Los representantes de las empresas funerarias, entierros, incineraciones y traslados, servicio permanente, se reunirán a la misma hora en la sede de la corporación. Confrontados con el desmesurado y nunca antes experimentado desafío profesional que representará la muerte simultánea y el subsecuente despacho fúnebre de miles de personas en todo el país, la única solución seria que se les plantea, además de altamente beneficiosa desde el punto de vista económico gracias al abaratamiento racional de costos, será poner en juego, de forma conjunta y ordenada, los recursos de personal y los medios tecnológicos de que disponen, en suma, la logística, estableciendo de camino cuotas proporcionales de participación en la tarta, como graciosamente dirá el presidente de la asociación del ramo, con discreto, aunque sonriente, aplauso de la compañía. Habrá que tener en cuenta, por ejemplo, que la producción de cajas, tumbas, ataúdes, féretros y catafalcos para uso humano se encuentra estancada desde el día en que las personas dejaron de morir y que, en el improbable caso de que todavía queden existencias en alguna carpintería de gerencia conservadora, será como la pequeña rosette de malherbe, que, convertida en rosa, no puede durar más que la brevedad de una mañana. La cita literaria fue obra del presidente, que, sin venir mucho a cuento, pero provocando los aplausos de la asistencia, dijo a continuación, Sea como sea, ha terminado para nosotros la vergüenza de andar enterrando a perros, gatos y canarios domésticos, Y papagayos, dijo una voz desde el fondo, Y papagayos, asintió el presidente, Y pececitos tropicales, recordó otra voz, Eso fue sólo después de la polémica que levantó el espíritu que paira sobre el agua del acuario, corrigió el secretario de la mesa, a partir de ahora se los darán a los gatos, por aquello de lavoisier, cuando dijo que en la naturaleza nada se cría y nada se pierde, todo se transforma. No se llegó a saber a qué extremos podrían llegar los alardes de almanaque de las funerarias allí reunidas porque uno de sus representantes, preocupado con el tiempo, veintidós horas y cuarenta y cinco minutos en su reloj, levantó el brazo para proponer que se telefonease a la asociación de carpinteros para preguntarles cómo estaban de ataúdes, Necesitamos saber con qué podremos contar a partir de mañana, concluyó. Como era de esperar, la propuesta fue calurosamente acogida, pero el presidente, disimulando mal el despecho porque la idea no fue suya, observó, Lo más seguro es que no haya nadie en los carpinteros a estas horas, Permítame que lo dude, señor presidente, las mismas razones que nos han reunido aquí habrán hecho que ellos se reúnan. Acertaba de lleno el proponente. De la corporación de los carpinteros respondieron que habían alertado a los respectivos asociados nada más oír la lectura de la carta de la muerte, llamando la atención para la conveniencia de restablecer en el plazo más corto posible la fabricación de cajería fúnebre, y que, de acuerdo con las informaciones que estaban recibiendo continuamente, no sólo muchas empresas habían convocado a sus trabajadores, sino que también se encontraban ya en plena elaboración la mayor parte de ellas. Va contra el horario de trabajo, dijo el portavoz de la corporación, pero, considerando que se trata de una situación de emergencia nacional, nuestros abogados tienen la seguridad de que el gobierno no tendrá otro remedio que cerrar los ojos y que además nos lo agradecerá, lo que no podremos garantizar, en esta primera fase, es que los ataúdes que ofrezcamos tengan la misma calidad de acabado a que teníamos acostumbrados a nuestros clientes, los pulimentos, los barnices y los crucifijos exteriores tendrán que quedarse para la fase siguiente, cuando la presión de los entierros comience a disminuir, de todos modos somos conscientes de la responsabilidad de ser una pieza fundamental en este proceso. Se oyeron nuevos y todavía más calurosos aplausos en la reunión de los representantes de las funerarias, ahora sí, ahora había un motivo para felicitarse mutuamente, ningún cuerpo quedaría sin entierro, ninguna factura sin cobrar. Y los sepultureros, preguntó el de la propuesta, Los sepultureros harán lo que se les mande, respondió irritado el presidente. No era así exactamente. Por otra llamada telefónica se supo que los sepultureros exigían un aumento sustancial del salario y el pago por triplicado de las horas extraordinarias. Eso es cosa de los ayuntamientos, que se las arreglen como puedan, dijo el presidente. Y si llegamos al cementerio y no hay nadie para abrir sepulturas, preguntó el secretario. La discusión prosiguió encendida. A las veintitrés horas y cincuenta minutos el presidente tuvo un infarto de miocardio. Murió con la última campanada de la medianoche.
Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu curioso se esté preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los médicos a qué direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo, fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita, putridez en casa. Fue entonces cuando se demostró que no es por casualidad por lo que un primer ministro llega a tan altas funciones, y que, como no se ha cansado de afirmar la infalible sabiduría de las naciones, cada pueblo tiene el gobierno que se merece, debiendo con todo observarse, en este particular, y para completa clarificación del asunto, que si es verdad que los primeros ministros, para bien o para mal, no son todos iguales, tampoco es menos verdad que los pueblos no son siempre lo mismo. En una palabra, tanto en un caso como en otro, depende. O es según, si se prefiere decirlo en dos palabras. Como se verá, cualquier observador, incluso uno no especialmente propenso a la imparcialidad de los juicios, no tendría la menor duda en reconocer que el gobierno supo estar a la altura de la gravedad de la situación. Todos recordaremos que en la alegría de aquellos primeros y deliciosos días de inmortalidad, al final tan breves, a que este pueblo inocentemente se entregó, una señora, viuda de poco tiempo, tuvo la ocurrencia de celebrar esa felicidad nueva colgando del florido balcón de su comedor, ese que daba a la calle principal, la bandera nacional. También recordaremos cómo el abanderamiento, en menos de cuarenta y ocho horas, como un reguero de pólvora, como una nueva epidemia, se extendió por todo el país. Pasados estos siete meses de continuas y mal sufridas desilusiones, pocas banderas habían sobrevivido, e, incluso ésas, reducidas a melancólicos harapos, con los colores comidos por el sol y deslucidos por la lluvia, además de lamentablemente descompuesta la arquitectura del emblema. Dando prueba de un admirable espíritu previsor, el gobierno, entre otras medidas de urgencia destinadas a suavizar los daños colaterales del inopinado regreso de la muerte, recuperó la bandera de la patria como indicativo de que allí, en aquel piso tercero izquierda, había un muerto a la espera. Así industriadas, las familias que habían sido heridas por la odiosa parca mandaron a la tienda a uno de los suyos para comprar el símbolo, lo colocaron en la ventana y, mientras apartaban las moscas de la cara del fallecido, se pusieron a esperar al médico que vendría a certificar el óbito. Reconózcase que la idea, además de eficaz, era de la más extrema elegancia. Los médicos de cada ciudad, villa, aldea o simple lugar, en coche, a bicicleta o a pie, sólo tenían que recorrer las calles con el ojo atento a la bandera, subir a la casa señalada y, habiendo comprobado la defunción a vista desarmada, sin ayuda de instrumentos, porque otros exámenes del cuerpo más profundos eran imposibles debido a la urgencia, dejaban un papel firmado con que tranquilizar a las funerarias acerca de la naturaleza específica de la materia prima, es decir, que si a esta enlutada casa venían en busca de liebre, no sería gato lo que se llevarían. Como ya se habrá percibido, la buena ocurrencia de utilizar la bandera nacional tiene una doble finalidad y una doble ventaja. Habiéndole servido de guía a los médicos, ahora iba a ser farol para los empaquetadores del difunto. En el caso de las ciudades mayores y sobre todo en la capital, metrópolis desproporcionada en relación al pequeño tamaño del país, la división del espacio urbano en cantones, para establecer las cuotas proporcionales de participación en la tarta, como con fino espíritu dijo el desafortunado presidente de la asociación de funerarias, facilitó enormemente la tarea de los portadores de carga humana en su carrera contra el tiempo. Otro efecto subsecuente de la bandera, no previsto, no esperado, pero que demostró hasta qué punto podemos estar equivocados cuando nos dedicamos a cultivar el escepticismo de tipo sistemático, fue el virtuoso gesto de unos cuantos ciudadanos respetuosos de las más arraigadas tradiciones de esmerada conducta social y que todavía usaban sombrero, de descubrirse al pasar ante las engalanadas ventanas, dejando en el aire la duda admirable de si lo hacían por el fallecido o por el símbolo vivo y sagrado de la patria.
