Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Haciendo justicia a quien se debe, tenemos que reconocer que la incertidumbre en que se encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes, era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos. Principalmente porque el resultado final, y esto es lo que caracteriza los auténticos dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de la corona de flores con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hogares de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente descompuestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de uva, los miembros trémulos y dubitativos, como un barco que inútilmente anduviese en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped, excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo veremos salir de aquí para morir en casa o en el hospital, como sucedía en los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del feliz ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos señores de lo que de alguna manera también era nuestro, al menos por el trabajo que nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos huéspedes, al gobierno se le había ocurrido la misma idea cuando aquel debate sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones, dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a alguien con suficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia propia y por el panorama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo comparamos con esta eternidad recientemente inaugurada, el remedio, salvo opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como hasta ahora, aprovechando viviendas y palacetes que tuvieron tiempos mejores, sino construyendo de raíz grandes edificios, con la forma de un pentágono, por ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios, después ciudades, después metrópolis, o, usando palabras más crudas, cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será necesaria cada vez más gente para ocuparse de ellos, resultando que el romboide de las edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y temblor, se vería una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con franqueza, con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que semejante suerte.
Una terrible amenaza que se avecina pondrá en peligro la supervivencia de nuestra industria, es lo que declaró ante los medios de comunicación social el presidente de la federación de compañías de seguros, refiriéndose a los muchos miles de cartas que, más o menos con idénticas palabras, como si las hubiesen copiado de un modelo único, estaban entrando en los últimos días en las empresas conteniendo una orden de cancelación inmediata de las pólizas de seguros de vida de los respectivos signatarios. Afirmaban éstos que, teniendo en cuenta el hecho público y notorio de que la muerte había puesto fin a sus días, era absurdo, por no decir simplemente estúpido, seguir pagando unas primas altísimas que sólo servirían, sin ninguna especie de contrapartida, para enriquecer todavía más a las compañías. No estoy para atar perros con longanizas, se desahogaba, en posdata, un asegurado especialmente irritado. Algunos iban más lejos, reclamaban la devolución de las cuantías ya abonadas, pero eso se notaba enseguida que era nada más que un intento, a ver si colaba. A la inevitable pregunta de los periodistas sobre qué pensaban hacer las compañías de seguros para contrarrestar la salva de artillería pesada que de pronto se les vino encima, el presidente de la federación respondió que, aunque los asesores jurídicos estuvieran, en este preciso momento, estudiando con toda atención la letra pequeña de las pólizas en busca de cualquier posibilidad interpretativa que permitiese, siempre dentro de la más estricta legalidad, claro está, imponer a los asegurados heréticos, incluso contra su voluntad, la obligación de pagar mientras estuvieran vivos, es decir, sempiternamente, lo más probable sería que se llegase a un pacto de consenso, un acuerdo entre caballeros, que consistiría en la inclusión de una breve cláusula en las pólizas, tanto para la rectificación de ahora como para la vigencia futura, en que quedaría establecida la edad de ochenta años para muerte obligatoria, obviamente en sentido figurado, se apresuró a añadir el presidente, sonriendo con indulgencia. De esta manera, las compañías cobrarían los premios en la más perfecta normalidad hasta la fecha en que el feliz asegurado cumpliera su octogésimo aniversario, momento en que, puesto que se había convertido en alguien virtualmente muerto, se procedería al cobro del montante íntegro del seguro, que le sería puntualmente satisfecho. Todavía habría que añadir, y esto no es lo menos interesante, que, en el caso de que así lo deseen, los clientes podrán renovar su contrato por otros ochenta años, al final de los cuales, para los efectos debidos, se registraría un segundo óbito, repitiéndose el procedimiento anterior y así sucesivamente. Se oyeron murmullos de admiración y algún conato de aplauso entre los periodistas rápidos en cálculo actuarial, que el presidente agradeció con una inclinación de cabeza. Estratégica y tácticamente, la jugada había sido perfecta, hasta el punto de que al día siguiente comenzaron a llegar cartas a las compañías de seguros dando por nulas y sin efectos las primeras. Todos los asegurados se declaraban dispuestos a aceptar el pacto entre caballeros que se había sugerido, gracias al que se puede decir, sin exageración, que éste ha sido uno de esos rarísimos casos en que nadie pierde y todos ganan. Sobre todo las compañías de seguros, salvadas por los pelos de la catástrofe. Se espera que en las próximas elecciones el presidente de la federación sea reelegido en el cargo que tan brillantemente desempeña.
De la primera reunión de la comisión interdisciplinaria se puede decir de todo menos que haya transcurrido bien. La culpa, si el pesado término tiene aquí cabida, la tuvo el dramático memorando que los hogares del feliz ocaso entregaron al gobierno, en especial esa conminatoria frase que remataba, Antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que tal suerte. Cuando los filósofos, divididos, como siempre, en pesimistas y optimistas, unos carrancudos, otros risueños, se disponían a recomenzar por milésima vez la agotadora disputa del vaso del que no se sabe si está medio lleno o medio vacío, disputa que, transferida para la cuestión que los había congregado, se acabaría reduciendo, con toda probabilidad, a un mero inventario de las ventajas o desventajas de estar muerto o de vivir para siempre, los delegados de las religiones se presentaron formando un frente unido común con el que aspiraban a establecer el debate en el único terreno dialéctico que les interesaba, es decir, la aceptación explícita de que la muerte era absolutamente fundamental para la realización del reino de dios y que, por tanto, cualquier discusión sobre un futuro sin muerte sería absurda además de blasfema, porque implicaría presuponer, inevitablemente, un dios ausente, por no decir desaparecido. No se trataba de una actitud nueva, el propio cardenal ya apuntó con el dedo el busilis que supondría esta versión teológica de la cuadratura del círculo cuando, en su conversación telefónica con el primer ministro, admitió, bien es verdad que con palabras mucho menos claras, que si se acabara la muerte no podría haber resurrección, y que sin resurrección no tendría sentido que hubiera iglesia. Así pues, siendo éste, pública y notoriamente, el único instrumento de labor de que Dios parece disponer en la tierra para labrar los caminos que deberán conducir a su reino, la conclusión obvia e irrebatible es que toda la historia santa termina inevitablemente en un callejón sin salida. Este ácido argumento salió de la boca del filósofo pesimista de más edad, que no contento añadió a continuación, Las religiones, todas, por más vueltas que le demos, no tienen otra justificación para existir que no sea la muerte, la necesitan como pan para la boca. Los delegados de las religiones no se tomaron la molestia de protestar. Al contrario, uno de ellos, reputado integrante del sector católico, dijo, Tiene razón, señor filósofo, justo para eso existimos, para que las personas se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación, El paraíso, Paraíso o infierno, o cosa ninguna, lo que pase después de la muerte nos importa mucho menos de lo que generalmente se cree, la religión, señor filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver con el cielo, No es eso lo que nos han habituado a oír, Algo tendríamos que decir para hacer atractiva la mercancía, Eso quiere decir que en realidad no creen en la vida eterna, Hacemos como que sí. Durante un minuto no habló nadie. El mayor de los pesimistas dejó que una vaga y suave sonrisa apareciera en su cara, con el aire de quien acaba de ver coronado de éxito un difícil experimento de laboratorio. Siendo así, intervino un filósofo del ala optimista, Por qué les asusta tanto que la muerte haya acabado, No sabemos si ha acabado, sabemos sólo que ha dejado de matar, que no es lo mismo, De acuerdo, pero, dado que la duda no está resuelta, mantengo la pregunta, Porque si los seres humanos no muriesen, todo estaría permitido, Y eso sería malo, preguntó el filósofo de más edad, Tanto como no permitir nada.
