Los amantes de la concisión, del modo lacónico, de la economía del lenguaje, seguro que se están preguntando por qué, siendo la idea tan simple, ha sido necesario todo este razonamiento para llegar por fin al punto crítico. La respuesta también es simple, y vamos a darla utilizando un término actual, modernísimo, con el que nos gustaría ver compensados los arcaísmos con que, en probable opinión de algunos, hemos salpicado de moho este relato, Por mor del background. Diciendo background todo el mundo sabe de qué se trata, pero no nos faltarían dudas si, en vez de background, banalmente hubiéramos dicho plano de fondo, ese otro detestable arcaísmo, para colmo poco fiel a la verdad, dado que el background no es sólo el plano de fondo, es toda la innumerable cantidad de planos que obviamente existen entre el sujeto observado y la línea del horizonte. Será mejor que digamos encuadramiento de la cuestión. Exactamente, encuadramiento de la cuestión, y ahora que por fin la tenemos bien encuadrada, ahora sí, llega el momento de revelar en qué consistió el ardid de la maphia para obviar cualquier posibilidad de conflicto bélico que sólo serviría para perjudicar sus intereses. Un niño, ya lo habíamos dicho antes, podría haber concebido la idea. Que era sencillamente esto, pasar al otro lado de la frontera al paciente y, una vez que hubiera muerto, volver atrás y enterrarlo en el materno seno de su lugar de origen. Un jaque mate perfecto en el más riguroso, exacto y preciso sentido de la expresión. Como se acaba de ver, el problema quedaba resuelto sin desdoro para ninguna de las partes implicadas, los cuatro ejércitos, ya sin motivo para mantenerse en pie de guerra en la frontera, podían retirarse a la buena paz, puesto que lo que la maphia se proponía hacer era simplemente entrar y salir, recordemos una vez más que los pacientes perdían la vida en el mismo instante en que los transportaban al otro lado, a partir de ahora no necesitan quedarse ni un minuto, es sólo el tiempo de morir, y ése, si siempre fue de todos el más breve, un suspiro, y ya está, se puede uno imaginar lo que es en este caso, una vela que de repente se apaga sin necesidad de que nadie sople. Nunca la más suave de las eutanasias podrá ser tan fácil y tan dulce. Lo más interesante de la nueva situación creada es que la justicia del país en que no se muere se encuentra desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente contra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y no porque se encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros que el gobierno tuvo que suscribir con la maphia. No los puede acusar de homicidio porque, técnicamente hablando, homicidio no es en realidad, y porque el censurable acto, que lo clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en países extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber enterrado muertos, ya que el destino de éstos es ese mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya decidido a encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista anímico. Como mucho, se podría alegar que ningún médico certificó el óbito, que el entierro no cumplió las formas prescritas para una correcta inhumación y que, como si tal caso fuese inédito, la sepultura no está identificada, de modo que es bastante seguro que se perderá el lugar cuando caiga la primera lluvia fuerte y las plantas rompan tiernas y alegres del humus creador. Consideradas las dificultades y recelando hundirse en el tremedal de recursos en que, curtidos en la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían sin dolor ni piedad, la ley decidió esperar con paciencia hasta ver dónde pararían las modas. Era, sin sombra de duda, la actitud más prudente. El país se encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni Dios sabe adonde nos lleva. Corre el rumor de que la maphia está negociando otro acuerdo de caballeros con la industria funeraria para establecer una racionalización de esfuerzos y una distribución de tareas, lo que significa, en lenguaje de andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las agencias funerarias contribuyen con medios y técnicas para enterrarlos. También se dice que la propuesta de la maphia fue acogida con los brazos abiertos por las agencias, ya cansadas de malgastar su saber milenario, su experiencia, su know how, sus coros de plañideras, en hacer funerales para perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatónica, una ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el hombro. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parterres de jardín, hasta se podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los entierros había despuntado finalmente una nueva vida. Y todo esto gracias a los buenos oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. Ésta subsidió a las agencias de la capital y de otras ciudades del país para que instalasen filiales, a cambio de compensaciones, claro está, en las localidades más próximas a la frontera, ésta tomó providencias para que hubiese siempre un médico a la espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y necesitara a alguien para decir que estaba muerto, ésta estableció convenios con las administraciones municipales para que los entierros a su cargo tuvieran prioridad absoluta, fuese cual fuese la hora del día o de la noche en que les conviniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente, pero el negocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los adicionales y los servicios extras eran el grueso de la factura. De repente, sin avisar, se cerró el grifo de donde había estado brotando, constante, el generoso manantial de pacientes terminales. Parecía que las familias, a partir de un arrebato de conciencia, se pasaron la palabra unas a otras, que se acabó esto de mandar a los seres queridos a morir lejos, si, en sentido figurado, les habíamos comido la carne, también les deberemos comer los huesos ahora, que no estamos aquí sólo para las buenas, cuando él o ella tenían la fuerza y la salud intacta, estamos también para las horas malas y para las horas pésimas, cuando él o ella no son nada más que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias funerarias transitaron de la euforia a la desesperación, otra vez a la ruina, otra vez a la humillación de enterrar canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no existía otro que se dejara llevar en el hombro del dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a ver lo que pasaba. Era simple. Las familias dijeron, casi siempre con medias palabras, dándolo así a entender, que una cosa era el tiempo de la clandestinidad, cuando los seres queridos eran conducidos a ocultas, en el silencio de la noche, y los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si permanecían en sus lechos del dolor, o si se habían evaporado. Entonces era fácil mentir, decir compungidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la vecina preguntaba en el rellano de la escalera, Y qué tal sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un certificado de defunción, hay placas con nombres y apellidos en los cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad sabría que el abuelo había muerto de la única manera en que se podía morir, y que eso significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia lo había despachado a la frontera. Nos da mucha vergüenza, confesaron. La maphia oyó, oyó, y dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas. Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cincuenta, los muertos habían querido morir, por tanto serían registrados como suicidas en el certificado de defunción. El grifo volvió a abrirse.
