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Derechos humanos y laicismo (página 2)


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Los Derechos Humanos: entre la alianza y el contrato

La declaración de independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y la Revolución Francesa consagra en sus proclamas y constituciones los derechos civiles y políticos de las personas. Estos derechos, más conocidos como derechos privados subjetivos que son sustanciales a la persona o al individuo, se refieren a los ya mencionados de libertad de opinión, creencia, elección, asociación y disfrute autónomo de una vida privada sin opresión y sin ingerencias externas, libres de dominación. Todos estos derechos, civiles y políticos, que forman parte de prácticamente todas la constituciones de los estados nacionales modernos, son conocidos como los derechos de primera generación, aquellos inspirados en las revoluciones liberales y que son la base de las democracias actuales.

Los derechos humanos de primera generación, son derechos naturales. Surgen de la misma sacralidad de la persona. No pueden ser violados bajo ninguna circunstancia. Se podría decir que son anteriores al contrato social, o también, que el contrato social se levanta sobre estas columnas que son los derechos naturales. El derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho al libre pensamiento y a la libre opinión y creencia.

Adela Cortina muestra que las sociedades modernas y posmodernas, conducen casi todas sus prácticas bajo un estilo de convivencia contractualista. Bajo el contrato impera un acuerdo consciente de conveniencia mutua. Pero el relato del Génesis levanta una norma de convivencia no regida por el contrato, sino por la alianza. Así, Cortina establece un diálogo paradigmático entre tres relatos y entre tres formas de filosofía política y de ética: la alianza, la república y el contrato. Como ella dice en lenguaje metafórico: Israel, Atenas y Londres.

En la alianza impera el amor, la solidaridad, la permanencia, la entrega sin nada a cambio. La alianza explica al Quijote.

"Porque al descubrir Yahvé que la soledad del hombre es mala, no le sugiere sellar un pacto. Le da una compañera y él la reconoce como parte suya, como carne de su carne y hueso de sus huesos. Éste es el relato no del contrato, sino del reconocimiento mutuo, la narración no del pacto, sino de la alianza entre quienes toman conciencia de su identidad humana. Hasta ese momento el varón recibe el nombre de adam, que significa hombre como parte de la naturaleza, desde el reconocimiento de Eva pasara a ser ish, hombre como persona. Se abre así la línea del personalismo dialógico".

La regla de oro de la libertad, "no hagas a otro, lo que no quieres que te hagan a ti", parte de la alianza y del reconocimiento mutuo. La alianza no se funda en un contrato, pues parte de la confianza y la solidaridad, pero en cambio no establece fronteras claras y se presta para la manipulación y la abyección.

En la alianza la identidad surge del otro. Para que exista un yo es necesario que exista antes un tú que me reconozca como su igual. La relación con el otro no se explica por el auto interés pragmático, sino por la compasión, entendida como "padecer con" otros el sufrimiento y la alegría. El relato del Génesis establece la semejanza del ser humano con dios y establece también la relación dialógica entre las personas, su capacidad de libertad, por tanto de pecado, y de redención moral. Se podría decir que los derechos humanos, en tanto derechos naturales, están fundados en la alianza, y que pasan a ser parte de los derechos positivos gracias al contrato.

La tradición del contrato y sus relatos incluyen a autores como Hobbes, Locke y Rousseau. Entre los tres existen importantes diferencias, pero los tres comparten un principio básico típicamente moderno:

"El problema del orden social y de los principios que deben regular la vida política se subsume dentro de los requerimientos de la legitimidad racional moderna: sólo son legítimos aquellos principios que pueden ser racionalmente aceptados por todos los ciudadanos a los que han de vincular".

En Hobbes, la racionalidad se fundamenta en un cálculo de utilidad. Dado que el hombre es el lobo del hombre, entonces los individuos se dan cuenta que es más útil para todos el ceder parte de la soberanía propia enajenándola en el Leviatán, en el estado. En Locke, la base de la racionalidad es la objetividad y clarividencia de los derechos naturales. En cambio en Rousseau, la racionalidad política se establece sobre la base de la voluntad general edificada en un cuerpo político que encarna la soberanía popular.