Hubo un silencio. A los ocho hombres sentados alrededor de la mesa les había sido encomendado que reflexionasen sobre las consecuencias de un futuro sin muerte y que construyesen a partir de los datos del presente una previsión plausible de las nuevas cuestiones con que la sociedad tendría que enfrentarse, además, excusado será decirlo, del inevitable agravamiento de las cuestiones antiguas. Mejor sería no hacer nada, dijo uno de los filósofos optimistas, los problemas del futuro, el futuro los resolverá, Lo malo es que el futuro es ya hoy, dijo uno de los pesimistas, tenemos aquí, entre otros, los memorandos elaborados por los llamados hogares del feliz ocaso, por los hospitales, por las agencias funerarias, por las compañías de seguros, y salvo el caso de éstas, que siempre encuentran la manera de sacar provecho de cualquier situación, hay que reconocer que las perspectivas no se limitan a ser sombrías, son catastróficas, terribles, exceden en peligros a todo lo que la más delirante imaginación pueda concebir, Sin ánimo de ser irónico, que en las actuales circunstancias sería de pésimo gusto, observó un integrante no menos reputado del sector protestante, me parece que esta comisión ya nació muerta, Los hogares del feliz ocaso tienen razón, antes la muerte que tal suerte, dijo el portavoz de los católicos, Qué piensan hacer, preguntó el pesimista de más edad, aparte de proponer la extinción inmediata de la comisión, como parece que ustedes desean, Por nuestra parte, iglesia católica, apostólica y romana, organizaremos una campaña nacional de oraciones para rogar a Dios que providencie el regreso de la muerte lo más rápidamente posible a fin de ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, Dios tiene autoridad sobre la muerte, preguntó uno de los optimistas, Son las dos caras de la misma moneda, a un lado el rey, al otro la corona, Siendo así, tal vez la muerte se haya retirado por orden de Dios, En su tiempo conoceremos los motivos de esta probación, mientras tanto vamos a poner los rosarios a trabajar, Nosotros haremos lo mismo, me refiero a las oraciones, claro, no a los rosarios, sonrió el protestante, Y también sacaremos procesiones a las calles de todo el país pidiendo la muerte, de la misma manera que lo hicimos ad petendam pluviam, para pedir la lluvia, tradujo el católico, A tanto no llegaremos nosotros, esas procesiones no forman parte de las manías que cultivamos, volvió a sonreír el protestante. Y nosotros, preguntó uno de los filósofos optimistas con un tono que parecía anunciar su próximo ingreso en las filas contrarias, qué vamos a hacer a partir de ahora, cuando parece que todas las puertas se han cerrado, Para empezar, levantar la sesión, respondió el de más edad, Y luego, Seguir filosofando, ya que nacimos para esto, y aunque sea sobre el vacío, Para qué, Para qué, no sé, Entonces, por qué, Porque la filosofía necesita tanto de la muerte como las religiones, si filosofamos es porque sabemos que moriremos, monsieur de montaigne ya dijo que filosofar es aprender a morir.
Incluso no siendo filósofos, al menos en el sentido más común del término, algunos habían conseguido aprender el camino. Paradójicamente, no tanto aprender a morir ellos mismos, porque todavía no les había llegado el tiempo, sino a engañar la muerte de otros, ayudándola. El expediente utilizado, como no tardará en verse, fue una nueva manifestación de la inagotable capacidad inventiva de la especie humana. En una aldea cualquiera, a pocos kilómetros de la frontera con uno de sus países limítrofes, vivía una familia de campesinos pobres que tenía, por mal de sus pecados, no un pariente, sino dos, en estado de vida suspendida o, como se prefería decir, de muerte parada. Uno de ellos era un abuelo de esos a la antigua usanza, un patriarca de carácter duro que la enfermedad había reducido a un mísero guiñapo, aunque no le hizo perder por completo el sentido del habla. El otro era una criatura de pocos meses para la que no hubo tiempo de enseñar ni la palabra vida ni la palabra muerte y ante quien la muerte real se negaba a mostrarse. No morían, no estaban vivos, el médico rural que los visitaba una vez por semana decía que ya nada podía hacer por ellos ni contra ellos, ni siquiera inyectarles, a uno y a otro, una buena droga letal, de esas que no hace mucho tiempo hubieran sido la solución radical para cualquier problema. Como mucho, tal vez pudiera empujarlos un paso hacia donde se supone que la muerte se encuentra, pero sería en vano, inútil, porque en ese preciso instante, inalcanzable como antes, ella daría otro paso y mantendría la distancia. La familia fue a pedirle ayuda al cura, que oyó, levantó los ojos al cielo y no tuvo otra palabra para responder sino que todos estamos en manos de Dios y que la misericordia divina es infinita. Pues sí, infinita será, pero no lo suficiente para ayudar a nuestro padre y abuelo a morir en paz ni para salvar a un pobre inocente que no le ha hecho nada malo al mundo. En esto estábamos, ni para delante, ni para atrás, sin remedio y sin esperanza, cuando el viejo habló, Que se acerque alguien, dijo, Quiere agua, preguntó una de las hijas, No quiero agua, quiero morir, Ya sabe que el médico dice que no es posible, padre, recuerde que la muerte se ha terminando, El médico no entiende nada, desde que el mundo es mundo siempre ha habido una hora y un lugar para morir, Ahora no, Ahora sí, Tranquilícese, padre, que le sube la fiebre, No tengo fiebre, y aunque la tuviera, daría lo mismo, así que óyeme con atención, Le estoy oyendo, Acércate más, antes de que se me quiebre la voz, Diga. El viejo musitó algunas palabras al oído de la hija. Ella negaba con la cabeza, pero él insistía e insistía. Esto no va a resolver nada, padre, balbuceó ella estupefacta, pálida de miedo, Lo resolverá, Y si no se resuelve, No perdemos nada por intentarlo, Y si no se resuelve, Es fácil, me traen de vuelta a casa, Y el niño, El niño viene también, si me quedo allí, se quedará conmigo. La hija intentó pensar, se le leía en la cara la confusión, y finalmente preguntó, Y por qué no los traemos y los enterramos aquí, Imagínate lo que pasaría, dos muertos en casa en una tierra donde nadie, por más que se haga, consigue morir, cómo lo explicarías tú, además, tengo mis dudas de que la muerte, tal como están las cosas, nos dejara entrar, Es una locura, padre, Tal vez lo sea, pero no veo otro medio para salir de esta situación, Lo queremos vivo, no muerto, Pero no en el estado en que me ves aquí, un vivo que está muerto, un muerto que parece vivo, Si es así, cumpliremos su voluntad, Dame un beso. La hija le besó la frente y salió a llorar. Desde ahí, bañada en lágrimas, fue a anunciar al resto de la familia que el padre había determinado que lo llevasen esa misma noche al otro lado de la frontera, donde, según su idea, la muerte, todavía en vigor en ese país, no tendría más remedio que aceptarlo.
La noticia se recibió con un sentimiento complejo de orgullo y resignación, orgullo porque no se ve todos los días a un anciano ofrecerse así, con su propio pie, a la muerte que le huye, resignación porque perdido uno, perdido cien, qué le vamos a hacer, contra lo que tiene que suceder toda la fuerza sobra. Como está escrito que no se puede tener todo en la vida, el valeroso viejo dejará en su lugar nada más que una familia pobre y honesta que no se olvidará de honrar su memoria. La familia no era sólo esta hija que salió a llorar y la criatura que no le había hecho ningún mal al mundo, era también otra hija y el marido respectivo, padres de tres niños felizmente de buena salud, más una tía soltera a la que se le pasó hace mucho la edad de casarse. El otro yerno, el marido de la hija que salió a llorar, vive en un país distante, emigró para ganarse la vida y mañana sabrá que perdió a la vez al único hijo que tenía y el suegro a quien estimaba. Es así la vida, va dando con una mano hasta que llega el día que quita todo con la otra. Que importan poco a este relato los parentescos de unos cuantos campesinos que lo más probable es que no vuelvan a aparecer, lo sabemos mejor que nadie, pero nos ha parecido que no estaría bien, incluso desde un estricto punto de vista técnico-narrativo, despachar en dos líneas rápidas precisamente a estas personas que van a ser protagonistas de uno de los más dramáticos lances ocurridos en esta, aunque cierta, inverídica historia sobre las intermitencias de la muerte. Ahí están, pues. Apenas nos faltó decir que la tía soltera todavía manifestó una duda, Qué dirán los vecinos, preguntó, cuando descubran que ya no están aquí aquellos que, sin morir, a la muerte estaban. En general la tía soltera no habla de una manera tan preciosista, tan rebuscada, y si lo ha hecho ahora era para no estallar en lágrimas, que así sucedería si hubiese pronunciado el nombre del niño que no le había hecho ningún mal al mundo y las palabras mi hermano. Le respondió el padre de los otros tres niños, Les decimos simplemente lo que pasó y esperamos las consecuencias, al menos seremos acusados de hacer entierros clandestinos, fuera del cementerio y sin conocimiento de las autoridades, y para colmo en otro país, Ojalá que no se comience ninguna guerra por esto, dijo la tía.