No todo fue tan sórdido en este país en que no se muere como lo que acaba de ser relatado, ni en todas las parcelas de una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca consiguió la voraz maphia clavar sus garras aduncas, corrompiendo almas, sometiendo cuerpos, emporcando lo poco que todavía restaba de los buenos principios de antaño, cuando un sobre que trajera dentro algo que oliera a soborno era devuelto en el mismo instante al remitente, llevando una respuesta firme y clara, algo así como, Compre juguetes para sus hijos con este dinero, o, Debe de haberse equivocado de destinatario. La dignidad era entonces una forma de altivez al alcance de todas las clases. A pesar de todo, a pesar de los falsos suicidas y de los sucios negocios de la frontera, el espíritu de aquí seguía pairando sobre las aguas, no las del mar océano, que ése bañaba otras tierras lejanas, mas sobre los lagos y los ríos, sobre las riberas y los regatos, en los charcos que la lluvia dejaba al pasar, en el luminoso fondo de los pozos, que es donde mejor se nota la altura a la que se encuentra el cielo, y, por más extraordinario que parezca, también sobre la superficie tranquila de los acuarios. Precisamente, cuando, distraído, miraba el pececito rojo que venía boqueando en la toma del agua y se preguntaba, ya menos distraído, desde hace cuánto tiempo que no la renovaba, bien sabía qué quería decir el pez cuando una y otra vez subía a romper la delgadísima película en que el agua se confunde con el aire, precisamente en ese momento revelador al aprendiz de filósofo se le presentó, nítida y desnuda, la cuestión que va a dar origen a la más apasionante y encendida polémica que se conoce en toda la historia de este país en que no se muere. He aquí lo que el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario le preguntó al aprendiz de filósofo, Ya has pensado si la muerte será la misma para todos los seres vivos, sean animales, incluyendo al ser humano, o vegetales, incluyendo la hierba que se pisa y la sequoiadendron giganteum con sus cien metros de altura, será la misma muerte la que mata a un hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo sabrá. Y volvió a preguntar, En qué momento muere el gusano de seda después de haberse encerrado en su capullo y haber trancado la puerta, cómo es posible que haya nacido la vida de una de la muerte de otro, la vida de la mariposa de la muerte del gusano, y ser lo mismo diferentemente, o no murió el gusano de seda porque está vivo en la mariposa. El aprendiz de filósofo respondió, El gusano de seda no murió, será la mariposa la que morirá, después de desovar, Eso ya lo sabía antes de que tú nacieras, dijo el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, el gusano de seda no muere, dentro del capullo no queda ningún cadáver cuando sale la mariposa, tú lo has dicho, una ha nacido de la muerte de otro, Eso se llama metamorfosis, todo el mundo sabe de qué se trata, dijo condescendiente el aprendiz de filósofo, He ahí una palabra que suena bien, llena de promesas y de certezas, dices metamorfosis y sigues adelante, parece que no ves que las palabras son rótulos que se adhieren a las cosas, no son las cosas, nunca sabrás cómo son las cosas, ni siquiera qué nombres son en realidad los suyos, porque los nombres que les das no son nada más que eso, el nombre que le has dado. Cuál de nosotros dos es el filósofo, Ni yo ni tú, tú no pasas de aprendiz de filósofo, yo sólo soy el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, Hablábamos de la muerte, No de la muerte, de las muertes, he preguntado por qué razón no mueren los seres humanos, y los otros animales sí, por qué razón la no muerte de unos no es la no muerte de otros, cuando a este pececillo rojo se le acabe la vida, y tengo que avisarte de que no tardará mucho si no le cambias el agua, serás tú capaz de reconocer en la muerte de él aquella otra muerte de que ahora pareces estar a salvo, ignorando por qué, Antes, en el tiempo en que se moría, las pocas veces que me encontré delante de personas que habían fallecido, nunca imaginé que la muerte de ellas fuese la misma de la que yo un día vendría a morir, Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tú le perteneces, Y los animales, y los vegetales, Supongo que a ellos les pasará lo mismo, Cada cual con su muerte, Así es, Entonces las muertes son muchas, tantas como seres vivos existieron, existen y existirán, En cierto modo, sí, Te estás contradiciendo, exclamó el aprendiz de filósofo, Las muertes de cada uno son muertes, por decirlo así, de vida limitada, subalternas, mueren con aquel a quien mataron, pero sobre todas habrá otra muerte mayor, la que se ocupa del conjunto de seres humanos desde el alborear de la especie, Hay por tanto una jerarquía, Supongo que sí, Y para los animales, desde el más elemental protozoo hasta la ballena azul, También, Y para los vegetales, desde las diatomeas a la secuoya gigante, ésta antes citada en latín por el tamaño, Según lo que creo saber, les pasa lo mismo a todos, O sea, cada uno con su muerte propia, personal e intransmisible, Sí, Y después otras dos muertes generales, una para cada reino de la naturaleza, Exacto, Y ahí se acaba la distribución jerárquica de las competencias que tánatos delega, preguntó el aprendiz de filósofo, Hasta donde mi imaginación alcanza, todavía veo otra muerte, la última, la suprema, Cuál, La que tendrá que destruir el universo, esa que realmente merece el nombre de muerte, aunque cuando esto suceda ya no haya nadie para pronunciarlo, lo demás de lo que hemos estado hablando no dejan de ser pormenores ínfimos, insignificancias, Por tanto, la muerte no es única, concluyó innecesariamente el aprendiz de filósofo, Es lo que ya estoy cansado de explicarte, Es decir, una muerte, la que es nuestra, ha suspendido su actividad, las otras, las de los animales y los vegetales, siguen operando, son independientes, cada una trabajando en su sector, Ya estás convencido, Sí, Entonces vete por ahí y anúncialo a la gente, dijo el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario. Y fue así como la polémica empezó.
El primer argumento contra la osada tesis del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario fue que su portavoz no era filósofo titulado, sino un mero aprendiz que nunca había ido más lejos de algunos escasos conocimientos rudimentarios de manual, casi tan elementales como el protozoario, y, como si eso no fuese poco, recogidos al vuelo, a retazos, sueltos, sin aguja e hilo que los uniese entre sí aunque los colores y las formas contendiesen unos con otros, en fin, una filosofía que podría llamarse la escuela arlequinesca, o ecléctica. La cuestión, sin embargo, no estaba tanto ahí. Es cierto que lo esencial de la tesis era obra del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario, aunque, bastará volver a leer el diálogo desarrollado en las páginas anteriores para reconocer que la contribución del aprendiz de filosofías también tuvo su influencia en la gestación de la interesante idea, por lo menos en la calidad de oyente, factor dialéctico indispensable desde Sócrates, como es de sobra sabido. Algo, por lo menos, no podía ser negado, que los seres humanos no morían, pero los otros animales sí. En cuanto a los vegetales, cualquier persona, incluso sin saber nada de botánica, reconocería sin dificultad que, como antes, nacían, verdeaban, más adelante se marchitaban, luego se secaban, y si esa fase final, con podrimiento o sin él, no se debe llamar morir, entonces que venga alguien que lo explique mejor. Que las personas de aquí no estén muriendo, pero todos los otros seres vivos sí, decían algunos objetores, hay que verlo como una demostración de que lo normal todavía no se ha retirado del todo del mundo, y lo normal, excusado será decirlo, es, pura y simplemente, morir cuando nos llega la hora. Morir y no ponerse a discutir si la muerte ya era nuestra de nacimiento, o si simplemente pasaba por allí y le dio por fijarse en nosotros. En los demás países se sigue muriendo y no parece que sus habitantes sean más infelices por eso. Al principio, como es natural, hubo envidias, hubo conspiraciones, se dio algún que otro caso de tentativa de espionaje científico para descubrir cómo lo habíamos conseguido, pero, a la vista de los problemas que desde entonces se nos vinieron encima, creemos que el sentimiento general de las poblaciones de esos países se puede traducir con estas palabras, De la que nos hemos librado.
La iglesia, como no podía dejar de ser, bajó a la arena del debate sentada en el caballo de batalla habitual, es decir, los designios de Dios son lo que siempre han sido, inescrutables, lo que, en términos corrientes y algo manchados de impiedad verbal, significa que no nos está permitido mirar por el resquicio de la puerta del cielo para ver lo que pasa dentro. Decía también la iglesia que la suspensión temporal y más o menos duradera de causas y efectos naturales no era propiamente una novedad, baste recordar los infinitos milagros que Dios había permitido que se hicieran en los últimos veinte siglos, la única diferencia de lo que pasa ahora radica en la amplitud del prodigio, pues lo que antes afectaba a un individuo, por la gracia de su fe personal, ha sido substituido por una atención global, no personalizada, un país entero por así decir poseedor del elixir de la inmortalidad, y no sólo los creyentes, que como es lógico esperan ser distinguidos en especial, sino también los ateos, los agnósticos, los heréticos, los relapsos, los incrédulos de toda especie, los afectos a otras religiones, los buenos, los malos y los peores, los virtuosos y los maphiosos, los verdugos y las víctimas, los policías y los ladrones, los asesinos y los donantes de sangre, los locos y los sanos de juicio, todos, todos sin excepción, eran al mismo tiempo los testigos y los beneficiarios del más alto prodigio alguna vez observado en la historia de los milagros, la vida eterna de un cuerpo eternamente unida a la eterna vida del alma. A la jerarquía católica, de obispo para arriba, no le hicieron gracia los chistes místicos de algunos de sus cuadros medios sedientos de maravillas, y lo hizo saber a los fieles a través de un muy firme mensaje, el cual, además de la inevitable referencia a los inescrutables designios de dios, insistía en la idea ya expresada improvisadamente por el cardenal al principio de la crisis en la conversación telefónica que tuvo con el primer ministro, cuando, creyéndose papa y rogando a Dios que le perdonara la estulta presunción, propuso la inmediata promoción de una nueva tesis, la de la muerte aplazada, confiando en la tantas veces loada sabiduría del tiempo, esa que nos dice que siempre habrá algún mañana para resolver los problemas que hoy parecían no tener solución. En carta al director de su periódico preferido, un lector se declaraba dispuesto a aceptar la idea de que la muerte había decidido aplazarse a sí misma, pero solicitaba, con todo respeto, que le dijeran cómo lo supo la iglesia, y, si realmente estaba tan bien informada, también debería saber cuánto tiempo iba a durar el aplazamiento. En nota de la redacción, el periódico le recordó al lector que se trataba simplemente de una propuesta de acción, por supuesto no llevada a la práctica hasta ahora, lo que ha de querer decir, así concluía, que la iglesia sabe tanto del asunto como nosotros, es decir, nada. Por entonces alguien escribió un artículo reclamando que el debate regresara a la cuestión que le dio origen, o sea, si sí o no la muerte era una o eran varias, si era singular muerte, o plural, muertes, y, aprovechando que estoy con la mano en la pluma, denunciar que la iglesia, con esas suposiciones ambiguas, lo que pretende es ganar tiempo sin comprometerse, por eso se puso, como es su costumbre, a entablillar la pata a la rana, a dar una en el clavo y otra en la herradura. La primera de estas expresiones populares causó perplejidad entre los periodistas, que nunca tal habían leído u oído en toda su vida. No obstante, ante el enigma, estimulados por un saludable afán de competición personal, sacaron de las estanterías los diccionarios con que algunas veces se ayudaban a la hora de escribir sus artículos y noticias y se lanzaron a la descubierta de qué hacía allí ese batracio. No encontraron nada, o mejor, sí encontraron a la rana, encontraron la pata, encontraron el verbo entablillar, pero no consiguieron tocar el sentido profundo que las tres palabras juntas a la fuerza tendrían que tener. Hasta que se le ocurrió a alguien llamar a un viejo portero que vino del pueblo hace ya muchos años y de quien todos se reían porque, tanto tiempo después de vivir en la ciudad, todavía hablaba como si estuviera ante la chimenea contándoles historias a sus nietos. Le preguntaron si conocía la frase y él respondió que sí señor, que la conocía, le preguntaron si sabía qué significaba y él respondió que sí señor, lo sabía. Entonces explíquela, dijo el redactor jefe, Entablillar, señores, es poner tablillas en los huesos partidos, Hasta ahí llegamos, lo que queremos es que nos diga qué tiene eso que ver con la rana, Lo tiene todo, nadie consigue poner tablillas en una rana, Por qué, Porque ella nunca deja quieta la pata, Y eso qué quiere decir, Que es inútil intentarlo, que no se deja, Pero no debe de ser eso lo que está en la frase del lector, También se usa cuando tardamos demasiado tiempo en acabar un trabajo, y, si lo hacemos a posta, entonces estamos taponando, entonces estamos entablillándole la pata a la rana, O sea, que la iglesia está taponando, está entablillándole la pata a la rana, Sí señor, Así que el lector que escribió tenía toda la razón, Creo que sí, pero yo sólo guardo la entrada de la puerta, Nos ha ayudado mucho, No quieren que les explique la otra frase, Cuál, La del clavo y la herradura, No, ésa la conocemos, la practicamos todos los días.
