Salvo algunos casos raros, como los de aquellos citados moribundos de mirada penetrante que la vislumbraron a los pies de la cama con el aspecto clásico de un fantasma envuelto en paños blancos, o, como parece que le sucedió a proust, en la figura de una mujer gorda vestida de negro, la muerte es discreta, prefiere que no se note su presencia, especialmente si las circunstancias la obligan a salir a la calle. En general, se cree que la muerte, siendo, como algunos se empeñan en afirmar, la cara de una moneda de la que dios, del otro lado, es la cruz, será, como él, por propia naturaleza, invisible. No es exactamente así. Somos testigos fidedignos de que la muerte es un esqueleto envuelto en una sábana, vive en una sala fría acompañada de una vieja y herrumbrosa guadaña que no responde a preguntas, rodeada de paredes encaladas a lo largo de las cuales se ven, entre telas de arañas, unas cuantas docenas de ficheros con grandes cajones repletos de expedientes. Se comprende, por tanto, que la muerte no quiera aparecerse a las personas con esa figura, en primer lugar por razones de estética personal, en segundo lugar para que los infelices transeúntes no se mueran del susto al toparse con esas grandes órbitas vacías al volver una esquina. En público, sí, la muerte se torna invisible, pero no en privado, como pudieron comprobar, en un momento crítico, el escritor marcel proust y los moribundos de vista penetrante. Ya el caso de Dios es diferente. Por mucho que se esforzara, nunca conseguiría hacerse visible ante los ojos humanos, y no es porque no sea capaz, puesto que para él nada es imposible, es simplemente porque no sabría qué cara poner para presentarse ante los seres que se supone que ha creado, siendo lo más probable que no los reconociera, o quizá, y eso sería todavía peor, que ellos no lo reconocieran a él. Habrá también quien diga que, para nosotros, es una gran suerte que Dios no quiera aparecerse, porque el pavor que le tenemos a la muerte sería como un juego de niños comparado con el susto que nos llevaríamos si tal aconteciera. En fin, de Dios y de la muerte no se han contado nada más que historias y ésta es una más entre tantas.
Hete aquí que la muerte decidió ir a la ciudad. Se quitó la sábana, que era toda la ropa que llevaba encima, la dobló cuidadosamente y la dejó sobre la silla donde la hemos visto sentarse. Exceptuando esta silla y la mesa, exceptuando también los ficheros y la guadaña, no hay nada más en la sala, salvo esa puerta estrecha que no sabemos adonde da. Siendo aparentemente la única salida, sería lógico pensar que la muerte la utilizaría para ir a la ciudad, sin embargo, no será así. Sin sábana, la muerte ha perdido otra vez altura, tendrá, como mucho, las medidas humanas, un metro sesenta y seis o sesenta y siete, y, estando desnuda, sin un hilo de ropa encima, todavía nos parece más pequeña, casi un esqueletito de adolescente. Nadie diría que ésta es la misma muerte que con tanta violencia nos quitó la mano del hombro cuando, movidos por una inmerecida piedad, la pretendimos consolar en su pena. Realmente, no hay nada en el mundo más desnudo que el esqueleto. En vida, va doblemente vestido, primero por la carne con que se tapa, después, si no se las quitó para bañarse o para actividades más deleitosas, por la ropa con que a dicha carne le gusta vestirse. Reducido a lo que en realidad es, el armazón medio descoyuntado de alguien que hace mucho tiempo dejó de existir, no le queda nada más que desaparecer. Y eso es lo que le está pasando, de la cabeza a los pies. Ante nuestros atónitos ojos, los huesos están perdiendo consistencia y dureza, poco a poco se le van desdibujando los contornos, lo que era sólido se torna gaseoso, se extiende en todos los sentidos como una neblina tenue, es como si el esqueleto se estuviera evaporando, ahora es ya sólo un esbozo impreciso a través del que se puede ver la guadaña indiferente, y de repente, la muerte dejó de estar, estaba y no está, o está, pero no la vemos, o ni eso, atravesó simplemente el techo de la sala subterránea, la enorme masa de tierra que hay encima, y se fue, como en su fuero interior había decidido cuando la carta color violeta le llegó devuelta por tercera vez. Sabemos adonde va. No puede matar al violonchelista, pero quiere verlo, tenerlo delante de los ojos, tocarlo sin que él se dé cuenta. Tiene la seguridad de que un día de éstos descubrirá la forma de liquidarlo sin infringir demasiado los reglamentos, pero mientras tanto sabrá quién es ese hombre al que los avisos de muerte no lograron alcanzar, qué poderes tiene, si es ése el caso, o si, como un idiota inocente, sigue viviendo sin que le pase por la cabeza que ya tenía que estar muerto. Aquí encerrados, en esta fría sala sin ventanas y con una puerta estrecha que no se sabe para qué servirá, no nos habíamos dado cuenta de cuan rápido pasa el tiempo. Han dado las tres de la madrugada, la muerte ya debe de estar en casa del violonchelista.
Así es. Una de las cosas que más fatigan a la muerte es el esfuerzo que tiene que hacer sobre sí misma cuando no quiere ver todo aquello que en todos los lugares, simultáneamente, se le presenta delante de los ojos. También en este particular se parece mucho a Dios. Veamos. Aunque el hecho no se incluya entre los datos verificables por la experiencia sensorial humana, hemos sido habituados a creer, desde niños, que Dios y la muerte, esas eminencias supremas, están al mismo tiempo en todas partes, es decir, son omnipresentes, palabra, como tantas otras, mestiza del latín y griego. En verdad, sin embargo, es bien posible que, al pensarlo, y tal vez más aún cuando lo expresamos, considerando la ligereza con que las palabras nos suelen salir de la boca, no tengamos una clara conciencia de lo que eso puede significar. Es fácil decir que Dios está en todas partes, y que la muerte en todas partes está, pero por lo visto no nos damos cuenta de que, si realmente están en todas partes, a la fuerza tienen que ver, en todas las infinitas partes en que se encuentren, todo cuanto haya para ver. De dios, que por obligaciones de cargo está al mismo tiempo en todo el universo, porque de otro modo no tendría ningún sentido que lo hubiera creado, sería una pretensión ridícula que mostrara un interés especial por lo que sucede en el pequeño planeta tierra, que, por cierto, y esto quizá no se le haya ocurrido a nadie, él conoce con un nombre completamente diferente, pero la muerte, esta muerte que, como ya dijimos páginas atrás, está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad, no nos quita los ojos de encima ni un minuto, hasta tal punto que incluso quienes todavía no van a morir sienten que constantemente su mirada los persigue. De aquí podremos sacar una idea del esfuerzo hercúleo que la muerte tuvo que hacer en las escasas veces que, por esta o aquella razón, a lo largo de nuestra historia común, necesitó rebajar su capacidad perceptiva a la altura de los seres humanos, es decir, ver cada cosa de una vez, estar en cada momento en un solo lugar. En el caso concreto que hoy nos ocupa ésa es la explicación de por qué todavía no ha conseguido pasar de la entrada de la casa del violonchelista. Cada paso que va dando, si le llamamos paso es para ayudar a la imaginación de quien nos lea, no porque ella efectivamente se mueva como si dispusiese de piernas y pies, la muerte tiene que pelear mucho para reprimir la tendencia expansiva que es inherente a su naturaleza, y que, dejada en libertad, enseguida haría estallar y dispersaría en el espacio la precaria e inestable unidad que es la suya, con tanto costo agregada. La distribución de las divisiones del apartamento donde vive el violonchelista que no recibió la carta de color violeta, pertenece al tipo económico de la clase media, por tanto más propia de un pequeño burgués sin horizontes que de un discípulo de euterpe. Se entra por un corredor donde, en la oscuridad, apenas se distinguen cinco puertas, una al fondo, que, para no tener que volver al asunto, queda ya dicho que da acceso al cuarto de baño, y dos a cada lado. La primera, a mano izquierda, por donde la muerte decide comenzar la inspección, abre hacia un pequeño comedor con señales de ser poco usado, que a su vez comunica con una cocina aún más pequeña, equipada con lo