún después de ese tiempo, de manera que puede asegurarse que hace todavía veinte años la escuela era como acabo de describirla, con muy poca diferencia. La escuela a principios de este siglo, la anterior a la independencia, era peor mil veces, y el que quiera conocerla puede ocurrir a los escritores de aquella época, particularmente al pensador mexicano, a ese iniciador atrevido a quien anatematizaron el clero y la tiranía, precisamente por haber revelado al pueblo, los inmensos males que traía consigo el absurdo régimen colonial. Fernández de Lizardi ha dejado en descripciones gráficas y que son eminentemente populares, una imagen viva de la instrucción y educación que se daba al pueblo en aquel tiempo de lúgubre memoria.

No terminaré mi cuadro sin observar que si tal era el atraso de la enseñanza primaria en la capital de la República, espantoso debe haber sido el que reinaba en los pueblos. En éstos, particularmente en los que había indígenas, que son los más, la escuela se conservaba como en tiempos de los subdelegados. Dividiánse los alumnos por castas, y ocupaban dos bancos diferentes. En unos se sentaban los niños de razón, y en otro los indios, a quienes no se enseñaba más que la doctrina en malísimo castellano y de voz viva, pues no se les permitía leer. Al menos así pasaba en mi pueblo, entonces perteneciente al Estado de México, que era uno de los más adelantados en la federación. A veces, el capricho del maestro, una lisonja al alcalde indio cuyo hijo iba a la escuela, o singulares disposiciones en que paraba la atención el dómine cuando no era muy ignorante, ni muy torpe, hacían que un niño indígena fuera trasladado del banco de su raza, al banco de la gente de razón, y de este modo el pobrecillo podía probar los goces de la lectura, de la escritura, y tal vez los de la ciencia.

Pero si no tenía en su favor alguno de estos motivos, quedaba condenado a la excomunión que pesa todavía sobre la raza infortunada.

Otra observación haré, y es: la de que si no he hablado de la enseñanza que se daba a la mujer, es porque en aquella época, la escuela popular difícilmente abría sus puertas a la hermosa mitad del género humano, al menos en los pueblos. En México las "amigas" se habían encargado desde hace muchos años, de preparar para la patria a cien generaciones de mujeres infelices, devotas, ignorantes de su propia capacidad, y resignadas por convicción al papel de eternas esclavas del hombre, y de ciegas auxiliares del fanatismo. Si de la amiga pasaban al convento, allí completaban su educación, es decir, recibían, si no más luces, al menos un grado superior en la escala de la gazmoñería y de la servidumbre de la imperiosa familia que las educaba para su provecho.

La amiga solía ser también la escuela primaria del niño rico, que no obtenía con ella sino un cambio en el sexo de su tirano. En vez del maestro ceñudo, ignorante y feroz, tenía a la maestra, vieja, de humor agrio y caprichoso, mojigata por vocación, solterona, con una ignorancia peor que la del dómine, y tremenda en materia de pellizcos y de disciplina. Pero regularmente la maestra no enseñaba más que a leer mal. El niño tenía siempre que perfeccionar su instrucción primaria en la escuela de niños.

Al salir de ella, nuestro chico, o se dedicaba a hacer fortuna en el comercio o las artes, o si tenía comodidades, era metido en el colegio para abrazar una de las cuatro carreras, entonces las únicas para ser algo con el tiempo, a saber: La eclesiástica, la de abogado, la de médico o la de militar.

El colegio de entonces es también digno de estudio; pero será asunto de un bosquejo que escribiré más adelante con aquel título, y para leer el cual, invito desde hoy a mis lectores, pues será un cuadro curioso.

Concluyo, pues, el de la escuela antigua, y al terminarlo, no se extrañará que yo pregunte: ¿Tenían razón los niños para resistirse a concurrir a ella, y para regar con sus lágrimas el camino que conducía de su hogar a semejante infierno? Porque es mentira que el niño aborrezca instintivamente el trabajo; es una calumnia lanzada por los ignorantes contra la sabia naturaleza que nos inclina a lo bello y a lo bueno, y que inspira en nosotros la propensión irresistible a la actividad y la indagación.

Lo que hacía huir a los niños, lo que les causaba una repugnancia irremediable hacia la escuela, era que veían sobre sus puertas, gravada con caracteres sangrientos, aquella inscripción tan terrible como la que vio el Dante sobre las puertas del infierno y que era el odioso apotegma de la tiranía, preparando el ánimo de los niños a la abyección: la letra con sangre entra, viejo oráculo que por desgracia no pierde enteramente su prestigio.

Los que todavía lo preconizan, podrían ir a la Alemania del norte o a los Estados Unidos, las dos naciones más adelantadas en la enseñanza popular, y allí verían cómo los niños se duermen por la noche sonriendo, al pensar en sus trabajos escolares del día siguiente, y despiertan por la mañana sobresaltados por su pereza, y saltan impacientes de la cama, se desayunan apresurados y se marchan a la escuela corriendo, alegres y felices, como si fueran a estrechar el seno de una madre cariñosa. Y es que en la Alemania del norte y en los Estados Unidos, la escuela acoge a los niños con la ternura de la familia, con la sonrisa dulce de la patria, con las recompensas del trabajo, con las promesas del placer y con los estímulos de la belleza. ¡En esos dichosos países, la escuela es el paraíso! ¿Cómo no explicarse con sólo la enseñanza, el admirable poder de la Prusia y de los Estados Unidos?

La escuela contemporánea – la escuela libre.

Veamos ahora la escuela popular, tal como existía en 1870, y por consiguiente. Tal como existe al comenzar 1871.

En México, desde antes de regir la constitución de 1857, que consignó el principio de la libertad de enseñanza, ya que la primaria no se hallaba toda bajo la inspección del estado. Por consiguiente, los particulares podían abrir escuelas y educar a los niños sin la obligación de tomar por norma los reglamentos del gobierno, ni las disposiciones del municipio, ni aún tener siquiera sobre sí la mirada de la autoridad.

Alguna vez se impusieron reglas determinadas a los establecimientos particulares; pero estas reglas, de un carácter puramente local, fueron derogadas por el uso, o por las mismas autoridades, y cada uno siguió enseñando como quiso; y como los gobiernos pasados han fijado tan poco su atención en la enseñanza popular, y más bien la han tiranizado que protegido, las escuelas continuaron su vida de rutina.

Después de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma, la enseñanza se declaró libre, la secundaria se reglamentó en parte; pero sobre la primaria ha habido un absoluto silencio, dejando a los estados y aún a los municipios que la organicen a su sabor, y limitándose a proteger más o menos la que se llama nacional, es decir, la que se sostiene con los fondos públicos. En esta ejerce cierta vigilancia la autoridad municipal.

Varias sociedades de carácter privado han tomado a su cargo la protección de la enseñanza primaria, como la Compañía Lancasteriana, la Sociedad de Beneficencia para la Instrucción y amparo de la niñez desvalida y la Sociedad Católica establecida recientemente.

De estas, las dos primeras, recibiendo subvenciones del gobierno, más o menos cuantiosas, le han concedido, como era justo, ciertos derechos de inspección; la última que sólo cuenta con sus fondos propios, permanece libre de la vigilancia del estado. Además, numerosos profesores mantienen abiertos sus establecimientos particulares, y muy pocos de ellos, por su condescendencia patriótica invitan a la autoridad a presidir sus exámenes y su distribución de premios, ocupando a veces los edificios nacionales, como una muestra de respeto a las instituciones. Los más afectan desdeñar la majestad de las leyes y se reservan el derecho de cerrar sus puertas a la vigilancia nacional y aun al espíritu de las instituciones. Esto quiere decir, hablando en términos más claros, que se reservan el derecho de enseñar el menosprecio a la República, el odio a la autoridad y las viejas doctrinas de la escuela antigua, que son, bien examinadas, muy propias para inclinar el ánimo de los ciudadanos futuros, a subvertir el orden público, cuando este se halla bajo el régimen liberal.