La polémica sobre la muerte y las muertes, tan bien iniciada por el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, y por el aprendiz de filósofo, acabaría en comedia o en farsa si no hubiera aparecido el artículo del economista. Aunque el cálculo actuarial, como él mismo reconocía, no era su especialidad profesional, se consideraba suficientemente conocedor de la materia para preguntarse en público con qué dinero el país, dentro de unos veinte años, punto más, coma menos, pensaba pagar las pensiones a los millones de personas que se encontrarían en situación de jubilación por invalidez permanente y que así seguirían por todos los siglos de los siglos y a las que otros millones se les unirían implacablemente, tanto si se hace que la progresión sea aritmética o geométrica, de cualquier manera siempre tenemos garantizada la catástrofe, será la confusión, el desastre, la bancarrota del estado, el sálvese quien pueda, y nadie se salvará. Ante este cuadro espeluznante los metafísicos no tuvieron otro remedio que guardar la viola en su funda, la iglesia no tuvo otro recurso que regresar al cansado pasar cuentas de sus rosarios y seguir a la espera de la consumación de los tiempos, esa que, según sus escatológicas visiones, resolverá todo esto de una vez. Efectivamente, volviendo a las inquietantes razones del economista, los cálculos eran muy fáciles de hacer, veamos, si tenemos tanto de población activa que contribuye a la seguridad social, si tenemos tanto de población no activa que se encuentra jubilada, ya sea por vejez, ya sea por invalidez, y por consiguiente cobra de la otra sus pensiones, estando la activa en constante disminución con respecto a la inactiva y ésta en crecimiento continuo absoluto, no se entiende cómo nadie se haya dado cuenta enseguida de que la desaparición de la muerte, pareciendo el auge, la cúspide, la suprema felicidad, no era, en conclusión, una cosa buena. Fue necesario que los filósofos y otros abstractos anduviesen medio perdidos en los bosques de sus propias elucubraciones sobre el casi y el cero, que es la manera plebeya de decir el ser y la nada, para que el sentido común se presentara prosaicamente, con papel y lápiz en ristre, para demostrar a+b+c que había cuestiones mucho más urgentes en que pensar. Como era de prever, conociéndose los lados oscuros de la naturaleza humana, a partir del día en que salió publicado el alarmante artículo del economista, la actitud de la población saludable para con los pacientes terminales comenzó a modificarse para peor. Hasta ahí, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en que eran considerables los trastornos e incomodidades de toda especie que ellos causaban, se pensaba que el respeto por los viejos y por los enfermos en general representaba uno de los deberes esenciales de cualquier sociedad civilizada, y, por consiguiente, aunque a veces haciendo de tripas corazón, no se les negaban los cuidados necesarios, e incluso, en algunos casos señalados, se endulzaban con una cucharadita de compasión y amor antes de apagar la luz. Es cierto que también existen, como demasiado bien sabemos, esas desalmadas familias que, dejándose llevar por su incurable inhumanidad, llegaron al extremo de contratar los servicios de la maphia para deshacerse de los míseros despojos humanos que agonizaban interminablemente entre dos sábanas empapadas de sudor y manchadas por las excreciones naturales, pero ésas merecen nuestra reprensión, tanto como la que expresaríamos en la fábula tradicional mil veces narrada del cuenco de madera, aunque, felizmente, ahí se salvaron de la execración en el último momento, gracias, como se verá, al bondadoso corazón de un niño de ocho años. En pocas palabras se cuenta, y aquí la vamos a dejar para ilustración de las nuevas generaciones que la desconocen, con la esperanza de que no se burlen de ella por ingenua y sentimental. Atención, pues, a la lección moral. Érase una vez, en el antiguo país de las fábulas, una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación. Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo llama canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no. De lo que pasara después no hay señal en la historia, pero de ciencia muy cierta sabemos que si es verdad que el trabajo del muchachito se quedó a la mitad, también es verdad que el trozo de madera sigue por ahí. Nadie lo quiso quemar o tirar, ya sea para que la lección del ejemplo no cayera en el olvido, o por si se diera el caso de que alguien decidiera terminar la obra, eventualidad no del todo imposible de producirse si tenemos en cuenta la enorme capacidad de supervivencia de los dichos lados oscuros de la naturaleza humana. Como alguien dijo, todo lo que pueda suceder, sucederá, es una mera cuestión de tiempo, y, si no llegamos a verlo mientras que anduvimos por aquí, sería porque no vivimos lo suficiente. En cualquier caso, y para que no se nos acuse de pintar siempre con las pinturas de la parte izquierda de la paleta, hay quien admite la posibilidad de que una adaptación del amable cuento a la televisión, tras haberlo recogido un periódico, sacudidas las telarañas, de los polvorientos estantes de la memoria colectiva, pueda contribuir a que regresen a las quebrantadas conciencias de las familias el culto o el cultivo de los incorpóreos valores de espiritualidad de que la sociedad se nutría en el pasado, cuando el materialismo que hoy impera todavía no se había enseñoreado de voluntades que imaginábamos fuertes y al final eran la propia e insanable imagen de una aflictiva debilidad moral. Conservemos no obstante la esperanza. En el momento en que el muchachito aparezca en la pantalla, podemos estar seguros de que la mitad de la población del país correrá a buscar un pañuelo para enjugar las lágrimas, y de que la otra mitad, tal vez de temperamento estoico, las dejará correr por la cara, en silencio, para que se observe mejor cómo el remordimiento por el mal hecho o consentido no es siempre una palabra vana. Ojalá todavía estemos a tiempo de salvar a los abuelos.