esencial. De ahí se sale de nuevo al pasillo, justo enfrente de una puerta que la muerte no necesitó tocar para saber que se encuentra fuera de servicio, o sea, que ni abre ni cierra, modo de decir contrario a la simple demostración, pues una puerta de la que se dice que ni abre ni cierra es simplemente una puerta cerrada que no se puede abrir, o, como también suele decirse, una puerta condenada. Claro que la muerte podría atravesarla y todo lo demás que detrás hubiera, pero si le costó tanto trabajo agregarse y definirse, aunque continúe invisible para los ojos vulgares, en forma más o menos humana, si bien, como dijimos antes, no hasta el punto de tener piernas y pies, no va a correr el riesgo de relajarse y dispersarse en el interior de la madera de una puerta o de un armario con ropa, que es lo que seguramente habrá al otro lado. La muerte siguió pues por el pasillo hasta la primera puerta a la derecha de quien entra, y por ahí pasó a la sala de música, que otro nombre no se ve que pueda darse a la división de una casa donde se hallan un piano abierto y un violonchelo, un atril con las tres piezas de la fantasía opus setenta y tres de robert schumann, según la muerte pudo leer gracias a un farol de iluminación pública cuya desmayada luz anaranjada entraba por las dos ventanas, y también algunos cuadernos amontonados aquí y allí, sin olvidar las altas estanterías de libros donde la literatura tiene todo el aspecto de convivir con la música en la más perfecta armonía, que hoy es la ciencia de los acordes después de haber sido la hija de ares y afrodita. La muerte rozó las cuerdas del violonchelo, pasó suavemente las puntas de los dedos por las teclas del piano, pero sólo ella distinguiría el sonido de los instrumentos, una larga y grave queja primero, un breve gorgoteo de pájaros después, ambos inaudibles para los oídos humanos, aunque claros y precisos para quien desde hace tanto tiempo aprendió a interpretar el sentido de los suspiros. Ahí, en el cuarto de al lado, será donde el hombre duerme. La puerta está abierta, la penumbra, pese a ser más profunda que la de la sala de música, deja ver una cama y el bulto de alguien acostado. La muerte avanza, cruza el umbral, pero se detiene, indecisa, al sentir la presencia de dos seres vivos en el dormitorio. Conocedora de ciertos hechos de la vida, aunque, como es natural, no por experiencia propia, la muerte pensó que el hombre tenía compañía, que a su lado dormiría otra persona, alguien a quien ella todavía no había enviado la carta color violeta, pero que en esta casa compartía el abrazo de las mismas sábanas y el calor de la misma manta. Se aproximó más, casi rozando, si tal cosa se puede decir, la mesilla de noche, y vio que el hombre estaba solo. Sin embargo, al otro lado de la cama, enroscado sobre una alfombra como un ovillo, dormía un perro de tamaño mediano, de pelo oscuro, quizá negro. Que recordara, era la primera vez que la muerte se sorprendía pensando, no sirviendo ella nada más que para la muerte de seres humanos, que aquel animal se encontraba fuera del alcance de su simbólica guadaña, que su poder no podía tocarle ni siquiera levemente, por eso ese perro que dormía también se tornaría inmortal, más tarde veremos durante cuánto tiempo, si su propia muerte, la otra, la que se encarga de los otros seres vivos, animales y vegetales, se ausentara, como ésta había hecho y alguien tuviera un buen motivo para escribir en el final de otro libro, Al día siguiente no murió ningún perro. El hombre se movió, tal vez soñara, tal vez continuara tocando las tres piezas de schumann y le salió una nota falsa, un violonchelo no es como un piano, el piano tiene siempre las notas en el mismo sitio, debajo de cada tecla, mientras que el violonchelo las dispersa a lo largo de toda la extensión de las cuerdas, es necesario ir a buscarlas, fijarlas, acertar en el punto exacto, mover el arco con la justa inclinación y con la justa presión, nada más fácil, por consiguiente, que errar una o dos notas cuando se está durmiendo. La muerte se inclinó hacia delante para ver mejor la cara del hombre, en ese momento le pasó por la cabeza una idea absolutamente genial, pensó que los expedientes de su archivo deberían tener pegadas las fotografías de las personas de quien se refieren, no una foto cualquiera, sino una tan avanzada científicamente que, de la misma manera que los datos de la existencia de esas personas van siendo de forma continua y automática actualizados en los respectivos expedientes, también la imagen de las personas iría mudando con el paso del tiempo, desde el niño con la piel arrugada y sonrosada en los brazos de la madre, hasta este día de hoy, cuando nos preguntamos si somos realmente aquellos que fuimos, o si algún genio de la lámpara no nos irá sustituyendo por otra persona cada hora que pasa. El hombre vuelve a moverse, parece que va a despertarse, pero no, la respiración retoma la cadencia normal, las mismas trece veces por minuto, la mano izquierda reposa sobre el corazón, como si estuviera a la escucha de las pulsaciones, una nota abierta para la diástole, una nota cerrada para la sístole, mientras la derecha, con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente curvados, parece estar a la espera de que otra mano venga a cruzarse con ella. El hombre tiene un aspecto de persona de más edad que los cincuenta que ha cumplido, quizá no sea la edad, será el cansancio, y por ventura triste, pero eso sólo lo podremos saber cuando abra los ojos. No tiene todo el pelo, y mucho del que todavía le queda ya es blanco. Es un hombre cualquiera, ni feo ni guapo. Así como lo estamos viendo ahora, acostado boca arriba, con la chaqueta del pijama de rayas que el embozo de la sábana no cubre por completo, nadie diría que es el primer violonchelista de una orquesta sinfónica de la ciudad, que su vida discurre entre las líneas mágicas del pentagrama, quién sabe si también en busca del corazón profundo de la música, pausa, sonido, sístole, diástole. Todavía resentida por los fallos en los sistemas de comunicación del estado, pero sin la irritación que experimentaba cuando venía hacia aquí, la muerte mira la cara adormecida y piensa vagamente que este hombre ya debería estar muerto, que este suave respirar, inspirando, espirando, ya debería haber cesado, que el corazón que la mano izquierda protege ya tendría que estar parado y vacío, suspendido para siempre en la última contracción. Ha venido para ver a este hombre y ahora ya lo ha visto, no hay en él nada especial que explique las tres devoluciones de la carta color violeta, lo mejor que puede hacer después de esto es regresar a la fría sala subterránea de donde vino para descubrir la manera de acabar de una vez con la maldita casualidad que hizo de este serrador de violonchelos un sobreviviente de sí mismo. Para espolear su propia y ya declinante contrariedad la muerte usó estas dos agresivas parejas de palabras, maldita casualidad, serrador de violonchelos, pero los resultados no estuvieron a la altura del propósito. El hombre que duerme no tiene ninguna culpa de lo que ha sucedido con la carta color violeta, ni por remotas sombras podría imaginar que está viviendo una vida que ya no debería ser la suya, que si las cosas fueran como debieran ser, ya tendría que estar enterrado hace por lo menos ocho días, y el perro negro andaría ahora recorriendo la ciudad como loco en busca del dueño, o estaría sentado, sin comer ni beber, a la entrada del edificio, esperando que regresara. Durante un instante la muerte se soltó a sí misma, se expandió hasta las paredes, llenó todo el cuarto, y se alongó como un fluido hasta la sala de estar contigua, ahí una parte de sí misma se detuvo a mirar el cuaderno que estaba abierto sobre una silla, era la suite número seis opus mil doce en re mayor de Johann Sebastian Bach compuesta en cóthén y no necesitó haber aprendido música para saber que fue escrita, como la nona sinfonía de beethoven, en la tonalidad de la alegría, de la unidad de los hombres, de la amistad y del amor. Entonces sucedió algo nunca visto, algo no imaginable, la muerte se dejó caer sobre las rodillas, era toda ella, ahora, un cuerpo rehecho, por eso tenía rodillas, y piernas, y pies, y brazos, y manos, y una cara que escondía entre las manos, y