Era casi medianoche cuando salieron camino de la frontera. Como si sospechara que algo extraño estaba tramándose, la aldea había tardado más de lo habitual en recogerse entre las sábanas. Por fin el silencio tomó a su cargo las calles y las luces de las casas se fueron apagando una a una. La mula fue enganchada al carromato, después, con mucho esfuerzo, pese a lo poco que pesaba, el yerno y las dos hijas bajaron al abuelo, lo tranquilizaron cuando él, con voz apagada, preguntó si llevaban la pala y la azada, Sí las llevamos, quédese tranquilo, y luego subió la madre del niño, lo tomó en brazos, dijo, Adiós mi hijo que no te volveré a ver, y esto no era verdad, porque ella también iría en el carromato con la hermana y el cuñado, puesto que tres no serían demasiado para la tarea. La tía soltera no quiso despedirse de los viajeros que no regresarían y se encerró en el cuarto con los sobrinos. Como los aros metálicos de las ruedas del carromato causarían estrépito en el irregular empedrado de la calle, con grave riesgo de que fueran apareciendo en las ventanas los habitantes curiosos de saber adonde irían los vecinos a esa hora, dieron un rodeo por caminos de tierra hasta que llegaron finalmente a la carretera, fuera de la aldea. No estaban muy lejos de la frontera, pero lo malo era que la carretera no los llevaba hasta ella, en cierto punto tendrían que dejarla y continuar por atajos por los que el carromato apenas cabría, eso sin hablar de que el último tramo deberían hacerlo a pie, abriéndose paso entre matorrales, cargando con el abuelo Dios sabe cómo. Afortunadamente el yerno conoce bien estos parajes porque, aparte de habérselos pateado como cazador, también, alguna que otra vez, había ejercido de contrabandista aficionado. Tardaron casi dos horas en llegar al punto donde tendrían que dejar el carromato, y ahí fue cuando se le ocurrió al yerno llevar al abuelo sobre la mula, confiando en la firmeza de los jarretes del animal. Desengancharon la bestia, la aliviaron de los arreos superfluos y, con mucho esfuerzo, trataron de izar al viejo. Las dos mujeres lloraban, Ay mi querido padre, Ay mi querido padre, y con las lágrimas se les iba la poca fuerza que todavía les quedaba. El pobre hombre estaba medio inconsciente, como si ya hubiera atravesado el primer umbral de la muerte. No lo conseguiremos, exclamó con desesperación el yerno, pero de súbito se le ocurrió que la solución sería que él montara primero y tirara después del abuelo, que quedaría en la cruz de la mula, delante, Lo llevo abrazado, no hay otra manera, vosotras ayudad desde ahí. La madre del niño fue hasta el carromato a arreglar la pequeña manta que lo cubría, no vaya el pobrecito a enfriarse, y regresó junto a la hermana, A la una, a las dos, a las tres, dijeron, pero fue como si nada, ahora el cuerpo pesaba tanto que parecía de plomo, lo único que pudieron hacer fue dejarlo en el suelo. Entonces sucedió una cosa nunca vista, una especie de milagro, un prodigio, una maravilla. Como si por un instante la ley de la gravedad hubiera sido suspendida o pasara a actuar al contrario, de abajo hacia arriba, el abuelo se escapó suavemente de las manos de las hijas y, por sí mismo, levitando, subió hasta los brazos extendidos del yerno. El cielo, que desde el principio de la noche había estado cubierto de pesadas nubes que amenazaban lluvia, se abrió y dejó aparecer la luna. Ya podemos seguir, dijo el yerno, hablándole a su mujer, tú llevas la mula. La madre del niño abrió un poco la manta para ver cómo estaba el hijo. Los párpados, cerrados, eran como dos pequeñas manchas pálidas, el rostro, un dibujo confuso. Entonces dio un grito que recorrió todo el espacio alrededor e hizo que se estremecieran en sus cuevas los animales salvajes, No, no seré yo quien lleve a mi hijo al otro lado, no lo traje a la vida para entregarlo a la muerte con mis propias manos, llevaos a padre, yo me quedo aquí. La hermana se le acercó y le preguntó, Prefieres asistir, año tras año, a su agonía, Tienes tres hijos con salud, hablas sin saber, Tu hijo es como si fuera mío, Si es así, llévatelo tú, yo no puedo, Y yo no debo, sería matarlo, Cuál es la diferencia, No es lo mismo llevar hasta la muerte y matar, por lo menos en este caso, tú eres la madre de este niño, no yo, Serías capaz de llevar a uno de tus hijos, o a todos, Pienso que sí, pero no lo puedo jurar, Entonces tengo razón, Si es eso lo que quieres, espéranos, vamos a llevar a padre. La hermana se apartó, agarró la mula por la brida y preguntó, Vamos, el marido respondió, Vamos, pero despacio, no quiero que se me caiga. La luna, llena, brillaba. En algún lugar, adelante, se encontraba la frontera, esa línea que sólo en los mapas es visible. Cómo sabremos cuándo hemos llegado, preguntó la mujer, Padre lo sabrá. Ella comprendió y no hizo más preguntas. Continuaron andando, cien metros, diez pasos, y de repente el hombre dijo, Llegamos, Se acabó, Sí. Detrás, una voz repitió, Se acabó. La madre del niño amparaba por última vez al hijo muerto en el regazo de su brazo izquierdo, la mano derecha sujetaba en el hombro la pala y la azada que los otros habían olvidado. Andemos un poco más, hasta aquel fresno, dijo el cuñado. A lo lejos, en una ladera, se distinguían las luces de una aldea. Por el pisar de la mula se notaba que la tierra era blanda, debería ser fácil de cavar. Este sitio me parece bueno, dijo por fin el hombre, el árbol nos servirá de señal cuando vengamos a traerles unas flores. La madre del niño dejó caer la pala y la azada y, suavemente, puso al hijo en el suelo.
Después, las dos hermanas, con mil cautelas para que no resbalara, recibieron el cuerpo del padre y, sin esperar la ayuda del hombre que ya desmontaba la mula, lo colocaron al lado del nieto. La madre del niño sollozaba, repetía monótonamente, Mi hijo, mi padre, y la hermana vino y la abrazó, llorando también y diciendo, Es mejor así, es mejor así, la vida de estos infelices ya no era vida. Se arrodillaron ambas en el suelo condoliéndose por los muertos que habían venido a engañar a la muerte. El hombre ya manejaba la azada, cavaba, retiraba con la pala la tierra suelta, y luego volvía a cavar. Debajo la tierra era más dura, más compacta, algo pedregosa, sólo al cabo de media hora de trabajo continuo la cavidad alcanzó profundidad suficiente. No había ataúd ni mortaja, los cuerpos descansarían sobre la pura tierra, sólo con las ropas que traían puestas. Uniendo las fuerzas, el hombre y las dos mujeres, él dentro de la sepultura, ellas fuera, una a cada lado, bajaron lentamente el cuerpo del viejo, ellas sosteniéndolo por los brazos abiertos en cruz, él amparándolo hasta que tocó el fondo. Las mujeres no paraban de llorar, el hombre tenía los ojos secos, pero todo él temblaba, como atacado por una fiebre violenta. Todavía faltaba lo peor. Entre lágrimas y sollozos, el niño fue descendido, colocado junto al abuelo, pero allí no estaba bien, un bultito pequeño, insignificante, una vida sin importancia, dejada de lado como si no perteneciera a la familia. Entonces el hombre se inclinó, tomó al niño del suelo, lo puso sobre el pecho del abuelo, después le cruzó los brazos sobre el cuerpecito minúsculo, ahora sí, ya están acomodados, preparados para su descanso, podemos comenzar a lanzarles la tierra por encima, con cuidado, poco a poco, para que todavía puedan mirarnos algún tiempo más, para que puedan despedirse de nosotros, oigamos lo que están diciendo, adiós hijas mías, adiós yerno, adiós tíos, adiós madre. Cuando la sepultura estuvo llena, el hombre aplanó y alisó la tierra para que no se notara, si alguien pasase por ahí, que había personas enterradas. Colocó una piedra a la cabecera y otra más pequeña a los pies, a continuación esparció sobre la tumba las hierbas que había cortado antes con la azada, otras plantas, vivas, en pocos días tomarán el lugar de estas que, marchitas, muertas, resecas, entrarán en el ciclo alimentario de la misma tierra de que habían brotado. El hombre midió a pasos largos la distancia entre el árbol y la tumba, fueron doce, después se colocó en el hombro la pala y la azada, Vamos, dijo. La luna había desaparecido, el cielo estaba otra vez cubierto. Comenzó a llover cuando acababan de enganchar la mula al carromato.