Inesperadamente, con una deplorable falta de sentido de oportunidad, los republicanos decidieron aprovechar la delicada ocasión para hacer oír su voz. No eran muchos, ni siquiera tenían representación en el parlamento a pesar de que estaban organizados en partido político y regularmente concurrían a las elecciones. Se vanagloriaban, sin embargo, de cierta influencia social, sobre todo en los medios artísticos y literarios, por donde de vez en cuando hacían circular manifiestos por lo general bien redactados, pero invariablemente inocuos. Desde que desapareció la muerte no habían dado señales de vida, ni siquiera, como cabe esperar de una oposición que se dice frontal, para reclamar la aclaración de la rumoreada participación de la maphia en el ignóbil tráfico de pacientes terminales. Ahora, aprovechándose de la perturbación en que el país malvivía, dividido como estaba entre la vanidad de saberse único en todo el planeta y el desasosiego de no ser como todo el mundo, ponían sobre la mesa nada más y nada menos que la cuestión del régimen. Obviamente adversarios de la monarquía, enemigos del trono por definición, pensaban que habían descubierto un argumento nuevo a favor de la necesaria y urgente implantación de la república. Decían que iba contra la lógica más común que hubiera en el país un rey que nunca moriría y que, aunque mañana decidiera abdicar por motivo de edad o debilitamiento de las facultades mentales, rey seguiría siendo, el primero de una sucesión infinita de entronizaciones y abdicaciones, una infinita secuencia de reyes acostados en sus camas a la espera de una muerte que nunca llegaría, una cadena de reyes medio vivos medio muertos que, a no ser que los colocaran en los pasillos del palacio, acabarían llenando y por fin no cabiendo en el panteón donde fueron recogidos sus antecesores mortales, que ya no serían nada más que huesos desprendidos de los artejos o restos momificados y malolientes. Cuánto más lógico no sería tener un presidente de la república con vencimiento a plazo fijo, un mandato, como mucho dos, y después que se las avíe como pueda, que se dedique a su vida, dé conferencias, escriba libros, participe en congresos, coloquios y simposios, arengue en mesas redondas, dé la vuelta al planeta en ochenta recepciones, opine sobre la largura de las faldas cuando vuelvan a usarse y sobre la reducción del ozono en la atmósfera si todavía queda atmósfera, en fin, que se las componga. Todo menos tener que encontrar todos los días en los periódicos y oír en la televisión y en la radio el parte médico siempre igual, no atan ni desatan, sobre la situación de los internos en las enfermerías reales, que por cierto, viene a propósito que se informe, tras haber sido aumentadas dos veces, están a un tris de una tercera ampliación. El plural de enfermería está ahí para indicar que, como siempre sucede en instituciones hospitalarias o afines, los hombres se encuentran separados de las mujeres, o sea, reyes y príncipes a un lado, reinas y princesas a otro. Los republicanos desafiaban ahora al pueblo para que asumiera las responsabilidades que le competían, tomando el destino en sus manos para dar comienzo a una nueva vida y abriendo un nuevo y florido camino hacia las alboradas del porvenir. Esta vez el efecto del manifiesto no se limitó a tocar a los artistas y escritores, otras capas sociales se mostraron receptivas a la feliz imagen del camino florido y a las invocaciones de las alboradas del porvenir, lo que tuvo como resultado una concurrencia absolutamente fuera de lo común de adhesiones de nuevos militantes dispuestos a emprender una jornada que, tal como la pescada, que todavía en el agua la llaman así, ya era histórica antes de saberse si realmente lo iba a ser. Desgraciadamente las manifestaciones verbales de cívico entusiasmo de los nuevos adherentes a este republicanismo prospectivo y profético, en los días siguientes, no siempre fueron tan respetuosas como la buena educación y una sana convivencia democrática lo exigen. Algunas llegaron incluso a sobrepasar las fronteras de la más ofensiva grosería, como decir, por ejemplo, hablando de las realezas, que no estaban dispuestos a sustentar bestias con argolla ni burros con bizcocho. Todas las personas de buen gusto estuvieron de acuerdo en considerar tales palabras no sólo inadmisibles, sino también imperdonables. Bastaría con decir que las arcas del estado no podían seguir soportando más el continuo crecimiento de los gastos de la casa real y de sus adláteres, y todo el mundo lo comprendería. Era verdad y no ofendía.
El violento ataque de los republicanos, pero principalmente los inquietantes vaticinios contenidos en el artículo sobre la inevitabilidad, en un plazo muy breve, de que las dichas arcas del estado no podrían satisfacer el pago de las pensiones de vejez y de invalidez sin un final a la vista, hicieron que el rey notificara al primer ministro que necesitaba tener una conversación franca, a solas, sin magnetofones ni testigos de ninguna especie. Llegó el primer ministro, se interesó por la salud de las reales personas, en particular por la de la reina madre, aquella que en el último fin de año estaba a punto de morir, y después de todo, como tantas y tantas otras personas, todavía respiraba trece veces por minuto, que pocas más señales de vida se dejaban percibir en su cuerpo postrado, bajo el dosel del lecho. Su majestad agradeció, dijo que la reina madre sufría su calvario con la dignidad propia de la sangre que aún le corría por las venas, y luego pasó a los asuntos de la agenda, el primero de los cuales era la declaración de guerra de los republicanos. No entiendo qué les pasó por la cabeza a esa gente, dijo, el país hundido en la más terrible crisis de su historia y ellos hablando de cambio de régimen, Yo no me preocuparía, señor, lo que están haciendo es aprovechar la situación para difundir lo que llaman sus propuestas de gobierno, en el fondo no son otra cosa que unos pobres pescadores de aguas turbias, Con una lamentable falta de patriotismo, hay que añadir, Así es, señor, los republicanos tienen unas ideas sobre la patria que sólo ellos pueden entender, si es que realmente las entienden, Las ideas que tengan no me interesan, lo que quiero oír de usted es si existe alguna posibilidad de que consigan forzar un cambio de régimen, Si ni siquiera tienen representación en el parlamento, señor, Me refiero a un golpe de estado, a una revolución, Ninguna posibilidad, señor, el pueblo está con su rey, las fuerzas armadas son leales al poder legítimo, Entonces puedo estar descansado, Absolutamente descansado, señor. El rey hizo una cruz en su agenda, al lado de la palabra republicanos, dijo, Ya está, y luego preguntó, Y qué historia es esa de las pensiones que no se pagan, Estamos pagándolas, señor, es el futuro lo que se presenta bastante negro, Entonces debo de haber leído mal, pensé que se había dado, digamos, una suspensión de pagos, No señor, es el mañana el que se presenta altamente preocupante, Preocupante hasta qué punto, En todos, señor, el estado podrá llegar a derrumbarse, simplemente, como un castillo de naipes, Somos el único país que se encuentra en esa situación, preguntó el rey, No señor, a largo plazo el problema los alcanzará a todos, pero lo que cuenta es la diferencia entre morir y no morir, es una diferencia fundamental, con perdón por la banalidad, No le entiendo, En los otros países se muere con normalidad, los fallecimientos siguen controlando el caudal de nacimientos, pero aquí, señor, en nuestro país, señor, no muere nadie, mire el caso de la reina madre, parecía que expiraba y ahí la tenemos, felizmente, quiero decir, crea que no exagero, estamos con la soga al cuello, A pesar de eso me han llegado rumores de que algunas personas van muriendo, Así es, señor, pero se trata de una gota de agua en el océano, no todas las familias se atreven a dar el paso, Qué paso, Entregar sus pacientes a la organización que se encarga de los suicidios, No le entiendo, de qué sirve que se suiciden si no pueden morir, Éstos sí, Y cómo lo consiguen, Es una historia complicada, señor, Cuéntemela, estamos a solas, Al otro lado de las fronteras se muere, señor, Entonces quiere decir que esa tal organización los lleva hasta allí, Exactamente, Y se trata de una organización benemérita, Nos ayuda a retardar un poco la acumulación de pacientes terminales, pero, como le he dicho, es una gota de agua en el océano, Y qué organización es ésa. El primer ministro respiró hondo y dijo, La maphia, señor, La maphia, Sí señor, la maphia, a veces el estado no tiene otro remedio que buscar fuera quien haga los trabajos sucios, No me dijo nada, Señor, quise mantener a vuestra majestad al margen del asunto, asumo la responsabilidad, Y las tropas que estaban en las fronteras, Tenían una función que desempeñar, Qué función, La de aparentar un obstáculo al paso de los suicidas no siéndolo, Pensé que estaban ahí para impedir una invasión, Nunca hubo ese peligro, de todos modos establecimos acuerdos con los gobiernos de esos países, todo está controlado, Menos la cuestión de las pensiones, Menos la cuestión de la muerte, señor, si no volvemos a morir, no tenemos futuro. El rey hizo una cruz al lado de la palabra pensiones y dijo, Es necesario que ocurra algo, Sí, majestad, es necesario que ocurra algo.