A esta tradición debe añadirse el aporte de Kant con el imperativo categórico que establece la base de la razón práctica y de toda ética moderna. El imperativo categórico obliga a determinada acción como un deber moral, no para recibir nada a cambio, sino porque la acción en sí misma es buena o mala. Por esto se afirmará: "si matar es malo, ¿por qué matar a los que matan?".

¿Pero, cómo establecer los imperativos categóricos que nos indiquen el camino de la acción? Kant planteará algunos principios, uno de ellos el de universalidad: "Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal", sin ser uno mismo la excepción. O también: "Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio".

Entonces de lo que se trata es que el ser humano, en forma consciente, racional, libre y colectiva, se dé a sí mismo este tipo de leyes universales.

Las constituciones de los estados nacionales, y todo el derecho positivo, constituyen un intento por convivir según las reglas del contrato. Un sujeto legislador que expresa la soberanía del pueblo, emite leyes que nos son dadas mediadas por nuestra propia voluntad.

Sin embargo la historia de la libertad y de la justicia no termina con los derechos civiles y políticos del individuo. Los derechos llamados de segunda generación, esto es, los derechos económicos, sociales, culturales y colectivos, consagrados en una parte de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, establecen los derechos de las personas y de los grupos a la educación, al trabajo, a la salud, a la cultura.

Las luchas sindicales y socialistas de los siglos XIX y XX fueron la presión fundamental para que las sociedades modernas incorporen en sus legislaciones estos derechos de segunda generación. Así, de estados de derecho, se evolucionará a estados sociales de derecho. Con estos derechos, se recupera de algún modo los imperativos categóricos de Kant, ciertos principios de solidaridad y de compasión de la alianza y algunos conceptos que iluminaban al republicanismo clásico.

El liberalismo evoluciona en su concepción bajo el amparo de los derechos económicos y sociales, y auspicia un progreso de los estados nacionales desde la beneficencia hacia la equidad como derecho. Libertad y justicia social como dos búsquedas simultáneas de las sociedades modernas.

En las últimas dos décadas ha surgido una nueva generación de derechos, los llamados derechos de tercera generación, inspirados más en principios de solidaridad global y de equidad intergeneracional. Los derechos a la paz y a un medio ambiente sano, de forma de asegurar a las siguientes generaciones al menos un ambiente natural y humano no más deteriorado que el actual.

Y ahora surge con una radicalidad antes no vista, un problema global todavía mayor: la convivencia globalizadora, pacífica, plural, diversa y neutral, laica por tanto, entre civilizaciones, culturas y religiones distintas. Y este desafío debe afrontarse en la cama, dentro de una casa, en un rascacielos, en una ciudad, en la televisión, en una aldea rural, en el Internet, en un país, en regiones y en el mundo entero, pues el multiculturalismo es una vivencia cotidiana más o menos traumática, más o menos enriquecedora, más o menos violenta, en todos los espacios y en todos los seres humanos de la Tierra.

Laicismo y Derechos Humanos en un planeta intercultural

En el Parlamento de las Religiones del Mundo, reunido en Chicago en 1993, los representantes acordaron un conjunto de mínimos de convivencia ética mundial:

"Todos sabemos que en todas las partes del mundo hay seres humanos que siguen siendo tratados inhumanamente. Son desposeídos de sus posibilidades de vida y de su libertad; sus derechos humanos son pisoteados; su dignidad humana, despreciada. ¡Pero fuerza no equivale a derecho! Ante tanta inhumanidad nuestras convicciones éticas y religiosas reclaman: ¡todo ser humano debe ser tratado humanamente! Lo cual significa que todo ser humano, sin distinción de sexo, edad, raza, clase, color de piel, lengua, religión, ideas políticas o extracción social, posee una dignidad inviolable e inalienable. De forma que todos, tanto los individuos como el Estado, están obligados a respetar esa dignidad y a garantizar eficazmente su tutela.

También en el caso de la economía, la política y los medios de comunicación, en los institutos de investigación y en las empresas, siempre debe el ser humano ser sujeto de derecho; siempre debe ser fin, nunca puro medio, nunca objeto de comercialización e industrialización. Nada ni nadie está «más allá del bien y del mal»: ni individuo, ni estrato social, ni grupos de interés, por influyente que sea, ni cártel de poder, ni aparato policial, ni ejército, ni Estado. Al contrario: ¡todo ser humano, como dotado de razón y de conciencia, está obligado a comportarse de forma verdaderamente humana y no inhumana, a hacer el bien y evitar el mal!".