Los actores del dramático lance que acaba de ser descrito con desusada minucia en un relato que hasta ahora había preferido ofrecer al lector curioso, por decirlo así, una visión panorámica de los hechos, fueron, cuando su inopinada entrada en escena, clasificados como campesinos pobres. El error, resultado de una impresión precipitada del narrador, de un examen que no pasó de superficial, deberá, por respeto a la verdad, ser inmediatamente rectificado. Una familia campesina pobre, pobre de verdad, nunca llegaría a ser propietaria de un carromato ni tendría posibles para sustentar un animal de tanto alimento como es la mula. Se trataba, sí, de una familia de pequeños agricultores, gente acomodada en la modestia del medio en que vivían, personas con educación e instrucción escolar suficiente para poder mantener entre sí diálogos no sólo gramaticalmente correctos, sino también con eso que algunos, a falta de mejor expresión, suelen llamar contenido, otros sustancia, otros, más pegados a la tierra, seso. Si así no fuera, nunca jamás la tía soltera habría sido capaz de poner en pie aquella tan hermosa frase antes comentada, Qué dirán los vecinos cuando descubran que ya no están aquí aquellos que, sin morir, a la muerte estaban. Corregido a tiempo el lapso, restituida la verdad en su lugar, veamos qué dicen los vecinos. A pesar de las precauciones adoptadas, alguien vio el carromato y se extrañó de la salida de esos tres a tales horas. Precisamente ésa fue la pregunta que se hizo el vecino vigilante, Adonde irán esos tres a semejante hora, repetida a la mañana siguiente, con un pequeño cambio, al yerno del viejo agricultor, Adonde ibais a esa hora de la noche. El interpelado respondió que tenían que resolver un asunto, pero el vecino no se dio por satisfecho, Un asunto a medianoche, en carromato, con tu mujer y tu cuñada, qué cosa tan rara, dijo, Será raro, pero es así, Y de dónde veníais cuando el cielo comenzaba a clarear, Eso no te importa, Tienes razón, perdona, realmente no es de mi incumbencia, pero en todo caso sí puedo preguntarte cómo se encuentra tu suegro, Igual, Y tu sobrino pequeño, También, Ah, me alegra que los dos mejoren, Gracias, Hasta luego, Hasta luego. El vecino dio unos pasos, se detuvo, volvió atrás, Me pareció ver algo en el carromato, me pareció que tu hermana llevaba un niño en los brazos, y, si era así, entonces lo más probable es que el bulto tumbado que me pareció ver, cubierto con una manta, fuese tu suegro, sobre todo teniendo en cuenta, Teniendo en cuenta qué, Teniendo en cuenta que cuando regresasteis el carromato venía vacío y tu hermana no traía ningún niño en los brazos, Por lo visto, no duermes de noche, Tengo un sueño delicado, me despierto con facilidad, Te despertaste cuando nos fuimos, te despertaste cuando regresamos, eso se llama coincidencia, Así es, Y quieres que te diga lo que ha pasado, Si quieres, Ven conmigo. Entraron en la casa, el vecino saludó a las tres mujeres, No quiero molestar, dijo perturbado, y esperó. Serás la primera persona que lo sepa, dijo el yerno, y no tendrás que guardar el secreto porque no te lo vamos a pedir, No me digas nada más que lo que quieras decir, Mi suegro y mi sobrino han muerto esta noche, los llevamos al otro lado de la frontera, donde la muerte mantiene su actividad, Los habéis matado, exclamó el vecino, En cierto modo, sí, ya que ellos no pudieron ir por sus propios pies, en cierto modo, no, porque lo hicimos por orden de mi suegro, y en cuanto al niño, pobrecito, no tenía querer ni vida que vivir, quedaron enterrados bajo un fresno, puede decirse que abrazados el uno al otro. El vecino se llevó las manos a la cabeza, Y ahora, Ahora vas y lo cuentas por toda la aldea, seremos detenidos por la policía, probablemente juzgados y condenados por lo que no hemos hecho, Sí lo habéis hecho, Un metro antes de la frontera estaban vivos, un metro después ya estaban muertos, dime tú cuándo los matamos, y cómo, Si no los hubieseis llevado, Sí, estarían aquí, esperando la muerte que no llega. Silenciosas, serenas, las tres mujeres miraban al vecino. Me voy, dijo, realmente pensaba que algo había sucedido, pero nunca pude imaginar que era esto, Tengo algo que pedirte, dijo el yerno, Qué, Que me acompañes a la policía, así no tendrás que ir de puerta en puerta, por ahí, contándole a la gente los terribles crímenes que hemos cometido, fíjate, parricidio, infanticidio, Dios santo, qué monstruos viven en esta casa, No lo contaría de esa manera, Ya lo sé, acompáñame, Cuándo, Ahora mismo, el hierro tiene que ser golpeado cuando está caliente, Vamos.
No fueron condenados ni juzgados. Como un reguero de pólvora, la noticia corrió veloz por todo el país, los medios de comunicación vituperaron a los infames, las hermanas asesinas, el yerno instrumento del crimen, se lloraron lágrimas sobre el anciano y el inocente como si fueran el abuelo y el nieto que todos desearían haber tenido, por milésima vez los periódicos bienpensantes que actuaban como barómetros de la moralidad pública apuntaron el dedo hacia la imparable degradación de los valores tradicionales de la familia, fuente, causa y origen de todos los males en su opinión, y he aquí que cuarenta y ocho horas después comenzaron a llegar informaciones sobre prácticas idénticas que estaban sucediendo en todas las regiones fronterizas. Otros carromatos y otras mulas condujeron otros cuerpos inermes, falsas ambulancias dieron vueltas y vueltas por veredas abandonadas hasta llegar al lugar donde deberían descargarlos, en general sujetos durante el trayecto por los cinturones de seguridad o, en algún censurable caso, escondidos en los portaequipajes y cubiertos con una manta, coches de todas las marcas, modelos y precios transportaron hasta esta nueva guillotina cuyo filo, con perdón por la libérrima comparación, era la finísima línea fronteriza, invisible para ojos desnudos, a los infelices que la muerte, en el lado de aquí, había mantenido en situación de pena suspendida. No todas las familias que procedieron así podían alegar en su defensa los motivos de algún modo respetables, aunque obviamente discutibles, presentados por nuestros conocidos y angustiados agricultores que, muy lejos de imaginar las consecuencias, dieron inicio al tráfico. Algunas en el expediente de ir a evacuar al padre o al abuelo en territorio extranjero vieron nada más que una manera limpia y eficaz, radical sería el término exacto, de verse libres de los auténticos pesos muertos que sus moribundos eran en casa. Los medios de comunicación que antes vituperaron enérgicamente a las hijas y al yerno del viejo enterrado con el nieto, incluyendo después en esa reprobación a la tía soltera, acusada de complicidad y connivencia, estigmatizaban ahora la crueldad y la falta de patriotismo de personas de apariencia decente que en esta circunstancia de gravísima crisis nacional dejaban caer la máscara hipócrita tras la cual escondían su verdadero carácter. Presionado por los gobiernos de los tres países limítrofes y por la oposición política interna, el jefe del gobierno condenó la inhumana acción, apeló al respeto por la vida y anunció que las fuerzas armadas tomarían de inmediato posiciones a lo largo de la frontera para impedir el paso de cualquier ciudadano en estado de disminución física terminal, ya fuera el intento por iniciativa propia, o determinado por arbitraria decisión de los parientes. En el fondo, en el fondo, pero de esto, claro está, no osó hablar el primer ministro, el gobierno no veía con tan malos ojos un éxodo que, en último análisis, servía el interés del país en la medida en que ayudaba a bajar una presión demográfica en aumento continuo desde hacía tres meses, aunque todavía lejos de alcanzar niveles inquietantes. Tampoco dijo el jefe del gobierno que ese mismo día se había reunido discretamente con el ministro del interior con el objetivo de planear la colocación de vigilantes, o espías, en todas las localidades del país, ciudades, pueblos y aldeas, con la misión de comunicarle a las autoridades cualquier movimiento sospechoso de personas afines a pacientes en situación de muerte parada. La decisión de intervenir o de no intervenir sería ponderada caso por caso, puesto que no era objetivo del gobierno frenar del todo este brote migratorio de nuevo tipo, sino dar una satisfacción parcial ante las preocupaciones de los gobiernos de los países con fronteras comunes, lo suficiente para acallar durante algún tiempo las reclamaciones. No estamos aquí para hacer lo que ellos quieren, dijo con autoridad el primer ministro, Todavía quedan fuera del plan los pequeños caseríos, las heredades, las casas aisladas, notó el ministro del interior, A ésos vamos a dejarlos tranquilos, que hagan lo que entiendan, bien sabe, querido ministro, por experiencia, que es imposible colocar un policía al lado de cada persona.