El sobre se encontraba en la mesa del director general de la televisión cuando la secretaria entró en el despacho. Era de color violeta, luego fuera de lo común, y el papel, de tipo gofrado, imitaba la textura del lino. Parecía antiguo y daba la impresión de que ya había sido utilizado antes. No tenía ninguna dirección, tanto de remitente, lo que a veces sucede, como de destinatario, lo que no sucede nunca, y estaba en un despacho cuya puerta, cerrada con llave, acababa de ser abierta en ese momento, y donde nadie podría haber entrado durante la noche. Al darle la vuelta para ver si había algo escrito por detrás, la secretaria se sintió pensando, con una difusa sensación de lo absurdo que era pensarlo y haberlo sentido, que el sobre no estaba allí en el momento en que introdujo la llave e hizo funcionar el mecanismo de la cerradura. Qué disparate, murmuró, no reparé en que estaba aquí cuando salí ayer. Pasó los ojos por el despacho para ver si todo se encontraba en orden y se retiró a su lugar de trabajo. En su calidad de secretaria, y de confianza, estaba autorizada a abrir aquel o cualquier otro sobre, y más si no tenía ninguna indicación de carácter restrictivo, como serían las de personal, reservado o confidencial, pero no lo hizo, y no comprendía por qué. Dos veces se levantó de su sillón y entreabrió la puerta del despacho. El sobre seguía allí. Me estoy volviendo maniática, será efecto del calor, pensó, que venga ya él y se acabe el misterio. Se refería al jefe, al director general que tardaba. Eran las diez y cuarto cuando finalmente apareció. No era persona de muchas palabras, llegaba, daba los buenos días e inmediatamente entraba en su despacho, donde la secretaria tenía orden de pasar sólo cinco minutos después, el tiempo que él consideraba necesario para ponerse cómodo y encender el primer cigarro de la mañana. Cuando la secretaria entró, el director todavía tenía puesto el abrigo y no fumaba. Sostenía con las dos manos una hoja de papel del mismo color que el sobre, y las dos manos temblaban. Volvió la cabeza hacia la secretaria que se aproximaba, pero fue como si no la reconociese. De repente extendió un brazo con la mano abierta para hacerla detenerse y le dijo con una voz que parecía salir de otra garganta, Salga inmediatamente, cierre la puerta y no deje entrar a nadie, a nadie, me ha oído, sea quien sea. Solícita, la secretaria quiso saber si había algún problema, pero él le interrumpió la palabra con violencia, No me ha oído decirle que salga, preguntó. Y casi gritando, Salga ahora, ya. La pobre señora se retiró con lágrimas en los ojos, no estaba habituada a que la tratase de este modo, es cierto que el director, como todo el mundo, tiene sus defectos, pero es una persona generalmente bien educada, a las secretarias no suele faltarles al respeto. Es por algo que viene en la carta, no tiene otra explicación, pensó mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las lágrimas. No se equivocaba. Si se atreviera a entrar otra vez en el despacho vería al director general andando rápidamente de un lado para otro, con expresión de desvarío en la cara, como si no supiera qué hacer y al mismo tiempo tuviera la conciencia clara de que sólo él, y nadie más, podría hacerlo. El director miró el reloj, miró la hoja de papel, murmuró en voz muy baja, casi en secreto, Todavía hay tiempo, todavía hay tiempo, después se sentó para releer la carta misteriosa mientras se pasaba con gesto mecánico la mano libre por la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que todavía la tenía en su lugar, de que no la había perdido engullida por la vorágine de miedo que le retorcía el estómago. Acabó de leerla, se quedó con los ojos perdidos en el vacío, pensando, Tengo que hablar con alguien, después acudió a su mente, en su socorro, la idea de que tal vez se tratara de una broma, de una broma de pésimo gusto, un telespectador descontento, como hay tantos, y para colmo con imaginación morbosa, quien tiene responsabilidades directivas en la televisión sabe muy bien que por ahí no todo es un mar de rosas, Pero no es a mí a quien se le escribe para desahogarse, pensó. Como es natural, este pensamiento le indujo a descolgar el teléfono para preguntarle a la secretaria, Quién ha traído esta carta, No lo sé, señor director, cuando llegué y abrí la puerta de su despacho, como hago siempre, ya estaba ahí, Pero eso es imposible, durante la noche nadie tiene acceso a este despacho, Así es, señor director, Entonces cómo se lo explica, No me lo pregunte a mí, señor director, hace unos momentos quise decirle lo que había pasado, pero ni siquiera me dio tiempo, Reconozco que fui un poco brusco, perdone, No tiene importancia, señor director, pero me ha dolido. El director general volvió a perder la paciencia, Si le dijera lo que tengo aquí, entonces iba a saber lo que es doler. Y colgó. Volvió a mirar el reloj, después se dijo a sí mismo, Es la única salida, no veo otra, hay decisiones que no me compete tomar a mí. Abrió una agenda, buscó el número que le interesaba, lo encontró, Aquí está, dijo. Las manos seguían temblándole, le costó acertar con los números y más aún acertar con la voz cuando del otro lado le respondieron, Páseme con el despacho del primer ministro, pidió, soy el director de televisión, el director general. Atendió el jefe de gabinete, Buenos días, señor director, encantado de oírlo, en qué puedo serle útil, Necesito que el primer ministro me reciba lo más rápidamente posible para un asunto de extrema urgencia, Puede decirme de qué se trata para que se lo transmita al señor primer ministro, Lo lamento, pero es imposible, el asunto, además de urgente, es estrictamente confidencial, No obstante, si me da una idea, Tengo en mi poder, aquí, delante de estos ojos que la tierra se han de comer, un documento de trascendente importancia nacional, si esto que le estoy diciendo no es suficiente, si no es bastante para que me ponga ahora mismo en comunicación con el primer ministro dondequiera que se encuentre, temo mucho por su futuro personal y político, Así de serio es, Sólo le digo que, a partir de este momento, cada minuto que pase es de su exclusiva responsabilidad, Voy a ver qué puedo hacer, el señor primer ministro está muy ocupado, Pues entonces desocúpelo, si quiere ganar una medalla, Inmediatamente, Me quedo a la espera, Puedo hacerle otra pregunta, Por favor, qué más quiere saber todavía, Por qué ha dicho estos ojos que la tierra se han de comer, eso era antes, No sé lo que usted era antes, pero sé lo que es ahora, un rematado idiota, páseme al primer ministro, ya. La insólita dureza de las palabras del director general muestra hasta qué punto su espíritu se encuentra alterado. Es como si se hubiera apoderado de él una especie de obnubilación, no se reconoce, no comprende cómo es posible que haya insultado a alguien por el simple hecho de expresar una pregunta absolutamente razonable, tanto en los términos como en la intención. Tengo que pedirle disculpas, pensó arrepentido, mañana podré necesitarlo. La voz del primer ministro sonó impaciente, Qué pasa, preguntó, los problemas de la televisión, por lo que sé, no son asunto mío, No se trata de la televisión, señor primer ministro, tengo una carta, Sí, ya me han dicho que tiene una carta, y qué quiere que haga, Sólo le pido que la lea, nada más, el resto, usando sus propias palabras, no es asunto mío, Lo noto nervioso, Sí, señor primer ministro, estoy más que nervioso, Y qué dice esa misteriosa carta, No se lo puedo decir por teléfono, La línea es segura, Incluso así no le diré nada, toda cautela es poca, Entonces mándemela, Se la entregaré en mano, no quiero correr el riesgo de enviarla con un mensajero, Yo le mando alguien de aquí, mi jefe de gabinete, por ejemplo, persona más cercana será difícil, Señor primer ministro, por favor, no estaría aquí incomodándolo si no tuviera un motivo muy serio, necesito que me reciba, Cuándo, Ahora mismo, Estoy ocupado, Señor primer ministro, por favor, Bien, ya que insiste, venga, espero que el misterio valga la pena, Gracias, voy corriendo. El director general colgó el teléfono, metió la carta en el sobre, se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y se levantó. Las manos ya no le temblaban, pero la frente la tenía bañada en sudor. Se limpió la cara con el pañuelo, después llamó a la secretaria por el teléfono interior, le dijo que iba a salir, que pidiera su coche. El hecho de haberle pasado la responsabilidad a otra persona lo calmaba un poco, dentro de media hora su papel en este asunto habrá terminado. La secretaria abrió la puerta, El coche le espera, señor director, Gracias, no sé cuánto tiempo tardaré, tengo un encuentro con el primer ministro, pero esta información es sólo para usted, Quédese tranquilo, señor director, no diré nada, Hasta luego, Hasta luego, señor director, que todo salga bien, Como están las cosas, ya no sabemos ni lo que está bien ni lo que está mal, Tiene razón, A propósito, cómo se encuentra su padre, En la misma situación, señor director, sufrir, no parece sufrir, pero parece que está a punto de expirar, de extinguirse, ya lleva dos meses en ese estado, y, en vistas de lo que sucede, lo único que puedo hacer es esperar mi turno para que me acuesten en una cama junto a la suya, Quién sabe, dijo el director, y salió.
El jefe de gabinete recibió al director general en la puerta, lo saludó con frialdad evidente, después dijo, Le llevo con el señor primer ministro, Un minuto, antes quiero pedirle disculpas, había realmente un rematado idiota en nuestra conversación, pero era yo, Lo más probable es que no fuera ninguno de los dos, dijo el jefe de gabinete, sonriendo, Si pudiese ver lo que llevo dentro de este bolsillo comprendería mi estado de espíritu, No se preocupe, en lo que a mí respecta, está disculpado, Se lo agradezco, y ya verá, no faltan muchas horas para que la bomba estalle y se haga pública, Ojalá no haga demasiado estruendo al explotar, El estruendo será mayor que el peor de los truenos jamás escuchado, y los relámpagos más cegadores que todos los demás juntos, Me está preocupando, En ese momento, querido amigo, tengo la certeza de que volverá a disculparme, Vamos, el primer ministro ya le está esperando. Atravesaron una sala que en épocas pasadas debió de ser llamada antecámara, y un minuto después el director general estaba en presencia del primer ministro, que lo recibió con una sonrisa, Veamos qué problema de vida o de muerte es ese que me trae, Con el debido respeto, estoy convencido de que nunca de su boca habrán salido palabras más ciertas, señor primer ministro. Se sacó la carta del bolsillo y se la pasó por encima de la mesa. El otro se extrañó, No trae el nombre del destinatario, Ni de quien la envía, dijo el director, es como si fuera una carta dirigida a todas las personas, Anónima, No, señor primer ministro, como podrá ver viene firmada, pero léala, léala, por favor. El sobre fue abierto pausadamente, la hoja de papel desdoblada, pero enseguida de ver las primeras líneas el primer ministro levantó los ojos y dijo, Esto parece una broma, Podría serlo, de hecho, pero no lo creo, apareció sobre mi mesa de trabajo sin que nadie sepa cómo, No me parece que ésa sea una buena razón para dar crédito a lo que aquí se dice, Continúe, continúe, por favor. Cuando llegó al final de la carta, el primer ministro, despacio, moviendo los labios en silencio, articuló las dos sílabas de la palabra que la firmaba. Dejó el papel sobre la mesa, miró fijamente al interlocutor y dijo, Imaginemos que se trata de una broma, No lo es, Tampoco yo creo que lo sea, pero si digo que lo imaginemos es sólo para concluir que no demoraremos muchas horas en saberlo, Precisamente doce, dado que ahora es mediodía, Ahí es donde quiero llegar, si lo que se anuncia en la carta llega a cumplirse, y si no avisamos antes a la gente, se repetirá, pero al revés, lo que sucedió en la noche de fin de año, Da lo mismo que avisemos o que no, señor primer ministro, el efecto será el mismo, Contrario, Contrario, pero el mismo, Exacto, sin embargo, si avisamos luego se comprueba que se trataba de una broma, las personas habrán pasado un mal rato inútilmente, aunque sea cierto que habría mucho que decir Sobre la pertinencia de este adverbio, No creo que merezca la pena, usted ha dicho que no piensa que sea una broma, Así es, Qué hacemos entonces, avisar o no avisar, Ésa es la cuestión, mi querido director general, tenemos que pensar, ponderar, reflexionar, La cuestión ya está en sus manos, señor primer ministro, la decisión le pertenece, Me pertenece, sí, hasta podría romper el papel en mil pedazos y echarme a esperar lo que ha de ocurrir, No creo que lo haga, Tiene razón, no lo haré, por tanto hay que tomar una decisión, decir simplemente que la gente tiene que ser avisada no basta, es necesario saber cómo, Los medios de comunicación social existen para eso, señor primer ministro, tenemos la televisión, los periódicos, la radio, Su idea es que distribuyamos a todos esos medios una fotocopia de la carta acompañada de un comunicado del gobierno en que se solicite de la población serenidad y se den algunos consejos acerca de cómo proceder en la emergencia, Señor primer ministro, ha formulado la idea mejor de lo que yo alguna vez sería capaz de hacer, Le agradezco la lisonjera opinión, pero ahora le pido que haga un esfuerzo e imagine lo que ocurriría si procediésemos de ese modo, No lo entiendo, Esperaba más del director general de televisión, Si es así, siento no estar a la altura, señor primer ministro, Claro que está, lo que pasa es que se encuentra aturdido por la responsabilidad, Y usted, que es primer ministro, no lo está, También lo estoy, pero, en mi caso, aturdido no quiere decir paralizado, Afortunadamente para el país, Se lo agradezco una vez más, no hemos hablado mucho el uno con el otro, generalmente de la televisión hablo con el ministro responsable, pero creo que ha llegado el momento de hacer de usted una figura nacional, Ahora ya no lo comprendo en absoluto, señor primer ministro, Es simple, este asunto se quedará entre nosotros, rigurosamente entre nosotros, hasta las nueve de la noche, a esa hora el informativo de televisión abrirá con la lectura de un comunicado oficial en el que se explicará lo que va a suceder a medianoche de hoy, también se leerá un resumen de la carta, y la persona que realizará estas dos lecturas será el director general de la televisión, en primer lugar porque fue él el destinatario de la carta, aunque no nombrado en ella, en segundo lugar porque el director general es la persona en quien confío para que ambos llevemos a cabo la misión que, implícitamente, nos fue encargada por la dama que firma este papel, Un locutor haría mejor el trabajo, señor primer ministro, No quiero un locutor, quiero al director general de la televisión, Si es ése su deseo, lo consideraré como un honor, Somos las únicas personas que conocen lo que va a pasar hoy a medianoche y seguiremos siéndolo hasta la hora en que el país reciba la información, si hiciéramos lo que propuse antes, es decir, pasar ya la noticia a los medios de comunicación social, íbamos a tener doce horas de confusión, de pánico, de tumulto, de histerismo colectivo, y no sé cuántas cosas más, por tanto, dado que no está dentro de nuestras posibilidades, me refiero al gobierno, evitar esas reacciones, al menos las limitaremos a tres horas, de ahí en adelante ya no será cosa nuestra, vamos a tener de todo, lágrimas, desesperación, alivios mal disimulados, nuevas cuentas a la vida. Me parece una buena idea, Sí, pero sólo porque no tenemos otra mejor. El primer ministro tomó la hoja de papel, le pasó los ojos sin leerla y dijo, Es curioso, la letra inicial de la firma debería ser mayúscula, y es minúscula, También a mí me pareció raro, escribir un nombre con minúscula es anormal, Dígame, se ve algo normal en toda esta historia que vamos viviendo, Realmente, nada, A propósito, sabe hacer fotocopias, No soy especialista, pero lo he hecho algunas veces, Estupendo. El primer ministro guardó la carta y el sobre en una cartera repleta de documentos y mandó llamar al jefe de su gabinete, a quien le ordenó, Mande desocupar inmediatamente la sala donde se encuentra la fotocopiadora, Está donde los funcionarios trabajan, señor primer ministro, es ése su lugar, Que se vayan a otro sitio, que esperen en el pasillo o salgan a fumar un cigarro, sólo necesitamos de tres minutos, no es así, director general, Ni tanto, señor primer ministro, Yo podría hacer la fotocopia con absoluta discreción, si es eso, como me permito suponer, lo que se pretende, dijo el jefe de gabinete, Es precisamente eso lo que se pretende, discreción, pero, por esta vez, yo mismo me encargaré del trabajo, con la asistencia técnica, digámoslo así, del señor director general de la televisión aquí presente, Muy bien, señor primer ministro, voy a dar las órdenes necesarias para que la sala sea evacuada. Regresó dos minutos después, Ya está desocupada, señor primer ministro, si no hay inconveniente regreso a mi despacho, Me alegra no haber tenido que decírselo y le pido que no tome a mal estas maniobras aparentemente conspirativas por el hecho de que se le excluya, hoy mismo conocerá el motivo de tantas precauciones sin necesitar que yo se lo diga, Seguro, señor primer ministro, nunca me permitiría dudar de la bondad de sus razones, Así se habla, querido amigo. Cuando el jefe de gabinete salió, el primer ministro tomó la cartera y dijo, Vamos. La sala estaba desierta. En menos de un minuto la fotocopia quedó lista, letra por letra, palabra por palabra, pero era otra cosa, le faltaba el toque inquietante del papel color violeta, ahora es una misiva vulgar, común, tipo Ojalá estas líneas os encuentren de buena y feliz salud en compañía de toda la