Los periódicos, no es necesario decirlo, fueron muy solicitados, más todavía que cuando apareció la noticia de que se había dejado de morir. Claro que un gran número de personas habían sido informadas por la televisión del cataclismo que se les venía encima, muchas de ellas incluso tenían parientes muertos en casa a la espera del médico y banderas llorando en el balcón, pero es fácil de comprender que existe cierta diferencia entre la imagen nerviosa de un director general hablando ayer noche en la pequeña pantalla y estas páginas convulsas, agitadas, manchadas de titulares exclamativos y apocalípticos que se pueden doblar, guardar en el bolsillo y llevar a casa para leer con toda atención y que, como muestra, nos contentaremos con respigar aquí unos cuantos pero expresivos ejemplos, Tras el paraíso, el infierno, La muerte dirige el baile, Inmortales por poco tiempo, Otra vez condenados a morir, Jaque mate, Aviso previo a partir de ahora, Sin apelación y con agravantes, Un papel color violeta, Sesenta y dos mil muertos en menos de un segundo, La muerte ataca a medianoche, Nadie escapa de su destino, Salir del sueño para entrar en la pesadilla, Regreso a la normalidad, Qué hemos hecho para merecer esto, etcétera, etcétera. Todos los periódicos, sin excepción, publicaban en primera página el manuscrito de la muerte, pero uno, para hacer más fácil la lectura, reprodujo el texto en un recuadro con letra de cuerpo catorce, corrigió la puntuación y la sintaxis, concordó las declinaciones verbales, puso las mayúsculas donde faltaban, sin olvidar la firma final, que pasó de muerte a Muerte, una diferencia inapreciable para el oído, pero que provocará ese mismo día una indignada protesta de la autora de la misiva, también por escrito y en el mismo papel color violeta. Según la opinión autorizada de un gramático consultado por el periódico, la muerte, simplemente, ni siquiera dominaba los primeros rudimentos del arte de escribir. De entrada, la caligrafía, dijo, es extrañamente irregular, parece que se han reunido todos los modos conocidos, posibles y aberrantes de trazar las letras del alfabeto latino, como si cada una hubiese sido escrita por una persona diferente, pero eso todavía podría perdonarse, todavía podría ser considerado como un defecto menor ante el espectáculo de la sintaxis caótica, la ausencia de puntos finales, del no uso de paréntesis absolutamente necesarios, de la eliminación obsesiva de los puntos y aparte, de las comas a voleo y, pecado sin perdón, de la intencionada y casi diabólica abolición de la letra mayúscula, que, fíjense, llega a ser omitida en la propia firma de la carta y sustituida por la minúscula correspondiente. Una vergüenza, una provocación, seguía el gramático, y preguntaba, Si la muerte, que en el pasado tuvo el impagable privilegio de asistir a los mayores genios de la literatura, escribe de esta manera, cómo no lo harán mañana nuestros niños en caso de darle por imitar semejante monstruosidad filológica, bajo el pretexto de que, andando la muerte por aquí desde hace tanto tiempo, sabrá todo de todas las ramas del conocimiento. Y el gramático terminaba, Los disparates sintácticos que atestan la lamentable carta me inducirían a pensar que estamos ante una gigantesca y grosera mistificación de no ser por la tristísima realidad, la dolorosa evidencia de que la terrible amenaza se ha cumplido. En la tarde de ese mismo día, como ya anticipamos, llegó a la redacción del periódico una carta de la muerte exigiendo, con los términos más enérgicos, la inmediata rectificación de su nombre, Señor director, escribía, yo no soy la Muerte, soy simplemente la muerte, la Muerte es algo que ni por sombra les puede pasar por la cabeza qué es, ustedes, los seres humanos, sólo conocen, tome nota el gramático de que yo también lo sabría por ustedes, los seres humanos, sólo conocen esta pequeña muerte cotidiana que soy, esta que hasta en los peores desastres es incapaz de impedir que la vida continúe, un día llegarán a saber qué es la Muerte con letra mayúscula, en ese momento, si ella, improbablemente, les diese tiempo para eso, comprenderían la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya, y cuando hablo de diferencia real me refiero a algo que las palabras jamás podrán expresar, relativo, absoluto, lleno, vacío, ser todavía, no ser ya, qué es esto, señor director, porque las palabras, si no lo sabe, se mueven mucho, cambian de un día a otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas, que tanto están como dejan de estar, pompas de jabón, caracolas que apenas dejan oír la respiración, troncos cortados, ahí le dejo la información, es gratuita, no cobro nada por ella, entre tanto preocúpese en explicarles bien a sus lectores los comos y los porqués de la vida y de la muerte, y ya puestos, regresando al objetivo de esta carta, escrita, tal como la que fue leída en la televisión, de mi puño y letra, lo invito instantemente a cumplir las honradas disposiciones de la ley de prensa que manda rectificar en el mismo lugar y con la misma valorización gráfica el error, la omisión o el lapso cometidos, arriesgándose en este caso usted, si esta carta no es publicada en su integridad, a que yo le despache, mañana mismo, con efectos inmediatos, el aviso previo que no tengo reservado para usted hasta dentro de algunos años, no le diré cuántos para no amargarle el resto de la vida, sin otro asunto, se suscribe con la atención debida, muerte. La carta apareció puntualísima al día siguiente con rebosadas disculpas del director y también en duplicado, es decir, manuscrita y en letra de imprenta, cuerpo catorce y recuadrada. Sólo cuando el periódico salió a la calle el director se atrevió a salir del bunker en que se había encerrado con siete llaves desde el momento en que leyó la conminatoria carta. Y tan asustado estaba todavía que se negó a publicar el estudio grafológico que un importante especialista en la materia le entregó personalmente. Ya basta con los problemas que me he causado por la firma de la muerte con mayúscula, dijo, lleve su análisis a otro periódico, dividimos el mal entre las aldeas y a partir de aquí que sea lo que Dios quiera, todo menos tener que sufrir otro susto como el que he pasado. El grafólogo fue a un periódico, fue a otro, y a otro, y sólo en el cuarto, a punto de perder las esperanzas, consiguió que le recibieran el fruto de las no pocas horas de laberíntico trabajo a que, con lupa diurna y nocturna, se había dedicado. El sustancioso y suculento informe comenzaba recordando que la interpretación de la escritura, en sus orígenes, era una de las ramas de la fisiognomía, siendo las otras, para información de quien no esté a la par de esta ciencia exacta, la mímica, los gestos, la pantomima y la fonognomonia, tras lo cual sacó a colación a las mayores autoridades en la compleja materia, como fueron, cada una en su tiempo y lugar, camillo baldi, johann caspar lavater, édouard auguste patrice hocquart, adolf henze, jean-hippolyte michon, william thierry preyer, cesare lombroso, jules crépieux-jamin, rudolf pophal, ludwig klages, wilhelm helmuth müller, alice enskat, roben heiss, gracias a quienes la grafología había sido reestructurada en su aspecto psicológico, demostrándose la ambivalencia de las particularidades grafológicas y la necesidad de concebir su expresión como un conjunto, dado que, una vez expuestos los datos históricos y esenciales de la cuestión, nuestro grafólogo avanzó por el campo de la definición exhaustiva de las características principales de la escritura sub judice, a saber, el tamaño, la presión, el ajuste, la disposición en el espacio, los ángulos, la puntuación, la proporción entre trazos altos y bajos de las letras, o, dicho con otras palabras, la intensidad, la forma, la inclinación, la dirección y la continuidad de los signos gráficos, y, finalmente, habiendo dejado claro el hecho de que el objetivo de su estudio no era un diagnóstico clínico, ni un análisis del carácter, ni un examen de aptitud profesional, el especialista concentró su atención en las evidentes muestras relacionadas con el foro criminológico que la escritura iba revelando a cada paso, No obstante, escribía frustrado y pesaroso, me encuentro ante una contradicción que no veo ninguna forma de solucionar, que incluso dudo que tenga resolución posible, y es que si es cierto que todos los vectores del metódico y minucioso análisis grafológico a que he procedido apuntan a que la autora del escrito es eso que se llama una serial killer, una asesina en serie, otra verdad igualmente irrefragable, igualmente resultante de mi examen y que de algún modo desbarata la tesis anterior, ha acabado imponiéndose, o sea, la verdad de que la persona que escribió esta carta está muerta. Así era, de hecho, la propia muerte no tuvo más remedio que confirmarlo, Tiene razón el señor grafólogo, fueron sus palabras después de leer la erudita demostración. Pero no se entendía cómo, si estaba muerta, y hecha toda de huesos, era capaz de matar. Y, sobre todo, que escribiera cartas. Esos misterios nunca serán aclarados.