Yo dejo a los que se han olvidado de organizar la instrucción primaria conforme al principio constitucional, el cuidado de meditar profundamente sobre estas palabras del sabio demócrata Michelet en su hermosísimo libro intitulado "Nos fils", cuya lectura recomiendo a los legisladores, así como otras de que hablaré después.

Es necesario, dice el venerable anciano, que la patria se halle presente en la escuela no sólo por medio de la enseñanza directa o la tradición nacional, sino como una madre por su justicia exacta y atenta. La libertad local será cosa excelente con cierta "sobrevigilancia que no la deje muy libre para ser injusta y desigual en provecho de la aristocracia".

La escuela es ya la comuna en pequeño. No puede decirse cuanto pesa en ella la influencia local. La escuela libre, no pagada por el estado, es justamente la que conviene más a los padres ricos e importantes. Es un terreno previo en que comienza la desigualdad. El maestro no es siempre injusto; sino las más veces débil, demasiado indulgente, demasiado blando para con los niños de los poderosos del lugar, de aquellos que podrían perjudicarlo o matarlo de hambre.

La escuela no será verdaderamente libre, sino en tanto que el maestro vea cerca de él una asociación activa y enérgica que se interese en la escuela y en él mismo, lo sostenga llegado el caso, y le ayude a ser justo.

Michelet, "Nuestros hijos", lib. V, cap. V, De la escuela como propaganda cívica.

Es necesario reflexionar maduramente sobre la idea previsora que encierran estas palabras de uno de los más esclarecidos apóstoles republicanos

No vayamos, por dar una amplitud desmesurada al grande y generoso principio de la enseñanza libre, a hacer una concesión peligrosa al pasado que impida el bienestar del pueblo y la consolidación de nuestras instituciones.

No se me podrá tachar de no ser partidario de la libertad en todo y para todo. En esta parte profeso los mismos principios de mi ilustre amigo Zarco; pero quiero tamaña libertad, conforme a las leyes y nunca contra las leyes.

No creo conveniente el reglamento en todo, y creo innecesaria y aun perjudicial la inspección de la autoridad en muchas cosas; pero juzgo indispensable el uno y la otra en ciertas materias de importancia vital para el porvenir de la democracia en nuestro país.

Así, es mi ideal la libertad absoluta de la prensa; pero esta libertad, cuando es peligrosa, tiene su correctivo eficaz en la contradicción que se le opone, y las teorías que se publican no son aceptadas sino después de haberse depurado en el crisol de una ilustrada discusión. No encierra, pues, peligro.

La enseñanza secundaria tiene un reglamento, y los discípulos que estudian fuera del recinto de las escuelas nacionales, se someten a su autoridad legal.

¡Pero la enseñanza primaria!… La enseñanza primaria que no está sostenida por el estado, se halla fuera de su vigilancia, y considérese que en la independencia de la escuela libre, las doctrinas del maestro pasan sin contradicción, se escuchan como un oráculo y se apoderan del ánimo del niño sin que la ley les ponga coto. Así es, que poco a poco y por medio de un trabajo lento, pero eficaz, un maestro hábil y pernicioso puede convertir su escuela en un plantel de futuros conspiradores. Pero dejando esto aparte, y concediendo a la doctrina toda la libertad posible, aun la que es contraria a la ley, fijémonos sólo en que un maestro puede, bajo el pretexto de la beneficencia, aceptar en su escuela un buen número de niños huérfanos y pobres, y sujetarlos a indignos tratamientos, o pervertirlos bajo la influencia de máximas inmorales. Yo pregunto: ¿La vigilancia de la autoridad, no se necesita allí? La protección a esas victimas de una falsa caridad ¿De dónde ha de venir, sino de la ley? Esta se hace todavía más indispensable cuando se trata de niñas de cuya inocente debilidad puede aprovecharse la hipocresía.

En fin, tal asunto da materia para largos artículos, que con otros estudios sobre puntos constitucionales, pienso publicar; y por hoy me limitaré en estos bosquejos que me he propuesto hacer útiles en algo, a apuntar solamente ideas, cuya meditación está reservada a los legisladores.

Para hablar de la escuela contemporánea, es preciso dividirla en escuela de ciudad, bajo cuya denominación se comprenden las escuelas de las poblaciones grandes, de las ciudades populosas, y en particular de México; y escuela de campo, bajo cuyo título consideraré a las escuelas de los pueblos cortos y de las aldeas. Unas y otras merecen examinarse.

La escuela de ciudad.

El que haya visto la escuela popular antigua, y la compare con la escuela contemporánea, no puede menos que comprender la distancia que se ha establecido ya entre las dos.

Ella, sin embargo, no es grande, ¡triste es decirlo! Cuesta mucho desarraigar viejas preocupaciones, y sucede a veces, que los reformadores mismos, que creían realizar una innovación, se han dejado alucinar por algunas ideas rutinarias, creyéndolas el parto de una audaz inventiva. Así ha sucedido con las escuelas de México. Sea por las dificultades con que se tropieza, sea por falta de dinero que el gobierno no da con mayor liberalidad, sea por el poco tiempo que lleva la instrucción primaria de haber cobrado nuevo aliento, el hecho es: que ella todavía se resiente de sus antiguos achaques, y siendo nuevo el vino de las ideas progresistas, todavía está contenido en las viejas odres de la forma colonial.

Ahora bien: en la escuela, es preciso entenderlo, la forma importa mucho.

La escuela municipal y la Lancasteriana, son las mejor atendidas. Es preciso hacer justicia plena al interés que han tomado en la enseñanza los ayuntamientos de 1868, 1869 y 1870 y en particular los regidores encargados de ella. Don José María Baranda, joven e inteligente profesor de Geografía, Don Felipe López López, profesor de instrucción primaria; y el Dr. Don Gabino Bustamante, benemérito de la niñez desvalida.

Los tres han procurado ensanchar la esfera de los conocimientos primarios y elevar día a día la escuela popular a un rango distinguido. Pero los obstáculos han sido superiores a sus fuerzas, y la escuela dista mucho de la que debe ser, según las ideas modernas, cuya práctica debe estudiarse a la escuela de Prusia y de los Estados Unidos.

En cuanto a la escuela lancasteriana, los directores de esa sociedad han sido muy activos, muy perseverantes, y profesan ideas avanzadas. El concurso de todos los miembros, y en especial de las ilustradas señoras que se han consagrado a la noble tarea de hacer atractiva la enseñanza con el encanto de la belleza y de la virtud protegiendo la escuela pobre, ha producido ya magníficos resultados. No hace mucho que el público mexicano ha podido contemplar el conmovedor espectáculo que presentaba el gran teatro nacional, donde se hacía la distribución de premios a centenares de niños, que habían salido para recibirlos, de todos los laberintos en que esconde aquí su miseria la clase menesterosa.

En cuanto a las escuelas que sostiene la sociedad de beneficencia, fundadas por el ilustre Vidal Alcocer, me es penoso decirlo, a mi que acabo de ser su vice-presidente; pero se sostienen con una vida raquítica y miserable, vida que no puede prolongarse por más tiempo, si la mano protectora de la filantropía no viene en su auxilio, porque el gobierno no está obligado a sostenerlas, ni la subvención que les concede basta para ponerlas bajo buen pie.