En 1993 las religiones del mundo eran testigos del fin de la Unión Soviética y del llamado socialismo real de Europa Oriental, pero no había sucedido el 11-S. Con la caída de "El Muro", no solo se desmoronó un sistema de organización social y política. Para millones de personas, especialmente del Tercer Mundo, que creían en la revolución socialista se erosionó una forma determinada de ver el mundo. Con cada fragmento de concreto que caía, se venían abajo conceptos de una tremenda potencia: que solo con la destrucción de las economías de mercado y de las democracias liberales en sus diversas vertientes, se podían superar los problemas fundamentales que afectan a la humanidad, entre ellos, injusticia, pobreza, corrupción y destrucción del hábitat.

Y, desde el mismo día que caía El Muro, surgía una nueva polaridad que había estado presente antes, pero que no había adquirido la relevancia que tiene ahora: la polaridad entre los regímenes de inspiración democrática liberal y los regímenes de organización teocrática inspirados en un Islamismo radical.

Precisamente en 1993 aparece el artículo de Samuel Huntington con el título "¿El choque de las civilizaciones?":

"Es mi hipótesis que la fuente fundamental de conflicto en este nuevo mundo no será primordialmente ideológica ni económica. Las grandes divergencias entre la humanidad y la fuente dominante de conflicto serán culturales. Las naciones-Estado continuarán siendo poderosos actores de los asuntos mundiales, pero los conflictos principales de política global ocurrirán entre las naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de las civilizaciones dominará la política mundial".

Edward Said critica con aspereza la hipótesis de Huntington. Plantea que es una burda reducción hablar de entidades abstractas y generales como "Occidente" y el "Islam" y, lo que es más grave, sostiene que esta simplificación extrema conduce a un maniqueísmo violento que descalifica las culturas diferentes. Pero lo que Said en este artículo no analiza es el movimiento objetivo de la reducción. En otras palabras, el conflicto elimina los matices en los imaginarios colectivos, pues en principio nadie mata a otro si se detiene un instante a analizar la compleja y rica historia del enemigo. Reducir el enemigo a un fantasma abstracto del infra mundo, es el mecanismo ideológico indispensable para destruirlo sin sentido de culpa. Pero esta reducción no es obra de Huntington, de lo contrario habría que culparlo a él del "11-S". Es una reducción intersubjetiva global, en este sentido, la reducción tiene una tesitura objetiva pues ya forma parte de la cultural real. Sin embargo, como el propio Said decía, "la información es el primer paso para la comprensión mutua", lo cual implica que para contrarrestar la polaridad entre civilizaciones, se requiere de un re-conocimiento mutuo, comprendiendo mejor la complejidad y profundidad ética de cada cultura.

El propio Said es consciente que este maniqueísmo ha invadido también a muchos líderes políticos y religiosos islámicos:

"El fallecido Eqbal Ahmad (…) analizó lo que denominaba las raíces de la derecha religiosa y se lanzó acremente contra las mutilaciones promovidas por tiranos absolutistas y fanáticos cuya obsesión por regular la conducta de las personas hace que ´el orden islámico se reduzca a un código penal, despojado de su humanismo, su estética, sus búsquedas intelectuales y su devoción espiritual (…) Ahmad presenta primero el rico y complejo significado pluralista del término jihad, y luego se centra en demostrar que en el confinamiento actual del término –guerra indiscriminada contra los supuestos enemigos- es imposible ´reconocer la religión, la sociedad, la cultura o la política islámicas como las han vivido y experimentado por siglos los musulmanes´ Los islamistas modernos, concluye Ahmad, están ´preocupados por el poder, no por el alma´ (…) Lo que agrava la situación es que en los universos del discurso judío y cristiano hay un celo y una distorsión semejantes".

Una reducción parecida ocurría en la dicotomía capitalismo-socialismo. Y, precisamente, durante la Guerra Fría los países del socialismo real y los países desarrollados de economías de mercado, disputaban la hegemonía en los países del Oriente Medio en los que está más presente la organización teocrática de la sociedad. Al caer El Muro, cae un tipo de polaridad y surge otra. Toda la década del 90’ podría ser interpretada como un camino de mayor tensión entre estos dos nuevos polos.