Durante dos semanas el plan funcionó más o menos a la perfección, pero, a partir de ahí, unos cuantos vigilantes comenzaron a quejarse de que estaban recibiendo amenazas por teléfono, conminándolos, si querían vivir una vida tranquila, a hacer vista gorda al tráfico clandestino de pacientes terminales, e incluso a cerrar los ojos por completo si no querían aumentar con sus propios cuerpos la cantidad de personas de cuya observación habían sido encargados. No eran palabras vanas, como se vio cuando las familias de cuatro vigilantes fueron avisadas mediante llamadas anónimas de que deberían recogerlos en determinados lugares. Tal como se encontraban, o sea, no muertos, pero vivos tampoco. Ante la gravedad de la situación, el ministro del interior decidió mostrarle su poder al desconocido enemigo, ordenando, por un lado, que los espías intensificaran la acción investigadora y, por otro lado, cancelando el sistema a cuentagotas, éste sí, éste no, que venía siendo aplicado de acuerdo con la táctica del primer ministro. La respuesta fue inmediata, otros cuatro vigilantes sufrieron la triste suerte de los anteriores, pero, en este caso, sólo hubo una llamada telefónica, dirigida al ministerio del interior, que lo mismo podría entenderse que era una provocación o una acción determinada por la pura lógica, como quien dice, Nosotros existimos. El mensaje, sin embargo, no acababa aquí, traía anexa una propuesta constructiva, Establezcamos un acuerdo de caballeros, dijo la voz del otro lado, el ministerio manda que se retiren los vigilantes y nosotros nos encargamos de transportar directamente a los pacientes, Quiénes son ustedes, preguntó el director del servicio que atendió la llamada, Sólo un grupo de personas amantes del orden y de la disciplina, gente de gran competencia en su especialidad, que detesta la confusión y cumple siempre lo que promete, gente honesta, en definitiva, Y ese grupo tiene nombre, quiso saber el funcionario, Hay quien nos llama maphia, con ph, Por qué con ph, Para distinguirnos de la otra, de la clásica, El estado no hace acuerdos con mafias, En papeles con firmas reconocidas por notario, claro que no, Ni de ésos ni de otros, Cuál es su cargo, Soy director de servicio, O sea, alguien que no conoce nada de la vida real, Tengo mis responsabilidades, La única que nos interesa en este momento es que traslade la propuesta a quien le concierna, al ministro, si tiene acceso, No tengo acceso al ministro, pero esta conversación será inmediatamente conocida por la jerarquía, El gobierno tiene cuarenta y ocho horas para estudiar la propuesta, ni un minuto más, pero avise a su jerarquía de que habrá nueve vigilantes en coma si la respuesta no es la que esperamos, Así lo haré, Pasado mañana, a esta hora, volveré a llamarlo para conocer la decisión, La nota está tomada, Ha sido un placer hablar con usted, No puedo decirle lo mismo, Estoy seguro de que comenzará a cambiar de opinión cuando sepa que los vigilantes regresan sanos y salvos a sus casas, si todavía recuerda oraciones de su infancia, vaya rezando para que eso sea lo que ocurra, Comprendo, Sabía que lo entendería, Así es, Cuarenta y ocho horas, ni un minuto más, Con toda seguridad, no seré yo quien le atienda, Pues yo tengo toda la seguridad de que sí, Por qué, Porque el ministro no querrá hablar directamente conmigo, además, si las cosas salen mal será usted quien cargue con las culpas, recuerde que lo que proponemos es un acuerdo entre caballeros, Sí señor, Buenas tardes, Buenas tardes. El director del servicio retiró la cinta magnetofónica de la grabadora y fue a hablar con la jerarquía.
Media hora después el casete estaba en manos del ministro del interior. Este lo oyó, lo volvió a oír, lo oyó por tercera vez, después preguntó, Ese director de servicio es persona de confianza, Hasta hoy no he tenido el menor motivo de queja, respondió la jerarquía, Tampoco el mayor, espero, Ni el mayor ni el menor, dijo la jerarquía, que no había notado la ironía. El ministro sacó el casete del grabador y desenrolló la cinta. Cuando hubo terminado, la puso sobre un cenicero de cristal y le acercó la llama de un mechero. La cinta comenzó a arrugarse, a retorcerse, y en menos de un minuto estaba transformada en un enredo ennegrecido, quebradizo e informe. Ellos también deben de haber grabado el diálogo con el director de servicio, dijo la jerarquía, No importa, cualquiera podría simular una conversación por teléfono, con dos voces y una grabadora, es más que suficiente, lo que aquí cuenta es que nosotros destruyamos nuestra cinta, quemado el original quedan quemadas de antemano todas las copias que se podrían hacer, No necesita que le diga que la telefonista conserva los registros, Providenciaremos que ésos desaparezcan también, Sí señor, y ahora, si me lo permite, me retiro, lo dejo para que pueda pensar en el asunto, Ya está pensado, no se vaya, Realmente no me sorprende, usted goza del privilegio de tener un pensamiento agilísimo, Lo que acaba de decir sería una lisonja si no fuera realidad, es verdad, pienso con rapidez, Aceptará la propuesta, Haré una contrapropuesta, Me temo que no la acepten, los términos que usó el emisario, además de perentorios, eran más que amenazadores, habrá nuevos vigilantes en coma si la respuesta no es la que esperamos, éstas fueron las palabras, Querido amigo, la respuesta que vamos a darles es precisamente que esperen, No comprendo, Querido amigo, su problema, y lo digo sin ánimo de ofender, es que no es capaz de pensar como un ministro, Culpa mía, lo lamento, No lo lamente, si alguna vez lo llaman para servir al país en funciones ministeriales verá como el cerebro le da una vuelta en el preciso momento en que se siente en un sillón como éste, ni se imagina la diferencia, Alimentar fantasías no me llevaría muy lejos, soy un funcionario, Conoce el dicho antiguo, nunca digas de esta agua no beberé, Ahora mismo tiene usted delante agua bastante amarga para beber, dijo la jerarquía apuntando los restos de la cinta quemada, Cuando se sigue una estrategia bien definida y se conocen con suficiencia los datos de la cuestión, no es difícil trazar una línea de acción segura, Soy todo oídos, señor ministro, Pasado mañana, su director de servicio, puesto que será él quien responda al emisario, él es el negociador por parte del ministerio, y nadie más, dirá que estamos de acuerdo en examinar la propuesta que nos hicieron, pero inmediatamente adelantará que la opinión pública y la oposición al gobierno jamás permitirían que esos miles de vigilantes fueran retirados de su misión sin una explicación aceptable, Y está claro que la explicación aceptable no puede ser que la maphia se ocupa ahora del negocio, Así es, aunque se podría haber dicho lo mismo con términos mejor elegidos, Perdone, señor ministro, me ha salido sin pensar, Bien, llegados a este punto, el director de servicio presentará una contrapropuesta, que podremos llamar también sugerencia alternativa, o sea, los vigilantes no serán retirados, permanecerán en los lugares donde ahora se encuentran, pero desactivados, Desactivados, Sí, creo que la palabra es bastante clara, Sin duda, señor ministro, sólo he expresado mi sorpresa, No veo de qué, es la única manera que tenemos de no parecer que cedemos al chantaje de esa banda de bellacos, Aunque en realidad hayamos cedido, Lo importante es que no lo parezca, que mantengamos la fachada, lo que suceda detrás ya no será de nuestra responsabilidad, Por ejemplo, Imaginemos que interceptamos ahora un transporte y detenemos a los tipos, no es necesario decir que esos riesgos ya estaban incluidos en la factura que los parientes tuvieron que pagar, No habrá factura ni recibo, la maphia no paga impuestos, Es una manera de hablar, lo que interesa en este caso es el hecho de que todos acabaremos ganando, nosotros, que nos quitamos un peso de encima, los vigilantes, que no volverán a ser lastimados en su integridad física, las familias, que descansarán sabiendo que sus muertos-vivos se convertirán finalmente en vivos-muertos, y la maphia, que cobrará por el trabajo, Un arreglo perfecto, señor ministro, Que además cuenta con la fortísima garantía de que nadie está interesado en abrir la boca, Creo que tiene razón, Tal vez, estimado amigo, su ministro le esté pareciendo demasiado cínico, De ningún modo, señor ministro, sólo admiro la rapidez con que ha conseguido poner todo en pie, tan firme, tan lógico, tan coherente, La experiencia, amigo, la experiencia, Voy a hablar con el director de servicio, le transmitiré sus instrucciones, estoy convencido de que hará bien el recado, tal como le dije antes, nunca me ha dado la menor razón de queja, Ni la mayor, creo, Ni ninguna de éstas, ni ninguna de aquéllas, respondió la jerarquía, que por fin comprendió la finura del jocoso toque.