unos hombros que temblaban no se sabe por qué, llorar no será, no se puede pedir tanto a quien siempre deja un rastro de lágrimas por donde pasa, pero ninguna de ellas suya. Así como estaba, ni visible ni invisible, ni esqueleto ni mujer, se levantó del suelo como un soplo y entró en el cuarto. El hombre no se había movido. La muerte pensó, Ya no tengo nada que hacer aquí, me voy, no merecía la pena venir sólo para ver a un hombre y a un perro durmiendo, tal vez sueñen el uno con el otro, el hombre con el perro, el perro con el hombre, el perro soñando que ya es mañana y que está posando la cabeza al lado de la cabeza del hombre, el hombre soñando que ya es mañana y que su brazo izquierdo rodea el cuerpo caliente y blando del perro y lo atrae hacia su pecho. Al lado del ropero que ciega la puerta que daría acceso al pasillo hay un sillón donde la muerte fue a sentarse. No lo había decidido antes, pero se sentó allí, en aquella esquina, quizá por haberse acordado del frío que a esta hora hace en la sala subterránea de los archivos. Tiene los ojos a la altura de la cabeza del hombre, le distingue el perfil nítidamente dibujado sobre el fondo de la vaga luminosidad naranja que entra por la ventana y se repite a sí misma que no tiene ningún motivo razonable para seguir allí, pero inmediatamente argumenta que sí, que tiene un motivo, y fuerte, porque ésta es la única casa de la ciudad, del país, del mundo entero, en que existe una persona que está infringiendo la más severa de las leyes de la naturaleza, esa que tanto impone la vida como la muerte, que no te preguntó si querías vivir, que no te preguntará si quieres morir. Este hombre está muerto, pensó, todo aquel que tenga que morir joven ya viene muerto de antes, sólo necesita que yo le dé un toque leve con el pulgar o que le mande la carta color violeta que no podrá rechazar. Este hombre no está muerto, pensó, despertará dentro de pocas horas, se levantará como todos los otros días, abrirá la puerta del patio para que el perro se libere de lo que le sobra en el cuerpo, tomará su desayuno, entrará en el cuarto de baño de donde saldrá aliviado, limpio, afeitado, tal vez vaya a la calle con el perro para comprar juntos el periódico en el quiosco de la esquina, tal vez se siente ante el atril y toque una vez más las tres piezas de schumann, tal vez después piense en la muerte como tienen obligación de hacer todos los seres humanos, aunque él no sepa que en este momento es como si fuera inmortal porque esta muerte que lo mira no sabe cómo ha de matarlo. El hombre cambió de postura, dio la espalda al armario que condenaba la puerta y dejó caer el brazo derecho hacia el lado del perro. Un minuto después estaba despierto. Tenía sed. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se levantó, metió los pies en las zapatillas que, como siempre, estaban debajo de la cabeza del perro, y fue a la cocina. La muerte lo siguió. El hombre echó agua en un vaso y bebió. El perro apareció en ese momento, mató la sed en el recipiente de al lado de la puerta que da al patio y luego levantó la cabeza hacia el dueño. Quieres salir, claro, dijo el violonchelista. Abrió la puerta y esperó que el animal volviera. En el vaso había quedado un poco de agua. La muerte la miró, hizo un esfuerzo para imaginar qué sería la sed, pero no lo consiguió. Tampoco lo consiguió cuando tuvo que matar de sed en el desierto, pero entonces ni siquiera lo había intentado. El animal ya regresaba, moviendo el rabo. Vamos a dormir, dijo el hombre. Volvieron a la habitación, el perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se echó enroscado. El hombre se tapó hasta el cuello, tosió dos veces y poco después entró en el sueño. Sentada en su esquina, la muerte lo miraba. Mucho más tarde, el perro se levantó de la alfombra y se subió al sillón. Por primera vez en su vida la muerte supo lo que era tener un perro en el regazo.
Momentos de debilidad cualquiera los puede tener en la vida, y, si hoy pasamos sin ellos, demos como cierto que los tendremos mañana. Del mismo modo que tras la broncínea coraza de aquiles vimos que latía un corazón sentimental, baste que recordemos los celos padecidos por el héroe durante diez años después de que agamenón le robara a su bien amada, la cautiva briseida, y luego aquella terrible cólera que le hizo volver a la guerra gritando con voz estentórea contra los troyanos cuando su amigo patroclo murió a manos de héctor, también en la más impenetrable de todas las armaduras hasta hoy forjadas y con promesa de que así seguirá hasta la definitiva consumación de los siglos, al esqueleto de la muerte nos referimos, siempre existe la posibilidad de que un día llegue a insinuarse en su pavorosa carcasa, así como quien no quiere la cosa, un suave acorde de violonchelo, un ingenuo trino de piano, o que la simple visión de un cuaderno de música abierto sobre una silla te haga recordar aquello que te niegas a pensar, que no habías vivido y que, hagas lo que hagas, no podrás vivir nunca, salvo si. Habías observado con fría atención al violonchelista dormido, ese hombre al que no consigues matar porque sólo pudiste llegar hasta él cuando ya era demasiado tarde, habías visto al perro enroscado sobre la alfombra, y ni siquiera a este animal te es permitido tocar porque tú no eres su muerte, y, en la templada penumbra del dormitorio, esos dos seres vivos que rendidos al sueño te ignoraban sirvieron para aumentar en tu conciencia el peso del yerro. Tú, que te habías habituado a poder lo que nadie más puede, te ves allí impotente, atada de pies y manos, con tu licencia para matar cero cero siete sin validez en esta casa, nunca, desde que eres muerte, lo reconoces, habías sido hasta tal punto humillada. Fue entonces cuando saliste del dormitorio y entraste en la sala de música, fue entonces cuando te arrodillaste ante la suite número seis para violonchelo de Johann Sebastian Bach e hiciste con los hombros esos movimientos rápidos que en los seres humanos suelen acompañar al llanto compulsivo, fue entonces, con tus duras rodillas todavía hincadas en el duro suelo, cuando tu exasperación se difuminó de repente como la imponderable niebla en que a veces te transformas cuando no quieres ser del todo invisible. Regresaste al dormitorio, seguiste al violonchelista cuando él fue a la cocina para beber agua y abrirle la puerta al perro, primero lo viste acostado y durmiendo, ahora lo ves despierto y de pie, tal vez debido a una ilusión óptica causada por las rayas verticales del pijama parecía mucho más alto que tú, pero no podía ser, era un engaño de los ojos, una distorsión de la perspectiva, ahí está la lógica de los hechos que nos dice que la mayor eres tú, muerte, mayor que todo, mayor que todos nosotros. O tal vez no siempre lo seas, tal vez las cosas que suceden en el mundo se expliquen por la ocasión, por ejemplo, la luna deslumbrante que el músico recuerda de su infancia habría pasado en vano si él se encontrara durmiendo, sí, la ocasión, porque tú ya eras otra vez una pequeña muerte cuando regresaste al dormitorio y te sentaste en el sillón, y más pequeña aún te hiciste cuando el perro se levantó de la alfombra y se subió a tu regazo que parecía de niña, y entonces tuviste un pensamiento de los más bonitos, pensaste que no era justo que la muerte, no tú, la otra, viniese algún día a apagar la brasa de aquel suave calor animal, así lo pensaste, quién lo diría, tú que estás tan habituada a los fríos árticos y antárticos que hacen en la sala en que te encuentras en este momento y adonde la voz de tu ominoso deber te llamó, el de matar a aquel hombre que, dormido, parecía tener en la cara el rictus amargo de quien en toda su vida había tenido una compañía realmente humana en la cama, que hizo un acuerdo con su perro para que cada uno soñara con el otro, el perro con el hombre, el hombre con el perro, que se levanta de noche con su pijama de rayas para ir a la cocina a matar la sed, claro que sería más cómodo llevarse un vaso de agua al dormitorio cuando fuera a acostarse, pero no lo hace, prefiere su pequeño paseo nocturno por el pasillo hasta la cocina, en medio de la paz y el silencio de la noche, con el perro que siempre va detrás y a veces pide salir al patio, otras veces no, Este hombre tiene que morir, dices tú.