Basta ver la coincidencia de esta confrontación entre Rusia y EEUU, en contra de la acción terrorista. Se diría que el 11-S es más una expresión del surgimiento de esta nueva polaridad antes que su inicio. Pero el 11-S sí marca un hito: menos democracia adentro, más democracia afuera. Y también, más democracia formal, pero menos libertad.

Pero sin un análisis histórico y cultural más profundo fácilmente puede caerse en un esquematismo que coloca en un mismo esquema teocrático a todas las sociedades musulmanas. Mauricio García, muestra cómo los ricos y ancestrales intercambios y conflictos culturales, políticos y económicos entre Occidente y Medio Oriente no hacen sino confirmar la complejidad del problema:

  • El colonialismo inglés y francés de los siglos XlX y XX introdujo múltiples cambios de orden laico entre el estado y la religión.
  • En las guerras de liberación la religión no jugó un papel tan importante como el nacionalismo.
  • EEUU indujo procesos de modernización: Egipto, el Irán del Sha y ciertas monarquías apoyaron la secularización de las sociedades musulmanas por lo menos en lo que a los negocios del estado se refiere.
  • El socialismo en Irak y Libia también secularizaron las sociedades.
  • Incluso en Palestina, la OLP se opuso a organizaciones con inspiración religiosa como Hamas.
  • La irrupción de los Ayatolas en Irán, primera evidencia de magnitud de una teocracia viva, se dio por la corrupción y falta de sintonía cultural del régimen del Sha con su pueblo.

Hasta podría especularse en el siguiente sentido: el florecimiento de un islamismo radical y su activa inserción en la sociedad política y en el estado, es una afirmación cultural que obliga a la cohesión social, resultante de la permanente agresión militar y económica de los poderosos países de Occidente en Medio Oriente, especialmente EEUU, Inglaterra, la antigua Unión Soviética y ahora Rusia. En otras palabras, un orden teocrático en expansión en los países musulmanes es el resultado de una colosal agresión cultural de los países occidentales.

Y la paradoja se complica todavía más. Frente a la anomia, como tendencia creciente y como una enfermedad política de los países altamente desarrollados, se afianza en EEUU un fanatismo gubernamental por el control imperial global. En cambio, en los países agredidos por "la guerra contra el terrorismo" se acrecienta en la población la versión inversa y extrema de la anomia: un fanatismo religioso militante, la pérdida de la identidad moderna individual, incluso la renuncia (¿voluntaria?) al primero y más importante derecho humano, el derecho a la propia vida y a la vida de los demás.

También, al interior de los países occidentales, el 11-S, así como el 11-M y las consecuencias de los actos terroristas en Londres, tienen un efecto notable.

La comunidad internacional coincide en la necesidad de cerrar un tanto las democracias y consolidar un estado policial para protegerse de la amenaza interna y externa, pero esto en el ámbito de las democracias altamente desarrolladas, mientras que promueve mayor apertura democrática extramuros, en aquellos países llamados en vías de desarrollo. Pues a mayor democracia real, mayores antídotos para la proliferación de otro modo de sociedad, de aquella que ahora está en el polo opuesto. ¡Qué curioso!: ¿exportar la democracia como una forma de opresión? Igualmente, es claro que la democracia es el sustento político que permite la apertura de mercados.

Liberalización económica no puede disociarse de democracia liberal y ya sabemos los gigantescos intereses económicos que tienen las potencias mundiales en Oriente Medio.

Así, podríamos llegar a la conclusión de que el laicismo liberal es una proclama de dominación unipolar desde los EEUU y sus aliados, en contra de los regímenes teocráticos del islamismo radical. Una paradoja en la cual lo laico surge de una matriz occidental cristiana y se opone a otra matriz civilizatoria. La pretensión de universalidad de los imperativos categóricos kantianos o de los derechos naturales que provienen de la alianza e incluso de los derechos humanos consagrados en el contrato social, se están enfrentando violentamente a una singularidad histórica: la falta de reconocimiento mutuo con el otro y el otro, hoy por hoy, es el Islamismo.

Y el dilema no es sencillo, pues implica la construcción de un laicismo planetario inclusivo y no paradojal, coherente para todos quienes tienen derecho al habla, a la acción comunicativa, al decir de Habermas.