Todo, o casi todo, para ser más precisos, pasó como el ministro había pronosticado. Exactamente a la hora establecida, ni un minuto antes, ni un minuto después, el emisario de la asociación de delincuentes que se hacía llamar maphia telefoneó para oír lo que el ministerio tenía que decirle. El director de servicio desempeñó con nota alta la incumbencia que le había sido encomendada, fue firme y claro, persuasivo en la cuestión fundamental, es decir, los vigilantes permanecerían en sus puestos, aunque desactivados, y tuvo la satisfacción de recibir a cambio, y luego transmitir a la jerarquía, la mejor de las respuestas posibles en la circunstancia actual, la de que la sugerencia alternativa del gobierno iba a ser atentamente examinada y así que pasaran veinticuatro horas se realizaría otra llamada telefónica. Así sucedió. Del examen resultó que la propuesta del gobierno podría ser aceptada, pero con una condición, la de que sólo serían desactivados aquellos vigilantes que se mantuvieran leales al gobierno, o, dicho con otras palabras, aquellos a quienes la maphia, simplemente, no los hubiera convencido para colaborar con el nuevo patrón, o sea, ella misma. Hagamos un esfuerzo por entender el punto de vista de los criminales. Colocados ante una compleja operación de larga duración a escala nacional, y teniendo que emplear una buena parte de su más experimentado personal en las visitas a las familias que en principio pudieran estar inclinadas a deshacerse de sus seres queridos para loablemente ahorrarles sufrimientos no sólo inútiles sino eternos, estaba muy claro que les convenía, en la medida de lo posible, y utilizando para tal sus armas preferidas, corrupción, soborno, intimidación, aprovechar los servicios de la gigantesca red de informadores ya montada por el gobierno. Contra esa piedra de repente lanzada en medio del camino la estrategia del ministro del interior patinó con grave daño para la dignidad del estado y del gobierno. Atrapado entre la espada y la pared, entre escila y caribdis, entre martillo y tenazas, corrió a comentar con el primer ministro el inesperado nudo gordiano que se acababa de presentar. Lo malo era que las cosas habían ido demasiado lejos para que ahora se pudiera dar marcha atrás. El jefe del gobierno, pese a tener más experiencia que el ministro del interior, no encontró mejor salida para el conflicto que proponer una nueva negociación, ahora con el establecimiento de una especie de numerus clausus, algo así como el veinticinco por ciento del número total de vigilantes en actividad que, como máximo, pasaría a trabajar para la otra parte. Una vez más le correspondería al director de servicio transmitir a un interlocutor ya impaciente la plataforma conciliatoria con la que, forzados por su propia ansiedad que alentaba esperanzas, el jefe del gobierno y el ministro del interior confiaban en que el acuerdo finalmente sería homologado. Sin firmas, dado que se trata de un acuerdo entre caballeros, de esos que basta con empeñar la palabra simplemente, prescindiendo, como nos explica el diccionario, de formalidades legales. Era no tener la menor idea de lo retorcido y maligno que es el espíritu de los maphiosos. En primer lugar, no establecieron ningún plazo para la respuesta, dejando sobre ascuas al pobre ministro del interior, ya resignado a entregar su carta de dimisión. En segundo lugar, cuando al cabo de varios días decidieron que deberían telefonear fue sólo para decir que todavía no habían llegado a ninguna conclusión acerca de si la plataforma sería tolerablemente conciliatoria para ellos, y, de paso, así como quien no quiere la cosa, aprovecharon la ocasión para informar que no tenían ninguna responsabilidad en el lamentable hecho de que el día anterior hubieran sido encontrados en pésimo estado de salud otros cuatro vigilantes. En tercer lugar, gracias a que toda espera tiene su fin, tanto si es feliz como infeliz, la respuesta que la dirección general maphiosa comunicó al gobierno, vía director de servicio y jerarquía, se dividía en dos puntos, a saber, punto a, el numerus clausus no sería de veinticinco por ciento, sino de treinta y cinco, punto b, siempre que lo consideraran conveniente para sus intereses, y sin necesidad de previa consulta a las autoridades y menos aún consentimiento, la organización exigía que le fuera reconocido el derecho a traspasar vigilantes para su propio servicio, en los lugares donde se encontraran vigilantes desactivados, siendo obvio decir que aquéllos ocuparían los lugares de éstos. Era tomar o dejar. Ve alguna manera de escapar de esta disyuntiva, le preguntó el jefe del gobierno al ministro del interior, Ni siquiera creo que exista, señor, si nos negamos supongo que tendremos cuatro vigilantes inutilizados para el servicio y para la vida cada día que pase, si aceptamos, estaremos en manos de esa gente dios sabe por cuánto tiempo, Para siempre, o al menos mientras haya familias que se quieran ver libres a cualquier precio de los estorbos que tienen en casa, Eso acaba de darme una idea, No sé si debo alegrarme, He hecho lo mejor que podía, señor primer ministro, si me he convertido en un estorbo de otro tipo sólo tiene que decir una palabra, Adelante, no sea tan susceptible, qué idea es ésa, Creo, señor primer ministro, que nos encontramos ante un clarísimo ejemplo de oferta y demanda, Y eso viene a propósito de qué, estamos hablando de personas que en este momento sólo tienen una manera de morir, Tal como en la duda clásica acerca de qué apareció primero, si el huevo o la gallina, tampoco se puede distinguir siempre si la demanda precedió a la oferta o si, por el contrario, fue la oferta la que puso en movimiento la demanda, Estoy viendo que no sería mala política sacarlo de la cartera de interior y ponerlo en la de economía, No son tan diferentes como se supone, señor primer ministro, de la misma manera que en el interior existe una economía, existe también en la economía un interior, son vasos comunicantes, por decirlo así, No divague, dígame cuál es la idea, Si a aquella primera familia no se le hubiese ocurrido que la solución del problema podría estar esperando al otro lado de la frontera, tal vez la situación en que hoy nos encontráramos sería diferente, si muchas familias no hubiesen seguido el ejemplo después, la maphia no habría aparecido queriendo explotar un negocio que simplemente no existiría, En teoría es así, aunque, como sabemos, ellos sean capacísimos de exprimir de una piedra el agua que no tiene y después venderla más cara, pero de un modo u otro sigo sin ver qué idea es esa suya, Es simple, señor primer ministro, Ojalá lo sea, En pocas palabras, estancar el caudal de oferta, Y eso cómo se conseguiría, Convenciendo a las familias, en nombre de los más sagrados principios de humanidad, de amor al prójimo y de solidaridad, para quedarse con sus enfermos terminales en casa, Y cómo cree que se podrá producir ese milagro, Estoy pensando en una gran campaña de publicidad en todos los medios de difusión, prensa, televisión y radio, incluyendo manifestaciones en la calle, sesiones de aclaración, distribución de panfletos y pegatinas, teatro de calle y de sala, cine, sobre todo dramas sentimentales y dibujos animados, una campaña capaz de emocionar hasta las lágrimas, una campaña que induzca al arrepentimiento a los parientes desviados de sus deberes y obligaciones, que haga a las personas solidarias, abnegadas, compasivas, estoy convencido de que en poquísimo tiempo las familias pecadoras serían conscientes de la imperdonable crudeza de su actual comportamiento y regresarían a los valores transcendentales que todavía no hace mucho eran sus más sólidos fundamentos, Mis dudas aumentan cada minuto, ahora me pregunto si no debería ofrecerle la cartera de cultura, o la de los cultos, para la que también le encuentro cierta vocación, O también puede, señor primer ministro, reunir las tres carteras en un mismo ministerio, Y ya puestos, también la de economía, Sí, por eso de los vasos comunicantes, Para la que no serviría, querido amigo, sería para la de propaganda, esa idea de una campaña de publicidad que haga regresar a las familias al redil de las almas sensibles es un perfecto disparate, Por qué, señor primer ministro, Porque, en realidad, campañas de ese tipo sólo le sirven a quien las cobra, Hemos hecho muchas, Sí, con los resultados que se conocen, además, volviendo a la cuestión que nos debe ocupar, aunque su campaña tuviera resultado, no sería ni para hoy ni para mañana, y yo tengo que tomar una decisión ahora mismo, Aguardo sus órdenes, señor primer ministro. El jefe del gobierno sonrió desalentado, Todo esto es ridículo, absurdo, dijo, sabemos muy bien que no tenemos dónde elegir y que las propuestas que hemos hecho sólo han servido para agravar la situación, Siendo así, Siendo así, y si no queremos cargar nuestra conciencia con cuatro vigilantes al día empujados a golpes hasta el portón de entrada de la muerte, no nos queda otro camino que no sea aceptar las condiciones que nos han propuesto, Podíamos desencadenar una operación policial relámpago, una redada, meter en la cárcel a unas cuantas docenas de maphiosos, tal vez consiguiéramos que dieran marcha atrás, La única manera de liquidar al dragón es cortarle la cabeza, limarle las uñas no sirve de nada, Para algo servirá, Cuatro vigilantes por día, recuerde, señor ministro del interior, cuatro vigilantes por día, es mejor reconocer que nos encontramos atados de pies y manos, La oposición nos va a atacar con la mayor violencia, nos acusarán de haber vendido el país a la maphia, No dirán país, dirán patria, Peor todavía, Esperemos que la iglesia nos eche una mano, imagino que serán receptivos al argumento de que, además de fornecerles unos cuantos muertos útiles, tomamos esta decisión para salvar vidas, Ya no se puede decir salvar vidas, señor primer ministro, eso era antes, Tiene razón, será necesario inventar otra expresión.