La muerte es nuevamente un esqueleto envuelto en una mortaja, con la capucha medio caída hacia delante, de modo que lo peor de la calavera le quede cubierto, pero no merece la pena tanto cuidado, si ésa era su preocupación, porque aquí no hay nadie que se asuste con el macabro espectáculo, sobre todo porque a la vista quedan los extremos de los huesos de las manos y de los pies, éstos descansando en las baldosas del suelo, cuya gélida frialdad no sienten, aquéllas hojeando, como si fueran un raspador, las páginas del volumen completo de las ordenaciones históricas de la muerte, desde el primero de todos los reglamentos, el que fue escrito con una sola y simple palabra, matarás, hasta las adendas y los apéndices más recientes, en que todos los modos y variantes del morir hasta ahora conocidos se encuentran compilados, y de los que se puede decir que nunca la lista se agota. La muerte no se sorprendió con el resultado negativo de su consulta, en realidad, sería incongruente, pero sobre todo sería superfluo que en un libro en que se determina para todos y cada representante de la especie humana un punto final, un remate, una condena, la muerte, aparecieran palabras como vida y vivir, como vivo y viviré. Allí sólo hay lugar para la muerte, jamás para hablar de hipótesis absurdas como que alguien haya conseguido escapar de ella alguna vez. Eso nunca se ha visto. Por ventura, buscando bien, todavía sea posible encontrar una vez, una sola vez, el tiempo verbal yo viví en una innecesaria nota a pie de página, pero tal diligencia nunca ha sido seriamente intentada, lo que nos induce a concluir que hay más que fuertes razones para que ni al menos el hecho de haber vivido merezca ser mencionado en el libro de la muerte. Es que el otro nombre del libro de la muerte, conviene que lo sepamos, es el libro de la nada. El esqueleto apartó el reglamento hacia un lado y se levantó. Dio, como suele hacer cuando necesita penetrar en el meollo de una cuestión, dos vueltas a la sala, después abrió el cajón del fichero donde se encontraba el expediente del violonchelista y lo retiró. Este gesto acaba de hacernos recordar que es el momento, o no lo será nunca, por aquello de la ocasión a que antes hicimos referencia, de dejar claro un aspecto importante relacionado con el funcionamiento de los archivos que vienen siendo objeto de nuestra atención y del cual, por censurable descuido del narrador, hasta ahora no se había hecho mención. En primer lugar, y al contrario de lo que tal vez se pudiera imaginar, los diez millones de expedientes que se encuentran organizados en estos cajones no fueron rellenados por la muerte, no fueron escritos por ella. No faltaría más, la muerte es la muerte, no una escribana cualquiera. Los expedientes aparecen en sus lugares, es decir, alfabéticamente archivados, en el instante exacto en que las personas nacen, y desaparecen en el exacto momento en que mueren. Antes de la invención de las cartas color violeta, la muerte no se tomaba el trabajo de abrir las gavetas, la entrada y salida de expedientes siempre se hace sin confusiones, sin atropellos, no hay memoria de que se produjeran escenas tan deplorables como serían las de unos diciendo que no querían nacer y otros protestando que no querían morir. Los expedientes de las personas que mueren van, sin que nadie los lleve, a una sala que hay debajo de ésta, o mejor, toman su lugar en una de las salas subterráneas que se van sucediendo en niveles cada vez más profundos y que ya están camino del centro ígneo de la tierra, donde toda esta papelada acabará algún día por arder. Aquí, en la sala de la muerte y de la guadaña, sería imposible establecer un criterio parecido al que adoptó aquel conservador del registro civil que decidió reunir en un archivo los nombres y los papeles, todos, de los vivos y de los muertos que tenía a su custodia, alegando que sólo juntos podían representar la humanidad como ésta debería ser entendida, un todo absoluto, independientemente del tiempo y de los lugares, y que haberlos mantenido separados había sido un atentado contra el espíritu. Ésta es la enorme diferencia que existe entre la muerte de aquí y aquel sensato conservador de los papeles de la vida y de la muerte, además ella hace gala de despreciar olímpicamente a los que murieron, recordemos la cruel frase, tantas veces repetida, que dice el pasado, pasado está, mientras que él, en compensación, gracias a lo que en el lenguaje corriente llamamos conciencia histórica, es de la opinión de que los vivos no deberían nunca ser separados de los muertos y que, en caso contrario, no sólo los muertos quedarían muertos para siempre, también los vivos vivirían su vida sólo por la mitad, aunque ésta fuese más larga que la de matusalén, del que hay dudas de si murió a los novecientos sesenta y nueve años como dice el antiguo testamento masorético o a los setecientos veinte como afirma el pentateuco samaritano. Ciertamente no todo el mundo estará de acuerdo con la osada propuesta archivística del conservador de todos los nombres habidos y por haber, pero, por lo que pueda venir a valer en el futuro, aquí la dejamos consignada.
La muerte examina el expediente y no encuentra nada que no hubiese visto antes, o sea, la biografía de un músico que ya debería estar muerto hace más de una semana y que, pese a eso, continúa tranquilamente viviendo en su modesto domicilio de artista, con aquel su perro negro que sube al regazo de las señoras, el piano y el violonchelo, su sed nocturna y su pijama de rayas. Tiene que haber una forma de resolver este tropiezo, pensó la muerte, lo preferible, claro está, sería que el asunto se pudiera despachar sin hacer demasiado ruido, pero si las altas instancias sirven para algo, si no están ahí sólo para recibir honras y loores, ahora tienen una buena ocasión para demostrar que no son indiferentes para con quien, aquí abajo, en la planicie, lleva a cabo el trabajo duro, que alteren el reglamento, que decreten medidas excepcionales, que autoricen, si es necesario llegar a tanto, una acción de legalidad dudosa, lo que sea menos permitir que semejante escándalo continúe. Lo curioso del caso es que la muerte no tiene ni la más mínima idea de quiénes son, en concreto, las tales altas instancias que supuestamente le deben resolver el tropiezo. Es verdad que, en una de las cartas publicadas en la prensa, si no me equivoco en la segunda, mencionó una muerte universal que haría desaparecer no se sabía cuándo todas las manifestaciones de vida del universo hasta el último microbio, pero eso, aparte de tratarse de una obviedad filosófica porque nada puede durar siempre, ni siquiera la muerte, era el resultado, en términos prácticos, de una deducción de sentido común que desde hace mucho circulaba entre las muertes sectoriales, aunque le faltase la confirmación de un conocimiento confirmado por el examen y la experiencia. Demasiado hacían ellas conservando la creencia en una muerte general que hasta hoy no ha dado el más simple indicio de su imaginario poder. Nosotras, las sectoriales, pensó la muerte, somos las que realmente trabajamos en serio, limpiando el terreno de excrecencias, y, de verdad, no me sorprendería nada que, si el cosmos llega a desaparecer, no sea tanto como consecuencia de una proclamación solemne de la muerte universal, retumbando entre las galaxias y los agujeros negros, y sí como efecto último de la acumulación de muertecitas particulares y personales que son de nuestra responsabilidad, una a una, como si la gallina del proverbio, en lugar de llenarse la barriga grano a grano, grano a grano estúpidamente la fuera vaciando, así me parece que sucederá con la vida, que ella misma va preparando su fin, sin necesitarnos, sin esperar que le demos un empujoncito. Es más que comprensible la perplejidad de la muerte. La habían puesto en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de quién recibió las instrucciones indispensables para el regular desempeño de la operación que le incumbía. Le pusieron el reglamento en las manos, le apuntaron la palabra matarás como único faro de sus actividades y, sin que probablemente se diera cuenta de la macabra ironía, le dijeron que viviera su vida. Ella se puso a vivirla creyendo que, en caso de duda o de algún improbable error, siempre iba a tener las espaldas cubiertas, siempre habría alguien, un jefe, un superior jerárquico, un guía espiritual, a quien pedir consejo y orientación.
No es verosímil, sin embargo, y aquí entramos en el frío y objetivo examen que la situación de la muerte y del violonchelista viene requiriendo, que un sistema de información tan perfecto como el que ha mantenido estos archivos al día a lo largo de milenios, actualizando continuamente los datos, haciendo aparecer y desaparecer expedientes de acuerdo se naciera o muriera, no es verosímil, repetimos, que un sistema así sea primitivo y unidireccional, que la fuente informativa, dondequiera que se encuentre, no esté recibiendo continuamente, a su vez, los datos resultantes de las actividades cotidianas de la muerte en funciones. Y, si efectivamente los recibe y no reacciona a la extraordinaria noticia de que alguien no ha muerto cuando debía, una de dos, o el episodio, contra nuestras lógicas y naturales expectativas, no le interesa y por tanto no se siente con la obligación de intervenir para neutralizar la perturbación surgida en el proceso, o entonces se subentenderá que la muerte, al contrario de lo que ella misma pensaba, tiene carta blanca para resolver, como bien entienda, cualquier problema que le surja en su día a día de trabajo. Fue necesario que esta palabra, duda, hubiese sido dicha aquí una y dos veces para que en la memoria de la muerte se despertara finalmente cierto pasaje del reglamento que, por estar escrito en letra pequeña en un pie de página, no atraía la atención del estudioso y mucho menos quedaba en ella fijado. Dejando a un lado el expediente del violonchelista, la muerte volvió al libro. Sabía que lo que buscaba no lo iba a encontrar en los apéndices ni en las adendas, que tenía que estar en la parte inicial del reglamento, la más antigua, y por tanto la menos consultada, como en general sucede con los textos históricos básicos, y allí fue a dar con ella. Rezaba así, En caso de duda, la muerte en funciones deberá, en el más corto plazo posible, tomar las medidas que su experiencia le aconseje a fin de que sea irremisiblemente cumplido el desiderátum que en todas y en cualquier circunstancia siempre deberá orientar sus acciones, es decir, poner término a las vidas humanas cuando se les extinga el tiempo que les fue prescrito al nacer, aunque para ese efecto se torne necesario recurrir a métodos menos ortodoxos en situaciones de una anormal resistencia del sujeto al fatal designio o de la concurrencia de factores anómalos obviamente imprevisibles en la época en que este reglamento está siendo elaborado. Más claro, agua, la muerte tiene las manos libres para actuar como mejor le parezca. Lo que, así lo muestra el examen a que procedemos, no era ninguna novedad. Y, si no, veamos. Cuando la muerte, por su cuenta y riesgo, decidió suspender su actividad a partir del día uno de enero de este año, no se le pasó por la cabeza la idea de que una instancia superior de la jerarquía podría pedirle cuentas del bizarro despropósito, como igualmente no pensó en la altísima probabilidad de que su pintoresca invención de cartas color violeta fuese vista con malos ojos por la referida instancia u otra de más arriba. Son éstos los peligros del automatismo de las prácticas, de la rutina aletargante, de la praxis cansada. Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo, nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa persona, y así le sucedió a la muerte, acabará comportándose, sin que de tal se dé cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace, y no sólo eso, también de cuándo y de cómo deberá hacerlo. Esta es la única explicación razonable de por qué la muerte no consideró necesario pedir autorización a la jerarquía cuando tomó y puso en marcha las transcendentes decisiones que conocemos y sin las cuales este relato, feliz o infelizmente, no podría haber existido. Es que ni siquiera pensó en eso. Y ahora, paradójicamente, en el justo momento en que no cabe en sí de alegría por haber descubierto que el poder de disponer de las vidas humanas es suyo y de él no tendrá que dar satisfacciones a nadie, ni hoy ni nunca, es la ocasión en que los humos de la gloria amenazan con obnubilarla, cuando no consigue evitar esa recelosa reflexión propia de la persona que, habiendo estado a punto de ser sorprendida en falta, de forma milagrosa consigue escapar en el último instante, De la que me he librado.
A pesar de todo, la muerte que ahora se levanta de la silla es una emperatriz. No debería estar en esta helada sala subterránea, como si fuera una enterrada viva, y sí en la cima de la montaña más alta presidiendo los destinos del mundo, mirando con benevolencia el rebaño humano, viendo cómo se mueve y se agita en todas las direcciones sin comprender que todas van a dar al mismo destino, que un paso atrás lo aproximará tanto a la muerte como un paso adelante, que todo es igual a todo porque todo tendrá un único fin, ese en que una parte de ti siempre tendrá que pensar y que es la marca oscura de tu irremediable humanidad. La muerte sostiene en la mano el expediente del músico. Es consciente de que tendrá que hacer algo con él, pero todavía no sabe qué. En primer lugar deberá calmarse, pensar que no es ahora más muerte de lo que era antes, que la única diferencia entre hoy y ayer es que tiene mayor certeza de serlo. En segundo lugar, el hecho de finalmente poder ajustar sus cuentas con el violonchelista no es motivo para olvidarse de enviar las cartas del día. Lo pensó y al instante doscientos ochenta y cuatro expedientes aparecieron sobre la mesa, la mitad eran de hombres, la mitad de mujeres, y con ellos doscientas ochenta y cuatro hojas de papel y doscientos ochenta y cuatro sobres. La muerte volvió a sentarse, apartó a un lado el expediente del músico y comenzó a escribir. Una esfera de cuatro horas habría dejado caer el último grano de arena precisamente cuando acababa de firmar la carta doscientas ochenta y cuatro. Una hora después los sobres estaban cerrados, listos para ser expedidos. La muerte buscó la carta que tres veces fue enviada y tres veces vino devuelta y la colocó sobre la pila de sobres color violeta, Te voy a dar una última oportunidad, dijo. Hizo el gesto habitual con la mano izquierda y las cartas desaparecieron. No habían pasado cinco segundos cuando la carta del músico, silenciosamente, reapareció sobre la mesa. Entonces la muerte dijo, Así lo quisiste, así lo tendrás. Tachó en el expediente la fecha de nacimiento y la puso un año más tarde, a continuación enmendó la edad, donde estaba escrito cincuenta corrigió por cuarenta y nueve. No puedes hacer eso, dijo la guadaña, Ya está hecho, Habrá consecuencias, Sólo una, Cuál, La muerte, por fin, del maldito violonchelista que se está divirtiendo a mi costa, Pero él, el pobre, ignora que ya tenía que estar muerto, Para mí es como si lo supiera, Sea como sea, no tienes poder ni autoridad para enmendar los expedientes, Te equivocas, tengo todos los poderes y toda la autoridad, soy la muerte, y toma nota de que nunca lo he sido tanto como a partir de este día, No sabes en lo que te estás metiendo, le avisó la guadaña, En todo el mundo, sólo hay un lugar donde la muerte no se puede meter, Qué lugar, Ese al que llaman urna, caja, tumba, ataúd, féretro, túmulo, catafalco, ahí no entro yo, ahí sólo entran los vivos, después de que yo los mate, claro, Tantas palabras para una sola y triste cosa, Es la costumbre de esta gente, nunca acaban de decir lo que quieren.