Ocupados en explicar lo que les sucedió después de la hora fatídica a las sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que se encontraban en estado de vida suspendida, pospusimos para momento más oportuno, que va a ser éste, las indispensables reflexiones sobre la manera como han reaccionado al cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia, especialmente la católica, mayoritaria en el país, hasta el punto de que era creencia común que el señor Jesucristo no elegiría otro lugar para nacer si tuviera que repetir, desde la a hasta la z, su primera y hasta ahora, que se sepa, única existencia terrenal. En los hogares del feliz ocaso, comenzando por ellos, los sentimientos eran los que cabía esperar. Si se tiene en cuenta que la ininterrumpida rotación de los internados, como quedó claramente explicado al principio de estos sorprendentes sucesos, era la propia condición de la prosperidad económica de la empresa, el regreso de la muerte debería ser, como fue, motivo de alegría y de renovadas esperanzas para las respectivas administraciones. Pasado el choque inicial causado por la lectura de la famosa carta en la televisión, los gerentes comenzaron inmediatamente a echarle cuentas a la vida y vieron que todas les salían redondas. No pocas botellas de champagne fueron bebidas a la medianoche para festejar el ya no esperado regreso a la normalidad, lo que, pareciendo ser el cúmulo de la indiferencia y del desprecio por la vida ajena, no era, en resumen, otra cosa que el natural alivio, el legítimo desahogo de quien, colocado ante una puerta cerrada y habiendo perdido la llave, la veía ahora abierta de par en par, despejada, con el sol al otro lado. Dirán los escrupulosos que por lo menos se debería haber evitado la ostentación ruidosa y simplona del champagne, el tapón saltando, la espuma que rebosa, y que una discreta copa de oporto o de madeira, una gota de coñac, un perfume de brandy en el café, serían festejos más que suficientes, pero nosotros, aquí, que bien sabemos con qué facilidad el espíritu deja escapar las riendas del cuerpo cuando la alegría se desmanda, aun cuando no se deba disculpar, perdonar siempre se puede. A la mañana siguiente, los responsables de la gerencia llamaron a las familias para que fuesen a buscar los cuerpos, mandaron airear los dormitorios y cambiar las sábanas, y, tras haber reunido al personal para comunicarle que, por fin, la vida continuaba, se sentaron a examinar la lista de solicitudes de ingreso y a elegir, entre los pretendientes, a aquellos que les parecieran más prometedores. Por razones no en todos los aspectos idénticas, pero de igual consideración, también la disposición anímica de los administradores hospitalarios y de la clase médica había mejorado de la noche a la mañana. Aunque, como ya se dijo antes, gran parte de los enfermos sin cura y cuya enfermedad había llegado a su extremo y último grado, si es lícito decir tal de un estado nosológico que se anunció como eterno, habían sido reencaminados para sus casas y familias, En qué mejores manos podrían estar los pobres diablos, se preguntaban hipócritamente, lo cierto es que un elevado número, sin parientes conocidos ni dinero para pagar la pensión exigida en los hogares del feliz ocaso, se amontonaban por ahí al sabor de lo que tocara, ya sea en los pasillos, como es vieja costumbre de estos establecimientos de asistencia, ayer, hoy y siempre, en trasteros y en rincones, en esconces y en desvanes, donde con frecuencia los dejaban abandonados durante varios días, sin que eso le importara a quienquiera que fuese, pues, como decían médicos y enfermeros, por muy mal que se encontraran, no se iban a morir. Ahora ya estaban muertos, sacados de allí y enterrados, el aire de los hospitales se hizo puro y cristalino, con ese inconfundible aroma de éter, yodo y creolina, como en las altas montañas, a cielo abierto. No se abrieron botellas de champagne, pero las sonrisas felices de los administradores y directores clínicos era un alivio para las almas, y, en lo que a los médicos se refiere, baste con decir que habían recuperado el histórico mirar devorador con que seguían al personal femenino de enfermería. Por tanto, en todos los sentidos de la palabra, la normalidad. En cuanto a las empresas aseguradoras, las terceras de la lista, no hay en estos momentos mucho que informar, porque todavía no acaban de ponerse de acuerdo sobre si la actual situación, a la luz de las alteraciones introducidas en las pólizas de seguros de vida a que antes hicimos referencia pormenorizada, las perjudica o beneficia. No darán un paso sin estar bien seguras de la firmeza del suelo que pisan, pero, cuando finalmente lo den, allí mismo implantarán nuevas raíces bajo la forma de contrato que consigan inventar más adecuada para sus intereses. Mientras tanto, como el futuro a Dios pertenece y porque no se sabe lo que nos traerá el día de mañana, seguirán considerando muertos a todos los asegurados que alcancen la edad de ochenta años, este pájaro, por lo menos, ya lo tienen bien atrapado, sólo falta ver si mañana encuentran la manera de hacer caer dos en la red. Habrá quien adelante, sin embargo, que, aprovechando la confusión que reina en la sociedad, ahora más que nunca entre la espada y la pared, entre escila y caribdis, entre martillos y tenazas, quizá no fuese mala idea aumentar hasta los ochenta y cinco o incluso los noventa años la edad de la muerte actuarial. El razonamiento de los que defienden la alteración es transparente y claro como el agua, dicen que, alcanzadas esas edades, las personas, por lo general, además de no tener ya parientes para auxiliarles en una necesidad, o tenerlos tan mayores que da lo mismo, sufren serias rebajas en el valor de sus pensiones de jubilación como consecuencia de la inflación y de los crecientes aumentos del costo de la vida, causa de que muchísimas veces se vean forzadas a interrumpir el pago de sus primas de seguros, dándole a las compañías el mejor de los motivos para considerar nulo y sin efecto el respectivo contrato. Es una inhumanidad, objetaron algunos. Negocios son negocios, respondieron otros. Veremos cómo acaba esto.
Donde también a estas horas se está hablando mucho de negocios es en la maphia. Tal vez por haber sido excesivamente minuciosa, lo admitimos sin reserva, la descripción hecha en estas páginas de los negros túneles por donde la organización criminal penetró en la explotación funeraria, algún lector habrá podido pensar qué mísera maphia era esta que no tenía otras maneras de ganar dinero con mucho menos esfuerzo y más pingües beneficios. Las tenía, y variadas, como cualquiera de sus congéneres diseminados por las siete partes del mundo, sin embargo, habilísima en equilibrios y mutuas potenciaciones de las tácticas y de las estrategias, la maphia local no se limitaba a apostar prosaicamente por el lucro inmediato, sus objetivos eran mucho más vastos, visaban nada menos que la eternidad, o sea, implantar, con la derivación tácita de las familias para con la bondad de la eutanasia y con las bendiciones del poder político, que fingiría mirar a otro lado, el monopolio absoluto de las muertes y los entierros de los seres humanos, asumiendo en un mismo paso la responsabilidad de mantener la demografía en los niveles que en cada momento más convienen al país, abriendo o cerrando el grifo, según la imagen ya antes usada, o, empleando una expresión con más rigor técnico, controlando el fluxómetro. Si no pudiera, al menos en esta primera fase, estimular o demorar la procreación, al menos estaría en sus manos acelerar o retardar los viajes a la frontera, no a la geográfica, sino a la de siempre. En el preciso instante en que entramos en la sala, el debate se centraba en la mejor manera de reaplicar en actividades similarmente remunerativas la fuerza de trabajo que se había quedado sin ocupación con el regreso de la muerte, y, siendo cierto que no faltan sugerencias sobre la mesa, más radicales unas que otras, se acabó prefiriendo lo que ya tiene un largo historial de pruebas dadas y que no necesita dispositivos complicados, es decir, la protección. Nada más empezar el día siguiente, de norte a sur, por todo el país, las funerarias vieron entrar por la puerta casi siempre a dos hombres, a veces a un hombre y a una mujer, raramente dos mujeres, que preguntaban educadamente por el gerente, al que, después, con los mejores modos, le explicaban que su establecimiento corría el riesgo de ser asaltado o incluso destruido, con una bomba, o incendiado, por activistas de unas cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la inclusión del derecho a la eternidad en la declaración universal de los derechos humanos y que, ahora frustrados, pretendían desahogar su ira haciendo caer sobre inocentes empresas el pesado brazo de la venganza, sólo porque eran las encargadas de llevar los cadáveres hasta la última morada. Estamos informados, decía uno de los emisarios, de que las acciones destructivas concertadas, que podrán llegar, en caso de resistencia, hasta el asesinato del propietario y del gerente y sus familias, y en su ausencia de uno o dos empleados, comenzará mañana mismo, tal vez en este barrio, tal vez en otro, Y qué puedo hacer, preguntaba temblando el pobre hombre, Nada, usted no puede hacer nada, pero nosotros podemos defenderlo si nos lo solicita, Claro que sí, claro que lo solicito, por favor, Hay condiciones que satisfacer, Las que sean, por favor, protéjanme, La primera es que no hable de este asunto con nadie, ni siquiera con su mujer, No estoy casado, Da lo mismo, ni con su madre, ni con su abuela, ni con su tía, Mi boca no se abrirá, Mejor así, porque de lo contrario se arriesga a que se cierre para siempre, Y las otras condiciones, Una sola, pagar lo que le digamos, Pagar, Tendremos