Oriana Fallaci en su relato "La rabia y el orgullo", muestra en forma descarnada la tragedia moral para la humanidad de los hechos del 11-S. Reivindica una indignación Occidental. No usa un lenguaje políticamente correcto. Describe los hechos y expresa su sentir con rabia:

"¿Qué siento por los kamikazes que murieron con ellos? Ningún respeto. Ninguna piedad (…) Los considero tan solo vanidosos. Vanidosos que, en vez de buscar la gloria a través del cine, de la política o del deporte, la buscan en la muerte propia y en la de los demás. Una muerte que, en vez del Oscar, de la poltrona ministerial o del título de Liga, les procurará (o eso creen) admiración. Y, en el caso de los que rezan a Alá, un lugar en el paraíso del que habla el Corán: el paraíso donde los héroes gozan de las huríes".

Y en el campo del orgullo:

"El hecho es que EEUU de Norte América es un país especial, mi querido amigo. Un país al que hay que envidiar, del que hay que estar celosos, por cosas que nada tienen que ver con su riqueza. Es un país envidiable porque ha nacido de una necesidad del alma, la necesidad de tener una patria, y de la idea más sublime que el hombre haya concebido jamás: la idea de la libertad, o de la libertad esposada con la idea de la igualdad. Es un país envidiable porque, en aquella época, la idea de libertad no estaba de moda. Y mucho menos, la de igualdad. Sólo hablaban de ellas algunos filósofos llamados ilustrados. Estos conceptos sólo se encontraban en un carísimo libro llamado Enciclopedia (…). Los Padres Fundadores (Benjamín Franklin, Thomas Jefferson, Thomas Paine, John Adams, George Washington) eran tipos que conocían el griego y el latín (…). Tipos que en griego habían leído a Aristóteles y a Platón y que, en latín, se habían leído a Séneca y a Cicerón. Y que se habían estudiado los principios de la democracia griega más que los marxistas de mi época estudiaban la teoría de la plusvalía".

Fallaci se indigna en contra de todos quienes al ver caer las torres afirmaban con disimulada sonrisa: "les está bien empleado a los americanos".

Una posición racional que reivindica la libertad, la vida y la justicia no puede sino compartir la ira de Fallaci. Sin pero… y al compartir la ira de Fallaci sentir indignación por las masacres que sin legitimidad moral el gobierno norteamericano y su ejército ejecutan contra miles de musulmanes.

Slavoj Zizek, desde una especie de leninismo lacaniano, desbroza un tanto el campo de la hipocresía política, mostrando cómo el liberalismo occidental ha secularizado tanto la vida cotidiana bajo una religiosidad descafeinada, que ya casi ni sorprende que un poblado norteamericano reivindique como un derecho la capacidad de elección para tener sexo con animales, o que esté de moda un tipo de arte que momificando partes del cuerpo humano despliega toda una parafernalia de nervios, sangre, tendones, músculos y vísceras, nada menos que en galerías de arte.

"Es contra este fondo que uno debe acercarse a The Rage and the Pride (La rabia y el orgullo) de Oriana Fallaci, esta defensa apasionada de Occidente contra la amenaza musulmana, esta aserción abierta de la superioridad de Occidente, esta detracción del Islam no como una cultura diferente, sino como el barbarismo (…).

El libro es en  estricto sentido, el anverso de la tolerancia Políticamente Correcta: su viva pasión es la verdad de la tolerancia Políticamente Correcta inanimada. Dentro de este horizonte, la única respuesta apasionada a la pasión fundamentalista es el secularismo agresivo de los recientes desplegados amables del Estado francés dónde el gobierno prohibió llevar cualquier símbolo religioso que fuese demasiado visible o que modificara los uniformes de las escuelas (no sólo las scarves de las mujeres musulmanas, sino también las gorras judías y las cruces cristianas demasiado grandes).