La muerte tiene un plan. El cambio del año de nacimiento del músico no fue sino el movimiento inicial de una operación en que, podemos adelantarlo desde ya, serán empleados medios absolutamente excepcionales, jamás usados a lo largo de la historia de las relaciones de la especie humana con su visceral enemiga. Como en un juego de ajedrez, la muerte avanzó con la reina. Unos cuantos lances más deberán abrir caminos al jaque mate y la partida terminará. Ahora se podría preguntar por qué no regresa la muerte al statu quo ante, cuando las personas morían simplemente porque tenían que morir, sin necesidad de esperar a que el cartero les trajera la carta color violeta. La pregunta tiene su lógica, pero la respuesta no la tendrá menos. Se trata, en primer lugar, de una cuestión de pundonor, de brío, de orgullo profesional, por cuanto, ante los ojos de todo el mundo, que la muerte regrese a la inocencia de aquellos tiempos sería lo mismo que reconocer su derrota. Puesto que el proceso actual en vigor es el de las cartas color violeta, entonces el violonchelista tendrá que morir por esta vía. Basta con que nos pongamos en el lugar de la muerte para comprender la bondad de sus razones. Claro que, como hemos tenido la ocasión de ver cuatro veces, el magno problema de hacer llegar la ya cansada carta al destinatario subsiste, y es ahí que, para lograr el añorado desiderátum, entrarán en acción los medios excepcionales de que hablamos arriba. Pero no anticipemos los hechos, observemos lo que hace la muerte en este momento. La muerte, en este preciso momento, no hace nada más que lo que siempre ha hecho, es decir, empleando una expresión corriente, anda por ahí, aunque, más exacto sería decir que la muerte está, no anda. Al mismo tiempo, y en todas partes. No necesita correr detrás de las personas para atraparlas, siempre está donde ellas estén. Ahora, gracias al método de aviso por correspondencia, podría quedarse tranquilamente en la sala subterránea y esperar que el correo se encargue del trabajo, pero su naturaleza es más fuerte, necesita sentirse libre, desahogada. Como ya decía el dictado antiguo, gallina de campo no quiere corral. En sentido figurado, por tanto, la muerte anda en el campo. No volverá a caer en la estupidez, o en la indisculpable debilidad, de reprimir lo que en ella hay de mejor, su ilimitada virtud expansiva, por eso no repetirá la penosa acción de concentrarse y mantenerse en el último umbral de lo visible, sin pasar al otro lado, como hizo la noche pasada, Dios sabe con qué costo, durante las horas que permaneció en casa del músico. Presente, como hemos dicho una y mil veces, en todas partes, está ahí también. El perro duerme en el patio, al sol, esperando que el dueño regrese al hogar. No sabe adonde ha ido ni qué hace, y la idea de seguirle el rastro, si alguna vez lo tentó, es algo en lo que ya no piensa, tantos y tan desorientadores son los buenos y los malos olores de una ciudad capital. Nunca pensamos que lo que los perros conocen de nosotros son otras cosas de las que no tenemos la menor idea. La muerte, ésa sí, sabe que el violonchelista está sentado en el escenario de un teatro, a la derecha del maestro, en el lugar que corresponde al instrumento que toca, lo ve mover el arco con la mano diestra, ve la mano izquierda, izquierda pero no menos diestra que la otra, subiendo y bajando a lo largo de las cuerdas, tal como ella misma hiciera medio a oscuras, a pesar de no haber aprendido música, ni siquiera el más elemental de los solfeos, el llamado tres por cuatro. El maestro interrumpió el ensayo, repiqueteó con la batuta en el borde del atril para un comentario y una orden, pretende que en este pasaje los violonchelos, justamente los violonchelos, se hagan oír sin parecer que suenan, una especie de charada acústica que los músicos dan muestras de haber descifrado sin dificultad, el arte es así, tiene cosas que a los profanos les parecen imposibles del todo y a fin de cuentas no lo eran. La muerte, no sería necesario decirlo, llena el teatro hasta lo alto, hasta las pinturas alegóricas del techo y la inmensa araña ahora apagada, pero el punto de vista que en este momento prefiere es el de un palco sobre el nivel del escenario, frontero, aunque un poco de soslayo, a los grupos de cuerda de tonalidad grave, a las violas, que son los contraltos de la familia de los violines, a los violonchelos, que corresponden al bajo, a los contrabajos, que son los de la voz gruesa. Está allí sentada, en una estrecha silla forrada de terciopelo carmesí, y mira fijamente al primer violonchelista, ese a quien ha visto dormir y que usa pijama de rayas, ese que tiene un perro que a estas horas duerme al sol en el patio de la casa, esperando el regreso del dueño. Aquél es su hombre, un músico, nada más que un músico, como son los casi cien hombres y mujeres organizados en semicírculo ante su chamán privado, que es el maestro, y que un día de éstos, en cualquier semana, mes y año futuros, recibirán en su casa la cartita color violeta y dejarán el lugar vacío, hasta que otro violinista, o flautista, o trompetista venga a sentarse en la misma silla, tal vez ya con otro chamán haciendo gestos con el palito para conjurar los sonidos, la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie, y es entonces cuando la muerte piensa que se quedará sin tener qué hacer si el barco hundido no pudiera subir nunca más cantando aquel evocativo canto de las aguas que resbalan por el costado, como debe de haber sido, deslizándose con otra rumorosa suavidad por el ondulante cuerpo de la diosa, el de anfitrite en la hora única de su nacimiento, para convertirla en aquella que rodea los mares, que ése es el significado del nombre que le dieron. La muerte se pregunta dónde estará ahora anfitrite, la hija de nereo y de doris, dónde estará la que, no habiendo existido nunca en la realidad, habitó durante un breve tiempo la mente humana para crear en ella, también por breve tiempo, una cierta y particular manera de dar sentido al mundo, de buscar entendimientos de esa misma realidad. Y no la entendieron, pensó la muerte, y no la pueden entender por más que hagan, porque en la vida de ellos todo es provisional, todo precario, todo pasa sin remedio, los dioses, los hombres, lo que fue ya acabó, lo que es no lo será siempre, y hasta yo, muerte, acabaré cuando no tenga a quién matar, sea a la manera clásica, sea por correspondencia. Sabemos que no es la primera vez que un pensamiento de éstos pasa por lo que ella piensa, sea lo que fuere, pero es la primera vez que haberlo pensado le causó este sentimiento de profundo alivio, como alguien que, habiendo terminado su trabajo, lentamente se recuesta para descansar. De súbito la orquesta se calló, apenas se oye el violonchelo, esto se llama un solo, un modesto solo que no llegará a durar dos minutos, es como si de las fuerzas que el chamán había invocado se hubiera erguido una voz, hablando por ventura en nombre de todos aquellos que ahora están silenciosos, el propio maestro está inmóvil, mira a aquel músico que dejó abierto en una silla el cuaderno con la suite número seis opus mil doce en re mayor de Johann Sebastian Bach, la suite que él nunca tocará en este teatro, porque es simplemente un violonchelista de orquesta, aunque principal en su grupo, no uno de esos famosos concertistas que recorren el mundo entero tocando y dando entrevistas, recibiendo flores, aplausos, homenajes y condecoraciones, mucha suerte tiene ya con que alguna que otra vez le salgan unos cuantos compases para tocar solo, algún compositor generoso que se acordó de ese lado de la orquesta donde pocas cosas suelen pasar fuera de la rutina. Cuando el ensayo termine guardará el violonchelo en su estuche y volverá a casa en taxi, de esos que tienen un portamaletas grande, y