que montar los operativos de protección, y eso, querido señor, cuesta dinero, Entiendo, Podríamos defender a la humanidad entera si estuviera dispuesta a pagar el precio, pero, como después de un tiempo siempre viene otro tiempo, todavía no hemos perdido la esperanza, Me doy cuenta, Menos mal que es de percepción rápida, Cuánto deberé pagar, Está anotado en este papel, Tanto, Es lo justo, Y esto es por año, o por mes, Por semana, Es demasiado para mis recursos, con el negocio funerario uno no se enriquece fácilmente, Tiene suerte con que no le pidamos lo que, en su opinión, debe valer su vida, Es natural, no tengo otra, Y no la tendrá, por eso el consejo que le damos es que trate de protegerla, Voy a pensarlo, necesito hablar con mis socios, Tiene veinticuatro horas, ni un minuto más, a partir de ahí nos lavamos las manos, la responsabilidad será toda suya, si llega a sufrir algún accidente, casi estamos seguros de que, por ser el primero, no será mortal, en esa altura tal vez volvamos a hablar con usted, pero el precio se doblará, y entonces no tendrá otra solución que pagar lo que le pidamos, no imagina lo implacables que son esas asociaciones de ciudadanos que reivindican la eternidad, Muy bien, pago, Cuatro semanas por adelantado, por favor, Cuatro semanas, Su caso es de los urgentes, y, como ya le hemos dicho, cuesta montar los operativos de protección, En efectivo, en cheque, En efectivo, cheque sólo para transacciones de otro tipo y de otros montantes, cuando no conviene que el dinero pase directamente de una mano a otra. El gerente abrió la caja fuerte, contó los billetes y preguntó mientras los entregaba, Me dan un recibo, un documento que me garantice la protección, Ni recibo ni garantías, tendrá que contentarse con nuestra palabra de honor, De honor, Exactamente, de honor, no imagina hasta qué punto honramos nuestra palabra, Dónde podré encontrarlos si tengo algún problema, No se preocupe, nosotros lo encontraremos a usted, Los acompaño hasta la salida, No merece la pena, ya conocemos el camino, doblar a la izquierda después del almacén de ataúdes, sala de maquillaje, pasillo, recepción, la puerta de la calle enseguida se ve, No se perderán, Tenemos un sentido de la orientación muy afinado, nunca nos perdemos, por ejemplo, en la quinta semana después de ésta vendrá alguien para realizar el cobro, Cómo sabré que se trata de la persona adecuada, No tendrá ninguna duda cuando la vea, Buenas tardes, Buenas tardes, no tiene que agradecernos nada.
Finalmente, last but not least, la iglesia católica, apostólica y romana tenía muchos motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el principio de que la abolición de la muerte sólo podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a Dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor Dios que providenciase el regreso de la muerte lo más rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar mucho más allá, a trece mil millones de años luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la legítima satisfacción de la iglesia había, sin embargo, una sombra negra. Discutían los teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las razones que indujeron a Dios a mandar regresar súbitamente a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados de la gracia del último sacramento, habían expirado en menos que cuesta decirlo. La duda de que Dios tendría autoridad sobre la muerte o, por el contrarío, la muerte sería el superior jerárquico de Dios, torturaba en sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde aquella osada afirmación de que Dios y la muerte eran las dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le preocupaba realmente a la iglesia era su participación en el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real. Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba una página de la historia.
Es posible que sólo una educación esmerada, de esas que ya son raras, a la vez, quizá, que el respeto más o menos supersticioso que en las almas timoratas suele infundir la palabra escrita, haya llevado a los lectores, aunque motivos no les falten para manifestar explícitas señales de mal contenida impaciencia, a no interrumpir lo que tan profusamente venimos relatando y querer que se les diga qué estuvo haciendo la muerte desde la noche fatal en que anunció su regreso. Dado el importante papel que desempeñaron en estos antes nunca vistos sucesos, bien está que explicáramos con abundancia de pormenores cómo respondieron al súbito y dramático cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia católica, sin embargo, a no ser que la muerte, teniendo en cuenta la enorme cantidad de difuntos que era necesario enterrar en las horas inmediatas, hubiera decidido, en un inesperado y loable gesto de simpatía, prolongar su ausencia durante algunos días más a fin de dar tiempo a que la vida girara en sus antiguos ejes, otra gente fallecida de fresca data, es decir, en los primeros días de la restauración del régimen, a la fuerza tendría que juntarse a los infelices que durante meses habían malvivido entre aquí y allí, y de esos nuevos muertos, como impone la lógica, deberíamos tener que hablar. Pero no sucedió tal, la muerte no fue tan generosa. El motivo de la pausa de ocho días, en la que nadie murió y que empezó creando la falaz ilusión de que nada había cambiado, resultaba simplemente de las actuales pautas de relación entre la muerte y los mortales, o sea, que todos recibirían aviso de antemano de que aún disponían de una semana de vida hasta el vencimiento de la libranza, por decirlo de alguna manera, para resolver sus asuntos, hacer testamento, pagar los impuestos atrasados y despedirse de la familia y de los amigos más cercanos. En teoría parecía una buena idea, pero la práctica no tardaría en demostrar que no lo era tanto. Figúrense una persona, de esas que gozan de espléndida salud, de esas que nunca han tenido un dolor de cabeza, optimistas por principio y por claras y objetivas razones, y que, una mañana, al salir de casa para el trabajo, encuentra en la calle al diligente cartero de su zona, que le dice, Menos mal que lo veo, señor fulano, traigo una carta para usted, e inmediatamente ve aparecer en sus manos un sobre de color violeta al que en principio tal vez no le diera especial atención, ya que podría tratarse de una impertinencia más de los señores de la publicidad directa, de no ser por la extraña caligrafía con que su nombre está escrito, igualita a la del famoso fax publicado en el periódico. Si el corazón le da un salto del susto, si lo invade el presentimiento lúgubre de una desgracia sin remedio, y quiere, por eso, negarse a recibir la carta, no lo conseguirá, será entonces como si alguien, sujetándolo suavemente por el codo, lo estuviera ayudando a bajar el escalón, a evitar la piel del plátano en el suelo, a doblar la esquina sin tropezar con los propios pies. Tampoco merece la pena romperla en pedazos, ya se sabe que las cartas de la muerte son por definición indestructibles, ni un soplete de acetileno funcionando a máxima potencia sería capaz de entrar en ellas, y el ardid ingenuo de fingir que se le cae de la mano sería igualmente inútil porque la carta no se deja soltar, queda como pegada a los dedos, y si, por un milagro, lo contrario pudiera suceder, de más es sabido que aparecería enseguida un ciudadano de buena voluntad para recogerla y correr tras el falso distraído diciéndole, Creo que esta carta le pertenece, tal vez sea importante, y él debería responder melancólicamente, Sí, es importante, muchas gracias por su atención. Aunque esto sólo podía haber sucedido al principio, cuando todavía pocos sabían que la muerte estaba utilizando el servicio postal público como mensajero de sus fúnebres situaciones. En pocos días, el color violeta se iba a convertir en el más execrable de todos los colores, más todavía que el negro, pese a que éste signifique luto, lo que es fácilmente comprensible si pensamos que el luto se lo ponen los vivos y no los muertos, incluso cuando a éstos los entierren vestidos de traje negro. Imagínense la perturbación, el desconcierto, la perplejidad de quien iba a su trabajo y ve de repente cómo le salta la muerte en la figura de un cartero que nunca llamará dos veces, éste tiene suficiente, si la casualidad no lo lleva a encontrarse con el destinatario en la calle, con introducir la carta en el buzón del inquilino en cuestión o pasarla, deslizándola, por debajo de la puerta. El hombre está allí inmóvil, en medio de la acera, con su estupenda salud, su sólida cabeza, tan sólida que ni siquiera ahora le duele a pesar del terrible choque, de repente el mundo ha dejado de pertenecerle o él de pertenecer al mundo, pasaron a estar prestados el uno al otro durante ocho días, nada más que ocho días, lo dice esta carta color violeta que resignadamente acaba de abrir, los ojos nublados de lágrimas, apenas consigue descifrar lo que está escrito, Querido señor, lamento comunicarle que su vida acabará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, muerte. La firma viene con inicial minúscula, lo que, como sabemos, representa, de alguna forma, su certificado de origen. Duda el hombre, señor fulano le llamó el cartero, luego es de sexo masculino, y más tarde lo confirmamos nosotros, duda el hombre si deberá regresar a casa y desahogar con la familia la irremediable pena, o si, por el contrario, tendrá que tragarse las lágrimas y proseguir su camino, ir hasta donde el trabajo lo espera, cumplir todos los días que le restan, entonces podrá preguntar, Muerte, dónde está tu victoria, sabiendo no obstante que no recibirá respuesta, porque la muerte nunca responde, y no es porque no quiera, es sólo porque no sabe lo que ha de decir delante del mayor dolor humano.