familia, por mi parte sólo puedo decir bien de la vida y de quien la hizo. El primer ministro le entregó la copia al director general, Ahí la tiene, me quedo con el original, dijo, Y el comunicado del gobierno, cuándo lo recibiré, Siéntese, que yo mismo lo redacto en un instante, es fácil, queridos compatriotas, el gobierno considera que es su deber informar al país sobre una carta que hoy ha llegado a sus manos, un documento cuyo significado e importancia no necesitan ser encarecidos, aunque no estamos en condiciones de garantizar su autenticidad, admitimos, sin querer anticipar su contenido, una posibilidad de que no llegue a producirse lo que en el mismo documento se anuncia, en cualquier caso, para que la población no se vea sorprendida en una situación que no estará exenta de tensiones y aspectos críticos varios, se va a proceder de inmediato a su lectura, para la que, con el beneplácito del gobierno, ha sido encargado el director general de televisión, una palabra más antes de terminar, no es necesario asegurar que, como siempre, el gobierno se mantendrá atento para con los intereses y necesidades de la población en horas que serán, sin duda, de las más difíciles desde que somos nación y pueblo, motivo este por el que apelamos a todos para que conserven la calma y la serenidad de que tantas muestras han sido dadas durante la sucesión de fatalidades que hemos pasado desde el principio de año, al mismo tiempo que confiamos que un porvenir más benévolo nos restituya la paz y la felicidad de que somos merecedores y que disfrutábamos antes, queridos compatriotas, les recuerdo que la unión hace la fuerza, éste es nuestro lema, nuestra divisa, mantengámonos unidos y el futuro será nuestro, bueno, ya está, como ve, ha sido rápido, estos comunicados oficiales no exigen grandes esfuerzos de imaginación, casi se podría decir que se redactan por sí mismos, ahí tiene una máquina de escribir, copie y guárdelo todo bien guardado hasta las nueve de la noche, no se separe de esos papeles ni por un instante, Quédese tranquilo, señor primer ministro, soy perfectamente consciente de mis responsabilidades en esta coyuntura, tenga la certeza de que no se sentirá decepcionado, Muy bien, ahora puede regresar a su trabajo, Permítame que le haga todavía dos preguntas antes de marcharme, Adelante, Me acaba de decir que hasta las nueve de la noche sólo dos personas sabrán de este asunto, Sí, usted y yo, nadie más, ni siquiera el gobierno, Y el rey, si no es osadía por mi parte meterme donde no me llaman, Su majestad lo sabrá al mismo tiempo que los demás, esto, claro, si está viendo la televisión, Supongo que no le va a gustar mucho no haber sido informado antes, No se preocupe, la mejor de las virtudes que exornan a los reyes, me refiero, como es obvio, a los constitucionales, es que son personas extraordinariamente comprensivas, Ah, Y la otra pregunta que quería hacerme, No es una pregunta, Entonces, Es que, siendo sincero, estoy asombrado con la sangre fría que está demostrando, señor primer ministro, a mí, lo que va a suceder en el país a medianoche me parece una catástrofe, un cataclismo como no ha habido otro nunca, una especie de fin del mundo, mientras que, mirándolo a usted, es como si estuviera tratando un asunto cualquiera de la rutina gubernativa, da tranquilamente sus órdenes, hasta me ha parecido, hace poco, verlo sonreír, Estoy convencido de que también usted, querido director general, sonreiría si tuviera una idea de la cantidad de problemas que esta carta va a resolverme sin necesidad de mover un dedo, y ahora déjeme trabajar, tengo que dar unas cuantas órdenes, hablar con el [ministro del interior para que ponga a la policía en estado de alerta, trataré de inventar un motivo verosímil, la posibilidad de una alteración del orden público, no es persona para perder mucho tiempo pensando, prefiere la acción, denle acción si quieren verlo feliz, Señor primer ministro, consienta que le diga que considero un privilegio sin precio haber vivido a su lado estos momentos cruciales, Menos mal que lo ve de esa forma, pero sepa que mudaría rápidamente de opinión si una sola de las palabras que han sido dichas en este despacho, suyas o mías, llega a ser conocida fuera de sus cuatro paredes, Comprendo, Como un rey constitucional, Sí, señor primer ministro.
Eran casi las veinte horas y treinta minutos cuando el director general llamó al responsable de informativos para comunicarle que esa noche el telediario se abriría con la lectura de un comunicado del gobierno al país, del que, como es habitual, se encargaría el presentador correspondiente, tras lo cual, él mismo, director general, leería otro documento, complementario del primero. Si al responsable de informativos el procedimiento le pareció anormal, desusado, fuera de lo corriente, no lo dio a entender, se limitó a pedir los documentos para ser introducidos en el teleprompter, ese meritorio aparato que permite crear la pretenciosa ilusión de que el comunicante se está dirigiendo directa y únicamente a cada una de las personas que lo escuchan. El director general respondió que en este caso el teleprompter no iba a ser utilizado, Haremos la lectura a la moda antigua, dijo, y añadió que entraría en el estudio a las veinte horas y cincuenta y cinco minutos exactos, momento en que entregaría el comunicado del gobierno al presentador, a quien ya le habrían sido dadas instrucciones rigurosas para sólo abrir la carpeta que lo contenía en el momento de su lectura. El responsable de informativos pensó que, ahora sí, había motivo para mostrar un cierto interés por el asunto, Es tan importante, preguntó, En media hora lo sabrá, Y la bandera, señor director general, quiere que mande que la coloquen tras el sillón donde ha de sentarse, No, nada de banderas, no soy ni jefe del gobierno ni ministro, Ni rey, sonrió el jefe de informativos con aires de lisonjera complicidad, como si quisiera dar a entender que rey, sí, lo era, pero de la televisión nacional. El director general hizo como que no lo había oído, Puede irse, dentro de veinte minutos estaré en el estudio, No habrá tiempo para que lo maquillen, No quiero ser maquillado, la lectura será bastante breve y los telespectadores, en ese momento, tendrán más cosas en que pensar que si mi cara está maquillada o no, Muy bien, lo que usted mande, En todo caso, tome precauciones para que los focos no me hagan ojeras, no me gustaría que me vieran en la pantalla con aspecto de desenterrado, hoy menos que en ninguna otra ocasión. A las veinte horas y cincuenta y cinco minutos el director general entró en el estudio, le entregó al presentador la carpeta con el comunicado del gobierno y se sentó en el lugar que le estaba destinado. Atraídas por lo insólito de la situación, la noticia, como era de esperar, había circulado, había en el estudio muchas más personas de lo que era habitual. El realizador ordenó silencio. A las veintiuna horas exactas surgió, acompañada por su inconfundible sintonía, la fulgurante cabecera del telediario, una variada y velocísima secuencia de imágenes con las que se pretendía convencer al telespectador de que aquella televisión, a su servicio veinticuatro horas al día, estaba, como antiguamente se decía de la divinidad, en todas partes y a todas partes mandaba noticias. En el mismo instante en que el presentador acabó de leer el comunicado del gobierno, la cámara número dos puso al director general en la pantalla. Se notaba que estaba nervioso, que tenía la garganta cerrada. Carraspeó un poco para limpiarse la voz y comenzó a leer, señor director general de la televisión nacional, estimado señor, para los efectos que las personas interesadas estimen convenientes le informo de que a partir de la medianoche de hoy se volverá a morir tal como sucedía, sin protestas notorias, desde el principio de los tiempos y hasta el día treinta y uno de diciembre del año pasado, debo explicarle que la intención que me indujo a interrumpir mi actividad, la de parar de matar, a envainar la emblemática guadaña que imaginativos pintores y grabadores de otros tiempos me pusieron en la mano, fue ofrecer a esos seres humanos que tanto me detestan una pequeña muestra de lo que para ellos sería vivir siempre, es decir, eternamente, aunque, aquí entre nosotros dos, señor director general de la televisión nacional, tenga que confesarle mi total ignorancia acerca de si las dos palabras, siempre y eternamente, son tan sinónimas cuanto en general se cree, ahora bien, pasado este