Hubo un silencio. Después el jefe del gobierno dijo, Acabemos con esto, dé las instrucciones necesarias a su director de servicio y comience a trabajar en el plan de desactivación, también necesitamos saber cuáles son las ideas de la maphia acerca de la distribución territorial del veinticinco por ciento de vigilantes que constituirá el numerus clausus, Treinta y cinco por ciento, señor primer ministro, No le agradezco que me haya recordado que nuestra derrota todavía es más grande que la que ya desde el principio parecía inevitable, Es un triste día, Las familias de los cuatro siguientes vigilantes, si supieran lo que está pasando aquí, no lo llamarían así, Y pensar que esos cuatro vigilantes mañana podrán estar trabajando para la maphia, Así es la vida, querido titular del ministerio de los vasos comunicantes, Del interior, señor primer ministro, del interior, Ése es el depósito central.
Se podrá pensar que, tras tantas y tan vergonzosas capitulaciones como fueron las del gobierno durante el toma y daca de las transacciones con la maphia, que llegaron al extremo de consentir que humildes y honestos funcionarios públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la organización criminal, se podrá pensar, decíamos, que ya mayores bajezas morales no serán posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que bajar. A través del ministerio competente, el de defensa, llamado de guerra en tiempos más sinceros, fueron despachadas instrucciones para que las fuerzas del ejército que habían sido colocadas a lo largo de la frontera se limitasen a vigilar las carreteras principales, sobre todo las que conducían a los países vecinos, dejando entregadas a su bucólica paz las de segunda y tercera categoría, y también, por razones de peso, la tupida red de caminos vecinales, de veredas, de sendas, de trochas y de atajos. Como no podía ser de otra manera, esto significó el regreso a los cuarteles de la mayor parte de esas fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo de alegría para la tropa rasa, incluidos cabos y furrieles, hartos todos de guardias y rondas diurnas y nocturnas, causó, por el contrario, un encendido disgusto en el nivel de los sargentos, por lo visto más conscientes que el resto del personal de la importancia de los valores del honor militar y del servicio a la patria. Sin embargo, si el movimiento capilar de ese disgusto pudo subir hasta los alféreces, si después perdió un tanto de su ímpetu a la altura de los tenientes, lo cierto es que volvió a ganar fuerza, y mucha, cuando alcanzó el nivel de los capitanes. Claro que ninguno de ellos se atrevería a pronunciar en voz alta la peligrosa palabra maphia, pero, cuando debatían unos con los otros, no podían evitar traer a colación el hecho de que en los días anteriores a la desmovilización habían sido interceptadas numerosas furgonetas que transportaban enfermos terminales, en las que viajaba al lado del conductor un vigilante oficialmente acreditado que, antes incluso de que se lo pidiesen, exhibía, con todos los necesarios timbres, firmas y sellos estampados, un papel en que, por motivo de interés nacional, expresamente se autorizaba el transporte del paciente fulano de tal a destino no especificado, pero determinándose que las fuerzas militares deberían considerarse obligadas a prestar toda la colaboración que les fuese solicitada para garantizar a los ocupantes de la furgoneta la perfecta efectividad de la operación de traslado. Nada de esto podría suscitar dudas en el espíritu de los dignos sargentos si, por lo menos en siete casos, no se hubiera dado la extraña casualidad de que el vigilante hubiera guiñado un ojo al soldado en el preciso momento en que le pasaba el documento para su verificación. Considerando la dispersión geográfica de los lugares en que estos episodios de la vida de campaña habían ocurrido, fue inmediatamente abandonada la posibilidad de que se tratara de un gesto, digámoslo así, equívoco, algo que tuviera que ver con los manejos de la más primaria seducción entre personas del mismo sexo o de sexos diferentes, para el caso daba lo mismo. El nerviosismo de que los vigilantes dieron entonces claras muestras, unos más que otros, es cierto, pero todos de tal manera que más parecían estar lanzando al mar una botella con un papel dentro pidiendo socorro, indujo a pensar a la perspicaz corporación de los sargentos que en las furgonetas iba escondido ese sobre todos famoso gato que siempre encuentra la manera de dejar la punta del rabo fuera cuando quiere que lo descubran. Después llegó la inexplicable orden de regresar a los cuarteles, luego unos bisbiseos aquí y allí, nacidos no se sabe ni cómo ni dónde, pero que algunos cotillas, en confidencia, insinuaban que podrían nacer en el propio ministerio del interior. Los periódicos de la oposición se hicieron eco del mal ambiente que se respiraba en los cuarteles, los periódicos afectos al gobierno negaron vehementemente que tales miasmas estuvieran envenenando el espíritu de cuerpo de las fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que se estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar por qué ni para qué, crecieron por todas partes e hicieron que de momento pasara a segundo plano del interés público el problema de los enfermos que no morían. No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase puesta en circulación entonces y muy repetida por los frecuentadores de cafés, Por lo menos, se decía, aunque acabe produciéndose un golpe militar, de una cosa podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a otros no conseguirán matar a nadie. Se esperaba de un momento a otro un dramático llamamiento del rey en favor de la concordia nacional, un comunicado del gobierno anunciando un paquete de medidas urgentes, una declaración de los altos mandos del ejército y de la aviación, porque, al no haber mar, marina tampoco había, reclamando fidelidad absoluta a los poderes legítimamente constituidos, un manifiesto de escritores, una toma de posición de los artistas, un concierto solidario, una exposición de carteles revolucionarios, una huelga general promovida conjuntamente por las dos centrales sindicales, una pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno, una procesión de penitentes, una distribución masiva de panfletos amarillos, azules, verdes, rojos, blancos, incluso se llegó a hablar de la convocatoria de una manifestación gigantesca en la que participaran los millares de personas de todas las edades y condiciones que se encontraban en estado de muerte suspendida, desfilando por las principales avenidas de la capital en camillas, sillas de ruedas, ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos, con una pancarta enorme abriendo la manifestación, que diría, sacrificando nada menos que cuatro comas por la eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto llegó a ser necesario. Es verdad que las sospechas de una participación directa de la maphia en el transporte de enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a reforzarse a la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora sería suficiente para que la súbita amenaza del enemigo externo sosegase las disposiciones fratricidas y reuniese los tres estados, clero, nobleza y pueblo, todavía vigentes en el país pese al progreso de las ideas, alrededor de su rey y, si bien con ciertas justificadas reticencias, de su gobierno. El caso, como casi siempre, se cuenta en breves palabras.