Este episodio de calle, únicamente posible en un país pequeño donde todo el mundo se conoce, es de sobra elocuente acerca de los inconvenientes del sistema de comunicación instituido por la muerte para la rescisión del contrato temporal al que llamamos vida o existencia. Podría tratarse de una sádica manifestación de crueldad, como tantas que vemos todos los días, pero la muerte no tiene ninguna necesidad de ser cruel, para ella, con quitarle la vida a las personas basta y sobra. No pensó, es lo que es. Y ahora, absorbida como está en la reorganización de sus servicios de apoyo, tras la larga parada de siete meses, no tiene ojos ni oídos para los clamores de desesperación y angustia de los hombres y de las mujeres que, uno a uno, van siendo avisados de su muerte próxima, desesperación y angustia que, en algunos casos, están causando efectos precisamente contrarios a los que habían sido previstos, es decir, las personas condenadas a desaparecer no resuelven sus asuntos, no hacen testamento, no pagan los impuestos que adeudan, y, en cuanto a las despedidas de la familia y de los amigos más cercanos, las dejan para el último minuto, lo que, como es evidente, no alcanza ni para el más melancólico de los adioses. Poco informados acerca de la naturaleza profunda de la muerte, cuyo otro nombre es fatalidad, los periódicos se han excedido en furiosos ataques contra ella, acusándola de inclemente, cruel, tirana, malvada, sanguinaria, vampira, emperatriz del mal, drácula con falda, enemiga del género humano, desleal, asesina, traidora, serial killer otra vez, y hasta hubo un semanario, de los de humor, que, exprimiendo todo lo que pudo el espíritu sarcástico de sus creativos, consiguió llamarla hija de puta. Felizmente, el sentido común todavía perdura en algunas redacciones. Uno de los periódicos más respetables del reino, decano de la prensa nacional, publicó un sesudo editorial en el que se apelaba a un diálogo abierto y sincero con la muerte, sin reservas mentales, con el corazón en la mano y el espíritu fraterno, en caso, como era obvio, de conseguir descubrir dónde se alojaba, su madriguera, su cubil, su cuartel general. Otro periódico sugirió a las autoridades policiales que investigaran en las papelerías y fábricas de papel, porque los consumidores humanos de sobres color violeta, si los hubiera, y serían poquísimos, habrían mudado de gusto epistolar en vista de los acontecimientos recientes, siendo por tanto facilísimo cazar a la macabra cliente cuando se presentara a renovar la provisión. Otro periódico, rival acérrimo de este último, se apresuró a clasificar la idea de crasa estupidez, dado que sólo a un idiota rematado se le podría ocurrir que la muerte, un esqueleto envuelto en una sábana, como todo el mundo sabe, saldría por su propio pie, repiqueteando los calcáneos en las piedras de la calle, para ir al correo a echar cartas. No queriéndose quedar detrás de la prensa, la televisión aconsejó al ministro del interior que pusiera agentes de guardia en los buzones o cajas postales, olvidándose, por lo visto, de que la primera carta, la que les fue dirigida, apareció en el despacho del director general estando cerrada la puerta con dos vueltas de llave y las ventanas con los cristales intactos. Tal como el suelo, las paredes y el techo no presentaban ni una simple fenda por donde pudiera caber una hoja de afeitar. Tal vez fuese realmente posible convencer a la muerte de que tratara con más compasión a los infelices condenados, pero para eso era necesario empezar por encontrarla y nadie sabía cómo ni dónde.
Fue entonces cuando a un médico forense, persona bien informada sobre todo cuanto, de manera directa o indirecta, tuviera que ver con su profesión, se le ocurrió la idea de mandar que viniera del extranjero un famoso especialista en reconstrucción de rostros a partir de calaveras, para que el dicho especialista, partiendo de representaciones de la muerte en pinturas y grabados antiguos, en especial las que muestran el cráneo descubierto, tratara de restituir la carne donde hacía falta, reajustara los ojos en las órbitas, distribuyera en adecuadas proporciones cabello, pestañas y cejas, difundiera por la cara los colores apropiados, hasta que ante él surgiera la cabeza perfecta y acabada de la que se harían mil copias fotográficas que otros tantos investigadores portarían en la cartera para compararlas con cuantas caras de mujer se encontraran de frente. Lo malo fue que, acabada la intervención del especialista extranjero, sólo una visión poco entrenada admitiría como iguales las tres calaveras elegidas, obligando por tanto a que los investigadores, en lugar de una fotografía, tuvieran que trabajar con tres, lo que, obviamente, dificultaría la tarea de cazar a la muerte, como, ambiciosamente, la operación fue denominada. Una única cosa quedó demostrada sin ningún tipo de dudas, a saber, que ni la iconografía más rudimentaria, ni la nomenclatura más enrevesada, ni la simbólica más oscura se habían equivocado. La muerte, en todos sus trazos, atributos y características, era, inconfundiblemente, una mujer. A esta misma conclusión, como seguro que recordarán, ya había llegado el eminente grafólogo que estudió el primer manuscrito de la muerte cuando se refería a una autora, no a un autor, pero eso tal vez haya sido la consecuencia del simple hábito, dado que, excepto algunos idiomas, pocos, en que, no se sabe por qué, se prefirió optar por el género masculino o neutro, la muerte siempre ha sido una persona de sexo femenino. Aunque esta información ya se hubiera dado antes, conviene, para que no se olvide, insistir en el hecho de que los tres rostros, siendo todos de mujer, y de mujer joven, eran diferentes unos de otros en determinados puntos, pese a las también flagrantes similitudes que en ellos unánimemente se reconocían. Porque, no siendo creíble la existencia de tres muertes distintas, por ejemplo, trabajando por turnos, dos de ellas tendrían que ser excluidas, aunque también podría suceder, para complicar más aún la situación, que el modelo esquelético de la verdadera y real muerte no correspondiera con ninguno de los tres que fueron seleccionados. De acuerdo con la frase hecha, iba a ser lo mismo que disparar un tiro en la oscuridad y confiar en que la benévola casualidad tuviera tiempo de colocar el objetivo en la trayectoria de la bala.
Se inició la investigación, como no podría ser de otra manera, en los archivos del servicio oficial de investigación donde se reunían, clasificadas y ordenadas por características básicas, dolicocéfalos de un lado, braquicéfalos al otro, las fotografías de todos los habitantes del país, tanto naturales como foráneos. Los resultados fueron decepcionantes. Claro está que, en principio, siendo los modelos elegidos para la reconstitución facial, tal como antes referimos, obtenidos de grabados y pinturas antiguas, no se esperaba encontrar la imagen humana de la muerte en sistemas de identificación modernos, hace poco más de un siglo instituidos, pero, por otro lado, considerando que la misma muerte existe desde siempre y no se vislumbra ningún motivo para que necesite cambiar de cara a lo largo de los tiempos, sin olvidar que debería serle difícil realizar su trabajo de modo cabal y al abrigo de sospechas si viviese en clandestinidad, es perfectamente lógico admitir la hipótesis de que se hubiera inscrito en el registro civil bajo un nombre falso, puesto que, como es más que sabido, para la muerte nada es imposible. Fuese como fuese, lo cierto es que, pese a que los investigadores recurrieran a los talentos de las artes informáticas cruzando datos, ninguna fotografía de una mujer concretamente identificada coincidió con cualquiera de las tres imágenes virtuales de la muerte. No hubo pues otro remedio, que ya había sido previsto para caso de necesidad, que regresar a los métodos de investigación clásica, a la artesanía policial de cortar y coser, difundiendo por todo el país a los mil agentes de autoridad que, de casa en casa, de tienda en tienda, de oficina en oficina, de fábrica en fábrica, de restaurante en restaurante, de bar en bar, y hasta incluso en lugares reservados para el ejercicio oneroso del sexo, pasarían revista a todas las mujeres, excluyendo a las adolescentes y las de edad madura o provecta, pues las tres fotografías que llevaban en el bolsillo no dejaban dudas de que la muerte, de llegar a ser encontrada, sería una mujer de alrededor de los treinta y seis años de edad y hermosa como pocas. De acuerdo con el patrón obtenido, cualquiera podía ser la muerte, sin embargo, ninguna lo era en realidad. Después de ingentes esfuerzos, de patearse leguas y leguas por calles, carreteras y caminos, después de subir escaleras que todas juntas los llevarían hasta el cielo, los agentes lograron identificar a dos de esas mujeres, que si en algo diferían de los retratos existentes en los archivos era porque se beneficiaron con intervenciones de la cirugía estética que, por asombrosa coincidencia, por una extraña casualidad, habían acentuado las semejanzas de sus rostros con los rostros de los modelos reconstituidos. No obstante, un examen minucioso de las respectivas biografías eliminó, sin margen de error, cualquier posibilidad de que algún día se hubieran dedicado, ni siquiera en sus horas libres, a las mortíferas actividades de la parca, ni como profesionales, ni como simples aficionadas. En cuanto a la tercera mujer, identificada gracias al álbum de fotografías de la familia, ésa, murió el año pasado. Por simple exclusión de partes, no podría ser la muerte quien de ella precisamente había sido víctima. Y no parece necesario decir que mientras las investigaciones transcurrieron, y duraron algunas semanas, los sobres de color violeta siguieron llegando a casa de sus destinatarios. Era evidente que la muerte no se apeaba de su compromiso con la humanidad.
Naturalmente habría que preguntar si el gobierno se estaba limitando a asistir impávido al drama cotidiano vivido por los diez millones de habitantes del país. La respuesta es doble, afirmativa por un lado, negativa por otro. Afirmativa, aunque sólo en términos bastante relativos, porque morir es, a fin de cuentas, lo que de más normal y corriente hay en la vida, asunto de pura rutina, episodio de la interminable herencia de padres a hijos, por lo menos desde adán y eva, y muy mal harían los gobiernos de todo el mundo para con la precaria tranquilidad pública si declararan tres días de luto nacional cada vez que muere un mísero viejo en el asilo de indigentes. Y es negativa porque no se puede, incluso teniendo un corazón de piedra, permanecer indiferente ante la demostración palpable de que la semana de espera establecida por la muerte había tomado proporciones de verdadera calamidad colectiva, no sólo para la media de trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba diariamente, sino también para el resto de la gente, nada más y nada menos que nueve millones novecientas noventa y nueve mil setecientas personas de todas las edades, fortunas y condiciones que veían todas las mañanas, al despertar de una noche atormentada por las más horribles pesadillas, la espada de damocles suspendida por un hilo sobre sus cabezas. En cuanto a los trescientos habitantes que han recibido la fatídica carta de color violeta, las maneras de reaccionar a la implacable sentencia variaban, como es lógico, según el carácter de cada uno. Aparte de esas personas, ya antes mencionadas, que, impelidas por una idea distorsionada de venganza a la que con justa razón se le podría aplicar el neologismo de prepóstuma, decidieron faltar al cumplimiento de sus deberes cívicos y familiares, no haciendo testamento ni pagando los impuestos atrasados, hubo otras muchas que, poniendo en práctica una interpretación más que viciosa del carpediem horaciano, malbarataron el poco tiempo de vida que todavía les quedaba entregándose a reprensibles orgías de sexo, droga y alcohol, tal vez pensando que, incurriendo en tan desmedidos excesos, podrían atraer sobre sus cabezas un colapso fulminante o, a falta de eso, un rayo divino que, matándolas allí mismo, las librara de las garras de la muerte propiamente dicha, jugándole una mala partida que tal vez le sirviera de enmienda. Otras personas, estoicas, dignas, valerosas, optaban por la radicalidad absoluta del suicidio, creyendo también que de esa manera estaban dándole una lección de civilidad al poder de tánatos, eso a que antiguamente llamábamos una bofetada sin manos, de las que, de acuerdo con las honestas convicciones de la época, eran más dolorosas porque tenían su origen en el foro ético y moral y no en algún movimiento de primario esfuerzo físico. Tenemos que decir que todas estas tentativas se malograron, a excepción de algunas personas obstinadas que reservaron su suicidio para el último día del plazo. Una jugada maestra, ésta sí, para la que la muerte no encontró respuesta.
Honra le sea dada, la primera institución en tener una percepción muy clara de la gravedad de la situación anímica del pueblo en general fue la iglesia católica, apostólica y romana, a la que, puesto que vivimos en un tiempo dominado por la hipertrofiada utilización de siglas en la comunicación cotidiana, tanto privada como pública, no le quedaría mal la abreviatura simplificadora de icar. También es verdad que sería necesario estar ciega del todo para no ver cómo, casi de un momento a otro, se le llenaban los templos de gente angustiada que iba en busca de una palabra de esperanza, de un consuelo, de un bálsamo, de un analgésico, de un tranquilizante espiritual. Personas que hasta entonces vivían conscientes de que la muerte es cierta y que de ella no hay forma de escapar, pero que al mismo tiempo pensaban que, habiendo tanta gente para morir, ya sería mala suerte que les tocara, ahora se pasan el tiempo espiando tras la cortina de la ventana para ver si viene el cartero o temblando al volver a casa, donde la temible carta color violeta, peor que un sanguinario monstruo de fauces abiertas, podría estar esperando para saltarle encima. En las iglesias no se paraba ni un momento, las largas filas de pecadores contritos, constantemente refrescadas como si fueran cadenas de montaje, daban dos vueltas a la nave central. Los confesores de guardia no bajaban los brazos, a veces distraídos por la fatiga, otras veces con la atención de súbito despierta por un pormenor escandaloso del relato, cuando acababan imponían una penitencia pro forma, tantos padrenuestros, tantas avemarías, y despachaban una apresurada absolución. En el breve intervalo entre el confesado que se retiraba y el penitente que se arrodillaba, le daban un bocado al sandwich de pollo que sería todo su almuerzo, mientras imaginaban compensaciones para cenar. Los sermones versaban invariablemente sobre el tema de la muerte como única puerta al paraíso celeste, donde, se decía, nunca ha entrado nadie que esté vivo, y los predicadores, en su afán consolador, no dudaban en recurrir a los métodos de la más alta retórica y a los trucos de la más baja catequesis para convencer a los aterrados feligreses de que, a fin de cuentas, se podían considerar más afortunados que sus ancestros, puesto que la muerte les había concedido tiempo suficiente para preparar las almas para la ascensión al edén. Algunos curas hubo, sin embargo, que, dentro de la maloliente penumbra del confesionario, tuvieron que hacer de tripas corazón, Dios sabe con qué costo, porque también ellos esa mañana habían recibido el sobre color violeta y por eso tenían razones de sobra para dudar de las virtudes lenitivas de lo que en aquel momento estaban diciendo.
Lo mismo les pasaba a los terapeutas de la mente que el ministerio de la salud, corriendo para imitar las disposiciones terapéuticas de la iglesia, envió para auxilio de los más desesperados. Y no fueron pocas las veces que un psicólogo, en el preciso momento en que aconsejaba al paciente que dejara salir las lágrimas como mejor remedio de aliviar el dolor que le atormentaba, rompía en convulsivo llanto pensando que también él podría ser el destinatario de un sobre idéntico en la primera entrega postal de mañana. Acababan los dos la sesión en un lloro sin freno, abrazados por la misma desgracia, pero pensando el terapeuta de la mente que si le sucediera tal infortunio, todavía tendría ocho días, ciento noventa y dos horas para vivir. Unas orgías de sexo, droga y alcohol, como había oído decir que se organizaban, lo ayudarían a pasar al otro mundo, aunque corras el riesgo de que, lá no assento etéreo onde subiste, se venga a agravar la nostalgia de éste.
Se dice, lo dice la sabiduría de las naciones, que no hay reglas sin excepción, y realmente así deberá ser, porque incluso en el caso de las reglas que todos consideraríamos máximamente inexpugnables como son, por ejemplo, las de muerte soberana, en que, por simple definición del concepto, sería inadmisible que se pudiera presentar cualquier absurda excepción, aconteció que una carta de color violeta fue devuelta al remitente. Se podrá objetar que semejante cosa no es posible, que la muerte, precisamente por estar en todas partes, no puede estar en alguna en particular, de donde resulta, por tanto, en este caso, la imposibilidad, tanto material como metafísica, de situar y definir lo que solemos entender como procedencia, o sea, en la acepción que aquí nos interesa, significa el lugar de donde vino. Igualmente se objetará, aunque con menos pretensión especulativa, que, habiendo estado mil agentes de la policía buscando a la muerte durante semanas, pasando el país entero, casa por casa, con peine fino, como si de un piojo esquivo y hábil en sortear obstáculos se tratara, y no habiéndola visto ni olido, es obvio que si hasta el momento en que nos encontramos no nos ha sido dada ninguna explicación de cómo las cartas llegan al correo, menos aún se nos dirá por qué misteriosos canales ahora le ha llegado a las manos la carta devuelta. Reconocemos humildemente que han faltado explicaciones, éstas y con certeza muchas más, confesamos que no estamos en condiciones de darlas a gusto de quien las requiere, salvo si, abusando de la credibilidad del lector, y saltando sobre el respeto que se debe a la lógica de los sucesos, uniésemos nuevas irrealidades a la congénita irrealidad de la fábula, comprendemos sin costo que tales faltas perjudican seriamente su credibilidad, aunque nada de esto significa, repetimos, nada de esto significa que la carta color violeta a que nos referimos no haya sido efectivamente devuelta al remitente. Hechos son hechos, y éste, tanto si se quiere como si no, pertenece a la clase de los irrebatibles. No puede haber mejor prueba de lo que se dice que la imagen de la propia muerte que tenemos delante de los ojos, sentada en una silla y envuelta en su sábana, y un aire de total desconcierto en la orografía de su ósea cara. Mira recelosa el sobre violeta, le da vueltas para ver si en él encuentra alguna de las anotaciones que los carteros suelen escribir en casos semejantes, como no aceptado, cambió de dirección, ausente en lugar desconocido y por tiempo indeterminado, fallecido, Qué estupidez la mía, murmuró, cómo podría haber fallecido si la carta que lo tenía que matar volvió atrás. Había pensado las últimas palabras sin darle atención, pero inmediatamente las recuperó para repetirlas en voz alta, con expresión soñadora, Volvió atrás. No es necesario ser cartero para saber que volver atrás no es lo mismo que ser devuelta, que volver atrás puede decir únicamente que la carta violeta no llegó a su destino, que en un punto cualquiera del recorrido pasó algo que la hizo desandar el camino, volver hacia el lugar de donde había venido. Ahora bien, las cartas sólo pueden ir a donde las llevan, no tienen piernas ni alas, y, por lo que se sabe, no están dotadas de iniciativa propia, si la tuvieran apostamos que se negarían a llevar las noticias terribles de que tantas veces tienen que ser portadoras. Como esta mía, admitió la muerte con imparcialidad, informar a alguien de que va a morir en una fecha precisa es la peor de las noticias, es como estar en el corredor de la muerte desde hace una cantidad de años y de repente viene el carcelero y dice, Aquí tienes la carta, prepárate. Lo curioso del asunto es que todas las demás cartas de la última expedición fueron entregadas a sus destinatarios, y si ésta no lo fue, habrá sido por cualquier fortuita casualidad, pues así como han existido casos de que una misiva de amor tardara, sólo Dios sabe con qué consecuencias, cinco años en llegar a un destinatario que residía a dos manzanas de distancia, menos de un cuarto de hora andando, también podría suceder que ésta hubiera pasado de una cinta transportadora a otra sin que nadie se diera cuenta y luego regresara al punto de partida como quien, habiéndose perdido en el desierto, no tiene nada más en que confiar que el rastro que dejó tras de sí. La solución será mandarla otra vez, le dijo la muerte a la guadaña que tenía al lado, apoyada en la pared blanca. No se espera que una guadaña responda, y ésta no rehuyó la norma. La muerte prosiguió, Si te hubiera mandado a ti, con ese tu gusto por los métodos expeditivos, la cuestión ya estaría resulta, pero los tiempos han cambiado mucho últimamente, hay que actualizar los medios y los sistemas, estar al tanto de las nuevas tecnologías, por ejemplo, utilizar el correo electrónico, he oído decir que es lo más higiénico, que no deja caer borrones ni mancha los dedos, además, es rápido, en el mismo momento que la persona abre el outlook express de la microsoft ya está atrapada, el inconveniente es que me obligaría a trabajar con dos archivos separados, el de los que utilizan ordenador y el de los que no lo utilizan, de cualquier modo tenemos mucho tiempo para decidir, están apareciendo nuevos modelos, nuevos designs, tecnologías cada vez más perfectas, tal vez un día decida experimentar, pero hasta entonces, seguiré escribiendo con pluma, papel y tinta, tiene el encanto de la tradición, y la tradición pesa mucho en esto de morir. La muerte miró fijamente el sobre de color violeta, hizo un gesto con la mano derecha, y la carta desapareció. Así sabemos que, contrariamente a lo que tantos creían, la muerte no lleva las cartas al correo.
Sobre la mesa hay una lista de doscientos noventa y ocho nombres, algo menos que la media de costumbre, ciento cincuenta y dos hombres y ciento cuarenta y seis mujeres, un número igual de sobres y de hojas de papel de color violeta destinados a la próxima operación postal, o fallecimien-to-por-correo. La muerte añadió a la lista el nombre de la persona a quien se dirigía la carta que regresó a la procedencia, subrayó las palabras y posó la pluma en el portaplumas. Si tuviera nervios, podríamos decir que se encuentra ligeramente excitada y no sin motivos. Había vivido demasiado para considerar la devolución de la carta como un episodio sin importancia. Es fácil de entender, con un poco de imaginación será suficiente, que el puesto de trabajo de la muerte sea, por ventura, el más monótono de todos cuantos fueron creados desde que, por exclusiva culpa de dios, caín mató a abel. Después de tan deplorable acontecimiento, nada más empezar el mundo, que vino a demostrar qué difícil es vivir en familia, y hasta nuestros días, la cosa siguió repitiéndose, siglos, siglos y más siglos, reiterativa, sin pausa, sin interrupciones, sin solución de continuidad, diferente en las múltiples formas de pasar de la vida a la no vida, pero en el fondo siempre igual a sí misma, porque igual fue también el resultado. En realidad, nunca se ha visto que no muera quien tenga que morir. Y ahora, insólitamente, un aviso firmado por la muerte, de su propio puño y letra, un aviso en que se anunciaba el irrevocable e improrrogable fin de una persona, había sido devuelto a su origen, a esta sala donde la autora y signataria de la carta, sentada, envuelta en la melancólica mortaja que es su uniforme histórico, con una capucha por la cabeza, medita lo sucedido mientras los huesos de sus dedos, o sus dedos de huesos, tamborilean sobre la encimera de la mesa. Se sorprende un poco al desear que la carta otra vez enviada le venga nuevamente devuelta, que el sobre traiga, por ejemplo, la indicación de ausente en lugar incierto, porque eso sí sería una absoluta sorpresa para quien siempre consiguió descubrir dónde nos habíamos escondido, si de esa infantil manera alguna vez juzgamos poder escapar. No cree sin embargo que la supuesta ausencia le aparezca anotada en el reverso del sobre, aquí los archivos se van actualizando automáticamente con cada gesto y movimiento que hacemos, con cada paso que damos, cambio de casa, de estado, de profesión, de hábitos y costumbres, si fumamos o no fumamos, si comemos mucho, o poco, o nada, si somos activos o indolentes, si tenemos dolor de cabeza o acidez en el estómago, si sufrimos estreñimiento o diarreas, si se nos cae el pelo o nos toca el cáncer, si sí, si no, si tal vez, bastará abrir el cajón del fichero alfabético, procurar expediente adecuado, y ahí está todo. Y no nos sorprendamos si en el preciso instante en el que estuviéramos leyendo nuestro informe personal apareciera instantemente reflejado el golpe de angustia que de súbito nos ha petrificado. La muerte lo sabe todo a nuestro respecto, y quizá por eso sea triste. Si es cierto que nunca sonríe es porque le faltan los labios, y esta lección anatómica nos dice que, al contrario de lo que los vivos creen, la sonrisa no es una cuestión de dientes. Habrá quien diga, con humor menos macabro que de mal gusto, que lleva cincelada una especie de sonrisa permanente, pero eso no es verdad, lo que salta a la vista es una mueca de sufrimiento, porque el recuerdo del tiempo en que tenía boca, y la boca lengua, y la lengua saliva, le persigue continuamente. Con un breve suspiro se acercó una hoja de papel y comenzó a escribir la primera carta de este día, Querida señora, lamento comunicar que su vida terminará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, le deseo que aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, muerte. Doscientas noventa y ocho hojas, doscientos noventa y ocho sobres, doscientas noventa y ocho descargas en la lista, no se podrá decir que un trabajo de éstos sea de morir, pero la verdad es que la muerte llegó al final exhausta. Con el gesto de la mano derecha que ya le conocemos hizo desaparecer las doscientas noventa y ocho cartas, luego, cruzando sobre la mesa los finos brazos, dejó caer la cabeza sobre ellos, no para dormir, que la muerte no duerme, sino para descansar. Cuando media hora más tarde, ya repuesta de la fatiga, la incorporó, la carta que había sido devuelta a procedencia y otra vez enviada, estaba nuevamente allí, ante sus órbitas atónitas y vacías.