es posible que esta noche, después de cenar, abra la suite de bach sobre el atril, respire hondo y roce con el arco las cuerdas para que la primera nota nacida lo venga a consolar de las incorregibles banalidades del mundo y la segunda se las haga olvidar si puede, el solo ya ha terminado, los tutti de la orquesta han cubierto el último eco del violonchelo, y el chamán, con un gesto imperioso de batuta, volvió a su papel de invocador y guía de los espíritus sonoros. La muerte está orgullosa de lo bien que su violonchelista ha tocado. Como si se tratara de una persona de la familia, la madre, la hermana, una novia, esposa no, porque este hombre nunca se ha casado. Durante los tres días siguientes, excepto el tiempo necesario para correr a la sala subterránea, escribir las cartas a toda prisa y enviarlas al correo, la muerte fue, más que la sombra, el propio aire que el músico respiraba. La sombra tiene un grave defecto, se le pierde el sitio, no se da con ella en cuanto le falta una fuente luminosa. La muerte viajó a su lado en el taxi que lo llevaba a casa, entró cuando él entró, contempló con benevolencia las locas efusiones del perro a la llegada del amo, y después, tal como haría una persona convidada a pasar allí una temporada, se instaló. Para quien no necesita moverse, es fácil, lo mismo le da estar sentado en el suelo como subido a la parte alta de un armario. El ensayo de la orquesta había acabado tarde, dentro de poco será de noche. El violonchelista dio de comer al perro, después se preparó su propia cena con el contenido de dos latas que abrió, calentó lo que era para calentar, después puso un mantel sobre la mesa de la cocina, puso los cubiertos y la servilleta, echó vino en una copa y, sin prisa, como si pensara en otra cosa, se metió el primer tenedor lleno de comida en la boca. El perro se sentó al lado, algún resto que el dueño deje en el plato y pueda serle dado a mano será su postre. La muerte mira al violonchelista. Por principio, no distingue entre personas feas y personas guapas, acaso porque, no conociendo de sí misma otra cosa que la calavera que es, tiene la irresistible tendencia de hacer aparecer la nuestra diseñada debajo de la cara que nos sirve de muestrario. En el fondo, en el fondo, manda la verdad que se diga, a los ojos de la muerte todos somos de la misma manera feos, incluso en el tiempo en que habíamos sido reinas de belleza o reyes de lo que masculinamente le equivalga. Le aprecia los dedos fuertes, calcula que las pulpas de la mano izquierda poco a poco se habrán ido endureciendo, tal vez hasta ser levemente callosas, la vida tiene de estas y otras injusticias, véase este caso de la mano izquierda, que tiene a su cargo el trabajo más pesado del violonchelo y recibe del público muchos menos aplausos que la mano derecha. Acabada la cena, el músico lavó los platos, dobló cuidadosamente por las marcas el mantel y la servilleta, los guardó en un cajón del armario y antes de salir de la cocina miró a su alrededor para ver si algo había quedado fuera de su lugar. El perro le siguió hasta la sala de la música, donde la muerte los esperaba. Al contrario de la suposición que hicimos en el teatro, el músico no tocó la suite de bach. Un día, conversando con algunos colegas de la orquesta que en tono ligero hablaban de la posibilidad de la composición de retratos musicales, retratos auténticos, no tipos, como los de samuel goldenberg y schmuyle, de mussorgsky, tuvo la ocurrencia de decir que su retrato, en caso de existir en la música, no lo encontrarían en ninguna composición para violonchelo, y sí en un brevísimo estudio de chopin, opus veinticinco, número nueve, en sol bemol mayor. Quisieron ellos saber por qué, y él respondió que no conseguía verse a sí mismo en nada más que hubiera sido escrito en una pauta y que ésa le parecía la mejor de las razones. Y que en cincuenta y ocho segundos chopin había dicho todo cuanto se podría decir sobre una persona a la que no podía haber conocido. Durante algunos días, como amable divertimiento, los más graciosos le llamaron cincuenta y ocho segundos, pero el apodo era demasiado largo para perdurar, y también porque no se puede mantener ningún diálogo con alguien que había decidido demorar cincuenta y ocho segundos en responder a lo que le preguntaban. El violonchelista acabaría ganando la amigable contienda. Como si hubiera percibido la presencia de un tercero en su casa, a quien, por motivos no explicados, debiera hablar de sí mismo, y para no tener que hacer el largo discurso que hasta la vida más simple necesita para decir de sí misma algo que merezca la pena, el violonchelista se sentó ante el piano, y, tras una breve pausa para que la asistencia se acomodara, atacó la composición. Tumbado junto al atril y ya medio adormecido, el perro no pareció prestar importancia a la tempestad sonora que se había desencadenado sobre su cabeza, quizá por haberla oído otras veces, quizá porque no añadía nada a lo que sabía del dueño. La muerte, sin embargo, que por deber de oficio tantas otras músicas había escuchado, en particular la marcha fúnebre del mismo chopin o el adagio assai de la tercera sinfonía de beethoven, tuvo por primera vez en su larguísima vida la percepción de lo que podrá llegar a ser una perfecta conjunción entre lo que se dice y el modo en que se está diciendo. Poco le importaba que aquél fuera el retrato musical del violonchelista, lo más probable es que las alegadas semejanzas, tanto las efectivas como las imaginadas, las hubiese fabricado él en su cabeza, lo que a la muerte le impresionaba era que le pareció oír en aquellos cincuenta y ocho segundos de música una transposición rítmica y melódica de todas y cada una de las vidas humanas, corrientes o extraordinarias, por su trágica brevedad, por su intensidad desesperada, y también a causa de ese acorde final que era como un punto de suspensión dejado en el aire, en el vacío, en cualquier parte, como si, irremediablemente, alguna cosa todavía hubiera quedado por decir. El violonchelista había caído en uno de los pecados humanos que menos se perdonan, el de la presunción, cuando imaginó ver su propia y exclusiva figura en un retrato en que al final se encontraban todos, presunción que, en cualquier caso, si nos fijamos bien, si no nos quedamos en la superficie de las cosas, igualmente podría ser interpretada como una manifestación de su radical opuesto, o sea, de la humildad, dado que, siendo ése el retrato de todos, también yo tendría que estar retratado en él. La muerte duda, no acaba de decidirse entre la presunción o la humildad, y, para desempatar, para salir de dudas, se entretiene observando al músico, esperando que la expresión de la cara le revele lo que falta, o tal vez las manos, las manos son dos libros abiertos, no por las razones, supuestas o auténticas, de la quiromancia, con sus líneas del corazón y de la vida, de la vida, sí, han oído bien, queridos señores, de la vida, sino porque hablan cuando se abren o se cierran, cuando acarician o golpean, cuando enjugan una lágrima o disimulan una sonrisa, cuando se posan sobre un hombro o expresan un adiós, cuando trabajan, cuando están quietas, cuando duermen, cuando despiertan, y entonces la muerte, terminada la observación, concluye que no es verdad que el antónimo de presunción sea humildad, incluso aunque lo juren a pies juntillas todos los diccionarios del mundo, pobres diccionarios, que tienen que gobernarse ellos y gobernarnos a nosotros con las palabras que existen, cuando son tantas las que todavía faltan, por ejemplo, esa que sería el contrario activo de la presunción, sin embargo, en ningún caso la rebajada cabeza de la humildad, esa palabra que vemos claramente escrita en la cara y en las manos del violonchelista, pero que es incapaz de decirnos cómo se llama.