No es difícil predecir cuál será el resultado final de esta medida: excluidos del espacio público, los musulmanes lucharan directamente por constituirse como comunidades fundamentalistas no-integradas. (…) Y, quizás, la prohibición para abrazar una creencia con una pasión plena explica por qué, hoy, "cultura" está emergiendo como una categoría central del mundo-de-la-vida. La religión esta permitida – no como un estilo de vida sustancial, sino como una cultura particular o, más bien, un fenoménico estilo-de-vida: lo que lo legítima no es su afirmación-de-verdad inmanente sino la manera en que nos permite expresar, externalizar los más profundos sentimientos y actitudes. Ninguno de nosotros realmente cree, apenas seguimos (algunos de) los rituales religiosos y costumbres como parte del respeto para el estilo-de-vida de la comunidad a la cual nosotros pertenecemos (…) Quizás, entonces, la cultura es el nombre para todas esas cosas que nosotros practicamos sin realmente creer en ellas, sin "tomarlas en serio". (…) Reacuérdese el ultraje cuando, hace tres años, las fuerzas del Talibán en Afganistán dinamitaron las antiguas estatuas budistas en Bamiyan: aunque ninguno de nosotros, occidentales ilustrados, creíamos en la divinidad de Buda, fuimos ultrajados porque los musulmanes del Talibán no mostraron el respeto apropiado hacia la herencia cultural de su propio país y la humanidad entera.

En lugar de creer a través del otro como todas las personas de cultura, ellos creyeron realmente en su propia religión y así no tuvieron una gran sensibilidad por el valor cultural de los monumentos de otras religiones – para ellos, las estatuas de Buda eran simplemente ídolos falsos, no "tesoros culturales". (¿Y, a propósito, este ultraje no es similar al antisemita ilustrado de hoy que, aunque él no crea en la divinidad de Cristo, no obstante culpa a los judíos de matar a nuestro Señor Jesús? ¿O como el típico judío secular que, aunque el no cree en Jehova y Moisés como su profeta, no obstante piensa que los judíos tienen un derecho divino a la tierra de Israel?)".

Esta larga cita textual es valiosa pues muestra la complejidad de conceptos como los de tolerancia, pluralismo y estado laico. ¿Cómo entender el laicismo en un mundo donde conviven al menos dos formas de vida pública, por un lado la democracia liberal y, por otro lado, los regímenes políticos de inspiración teocrática e islámica? El laicismo ya es complejo y hasta utópico en los límites jurídicos de los estados nacionales. Pero pensar en un orden laico mundial constituye quizás uno de los desafíos más apremiantes en el mundo actual, sobre todo si se quiere regresar a y sostener una paz duradera. Pero además, la democracia liberal se presenta como una forma de dominación mundial unipolar, llegándose al extremo de que extender la democracia a otros países es una nueva forma de opresión cultural, es decir, justamente el anverso de cualquier desafío democrático.

Y la paradoja sigue: podría decirse que éste es un desafío (la democracia) asumido en forma unilateral por una forma de convivencia dominante, la occidental.

En otras palabras es un desafío contemporáneo para universalizar una forma de vida pública, la forma de la democracia liberal. O, en términos polémicos y contrastantes: un laicismo global que busque la valoración, la equidad y el respeto de la diversidad, entre ella de la religiosa, implica a su vez una extensión universal de la democracia liberal y, por tanto, una negación o crítica de los regímenes teocráticos.

Desde una perspectiva islámica, hasta podría decirse que la presunción laica tiene origen cristiano y, que, por lo tanto, no se ubica en una posición global de equidad. En otras palabras, si nos ubicamos dentro de la lógica islámica, bien podríamos decir que el laicismo está muy bien en los países de occidente, pero que no se puede pretender un laicismo global, pues los países son soberanos y nadie, ni siquiera un orden internacional que busque la paz, puede obligar a ningún país a sumarse a una forma de cultura política extraña.

En este laberinto, algunos conceptos de Rawls y de Habermas pueden ayudar a entender mejor el laicismo y la libertad.

Habermas busca con la ética del discurso y desde un republicanismo kantiano, la garantía de que todos los afectados por una norma puedan construirla y aceptarla gracias a procedimientos deliberativos, fundados especialmente en el asociativismo de la sociedad civil. Esto requiere del reconocimiento mutuo, de el otro asumido como un igual abstracto (desde la teoría del derecho) pero al mismo tiempo diverso. Es decir, con el mismo derecho al habla, pero desde la más radical diferencia.

La democracia entonces es una construcción solo posible desde la acción comunicativa entre sujetos políticos mutuamente reconocidos como tales. En la apuesta de Habermas existe un escepticismo sobre los resultados de los excesos individualistas de la democracia liberal que ha terminado por condenar al individuo a la anomia y al aislamiento, todo por una vivencia egoísta de la democracia. La sociedad civil tiende a disolverse, y los Estados a copar mayores campos y tendencialmente a interferir incluso con las libertades básicas, justamente como un efecto de la anomia.