periodo de algunos meses que podríamos llamar de prueba de resistencia o de tiempo gratuito y teniendo en cuenta los lamentables resultados de la experiencia, ya sea desde un punto de vista moral, es decir, filosófico, ya sea desde un punto de vista pragmático, es decir, social, he considerado que lo mejor para las familias y para la sociedad en su conjunto, tanto en sentido vertical, como en sentido horizontal, es hacer público el reconocimiento de la equivocación de que soy responsable y anunciar el inmediato regreso a la normalidad, lo que significa que a todas aquellas personas que ya deberían estar muertas, pero que, con salud o sin ella, han permanecido en este mundo, se les apagará la candela de la vida cuando se extinga en el aire la última campanada de la medianoche, nótese que la referencia a la campanada de la medianoche es meramente simbólica, no vaya a ser que a alguien se le pase por la cabeza la idea estúpida de parar los relojes de los campanarios o de quitarle el badajo a las campanas pensando que de esa manera detendría el tiempo y podría contradecir lo que es mi decisión irrevocable, esta de devolver el supremo miedo al corazón de los hombres la mayor parte de las personas que antes se encontraban en el estudio ya había desaparecido, y las que todavía quedaban cuchicheaban unas con otras, sus murmullos siseaban sin que al realizador, él mismo con la boca abierta de puro pasmo, se le ocurriera mandar callar con ese gesto furioso que era su costumbre usar en circunstancias obviamente mucho menos dramáticas luego resígnense y mueran sin discutir porque de nada les valdría, sin embargo, hay un punto en que siento que tengo la obligación de reconocer mi error, y tiene que ver con el injusto y cruel procedimiento que venía siguiendo, que era quitarle la vida a las personas a traición, sin aviso previo, sin decir agua va, comprendo que se trataba de una indecente brutalidad, cuántas veces no di tiempo ni siquiera para que hicieran testamento, es cierto que en la mayoría de los casos les mandaba una enfermedad que abriera camino, pero las enfermedades tienen algo curioso, los seres humanos siempre esperan librarse de ellas, de modo que ya cuando es demasiado tarde acaban sabiendo que ésa iba a ser la última, en fin, a partir de ahora todo el mundo estará prevenido de la misma manera y tendrá un plazo de una semana para poner en orden lo que todavía le queda de vida, hacer testamento y decir adiós a la familia, pidiendo perdón por el mal hecho o haciendo las paces con el primo con el que estaba de relaciones cortadas desde hace veinte años, dicho esto, señor director general de la televisión nacional, sólo me queda pedirle que haga llegar hoy mismo a todos los hogares del país este mi mensaje autógrafo, que firmo con el nombre con que generalmente se me conoce, muerte. El director general se levantó del sillón cuando vio que ya no estaba en pantalla, dobló la copia de la carta y se la guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta. Notó que se le acercaba el realizador, pálido, con el rostro descompuesto, Así que era esto, decía en un murmullo casi inaudible, así que era esto. El director general asintió en silencio y se dirigió a la salida. No oyó las palabras que el locutor comenzó a balbucear, Acaban de escuchar, y después las noticias que habían dejado de tener importancia porque nadie en el país les estaba dando la menor atención, en las casas en que había un enfermo terminal las familias se reunieron en torno a la cabecera del infeliz, aunque no podían decirle que moriría de ahí a tres horas, no podían decirle que ya podía aprovechar el tiempo para hacer el testamento al que siempre se había negado o si quería que llamaran al primo para hacer las paces, tampoco podían practicar la hipocresía habitual como era preguntar si se sentía mejor, se quedaban contemplando la pálida y blanda cara, después miraban el reloj a hurtadillas, a la espera de que el tiempo pasara y de que el tren del mundo regresara a los carriles habituales para hacer el viaje de siempre. Y no fueron pocas las familias que habiéndole pagado ya a la maphia para que les retirara el triste despojo, y suponiendo, en el mejor de los casos, que no se iban a poner a llorar el dinero perdido, veían como, si hubieran tenido un poco más de caridad y paciencia, les habría salido gratis el despeje. En las calles había enormes alborozos, se veían personas paradas, aturdidas, desorientadas, sin saber hacia qué lado huir, otras lloraban desconsoladamente, otras abrazadas, como si hubieran decidido comenzar allí las despedidas, otras discutían si la culpa de todo esto no la tendría el gobierno, o la ciencia médica, o el papa de roma, un escéptico protestaba que no había memoria de que la muerte hubiera escrito jamás una carta y que era necesario hacerle con urgencia el análisis de la caligrafía porque, decía, una mano compuesta de trochos de huesos nunca podría escribir de la misma manera que lo hubiera hecho una mano completa, auténtica, viva, con sangre, venas, nervios, tendones, piel y carne, y que si era cierto que los huesos no dejan impresiones digitales en el papel y por tanto por ahí no se podría identificar al autor de la carta, un examen de ADN tal vez lanzase alguna luz sobre esta inesperada manifestación epistolar de un ser, si la muerte lo es, que había estado en silencio toda la vida. En este mismo momento el primer ministro está hablando con el rey por teléfono, le explica las razones por las que había decidido no darle conocimiento de la carta de la muerte, y el rey responde que sí, que comprende perfectamente, entonces el primer ministro le dice que siente mucho el funesto desenlace que la última campanada de la medianoche impondrá a la periclitante vida de la reina madre, y el rey encoge los hombros, que para poca vida, más vale ninguna, hoy ella, mañana yo, sobre todo ahora que el príncipe heredero da señales de impaciencia, pregunta cuándo llegará su turno de ser rey constitucional. Después de terminada esta conversación íntima, con toques de inusual sinceridad, el primer ministro dio instrucciones a su jefe de gabinete para convocar a todos los miembros del gobierno a una reunión de máxima urgencia, los quiero aquí en tres cuartos de hora, a las diez en punto, dijo, tenemos que discutir, aprobar y poner en marcha los paliativos necesarios para aminorar las confusiones y guirigáis de todas las especies que la nueva situación inevitablemente creará en los próximos días, Se refiere a la cantidad de personas fallecidas que va a ser necesario evacuar en ese plazo cortísimo, señor primer ministro, Eso es lo menos importante, querido amigo, para resolver los problemas de esa naturaleza están las funerarias, es más, para ellas ha acabado la crisis, deben de estar muy contentas calculando lo que van a ganar, así que ellas enterrarán a los muertos, como les compete, mientras nosotros nos ocupamos de los vivos, por ejemplo, organizando equipos de psicólogos que ayuden a las personas a superar el trauma de volver a morir cuando estaban convencidas de que iban a vivir siempre, Realmente debe de ser duro, yo mismo lo había pensado, No pierda tiempo, los ministros que traigan a los secretarios de estado respectivos, los quiero aquí a todos a las diez en punto, si alguno le pregunta, dígale que es el primero en ser convocado, son como niños pequeños que quieren caramelos. El teléfono sonó, era el ministro del interior, Señor primer ministro, estoy recibiendo llamadas de todos los periódicos, dijo, exigen que les sean entregadas copias de la carta que acaba de ser leída en televisión en nombre de la muerte y que yo deplorablemente desconocía, No lo deplore, si decidí asumir la responsabilidad de guardar el secreto fue para que no tuviéramos que aguantar doce horas de pánico y de confusión, Qué hago, entonces, No se preocupe con este asunto, mi gabinete va a distribuir la carta ahora mismo entre todos los medios de comunicación social, Muy bien, señor primer ministro, El gobierno se reúne a las diez en punto, traiga a sus secretarios de estado, Los subsecretarios también, No, que ésos se queden guardando la casa, siempre he oído que mucha gente junta no se salva, Sí, señor primer ministro, Sea puntual, la reunión comenzará a las diez y un minuto, Tenga la seguridad de que seremos los primeros en llegar, señor primer ministro, Recibirá su medalla, Qué medalla, Es una manera de hablar, no me haga caso.
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