Hasta ahora, la enseñanza que se da en esas escuelas, a causa de la escasez suma de recursos con que se lucha diariamente, es casi ineficaz.

Se necesita regenerar completamente el sistema allí adoptado, y cerrar varias escuelas si no logran estar bien dotadas, en gracia de otras, que aunque pocas, pueden ser útiles.

La escuela absolutamente miserable en que el niño no tiene libros, ni papel, ni buenos profesores, ni un sistema económico para suplir lo primero, ni habitaciones cómodas, bien ventiladas y sanas, vale más que cierre sus puertas, porque no será más que un foco de infección, un pretexto para la pereza, e impedirá al niño que vaya a una escuela mejor, o que al menos permanezca en el hogar bajo la tierna vigilancia de la madre.

Yo abrigo la risueña esperanza de que los nuevos funcionarios, entre los cuales veo con placer al Sr. Don José María Iglesias, a quien debe muchísimo la instrucción pública, logren a fuerza de actividad y de inteligencia robustecer la sabia de ese benéfico árbol plantado por la santa mano de Alcocer y cuya sombra ha dado ya la vida a millares de criaturas desamparadas e inteligentes.

La escuela del campo.

Si la escuela de la ciudad se hallaba en el estado que he descrito, puede considerarse el atraso espantoso que caracterizaba a la escuela del campo, es decir, la escuela de las poblaciones pequeñas y de las aldeas.

Ahí no había instrucción, ni moral, ni nada que preparara un porvenir mejor a la juventud.

Es preciso advertir, que una población se consideraba muy feliz con tener una escuela miserable; y que los pueblos de indígenas que son los más numerosos en la república, carecían las más veces de ella; por consiguiente el indio jamás aprendía a leer, y eso explica su estado actual de barbarie y abatimiento.

En algunos pueblos de indígenas solía haber escuela, es verdad; pero en ella solo se enseñaba la doctrina cristiana, o para hablar con más propiedad, los rezos más insignificantes y que se hacían recitar de memoria a los niños, que los aprendían como papagayos, y que los olvidaban pronto. Estos rezos eran el bendito, el padrenuestro, el credo, el ave Maria y los mandamientos de la santa madre iglesia. Como no se les enseñaba al mismo tiempo el castellano el aprendizaje de estos rezos era perfectamente inútil, pues no los comprendían; y si a esto se añade, que nunca los curas predicaban sino sermones sobre la obligación que tenía su rebaño de pagar las obvenciones parroquiales, los diezmos y primicias, los responsos y la contribución anual para la fiesta del santo patrón; se comprenderá el porqué la raza indígena permanece en la idolatría más repugnante.

Ni han tenido empeño los sacerdotes católicos en sacarlos de ella, porque la idolatría ha sido precisamente una mina riquísima para el clero, que con los mil santos aparecidos de que sembró la nueva España, y con las legiones de imágenes groseras con que sustituyó en los templos cristianos a los ídolos de los antiguos teocaltin, tuvo con que improvisar en poco tiempo riquezas fabulosas.

Materia es esta de la idolatría, sobre la que hay mucho que hablar, y me reservo tratarla en otra parte con la extensión que merece. Ni se crea que es asunto de poca importancia para los progresistas; es asunto capital, es nada menos que un obstáculo enorme que se opone al desarrollo de la reforma, y que a toda costa es preciso destruir si queremos que la inmensa mayoría de la nación se ilustre y sea útil para los trabajos de la república.

Para mí, la escuela es el único medio de lograr este objeto esencial.

Yo se muy bien que los primeros misioneros españoles que vinieron a la colonia recién conquistada, animados de un espíritu verdaderamente evangélico, que acababa de inspirar en España la reforma trabajosa del cardenal Jiménez de Cisneros, ministro de los Reyes católicos, procuraron con celo ardiente instruir a los indios, no sólo en las nuevas doctrinas de la religión, sino también en las artes liberales. Con tal mira, se dieron a aprender los diversos idiomas del país, trataron de conocer las costumbres e inclinaciones de estos pueblos, improvisaban una tribuna en medio de los tianguis o mercados, como el padre Benavente llamado Motolinia, o abrían escuelas como la de Tlaltelolco y de Letrán, en la que el padre Gante enseñaba a los niños convertidos la lectura, la escritura y la música.

Conozco demasiado cuantos esfuerzos hicieron estos sacerdotes para trasmitir a las razas de nuestro país lo poco que sabían, y muchas veces, al leer las relaciones que nos dejaron Motolinia, el Padre Durán, el Padre Torquemada, el Padre Vetancourt, Mota Padilla y otros, así como las crónicas de varias órdenes religiosas, he admirado aquél antiguo espíritu de propaganda y aquella actividad infatigable que mostraban, particularmente los franciscanos en sus misiones.

Verdad es, que así ayudaban a hacer duradera la conquista, a hacer olvidar a los conquistados, con su antiguo culto, sus deberes patrióticos y su amor a la independencia: verdad es, que por su parte los indios, de natural dócil y suave y con su fácil comprensión, se prestaban a la propaganda, como lo comprueban los frecuentes asertos de los escritores que acabo de mencionar; que son las más veces entusiastas panegíricos del alma generosa y de clara inteligencia de los neófitos; pero en fin, al menos aquellos frailes enseñaban y trabajaban. Más después en los tiempos del virreinato y particularmente cuando el clero había enriquecido y nada tenía que temer, los misioneros desaparecieron, las escuelas se cerraron y en su lugar se levantaron las ermitas y los santuarios de imágenes milagrosas, los vastos asilos de frailes regalones y perezosos, que se encargaron de reproducir aquí la rica especulación que los sacerdotes paganos ejercían junto a los templos de los oráculos antiguos.

El misionero que descuidando los bienes mundanos, y atento solo a su tarea apostólica, se veía obligado a deshacer su hábito de tosca lana gris, para volver a cardarlo, a tejerlo y a teñirlo de azul, so pena de andar desnudo, no existía ya… en su lugar se presentaba el cura apoyado por el encomendero y trayendo un arcabuz junto a los santos oleos, en la silla de su mula. Levantóse el palacio del obispo, declaróse inútil la escuela, y en su lugar se colocó en la plaza el bracero de la inquisición. No había ya necesidad de enseñar cuando podía quemarse: la convicción era inútil desde el momento en que el tizón hacía temblar al indio ignorante y humilde.

De este modo la instrucción de los indios que comenzaba a producir benéficos resultados, aunque envuelta en las tinieblas del fanatismo, fue ahogada en germen, y luego la pérfida protección de las leyes de indias, acabó de abandonar a las razas conquistadas a la miseria de la abyección. Los esfuerzos del benemérito padre las Casas para levantar estas razas desdichadas a una altura que merecían, fueron inútiles tal fue en compendio la historia de la instrucción popular, en tiempo de la conquista y en los posteriores.

De ahí es, que prolongándose semejante situación, vino la independencia y después la república, y encontraron a las razas conquistadas en un estado próximo al idiotismo

Si por acaso, en un pueblecillo, los alcaldes solían abrir una escuela, era, como lo llevo dicho para que se enseñaran los rezos de los catecismos, porque el cura se apresuraba a interponer su veto cuando se enseñaba algo más, o el subdelegado desterraba o mandaba engrillado en una mula al maestro de escuela que se atrevía a hacer vislumbrar a los jóvenes oprimidos el más pequeño de sus derechos.

El maestro de escuela era regularmente un pobrecillo mestizo que había aprendido a leer en la ciudad, y a quien la miseria obligaba a hacer la última trampa al diablo, como se decía entonces, convirtiéndose en maestro de escuela. Además, desempeñaba por necesidad el empleo de sacristán notario del cura, es decir, amanuense, algunas veces secretario del subdelegado o del alcalde, y no pocas mandadero. Barría la iglesia, arreglaba los ornamentos, confeccionaba las ostias, ayudaba la misa, era cantor, componía el monumento del jueves santo y el Belén en la noche buena, enseñaba a rezar a las novias, doctrinaba a los mancebos, y en sus horas de ocio el infeliz tenía la obligación de divertir al cura, al vicario y a la ama de llaves. ¡Que dignidad iba a tener un desdichado semejante, para ejercer el importante magisterio de la enseñanza! ¡y que tiempo le dejaban tampoco los quehaceres anexos a su empleo, para consagrarse a éste! Apenas podía cantar sus rezos delante de sus chicos, azotar a los que podía, y devorar su pobre y amargo alimento, conseguido a precio de tantas bajezas.

Una miserable gallina, que por compasión le regalaba alguna buena madre, algunos huevos o frutas que le llevaban los chicos cuando tenían lástima de él, al verlo pálido de hambre, y colérico o abatido por las insolentes altanerías del cura o de la autoridad; algunos cuartillos de maíz o de fríjol que le traía un indio viejo, una chaqueta grasienta y raída que le regalaba el eclesiástico el jueves santo, eran los únicos obsequios que endulzaban la amarga vida del pobre maestro de escuela.

Por lo demás, su sueldo variaba desde 5 pesos al mes hasta veinte. Nunca fue mayor, y eso pagado de real en real, y casi mendigado por la familia, porque si el maestro tenía familia, era un mártir que durante su vida sufría todas las torturas del hambre, y que moría regularmente en la flor de su vida, mirando con amargura en derredor de su lecho de agonía, a su mujer flaca o enferma, y a sus hijitos haraposos y extenuados por la consunción.

¿Horroriza este cuadro? Pues bien: sabed de una vez toda la verdad; eso no pasaba solamente antes; eso pasa ahora mismo, y tal es la escuela del campo, y tal es el desventurado maestro que la dirige, y a quien la incuria de nuestros gobiernos ha lanzado a los pueblos de indígenas como un presidiario y no como un maestro, como a un paria y no como al apóstol del progreso, y ni como al sacerdote del porvenir, ni como al preparador de veinte generaciones.

Pero hagamos justicia a los instintos de la raza indígena: aunque enervada, aunque oprimida, aunque vista con desprecio, ella, lejos de rechazar la instrucción, la busca y la acepta con gusto. En los pueblos, cuando se trata de levantar o de reparar el miserable edificio de la escuela, todos los vecinos concurren con gusto a trabajar, aún ahora, en que están en desuso los trabajos comunes y en que no son obligatorios, según lo prevenido en la constitución de 1857. visitad cualquier pueblo de indígenas, hasta aquellos que se hallan lejos de las grandes ciudades, y que están como suspendidos en las alturas de la sierra, o en las faldas de las montañas, y metidos entre los bosques.

Veréis que se componen de un pobre villorrio de cabañas de paja o de tejamanil, apenas adornados con pequeños huertos en que la vegetación es la única que se encarga de vestir con sus primores y de alegrar con sus sonrisas aquella desnudez y aquella miseria. Pues bien, siempre veréis tres edificios, mejor construidos que los demás, y en los cuales se revela un cuidado constante. Estos tres edificios son: la iglesia, la casa del cura, y la casa municipal, que se divide en dos departamentos; uno en que tienen su despacho las autoridades, y otro en que está la escuela.

Verdad es que los dos primeros son siempre los mejores, porque por una parte el interés del clero, y por otra, la antigua inclinación a la idolatría, han hecho que los indios den preferencia al nuevo adoratorio en que se guardan los fetiches de la nueva religión; así como a la casa del teopixque blanco o moreno, que ha sustituido a los pontífices de Huitzilopoxtli o de Centeotl.

Pero aún ocupando el tercer lugar la casa municipal, la comunidad, como se llama en los citados pueblos, en que se halla también la escuela, recibe asiduos cuidados y es objeto de veneración.

El maestro de escuela, con ser un infeliz, criado, como he dicho, del cura y del alcalde y casi siempre pobrísimo y haraposo, es respetado, consultado por los viejos, venerado por los muchachos, y suele ser si reúne a su empleo el de secretario del juez o alcalde, el oráculo del pueblo, compartiendo este alto carácter con el cura.

El aspecto de la escuela, sí, es tristísimo: una sola pieza grande y cuadrada con una o dos puertas, mal ventilada generalmente; el suelo desnudo, y en los países de la zona caliente, en las costas, es húmedo y malsano. Los niños se sientan en largos bancos, el maestro en una silla de madera tosca, junto a una mesa de encino que apenas tiene un tintero de plomo o un pedazo de botella, y algunos pliegos de papel. Por lo demás, como ahí no se escribe, ni se estudia geografía, ni gramática, ni aritmética, la biblioteca de la escuela se reduce al famoso catecismo de Ripalda y a algunos cuadernos con alabados para que se canten el día de las funciones religiosas principales.

Ver aquel conjunto, oprime el corazón. Los niños indígenas, vestidos con su camisa y calzón de manta gruesa, con los pies desnudos y con el moreno semblante serio y triste, se sientan unos junto a otros, cruzan las manos, y se quedan inmóviles, esperando que el maestro comience a canturrear los rezos, para seguirlo ellos en coro.

En pueblos más afortunados, el maestro que suele conocer el idioma del país, les da nociones de castellano, les enseña el alfabeto, les hace decorar en libro segundo, y tal vez los inicia en los misterios de la escritura y del cálculo. En un pueblo de ésos, puede adivinarse desde luego la mejoría de la instrucción, en las discretas conversaciones de los alcaldes, en la vivacidad de los vecinos, en la limpieza y mejor arreglo de los trajes, y en la mayor importancia de la agricultura y del mercado. El indio nativo de este pueblo, a quien la partida de tropa que pasa coge de leva, suele llegar a sargento, y a veces a oficial; se convierte en guerrillero en tiempo de guerra civil, y no es difícil que trate de potencia a potencia con el hacendado de las cercanías o con el prefecto del distrito. Cuando hace el comercio en las ciudades, no lleva a ellas carbón, leña, frutas silvestres u otros artículos miserables; sino hortalizas, lana, tabaco, cacao, pita, maderas finas, cereales de todas clases, y aún obras de arte que son muy estimadas. En fin, la instrucción ha mejorado las condiciones materiales y morales de los pueblos en que ha sido planteada; y para no citar muchos ejemplos, recordaré algunos pueblos de Michoacán, en que la mano benéfica del obispo Vasco de Quiroga derramó los gérmenes de la civilización, y que hoy tienen fama por la excelencia de sus artefactos; mencionaré a Zumpango del Río, en el estado de Guerrero, pueblecillo pobre y raquítico y enteramente indígena, en que la permanencia por algunos años de un excelente maestro de escuela cambió por completo el carácter de los habitantes, transformándolos de aldeanos cerriles en ciudadanos inteligentes; a casi todos enseñó a leer y a escribir, y muy bien; a casi todos hizo vestir mejores trajes, y engendró en sus almas tales aspiraciones, que los hizo figurar, así en los puestos más importantes de los pueblos, como en los elevados del estado. Esto fue cuando aquella parte del sur pertenecía aún al Estado de México; pero la escuela de Zumpango quedó tan bien fundada, que después ella ha sido un seminario de secretarios de ayuntamiento, de maestros de escuela y de empleados de hacienda.

Esto prueba que no habría más que mejorar la escuela de los pueblos indígenas, para levantar rápidamente a la mayoría de la nación, del abatimiento en que se encuentra.

La escuela de las poblaciones grandes, en que existen las razas mezcladas, tiene otro carácter, y voy a describirlo. Como allí los descendientes de español, los criollos, han pretendido siempre obtener la primacía; todo ha conservado el sello de semejante preferencia con perjuicio de la parte indígena.

Así, las autoridades generalmente se entresacan de las clases privilegiadas, y la escuela es útil sólo para la gente de razón.

El edificio es también pobre y descuidado; pero en el salón se ven ya los pizarrones negros, las muestras de escritura y de dibujo, y los grandes cartelones para aprender a leer. El maestro es más culto, tal vez tiene su título de profesor, conoce el sistema métrico decimal, traduce al francés y puede enseñar varios caracteres de letra. Además, sus modales son mejores, su traje revela al hombre educado, y su sueldo varía desde veinticinco hasta sesenta pesos.

También es mal pagado, también tiene que contemporizar con las preocupaciones de los alcaldes de razón que suelen ser más bárbaros que los indios; también tiene que llevar amistad con el cura, que muchas veces es más ignorante que él; también se ve en la dura necesidad de mimar a los hijos del dueño de tienda, al pimpollo del alcalde, y que encompadrar con el secretario del ayuntamiento; también, en suma, tiene que pasar por durísimas pruebas para arraigarse en su destino, y que ir cada día primero del año a hacer sendas reverencias a los regidores y alcaldes, para que no lo vean con ojeriza y le escatimen su pobre paga; pero al menos su situación es mejor, y si se lograra protegerlo eficazmente, se haría de él un hombre útil.

Por ahora, se ve en la necesidad de ser frecuentemente el protagonista de escenas enteramente iguales a las que no ha hecho ver el gran Valero en el precioso cuadro El maestro de escuela, que todo México conoce, y que al través de la risa que ha producido, ha inspirado, estoy seguro, una sincera compasión hacia el infeliz dómine, a quien su mala suerte obligó a sufrir las impertinencias de las viejas, y a mimar a los estúpidos hijos de los alcaldes.

En todas nuestras escuelas de las poblaciones grandes, puede el que quiera, distinguir desde luego entre los muchachos, la imbécil figura de Joaquinito Rodaja, el hijo del factotum del lugar.

Pero hay que considerar en tales escuelas dos cosas. Primera: que si en esas poblaciones hay, como es regular, clases indígenas, éstas no reciben instrucción igual a la que se da a las que hablan castellano, porque las autoridades no ponen cuidado en ello, ni tienen empeño en que vaya desapareciendo la distinción de razas, creada por la conquista respecto de la instrucción. Y segunda: que la lengua es una gran dificultad, porque no se exige a los maestros que conozcan los idiomas del país, y porque los textos están todos en castellano. Si se quiere, esto es bueno, porque tiende a la unidad del idioma; pero es preciso entonces pensar en una cosa importantísima, y es la de enseñar el castellano a todas las razas, pero con un empeño tal, que no pueda hallarse un indio que no lo comprenda. Mientras esto no se verifique, la civilización de la raza indígena será imposible, y nuestra instrucción popular quedará inferior a la de otras naciones que tienen la ventaja de poseer la unidad del idioma, aunque modificada en parte por los dialectos locales.

Así, la gran superioridad de los Estados Unidos consiste en que allí todo el mundo habla inglés, y la instrucción primaria se difunde fácilmente. En Alemania sucede lo mismo. La modificación de lo que podríamos llamar provincialismos, es insignificante. En Francia ya es más difícil por la diversidad de los dialectos y aun de las lenguas, pues se habla el vasco en los Pirineos, aunque respecto de la Alsacia, la circunstancia de que allí se hable alemán es una ventaja, porque se participa de los beneficios de la exuberante civilización alemana. En España es difícil también, por las mismas razones, que con otras emanadas de la preocupación religiosa y del sistema político, han contribuido a dejar en un atraso perceptible al pueblo español.

En la Gran Bretaña, sabido es que las localidades más atrasadas son aquellas que, como los higlands, no hablan el idioma de la generalidad.

Pero ningún país presenta mayores dificultades que México en esta parte, por el gran número de idiomas que hablan las razas habitantes de él. Aquí, en un radio de cincuenta leguas, suele suceder que se hablen diez idiomas, y no hay, para convencerse de ello, más que consultar las dos magnificas obras escritas por los sabios Don Manuel Orozco y Berra y Don Francisco de Pimentel, intituladas Geografía de las lenguas y Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, para convencerse de ello; o que viajar como yo, por la mayor parte de los estados, para conocer prácticamente esta verdad.

¿Cómo remediar esto? Tal es la grande, la sublime tarea que deben desempeñar los gobiernos de los estados, porque el federal nada podría hacer sobre el particular, si no es en su distrito de México. Las leyes locales son las que deben proveer a tamaña necesidad, y eso pronto, si queremos hacer adelantar el país un siglo en veinte años.

Establecer escuelas normales, reglamentar sabiamente la instrucción popular, abrir concursos para premiar libros de texto, establecer sistemas rápidos de enseñanza como en Prusia y los Estados Unidos, dotar liberalmente las escuelas, aunque se supriman las superfluidades del lujo oficial, la conservación de tropas, la construcción de edificios públicos y la existencia de empleados ociosos. Sobre todo, como base para esa reforma, es preciso, es indispensable antes que todo, prescribir la enseñanza general del idioma castellano, para lo cual debe exigirse a los maestros que sepan los idiomas del país, y pagar bien a los ciudadanos que se dedican a tan noble profesión, libertándolos de la tutela de los curas y de la dependencia de los ayuntamientos, a cuyo fin puede hacerse compatible la creación de un fondo local de instrucción pública, pero cuya administración, como la de rentas, esté a cargo de los empleados del estado y no del municipio.

Parecerá rara esta idea, y particularmente emitida por mí, tan partidario de la independencia municipal; pero reflexiónese que en nuestros pueblos aún dominan mil preocupaciones populares, de que se hacen instrumentos los alcaldes, y que influyendo en el ánimo del preceptor, se perpetúan en la enseñanza. Ayuntamientos hay, por ejemplo muy cerca, de aquí y que podía yo designar, que han reprendido a los maestros, o los han expulsado porque no enseñan la doctrina cristiana, porque han proscrito la aritmética antigua y porque no usan la palmeta. Ayuntamientos hay que han prevenido hace pocos días al maestro, que lleve a sus alumnos a escuchar los sermones y los alabados de los misioneros, de esos gitanos españoles de sotana, que en vez de ir a predicar el evangelio a las tribus de la frontera se han dispersado por los pueblos centrales, para hacer una enorme colecta de dinero, ganado, gallinas y semillas para reconstruir el arruinado edificio de la codicia clerical.

Ayuntamientos hay, por último, que no permiten la enseñanza de la geografía, ni comprenden la utilidad de comprar mapas y esferas para dar a los niños siquiera nociones elementales de una ciencia, que es ahora una necesidad indispensable de la educación moderna.

Difícilmente se encuentra un pueblo en que un alcalde ilustrado haga enseñar en la escuela la historia del país y conocer a los niños quienes fueron los padres de la independencia y cuáles son los deberes que se tienen para con la patria.

En cuanto a los derechos del hombre, ni palabra se enseña en la escuela primaria, no sólo en la de pueblo; pero ni en la de ciudad; y cuidado que es una materia de tal modo indispensable, que sin ella el niño llegará a la edad de la ciudadanía, y no será más que el antiguo súbdito del virrey. Sólo que en vez de humillarse ante el autócrata subdelegado, se dejará atropellar por el alcalde, por el comandante, por el alcabalero, por el inspector de cuartel, o por el diurno.

Repugnándole su derecho electoral porque no lo comprende, irá a abdicarlo en las manos del intrigante de su barrio, del dueño de tienda, del hacendado despótico, o irá a depositar su voto en la urna, temblando bajo la mirada amenazadora del oficial de guarnición o del prefecto del distrito.

La iglesia católica, muy hábil en la propagación de sus doctrinas, y muy activa en esto de favorecer sus intereses materiales, enseña a los niños, antes que todo, el catecismo, y en él, como se sabe, los preceptos en virtud de los cuales se obedece ciegamente al sacerdote, y se paga sin replicar todo lo que la codicia eclesiástica quiere. Así es que la iglesia no hará ciudadanos con su enseñanza, ni patriotas, ni hombres virtuosos; pero eso sí, hace devotos, hace fanáticos furiosos, se atrae el corazón de sus prosélitos desde niños, y cobra sus rentas tranquilamente sin necesidad de facultad económico-coactiva ni de disgustos con los contribuyentes.

Cuando había cofradías, las convocaba, y todos asistían con respeto y con gusto a la elección de mayordomos, de topiles y de fiscales, y abría sus listas de suscripción para cualquier mitote religioso, y se llenaban en el acto. Ahora que no hay cofradías, el cura cuenta siempre con la docilidad de sus feligreses para cuanto necesita en su iglesia.

Pero mirad una elección popular primaria, y os dará tristeza considerar la indiferencia con que los vecinos ejercen los elevados derechos de la soberanía; convocad una junta para tratar de graves asuntos políticos, y pocos querrán comprometerse.

Sólo en las grandes ciudades pueden vivir algunos días los clubes, sólo las elecciones secundarias presentan alguna animación, y eso porque los que en ellas figuran son los que están llamados a desempeñar los altos puestos de la administración.

Y este tedio y esta indiferencia en las horas más importantes de la vida de un pueblo republicano, no tienen otro origen que la ignorancia, que la oscuridad completa en que se hallan las clases populares acerca de la importancia de sus derechos y de su grandeza.

Instruid a un pueblo de indios, que comprenda que de su seno puede salir el diputado que alzará la voz en la legislatura para favorecer los intereses de su raza, o el magistrado que la protegerá en el poder ejecutivo, o el juez que no tratará al indio como bestia condenada a las torturas del presidio o de la mina, y ya veréis como ese pueblo, en día de elecciones, se agita, se conmueve, habla, discute y escoge para representarlo a uno de sus hijos, el más hábil, el más honrado y el de espíritu más altivo, para no dejarse subyugar por los poderosos.

Instruir al proletario, al artesano; que sepan que pueden empuñar con su mano callosa el bastón de la autoridad, o que pueden, dejando por algunas horas el mandil, ir a sentarse en una curul de la Cámara de Diputados, y ya los veréis, el día de elección, levantarse muy temprano, aderezarse como para una fiesta, asumir ante su familia el carácter majestuoso del soberano, y correr a la casilla a hacerse nombrar escrutador o secretario, o a regentear su nombramiento de elector. Y por consecuencia precisa, este artesano, este proletario, este indio, para captarse cuando llegue el caso la simpatía de sus conciudadanos, tiene que ser honrado, tiene que huir de los vicios, tiene que ser filántropo, que dedicarse a la lectura, y que consagrarse al trabajo para obtener cada día mejor concepto; y sobre todo, tiene que procurar la educación de sus hijos, que instruirlos mejor, a fin de que hereden su influjo y le superen en consideración social. Así es como se levanta un pueblo; así es como los norteamericanos han logrado hacer de su nación un país grandioso, que dentro de poco no tendrá superior en el mundo, que no lo tiene ya tal vez.

He aquí los prodigios que obra la escuela. Tan cierto es esto, que todo el mundo hoy conviene en que el movimiento electoral es inusitado, en que el pueblo va despertando y tomando interés en las grandes cuestiones públicas. Pues bien; es cierto, y los demócratas lo vemos con placer.

Pero si buscamos las causas, las hallaremos en el progreso notable que ha habido en este cuatrienio en la enseñanza popular, bajo sus cien formas. Las escuelas primarias, las de adultos, los colegios, las reuniones de enseñanza mutua, los periódicos, los pequeños libros de historia, los jurados, las asociaciones de artesanos, las fiestas cívicas, hasta ciertas novelas históricas muy desdeñadas por los rígidos censores y por la gente de tono, que no han comprendido su intención, que era la de hacer penetrar por donde quiera, con las galas del cuento, las doctrinas del patriotismo, todo ha contribuido a despertar a las masas y a hacerlas tomar interés en las cuestiones nacionales.

¡Y esto cuando la instrucción popular presenta el estado que estoy describiendo con todos los colores de la realidad! ¿Qué sería, pues, si se hubieran disipado enteramente las tinieblas que aún envuelven el espíritu de cinco millones de habitantes?

Imitemos a la iglesia en el sistema de propaganda; hagamos trabajar a las prensas con la impresión de millares de libros, de carteles y de folletos, baratísimos, regalados, atractivos, y que la multitud devore con ansiedad y con placer; envíen los gobiernos de los estados numerosos misioneros con el nombre de visitadores de escuelas, por todas partes; elévese el magisterio profesional con el incentivo de grandes recompensas; descuídense las funciones religiosas, y cuídese la escuela, que éste no es el tiempo de la devoción, sino el de la ciencia y el del progreso material; enséñese la religión de la patria y el catecismo de la libertad; prepárese el terreno con la enseñanza del idioma castellano; eríjanse altares a los sabios de la escuela; tribútense oraciones a los que triunfen de la ignorancia, y la felicidad de México está hecha.

De este modo la escuela de pueblo no será una cárcel, sino un arsenal de gloria, y el campo y la ciudad se darán la mano en los trabajos grandiosos del patriotismo.

Sin querer he dado a mi bosquejo la escuela del campo una extensión que no quería. Es que el asunto se presta a inmensas consideraciones; que ha sido descuidado por nuestros escritores, y que merece fijar la atención de los gobiernos como un objeto de importancia vital. ¡Ojalá que con éstas líneas logre yo hacer que los legisladores de los estados fijen en la escuela popular, y particularmente en la del campo, su mirada más reflexiva.

El maestro de escuela.

Lo que son los curas de pueblo.

A fines del año de 1863 me dirigía a la ciudad de San Luís Potosí, donde estaba a la sazón el gobierno de la República. La diputación permanente había convocado al Congreso de la Unión, y yo en mi calidad de diputado, acudía al llamamiento desde el fondo del Sur, en que me hallaba.

Para no tocar puntos ocupados por los invasores, tuve que dar rodeos larguísimos, y en uno de éstos, atravesando un estado de cuyo nombre no quiero acordarme, llegué un día a un pueblo de indígenas, bastante numeroso.

El alcalde del lugar, deseando proporcionarme un rato de conversación agradable, vino a buscarme a mi alojamiento, en unión del cura; y éste me invito a pasar a su casa para presentarme a su familia, ver sus libros y hablar conmigo acerca de las cosas políticas.

Era el cura un sujeto parecido en moral a todos los de su especie; pero en lo físico, era robusto, de mediana talla, regordete, colorado y de carácter alegre y decidor.

Llegamos al curato, que era evidentemente la mejor casa del pueblo, y que ofrecía todas las comodidades apetecibles, que en vano se habrían buscado en las casas pobres de los indígenas.

Grandes y decentes departamentos, un gran patio con jardín y agua, caballerizas, pesebres, en donde el digno eclesiástico encerraba sus vacas y borregos, que eran muchos, gran cocina donde trabajaba una crecida servidumbre de molenderas, cocineras, galopinas y topiles, la cual servidumbre era dada por el pueblo, según las costumbres tradicionales. Por último, el señor cura me enseñó sus piezas que eran tres: la despensa, donde además de otras cosas, había un rico surtido de vinos extranjeros y del país, el oratorio donde tenía una virgencita en un altar coqueto, y su despacho donde había un estante con algunos libros vulgares de teología moral, historia eclesiástica, cánones, y sermones, juntamente con algunas de las más bonitas novelas de Pablo de Kock, que él se apresuró a ocultarme cuando iba yo a examinarlas. Además, allí estaba la mesa con su carpeta verde, sus tinteros, sus papeles y cuadernos de badana roja, su crucifijo de metal y su breviario negro. En las paredes había colgados algunos cuadros de santos y una gran disciplina de alambre con la cual (suponían los feligreses) que el buen cura se mortificaba en el silencio de la noche.

  • He aquí – me dijo -, el lugar donde paso algunas horas entregado al estudio, cuando me lo permiten las constantes y arduas fatigas de mi penoso ministerio. ¡Ay, amigo mío!, ¡Y que rudo es el trabajo de un pastor de almas, particularmente en estos pueblos! Y sobre todo, ¡Que vida!, ¡Que vida! Pero tome usted asiento; que voy a ofrecerle a usted una copita de algo; ¿Qué quiere usted? Me veo obligado a tener siempre un surtido de algunas cosas indispensables para hacer más agradable la vida, y para poder obsequiar a los que pasan por aquí. Luego presentaré a usted a las únicas personas que me acompañan en este destierro, y que me asisten en mis enfermedades y me consuelan en mis cuitas.

  • El cura fue a su bodega y volvió con una botella de cognac viejo, y otra de rico jerez, que se apresuró a destapar. Un momento después se presentó una criada joven graciosísima, de ojos bailadores y de dientes de perlas, vestida con sus enaguas de muselina, su camisa de olanes, y la correspondiente mascada de la india cruzada sobre el pecho. Esta criadita traía copas, vasos de agua, y un frasco de oloroso barro, todo lo cual depositó en la mesa, y aguardó con los ojos bajos las órdenes del ministro del Señor.

  • Éste le dijo:

  • Oye, Paulinita, deja eso allí y vete a decir a doña Lucesita y a doña Teresita, que vengan, que voy a presentarles a un señor diputado que ha venido por acá de transeúnte, y que desea conocerlas: corre, mi alma, vete.

  • La criadita salió, y apenas el cura había servido tres copas para él, para el alcalde, y para mí, cuando aparecieron dos hermosas muchachas morenas, de ojos negros y grandes, lindas como un sol, y ligeras como corzas. Una de ellas se hallaba en estado interesante. La otra parecía más joven, y tenía un semblante tan bonito como picaresco.

  • Aquí tiene usted señor diputado – me dijo -, a estas caras prendas de mi alma, a estos tesoros de virtud que tienen la resignación de hacerme compañía en este destierro. Son dos sobrinas mías, hijas de una hermana que murió hace tiempo.

  • Ésta – añadió, señalando a la mayor que tenía preciosos lunarcitos en la barba – es casada; pero su marido anda en la campaña, la pobrecita no ha tenido más refugio que yo que la he recogido con sus dos chiquitos y el que está por venir. Vamos, no te ruborices tonta, que eso es muy cierto, y no tiene nada de particular. ¡Pobre Lucesita! Es un ángel, véala usted.

  • Ésta otra, es Teresita su hermana, inocente como una paloma, y que comulga todos los días. El Señor la ha puesto en mis manos para salvarla de los peligros a que su hermosura y su candor la exponían en ese mundo pícaro en que iba a quedar abandonada.

  • Las muchachas estaban coloradas como amapolas, y decían tartamudeando.

  • ¡Ah, qué padre! ¡Jesús!… ¡Que vergüenza!

  • Yo, en unión del gravedoso alcalde indígena, bebí a su salud, y el curita les paso su copa para que probaran el jerez, lo que ellas hicieron mortificadas. Pero tranquilizándose a poco, sentáronse, y el cura, llamando a un topile, le mando que fuera a decir al preceptor que cerrara la escuela, y que viniese a acompañar a las niñas con la guitarra.

  • Cantan estas niñas, señor, cantan y tienen una voz no maleja; sólo que no saben acompañarse, y es preciso que el maestro de escuela, que es un infeliz que no sabe nada, pero que rasga un poco la guitarra, las acompañe.

  • Pero, padre – exclamaron las chicas – ¿Qué va a decir el señor de nosotras? Él, que ha estado en México, que habrá oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que le cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!… ¡ha hecho un frío!…

  • Yo dije lo que dice cualquier tonto en casos semejantes, y ellas, cada vez más animadas, comenzaron a hacerme preguntas sobre México, en donde nunca habían estado; distinguiéndose por su curiosidad la que comulgaba diariamente. Las copitas de jerez se menudearon, la conversación se animó, el curita, que era bellaquísimo, salpicó la platica con algunas chanzonetas dirigidas a sus sobrinas, a fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y fueran aprendiendo a tratar con las gentes civilizadas; y hasta el alcalde, que había guardado un respetuoso silencio y permanecía encogido en una silla, con la enorme vara de la justicia en las manos, se atrevió a decir no sé que brutalidad.

  • En esto oímos la gritería de los muchachos, que esclamando en coro: ¡ave María purísima! Salían de la escuela, dispersándose a carrera abierta por la placita y por las calles.

  • A poco llegó el maestro de escuela, con el sombrero quitado y cruzando los brazos humildemente.

Lo que son los maestros de pueblo

Al ver a este hombre, se me oprimió el corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de la angustia, en medio de aquella reunión alegre.

Era el maestro un hombre como de cuarenta años, flaco, moreno, de ojos hundidos pero inteligentes, miserablemente vestido y trémulo.

  • Buenas tardes, señor cura; buenas tardes, niñas; buenas tardes, señor alcalde – dijo -, y después de este triple saludo, apenas pudo dirigirme una mirada de extrañeza.

  • Buenas tardes, don José María – respondió el eclesiástico -: vamos, hombre, hoy lo libertamos a usted del trabajo, y acompañará usted con la vihuela a las niñas, para que las oiga cantar este señor, que es un diputado que va a San Luís Potosí. Pero tome usted antes esta copita, es un vino muy bueno que quizá no habrá usted probado nunca.

  • El maestro se negó humildemente.

  • Pero ¿por qué, hombre? Vamos: no sea usted tonto.

  • Señor – repuso el infeliz -, tengo miedo de que me trastorne la cabeza; no he comido.

  • ¿No ha comido usted? ¿tan tarde? Pero habrá usted almorzado…

  • Tampoco señor cura: aquí está el señor alcalde que puede decírselo a usted; no pudo darme nada, y mi familia tampoco pudo conseguir; nadie quiere prestarnos en el pueblo… ¡debemos ya tanto… que no nos es posible conseguir ni un grano de maíz!

  • Bien, bien, hombre – dijo el cura medio corrido -, basta: pero, ¿por qué no me ha dicho usted nada, o a las niñas?

  • Señor, estaba usted fuera, y yo me atreví a pedir a la niña doña Teresita, pero me dijo que no les era posible, ni a doña Lucesita, que estaba usted muy pobre, y…

  • ¡Ah que don José María – exclamó la comulgadora -, con lo que va saliendo… ¿qué dirá el señor?

  • Pero, señor alcalde, ¿no es posible que este hombre tenga su sueldo pagado cumplidamente? – preguntó el cura medio enojado.

  • Siñor cura – respondió el alcalde levantándose -, había ya un poquito de dinerito del pueblo, pero su mercé mandó que lo diéramos para la función del martes, y no quedó nada, siñor cura, nada.