Irritados por la continua invasión de sus territorios por comandos de enterradores, maphiosos o espontáneos, procedentes de aquella tierra aberrante donde nadie moría, y tras no pocas protestas diplomáticas que de nada sirvieron, los gobiernos de los tres países limítrofes decidieron, en una acción concertada, avanzar sus tropas y guarnecer las fronteras, con orden taxativa de disparar al tercer aviso. Viene a propósito referir que la muerte de unos cuantos maphiosos abatidos prácticamente a quemarropa después de haber atravesado la línea de separación, siendo lo que solemos llamar gajes del oficio, sirvió de pretexto para que la organización subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el apartado de seguridad personal y riesgos operativos. Mencionado este ilustrativo pormenor acerca del funcionamiento de la administración maphiosa, pasemos a lo que importa. Una vez más, sorteando con una maniobra táctica impecable las perplejidades del gobierno y las dudas de los altos mandos de las fuerzas armadas, los sargentos retomaron la iniciativa y fueron, a la vista de todo el mundo, los promotores, y como consecuencia también los héroes, del movimiento popular de protesta que salió de casa para exigir, en masa, en las plazas, en las avenidas y en las calles, el regreso inmediato de las tropas al frente de batalla. Indiferentes, impasibles ante los gravísimos problemas con que la patria de acá se debatía, a brazo partido con su cuádruple crisis, demográfica, social, política y económica, los países del otro lado por fin se quitaron las caretas y mostraron a la luz del día su verdadero rostro, el de duros conquistadores e implacables imperialistas. Lo que pasa es que nos tienen envidia, se decía en las tiendas y en los hogares, se oía en la radio y en la televisión, se leía en los periódicos, lo que pasa es que tienen envidia de que en nuestra patria no se muera, por eso nos quieren invadir y ocupar el territorio, para no morir tampoco. En dos días, a marchas forzadas y con banderas al viento, cantando canciones patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría de la fuente, el himno de la carta, el no verán país ninguno, la bandiera rossa, la portuguesa, el god save the king, la internacional, el deutschland über alies, el chant du marais, as stars and stripes, los soldados volvieron a los puestos de donde habían venido, y ahí, armados hasta los dientes, aguardaron a pie firme el ataque y la gloria. No hubo. Ni la gloria, ni el ataque. Poco de conquistas y menos aún de imperios, lo que los dichos países limítrofes pretendían era tan sólo que no les fuesen a enterrar sin autorización esta nueva especie de inmigrantes forzosos, y, todavía si se limitaran a enterrar, vaya, pero igualmente iban a matar, asesinar, eliminar, apagar, ya que era en aquel exacto y fatídico momento en que, con los pies por delante para que la cabeza pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo, atravesaban la frontera, cuando los infelices fenecían, exhalaban el último suspiro. Puestos están frente a frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre llegará al río. Y miren que no fue por voluntad de los soldados del lado de acá, porque éstos tenían la certeza de que no iban a morir incluso si una ráfaga de ametralladora los cortase por la mitad. Aunque por más que legítima curiosidad científica debamos preguntarnos cómo podrían sobrevivir las dos partes separadas en aquellos casos en que el estómago se quedara en un lado y los intestinos en otro. Sea como fuere, sólo a un perfecto loco de atar se le ocurriría la idea de disparar el primer tiro. Y ése, a Dios gracias, no llegó a ser disparado. Ni siquiera la circunstancia de que algunos soldados del otro lado hayan decidido desertar hacia el dorado en que no se muere tuvo otra consecuencia que la de ser devueltos inmediatamente al origen, donde ya un consejo de guerra estaba a su espera. El hecho que acabamos de contar es del todo irrelevante para el discurrir de la trabajosa historia que venimos narrando y de él no volveremos a hablar, pero, aun así, no quisimos dejarlo entregado a la oscuridad del tintero. Lo más probable es que el consejo de guerra decida a priori no tener en cuenta en sus deliberaciones la ingenua ansia de vida eterna que desde siempre habita en el corazón humano, Adonde iría a parar esto si todos viviéramos eternamente, sí, adonde iría a parar esto, preguntará la acusación usando un golpe de la más baja retórica, y la defensa, permítasenos que lo adelantemos, no tuvo espíritu para encontrar una respuesta a la altura de la ocasión, tampoco ella tenía ninguna idea de adonde iría a parar todo esto. Se espera que, por lo menos, no acaben fusilando a los pobres diablos. Porque entonces bien se podría decir que fueron a por lana y volvieron trasquilados.
Mudemos de asunto. Hablando de las desconfianzas de los sargentos y de sus aliados alféreces y capitanes acerca de una responsabilidad directa de la maphia en el transporte de los pacientes hasta la frontera, habíamos adelantado que esas desconfianzas se vieron reforzadas por unos cuantos subsecuentes sucesos. Es el momento de revelar cuáles fueron y cómo se desarrollaron. Siguiendo el ejemplo de lo que hizo la familia de pequeños agricultores iniciadora del proceso, lo que la maphia hace es atravesar simplemente la frontera y enterrar muertos, cobrando por esto un dineral. Con otra diferencia, que lo hace sin atender a la belleza de los sitios, y sin preocuparse de apuntar en el cuaderno de operaciones las referencias tipográficas y orográficas que en el futuro podrían auxiliar a los familiares llorosos y arrepentidos de su fechoría a encontrar la sepultura y pedir perdón al muerto. Ora bien, no es necesario estar dotado de una cabeza especialmente estratégica para entender que los ejércitos alineados en el otro lado de las tres fronteras han pasado a constituirse en un serio obstáculo para la práctica sepulcral que hasta ahí había transcurrido en la más perfecta de las seguridades. Pero la maphia no sería lo que es si no hubiera encontrado la solución al problema. Es realmente una lástima, permítasenos el comentario al margen, que tan brillantes inteligencias como las que dirigen estas organizaciones criminales se hayan apartado de los rectos caminos del acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto bíblico que manda que ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero los hechos son los hechos, y aunque repitiendo la palabra herida de adamastor, oh, que no sé de enojo cómo lo cuente, dejaremos aquí la desalentadora noticia del ardid de que la maphia se sirvió para obviar una dificultad para la que, según todas las apariencias, no se veía ninguna salida. Antes de proseguir conviene aclarar que el término enojo que el épico colocó en boca del infeliz gigante significaba entonces, y sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde hace algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha considerado, y muy bien, que se estaba perdiendo una palabra estupenda para expresar sentimientos como la repulsa, la repugnancia, el asco, los cuales, como cualquier persona reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba. Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión como las personas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y poner a secar, el asunto tuvo que dar sus vueltas, introdujo emisarios con bigotes postizos y sombreros de ala caída, telegramas cifrados, diálogos a través de líneas secretas, por teléfono rojo, encuentros en encrucijadas a medianoche, billetes debajo de una piedra, todo cuanto más o menos ya conocimos en otras negociaciones, esas en las que, por así decir, se jugaban vigilantes a los dados. Tampoco se puede pensar que se trató, como en el otro caso, de transacciones simplemente bilaterales. Además de la maphia de este país en que no se muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias de los países limítrofes, pues ésa era la única manera de resguardar la independencia de cada organización criminal en el marco nacional en que operaba y de su respectivo gobierno. No tendría ninguna aceptación, incluso sería absolutamente reprensible, que la maphia de uno de esos países entablara negociaciones directas con la administración de otro país. A pesar de todo, las cosas no han llegado hasta ese punto, lo ha impedido hasta ahora, como un último pudor, el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan importante para las maphias como para los gobiernos, lo que, siendo más o menos obvio en lo que a éstos se refiere, sería bastante dudoso en relación a las asociaciones criminales si no tuviéramos presente con qué celosa brutalidad suelen defender sus territorios de las ambiciones hegemónicas de sus colegas de oficio. Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo particular, equilibrar los intereses de unos con los intereses de los otros, no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos largas y tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el tiempo insultándose por los altavoces, aunque siempre teniendo cuidado de no traspasar ciertos límites, de no exagerar en el tono, no fuese a ocurrir que la ofensa se subiera a la cabeza de algún teniente coronel susceptible y ardiera Troya. Lo que más contribuyó para complicar y demorar las negociaciones fue el hecho de que ninguna de las maphias de los otros países dispusiera de vigilantes para hacer con ellos lo que entendiesen, faltándoles, consecuentemente, el irresistible medio de presión que tan buenos resultados había dado aquí. Aunque este lado oscuro de las negociaciones no haya llegado a transpirar, a no ser por los rumores de siempre, existen fuertes presunciones de que los mandos intermedios de los ejércitos de los países limítrofes, con el indulgente beneplácito del grado superior de la jerarquía, se han dejado convencer, sólo dios sabe a qué precio, por la argumentación de los portavoces de las maphias locales, en el sentido de cerrar los ojos ante las indispensables maniobras de ir y venir, de avanzar y retroceder, que en eso consistía la solución del problema. Cualquier niño habría sido capaz de tal idea, pero, para hacerla efectiva, era necesario que, alcanzada la edad que llamamos de la razón, se acercara a la puerta de la sección de reclutamiento de la maphia para decir, Me trae la vocación, cúmplase en mí vuestra voluntad.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |