Escritor mexicano de ascendencia indígena, es la figura literaria más relevante de su tiempo. Autor de Clemencia, considerada la primera novela moderna de México, Altamirano buscó la afirmación de los valores más mexicanos.
Nacido en Tixtla (Guerrero), recibió una beca instituida por Ignacio Ramírez, su discípulo y heredero, en el Instituto Literario de Toluca. Vivió en Morelos, escenario de su novela costumbrista El Zarco (episodios de la vida mexicana en 1861-1863), y más tarde, ya en la ciudad de México, estudió leyes en el Colegio de San Juan de Letrán, donde continuó perfeccionando su vasta cultura. Fue poeta, crítico, novelista, historiador y político. Se adhirió al movimiento liberal y, a su triunfo, fue nombrado diputado al Congreso de la Unión. Como coronel, luchó contra el imperio de Maximiliano, experiencia que aprovecharía en su novela Clemencia (1869), la primera novela moderna mexicana escrita con propósitos estéticos. En 1869, después del triunfo de la república, fundó y dirigió la revista literaria de mayor trascendencia en aquél momento, El Renacimiento, donde puso en marcha su credo: alcanzar un arte nacional que, sin desdecirse de su origen europeo, lograra una unidad formal y temática. Ocupó diversos cargos públicos, además de ser nombrado cónsul general de México en España y representar a su país en varias reuniones internacionales.
Bosquejos*
La escuela popular, como debe suponerse, conocidas mis ideas democráticas. Ha llamado siempre, de una manera grave, mi atención. A ella he consagrado frecuentemente mis pensamientos, en ella he puesto mis esperanzas más risueñas, y cada vez que una gran desgracia pública, o la simple comparación de nuestra miseria con la prosperidad de otras naciones, han venido a revelarme los efectos de nuestra parálisis intelectual y moral, he vuelto los ojos a la escuela primaria, como a la santa piscina, cuyas aguas maravillosas encierran solas el secreto de nuestra curación radical.
Pero arrebatado desde que pisé el campo de la prensa, por los huracanes de la política, y obligado a pensar en asuntos más urgentes, como era el triunfo de los principios reformistas y la defensa de la patria, no pude consagrar a mi objeto favorito, sino esfuerzos intermitentes e ineficaces, por su carácter y por las circunstancias.
Sin embargo, yo no aguardaba más que el buen tiempo, y cuando me filié desde muy joven bajo las banderas progresistas, me animó desde el primer instante la esperanza de que pronto me vería en situación de emitir mis pensamientos.
Ultimo de los obreros de esa gran generación de la Reforma, cuyos miembros hoy ciñen su frente con una corona de cabellos blancos, o con la aureola del martirio; último repito, por mi edad y por mi valía, comprendí, como ellos, que nuestra misión no era destruir; sino para reedificar después; y que si teníamos que imponernos la ruda tarea de echar abajo el viejo y sombrío edificio del retroceso, se nos imponía también el deber de levantar enseguida el nuevo y glorioso edificio del provenir, bajo las sólidas bases de la libertad y de la civilización.
Ha llegado el tiempo; la República levanta su frente victoriosa, y la reforma comienza a florecer, a pesar de las maldiciones impotentes de sus enemigos. Es la hora, pues, de la reconstrucción y de la consolidación. Laboriosa es la empresa; pero ella es inevitable, si no queremos ver a la ruina convertida de nuevo en baluarte y en trono del fanatismo, encadenado hoy, pero no muerto.
Dirijamos nuestros ojos a la escuela popular, pero veámosla, no como una necesidad de la vida social simplemente, sino como el fundamento de nuestra dicha futura; no con la tibieza del hombre monárquico o del menguado defensor de las clases privilegiadas, sino con el entusiasmo del apóstol del pueblo, con la profunda atención del sembrador republicano, que mirando al cielo del porvenir, aprovecha hasta el último minuto para preparar el campo, a fin de recoger pronto una cosecha abundante y feraz.
Para ello será conveniente examinar, aunque no sea más que de paso, la forma de la escuela antigua, a fin de compararla con nuestra escuela actual, y conocer los vestigios que los viejos principios y las viejas instituciones han dejado en ella, para borrarlos completamente, como perjudiciales. Son las heces peligrosas de una bebida mortal, que han quedado pegadas al purísimo vaso de la enseñanza, y que es necesario arrojar para siempre.
LA ESCUELA ANTIGUA
Se relacionan tan amargos recuerdos, tan dolorosas emociones, tan tristes consecuencias a la memoria de la escuela antigua, que tratan de evocarla en nuestra imaginación, es verdaderamente penoso: es evocar, el prisionero ya en libertad, la memoria de la cárcel en que perdió la salud; es soñar la victima escapada, que ve salir del fondo de la tumba al espectro de su verdugo aborrecido.
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