  • ¡Bah!, ¡bah! Siempre salen ustedes con eso. Es preciso conocer a estos indios, señor diputado (el cura se permitía olvidar que yo era indio también) para saber a que atenerse. ¡son más agarrados!… siempre están llorándose pobres, y por una bicoca que dan a la iglesia y a sus pobres ministros, ya tienen disculpa para faltar a sus otros deberes. A este pobre maestro lo matan de hambre verdaderamente, porque figúrese usted: tiene su mujer, cuatro hijos, una madre vieja, ¡y no cuenta con más sueldo que quince pesos al mes! También es una barbaridad meterse así a maestro de escuela; un hombre que tiene tanta familia, debe tomar otro oficio, y procurarse un modo de vivir mejor. Sobre todo, que dejen a estos indios, que ni quieren aprender nada, ni pagar a sus preceptores, ni aprovechan tampoco. Vea usted, hace más de cuarenta años que están pagando una escuela, y ninguno de ellos sabe leer.

  • Y ¿Cuántos habitantes tiene este pueblo? – pregunté.

  • Tendrá unos tres mil, con las cuadrillas cercanas – contestó el cura.

  • Es grande – dije.

  • Sí, señor, es grande – añadió el preceptor -: concurren a la escuela regularmente de doscientos a trescientos niños.

  • ¡Un número bastante crecido! Y ¿aprenden a leer y a escribir?

  • A leer, muy pocos, sólo los que tienen Silabarios y catones; a escribir menos, porque como no me dan papel, ni tinta, ni plumas, nada puedo hacer; a los demás, les enseño sólo el catecismo del padre Ripalda.

  • Con eso es más que suficiente – interrumpió el cura -. Éstos son unos animales, que ni aprenden bien, ni sacarían provecho de la lectura, ni la escritura.

  • Sin embargo, señor – dijo el maestro -, tienen muy buenas disposiciones, hay algunos niños muy vivos, y que aprenden muy pronto; pero como no hay libros.

  • En fin, tenga usted, don José María, ese peso, vaya usted a dar el gasto y a comer, y luego viene usted acá. Señor alcalde, usted me pagará después este dinero.

  • El maestro recibió su moneda y se fue corriendo a su casa. El cura quedó taciturno y colérico, el alcalde lo miraba con temor, y tenía ganas de retirarse.

  • Yo puse fin a esa situación embarazosa, llamando a uno de mis mozos, muchacho alegre y que tocaba bastante bien el arpa y la guitarra, que cantaba malagueñas y zambas, con mucho sentido, y cuyos talentos musicales dieron asunto a Riva Palacio más de una vez para sus romances de costumbre.

  • Mi mozo se apresuró a obedecer, templó la guitarra y acompañó a Lucesita y a Teresita, que olvidando el incidente desagradable del maestro, se pusieron a cantar con voz fresca, aunque un poco afectada como hacen generalmente las payitas, una multitud de canciones cuyos versos se encarga la casa de Murguía de refaccionar cada año, y de dispersar por toda la República, por conducto de los mercaderes ambulantes de mercancía.

  • Así cantando y tomando copas de jerez, nos estuvimos, hasta que en el campanario del pueblo sonaron las oraciones, que consisten generalmente, primero en siete campanadas, y luego en un repique que ensordece.

  • Entonces comenzaron a brillar las luces en todo el pueblo. Paulita, la criada, trajo dos velas encendidas que puso sobre la mesa, rezando la consabida fórmula: alabado sea el santísimo, etcétera, los cantos se interrumpieron por un instante, porque el señor cura rezó la salutación, acompañándolo las muchachas y el alcalde, después de lo cual la conversación volvió a animarse.

  • A poco llegó la hora de cenar: Lucesita y Teresita fueron a disponer la mesa; el cura me invitó, yo acepté solamente el dulce, porque había comido tarde, y el alcalde fue a dar una vuelta a la cocina, para ver en que era útil.

Patriotismo de los curas

Pasamos al comedor y tomamos asiento. El cura se acomodó junto a Lucesita, yo tuve el gusto de ver a mi lado a Teresita y al otro al niño más grande de Lucesita, que se parecía muchísimo al digno sacerdote, cosa nada extraña, puesto que eran parientes. En cuanto al niño más chico, Lucesita dijo que estaba ya durmiendo.

  • ¡Pobres huerfanitos! – dijo el cura acariciando al que se hallaba en la mesa – ¿Qué sería de ellos sin mí?

Describir la cena, es inútil. Se sabe en México y en todos los países católicos, lo que es una comida de cura. Suculentos asados de carnero y de gallina, estofados, chiles rellenos, pescados de río, magnificas legumbres, ensaladas, queso olorosísimo, y en cuanto a frutas, más de las que tomamos en México en diciembre; jícamas, plátanos, naranjas, chirimoyas, higos y nueces. Después dos o tres dulces de leche y de frutas.

El digno alcalde había estado trayendo las fuentes con los manjares, en unión de los topiles, así como las tortillas calientes que gustaban mucho al señor cura.

Se me olvidaba decir que el pobre maestro, que había llegado al principiarse la cena, se mantenía acurrucado en un rincón fijando sus ojos tristes en aquel opulento festín, con que el cura se regalaba diariamente: mientras que él, sus hijos, su mujer y madre, enflaquecidos, apenas podían llevar a la boca una tortilla y un poco de arroz o frijoles.

Luego, cuando el cura después de comer, de saborear el café con su copa de coñac y de encender su puro, se puso expansivo y alegre, invitó a tomar dulce al pobre maestro, el cual rehusó con timidez.

Yo comprendí que entre el eclesiástico y el preceptor no reinaba la mejor armonía, y lo atribuí naturalmente a ese dominio tiránico que el cura quería ejercer y ejercía en efecto, sobre el pobre diablo.

Las chicas se retiraron por un momento, y entonces quedamos solos, el cura, el maestro y yo, en la mesa. Entonces el eclesiástico comenzó a hablar de política.

  • A todo esto – dijo -, y por el deseo que tenía yo de distraer a usted, señor diputado, me había olvidado de preguntarle, ¿Qué hay de nuevo?

  • Yo respondí entonces lo que sabía; díjele cómo el ejército francés, según informes, habiendo concluido ya la mala estación, comenzaba a moverse para salir del centro a los estados; le comuniqué las noticias que tenía acerca de nuestras tropas del interior, acerca de nuestro gobierno residente en San Luís, le hablé indignado acerca de las bajezas que cometían los malos mexicanos que ayudaban a los franceses en su obra inicua de invasión y piratería, dije pestes de los bribones de la regencia, sin contenerme porque uno de ellos fuera arzobispo, hablé de la resolución incontrastable que teníamos los republicanos de luchar sin descanso en defensa de la patria, dije, en fin, todo lo que había que decir en aquellos instantes y con la fogosidad propia de mi carácter. El maestro me escuchaba satisfecho y conmovido.

  • Pero el cura, arrojando a bocanadas el humo de su puro, sonriendo con incredulidad y moviendo la cabeza, me dijo con lentitud y aplomo.

  • Señor diputado, usted parece de genio fogoso: es usted joven y no tiene experiencia, ni ve las cosas a sangre fría. Usted, además, profesa ideas exaltadas, y es natural que sus sentimientos se sobrepongan hoy a la voz poderosa de la razón. Yo veo las cosas de otro modo. ¿Se incomodará usted si le digo mi modo de pensar?

  • De ningún modo, usted puede decir lo que guste; pero ya conoce mis ideas respecto de patriotismo.

  • Partes: 1, 2, 3
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