Si la muerte soñó con la esperanza de alguna sorpresa que la distrajera de la pesadez de la rutina, estaba de suerte, aquí la tenía, y de las mejores. La primera devolución podría haber sido resultado de un simple accidente de camino, un rodezno fuera de eje, un problema de lubrificación, una carta azul celeste que tenía prisa por llegar y se puso delante, en fin, una de esas cosas inesperadas que pasan en el interior de las máquinas que, tal como sucede con el cuerpo humano, echan a perder los cálculos más exactos. El caso de la segunda devolución era diferente, mostraba con toda claridad que había un obstáculo en algún punto del camino que la debería haber llevado a la dirección del destinatario y que, al chocar con él, la carta regresaba. En el primer caso, dado que el retorno se verificó al día siguiente del envío, todavía se podía considerar la posibilidad de que el cartero, no habiendo encontrado a la persona a quien la carta debería ser entregada, en lugar de dejarla en el buzón o por debajo de la puerta, la hizo regresar al remitente, olvidándose de mencionar el motivo de la devolución. Serían demasiadas coincidencias, pero podría ser una buena explicación para lo sucedido. Ahora el caso ha cambiado de aspecto. Entre ir y venir la carta había tardado nada más que media hora, probablemente mucho menos, dado que ya se encontraba sobre la mesa cuando la muerte levantó la cabeza del duro amparo de los antebrazos, es decir, del cubito y del radio, que para eso mismo están entrelazados. Una fuerza ajena, misteriosa, incomprensible, parecía oponerse a la muerte de la persona, a pesar de que la fecha de su defunción estaba fijada, como para todo el mundo, desde el propio día de su nacimiento. Es imposible, dijo la muerte a la guadaña silenciosa, nadie en el mundo o fuera de él ha tenido nunca más poder que yo, yo soy la muerte, el resto es nada. Se levantó de la silla y se acercó al fichero, de donde volvió con el expediente sospechoso. No había ninguna duda, el nombre concordaba con el del sobre, la dirección también, la profesión era la de violonchelista, el estado civil en blanco, señal de que no estaba casado, ni viudo, ni divorciado, porque en los ficheros de la muerte nunca consta el estado de soltero, basta pensar lo estúpido que sería que naciera un niño, se le hiciera la ficha, y se escribiera, no la profesión, porque él todavía no sabrá cuál será su vocación, mas sí que el estado civil del recién nacido es el de soltero. En cuanto a la edad escrita en el expediente que la muerte tiene en las manos, se ve que , el violonchelista tiene cuarenta y nueve años. Ora bien, si todavía fuera necesaria una prueba del funcionamiento impecable de los archivos de la muerte, ahora mismo la vamos a tener, cuando, en una décima de segundo, o aún menos, ante nuestros ojos incrédulos, el número cuarenta y nueve fue sustituido por cincuenta. Hoy es el día del aniversario del violonchelista titular del expediente, flores le tenían que haber sido enviadas en vez de un anuncio de fallecimiento de aquí en ocho días. La muerte se levantó nuevamente, dio unas cuantas vueltas a la sala, dos veces paró ante donde se encontraba la guadaña, abrió la boca como para hablar con ella, pedirle una opinión, darle una orden, o simplemente decir que se sentía confusa, desconcertada, lo que, recordémoslo, no es nada de extrañar si pensamos en el tiempo que lleva en este oficio sin haber sufrido, hasta hoy, la menor falta de respeto del rebaño humano del que es soberana pastora. En este momento fue cuando la muerte tuvo el funesto presentimiento de que el accidente podría haber sido más grave de lo que a primera vista le había parecido. Se sentó a la mesa y comenzó a consultar, de delante hacia atrás, las listas mortuorias de los últimos ocho días. Enseguida, en la primera relación de nombres, la de ayer, y al contrario de lo que esperaba, vio que no constaba la del violonchelista. Siguió hojeando una, otra, otra, otra más, otra más todavía, y sólo en la octava lista, por fin, lo acabó encontrando. Erradamente pensó que el nombre debería encontrarlo en la lista de ayer, y ahora veía, con escándalo inaudito, que alguien que ya debería estar muerto hace dos días permanecía vivo. Y eso no era lo principal. El demonio del violonchelista, que desde que nació estaba destinado a morir joven, con apenas cuarenta y nueve primaveras, acababa de cumplir descaradamente los cincuenta, desacreditando así al destino, la fatalidad, la suerte, el horóscopo, el hado y todas las demás potencias que se dedican a contrariar, con todos los medios dignos e indignos, nuestra humanísima voluntad de vivir. Era realmente un descrédito total. Y ahora cómo voy a rectificar un desvío que no podía haber sucedido, si un caso así no tiene precedentes, si nada semejante está previsto en los reglamentos, se preguntaba la muerte, sobre todo porque él tenía que haber muerto con cuarenta y nueve años y no con los cincuenta que ya tiene. Se notaba que la pobre muerte estaba perpleja, desconcertada, que poco le faltaba para darse con la cabeza en las paredes de puro quebranto. En tantos millares de siglos de continua actividad, nunca tuvo un fallo operacional, y ahora, precisamente cuando había introducido algo nuevo en la relación clásica de los mortales con su auténtica y única causa mortis, su reputación, tan trabajosamente conquistada, acababa de sufrir el más duro de los golpes. Qué hacer, preguntó, imaginemos que el hecho de que él no muriera cuando debía lo haya colocado fuera de mi alcance, cómo voy a descalzarme esta bota. Miró a la guadaña, compañera de tantas aventuras y masacres, pero ella se hizo la desentendida -nunca respondía, y ahora, ausente del todo, como si se hubiera empachado del mundo, descansaba la lámina desgastada y herrumbrosa contra la pared blanca. Entonces fue cuando la muerte dio a luz su gran idea, Se suele decir que no hay una sin dos, ni dos sin tres, y que a la tercera va la vencida, veamos si realmente es como dicen. Hizo el gesto de despedida con la mano derecha, y la carta dos veces devuelta volvió a desaparecer. Ni dos minutos anduvo fuera. Ahí estaba, en el mismo lugar que antes. El cartero no pudo haberla introducido por debajo de la puerta, no tocó el timbre, y sin embargo, regresada, ahí estaba.
Es evidente que no hay que tener pena de la muerte. Innumerables y justificadas han sido nuestras quejas para permitirnos ahora caer en sentimientos de piedad que en ningún momento del pasado ella tuvo la delicadeza de manifestarnos, pese a saber mejor que nadie cuánto nos contraría la obstinación con que siempre, costara lo que costara, hace su voluntad. Pero no obstante, al menos durante un breve momento, lo que tenemos delante de los ojos se asemeja más a la estatua de la desolación que a la figura siniestra que, según dejaron dicho algunos moribundos de vista penetrante, se presenta a los pies de nuestras camas en la hora final para hacernos una señal semejante a la de enviar las cartas, pero al contrario, es decir, la señal no dice ve allá, dice ven aquí. Por algún extraño fenómeno óptico, real o virtual, la muerte parece ahora más pequeña, como si la osamenta le hubiese encogido, o quizá siempre fue así y son nuestros ojos, de acuerdo con nuestros miedos, los que hacen de ella una gigante. Pobrecita de la muerte. Nos dan ganas de ponerle la mano en su duro hombro, diciéndole al oído, o mejor, en el sitio donde lo tenía, debajo del parietal, algunas palabras de simpatía, No se enfade, señora muerte, son cosas que suceden, nosotros, los seres humanos, tenemos gran experiencia en desánimos, fiascos y frustraciones, y mire que ni eso nos hace cruzarnos de brazos, acuérdese de los tiempos antiguos cuando nos arrebataba sin dolor ni piedad en la flor de la juventud, piense en este tiempo de ahora en que, con idéntica dureza de corazón, le sigue haciendo lo mismo a la gente que más carece de lo que es necesario para la vida, es probable que le hayamos ayudado a ver quién se cansaba primero, si usted o nosotros, comprendo su pena, la primera derrota es la que más duele, después nos habituamos, en cualquier caso no se irrite si le digo que ojalá no sea la última, y no es por espíritu de venganza, que sería pobre venganza, algo así como sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza, a decir verdad, nosotros, los humanos, no podemos hacer mucho más que sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza, será por eso que siento una enorme curiosidad por saber cómo va a salir del lío en que está metida, con esa historia de la carta que va y viene y de ese violonchelista que no podrá morir a los cuarenta y nueve porque ya ha cumplido los cincuenta. La muerte hizo un gesto de impaciencia, se sacudió bruscamente del hombro la mano fraternal con que la consolábamos y se levantó de la silla. Ahora parecía más alta, con más cuerpo, una señora muerte como debe ser, capaz de hacer temblar el suelo debajo de sus pies, con la mortaja arrastrando y levantando humo a cada paso. La muerte está enfadada. Es el momento de sacarle la lengua.
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