Resultó ser domingo el día siguiente. Estando el tiempo de buena cara, como sucede hoy, el violonchelista suele ir a dar un paseo por la mañana por uno de los parques de la ciudad en compañía de su perro y de uno o dos libros. El animal nunca se aleja mucho, incluso cuando el instinto lo hace andar de árbol en árbol olisqueando las meadas de los congéneres. Alza la pata de vez en cuando, pero se queda por ahí en lo que a la satisfacción de sus necesidades excretoras se refiere. Ésta, complementaria por decirlo de alguna manera, la resuelve disciplinadamente en el patio de la casa donde vive, por eso el violonchelista no tiene que ir detrás recogiéndole los excrementos en un saquito de plástico con la ayuda de la pala diseñada especialmente para ese fin. Se trataría de un notable ejemplo de los resultados de una buena educación canina de no darse la circunstancia extraordinaria de que fue una idea del propio animal, que es de la opinión de que un músico, un violonchelista, un artista que se esfuerce por llegar a tocar dignamente la suite número seis opus mil doce en re mayor de bach, es de la opinión, decíamos, que no está bien que un músico, un violonchelista, un artista haya venido al mundo para levantar del suelo las cacas todavía humeantes de su perro o de cualquier otro. No es apropiado, bach, por ejemplo, dijo éste un día conversando con su dueño, nunca lo hizo. El músico le respondió que desde entonces los tiempos han cambiado mucho, pero no tuvo otro remedio que reconocer que bach, en efecto, nunca lo había hecho. Aunque es amante de la literatura en general, basta con mirar los estantes del medio de su biblioteca para comprobarlo, el músico tiene una predilección especial por los libros sobre astronomía y ciencias naturales o de la naturaleza, y hoy se le ha ocurrido traerse un manual de entomología. Por falta de preparación previa no espera sacarle mucho provecho, pero se distrae leyendo que en la tierra hay casi un millón de especies de insectos y que éstos se dividen en dos grupos, el de los pterigotos, que están provistos de alas, y los apterigotos, que no las tienen, y que se clasifican en ortópteros, como la langosta, blatoideos, como la cucaracha, mantídeos, como la santateresa, neurópteros, como la crisopa, odonatos, como la libélula, efemerópteros, como la efímera, tricópteros, como la friganeal, isópteros, como la termita, sifonápteros, como la pulga, anopluros, como el piojo, malófagos, como el piojo de las aves, heterópteros, como la chinche, homópteros, como el pulgón, dípteros, como la mosca, himenópteros, como la avispa, lepidópteros, como la calavera, coleópteros, como el escarabajo, y, finalmente, tisanuros, como el pececillo de plata. Según se puede ver en la imagen del libro, la calavera es una mariposa, y su nombre en latín es acherontia Átropos. Es nocturna, exhibe en la parte dorsal del tórax un dibujo semejante a una calavera humana, alcanza doce centímetros de envergadura y es de una coloración oscura, con las alas posteriores amarillas y negras. Y le llaman Átroposs, es decir, muerte. El músico no sabe, y no podría imaginarlo nunca, que la muerte mira, fascinada, por encima de su hombro, la fotografía en color de la mariposa. Fascinada y también confundida. Recordemos que la parca encargada de tratar del paso de la vida de los insectos a su no vida, o sea, de matarlos, es otra, no es ésta, y que, aunque en muchos casos el modus operandi sea el mismo para ambas, las excepciones también son numerosas, baste decir que los insectos no mueren por causas tan comunes a la especie humana como, por ejemplo, la neumonía, la tuberculosis, el cáncer, el síndrome de inmunodeficiencia adquirido, vulgarmente conocido por sida, los accidentes de tráfico o las afecciones cardiovasculares. Hasta aquí, cualquier persona lo entiende. Lo que cuesta más comprender, lo que está confundiendo a esta muerte que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista es que una calavera humana, diseñada con extraordinaria precisión, haya aparecido, no se sabe en qué época de la creación, en el lomo peludo de una mariposa. Es cierto que en el cuerpo humano también aparecen a veces unas maripositas, pero eso nunca ha pasado de un artificio elemental, son simples tatuajes, no venían con la persona en el nacimiento. Probablemente, piensa la muerte, hubo un tiempo en que todos los seres vivos eran una cosa sola, pero después, poco a poco, con la especialización, se encontraron divididos en cinco reinos, a saber, las móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los animales, en cuyo interior, a los reinos nos referimos, infinitas macroespecializaciones y microespecializaciones se sucedieron a lo largo de las eras, no siendo de extrañar que, en medio de tal confusión, de tal atropello biológico, algunas particularidades de unas hubiesen aparecido repetidas en otras. Eso explicaría, por ejemplo, no ya la inquietante presencia de una calavera blanca en el dorso de esta mariposa acherontia Átropos, que, curiosamente, más allá de la muerte, tiene en su nombre el nombre de un río del infierno, sino también las no menos inquietantes semejanzas de la raíz de la mandrágora con el cuerpo humano. No sabe una persona qué pensar ante tanta maravilla de la naturaleza, ante asombros tan sublimes. Sin embargo, los pensamientos de la muerte, que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista, han tomado otro camino. Ahora está triste porque compara lo que habría sido utilizar las mariposas de la calavera como mensajeras de la muerte en lugar de esas estúpidas cartas color violeta que al principio le parecieron la más genial de las ideas. A una mariposa de éstas nunca se le habría ocurrido la idea de volver atrás, lleva marcada su obligación en la espalda, nació para esto. Además, el efecto espectacular sería totalmente diferente, en lugar de un vulgar cartero que nos entrega una carta, veríamos doce centímetros de mariposa revoloteando sobre nuestras cabezas, el ángel de la oscuridad exhibiendo sus alas negras y amarillas, y de repente, después de rasar el suelo y trazar el círculo de donde ya no saldremos, ascender verticalmente ante nosotros y colocar su calavera delante de la nuestra. Es más que evidente que no regatearíamos aplausos a la acrobacia. Por aquí se ve cómo la muerte que tiene a su cargo a los seres humanos todavía tiene mucho que aprender. Claro que, como bien sabemos, las mariposas no se encuentran bajo su jurisdicción. Ni ellas, ni las demás especies animales, prácticamente infinitas. Tendría que negociar un acuerdo con la colega del departamento zoológico, esa que tiene bajo su responsabilidad la administración de los productos naturales, pedirle prestadas unas cuantas mariposas acherontia Átropos, aunque lo más probable, lamentablemente, teniendo en cuenta la abisal diferencia de extensión de los respectivos territorios y de las poblaciones correspondientes, sería que la referida colega le respondiera con un soberbio, maleducado y perentorio no, para que aprendamos que la falta de camaradería no es una palabra vana, incluso en la gerencia de la muerte. Piénsese en ese millón de insectos de que hablaba el manual de entomología elemental, imagínese, si tal es posible, el número de individuos existentes en cada una, y díganme si no se encontrarían más bichitos de ésos en la tierra que estrellas tiene el cielo, o el espacio sideral, si preferimos darle un nombre poético a la convulsa realidad del universo en el que somos un hilo de mierda a punto de disolverse. La muerte de los humanos, en este momento una ridiculez de siete mil millones de hombres y mujeres bastante mal distribuidos por los cinco continentes, es una muerte secundaria, subalterna, ella misma tiene perfecta consciencia de su lugar en la escala jerárquica de tánatos, como tuvo la honradez de reconocer en la carta enviada al periódico que le había puesto el nombre con la inicial en mayúscula. No obstante, siendo la puerta de los sueños tan fácil de abrir, tan asequible para cualquiera que ni impuestos nos exigen por el consumo, la muerte, esta que ya ha dejado de mirar por encima del hombro del violonchelista, se complace imaginando lo que sería tener a sus órdenes un batallón de mariposas alineadas sobre la mesa, ella haciendo la llamada una a una y dando las instrucciones, vas a tal lado, buscas a tal persona, le pones la calavera por delante y regresas aquí. Entonces el músico creería que su mariposa acherontia Átropos había levantado el vuelo de la página abierta, sería ése su último pensamiento y la última imagen que llevaría prendida en la retina, ninguna mujer gorda vestida de negro anunciándole la muerte, como se dice que vio marcel proust, ningún mostrenco envuelto en una sábana blanca, como afirman los moribundos de vista penetrante. Una mariposa, nada más que el suave run run de las alas de seda de una mariposa grande y oscura con una pinta blanca que parece una calavera.
El violonchelista miró el reloj y vio que era la hora del almuerzo. El perro, que ya llevaba diez minutos pensando lo mismo, se había sentado al lado del dueño y, apoyando la cabeza en la rodilla, esperaba paciente a que regresara al mundo. No lejos de allí había un pequeño restaurante que abastecía de bocadillos y otras menudencias alimenticias de naturaleza semejante. Siempre que venía a este parque por la mañana, el violonchelista era cliente y no variaba en la comanda que hacía. Dos bocadillos de atún con mayonesa y una copa de vino para él, un bocadillo de carne poco hecha para el perro. Si el tiempo estaba agradable, como hoy, se sentaban en el suelo, bajo la sombra de un árbol, y, mientras comían, conversaban. El perro guardaba siempre lo mejor para el final, comenzaba por los trozos de pan y sólo después se entregaba a los placeres de la carne, masticando sin prisa, conscientemente, saboreando los jugos. Distraído, el violonchelista comía como iba cayendo, pensaba en la suite en re mayor de bach, en el preludio, en un cierto pasaje de mil pares de demonios en que solía detenerse algunas veces, dudar, titubear, que es lo peor que le puede suceder en la vida a un músico. Después de acabar de comer, se echaron uno al lado del otro, el violonchelista durmió un poco, el perro ya estaba durmiendo un minuto antes. Cuando despertaron y volvieron a casa, la muerte fue con ellos. Mientras el perro corría al patio para descargar la tripa, el violonchelista puso la suite de bach en el atril, la abrió por el pasaje escabroso, un pianísimo absolutamente diabólico, y la implacable duda se repitió. La muerte tuvo pena de él, Pobrecillo, lo malo es que no va a tener tiempo para conseguirlo, es más, nunca lo tienen, incluso los que han llegado cerca siempre se quedaron lejos. Entonces, por primera vez, la muerte se dio cuenta de que en toda la casa no había ni un único retrato de mujer, salvo el de una señora de edad que tenía todo el aspecto de ser la madre y que estaba acompañada por un hombre que debía de ser el padre.
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