En este sentido, la democracia liberal clásica es un tanto limitada, pues parte no de una democracia deliberativa, sino de una democracia formal del voto, en la que el individuo es solo un átomo social siempre de valor equivalente. Desde una democracia liberal sin más, es muy difícil lograr contratos sociales que muestren equidad entre etnias y así como en Aristóteles solo los átomos sociales "ciudadanos" pueden en verdad elegir y el resto no, porque son bárbaros, pues con Habermas, la idea en todo caso es que siendo todos "ethnos", siendo todos de algún modo bárbaros, se pueda construir una habitabilidad o una hospitalidad desde la ética del discurso, que permita a todos edificar normas universalizables al modo de Kant, pero que no parten solo de un concepto de derechos de primera generación, sino que acogen a las culturas y a los grupos más disímiles.

En cambio Rawls en Teoría de la Justicia y en Liberalismo Político parte de un concepto un tanto distinto al de Habermas. Su posición se ha caracterizado como de liberalismo solidarista.

Para Rawls una sociedad es justa si se organiza según principios elegidos por los ciudadanos en una situación original de imparcialidad. Rawls imagina una posición original en la que las personas se encuentran tras un "velo de ignorancia" que les impide saber de su posición social, económica, de sus características naturales, e incluso de sus creencias respecto a teorías comprehensivas. Gracias a este mecanismo, Rawls demuestra que aspectos fundamentales de la desigualdad dependen de una lotería natural y social, y que por lo tanto, corresponde a la sociedad compensar las desigualdades.

"Principio de igual libertad: todas la personas son iguales en punto a exigir un esquema adecuado de derechos y libertades básicos iguales, que es compatible con el mismo esquema para todos; y en este esquema se garantiza su valor equitativo a las libertades políticas iguales, y solo a esas libertades. Principio de igualdad de oportunidad y principio de diferencia: Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos condiciones: primera, deben estar vinculadas a posiciones y cargos abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y segunda, debe procurar el mayor beneficio para los miembros menos aventajados de la sociedad".

Debe coincidirse en que los dos autores parten de una noción de racionalidad tanto en la posición original en Rawls, como en la ética del discurso y sus procedimientos en Habermas. Este campo de la libertad, la tolerancia y el laicismo implica de todas maneras que las naciones y sus clases políticas puedan colocarse en una posición "moderna", esto es que se encuentre liberada de teorías comprehensivas, para justamente de esta forma construir una hospitalidad mundial en la que las teorías comprehensivas puedan no solo subsistir, sino también florecer.

O más claramente, las leyes "laicas" de convivencia democrática global requieren de una posición "meta-religiosa", es decir, independiente de cualquier esquema paradigmático metafísico, justamente para que sea posible su vigencia. Habría entonces que persuadir a los enviados del Dios cristiano (Bush y sus profetas) y a los elegidos de Ala (Bin Laden y sus seguidores), de despojarse para el discurso constructivo y deliberativo de sus creencias básicas y así normar la vivencia equitativa de religiones distintas en un mundo global. Algo así como llegar a un republicanismo planetario y solidario.

La otra opción, la de la Alianza y la de El Quijote, la que finca la esperanza en la humanidad de lo humano, postula en alguna medida el principio contrario, esto es, que solo retornando a un sentimiento religioso de lo humano, podemos lograr el reconocimiento mutuo. El exceso de fe en la racionalidad acaso nos está condenando a un abandono de las causas perdidas, de aquellas por las que luchaba "el de la triste figura".

¡Qué bueno sería para la humanidad un laicismo apasionado! No el frío laicismo que se abandona a las reglas formales de la convivencia, sino un laicismo comprometido con el padecimiento del otro, un laicismo quijotesco que convierte las causas perdidas, en causas posibles.

Bibliografía

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Oriana Fallaci, La rabia y el orgullo.

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Slavoj Zizek, La pasión en la era de la creencia descafeinada.

 

Patricio Crespo Coello

Filósofo, con estudios de antropología. Responsable de gestión del conocimiento en el proyecto de descentralización y desarrollo local (PDDL) de la COSUDE, ejecutado por INTERCOOPERATION.

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